E-Pack Bianca mayo 2021 - Varias Autoras - E-Book

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Varias Autoras

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Beschreibung

El contrato de cenicienta Michelle Smart "No quiero a otra actriz, señorita Caldwell, la quiero a usted". La reina inocente del desierto Heidi Rice Un acuerdo práctico… ¡Y un deseo innegable! La ruleta del deseo Louise Fuller ¡Cualquier cosa puede ocurrir cuando el deber y la pasión colisionan! Corazón de hielo, caricias de fuego Jackie Ashenden Su deseo de impartir justicia era inflexible… hasta que la conoció a ella.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Bianca, n.º 252 - mayo 2021

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-726-1

Índice

 

Créditos

 

El contrato de cenicienta

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

La reina inocente del desierto

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

La ruleta del deseo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Corazón de hielo, caricias de fuego

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MIA CALDWELL miró el anodino edificio en el centro de Londres antes de comprobar la dirección que le habían dado. Nunca había oído hablar del Club Giroud y aquella puerta negra ligeramente desvencijada no parecía la entrada de un club respetable, pero la dirección era correcta y la aplicación de su teléfono indicaba que aquel era el sitio, de modo que pulsó el timbre y esperó, intentando controlar su nerviosismo.

Después de la función la noche anterior, mientras estaba en su camerino, la había llamado su habitualmente inútil representante. No había hablado con Phil en un mes, de modo que la llamada fue tan inesperada como la noticia de que debía hacer una prueba para el director de una nueva compañía teatral al día siguiente.

Lo raro era que la prueba tendría lugar a primera hora de la mañana en un club privado en lugar de un teatro. Ah, y Phil había olvidado preguntar el nombre de la compañía. Y el nombre de la obra. O cuánto iban a pagarle.

De verdad tenía que buscar otro representante.

Y tenía que acudir a esa prueba porque estaba en el tramo final de funciones y no tenía nada en perspectiva. Pagasen lo que pagasen, no podía ser menos de lo que ganaba en ese momento. Si tenía suerte, y pensaban actuar en teatros importantes, tal vez podría ganar lo suficiente como para arreglar la caldera de su apartamento, que no dejaba de hacer ruidos extraños. Además, las paredes estaban llenas de humedades y su coche no aguantaría mucho más.

Un hombre tan grande como una montaña abrió la puerta y se quedó mirándola sin expresión.

–¿Este es el club Giroud? –preguntó Mia cuando el hombre-montaña no se molestó en decir una palabra.

–¿Y usted es?

–Mia Caldwell.

–¿Documento de identidad?

Otra cosa que le había parecido rara, le habían pedido que llevase algún documento de identidad. El hombre-montaña examinó su permiso de conducir, dejó escapar una especie de gruñido y dio un paso atrás.

–Sígame.

Mia vaciló antes de entrar en un vestíbulo tan lúgubre y anodino como el exterior del edificio, pero cuando el hombre-montaña abrió una puerta…

Si había algo completamente opuesto al lúgubre vestíbulo era aquel fastuoso corredor, con piano de cola incluido, pero no tuvo tiempo de seguir pensando porque el hombre-montaña se detuvo por fin, abrió una puerta y le hizo un gesto para que entrase.

Era una habitación elegantemente decorada, con varios sofás de piel oscura separados por una mesa. Había un hombre sentado en uno de los sofás, leyendo un documento.

Sus ojos se encontraron mientras la puerta se cerraba tras ella y Mia sintió un escalofrío.

–Señorita Caldwell –la saludó el extraño, ofreciéndole su mano–. Damián Delgado. Encantado de conocerla.

–Lo mismo digo –murmuró ella, estrechando su mano.

No solía ruborizarse, pero había algo en aquel hombre que la ponía extrañamente nerviosa.

Era guapísimo. Tan alto como el hombre-montaña, pero menos imponente, llevaba una camisa blanca, pantalón azul marino y corbata plateada, pero fueron sus ojos lo que capturó su atención. Era como mirar una obsidiana derretida. El espeso pelo oscuro enmarcaba un rostro esculpido de nariz definida y labios firmes, todo destacado por una perilla bien recortada. Y olía de maravilla.

–¿Quiere tomar algo?

Mia, que tenía la boca seca, pidió un vaso de agua.

–¿Normal o con gas?

–Normal.

–Siéntese, por favor.

Temiendo desmayarse por culpa de esa voz tan ronca y masculina y ese rostro tan atractivo, Mia se sentó en uno de los sofás. Pero, de verdad, esa voz… tan oscura y viril como sus ojos. Y ese acento. Era irresistible.

–¿Sabe por qué está aquí? –le preguntó él, mientras abría una botella de agua.

Por un momento, Mia se preguntó de qué estaba hablando. ¿Qué le pasaba? Había ido allí para buscar trabajo.

–Me han dicho que venía a hacer una prueba para un papel.

Mia lo miró atentamente. Aspecto inmaculado, zapatos tan pulidos que podría usarlos como espejos. Damián Delgado no parecía un director teatral y su nombre no le decía nada. Pero ella estaba suscrita a todas las revistas teatrales y debería haber visto su nombre en alguna ocasión. Aquello era muy raro.

–No sé el nombre de la obra.

–Porque no hay ninguna obra.

–¿Cómo?

Damián Delgado dejó un vaso de agua sobre la mesa y volvió a sentarse en el sofá, frente a ella.

–La prueba es una tapadera –le dijo, mirándola a los ojos sin pestañear–. Necesito una actriz que me acompañe a la casa de mi familia en Monte Cleure durante un fin de semana.

Mia se tomó de un trago la mitad del vaso de agua. Ella nunca había estado en Monte Cleure, un diminuto principado entre Francia y España, considerado uno de los países más ricos del mundo. Solo los millonarios podían permitirse vivir allí.

–Si acepta mi proposición, estoy dispuesto a pagarle doscientas mil libras y a cubrir todos sus gastos.

Mia lo miró, boquiabierta. Era una cantidad astronómica, diez veces lo que había ganado el año anterior. No podía ser, debía haber oído mal.

–¿Ha dicho que va a pagarme doscientas mil libras?

Damián Delgado asintió con la cabeza.

–Eso he dicho.

–Pero es mucho dinero… –empezó a decir Mia, sin poder disimular su inquietud–. ¿Qué espera que haga por tal cantidad de dinero?

–Hay ciertas cosas que discutiremos si llegamos a un acuerdo, pero lo importante es que debe actuar como si estuviese enamorada de mí.

Mia se había llevado muchas sorpresas en sus veinticuatro años de vida, pero aquello era tan inesperado y absurdo que no era capaz de entenderlo.

Si no fuera por su seria expresión, miraría alrededor buscando cámaras ocultas. Aquello tenía que ser una broma.

–Perdone, pero no le entiendo. ¿Quiere pagarme para que finja ser su novia?

–Así es, pero en mi mundo decimos «amante» o «amiga», nunca novia.

–¿Amante? ¿Y tendría que compartir dormitorio con usted? –exclamó ella.

–Y la cama –respondió él tranquilamente–. Mi familia debe creer que la nuestra es una relación seria.

Mia, disgustada, se levantó de un salto.

–Creo que se ha equivocado de persona, señor Delgado. Yo no soy una fulana.

–Sé bien lo que es usted, señorita Caldwell –dijo él entonces, con una sonrisa que envió un escalofrío por su espina dorsal–. Sé que es actriz y es una actriz lo que necesito. Tendrá que fingir afecto y pasión solo en presencia de mi familia. Cuando estemos solos, no tendrá que hacer nada en absoluto. Solo será una relación profesional.

Mia apretó el bolso contra su estómago mientras daba un paso atrás.

–No pienso compartir cama con un extraño. Lo siento, no estoy en venta. Búsquese a otra.

–Pero no quiero a otra, señorita Caldwell. ¿Sabe quién soy?

–No lo sé y no me interesa saberlo. Adiós, señor Delgado.

–Antes de tirar por la ventana esta oportunidad, busque mi nombre en internet y descubrirá que aceptar mi proposición tendrá algo más que ventajas económicas para usted. Le dará a su carrera el empujón que necesita.

–Pero yo…

¿Quién era Damián Delgado? ¿Un productor teatral, un banquero?

–Busque mi nombre –repitió él.

No se había molestado tanto en encontrar a la perfecta candidata para que ella lo rechazase de inmediato. En menos de tres semanas, el negocio de su familia, en el que había trabajado durante toda su vida adulta y que ya debería controlar, le sería arrebatado y su reputación destruida. El propio negocio sería destruido.

Parar evitar todo eso, necesitaba que Mia firmase el acuerdo ese mismo día. Había estado seguro de que doscientas mil libras la convencerían sin mayores discusiones, pero al parecer no era así.

Mia Caldwell había trabajado esporádicamente como actriz desde que se graduó en la escuela de Arte Dramático tres años antes. Su mayor fuente de ingresos era una pequeña compañía de teatro que hacía giras por provincias, pero trabajaba también como camarera en un café para ganar un sobresueldo. Decir que necesitaba un empujón sería quedarse corto.

–¿Puede deletrearme su apellido? –le preguntó ella, sacando un móvil del bolso.

Damián lo hizo y luego se arrellanó en el sofá, esperando. Le había encargado a su abogado la tarea de hacer una lista de actrices jóvenes y bellas que buscaban su gran oportunidad… con un requisito añadido.

Su abogado le había dado una lista de cuatro actrices, pero con su pelo rubio dorado y sus inteligentes ojos azules, Mia Caldwell había capturado su atención inmediatamente. Había algo en ella que encajaba en su mundo.

Para comprobar sus habilidades dramáticas, había acudido a verla en My fair lady, en un teatro diminuto, esperando una velada aburrida. En lugar de eso, se había sentido cautivado.

Mia iluminaba el escenario y era convincente como vendedora de flores convertida en dama de la alta sociedad. Era divertida, vulnerable, encantadora y cantaba como un ángel. Antes del entreacto, Damián sabía que había encontrado a la mujer que buscaba, pero no había esperado que fuese más atractiva y cautivadora fuera del escenario.

Las fotografías no le hacían justicia. Un clásico rostro ovalado enmarcaba unos preciosos ojos almendrados, una nariz recta y una boca amplia y generosa. Su delgada figura estaba escondida en ese momento bajo un vestido amplio. Si midiese unos centímetros más, podría ser modelo. En el escenario tenía un aspecto grandioso, pero de cerca era más bien pequeñita.

La inteligencia que había intuido en las fotografías también era detectable en persona. En su mundo había gente bendecida con dinero y belleza a expensas de neuronas. Mia había sido bendecida con belleza y neuronas, pero sin dinero. Exactamente lo que él necesitaba porque tendría que ser algo más que un adorno.

–¿Está interesada ahora? –le preguntó después de unos minutos.

Ella parpadeó un par de veces, como aturdida, y después asintió con la cabeza.

Sin duda, ese inteligente y suspicaz cerebro ya estaba imaginando el empujón que le daría a su carrera ser vista de su brazo.

–Entonces siéntese y sigamos hablando.

–Muy bien.

–Escúcheme con atención: el próximo fin de semana, Celeste, mi madre, organizará su fiesta de verano anual. Acudirán muchos de los hombres más ricos e importantes del mundo y los miembros de la familia se alojarán en la casa durante todo el fin de semana. Usted y yo llegaremos el viernes y nos separaremos el domingo por la tarde, pero tendrá que estar disponible durante toda esta semana. Así tendremos tiempo para que nos vean juntos y para conocernos un poco mejor.

–¿Qué espera de mí, además de fingir que estoy enamorada?

–Eso es algo que revelaré cuando hayamos firmado el acuerdo.

Mia guiñó los ojos, mirándolo con suspicacia.

–No será algo ilegal, ¿verdad?

–No es nada ilegal, pero según sus antecedentes tiene usted la falta de escrúpulos que necesito.

Mia palideció.

–¿Cómo sabe eso?

–¿Sus antecedentes penales? Hay muchas formas de encontrar esa información.

–Pero…

–Su secreto está a salvo conmigo, señorita Caldwell –le aseguró Damián–. La fiesta de Celeste es un evento social al que acudirán muchos periodistas. Ser fotografiada conmigo le dará un empujón a su carrera y el dinero que recibirá a cambio es más de lo que recibiría por vender una historia sobre mí a las revistas. Pero, por supuesto, tendrá que firmar un acuerdo de confidencialidad junto con el contrato por sus servicios. El negocio de mi familia depende de la confidencialidad y la discreción y usted tendrá acceso a información por la que la prensa pagaría una fortuna.

Ella seguía mirándolo en silencio. No había parpadeado desde que mencionó sus antecedentes penales.

–Yo he puesto mis cartas sobre la mesa, señorita Caldwell. ¿Está de acuerdo o no? Necesito una respuesta inmediatamente. Si no está dispuesta a hacerlo, puede marcharse. No me gustaría arruinar su vida por despecho.

Fueron esas palabras lo que sacó a Mia de su estupor.

«No me gustaría arruinar su vida por despecho».

Estaba amenazándola.

Mia quería cubrirse los oídos, cerrar los ojos y despertar de aquella pesadilla.

«No te asustes, tranquila, no pasa nada».

Pero era lógico tener miedo. Si Damián Delgado decidía arruinar su vida podría destruir a las dos personas a las que más quería en el mundo. Los fantasmas del pasado serían resucitados. Todo lo que había estado a punto de hundir a su familia podría estallar de nuevo.

Debería haber salido corriendo cuando tuvo la oportunidad, pero, tontamente, había buscado el nombre de Damián Delgado en internet y lo que había descubierto había despertado su curiosidad. Se había sentado para escuchar su proposición por estúpida, absurda curiosidad. Quería saber por qué un hombre como él pagaría una fortuna para que se fingiese su amante

Su intención era escucharlo para después decir que no estaba interesada. Ella no era actriz por la fama o el dinero y aquel no era la clase de empujón que necesitaba. No podía arriesgarse a llamar la atención. Esa era la razón por la que trabajaba en teatros provinciales en lugar de buscar los grandes escenarios.

Pero el teatro era el gran amor de su vida. Lo había encontrado cuando estaba hundida y había sido una salvación. En el escenario había encontrado un nuevo hogar. Actuar era lo único que sabía hacer, lo único que esperaba hacer algún día si conseguía tener unos ingresos regulares.

Pero Damián Delgado, aquel hombre guapísimo por el que había estado a punto de desmayarse, podía poner todo eso patas arriba.

–¿Cuándo necesita una respuesta? –le preguntó, intentando ganar tiempo para pensar, para planear, para escapar.

–Ahora mismo, señorita Caldwell. El contrato y el acuerdo de confidencialidad están preparados para la firma. Firme o márchese, usted decide. Alcanzar un futuro mejor o seguir hundiéndose en la nada.

Sus ojos oscuros estaban clavados en ella, su atractivo rostro una máscara impasible.

¿Cómo podía ser tan flemático mientras hacía una amenaza?

Media hora antes, el nombre Damián Delgado no significaba nada para ella. Había entrado en el edificio sin saber que iba a encontrarse con uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo.

No podía haber sido fácil conseguir sus antecedentes, pensó. Entonces era menor de edad y estaba prohibido por ley publicar su nombre o hacer público el informe.

Damián Delgado miró su reloj y luego a ella de nuevo.

–Necesito una respuesta, señorita Caldwell.

–Muy bien, firmaré –dijo ella, asustada.

Si la única forma de garantizar su silencio era aceptar aquella proposición, tendría que hacerlo. Y luego rezaría para que nadie más descubriera su secreto y para que los fantasmas del pasado siguieran escondidos.

No quería ni pensar en las consecuencias si fuese de otro modo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MIA ESTABA pintándose los labios cuando sonó el timbre.

Cerrando los ojos, tomó aire. El pánico que había sentido por la mañana había desaparecido, dejando solo rabia, miedo y un millón de preguntas.

Todo había ocurrido tan rápidamente. En cuanto firmó el contrato y el acuerdo de confidencialidad, recibió un sobre lleno de dinero con instrucciones de comprarse un vestido y preparase para la primera «cita».

Después de eso, Damián se había despedido con una inclinación de cabeza y el hombre-montaña la había acompañado a la puerta.

De no ser por el dinero que tenía en la mano podría haber creído que todo aquello era un sueño. Le gustaría que solo hubiera sido un sueño, pero se había metido de cabeza en una pesadilla.

En cualquier caso, había hecho lo que Damián le había pedido. Cuando salió del club, entró en una boutique frente a la que había pasado muchas veces sin atreverse a entrar y, después de comprar un vestido apropiado para la cena de esa noche, volvió corriendo a casa.

Había pasado el resto del día investigando al enigmático Damián Delgado y si no tuviese que arreglarse para la «cita» seguiría buscando información en internet, donde había miles de artículos con cotilleos y especulaciones sobre su millonaria familia.

El grupo Delgado, fundado en 1960 por el abuelo de Damián, era una de las instituciones privadas más poderosas del mundo. Y también más hermética. En cuanto al propio Damián, solo sabía que tenía treinta y seis años, dos años menos que su hermano Emiliano, y que dirigía el banco Delgado, la institución financiera más importante de Argentina.

Encontró un montón de fotos de él con diferentes mujeres, pero nada sugería que hubiese tenido una relación seria o que tuviese hijos.

Se rumoreaba que estaba a cargo de la dirección del grupo Delgado desde la muerte de su padre seis meses antes. Al funeral de Eduardo Delgado habían acudido líderes mundiales, presidentes, monarcas.

Todo lo que leía aumentaba sus miedos y ni siquiera el anticipo de cien mil libras había conseguido tranquilizarla. Al contrario.

Ya no podía dar marcha atrás. Tenía que ver las próximas dos semanas como un trabajo más, aunque solo actuaría para unos cuantos elegidos.

Ella era la actriz, Damián el director, el coreógrafo, el titiritero.

¿Pero dónde se había metido? ¿Y por qué ella cuando había miles de actrices de su edad?

Todas esas preguntas daban vueltas en su cabeza mientras se levantaba del sofá. La familia Delgado tenía más poder que muchos de los líderes mundiales que habían acudido al entierro del difunto patriarca.

Damián tenía el poder de aplastarla como un insecto y destruir a su familia.

Con el estómago encogido, Mia abrió la puerta.

Él estaba al otro lado, con un elegante traje de chaqueta oscuro y un enorme ramo de rosas en la mano.

Cuando sus ojos se encontraron, su corazón empezó a latir violentamente y tuvo que sujetarse al marco de la puerta para no lanzarse sobre él como una gata, una reacción que la asustó aún más.

Nunca había sido tan primitiva, nunca había querido golpear a nadie.

–Para ti, mi vida –dijo Damián entonces, tuteándola por primera vez mientras rozaba su mejilla con los labios–. Estás guapísima.

–Gracias –Mia tomó el ramo de rosas y dio un paso atrás–. Espera un momento, voy a ponerlas en agua.

Porque eso sería mejor que abofetearlo con ellas.

Damián Delgado esbozó una sonrisa que podría haber iluminado todo el apartamento.

–¿No me invitas a entrar?

–No sabía que fuera necesario. Pero entra, por favor. Ponte cómodo.

–¿Sarcástica?

–¿Qué esperabas?

Él enarcó una oscura ceja.

–No es un buen principio cuando estamos a punto de embarcarnos en una cita en la que vamos a enamorarnos.

–Dijiste que tendría que hacer el papel en público –le recordó Mia, intentando disimular cuánto la afectaba su presencia–. Y ahora no estamos en público.

¿Pensaba que iba a ser amable con él cuando estaba chantajeándola? Podría ser el hombre más sexy del mundo, pero también era el más cruel y el más arrogante. Si solo tuviera que pensar en ella misma le diría que se fuese al infierno, pero tenía que pensar en su hermana y su madre.

La posibilidad de que la situación que había estado a punto de destruirlas pudiera repetirse era demasiado horrible. Preferiría dejar de ser actriz y ganarse la vida como camarera si de ese modo podía proteger a su familia.

Damián entró en el apartamento y miró alrededor. Nunca había visto un sitio tan pequeño. Todo el apartamento cabría en el vestíbulo de su casa de Buenos Aires, pero estaba limpio y olía bien, a ropa recién lavada.

Los muebles eran viejos y nada hacía juego. Sin embargo, combinaban bien, creando un ambiente acogedor. Debía haberlo decorado con un presupuesto minúsculo, pero tenía estilo y buen gusto y eso era admirable.

Mia entró en el salón con dos vasos llenos de rosas que colocó sobre una mesa.

–¿Has terminado? He reservado mesa para las ocho y hay mucho tráfico.

–Espera un momento.

Mia desapareció de nuevo antes de que Damián pudiese decir una palabra más.

Cuando volvió, se había puesto unas sandalias doradas y un agradable perfume que olía a cítricos y que parecía envolver todo el apartamento.

Llevaba un vestido blanco con tirantes y un curioso escote en V casi hasta el ombligo que, sin embargo, no mostraba ni asomo de sus pechos. Un fino cinturón dorado separaba el corpiño de la falda de vuelo, que caía por debajo de las rodillas. Con el pelo sujeto en un moño, el maquillaje discretamente aplicado y unos aros dorados en las orejas, tenía un aspecto sencillo y elegante.

–¿Y bien? –le preguntó ella–. ¿Satisfecho con el vestido que tú has pagado?

Damián se mordió la lengua para contener la rabia que provocaba su actitud beligerante. Nadie le hablaba en ese tono y era hora de que Mia Caldwell lo entendiese.

Había dejado claro que no tenía que aceptar su oferta. Podía marcharse y sus antecedentes penales seguirían siendo un secreto. Ella había decidido aceptar el dinero y el empujón a su carrera por propia voluntad. Portarse ahora como si él la hubiese obligado a aceptar el trato era absurdo.

–Estoy muy satisfecho, gracias. De hecho, me pregunto si voy a pagarte menos de lo que mereces. Claro que en la fiesta de Celeste habrá hombres dispuestos a pagar lo que haga falta por un acuerdo de naturaleza más íntima.

–¿Cómo te atreves? –le espetó ella, indignada.

–Provóqueme, señorita Caldwell, y descubrirá que también yo tengo una lengua afilada. Y ahora, vamos a ver si eres tan buena actriz como crees.

Mia tuvo que apretar los dientes para no decirle lo que pensaba. El primer papel que había interpretado en su vida había sido el de Julieta en una obra del instituto. El chico que hacía de Romeo era un fanfarrón con halitosis que se creía un regalo de Dios para las mujeres y Mia seguía pensando que convencer al público de que estaba locamente enamorada de él había sido una de sus mejores interpretaciones. Si lo había hecho con aquel idiota, podía hacerlo con Damián Delgado.

Tenía que hacerlo.

–No puedo decirte lo emocionada que estoy por esta cita –empezó a decir, poniendo una mano en su torso–. Es como si te hubiera esperado durante toda mi vida y ahora, por fin, estás aquí –añadió, pestañeando coquetamente–. ¿Qué tal así?

Damián esbozó una sonrisa.

–Mucho mejor. ¿Nos vamos?

Mia intentó no inmutarse cuando rodeó su cintura con el brazo y mantuvo la sonrisa en los labios mientras salían a la calle, donde esperaba el coche. El conductor bajó de inmediato para abrirles la puerta, pero una vez en el interior se volvió para fulminar a Damián con la mirada.

–No se te ocurra tocarme cuando estemos solos.

–Preferiría tocar ácido –replicó él.

No volvieron a intercambiar palabra y cuando bajó del coche se quedó sorprendida. No sabía que iban a cenar en un restaurante considerado como uno de los mejores del mundo.

El maître saludó a Damián como si fuera el Mesías y Mia tuvo que contener un grito al ver a una famosísima estrella de Hollywood y a su marido, un conocido director.

–¿Aquí podemos hablar libremente? –le preguntó en voz baja cuando por fin se sentaron a la mesa.

Damián, que estaba leyendo la carta, levantó la mirada.

–Espera.

El camarero les recomendó los ravioli de langosta como entrante y el rape al horno como primer plato. Mia aceptó, encantada. No había podido probar bocado desde su reunión con Damián esa mañana y aquella sería su única oportunidad de comer en un restaurante con tres estrellas Michelin, de modo que decidió aprovecharla.

–Bueno, explícame exactamente lo que debo hacer –le dijo cuando el camarero desapareció.

Damián cubrió su mano con la suya y ella tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarla. No estaba preparada para ese roce ni para los locos latidos de su corazón.

–Recuerda que debes mirarme con amor. Nadie puede oír lo que decimos, pero sin duda estarán observándonos.

Mia hizo un esfuerzo para sonreír.

–¿Mejor así?

–Sí.

–Entonces, por favor, cuéntamelo. El suspense me está matando.

–Hay unos documentos escondidos en la villa de Celeste, documentos importantes que necesito con urgencia. Tu trabajo es ayudarme a encontrarlos.

–¿Celeste, tu madre?

–Eso es.

Mia lo estudió en silencio. No podía ser tan sencillo con tanto dinero y tanto subterfugio de por medio.

–¿Qué tipo de documentos?

–No tienes por qué saber eso.

–¿Por qué no?

–Porque es irrelevante. Lo único que debes saber es que hay unos documentos escondidos en la villa de Celeste.

–¿Ella los ha escondido?

–No voy a contarte nada más. Lo que importa es que la villa es como una fortaleza diseñada para esconder secretos, pero yo tengo planos y vídeos del interior para que los estudies. Necesito que te familiarices con la villa, que sea como tu propia casa cuando llegues allí.

–Muy bien.

–La casa estará llena de gente y eso juega a nuestro favor. Con gente por todas partes no será fácil localizarnos, pero necesito que seas mis ojos y mis oídos mientras yo busco esos documentos.

La conversación se interrumpió de nuevo cuando llegó el camarero con los platos y Mia aprovechó para apartar la mano.

–Si los documentos están en casa de tu madre y no es ella quien los ha escondido ¿por qué no vas solo a la villa y los buscas en lugar de organizar todo esto? –le preguntó mientras empezaban a comer.

–Eso no es posible.

–¿Por qué no? Seguro que tienes un avión privado.

Damián dejó escapar algo parecido a una risita. Parecido, pero demasiado cortante.

–¿De qué te ríes?

–Lo entenderás cuando conozcas a Celeste. No se puede aparecer en su casa así, de repente.

Mia torció el gesto.

–Yo voy a casa de mi madre todo el tiempo.

–Celeste no es una madre normal. Si quiero verla, tengo que pedir cita.

–¿Tienes que pedir cita para ver a tu propia madre?

Él asintió con la cabeza, como si fuera perfectamente normal.

–Qué horrible. Parece una película de terror.

–Es mi vida. Y a menos que encuentre esos documentos, todo aquello por lo que me he pasado la vida trabajando me será arrebatado.

–¿Cómo?

–Eso da igual.

–No, no da igual. ¿Cómo sé yo que los documentos que buscas no son la prueba de algo ilegal que quieres encubrir?

–Los actos criminales son tu especialidad, no la mía.

Mia soltó el tenedor, indignada, pero él volvió a tomar su mano.

–Dulce y cariñosa, mi vida. No olvides que nos están observando.

Tragándose la rabia, Mia lo miró con gesto de adoración.

–Dices que los actos criminales son mi especialidad y, sin embargo, la única razón por la que estoy aquí es porque tú me has chantajeado.

Damián la miró, atónito.

–Yo no te he chantajeado.

–¿Cómo que no?

–No, mi vida, yo no he hecho tal cosa.

–Dijiste que «no te gustaría arruinar mi vida por despecho». Eso suena como una amenaza.

–Si lo has interpretado como una amenaza es cosa tuya.

–Estabas dando a entender que podrías arruinar mi vida si quisieras y que sería culpa mía por no haber aceptado tu proposición.

Damián tuvo que hacer un esfuerzo para contener su ira. El cinismo de Mia era irritante. Ella tenía que saber que no había hecho tal cosa.

–Si quisiera chantajearte lo habría hecho sin necesidad de ofrecerte dinero.

–¿Entonces por qué has elegido una actriz con antecedes penales?

Damián torció el gesto. La noche no estaba yendo como él había esperado. En lugar de asimilar la información que tenía que darle, Mia lo discutía todo.

–Porque necesito una persona sin escrúpulos. Para encontrar esos documentos tendremos que registrar habitaciones privadas y alguien que ha traficado con drogas carece de escrúpulos, ¿no?

El recordatorio de su oscuro pasado provocó un brillo de ira en los ojos azules.

–Ya veo.

–Pero ese era solo uno de los requisitos. Necesitaba alguien que encajase en mi mundo sin que nadie sospechase. Mírate ahora, un simple vestido y ya estás preparada para hacer el papel. Por otro lado, el trabajo requiere alguien inteligente porque habrá momentos en los que tengas que pensar a toda velocidad. Además, necesitaba una actriz bella y desconocida, pero con talento, y tú eras una de las pocas que reunía todas las condiciones.

Mia rio. Cualquiera que estuviese observándolos pensaría que era una risa auténtica. Solo Damián sabía que era sarcástica.

–¿Y qué te hace pensar que yo tengo talento?

–Fui a verte al teatro anoche.

Ella lo miró entonces, boquiabierta. Y, después de la batalla verbal, era muy entretenido ver que por fin se quedaba sin palabras.

–¿Fuiste al teatro? –consiguió decir por fin.

–Tenía que ver con mis propios ojos si serías capaz de hacer el papel de forma creíble –respondió Damián, apretando su mano–. Cuando te vi en el escenario me enamoré de ti, mi vida –añadió, con tono íntimo.

Mia sacudió la cabeza, incrédula.

–Eres tú quien debería trabajar en un escenario.

Damián sonrió.

–No tengo más remedio. La interpretación debe ser absolutamente convincente porque mi vida depende de esos documentos.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

EN CUANTO volvieron al coche, Mia se pegó a la puerta para mantener la mayor distancia posible. Después de dos horas mirándolo a los ojos y tocando su mano sentía un extraño cosquilleo por todas partes y lo único que quería era olvidarse de él, pero no podía dejar de pensar en la indiferencia de Damián hacia su familia. Una indiferencia seguramente correspondida.

¿Quién llamaba a su madre por su nombre de pila? ¿Y qué madre exigía que sus hijos pidiesen cita para verla?

Ella hablaba con su madre todos los días y se veían al menos una vez por semana. No veía a su hermana tan a menudo porque cuando ella tenía horas libres Amy estaba trabajando en el hospital, pero hablaban mucho por teléfono y se reunían siempre que les era posible.

No siempre había sido así. La repentina muerte de su padre, nueve años antes, había tenido el efecto de una granada de mano. La detonación de esa granada había provocado una catástrofe que, una vez, Mia había creído insalvable. Por suerte, el daño se había ido reparando poco a poco. Siempre habría cicatrices, pero eran una familia unida de nuevo y tendría que rezar para que aquel trabajo no acabase siendo una nueva tragedia. De hecho, tal vez debería convencer a Damián de que ella no era la persona adecuada.

–Damián… has dicho que tenías una lista de actrices para este papel.

–Así es.

–Pues deja que lo haga otra. Yo solo he aceptado porque pensé que estabas chantajeándome, pero como no es así…

–Es demasiado tarde –la interrumpió él.

–Yo no diré nada, te lo aseguro. Te devolveré el dinero y firmaré lo que tú quieras.

–Ya te he dicho que es demasiado tarde –repitió Damián, con un brillo helado en sus ojos oscuros–. Nos han visto juntos.

–Pero solo hemos salido una vez.

–Créeme, mi vida. Te cambiaría por otra actriz encantado, pero es demasiado tarde. Las ruedas de nuestra historia de amor ya se han puesto en movimiento.

–¿Después de una sola cita? –preguntó ella, incrédula.

–Me vigilan y controlan mis llamadas.

–¿Quién?

–Mi hermano.

Mia lo miró, horrorizada. Le iba a explotar la cabeza con todo lo que había pasado aquel día.

–¿Emiliano está detrás de todo esto?

El coche se detuvo en ese momento y Damián no se molestó en responder.

–Mañana cenaremos en mi apartamento. Mi chófer vendrá a buscarte a las siete.

–Mañana por la noche tengo función.

–Me marcho a Buenos Aires el miércoles, así que tiene que ser mañana.

–Ya te he dicho que mañana trabajo.

–Pídele a tu sustituta que haga la función por ti.

–¿Por qué no le pides tú a tu sustituto que vaya a Buenos Aires? –replicó ella, airada.

–Yo no tengo sustituto –respondió Damián con los dientes apretados.

–Pues yo tampoco. Tenemos contratadas ocho funciones más y no pienso faltar a ninguna. Sencillamente, eso no se hace en el teatro.

–El contrato deja bien claro que debes estar disponible.

–He aceptado estar disponible por las mañanas, no por las noches.

Él dejó escapar un suspiro de frustración.

–Iré a buscarte después de la función –dijo por fin–. Ten preparada una bolsa de viaje.

–No voy a dormir en tu casa.

Un golpe de aire acarició sus mejillas cuando el conductor abrió la puerta del coche, pero antes de que pudiera salir Damián la agarró por la muñeca. Su rostro estaba tan cerca que podría contar los pelos de la bien recortada perilla. Tan cerca como para que el aroma de su exótica colonia acelerase su pulso.

–Mañana dormirás en mi apartamento, mi vida –dijo en voz baja, con un brillo amenazador en los ojos–. Y también la semana siguiente, como consta en el contrato que has firmado. Te pago para que hagas un trabajo y espero que lo hagas lo mejor posible. ¿Entendido?

Sabiendo que el chófer estaba esperando en la acera, Mia inclinó la cabeza para hablarle al oído:

–Suéltame o me pondré a gritar.

No era su intención tocarlo, pero la punta de su nariz rozó el lóbulo de su oreja y, asustada por la descarga que experimentó, se apartó a toda prisa.

Por fin, Damián soltó su mano, pero inclinó la cabeza para hablarle al oído:

–Los únicos gritos que quiero de una mujer son gritos de placer. Y lo único que un hombre querrá hacer con tu boca es cerrártela.

Mia tardó un segundo en darse cuenta de que Damián había soltado su mano y había vuelto a arrellanarse en el asiento.

Mientras ella tenía que hacer un esfuerzo para que sus pulmones funcionasen, él la miraba con gesto satisfecho, sabiendo que la pulla había dado en la diana.

–Buenas noches, mi vida –le dijo, esbozando una sonrisa irónica–. Soñaré contigo.

Cuando sus ojos se encontraron sintió algo que no había sentido nunca, pero el instinto le dijo que era peligroso.

–No tengas pesadillas –replicó ella con su tono más dulce antes de salir del coche.

La sonrisa de Damián se esfumó cuando la vio desaparecer en el destartalado edificio en el que vivía.

Podía contar con los dedos de una mano los errores que había cometido en la vida. Convencer a su padre para que le diese a Emiliano un puesto importante en el negocio era el primero de ellos, un error que les había costado quinientos millones de dólares.

Y el peso que sentía en el estómago le decía que Mia Caldwell podría ser aún peor.

Nunca había conocido a nadie, aparte de su familia, que le hiciera perder los estribos tan fácilmente. Estaba acostumbrado a que la gente se acomodase a sus expectativas, pero Mia no parecía dispuesta a hacerlo.

Había hecho bien su papel en el restaurante, pero cuando estaban solos dejaba bien claro que lo detestaba. Como el personaje que interpretaba en el teatro, era intransigente y testaruda.

Pero ese no era el problema. El problema era que se sentía absurdamente atraído por ella.

¿Y qué demonios lo había empujado a revelar que su enemigo era su hermano?

Desde niño, había aprendido que las emociones eran para el dormitorio, no para la sala de juntas. En sus treinta y seis años, jamás había tenido el menor problema para separar una cosa de otra. Como su padre, él no apartaba nunca la vista de lo que era importante. Sin embargo, cuando más necesitaba su famosa concentración, cuando su fortuna y su sitio en el mundo estaban en juego, se encontraba obsesionado por aquella mujer.

Incluso ahora, veinte minutos después de despedirse de Mia, podía sentir una descarga de adrenalina por todo su cuerpo.

Cómo desearía haber aceptado su proposición de romper el acuerdo. No sabía si era un juego para conseguir más dinero, pero le había dejado claro que ya no había tiempo. Era demasiado tarde para dar marcha atrás. Los habían visto juntos y los rumores de que tenía una amante pronto llegarían a su familia.

Si dejaba a Mia y de inmediato empezaba a salir con otra actriz sospecharían que ocurría algo raro, de modo que no iba a poder deshacerse de ella.

 

 

La noche siguiente, el público del teatro era particularmente entusiasta y aplaudía sin parar. Era la clase de público que Mia, como cualquier otro actor, adoraba. Esa noche, sin embargo, tuvo que echar mano de todas sus dotes interpretativas para sonreír.

Al final de la canción I Could Have Danced All Night había visto una figura en la tercera fila y su corazón se había vuelto loco mientras daba vueltas por el escenario. Cómo había podido recuperarse sin que nadie se diese cuenta no tenía ni idea.

Mientras saludaban al público intentó no mirarlo, como había hecho durante el resto de la función. Pero, como había ocurrido por la noche, la mirada de Damián parecía atravesarla.

La charla de sus compañeras en el camerino era un distante zumbido. Estaba tan agitada que no podía participar en la conversación. Solo podía sonreír, intentando controlar sus emociones mientras se quitaba el maquillaje.

Un golpecito en la puerta hizo que su corazón se volviese loco de nuevo. No tenía la menor duda de quién estaba al otro lado.

Nicole, que hacía el papel de la señora Higgins, abrió la puerta sin dejar de charlar con las demás.

–¡Vaya! ¿Qué puedo hacer por usted?

–He venido a buscar a Mia Caldwell.

Mia cerró los ojos un momento al escuchar la voz de Damián, pero se volvió hacia él esbozando una sonrisa. Llevaba un polo azul marino y unos vaqueros oscuros, el pelo y la perilla impecables como de costumbre.

Y sabía perfectamente lo que esperaba de ella.

–¡Qué alegría que hayas podido venir! –gritó, corriendo a su lado.

Él se apoderó de sus labios en un beso a la vez fugaz y apasionado.

–No me lo habría perdido por nada del mundo, mi vida. No podía apartar los ojos de ti en el escenario.

Atónita ante tan inesperada intimidad, Mia solo podía mirar esos ojos oscuros y rezar para que sus piernas la sostuvieran.

Al ver que se había ruborizado, Damián tuvo que admitir que era una actriz superlativa.

–Espero que no se ofendan si me llevo a Mia –le dijo a sus compañeras–. Esta es mi última noche en Londres y queremos aprovechar el tiempo que nos queda.

Unos minutos después, salieron del teatro y subieron al coche. En cuanto el conductor cerró la puerta, Mia soltó su mano y se apartó todo lo que era posible antes de lanzar sobre él una mirada venenosa.

–¿Se puede saber a qué juegas?

–Dije que vendría a buscarte. ¿Mi presencia te ha perturbado?

–En absoluto. Ni siquiera sabía que hubieras venido.

–No, claro que no, Pinocho –bromeó él.

Había visto que se ponía nerviosa al verlo entre el público, pero había disimulado tan bien que nadie se dio cuenta.

–¿Y por qué me has besado? ¿Cómo te atreves? No vuelvas a besarme.

Damián la miró con expresión seria.

–Dejé bien claro que espero gestos de afecto cuando estemos en público. Para eso te pago.

–Y yo dejé bien claro que no soy una fulana.

–¿Te niegas a besar a un actor si la escena lo exige?

–No es lo mismo…

–Sí lo es. Acostúmbrate a besarme en público, mi vida. Cuando estemos con mi familia lo haré a menudo.

–Ponme una mano encima cuando estemos solos y te juro…

–Cálmate, ese beso no ha significado nada. Además, vamos a estar juntos durante dos semanas, así que empieza a acostumbrarte.

Si Mia pudiese ver el cosquilleo que sentía en los labios sabría que estaba mintiendo. O el cosquilleo en… sitios más íntimos.

Aquello era lo último que necesitaba. Había visto su interpretación en el escenario por segunda vez y se había sentido tan cautivado como la primera. Más aún. Era incapaz de apartar los ojos de ella, incapaz de no desnudarla mentalmente, incapaz de controlar los locos latidos de su corazón.

Pero no podía distraerse. Lo único importante era encontrar esos documentos y lo último que necesitaba era perderse en fantasías sexuales.

Esa atracción no podría ir a ningún sitio aunque no estuviera intentando evitar que su hermano destruyese el legado de la familia Delgado. Además de sus antecedentes penales y su precaria situación económica, dos cruces contra ella para un hombre en su posición, él solo se acostaba con mujeres en las que podía confiar y que tenían intereses acordes con los suyos.

Ese había sido la base del matrimonio de sus padres y les había servido bien durante treinta y siete años.

Solo un tonto confiaría en un camaleón que se ganaba la vida fingiendo ser alguien que no era.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

MIA NUNCA había estado en Canary Wharf. Lejos de la destartalada zona de Londres en la que ella vivía, Canary Wharf era un barrio lleno de rascacielos, con yates atracados frente al río Támesis.

No era una sorpresa que Damián tuviese un apartamento en el rascacielos más alto y era tan similar a lo que ella había imaginado que soltó una carcajada.

–¿De qué te ríes?

Mia se encogió de hombros mientras sacaba el móvil del bolso.

–Me preguntaba dónde estarían todas tus cosas.

Por supuesto, el apartamento era gigantesco, con ventanales del techo al suelo desde los que se podía ver toda la ciudad. Los muebles parecían hechos a medida y, aparte del suelo de brillante madera, todo era blanco. Pero no había cuadros u objetos decorativos, nada personal.

En el salón, en el que podría caber todo su apartamento, había una enorme pantalla de televisión, dos sofás de piel y una mesa de cristal. Aproximadamente a un kilómetro de los sofás, otra mesa de cristal y ocho sillas. Y nada más.

–Solo vengo a dormir cuando estoy en Londres –dijo Damián mientras abría su ordenador portátil–. Mi casa está en Buenos Aires. Perdona un momento, tengo que hacer una comprobación de seguridad.

Ella hizo una mueca.

–¿Para qué?

–Para confirmar que nadie ha intentado entrar en el apartamento… ¿qué haces?

–Di «patata» –dijo ella, levantando su móvil.

El destello del flash lo hizo parpadear.

–¿Me has hecho una fotografía?

–He hecho una fotografía de mi amante –respondió ella– para mi hermana. Y, por cierto, he activado la localización de mi teléfono. Si mi cadáver aparece flotando en el Támesis, la policía sabrá dónde encontrarte.

Damián apretó la mandíbula con tal fuerza que no le hubiera sorprendido que se rompiese algún diente.

–¿Qué le has contado a tu hermana?

–Solo que he conocido a alguien –respondió Mia.

También se lo había contado a su madre. No sabía si la prensa publicaría fotografías de ella con Damián, pero, por si acaso, quería que estuviesen preparadas.

Con un poco de suerte, los fotógrafos que, según Damián, acamparían en la puerta de la villa para la fiesta estarían demasiado ocupados fotografiando a los ricos y famosos como para fijarse en ella.

Ser vista con Damián podría alentar el tipo de atención reservada a las actrices de Hollywood y eso sería un desastre. Si él había conseguido sus antecedentes penales ¿qué iba a impedir que algún periodista los consiguiese también?

Pero Damián había dejado bien claro que era demasiado tarde. Y, aunque tendría que tomar parte en aquella farsa, su prioridad era proteger a su familia y a sí misma, en ese orden.

–Pensé que todo el mundo debía creer que estábamos enamorados –le dijo, pestañeando coquetamente–. Nuestro amor arderá como una llama durante unas semanas y luego, tristemente, se extinguirá.

No había alegría en la expresión de Damián.

–Los términos del acuerdo de confidencialidad incluyen a tu hermana.

–Lo sé. Me has convertido en una mentirosa.

Damián esbozó una sonrisa falsa antes de volver a mirar la pantalla de su ordenador.

–Podemos añadirlo a tu lista de atributos.

Temiendo pillarle los dedos con la tapa del ordenador en un ataque de furia, Mia se dio la vuelta y asomó la cabeza en una habitación. Era la cocina más limpia que había visto nunca. Más funcional que bonita, sobre la encimera solo podía ver una cafetera que seguramente costaba más que el recibo anual de su hipoteca.

–¿Por qué parece un piso piloto? ¿El apartamento no es tuyo?

–Lo uso para dormir, nada más. El banco Delgado tiene oficinas en ese edificio de enfrente.

–Era de esperar que vivieras en la oficina. ¿Dónde están los empleados? Pensé que un hombre como tú tendría un mayordomo por lo menos.

–Los servicios del edificio incluyen personal de limpieza, pero solo por las mañanas.

Genial. Eso significaba que estaban completamente solos.

–¿Ellos también te espían?

Damián dejó escapar un suspiro.

–Te pago para que interpretes un papel, no para que hagas interminables especulaciones.

–Entonces, tal vez deberías haber elegido a una actriz sin cerebro. ¿Puedo cotillear un rato en la cocina?

–Sí así te callas durante cinco minutos, por supuesto.

–No sé si me callaré.

Desconfiado, Damián fue tras ella y dejó el ordenador sobre la encimera.

–¿Por qué te interesa la cocina?

Mia abrió uno de los armarios. Estaba vacío.

–Quiero ver qué cubiertos usa un multimillonario –respondió, abriendo otro armario, que también estaba vacío–. ¿Dónde están los platos?

–¿Siempre eres tan cotilla?

–Solo en ocasiones especiales. Quiero contarles a mis amigos cómo vive un multimillonario… a menos que hablar de tu apartamento sea una violación del acuerdo de confidencialidad.

–¿Por qué eres tan antipática?

–No suelo serlo. Tú eres especial.

–¿Por qué?

–¿Tienes que preguntar?

–Te pago para que hagas algo que haces todos los días en el teatro y que dará un empujón a tu carrera, pero actúas como si yo fuera El Cuco.

Ajá. Un armario con bandejas y platos. Y qué sorpresa, todos eran blancos.

–¿Quién?

–El Cuco. Es como nuestro Hombre del Saco.

–Ya que no me dejas renunciar a este papel, aunque sabes que solo acepté porque pensé que estabas chantajeándome, entenderás que te vea como El Cuco.

Damián enarcó una ceja.

–¿Esperas que crea que habrías rechazado el dinero?

–Dije que te lo devolvería, ¿no? Pero da igual, no me importa lo que pienses. ¿Tienes algo de alcohol?

–¿Alcohol? ¿A qué hora has comido?

–Una hora antes de la función.

–Voy a pedir algo de cena.

–Una copa antes.

–No es buena idea beber con el estómago vacío.

–¿Ahora eres mi madre?

–Mia… –Damián dejó escapar un suspiro mientras cerraba el ordenador. Desde que entraron en el apartamento parecía histérica–. ¿Tomas drogas?

Ella lo miró, indignada.

–¡Por supuesto que no!

–¿Estás segura?

Según sus informes, nada indicaba que siguiera tomando drogas y él estaba dispuesto a concederle el beneficio de la duda porque estaba desesperado. Pero, por enésima vez, se preguntó si habría cometido un error al elegirla.

–Yo no tomo drogas.

–Solías hacerlo, no puedes negarlo.

Mia apartó la mirada, como solía hacer cada vez que mencionaba sus antecedentes.

Él sabía lo que era una adicción a las drogas. Conocía a demasiada gente que aliviaba las presiones del trabajo con cocaína y reconocía las señales, pero Mia no tenía las pupilas dilatadas ni el goteo nasal asociado con el consumo de estupefacientes.

–Te portas de un modo extraño. Estás nerviosa.

–¿Y te parece raro?

–¿Me tienes miedo?

–Sería una tonta si no tuviese miedo.

Damián asintió con la cabeza. No se le había ocurrido pensar que estar en su terreno debía ser inquietante para ella. Era físicamente imponente, mucho más alto y fuerte, y además era un extraño.

Él jamás se aprovecharía de una mujer, ¿pero cómo iba a saberlo Mia? Se sentía profundamente atraído por ella e intuía que la atracción era mutua, pero jamás forzaría nada.

–Mia, mírame.

A regañadientes, ella levantó la cabeza.

–Te prometo que cuando estemos solos no ocurrirá nada entre nosotros. El sexo es una complicación que no necesito, así que estás a salvo conmigo.

–Muy bien.

–Dormirás en el cuarto de invitados. Solo tendremos que dormir juntos en Monte Cleure y si decides llevar un cinturón de castidad, no pondré ninguna objeción.

Mia esbozó una sonrisa.

–Muy bien.

–Pero, si así te sientes mejor, llévate un cuchillo de la cocina al dormitorio. Puedes guardarlo bajo la almohada. Si me acerco a ti, clávamelo.

Mia se tapó la boca con la mano para disimular una carcajada.

–Lo digo en serio.

–Sí, claro.

–¿Tienes hambre? ¿Quieres que pida algo?

–Sería buena idea. Seguro que no hay nada de comer en la nevera.

–Hay un restaurante italiano en la tercera planta. ¿Te apetece?

–Estupendo.

Mia tenía razón, pensó Damián mientras buscaba el folleto del restaurante en un cajón de la cocina; el apartamento era una sala de exposición. Apenas pasaba tiempo allí. Iba a Londres cada dos meses y rara vez se quedaba más de una semana. No tenía ni tiempo ni inclinación para convertir aquel sitio en un hogar.

–Elige lo que quieras –le dijo, ofreciéndole el folleto–. ¿Te apetece una copa?

Los ojos de Mia se iluminaron.

–Gin-tonic –respondió, soltando una carcajada al ver que Damián torcía el gesto.

Mientras preparaba las copas pensó que era muy ingenuo por su parte pensar que esa sonrisa era genuina. Al fin y al cabo, Mia era actriz y podía estar fingiendo.

El instinto le decía que no estaba actuando, pero no había ninguna razón para que esa sonrisa le hiciera sentir como si pudiese escalar el Everest.

Mia, con el segundo gin-tonic de la noche en la mano, se tumbó en uno de los sofás. Era más de medianoche y, normalmente, era el momento en el que la adrenalina de la función desaparecía y se iba a dormir. Pero esa noche la descarga de adrenalina no tenía nada que ver con la función sino con Damián.

Desde la charla en la cocina, la relación entre ellos se había vuelto más cordial. En realidad, se sentía como una traviesa colegiala que hubiera recibido una regañina del director del colegio. Se había mostrado deliberadamente antipática y le incomodaba recordar la última vez que se había portado así con un miembro del sexo opuesto.

Se había «enamorado» por primera vez cuando tenía nueve años. Se llamaba James y había soñado con él día y noche. Su activa imaginación creaba aventureros escenarios donde ponía su vida en peligro y necesitaba que James apareciese como un héroe para rescatarla. A veces era ella quien rescataba a James, pero el final de esos sueños siempre era el mismo: James le declaraba su amor y le daba un beso en la mejilla.

Nunca había ocurrido, por supuesto. En realidad, que se hubiera portado tan mal con él en el patio del colegio debía tener algo que ver con el fracaso de su historia de amor.

Recordaba un día de nieve en el colegio. Había hecho una bola y se la había lanzado a la cara con todas sus fuerzas, esperando una pelea de bolas de nieve que terminase en una declaración de amor, pero se había quedado atónita cuando él la llamó bruja y salió corriendo.

Tal vez se portaba con Damián como se había portado con James, pero no sabía por qué. Desde luego, no estaba intentando hacer que se enamorase de ella. No, eso era absurdo.

Le había dicho que sería una tonta si no tuviese miedo de él, pero no pensaba que fuese capaz de atacarla. No se trataba de eso. Cuando estaba con él se ponía ridículamente nerviosa, con las emociones a flor de piel. Incluso ahora, mientras hacía un esfuerzo para no mostrarse tan contraria, no podía dejar de buscarlo con la mirada.

–Háblame de tu vida. ¿Cómo era crecer siendo un niño rico?

Lo que de verdad querría preguntar era por qué pensaba que su hermano lo vigilaba y por qué esos documentos eran tan importantes para él. Había pasado horas buscando en internet y tenía sus sospechas, pero Damián le pagaba para que hiciese un trabajo, no para que hiciese preguntas, como le había recordado varias veces.

–La próxima vez –dijo él, dejándose caer sobre el otro sofá–. Esta noche quiero que me hables de ti.

–Ya sabes suficiente sobre mí.

Damián esbozó una sonrisa.

–No, en realidad solo sé que tienes veinticuatro años, que eres una actriz en ciernes y que tienes antecedentes por tráfico de drogas. Nada más.

–Pensé que me habías investigado a fondo.

–Solo tu historia reciente para comprobar que no tomas drogas.

–¿Qué antecedentes tenían las otras actrices de la lista?

–No lo recuerdo. En cuanto vi la fotografía supe que tú eras la persona que necesitaba –dijo Damián–. Pero necesito saber cosas personales sobre ti para convencer a todo el mundo de que estamos enamorados.

–Lo mismo digo.

–De acuerdo, pero hoy quiero que hablemos de ti.

–¿No temes que la prensa investigue mi pasado? Tu nombre se vería asociado al de una traficante de drogas.

–No lo harán. Tu informe policial está permanentemente sellado. Me aseguré de eso antes de ponerme en contacto contigo, así que puedes olvidarte del asunto.

–¿Cómo voy a olvidarlo?

¿Y si no hacía bien el trabajo? ¿Usaría Damián sus antecedentes para castigarla?

Damián era un hombre en guerra con su hermano mientras ella era una mujer desesperada por proteger a su madre y a su hermana. ¿Cómo podía confiar en él?

Tomando aire, Damián se levantó del sofá.

–Espera un momento.

Volvió unos segundos después con un sobre en la mano.

–Toma, es una copia de tus antecedentes. Quédatela.

Capítulo 5

 

 

 

 

 

DAMIÁN vio que Mia vacilaba antes de tomar el sobre.

–Esto demuestra que no tengo intención de usarlos contra ti –le dijo, volviendo a sentarse en el sofá–. Te doy mi palabra de que no hay ninguna otra copia.

–Gracias –murmuró ella, dejando el sobre encima de la mesa–. ¿Cómo sabes que tu hermano no tiene una copia? Si te están vigilando…

Damián suspiró. Aún no podía creer que le hubiera contado eso.

–Mi equipo se ha encargado de borrar todo lo que se refiere a ti de mi ordenador y mi móvil. Felipe Lorenzi y su equipo trabajan para mí desde hace una década y confío en ellos por completo. Fueron ellos los que descubrieron que alguien había hackeado mis comunicaciones.

–Muy bien, de acuerdo. ¿Qué quieres saber sobre mí?

«Todo».

Ese pensamiento lo pilló por sorpresa y tuvo que tomar un trago de cerveza para ordenar sus pensamientos.

–Tu familia. Háblame de ella.

–No hay mucho que contar. Es una familia normal.

–Define normal.

–Amy y yo jamás llamaríamos a mi madre por su nombre de pila, por ejemplo. No tenemos que pedir cita para verla y no creo que nadie nos espíe.

Damián no sabía por qué esa pulla sobre su familia, algo que normalmente tomaría como una ofensa, lo hizo reír.

–¿Amy es mayor que tú?

–No, dos años más joven.

–¿No tienes más hermanos?

–No.

–¿Amy también es actriz?

–No, es enfermera –respondió Mia con innegable orgullo–. Y mi madre es profesora suplente. ¿Lo ves? Una familia totalmente normal. Crecí en un pueblecito donde nunca ocurría nada extraordinario.

Damián se sentía relajado, algo tan extraño para él como el sonido de su propia risa. Tal vez era la suave iluminación o ver a Mia relajada en el sofá, charlando amigablemente.

–¿A qué se dedica tu padre?

Mia bajó la mirada.

–Mi padre murió hace nueve años.

–Ah, lo siento.

–No te preocupes. Fue hace mucho tiempo.

Pero el dolor seguía ahí. Damián podía verlo en su expresión.

–¿Cómo murió?

–Su coche se averió en la autopista. Estaba intentando llevarlo al arcén cuando lo atropelló un camión –respondió Mia, tomando un trago.

–Lo siento –repitió Damián.

–El forense dijo que murió de forma instantánea. No sufrió.

No, pensó Damián, recordando a su padre. No eran los muertos los que sufrían sino los que quedaban atrás.

–¿Qué clase de hombre era?

Mia suspiró.

–Un hombre maravilloso. Era profesor de física y química y era cariñoso, divertido e inteligente. Y nos quería mucho.

–¿Os veíais a menudo?

–Pues claro. Vivíamos bajo el mismo techo. Éramos una familia.

Damián hizo una mueca.

–Mi familia… bueno, era diferente. Para nosotros lo normal era que cada uno viviera en un país distinto.

Damián y su hermano habían sido criados por un ejército de niñeras y empleados. A los doce años los habían enviado a un internado en Inglaterra y cuando volvían a casa sus padres solían estar de viaje o de fiesta. Para él, eso era normal.

Había crecido anhelando ocupar el sitio de su padre en el negocio. Cuando por fin le nombró presidente del banco Delgado, su padre le había dado una palmadita en la espalda y le había dicho lo orgulloso que estaba de él.

Y esas palabras habían legitimado toda su existencia.

Cuando, un año después, incrementó los beneficios del banco en un cuarenta por ciento, su padre había estrechado efusivamente su mano. Por fin había conseguido el respeto que siempre había anhelado de Eduardo Delgado, que no era un hombre expresivo o cariñoso.

¿Cómo habría sido tener una familia normal? ¿Compartir comidas y cenas cada día? ¿Irse a la cama cada noche sabiendo que tus padres y tus hermanos estaban bajo el mismo techo?

–Su muerte debió ser un golpe terrible para ti –comentó.

La relación con su padre había sido distante durante casi toda su infancia. De adultos habían trabajado juntos, pero siempre hubo cierta formalidad entre ellos.

No, el dolor que sentía por la muerte de su padre no era nada comparado con el que debía sentir ella.

Mia asintió con la cabeza mientras se tomaba el resto del gin-tonic.

–¿Quieres otro?

–Uno más y luego me iré a la cama.

Damián preparó las copas y cuando dejó el vaso sobre la mesa, Mia se estiró en el sofá y colocó un cojín bajo su cabeza.

Sin pensar, Damián miró sus pies desnudos sobre el brazo del sofá. Eran unos pies muy bonitos, con las uñas pintadas de color coral. ¿Le dolerían después de una noche saltando y bailando por el escenario?

No debería importarle, se dijo. Pero Mia era una mujer muy deseable y el silencio del apartamento acentuaba su agitación. Hasta el menor movimiento despertaba sus sentidos. Nunca había tenido que hacer un esfuerzo para controlar su deseo por una mujer y esa debilidad lo enfurecía.

Siempre había sido capaz de separar las cosas. Con Mia, sin embargo, estaba fracasando de forma espectacular, pero volvió a sentarse en el sofá fingiendo una despreocupación que no sentía.

No debía mostrar sus sentimientos. Mia por fin estaba relajada y no tenía el menor deseo de volver a enfadarla.

–¿Y cómo se convierte en actriz la hija de un profesor de física y química? ¿Siempre quisiste serlo?