E-Pack Bianca septiembre 2020 - Varias Autoras - E-Book

E-Pack Bianca septiembre 2020 E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

Recuerdos borrados Lynne Graham Tenía un marido italiano al que no podía recordar... ¡pero al que tampoco podía resistirse! A merced del rey del desierto Jackie Ashenden ¡De prisionera del desierto a esposa del jeque! Amor en carnaval Trish Morey Cenicienta va al baile… y queda seducida por el príncipe Pasión sin protocolo Annie West Una princesa de incógnito…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Bianca, n.º 210 - septiembre 2020

I.S.B.N.: 978-84-1348-779-3

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

Recuerdos borrados

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

 

A merced del rey del desierto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Amor en carnaval

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Pasión sin protocolo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL CORAZÓN de Milly palpitó de emoción cuando vio el nombre de Brooke en la pantalla de su viejo teléfono móvil. Hacía mucho que no sabía nada de su famosa y sofisticada media hermana. Brooke solía tener una actitud fría y crítica con ella, pero sabía que cuando la llamaba era porque la necesitaba. Le gustaba sentirse necesitada, y en el fondo estaba convencida de que la quería, aunque fuese demasiado orgullosa como para reconocerlo.

Si no la viera como alguien en quien podía confiar, no le hablaría de sus asuntos privados. Además, solo se tenían la una a la otra; no les quedaba ningún pariente vivo. Y con lo revuelta que estaba la vida de Brooke por culpa del tirano posesivo con el que había cometido el error de casarse, tampoco le extrañaba que la necesitara. ¿Qué clase de hombre intentaría dinamitar la carrera de su esposa? ¿Qué hombre querría divorciarse de una mujer tan hermosa y con tanto talento solo por un rumor de que le había engañado con otro? Brooke le había dicho entre sollozos, al contárselo, que se negaba a escucharla y que estaba empezando a pensar que le había tendido una trampa porque quería deshacerse de ella, que estaba convencida de que había pagado a aquel baboso para llevarla engañada a una habitación de hotel y luego difundir la mentira de que se había acostado con ella.

–Brooke, ¡qué sorpresa! –exclamó–. ¿Cómo es…?

–Escucha, Milly, necesito tu ayuda –la interrumpió Brooke–. Tienes que hacerte pasar por mí. Solo será unos días.

–¿Unos días? –repitió Milly desconcertada. Se había hecho pasar por ella otras veces, pero nunca más de unas horas–. ¿Cómo voy a hacer eso? Aunque nos parezcamos, en cuanto abra la boca la gente se daría cuenta de que no soy…

–Te alojarás en un hotel de lujo en el centro de Londres –replicó Brooke con aspereza–. No tendrás que hablar con nadie más que con el servicio de habitaciones; ni podrás salir de la suite.

Milly frunció el ceño.

–Pero… cuando dices unos días… ¿de cuántos días estamos hablando? –inquirió nerviosa.

–Cinco o seis nada más.

–¿Cinco o seis? Pero es que no puedo faltar tantos días al trabajo… –contestó Milly, en un tono de disculpa–. No quiero perder mi empleo.

–¡Por amor de Dios!, ¡eres camarera, no neurocirujana! –le recordó Brooke con brusquedad–. En esta época del año puedes encontrar trabajos eventuales en cualquier sitio, y si necesitas que vuelva a pagarte el alquiler, lo haré.

Milly se sonrojó. Era verdad que podría encontrar otro empleo con relativa facilidad, y si Brooke la compensaba pagándole el alquiler de su estudio, difícilmente podría negarse. Aunque la última vez que no había podido pagar el alquiler había acabado teniendo que dormir en el sofá de una amiga, era algo en lo que intentaba no pensar. Cierto que esa vez Brooke había olvidado darle el dinero que le había prometido prestarle, pero la culpa era suya por no habérselo recordado porque le daba vergüenza.

Milly prefirió no sacar a relucir la diferencia entre las finanzas de ambas. No le sorprendía que Brooke no quisiera que la vieran en público con ella, y que no la invitara nunca a ningún evento en su glamuroso mundo, salvo para que se hiciese pasar por ella. Claro que.. ¿qué otra cosa podía esperar?, se preguntó con tristeza. La verdad era que tenía suerte de que Brooke hubiera accedido siquiera a relacionarse con ella…

Brooke se había puesto en contacto con ella poco después de que cumpliera los dieciocho años, cuando acababa de dejar la casa de acogida del ayuntamiento en la que se había criado tras la muerte de su madre. Milly siempre había sabido que era hija ilegítima, pero no que su padre tenía otra hija. En un primer momento las palabras que Brooke había empleado para referirse a su madre la habían ofendido y chocado, pero al ponerse en su lugar había comprendido que se sintiera traicionada por su padre, y había disculpado su manera de expresarse.

–¡Tu madre fue la zorra que casi destruyó el matrimonio de mis padres! –le había dicho con aspereza el día que se habían conocido.

Siendo justos, era verdad que su madre, Natalia Taylor, una joven modelo, se había convertido en la amante del rico empresario William Jackson, el padre de Milly, a sabiendas de que era un hombre casado, infligiendo un sufrimiento terrible a su esposa y a su hija.

Sin embargo, aunque William había amenazado con dejar a su esposa, no llegó a hacerlo porque un infarto segó su vida. Brooke tenía quince años y ella solo nueve. Su madre murió apenas un par de años después, en un accidente de tráfico, y a ella la enviaron al hogar de acogida, donde había permanecido hasta alcanzar la mayoría de edad.

Al conocerse, las dos se habían sorprendido del parecido entre ellas. Ambas habían heredado de su padre el cabello rubio y rizado y los ojos azules. Sin embargo, Milly había nacido con el caballete de la nariz bastante pronunciado, y por sus facciones podría decirse que era bonita, pero no una belleza, como Brooke.

Había sido idea de esta utilizarla como a su doble para evitar los eventos que le resultaban aburridos o, más frecuentemente, para confundir a los paparazzi que seguían sus pasos como sabuesos, y que algunas veces la fotografiaban en lugares donde no quería que se la viese, o con personas con quienes no quería que se la viese. Estaba obsesionada con controlar y moldear la imagen que se daba de ella en los medios.

Por eso había llegado al extremo de decirle que para poder hacerse pasar por ella tendría que «arreglarse» la nariz para que se pareciese a la suya, que era mucho más elegante. En un primer momento ella se había negado en redondo, no porque sintiese un especial cariño por su nariz imperfecta, sino simplemente porque era su nariz y estaba acostumbrada a sus defectos.

Brooke se había puesto hecha un basilisco ante su negativa y había cortado todo contacto con ella durante semanas, haciéndola sentirse fatal. Cuando había vuelto a llamarla, un mes y medio después, se había sentido tan aliviada que había acabado accediendo a someterse a esa operación estética y antes de que pudiera cambiar de opinión Brooke la había llevado a una clínica privada para que se la hicieran.

La primera vez que se había hecho pasar por Brooke para que pudiera escaquearse de un aburrido evento benéfico, había pasado unos nervios tremendos a pesar de ir vestida, peinada y maquillada como ella. Sin embargo, nadie había sospechado nada y por primera vez en su vida se había sentido como alguien importante. Además, Brooke se había mostrado tan agradecida con ella…

La segunda vez solo había tenido que bajarse de una limusina y entrar en una boutique mientras Brooke estaba en otro lugar a miles de kilómetros. Había descubierto que era divertido ponerse ropa cara y fingir ser otra persona, sobre todo cuando en su vida hasta entonces no había habido mucha diversión.

La inquietaba que en esa ocasión Brooke estuviera pidiéndole que se hiciera pasar por ella no unas horas, sino varios días, pero con la difícil situación por la que estaba pasando Brooke con la crisis de su matrimonio, sabía que no podía negarse. Haría lo que fuera por ayudarla.

–¿Y dónde estarás mientras yo me alojo en ese hotel? –le preguntó con curiosidad.

–Voy a tomarme unas pequeñas vacaciones en el extranjero, así que necesitaré tu pasaporte para que los medios no se enteren –respondió Brooke.

Milly frunció el ceño al oír lo del pasaporte, pero luego esbozó una sonrisa. Unas vacaciones eran justo lo que necesitaba la pobre Brooke en ese momento, con todo el estrés y la tensión a los que estaba sometida, y al fin y al cabo ella lo único que tendría que hacer sería pasar unos días en una suite de hotel. Sería egoísta por su parte negarle su ayuda.

–Está bien, lo haré.

–Solo podrás llevar una bolsa de viaje pequeña. Yo prepararé una maleta con ropa mía para que te vistas con ella esos días –la informó Brooke–. Pasaré a recogerte y nos cambiaremos la ropa en el coche. Y te maquillaré yo; se me da mejor que a ti.

Después de que acordaran a qué hora pasaría a recogerla, Milly fue a la cafetería donde trabajaba para decirle a la dueña que dejaba el empleo, aduciendo una urgencia familiar. Odiaba dejarla tirada de esa manera, avisándola de que se iba con tan poca antelación, pero Brooke tenía razón: probablemente no tendría problema en encontrar otro empleo como camarera.

Volvió a casa, se alisó el pelo y metió en una bolsa de viaje su pasaporte, ropa interior, un par de libros y sus agujas de tricotar y unas madejas para entretenerse esos días que pasaría «encerrada» en el hotel.

Cuando bajó a la calle solo estaba lloviznando un poco, pero abrió el paraguas nada más salir para que no se le mojara el pelo. Brooke siempre lo llevaba perfectamente liso.

Al poco rato apareció una limusina con las lunas tintadas, que se detuvo frente a ella. La puerta trasera se abrió y vio sentada dentro a Brooke, que la apremió diciéndole:

–¡Vamos, sube ya! ¡No nos pueden ver juntas!

Milly se apresuró a entrar en el coche y cerró tras de sí.

–Pero… ¿y el conductor? –le siseó cuando se pusieron en marcha.

Brooke pulsó un botón y se elevó un panel de cristal frente a sus asientos, aislándolas de la parte delantera del vehículo. Luego pulsó otro botón y el cristal se oscureció.

–Le pago bien para que mantenga la boca cerrada –respondió, desabrochándose el cinturón–. Y ahora ayúdame a quitarme esto… –masculló, girándose para señalarle la cremallera que su vestido tenía en la espalda–. ¿Te has acordado de traer tu pasaporte?

–Sí, pero… ¿no es ilegal que viajes con el pasaporte de otra persona? –murmuró Milly incómoda, bajándole la cremallera.

Brooke giró la cabeza y le lanzó una mirada furibunda.

–No tengo elección. Si viajara con el mío, los medios se enterarían de a dónde voy y me seguirían. Pero si viajo con el tuyo, como tú no eres nadie, no habrá problema.

A Milly le dolió oírle decir que no era nadie, pero era la verdad, así que le entregó el pasaporte a regañadientes y la ayudó a quitarse el vestido.

–¡Por Dios, dejo de verte un par de meses y mira cómo te descuidas! ¡Mira qué manos! –la increpó Brooke ceñuda, agarrándola de una mano para mirarle más de cerca las uñas, más cortas que las suyas y sin pintar–. Yo siempre tengo las uñas perfectas. Cuando entres en el hotel y vayas al mostrador de recepción a recoger la llave de la suite, intenta ocultarlas lo más posible y pide que te manden a una esteticista para que te haga la manicura –le ordenó impaciente.

–Lo siento –murmuró Milly mientras se desvestía ella también, omitiendo que no podía permitirse, como Brooke, tratamientos de belleza semanales.

Brooke le metió por la cabeza su vestido y resopló al ver que le quedaba justo.

–¿Has puesto peso otra vez? –exclamó exasperada–. Anda, contén el aliento para que pueda subirte la cremallera.

Milly no era tan esbelta como Brooke, pero tampoco podía decirse que tuviera sobrepeso. De hecho, desde la primera vez que le había pedido que se hiciera pasar por ella, se había esforzado por perder unos kilos para que le cupiera mejor su ropa. Y eso le había supuesto sacrificios importantes, como evitar sus antojos favoritos y controlar su pasión por el chocolate.

Brooke se quitó los zapatos y se puso sus vaqueros y su suéter. Luego se recogió el cabello, se puso una gorra, y de su bolso sacó unas toallitas húmedas y empezó a desmaquillarse.

–Esto es casi como ser una espía –observó Milly divertida.

–¡No seas niña! –la reprendió Brooke con impaciencia–. ¿Tienes idea de lo importante que es este viaje para mí? Voy a reunirme con alguien que puede que me consiga un papel en una película.

–Bueno, para mí esto es emocionante –le confesó Milly azorada, frunciendo la nariz–. Perdona, es que me imagino que pasar varios días encerrada será bastante aburrido, así que para mí esta es la parte divertida.

–También necesitarás mis anillos… ¡y por amor de Dios, no vayas a perderlos! –la advirtió Brooke–. Puede que tenga que venderlos –masculló mientras se los quitaba para dárselos–. ¡Ese bastardo de Lorenzo! Está podrido de dinero, pero insistió en que hiciéramos ese acuerdo prematrimonial y no recibiré ni un penique más de lo que me corresponde. Pero dentro de unos años no será más que un mal recuerdo. Mi próximo marido será un icono de la moda, o un actor, ¡no un banquero!

Alicaída por el mal humor de Brooke, Milly se puso sus anillos y sus zapatos.

–¿Crees que podríamos… no sé, quedar una tarde cuando vuelvas? –le preguntó vacilante.

–¿Para qué? –inquirió Brooke con aspereza.

–Bueno, es que hace mucho que no nos vemos –apuntó Milly, abrochándose el cinturón–. Me apetece mucho pasar un rato contigo, aunque solo sea para tomar un café y charlar, y tal vez te sentirías mejor si hablaras de todo lo que te preocupa.

–No me hace falta; estoy bien –replicó Brooke. Bajó el cristal que las separaba del chófer y le ordenó que fuera más deprisa porque no quería perder su vuelo–. Cuando me enteré de que mi padre había tenido otra hija te busqué porque sentía curiosidad y ya está. Me he portado muy bien contigo: te he enseñado a tener un poco más de estilo, te pagué esa operación estética… ¿Qué más quieres de mí? Tampoco esperarás que seamos amigas, después de que tu madre se acostara con mi padre. ¿Sabías que mi pobre madre intentó suicidarse al enterarse de que él la estaba engañando?

Milly palideció al oír eso y agachó la cabeza.

–No sabes cuánto lo siento. Pero esperaba que con el tiempo… bueno, que podríamos dejar todo eso atrás porque somos hermanas.

Brooke que había sacado del bolso su kit de maquillaje, le levantó la barbilla para pintarle los labios con su barra de carmín.

–Mira, jamás podré olvidar que tu madre se acostaba con a mi padre, y yo no soy de tener amigas. Las amigas te dejan tirada y hablan a tus espaldas.

–¡Pero yo jamás haría eso! –protestó Milly.

–Bueno, hasta ahora no lo has hecho, es verdad –concedió Brooke a regañadientes mientras continuaba maquillándola–, y me has sido muy útil, pero no tenemos nada en común. Tú eres pobre, no tienes estudios y ni siquiera hablarías bien si no te hubiera mandado a esas clases de dicción… Te gusta leer y hacer punto; ¿de qué íbamos a hablar? A los cinco minutos estaría aburriéndome como una ostra.

Milly palideció de nuevo y se puso tensa. Era una idiota, dejándose maltratar por Brooke de esa manera. Durante todo ese tiempo había ignorado la frialdad de Brooke hacia ella, con la esperanza de que llegase a aceptarla como su hermana y dejase atrás el pasado, superando el dolor que le habían causado su madre y el padre de ambas. Pero ahora se daba cuenta de que Brooke seguía tan furiosa y resentida con ella como cuando se habían conocido.

Brooke guardó su kit de maquillaje y volvió a decirle al chófer en un tono agrio que acelerara. La lluvia estaba cayendo con mucha más fuerza y chorreaba por los cristales, dificultando la visibilidad.

–Está será la última vez que me haga pasar por ti –le dijo Milly, en un tono quedo pero firme–. De hecho, para serte sincera, desearía no haberlo hecho nunca.

–¡Por amor de Dios! ¿Tienes que enfurruñarte precisamente ahora? –le espetó Brooke airada.

–No me estoy enfurruñando, y no pienso dejarte tirada –respondió Milly con voz tirante–, pero cuando esto se haya acabado, no volveré a hacerme pasar por ti.

Brooke esbozó una sonrisa encantadora y le apretó la mano.

–Perdona si he perdido los nervios, pero es que esta oportunidad ha surgido tan de repente, y estoy tan estresada… –le dijo melosa–. Mira, ya no falta nada para llegar al hotel. Recuerda que no debes hablar más de lo estrictamente necesario con los empleados; yo no charlo con gente irrelevante. Quédate en la suite y haz que te suban el desayuno, el almuerzo y la cena. Y no comas porquerías. Todo el mundo sabe que llevo una alimentación muy sana, y dentro de poco tengo pensado subir a mi canal de YouTube un vídeo con unos ejercicios para mantenerse en forma. Recuérdalo: no debes dejarte ver. Es lo que espera la gente; saben que mi matrimonio se ha acabado y parecería insensible si no diese la impresión de que lo estoy pasando muy mal y necesitara pasar unos días a solas, apartada de todo.

Milly no se dejó engañar por aquella sonrisa falsa ni por sus disculpas. Estaba claro que Brooke solo estaba mostrándose amable con ella porque temía que la dejara plantada en el último minuto, y la entristecía ver que pudiera ser tan falsa cuando ella había llegado a sentir por ella un afecto sincero.

De repente el chófer, que había acelerado para contentar a Brooke, frenó bruscamente y dio un volantazo. Milly miró hacia delante y vio aterrada que estaba intentando esquivar un camión que se había saltado un semáforo en rojo e iba hacia ellos.

Milly se preparó para el impacto, rezando en silencio, y trató de agarrar a Brooke de la mano, pero estaba inclinada hacia delante, chillándole al conductor, y no podía alcanzarla. Se oyó un horrible crujido metálico cuando chocaron y el golpe sacudió todos sus huesos. Una ola de insoportable dolor la envolvió. Brooke… «¡Brooke…!», quiso gritar, presa de horror, al recordar que su hermana se había quitado el cinturón y no había vuelto a ponérselo, pero una densa oscuridad la engulló poco a poco y perdió el conocimiento.

 

 

Lorenzo Tassini, el banquero más excepcional de su generación y reconocido genio de las finanzas, estaba de muy buen humor porque esa mañana Brooke, que pronto sería su exmujer, por fin había firmado los papeles del divorcio.

Ya estaba hecho. Dentro de unas semanas sería libre, libre al fin, de una esposa que le había mentido, que le había engañado acostándose con otros, y que había dado pie a un sinfín de vergonzantes titulares en los periódicos.

Brooke confiaba en que su notoriedad la ayudase a abrirse paso en la industria del cine para labrarse una carrera como actriz. Él la despreciaba, pero se culpaba más a sí mismo por haber cometido el error de casarse con ella, que a Brooke por cómo lo había decepcionado. Echando la vista atrás, apenas podía comprender la locura que se había apoderado de él al conocer a Brooke Jackson. Sin duda la lujuria que había despertado en él había sido su perdición.

Su belleza lo había hipnotizado, pero los dos años que habían estado juntos habían generado en su interior rabia y resentimiento. La felicidad ilusoria que había experimentado al principio había durado muy poco. Pronto se había dado cuenta de que era imposible hacer realidad su sueño de crear un hogar y formar una familia junto a una mujer que no quería tener hijos y que no quería pasar tiempo con él a no ser que fuera en un ruidoso club nocturno.

Claro que… ¿qué sabía él lo que era un hogar feliz, o tener una familia? Había crecido en un antiguo palacete en Italia, con un padre a quien le importaban más sus calificaciones académicas que su felicidad, y había sido criado y educado por una sucesión de estrictas niñeras y tutores.

Las traiciones de Brooke habían aniquilado sus sueños de una vida familiar normal, de un hogar cálido. Había dejado atrás todos esos anhelos absurdos. No necesitaba nada de eso; era un hombre muy, muy rico y libre de todo tipo de ataduras. No volvería a casarse, y tampoco tendría hijos porque, con el mal ejemplo que había tenido, estaba seguro de que sería un pésimo padre.

Iba a salir a almorzar cuando llamaron por teléfono. Era la policía. La limusina en la que iba Brooke se había visto involucrada en un accidente. Se quedó paralizado al oír los detalles que le relató el agente al otro lado de la línea: su esposa estaba gravemente herida y la habían ingresado en la unidad de cuidados intensivos; el chófer, que trabajaba para él, había muerto, y también la otra mujer que iba a bordo. ¿Qué otra mujer?, se preguntó aturdido.

Visitaría a la familia del chófer en cuanto le fuera posible para darles sus condolencias, decidió de inmediato tras colgar el teléfono. Y aunque ya no pensara en Brooke como su esposa, sabía que no tenía ningún pariente y era su responsabilidad moral hacerse cargo de ella. Por eso, se fue derecho al hospital. Hacía mucho que había perdido el aprecio y el respeto a su mujer, pero jamás le desearía mal alguno.

 

 

Cuando Lorenzo llegó al pabellón de urgencias había un par de policías esperándole. Querían hacerle unas preguntas sobre la otra mujer, la que había muerto en el accidente. Según el pasaporte que habían encontrado se llamaba Milly Taylor, pero Lorenzo nunca había oído ese nombre ni sabía quién era.

La policía pensaba que tal vez también hubiera sido una extraña para la propia Brooke, que quizá, como estaba lloviendo tanto, se había ofrecido a llevarla porque le pillaba de paso. A Lorenzo le costaba imaginar a Brooke haciendo de buena samaritana y contestó que tal vez fuera una de las maquilladoras o estilistas a cuyos servicios recurría con frecuencia.

Se preguntó si el accidente habría sido culpa del conductor, y por ende culpa suya también por haber permitido a Brooke el capricho de seguir usando una de sus limusinas hasta que estuvieran oficialmente divorciados.

Aunque el acuerdo prematrimonial que habían firmado antes de la boda le aseguraba un férreo control para evitar que sus bienes acabasen en sus garras, se había mostrado generoso con ella. Además de dejar que siguiese haciendo uso de la limusina, le había comprado un lujoso apartamento para que viviese en él cuando abandonase Madrigal Court, su casa de campo. De hecho, ya le había entregado las llaves, pero Brooke aún no se había mudado porque le gustaba demasiado la comodidad de contar con un servicio pagado que le cocinaba, limpiaba, lavaba la ropa… ¡Madre di Dio…!, ¿cómo podía estar pensando esas cosas en un momento tan grave?, se reprendió.

La policía le aseguró que el accidente no había sido culpa de su chófer. Un camionero extranjero había girado en la calle equivocada, le había entrado el pánico en medio del intenso tráfico y se había saltado un semáforo en rojo, provocando el accidente.

Brooke había sufrido un severo traumatismo craneal y el neurocirujano que estaba a punto de operarla le advirtió que era posible que no sobreviviera a la intervención. Lorenzo se pasó horas paseándose arriba y abajo por la sala de espera, rumiando los demás detalles que le habían dado sobre su estado: le habían dicho que Brooke tenía múltiples cortes y golpes en la cara y aunque solo había podido verla unos segundos cuando habían pasado con ella en una camilla, camino del quirófano, había podido comprobar hasta qué punto el accidente había desfigurado sus facciones. Sabiendo lo importante que era para Brooke su apariencia, sintió lástima de ella. Si sobrevivía, se aseguraría de conseguirle al mejor cirujano plástico para que pudiera volver a mirarse al espejo sin sentirse mal. Haría todo lo que estuviera en su mano por ella.

Cuando por fin apareció el médico para decirle que la operación había ido bien, respiró aliviado. Sin embargo, el neurocirujano también le explicó que Brooke estaba en coma y que no había manera de saber cuándo saldría de él, ni en qué estado quedaría. Esa clase de traumas craneales solían causar complicaciones y secuelas. En cualquier caso, le dijo, tenía un largo y lento proceso de recuperación por delante.

Una enfermera le entregó los efectos personales de Brooke. Entre ellos estaban su anillo de compromiso y la alianza que él había puesto en su dedo el día de la boda con tanta confianza y optimismo. Tragó saliva, consciente de la encrucijada en la que se encontraba de repente. Hacía unas horas solo había podido pensar en que dentro de unas semanas sería libre, pero Brooke aún era su esposa, y le daría todo el apoyo que fuera necesario en esos momentos difíciles. Dejaría en suspenso el asunto del divorcio hasta que Brooke se recuperase.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA JOVEN tendida en la cama sentía como si estuviera atrapada por un pesado sueño del que despertaba a ratos. Oía voces, pero no las reconocía. También oía ruidos aislados, como leves pitidos y zumbidos, pero tampoco sabía qué podían ser. Por más que se esforzaba, era incapaz de moverse. No lograba articular los dedos de las manos, ni de los pies… ni siquiera podía abrir los ojos. Los brazos y las piernas le pesaban.

A veces también había una voz profunda, masculina, más diferenciada, y aunque tampoco la reconocía, empezó a aferrarse a ella cuando la oía, desorientada como estaba, igual que un náufrago se aferraría a un salvavidas.

No alcanzaba a entender lo que decía. Tal vez fuera un televisor, y se preguntaba si siempre tendrían sintonizado todo el tiempo un canal extranjero porque parecía que aquel hombre estuviese hablando en otro idioma, o al menos con acento de otro país.

Y a veces se escuchaba música de fondo, música clásica sobre todo, y ocasionalmente cantos de pájaros, olas y ruido de lluvia, como si alguien hubiese recopilado los sonidos más diversos para ella. Le encantaban los cantos de los pájaros porque la hacían sentir que, si pudiera despertarse del todo, sería como despertar al amanecer de un nuevo día.

 

 

De pie junto a la ventana, Lorenzo estudiaba en silencio el rostro de su esposa. Si no fuera por los tubos y las máquinas, cualquiera diría que Brooke solo estaba dormida, con los rizos rubios enmarcando su rostro. La había trasladado a una clínica privada, cuando el hospital ya no podía hacer nada más por ella, y el personal la llamaba «la bella durmiente». Llevaba quince meses en estado vegetativo.

Quince meses ya…, pensó, pasándose una mano por el pelo, quince meses en los que su vida había girado en torno a su esposa, postrada en cama y sin visos de recuperarse. Quince meses en los que Brooke había entrado y salido de la unidad de cuidados intensivos, en los que la habían sometido a distintas intervenciones quirúrgicas. Sus huesos rotos se habían soldado, los cortes y los moratones habían desaparecido; los mejores cirujanos plásticos habían reconstruido con esmero sus facciones, y cada día un fisioterapeuta le movía los brazos y las piernas para que no perdiese el músculo. Y, sin embargo, seguía sin despertar.

Asegurarse de que se repararan todos los daños físicos que había sufrido en el accidente había mantenido motivado a Lorenzo aun cuando el personal de la clínica había empezado a perder la esperanza de que Brooke despertara.

No podía dejarla ir; no podía permitir que desconectaran las máquinas. Sin embargo, estaba empezando a darse cuenta de que, por más especialistas a los que consultara y más cuidados que le proporcionaran, el dinero no lo hacía omnipotente, y era posible que Brooke jamás volviera a abrir los ojos.

Se sentó en una silla, junto a la cama, y bajó la vista a sus cuidadas uñas. Había contratado a una manicura para que se las arreglaran con regularidad, y a una peluquera para que le lavara y arreglara también el cabello. Era lo que ella habría querido, aunque le había dicho a la peluquera que no se lo alisara, como acostumbraba hacer Brooke. Ella no habría estado de acuerdo con ese cambio, pensó, sintiéndose algo culpable, mientras acariciaba distraído sus rizos rubios.

–Una vez te amé –le dijo en un tono casi desafiante, en el silencio de la habitación.

Uno de los dedos de Brooke se movió ligeramente. Lorenzo se quedó paralizado y miró fijamente su mano, que seguía en la misma posición. No, tenía que haber sido su imaginación, se dijo. No era la primera vez que había tenido una impresión de ese tipo.

Lo entristecía que Brooke estuviera tan sola. Los paparazzi habían intentado colarse en el edificio para sacarle una foto, pero no había ido a verla ningún amigo. Él era el único que la visitaba. Solo habían llamado para preguntar por ella su agente y algunas personas con las que mantenía una relación profesional, y cuando se enteraron de que se había quedado en coma dejaron de llamar. La fama de la que tanto se había vanagloriado Brooke había sido tristemente fugaz. De hecho, después del accidente había habido un estallido de titulares en los periódicos y especulación en los medios al respecto, pero parecía que todo el mundo se había olvidado ya de ella.

 

 

A la mañana siguiente, las máquinas que había junto a la cama empezaron a emitir pitidos de alarma. La joven se despertó y, frenética, paseó la mirada por aquella habitación desconocida antes de que llegaran dos enfermeras. Las dos mujeres se miraron entre preocupadas y emocionadas.

La joven intentó agarrar el tubo que tenía en la garganta porque no podía hablar, pero las enfermeras se lo impidieron y trataron de tranquilizarla diciéndole que el médico llegaría enseguida y que no tenía de qué preocuparse.

¿Que no tenía de qué preocuparse? ¡Pero si no podía moverse! Solo podía mover una mano, y se notaba el brazo raro, como adormecido… Su pánico iba en aumento, y no disminuyó siquiera cuando llegó el médico y le quitó el tubo de la garganta. No dejaba de hacerle preguntas, preguntas que ella no era capaz de responder. No sabía quién era, ni cómo se llamaba, y tampoco sabía por qué estaba en aquel lugar. Era como si su mente estuviera completamente en blanco. Experimentó un alivio ridículo cuando al menos logró recordar el nombre del primer ministro y en qué año estaban.

–¿Qué me ha pasado? –preguntó con voz entrecortada–. ¿He estado enferma?

–Sufrió un accidente –dijo el doctor, y cruzó una mirada con las enfermeras.

–¿Y cómo me llamo? –inquirió ella, temblorosa.

–Brooke… Brooke Tassini.

El nombre ni siquiera le resultaba familiar.

–Su marido llegará enseguida.

Brooke puso unos ojos como platos.

–¿Tengo marido?

Las enfermeras sonrieron con picardía.

–Ya lo creo, y un marido muy guapo, además –respondió una de ellas.

Brooke bajó la vista a su mano, pero no encontró en ella ningún anillo. ¿Estaba casada? Dios… ¿Y también tenía hijos?, preguntó a las enfermeras. No, le dijeron, o al menos no que ellas supieran. Brooke sintió alivio al oír su respuesta, aunque también culpable: ¿acaso no le gustaban los niños? En todo caso, si la inquietaba tener un marido al que no recordaba, peor aún habría sido haberse olvidado de sus hijos.

 

 

Cuando Lorenzo llegó, el médico lo recibió en el pasillo. El hombre, de mediana edad, no paraba de balbucear, entre nervioso y emocionado. No ocurría todos los días que un paciente de la clínica saliera del coma.

–Tiene amnesia postraumática –le estaba diciendo–, lo cual es perfectamente comprensible después de un traumatismo craneal tan fuerte como el que sufrió. Un psiquiatra podrá asesorarle mejor que yo, pero de momento lo más importante es que no le diga a su esposa nada que pueda aumentar su confusión. Yo no le mencionaría aún nada sobre las personas que murieron en el accidente ni tampoco que estaban… bueno, en proceso de divorciarse –farfulló, visiblemente incómodo por mencionar algo tan personal–. Bastante alterada está ya en su situación. Intente calmarla y no le dé demasiada información.

¿Brooke tenía amnesia? Lorenzo no sabía si debía creerse algo así de una mujer que estaría dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguir la atención de los medios. ¿Qué mejor manera de volver a ocupar las portadas que con una historia como aquella? Se sintió mal por pensar que pudiera estar fingiendo, pero sabía por experiencia que Brooke tenía una habilidad especial para el engaño.

 

 

Incorporada y recostada en un par de almohadones, Brooke se quedó sin aliento cuando la puerta se abrió. El que se suponía que era su marido estaba allí, en el umbral. No había nada en él que le resultase familiar, aunque no sabía cómo podría haber olvidado a un hombre así.

De pelo negro y ojos castaños, debía medir más de metro ochenta, era ancho de hombros y estrecho de caderas. Iba vestido con un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata azul, y no podría ser más guapo, pensó, sintiendo que le ardían las mejillas.

Sin embargo, si era su marido… ¿por qué se había quedado parado en la puerta? El médico le había explicado que había estado en coma; lo normal sería que corriera a su lado con una sonrisa de alivio y felicidad. Pero aquel tipo no tenía pinta de sonreír muy a menudo. De hecho, la intimidaba bastante ahí plantado, mirándola fijamente.

–Brooke… –murmuró él, con una expresión desprovista de emoción. Entró, cerrando tras de sí, y se acercó a la cama–. ¿Cómo te encuentras?

Al oír su voz, Brooke se quedó paralizada momentáneamente. Su voz le resultaba familiar.

–Conozco tu voz… ¡Recuerdo tu voz! –exclamó–. Desde que me desperté, es lo primero que he recordado… pero no te reconozco –murmuró contrariada–. Me han dicho que eres mi marido. ¿Es verdad?

Lorenzo no podía apartar la vista de ella. Estaba preciosa, con el cabello algo revuelto cayéndole sobre los hombros, con esos increíbles ojos azules, casi violetas, mirándolo de un modo angelical. Por alguna razón no parecía la misma. Tal vez porque no estaba acostumbrado a verla sin maquillar. Brooke era de las que se pintaban nada más levantarse, por más que le había dicho que no necesitaba maquillaje para estar guapa.

Claro que… era normal que estuviese distinta. Para empezar, estaba más delgada. Parecía frágil y hasta más joven. Los cirujanos plásticos habían hecho un trabajo impecable «restaurando» su rostro después del accidente, aunque los cambios –por más leves que fueran– no escapaban a su aguda mirada. Su boca parecía un poco más ancha, sus labios algo más carnosos y su nariz un poco más corta. Y esa mirada en sus ojos azules…

Brooke casi nunca dejaba entrever sus emociones a los demás, pero en ese momento veía incertidumbre en sus ojos además de curiosidad.

–Sí, estás casada conmigo –le confirmó.

Habría querido decirle la verdad, que estaban en proceso de divorcio, porque no quería más mentiras entre ellos, pero se atuvo a las recomendaciones del médico. Necesitaba que Brooke confiara en él porque no tenía a nadie más que se hiciera cargo de ella en esos momentos.

Brooke tragó saliva y cerró los ojos un momento. Estaba empezando a dolerle la cabeza.

–¿Un poco de agua? –le ofreció Lorenzo, levantando el vaso con pajita que había dejado la enfermera en la mesilla.

–Sí, gracias –Brooke tomó un sorbo–. Tengo tantas preguntas…

–Te las contestaré todas una por una.

–Todo esto se me hace tan raro… ¿Por qué no te recuerdo pero sí recuerdo tu voz? –exclamó ella con frustración–. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Nadie quiere decírmelo.

–Más de un año –contestó Lorenzo. Brooke puso unos ojos como platos–. Después de las primeras semanas, al ver que no salías del coma, el pronóstico de los médicos no era demasiado optimista, así que me da mucha alegría verte de vuelta en el mundo de los vivos –bromeó.

–¿Ah, sí? –murmuró Brooke, enarcando una ceja–. Y entonces… ¿por qué no lo demuestras?

–¿Que lo demuestre? –inquirió él, frunciendo el ceño.

–No sé, que sonrías o algo para parecer feliz de verdad. Has entrado todo serio, como si fueras la Parca –le dijo ella, sonrojándose por su atrevimiento–. Aquí me siento tan sola…

Apartando de su mente las dudas que le rondaban sobre si Brooke no estaría fingiendo su amnesia, Lorenzo le puso la mano en el hombro y le dijo:

–No estás sola.

–Siéntate a mi lado –le pidió Brooke, dando un par de palmadas en el colchón con mucho esfuerzo.

Él dio un respingo, como si le hubiese pedido que se metiese en la cama con ella, y acercó una silla para sentarse. Parecía que era muy reservado y muy seco, pensó Brooke. De hecho, le costaba imaginar haber tenido relaciones íntimas con alguien así, y la sola idea hizo que se le subieran los colores a la cara.

–¿Cuánto tiempo llevamos casados? –le preguntó.

–Tres años.

Entonces sí que debían haber tenido relaciones, pensó, sintiéndose incómoda de nuevo. Claro que él también debía sentirse incómodo, viendo que su esposa no se acordara de él.

–Siento mucho todo esto –murmuró–. Siento no poder acordarme de ti, y haberte dado tantos problemas.

–No me has dado ningún problema –replicó Lorenzo, sorprendido por sus disculpas.

No parecía la misma. Brooke siempre había sido muy egoísta y no pensaba en los demás salvo cuando podía utilizarlos para sus propósitos. Al verla bostezar, decidió que quizá deberían dejar las preguntas para otro momento.

–Creo que necesitas descansar; será mejor que me vaya y vuelva mañana –le dijo levantándose–. Además, tengo que hacer los trámites para que te trasladen a otra clínica más adecuada a…

–Pero es que yo lo que quiero es irme a casa –protestó ella–. No quiero quedarme aquí

–Me temo que eso es imposible. Necesitas rehabilitación para recuperar la movilidad y los consejos de un profesional especializado para tratar la amnesia –le explicó Lorenzo.

–¿Y no podrías quedarte un rato más? –le suplicó ella–. ¿No podríamos hablar un poco más? Hay tantas cosas que necesito saber…

Lorenzo se quedó callado un momento antes de volver a sentarse con un suspiro.

–De acuerdo. ¿Qué quieres saber?

–Pues, no sé… ¿Cómo nos conocimos? –inquirió ella. Se notaba cansada, pero su mente no podía parar; era un hervidero de preguntas.

–En una fiesta, en Niza. Yo había ido allí por negocios.

–¿Eres empresario? –inquirió Brooke.

–Banquero.

–No me gustan los bancos –murmuró ella. ¿Por qué había dicho eso?, se preguntó sorprendida.

Lorenzo también frunció el ceño.

–¿Por qué no te gustan los bancos?

A Brooke le pesaban los párpados.

–No lo sé –reconoció con una sonrisa soñolienta–. No sé por qué se me ha pasado ese pensamiento por la cabeza y lo he dicho en voz alta.

–Se te cierran los ojos. Te dejo para que descanses –insistió él, levantándose de nuevo–. Mañana nos vemos.

–¿No vas a darme ni un beso de despedida?

Aquella pregunta, hecha con una ingenuidad casi infantil que era risible, teniendo en cuenta que Brooke nunca había sido precisamente recatada, dejó a Lorenzo descolocado.

–Nada de besos –respondió–. Te estás cayendo de sueño y a mí, cuando beso a una mujer, me gusta que esté bien despierta.

–Eso es cruel –murmuró ella, cerrando los ojos.

Lorenzo vio que se había dormido. Debería estar buscando en Internet clínicas para periodos de convalecencia. Debería estar buscando al mejor psiquiatra para que la tratara de la amnesia. Pero en vez de eso se quedó allí de pie, observándola en silencio y sintiéndose mal porque le había mentido: al día siguiente no iría a verla porque tenía que volar a Milán para asistir a una conferencia internacional sobre banca.

Además, a pesar de llevar tres años casado con Brooke, de repente tenía la sensación de que no la conocía de verdad. Claro que a veces las personas se comportaban de un modo distinto dependiendo de las circunstancias. Quizá Brooke era así cuando se sentía insegura, y era normal, porque en ese momento ni siquiera sabía quién era. Seguro que cuando volviera a disponer de su fabuloso vestuario, de su maquillaje, y ocupara de nuevo los titulares de la prensa del corazón, volvería a ser la mujer a la que recordaba.

 

 

Brooke se dejó caer en la silla frente al escritorio del doctor Selby, su psiquiatra, y dejó a un lado el bastón que usaba para caminar. Después de la sesión de fisioterapia siempre se encontraba dolorida y la leve cojera que aún sufría entorpecía sus movimientos, pero no se quejaba porque el simple hecho de poder volver a andar ya le parecía una bendición.

–¿Cómo has estado estos últimos días, Brooke? –le preguntó el psiquiatra, mirándola por encima de la montura de sus gafas.

–Muy bien, aunque sigo sin tener ningún recuerdo –respondió ella con incomodidad–. Todo se me hace aún muy extraño. Hace unos días Lorenzo me regaló un maletín de cosméticos para reemplazar el que se destruyó en el accidente. Tuve la sensación de que esperaba que la sorpresa me entusiasmara, pero no sé para qué sirven la mitad de las cosas que trae el maletín. Aun así, me maquillé un poco para su siguiente visita. No quería que pensara que no apreciaba su regalo.

–Parece que la opinión de Lorenzo te importa mucho –observó el doctor.

–Bueno, es normal, ¿no?, es mi marido.

–Claro, claro. El caso es que ahora mismo dependes por completo de él, pero sería más sano para ti que intentaras recobrar poco a poco tu independencia a medida que vayas recobrando las fuerzas.

Brooke asintió con tirantez. En los últimos dos meses había aprendido a ignorar los consejos que no le hacían gracia. Y es que todo el personal de la clínica de rehabilitación parecía querer darle consejos. Y no solo eso; desde su llegada había ido de sorpresa en sorpresa: había descubierto que el hombre con el que estaba casada era extremadamente rico, que antes del accidente había sido famosa, una conocida influencer y aspirante a actriz que solía despertar la atención de los medios.

Esas revelaciones la habían chocado porque se veía como una persona introvertida y con poca confianza en sí misma. Le había preguntado a Lorenzo cuándo podría disponer de un teléfono móvil o un portátil para buscar información en Internet sobre su vida antes del accidente, pero él había insistido en que no era buena idea, que había más posibilidades de que recuperara sus recuerdos si no los forzaba.

–¿Qué haré si no recupero la memoria? –le preguntó al psiquiatra.

–Lo superarás volviendo a empezar de cero. Has tenido mucha suerte. Los daños que sufriste en el accidente fueron graves, pero aparte de la amnesia no te han quedado secuelas –le recordó el doctor Selby.

Sí, pero no podía recordar a su marido, y era algo que la atormentaba cada vez que Lorenzo iba a visitarla. Sin embargo, no podía ir a visitarla tan a menudo como había esperado. Por lo que se veía era un hombre muy ocupado, que tenía que viajar al extranjero varias veces al mes. De hecho, parecía que había acertado con su impresión inicial sobre Lorenzo: era muy reservado, y raramente la tocaba. Era evidente que lo incomodaba profundamente que no lo recordara, pero el que pareciese no querer rozarla siquiera tampoco la ayudaba a sentirse cómoda con él. Era algo que tendría que hablar con él… y cuanto antes mejor.

Además, Lorenzo no se había apartado de ella durante todos esos meses que había estado en coma. ¿Por qué ahora de repente guardaba las distancias con ella? ¿Es que ya no la amaba? ¿Tal vez había dejado de encontrarla atractiva? ¿Estaría pasando su matrimonio por un mal momento?

Esa tarde, después de su sesión diaria de fisioterapia, fue a su habitación a arreglarse. Lorenzo iba a ir a visitarla, y no quería recibirlo en camiseta y pantalón de chándal. Buscó algo que ponerse entre la ropa que le había traído de casa unos días antes, aunque no fue tarea fácil. Todas aquellas prendas le parecían ahora demasiado llamativas y poco prácticas. Finalmente se decantó por un vestido azul. El color era demasiado brillante, casi chillón, pero si se lo había comprado sería porque le había gustado. Lorenzo estaba acostumbrado a verla pintada y a la última moda, y tenía la esperanza de que podría derribar las barreras entre ellos si veía que estaba esforzándose por agradarlo.

 

 

Tras darle instrucciones a su chófer para que lo recogiera más tarde, Lorenzo se bajó del coche. Alzó la vista hacia la fachada de la clínica y apretó los labios, preparándose para otra visita a su esposa. Si no recobraba la memoria, antes o después se vería obligado a contarle que antes del accidente habían estado tramitando su divorcio. Pero el psiquiatra le había advertido que no estaba preparada para enfrentarse a esa realidad, que él se había convertido en su punto de apoyo, y que verse desprovista de repente de ese apoyo podría afectar a su estado mental, ya de por sí frágil, y hacer que su recuperación sufriera un fuerte retroceso.

Ya había tenido fuertes disensiones con sus abogados por las advertencias que le habían hecho con respecto a visitar a Brooke. Le habían dicho que yendo a verla solo conseguiría que el juez se convenciera de que concederle el divorcio obstaculizaría lo que podría considerarse como una posible reconciliación.

Y eso no era lo que él quería, desde luego que no. No quería seguir casado con ella. Sabía que tenía que poner un límite a su compasión, pero en el fondo sabía que no era eso lo que lo preocupaba. El verdadero problema era que la deseaba. De hecho, parecía como si de repente la deseara más que nunca. Pero… ¿por qué? Porque estaba distinta, tan distinta que a veces no podía creérselo. Por ridículo que resultara, la Brooke de ahora le gustaba. Tal vez hubiera sido así antes de que él la conociera, antes de que se hubiera apoderado de ella el ansia por ser famosa. Además, ya no parecía obsesionada con su aspecto, y para su sorpresa así, al natural, resultaba incluso más hermosa.

Y era evidente que no estaba fingiendo, porque la Brooke a la que recordaba nunca habría sido capaz de fingir de un modo convincente esa mezcla de inocencia e ingenuidad que ahora exhibía. De pronto veía en ella cualidades que jamás había visto: se preocupaba por él, no se comportaba de un modo egoísta ni caprichoso… Sin embargo, estaba decidido a no caer de nuevo en las arenas movedizas de las que tanto le había costado salir. Brooke se estaba recuperando bien y pronto podría volver a cortar lazos con ella.

Cuando entró en la habitación, Brooke, que estaba sentada en uno de los dos silloncitos que había junto a la ventana, se levantó como un resorte. Parecía como si quisiera que viera que se había arreglado y maquillado, que supiera que estaba haciendo progresos.

–Hoy pareces más… tú –comentó Lorenzo, al ver que estaba mirándolo expectante.

El brillo de emoción en los ojos azules de Brooke lo inquietó.

–Creo que estoy preparada para marcharme… para ir a casa contigo –le dijo–. Estoy segura de que sería mejor para mí estar en un sitio que me sea familiar. Aquí son muy amables conmigo, pero me estoy volviendo loca encerrada aquí. Esto es tan aburrido… Tus visitas son los únicos momentos que espero con ilusión cada semana.

Lorenzo dominó con dificultad su consternación.

–Mañana hablaré con tus médicos. No queremos precipitarnos, ¿verdad? Al fin y al cabo, hace dos meses no podías ni andar.

–¡Pero cada día me siento más fuerte! –protestó ella–. ¿Es que no lo ves?

–Pues claro que lo veo –contestó él con suavidad–, pero hasta que no hayas recobrado la memoria, es demasiado arriesgado.

Brooke apretó los puños, sin poder contener ya la frustración que llevaba reprimiendo durante días.

–¿Y entonces qué?, ¿tendré que quedarme aquí toda mi vida como paciente? –le espetó enfadada–. ¡Porque me han dicho, y supongo que a ti también, que puede que no llegue a recuperar jamás la memoria!

Lorenzo apretó los dientes. Sí, se lo habían dicho, pero había estado ignorando esa posibilidad con la esperanza de que sí recuperara la memoria y así pudieran dar carpetazo a su matrimonio y que cada uno siguiera su camino.

–Siéntate –le dijo–. Vamos a hablar de esto con calma.

Brooke volvió a sentarse y él ocupó el otro sillón y la escrutó en silencio. Parecía que había estado impaciente por que llegara para pedirle que la llevara a casa, y sentía que estaba siendo cruel aunque sabía que no tenía otra opción. Estaba preciosa, con el ensortijado cabello tapándole parte de la cara, los carnosos labios fruncidos en un mohín de enfado y las largas piernas asomándole por debajo del vestido.

–Antes del accidente… –comenzó Brooke en un tono vacilante–… nuestro matrimonio estaba pasando por un mal momento, ¿no es así?

La verdad era que no quería que le respondiera que sí, pero sentía que tenía que preguntarle y ser lo bastante fuerte como para afrontar la realidad por dolorosa que fuera. Si había problemas en su relación, no sería justo ni para él ni para ella que siguieran fingiendo lo contrario.

Lorenzo la miró desconcertado.

–¿Qué te hace pensar eso?

–Tampoco hay que ser un genio para darse cuenta –contestó ella en un murmullo–. No me tocas nunca, a no ser que no puedas evitarlo. Ni tampoco mencionas nunca nada personal, y si te hago alguna pregunta de ese tipo me sales con evasivas. Además, es evidente que no quieres que vuelva a casa. Sé sincero, Lorenzo; lo soportaré. Y luego puedes irte a casa o volver al banco, porque parece que trabajas dieciocho horas al día.

Lorenzo apretó los dientes, lleno de frustración. Habría sido el momento perfecto para hablarlo si no tuviera que tener en cuenta el delicado estado de Brooke. Además, había lágrimas en sus ojos.

Enfadada consigo misma, Brooke se las enjugó con impaciencia con el dorso de la mano.

–Deja de tratarme como a una niña; deja de escoger las palabras cuando me hablas. ¡Tengo veintiocho años, por amor de Dios, no soy una cría! La amnesia es frustrante, pero estar todo el día aquí metida, preguntándome qué clase de relación tenemos es un auténtico suplicio… –exclamó levantándose y dándole la espalda, decidida a no llorar delante de él.

Aturdido, Lorenzo se levantó y le puso una mano en el hombro, pero ella se revolvió, girándose hacia él para decirle con fiereza:

–¡Vete a casa! Ya hablaremos otro día…

Lorenzo no pudo contenerse. La asió por los brazos y, cuando se encontró inclinándose contra su voluntad para besarla, se increpó mentalmente por ese momento de debilidad. Sin embargo, conocía demasiado bien a las mujeres como para no darse cuenta de que si Brooke, que le había rodeado el cuello con los brazos, se lo estaba permitiendo, era para ponerlo a prueba. Aun así, no había nadie observándolos y solo sería un beso breve, se dijo cuando ella abrió la boca en una muda invitación.

La pasión con que estaba besándola sorprendió a Brooke. Los labios de Lorenzo acariciaban los suyos con fruición, justo lo que había estado ansiando durante todas aquellas semanas interminables sin ser consciente de ello.

Se aferró a sus anchos hombros pues sentía que le flaqueaban las piernas, mientras se deleitaba con la embriagadora sensación de los labios de Lorenzo contra los suyos. Le faltaba el aliento, se notaba mareada, y estaba experimentando toda una miríada de sensaciones que eran completamente nuevas para ella.

No, era imposible que fueran nuevas para ella, se corrigió; era solo que no las recordaba. Y, sin embargo, la chocaban los rápidos latidos de su corazón, lo duros que se le habían puesto los pezones, y lo sensibles que los notaba al roce contra la tela del vestido. También el calor que notaba entre los muslos, como un ansia palpitante, y la incipiente erección de él contra su abdomen.

Lorenzo despegó finalmente sus labios de los de ella y la hizo sentarse de nuevo. Solo había sido un beso, se repitió. ¿Y qué era un beso? Sin embargo, se sentía tan irritado consigo mismo por haber vuelto a sucumbir a la tentación que apretó los puños y retrocedió un par de pasos.

–Ha sido maravilloso –murmuró Brooke con una enorme sonrisa, completamente ajena a sus pensamientos–. Ahora me siento mucho mejor con respecto a lo nuestro.

–Estupendo –respondió él entre dientes.

Se sentía completamente descolocado. En los tres años que llevaban casados, Brooke jamás lo había besado de ese modo, ni le había mostrado ni un ápice del deseo que había dado por hecho que sentía por él cuando se habían casado.

Fijó sus ojos en ella y le dijo:

–No soy un hombre dado a expresar mis emociones.

–No hace falta que lo jures –apuntó ella–; es bastante evidente. No lo has hecho en ninguna de tus visitas. Me preocupaba que nuestra relación no fuera bien, y ahora mismo estás muy tenso.

Lorenzo estaba empezando a sentirse como si estuviera sentado en el banquillo de los acusados.

–No estoy tenso –replicó.

Pero no tenía razón; sus facciones no podían estar más tensas, pensó Brooke. Y, sin embargo, a pesar de lo reservado que parecía, había demostrado tanta emoción en aquel beso… ¿O habría sido solo deseo? ¿Y cómo podía ser que no fuera capaz de diferenciar entre una cosa y la otra cuando llevaban tres años casados, cuando no había olvidado cosas como los nombres de las estaciones o los días de la semana? Tragó saliva. Tenía miedo de dejarse llevar por sus expectativas, de esperar demasiado de él.

–¿Me llevarás a casa esta semana? –le preguntó sin rodeos–. Aunque los médicos no estén de acuerdo, yo me siento preparada para irme. No puedo quedarme aquí para siempre… ¿O es que preferirías que me quedase?

Al oír la ansiedad en su voz, Lorenzo se sintió como si le hubiesen dado un latigazo. Por más que intentase ocultárselo, era evidente que estaba estresada y preocupada, y volvió a maravillarlo ese poder leer en ella como en un libro abierto cuando nunca había podido hacerlo.

–Pues claro que no; hablaré con ellos.

Satisfecha con esa respuesta, Brooke lo miró a los ojos.

–Te prometo que no te causaré ningún problema. No tengo una depresión ni una enfermedad mental; solo he perdido la memoria. Y solo quiero recuperar mi vida… –murmuró. «Y a mi marido», añadió para sus adentros.

De pronto se encontró sonriendo ante la perspectiva de reunir a Brooke con toda la ropa que tenía en su vestidor, con sus joyas y con los álbumes que atesoraba, llenos de artículos de la prensa rosa que hablaban de ella. Estaba seguro de que eso la ayudaría a recobrar la memoria. ¿Cómo podía haber esperado que la recobrara encerrada en un entorno completamente aséptico, sin el menor estímulo, privada de todo lo que valoraba y de todo aquello con lo que disfrutaba? En aquella clínica privada no había nada que pudiera resultarle familiar ni que respondiera a sus gustos. Sí, la llevaría a «casa» con él, a Madrigal Court, y allí, con toda probabilidad, recobraría la memoria y recordaría que lo odiaba.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

MIENTRAS la limusina avanzaba por el largo camino de acceso hacia el palacete que se divisaba a lo lejos, Brooke lo miraba todo con los ojos muy abiertos, maravillada, aunque tratando de disimular. Parecía que su marido era muchísimo más rico de lo que había dado por hecho. Pero, por extraño que le resultara, aquella era su vida, se recordó, intentando calmarse, y aquel era su hogar.

El palacete, que Lorenzo le había dicho que recibía el nombre de Madrigal Court, no podría ser más hermoso, pensó admirando los reflejos del sol en la hilera de altas ventanas. Por el intrincado diseño del edificio dedujo que debía ser muy antiguo. ¿De la época de los Tudor, tal vez?

Alargó el brazo y tomó la mano de Lorenzo, entrelazando sus dedos con los de él. Se sentía tan halagada y agradecida de que se hubiese tomado el día libre para pasar junto a ella el momento de su vuelta a casa.

Lorenzo, a quien aquel gesto lo pilló totalmente desprevenido, lanzó una mirada furtiva a sus manos unidas e inspiró profundamente para intentar mantener la calma. No podía dejar de imaginarla entrando en el vestidor y chillando de emoción: «¡Estoy en casa!».

Sin embargo, aquella nueva versión de Brooke no chillaba, y su voz hasta sonaba más suave. Era uno de los muchos cambios que estaba notando en ella y que lo inquietaban. Era como si le hubieran hecho un trasplante de personalidad. ¡Por Dios, si hasta había llorado cuando le había dicho que sus padres habían fallecido antes de que él la conociera y que no tenía otros parientes que pudieran ayudarla a recobrar la memoria! Aunque tal vez hubiera fotos de familia entre sus cosas.

A petición suya le había llevado el anillo de boda y al ponérselo Brooke lo había hecho con delicadeza, como si fuera algo especial y no la sencilla alianza que había desdeñado años atrás como «poco imaginativa». Una joya sin piedras preciosas no tenía valor alguno para ella.

Y aquel cambio no era el único que lo sorprendió; ahora Brooke también seguía sus consejos. No había vuelto a pedirle un teléfono móvil ni poder buscar información sobre sí misma en Internet, y lo impresionaba porque antes del accidente vivía enganchada a su smartphone.

¿Cómo podía ser que no lo echase de menos? Claro que también podía ser que, por la amnesia, no recordara qué o a quién tenía que echar en falta. Como ese actor casado que había llamado para preguntarle por la salud de Brooke, pensó, notando cómo se endurecían sus facciones. Sin duda había oído los rumores de que estaba recuperándose del accidente. Sospechaba que había habido algo entre ellos, pero se recordó que, por suerte, aunque aún estuviesen casados desde el punto de vista legal, la vida sexual de Brooke ya no era asunto suyo.

Cuando el mayordomo les abrió la puerta, Brooke le sonrió y le dijo:

–Disculpe, no recuerdo su nombre. ¿Cómo se llama?

–Stevens, señora –respondió el anciano.

Al entrar en el enorme e imponente vestíbulo, Brooke miró a su alrededor admirada.

–¡Vaya! ¡Qué bonito! –exclamó.

Lorenzo frunció el ceño.

–Pero si odiabas esta casa… –se oyó replicar a sí mismo, en un murmullo–. Querías una casa mo