Ecohéroes - Carlos Fresneda Puerto - E-Book

Ecohéroes E-Book

Carlos Fresneda Puerto

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Beschreibung

La pandemia ha puesto en evidencia la necesidad de un cambio profundo en nuestra relación con la naturaleza. Si queremos vivir en un planeta saludable y sostenible, ante el reto de la crisis climática, deberemos repensarlo todo. De la movilidad en las ciudades al cultivo de alimentos, pasando por fuentes de energía, el consumo o la educación. De la mano de un centenar de Ecohéroes (científicos, economistas, emprendedores y activistas), este libro nos acerca a un futuro que está a la vuelta de la esquina y que se hará por fin visible en esta década crítica. Descubre las soluciones de más de cien pioneros en la defensa del medio ambiente.

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CARLOS FRESNEDA

ECOHÉROES

100 voces por la salud del planeta

© del texto: Carlos Fresneda Puerto, 2020.

© de esta edición: RBA Libros, S.A. 2020.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona

rbalibros.com

Primera edición: octubre de 2020.

REF.: ODBO769

ISBN: 9788491877172

GRAFIME • COMPOSICIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

CONTENIDO

Prólogo. Lo impensable1. CIUDADESOtra manera de «convivir»El efecto CopenhagueAcupuntura urbanaEl proyecto MannahattaEl apicultor entre rascacielos¡Bendita bicicleta!Doctores contra el diéselEn busca de la ciudad felizVivir en una ecoaldea2. ALIMENTACIÓNCultiva ecológico, cultiva saludEl granjero en el tejado¡Libertad para las semillas!El planeta en el platoEl chef solidario y solarIncreíbles y comestiblesSaber comer3. CIENCIABienvenido, Mr. GaiaBiofiliaJaneCómo evitar el colapsoAtrapados en el AntropocenoImitar a la naturaleza4. NATURALEZALa Madre de los ÁrbolesEl Mesías de las PlantasTodos los hongos son mágicos (la red de la vida)El Edén más audazEl hombre y la higueraEl portavoz del silencio5. AGUASu Majestad de las ProfundidadesDe peces y plásticosAdiós al hieloRío arribaLa era de las ecomáquinas6. CLIMA¿Quién teme al clima extremo?GretaGuardianas de la AmazoniaEl efecto invernadero en 10 minutosRebelión o extinciónLa última fronteraRefugiados climáticos7. ENERGÍAAutosuficiencia conectadaSomos energíaLa revolución de los «negavatios»La mecánica del corazón¿A qué esperamos?8. ECONOMÍALa odisea circularLa naturaleza tiene un precioAntes del amanecerLa auténtica transiciónEl capitalismo del desastre9. CONSUMORediseñar el mundo desde la cunaLa historia de las cosasOtra moda es posibleBarrios sin plásticosReparar y no desesperarSimplicidad radical10. EDUCACIÓNLa sabiduría de FélixLa naturaleza, madre y maestraLa utopía prácticaMalalaEducar para la vidaEpílogo. Bendita inquietudAgradecimientos

PARA ALBERTO,

SIEMPRE VIVO EN MÍ,

POR MOSTRARME EL CAMINO DEL AMOR Y LA PERSISTENCIA.

Cambia lo superficial,cambia también lo profundo,cambia el modo de pensar;cambia todo en este mundo.

MERCEDES SOSA, «Todo cambia»

PRÓLOGOLO IMPENSABLE

Lo impensable era que el mundo pudiera parar de pronto. Que una amenaza exterior nos obligara a ponerlo todo en suspenso y nos tuviera atrapados día y noche en nuestras propias casas. Que cerraran las oficinas, las escuelas, las tiendas, los cines, los bares. Que las ciudades se quedaran desiertas, como en una película de zombis, y que la única señal de vida fuera un puñado de seres solitarios haciendo cola ante el supermercado y guardando la distancia social de rigor.

Lo impensable era lo más parecido a una guerra, pero sin bombas cayendo del cielo. Eso sí, con trágicas letanías diarias en televisión, con eternas proclamas contra el enemigo interior, con una sensación de pánico general y un miedo más o menos inconfesable: nada volverá a ser lo mismo.

Lo impensable golpeó como un suceso traumático, como una muerte en el seno de la familia, multiplicado por mil, por millones, y extendido durante meses por todo el planeta. Cada país sacó a relucir lo mejor o lo peor de sí mismo. Nuestros líderes quedaron en evidencia. A todos nos pilló desprevenidos.

Fue una emergencia sanitaria, pero podía haber sido una emergencia climática o una crisis energética. La epidemia del Coronavirus sirvió para demostrar que no estamos preparados para un impacto, que no sabemos plantarle cara a la adversidad, que puntuamos cero en esa cualidad tan básica para la supervivencia que es la resiliencia.

Lo impensable nos ha obligado a repensarlo todo. Efectivamente, nada volverá a ser igual. Estamos pasando por un doloroso período de ajuste en el que tendremos que evaluar nuestra situación. El impacto económico tras la crisis sanitaria nos puede llevar a la parálisis o puede servir de revulsivo para acometer los cambios inaplazables. Superado el miedo inicial, el cuerpo y la mente nos piden «un nuevo principio».

A la salida del túnel, hemos descubierto que todo o casi todo se había quedado ya obsoleto: de los hábitos de trabajo a la manera de movernos. Las oficinas ya no son lo que eran, el coche ha envejecido en el garaje. Hemos vuelto a respirar a pleno pulmón y a descubrir lo que es una ciudad libre de humos. Hemos decidido no contribuir a ese enemigo público que es la contaminación y a reclamar un medio ambiente sano.

Durante la cuarentena aprendimos a vivir dentro de unos límites, y en la vuelta a la normalidad hemos tomado probablemente la decisión de no pisar un centro comercial y volver a comprar en las tiendas del barrio. Lo que antes valía ya no vale: hemos cambiado también nuestros hábitos alimenticios, nos hemos vuelto más ahorradores, ya no caemos en la trampa del «usar y tirar».

Lo impensable ha servido también para imprimir un giro repentino a la economía: adiós al modelo neoliberal que había regido durante casi medio siglo. Ahora le toca al Estado recomponer las piezas y plantearse medidas como la renta básica para los ciudadanos, algo que hace unos meses parecía una solución radical. Todo huele de nuevo a «rescate», pero con la lección aprendida del 2008 se abre la oportunidad de un cambio de dirección y de una recuperación «verde».

El hundimiento del precio del petróleo se interpreta también como el ocaso de los combustibles fósiles. ¿Quién quiere volver a las ciudades contaminadas y congestionadas propias de la era a. C. (antes del Coronavirus)? ¿A qué esperamos para acelerar de una vez la transición hacia las energías limpias? ¿Por qué no aprovechar la caída de las emisiones de CO2 para marcar la pauta en lo que queda de década?

Los cambios suelen ocurrir por dos razones: por necesidad o por convicción. Lo impensable ha servido para que las dos vías se junten en este momento crucial, obligados como estamos a dar un volantazo en nuestras vidas ante esa otra amenaza invisible y a medio plazo que es el cambio climático.

Las lecciones de la epidemia pueden servirnos para aplicarlas a esta otra crisis, que es como un gigante dormido que periódicamente se despierta (recordemos que la década arrancó con los pavorosos incendios de Australia, que afectaron a una superficie superior a la de Andalucía). La sensación de urgencia global y la acción contundente de los Gobiernos se puede trasplantar también a futuras crisis.

Pero si algo quedó claro durante la epidemia es que el mundo que habíamos construido no nos vale en la era d. C. (después del Coronavirus). El año 2020 puede marcar el punto de inflexión. La experiencia ha de servir para construir economías y sociedades más resilientes, con un renovado énfasis en lo local en todas las esferas: del urbanismo a la movilidad, de la energía a la alimentación, de la producción al consumo, de la educación a la sostenibilidad.

Muchas de las soluciones se han ido gestando durante décadas en distintos lugares del planeta. Algunas de ellas las tenemos incluso a la vuelta de la esquina y ni siquiera habíamos reparado en ellas. Ha llegado tal vez el momento de conectar los puntos y hacer visible ese mundo emergente al que no suelen prestar atención los medios. Ese es el propósito de este libro.

Como escribió un grafitero anónimo en los muros de Hong Kong: «No podemos volver a la normalidad, porque la normalidad era el problema en primer lugar».

Estamos ya inmersos en la «década crítica». En los próximos diez años, la humanidad se enfrenta al reto de una transformación sin precedentes para mantener el aumento de las temperaturas por debajo de la línea roja de 1,5 grados que recomiendan los científicos. La escala y la rapidez con la que debe hacerse la transición afecta a todas y cada una de las áreas de nuestra vida.

En el arranque de la década, el grupo The Exponential Roadmap —integrado por 55 expertos internacionales en los campos más diversos— identificó hasta 36 «soluciones» para dar la vuelta a la tortilla y reducir a la mitad las emisiones de CO2 de aquí al 2030, con la meta de llegar a la neutralidad de carbono para el 2050.

En las páginas siguientes vamos a emprender esa «hoja de ruta», recalcando la situación actual y recordando lo que nos falta. Pero más allá de los números, vamos a vislumbrar las soluciones y a conocer a sus protagonistas. Los hemos llamado ecohéroes y ecoheroínas en un reconocimiento a su labor personal, tantas veces apoyada en pequeños colectivos fieles al principio de la antropóloga estadounidense Margaret Mead: «Nunca dudes de que un pequeño grupo de ciudadanos pensantes y comprometidos puede cambiar el mundo; de hecho, siempre ha sido así».

Vamos a empezar nuestro viaje precisamente en las ciudades, donde se juega el futuro del planeta. Más de la mitad de la población mundial vive ya en los grandes núcleos urbanos, responsables del 70 por ciento de las emisiones. Ante la pasividad de los Gobiernos, la respuesta está precisamente en las ciudades que exploran «otra manera de convivir», que se renaturalizan desde dentro, que descubren las ventajas de la movilidad sin humos.

Como ha quedado de manifiesto durante la epidemia, hay que cambiar radicalmente nuestros hábitos de transporte para plantarle cara a la contaminación, el asesino invisible. La mayoría de las emisiones proviene de los viajes cortos, principalmente de los coches, que tienen los días contados dentro de la ciudad. La revolución de la micromovilidad —a pedal o eléctrica— está aquí para quedarse.

La era de los combustibles fósiles está tocando a su fin: la transición hacia las energía renovables se sigue acelerando en todo el mundo (el parón del Coronavirus no puede servir como excusa, en todo caso de acicate). La energía solar y la eólica se imponen por su propia lógica y desde lo local, al igual que la eficiencia: el poder del «negavatio».

El giro de la economía hacia la «relocalización» es inaplazable. En los últimos años se ha hablado mucho de la economía circular ante la imperiosa necesidad de reaprovechar los recursos y eliminar los residuos. Se impone un nuevo modelo de producción y consumo. Y también un nuevo propósito: una economía regenerativa y baja en carbono al servicio de las personas y del planeta, como contrapunto a la destrucción ecológica.

Sin embargo, lo más difícil de cambiar en una década, advierten los expertos, serán nuestras pautas de alimentación. Los monocultivos agrícolas y la ganadería ejercen una gran presión sobre los ecosistemas de la Tierra. Y el alto consumo de productos de origen animal ha acentuado aún más esa tendencia en lo que va de siglo. El planeta se tiene que poner a dieta, preferentemente vegetal, ecológica y local.

La Tierra ha perdido más de la mitad de su biodiversidad en los últimos cuarenta años. Y si la temperatura global aumentara más de 2 grados, un tercio de los animales y más de la mitad de las plantas estarían amenazados de extinción. La ciencia ha establecido el vínculo insoslayable entre las acciones humanas y la sexta extinción masiva, en esta época que los geólogos han rebautizado ya como el Antropoceno.

El cambio climático ha dejado de ser un concepto abstracto para convertirse en una amenaza cercana y real, y más en un país como el nuestro, donde hace falta además una cultura del agua. Nuestros recursos hídricos han caído un 20 por ciento en lo que va de siglo, y en nuestros océanos habrá más plástico que peces para el 2050 con la tendencia actual.

Las alarmas sonaron en la antesala del Coronavirus, y millones de niños y adolescentes dieron al mundo una insólita lección con las huelgas climáticas. Educación y activismo han ido hermanados desde entonces y reclaman una acción política que no llega. Las pequeñas acciones diarias cuentan —como cuenta también ese cambio profundo en nuestra conciencia—, pero el impulso final hay que darlo desde arriba, y solo será posible con la presión de los ciudadanos.

Christiana Figueres, exresponsable del clima en la ONU y artífice del Acuerdo de París, rompe precisamente una lanza por el poder de la «desobediencia civil» en un libro premonitorio, The Future We Choose (escrito junto con Tom Rivett-Carnac). «La decisión está en manos de los políticos y la única manera de sacarles de la complacencia es reclamando una acción urgente», advierte Figueres. «Hace años podían aferrarse al argumento económico o tecnológico, pero ahora no: las energías renovables no solo son mejores para la salud del planeta, sino que además son ya más rentables».

«El período comprendido entre el 2020 y el 2030 va a tener más impacto en la Tierra que cualquier otra década en la historia», asevera Figueres, que hace una llamada al «optimismo tenaz» frente al pesimismo rampante. «Aunque nos pueda parecer un reto demasiado arduo, tenemos todas las herramientas necesarias para resolver la crisis climática. La destrucción del pasado ya está escrita, pero aún tenemos en nuestra mano la pluma que nos permitirá escribir el futuro. A partir de ahora».

1CIUDADES

El 60 por ciento de la población mundial vivirá en las ciudades en el 2030.

Los núcleos urbanos ocupan el 3 por ciento de la superficie terrestre y son responsables del 70 por ciento de las emisiones de CO2.

La contaminación atmosférica causa 8,8 millones de muertes prematuras al año y cayó más de un 40 por ciento en las ciudades europeas durante el confinamiento por el Coronavirus.

OTRA MANERA DE «CONVIVIR»

Somos el espacio en el que habitamos. Nunca hemos tenido esa sensación tan inquietante y profunda como en las largas semanas de cuarentena por el Coronavirus. Habituados a entrar y salir, jamás pensamos que podríamos quedar atrapados entre cuatro paredes, a solas con nuestros miedos, en una ciudad desolada que nos costaba reconocer cada vez que nos asomábamos a la ventana.

Hemos asistido a una tensión constante entre los límites de la soledad y «el despertar de lo común» que venía ya de antes, como apunta el arquitecto Iñaki Alonso: «Estamos entrando en un nuevo paradigma poscapitalista, más o menos catastrofista, pero seguramente transformador. En ese contexto, la arquitectura tiene mucho que decir. Como ha ido sucediendo a lo largo de la historia, la arquitectura ha sabido leer los grandes cambios de la humanidad y ha aportado soluciones a nuestras formas de vivir».

Curiosamente, la epidemia golpeó cuando faltaban pocos días para culminar el primer proyecto de cohousing ecológico de Madrid: Entrepatios Las Carolinas. Todo estaba listo para rematar el sueño de diecisiete familias (incluida la del propio Iñaki) que llevaban quince años esperando el momento final para ocupar sus nuevas viviendas. El confinamiento retrasó las obras, pero sirvió también de preámbulo y reflexión…

«Lo que ha cambiado es nuestro sentimiento de vulnerabilidad como sociedad», advierte Iñaki. «Eso va a tener mucho impacto en el subconsciente colectivo. Por un lado, puede generar miedo o parálisis; por otro, puede impulsar nuevos modelos como el nuestro, concebido precisamente para la construcción de comunidades proactivas que estén mejor preparadas ante contextos de crisis (climática, energética o pandémica)».

La epidemia ha servido para demostrar que «vivimos más juntos, pero con mayor grado de soledad», explica Iñaki, al frente del estudio de arquitectura sAtt. «Hay que dejar atrás el concepto modernista de la vivienda como “máquina de habitar” y pensar en las ciudades como “organismos vivos”, empezando por las propias casas».

Iñaki Alonso nos propone salir de la «burbuja individualista en la que vivimos» y aplicar a las viviendas la misma «cultura colaborativa» que se ha instalado en otras esferas de nuestra vida: «Vamos a pasar del coworking al cohousing, y de ahí al coeverything, con un nuevo equilibrio entre lo privado y lo común».

En Entrepatios, el cambio de mentalidad empieza por el tejado… «Normalmente el ático se reserva para el vecino más rico y privilegiado. Aquí lo hemos convertido en un espacio para la comunidad, con una cocina de uso compartido, con espacios de coworking y con una amplísima terraza abierta para todos… Y con sitio para las placas solares de 30 kilovatios, que cubrirán la mitad de las necesidades energéticas».

Desde la soleada terraza de Entrepatios se otea a lo lejos el Pirulí y se siente muy cerca el Parque Lineal del Manzanares. Estamos en Usera, orientados hacia el sur, en este edificio de diseño bioclimático, construido principalmente con madera contralaminada y usando aislamientos de reciclado textil, que sigue los principios de la passivhaus para la máxima eficiencia energética.

«Ha sido una larga lucha hasta lograr hacer las cosas de un modo diferente y concebir un tipo de vivienda más respetuosa con el medio ambiente y también más coherente con los valores sociales de quienes nos disponemos a habitarla», comenta Iñaki mientras recorre los pasillos exteriores al estilo corrala para facilitar la relación entre los vecinos y el crecimiento de una cubierta vegetal con jardineras y celosías.

«Lo que queremos es crear un modelo de vivienda ajustada a los tiempos en que vivimos y apoyada en tres pilares: el ambiental, el social y el económico», recalca este arquitecto madrileño de cuarenta y nueve años. La economía de triple balance y el modelo circular, de total reaprovechamiento de los recursos, son otros de los principios que inspiran Entrepatios, donde se ha introducido una herramienta innovadora —el Ecómetro— para calcular la huella ecológica del edificio en todo su ciclo de vida.

«Hemos logrado reducir el impacto del edificio sobre el cambio climático en un 39 por ciento con respecto a un bloque de ladrillo y hormigón», señala Iñaki. «El consumo de energía es notablemente menor: la factura de la luz va a ser de 20 a 25 euros por vecino. Y eso por no hablar de cómo se ha simplificado el proceso productivo, armando básicamente el edificio como un mecano».

Más allá de las opciones antitéticas de comprar o alquilar, Entrepatios funciona en régimen de «cesión de uso». La noción de cooperativa ecosocial introduce elementos del «procomún» y supone una implicación más directa y participativa de los vecinos… «El pánico a las reuniones de la comunidad desaparece en cuanto descubrimos que es posible vivir de otra manera compartiendo espacios y usos».

La «diferencia» salta a la vista, con esa fachada «amable» y cálida de las diecisiete viviendas dispuestas en tres pisos, en contraste con el ladrillo de la periferia madrileña. Entrepatios, que recibió el Premio Europa de Vivienda Cooperativa en el 2019, es al fin y al cabo la primera «pica» de lo que ya se llama Distrito Natural: la red de coviviendas ecológicas de «cero emisiones», con diez proyectos en el Madrid periférico.

«La experiencia acumulada nos va a permitir culminar a partir de ahora los proyectos en dos años, entre permisos y construcción», advierte Iñaki Alonso. «Hemos demostrado que otra manera de construir y convivir es posible».

Más allá de su faceta como arquitecto, Iñaki Alonso ha sido un auténtico dinamizador de la cultura de Madrid (con el Teatro del Barrio) y de la economía alternativa (es cofundador de SANNAS, la red de empresas sociales «con ánimo de cambio»). Su visión de futuro va más allá con el proyecto Madrid Transita, convencido como está de que nos encontramos «en una era de cambio que podemos comparar con el Renacimiento, con un planeta en crisis y con el protagonismo renovado de las ciudades».

«Debemos superar el modelo de ciudad del siglo XX, excesivamente zonificada e insostenible, pensada para el coche y la energía fósil y barata», afirma Iñaki. «Tenemos que transitar hacia un modelo más compacto y complejo donde las viviendas sean capaces de producir tanta energía como consumen, de reciclar sus propias aguas y aprovechar sus residuos orgánicos, de contar con espacios comunes donde se crean relaciones y se construye vida. Ciudades resilientes ante las crisis energéticas, los cambios climáticos y otras “agresiones” que podamos sufrir en el futuro».

• • •

Resistencia ante la adversidad. Capacidad de adaptación a los cambios. Flexibilidad ante una situación límite. Habilidad para sobreponerse y salir fortalecidos ante una crisis… Todo eso y mucho más es la «resiliencia», un término que tiene su origen en la psicología y en la ingeniería y que en las últimas décadas se ha extendido a la ecología, la economía o el urbanismo.

Resiliencia deriva del latín «resilio», que significa «rebotar o volver hacia atrás». Aplicada a la resistencia de materiales, se refiere a la capacidad para recobrar la forma original después de un impacto o un esfuerzo. En el terreno personal es más bien la capacidad de sobreponerse a una pérdida o a una experiencia traumática.

El epicentro de ese emergente campo de las ciencias sociales se encuentra en los países nórdicos, en el Centro para la Resiliencia de Estocolmo (SRC), pionero de la idea de los «límites planetarios». Desde su creación en el 2007, el SRC se ha convertido en la referencia mundial gracias a la labor de científicos «transdisciplinarios» como Johan Rockström o Carl Folke.

Folke se siente deudor del visionario C. S. Holling, el primero en tender puentes en los años setenta entre la ecología y la economía, hasta entonces dos disciplinas prácticamente incompatibles. «La resiliencia refleja la habilidad de la gente, de las sociedades y de las culturas para adaptarse a un entorno siempre cambiante», advierte Folke. «Trasladado al contexto de las ciudades, se trata de la capacidad para hacer frente a los cambios, tanto los que se esperan en el futuro como los que sobrevienen de una manera abrupta».

«Resiliencia es persistencia, adaptabilidad e innovación», recalca el investigador sueco. «En algunos campos, la resiliencia se entiende de una manera estrecha, de vuelta a la normalidad o al equilibrio después de una perturbación… En el caso de los ecosistemas, la clave está, sin embargo, en la evolución y el dinamismo, en la proyección hacia el futuro».

Ciudades compactas, con amplias zonas peatonales y redes de comunicación eficientes, con fuertes lazos sociales en las comunidades y en los barrios, con una sólida economía local y con autosuficiencia energética, con redes de huertos urbanos y periurbanos, con tejados verdes que capten el agua de la lluvia y con barreras naturales contra los riesgos de inundaciones…

La ONU (a través del Programa de Ciudades Resilientes) y la Unión Europea (con el proyecto H2020 RESCCUE) se han puesto manos a la obra. Barcelona, Bristol y Lisboa fueron elegidas como ciudades «piloto» por su cercanía a la costa y por su especial vulnerabilidad ante las precipitaciones. La situación límite que vivimos en el arranque de la década nos debe servir como lección: las ciudades necesitan conocerse mejor a sí mismas, con la complicidad y la participación de todos los ciudadanos.

EL EFECTO COPENHAGUE

¿Por qué no hay más ciudades como Copenhague? ¿Por qué persiste ese temor a quitarle el espacio al coche? ¿Por qué no dar prioridad a los peatones y a los ciclistas y crear de paso espacios urbanos más vivibles y respirables?

Todas esas preguntas se las lleva haciendo desde hace más de una década Mikael Colville-Andersen, artífice de un proyecto (Copenhagenize) cuyo propósito manifiesto es «viralizar» el modelo danés. Pues resulta que los 600.000 habitantes de Copenhague pedalean cada día 1.340.000 kilómetros, suficientes para dar 31 vueltas a la Tierra (o para viajar más de tres veces a la Luna).

Las mujeres llevan la delantera: no hay más que comprobarlo en hora punta a lo largo de Gothersgade. Aquello es lo más parecido a «un ballet de transporte orgánico», en palabras de Colville-Andersen, que se pasó meses fotografiando el desfile incesante de ciclistas urbanas. Su blog, «Cycle Chic», se convirtió en un fenómeno mundial y fue replicado en más de doscientas ciudades del mundo.

«Todo esto ocurría en el 2007, cuando ver a una mujer o a un hombre bien vestidos en bicicleta era poco menos que una rareza», recuerda Mikael. «Mi objetivo era demostrar que no había que vestirse de licra ni lanzarse como un kamikaze para avanzar entre los coches. Copenhague y Ámsterdam llevaban tiempo marcando el camino: la bicicleta no es solo el método de transporte más “chic”, sino también el más limpio, el más económico y el más saludable».

¡COPENHAGUÍZATE! es la consigna que lanza ahora Colville-Andersen en su nueva empresa social, desde la que asesora a una larga veintena de ciudades para facilitar la transición hacia las dos ruedas… «Es inútil convencer a la gente de que utilice la bici para salvar el planeta. Lo mejor es hacerles ver que es el sistema más eficiente y efectivo. Así es como ha avanzado Copenhague: las batallas ecologistas quedaron atrás, lo que priman ahora son los datos. Cada kilómetro en bici le supone un ahorro de 24 céntimos a la economía local y de un euro en gastos de salud».

Más datos: el 62 por ciento de los vecinos de Copenhague pedalean de la casa al trabajo, como lo hacen también el 63 por ciento de los diputados. Nueve de cada diez daneses tiene una bicicleta, frente a cuatro de cada diez que tienen coche. Más de 600 tiendas forman el ecosistema local de las dos ruedas. Se destinaron unos 268 millones de euros en cinco años a 338 proyectos de infraestructura para bicicletas, incluidos los nuevos puentes de Cykelslangen o el Inderhavnsbroen (entre la legendaria «ciudad libre» de Christiania y el emblemático Nyhavn), que han catapultado la movilidad urbana a otra dimensión.

«Muchas ciudades optan por construir tímidamente carriles bici en vez de apostar por una red integrada, y eso es como dejar a los ciclistas nadando entre los tiburones, que son los coches», apunta Mikael. «Madrid sigue siendo uno de los agujeros negros de la bici en Europa. Sevilla, que saltó del 0 por ciento al 7 por ciento en muy poco tiempo, no ha seguido avanzando como cabía esperar. Barcelona ha cometido errores, como meter la bici en los bulevares quitando sitio al peatón, que es lo último que se debe hacer».

Después de pedalear por 65 ciudades del mundo, Colville-Andersen ha condensado toda su experiencia en una guía global del ciclismo urbano que es también un homenaje a su ciudad adoptiva (nació en Canadá, pero sintió la llamada de sus ancestros daneses). «La bici forma ya parte de nuestra cultura y está aquí para quedarse», asegura. «Después de un siglo de confusión urbana, ha llegado el momento de limpiar nuestras calles con esta herramienta impagable. Necesitamos actuar para salvar nuestras ciudades, y la mejor manera de hacerlo es planificando para permitir que la bici avance».

Papeleras inclinadas para que los ciclistas «encesten» sobre la marcha. Barandillas para poder apoyarse en los semáforos. Aparcamientos para las bicis de carga familiares… El paisaje urbano de Copenhague se ha ido adaptando a lo que otro conocido vecino local, Meik Wiking, llama «la felicidad de las pequeñas cosas».

«Los ciclistas de Copenhague no somos tratados como ciudadanos de segunda, sino como los auténticos reyes y reinas del asfalto», asegura Wiking, que pedalea casi todos los días desde su casa hasta el espacio de coworking donde tiene su sede el Instituto de Investigación de la Felicidad, junto al lago que bordea el distrito de Nørrebro.

«El uso extendido de la bici es la principal razón por la que Copenhague puntúa siempre tan alto en los rankings de bienestar urbano», sostiene Wiking, embajador mundial del hygge y el lykke (los dos conceptos vinculados al «buen vivir» a la danesa). «En otras ciudades falta imaginación y coraje, y sobran excusas como decir “tenemos muchas cuestas” o “hace mucho frío”. Las dos ruedas tienen para nosotros una connotación de libertad, salud e independencia».

«La bicicleta tiene además otra gran virtud: nos iguala a todos», concluye Wiking. «La auténtica smart city es la ciudad social, con espacios para la mayor interacción entre la gente. Si a todo esto le añadimos los miniparques urbanos, los tejados verdes y la meta de ser neutral en carbono para el 2025, tenemos ya el cuadro casi completo. Copenhague no es la utopía, pero está marcando el camino al futuro de las ciudades».

Digamos que Copenhague pisó el freno a tiempo cuando en las grandes ciudades americanas y europeas se impuso la tiranía del coche. Frente al ímpetu de la máquina y el «modernismo», el arquitecto Jan Gehl reivindicó las ciudades para las personas, y la dimensión humana y la movilidad activa, tan palpables en la capital danesa.

«Todos los retos del siglo XXI se dan de pronto la mano en las ciudades», recalca Gehl. «Y es ahora, pese a todas las resistencias que hubo en su día, cuando salta a la vista el gran esfuerzo realizado por Copenhague al reestructurar su red vial, relegar cada vez más el coche y ganar espacio para los peatones y las bicicletas. Y al ponérselo cada vez más fácil a los vecinos que reclaman el tránsito hacia una ciudad más sostenible y saludable».

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Monopatines, patinetes eléctricos, monociclos equilibrados, ninebots, hoverboards, ebikes, bicicletas plegables… Una revolución cada vez más visible se está cociendo en el asfalto de nuestras ciudades. Las nuevas formas de micromovilidad reclaman su espacio, mientras que el coche se bate inevitablemente en retirada.

«La congestión y la combustión son los dos grandes enemigos de las ciudades», recalca el sudafricano Ross Douglas, fundador del festival Autonomy en París. «Durante el último siglo, las ciudades se han adaptado a los coches, y ahora toca dar la vuelta a la ecuación: nuestras calles tendrán que cambiar para adaptarse a la movilidad que viene».

Autonomy surgió precisamente de una experiencia personal: el contraste que el propio Douglas experimentó al viajar en coche por algunas de las ciudades más congestionadas del mundo y pedalear acto seguido en Copenhague…

«Hemos ido aumentando el espacio para el coche privado como si fuera lo más normal. Hemos convertido las ciudades en gigantescos aparcamientos. Los coches se mueven el 5 por ciento de su tiempo y el resto lo pasan ocupando nuestras calles. Nos hemos resignado a cederles el paso y tragarnos la contaminación como algo inevitable».

Bajo la consigna ¡LIBERTAD, IGUALDAD, MICROMOVILIDAD!, París tomó la delantera en el 2016 con el primer festival Autonomy en el espacio futurista de La Villette, en tándem con OuiShare, la plataforma de la economía colaborativa… «La bici compartida fue el primer gran paso. El smartphone fue el siguiente peldaño. La fusión de la movilidad y la tecnología digital nos está permitiendo cosas impensables hace unos años».

«La movilidad a la carta se están imponiendo por puro sentido común», señala Ross. «Desplazarse en un coche privado de más de 1.000 kilos y echando humo para cubrir un trayecto de 3 kilómetros en la ciudad ya no tiene sentido. Las calles se están llenando de patinetes eléctricos por una sencilla razón: la gente reclama una manera más limpia y efectiva de moverse. Nuestras ciudades tendrán que hacer sitio a los patinetes del mismo modo que lo hicieron con las bicicletas, pero más rápido y a una escala mayor».

Más de cien expositores convergen todos los años en Autonomy, el mayor muestrario de la micromovilidad que viene. Allí asistimos al lanzamiento del patinete eléctrico plegable Egret, del Futurio X, del Mini Citysurfer o del BMW X2 City… Los fabricantes de automóviles han entrado ya en la rueda, y Uber, Alphabet, Lime y otros gigantes de la movilidad se están encaminando en la dirección de los ya bautizados como vehículos de movilidad personal (MVP).

«El coche autónomo, eléctrico y compartido va a cambiar también el modo de movernos», concluye Douglas Ross. «Pero las ciudades van a seguir levantando barreras al tráfico rodado y ganando espacio para la micromovilidad después de este período inevitable de fricción que hemos atravesado. Al final se impondrá aquello de dos ruedas mejor que cuatro».

ACUPUNTURA URBANA

Peatonalizar una calle. Ajardinar una plaza. Poner un museo en una zona degradada. Abrir un teatro en una vieja cantera… Son acciones de «acupuntura urbana» que cambian la energía de una ciudad. «Pinchazos» puntuales que conviene además hacer rápido para que surtan efecto. Ya habrá tiempo luego para «ajustar».

Con esa filosofía, el arquitecto Jaime Lerner logró darle la vuelta en poco tiempo a Curitiba, a medio camino entre São Paulo y Porto Alegre. Lo que en los años sesenta era una de tantas ciudades-dormitorio brasileñas, asediada en la periferia por las favelas y congestionada en el centro por el tráfico, se ha convertido en el referente mundial de «sostenibilidad, movilidad y tolerancia», como le gusta decir a su hijo ilustre.

Lerner recuerda cómo llegó a la alcaldía de la ciudad a dedo y durante la dictadura militar en 1971. El tiempo apremiaba: igual que le pusieron le podían quitar. Con esa sensación de urgencia, junto a un equipo de «jóvenes comunistas» del Institute for Research and Urban Planning of Curitiba, desplegó el plano de la ciudad y sacó sus «agujas».

En pleno proceso de «ensanchamiento» de las calles para hacer sitio a los coches, Lerner decidió llevar la contraria: «Cuando se amplían las calzadas, se estrecha la mentalidad». Su primer objetivo fue peatonalizar la Rua XV de Novembro. Los vecinos y los comerciantes se le echaron encima, pero él siguió adelante con sus planes. Tuvo además la osadía de hacerlo en 72 horas para evitar una insurrección popular. Casi medio siglo después, la rua es el corazón palpitante de Curitiba.

«La ciudad no es el problema, la ciudad es la solución», insiste Lerner. «Tenemos que reinventar el modo en que vivimos, pero tenemos que hacerlo rápido. El cambio climático está ocurriendo, y nosotros somos en gran parte culpables. Hay que buscar alternativas y ponerlas en práctica en las ciudades, sin perder el tiempo, aprendiendo mientras lo haces y rectificando sobre la marcha si hiciera falta».

Soñador y pragmático a partes iguales, Jaime Lerner fue también el artífice del «sistema de autobuses rápidos» (BRT). Cien veces menos costoso que el metro, se extiende por un circuito de carriles de uso exclusivo y se accede directamente a él mediante estaciones tubo que permiten agilizar el pago y minimizar el tiempo de parada. El 85 por ciento de los casi 2 millones de habitantes de Curitiba utilizan regularmente el BRT, replicado en más de 300 ciudades (como el TransMilenio de Bogotá, sin ir más lejos).

Otro de los empeños de Lerner fue reverdecer su ciudad, hasta llegar a los 60 metros cuadrados de áreas verdes por habitante, gracias a acuerdos con las grandes familias terratenientes para ganar espacio público. Las ovejas «cortan» ahora el césped en los parques, y los estanques se han convertido en una red natural para prevenir las inundaciones, como puede apreciarse en A Convenient Truth: Urban Solutions from Curitiba, Brazil, el documental dirigido por Giovanni Vaz Del Bello y producido por Maria Terezinha Vaz.

La ciudad brasileña fue también pionera del reciclaje, implicando a los ciudadanos como carinheiros en un programa que facilita transporte y comida gratis a quienes cooperan en la recogida y separación de residuos. Fue una de las primeras ciudades en llegar a una tasa del 70 por ciento de reciclaje, y quienes se implicaron más fueron las escuelas, gracias al énfasis de Lerner en la educación integral.

«Curitiba existe y eso es lo importante», afirma Lerner, que volvió a ser alcalde en otras dos ocasiones y luego gobernador del estado de Paraná. «Mi ciudad no es el paraíso, pero sí un modelo de todo lo que se puede hacer con pocos medios y con mucha creatividad. Y también un ejemplo de cómo se puede transformar un espacio urbano en muy poco tiempo con una visión muy clara y echándole coraje, sin perder el tiempo con la burocracia o intentando llegar a un consenso imposible».

Todo el saber acumulado durante sus años de alcalde en Curitiba lo trasplantó Jaime Lerner a un libro, Acupuntura urbana, en el que defendía las «intervenciones a pequeña escala» para sanar las ciudades. Con su sonrisa afable y su entusiasmo contagioso, ha predicado sus ideas en los foros mundiales de urbanismo y fue elegido como uno de los 25 pensadores más influyentes del planeta por la revista Time en el año 2010.

A través de su estudio, ha participado en el planeamiento urbano y en proyectos en São Paulo, Brasilia, Río de Janeiro o Recife. Más allá de la arquitectura, su interés ha derivado al terreno de la movilidad con el diseño del Deck Dock: un monoplaza eléctrico de 1,3 metros de largo y 60 centímetros de ancho que viaja a la velocidad «humana» de 20 kilómetros por hora y tiene la virtud de «acoplarse» a otros de su especie. Seis Dock Docks ensamblados ocupan lo que un coche convencional.

Mi encuentro con Lerner fue precisamente en la presentación en Nueva York de lo que él mismo señalaba como «el coche más pequeño del mundo, eléctrico y de uso exclusivamente urbano». El venerado urbanista anticipaba ya entonces «la revolución de la micromovilidad y el uso compartido».

«Tenemos que dejar atrás el falso dilema: el coche o el transporte público», advertía. «La solución está en ser capaces de usar todo, pero de un modo inteligente y sin tener nada en propiedad. En pocos años funcionaremos con una “tarjeta de movilidad” que nos servirá para el autobús, el metro, la bicicleta y el coche compartido».

Lerner contemplaba también el advenimiento del patinete eléctrico y otros dispositivos para las distancias cortas en las ciudades, «a los que habrá que ir dejando sitio, igual que hicimos con la bicicleta». El espacio reservado a los coches en las ciudades irá menguando inevitablemente, como la ceniza de los cigarrillos…

«No podemos dejar que el coche maneje nuestras vidas. Aunque tampoco tenemos que verlo necesariamente como el enemigo. El coche es en todo caso como la suegra mecánica: nos conviene mantener con él una relación a distancia».

Y así llegamos hasta la tortuga, que simboliza para Lerner la máxima aspiración de las ciudades en el futuro… «Pero no lo digo por su lentitud, sino porque es capaz de vivir, trabajar y moverse al mismo tiempo. Si a una tortuga le quitamos el caparazón, se muere. Lo mismo ocurre con la ciudad cuando separamos sus funciones. Se acabó eso de vivir en un lado, trabajar en otro y divertirse en otro. En la ciudad del futuro deben primar la vida de barrio y las distancias cortas».

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CAMBIA TU BARRIO, CAMBIA EL MUNDO es el lema que mueve desde 1996 a una peculiar red de activistas urbanos que obedece al nombre de City Repair. Capitaneados informalmente por el arquitecto y permacultor Mark Lakeman, los «reparadores de la ciudad» están redefiniendo desde dentro la vida urbana y construyendo la utopía a la vuelta de la esquina.

La ciudad posible se llama Portland, Oregón, en la esquina noroeste de Estados Unidos… «Nadie nos dio permiso, pero así es como comienzan las revoluciones», apunta Lakeman. «Nosotros somos parte de la solución y no podemos quedarnos cruzados de brazos mientras un puñado de políticos deciden cómo se hace una ciudad. Empezamos como un movimiento de resistencia civil ocupando y reinventando espacios. Las autoridades nos miraban con recelo, pero acabaron subiéndose al carro».

Una vez al año se celebra en Portland la Gran Convergencia Vecinal. Los «reparadores de la ciudad» se apropian de medio centenar de espacios, algunos de ellos tan emblemáticos como la Sunnyside Plaza (con un mandala rojo y amarillo disuasorio del tráfico). El activismo ecológico y social rezuma entonces por todos los poros de la ciudad, coincidiendo con el festival floral y con el Pedalpalooza (trepidante celebración de la cultura de la bicicleta).

Todo gira en torno a una misma idea: crear comunidad. No en vano, el estudio de Mark Lakeman se llama precisamente Communitecture, y uno de sus proyectos más celebrados es el arborescente ReBuilding Center, el mayor espacio consagrado a la construcción con materiales usados en Estados Unidos.

Un par de horas en Portland, hermana menor y aventajada de Seattle, servirán para contagiarse de su peculiar energía humana. Conocida por su cerveza y por su pasado industrial, en contraste con su espectacular entorno natural, Portland ha estado en las últimas décadas en la proa contracultural y tecnológica del país.

Cuando tantas ciudades agonizaban, aquí supieron darle la vuelta a la tortilla con el movimiento smart growth: crecimiento compacto e inteligente. Lo que hoy es el parque fluvial, atestado de bicicletas, fue en tiempos un congestionado cinturón de asfalto entre el río y la ciudad. La revolución de la agricultura urbana ha calado en Portland, la ciudad con más gallinas (y cabras) per cápita de Estados Unidos.

«En los años ochenta, Portland parecía un lugar irrecuperable y condenado a muerte», apunta el anfitrión Lakeman. «El momento mágico se produjo con la Plaza de los Pioneros, cuando la gente hizo piña para transformar un aparcamiento desolado en un gran espacio público. Esa fue la chispa que hizo prender el gran cambio. Aquello nos dio licencia para reinventar la ciudad, y en ello estamos».

En plena Gran Convergencia Vecinal, los «reparadores de la ciudad» ocupan una docena de intersecciones en Portland. Un cruce de la Novena Avenida queda rebautizado temporalmente como Plaza Comparte-Lo. Los coches están prohibidos durante el fin de semana…

Padres e hijos llegan pertrechados con rodillos, brochas y botes. El pintor Pat Wojciechowski saca el boceto de un estanque de nenúfares con un caimán que asoma entre los cañaverales. Desde lo alto de una escalera va comprobando cómo avanza la obra. Una inmensa flor rosa marcará el centro de la intersección, que nunca volverá a ser la misma. Todo huele a pintura y a celebración conforme avanza la tarde, que culminará con un círculo de gratitud y una hoguera vecinal bajo la luz de la luna.

EL PROYECTO MANNAHATTA

Pega el sol en el Umpire Rock, el ancla rocosa de Manhattan. Eric Sanderson, ecologista del paisaje, se ajusta el sombrero de explorador y trepa en plan aventurero hasta lo más alto. Como por arte de magia, los rascacielos van emergiendo a sus espaldas, en eterno forcejeo con las copas de los árboles.

Estamos en Central Park, en uno de los contadísimos vestigios de lo que era Mannahatta (la isla de las muchas colinas) antes de que pasara por encima el rodillo de la civilización. Sanderson arranca aquí, en uno de los puntos más altos del oasis urbano, sus viajes fascinantes por el Nueva York de hace cuatrocientos años…

«En Mannahatta había 627 especies de plantas, 233 variedades de pájaros y una biodiversidad por hectárea superior a las de Yosemite o Yellowstone. Si hubiera llegado así a nuestros días, sería sin duda la pequeña joya de nuestros parques nacionales».

A Sanderson le gusta recordar que gran parte del mérito de la conservación de la isla fue de los indios lenape, auténticos pioneros de eso que hoy llamamos «desarrollo sostenible», en aparente armonía con la vida silvestre. Pero la llegada de Henry Hudson en 1609 cambió de una vez por todas el destino del prodigioso estuario, donde el azul del Atlántico rompía en un fragor de bosques y marismas…

Times Square era un estanque donde abrevaban los castores y las nutrias. En los altos de Harlem abundaban los osos negros. Los pumas eran una presencia habitual en la impenetrable fronda, recreada por Eric Sanderson manzana a manzana: desde el espolón de Battery Park hasta la popa de Inwood Hill, el único reducto de bosque autóctono que escapó al avance impetuoso de la civilización.

Sanderson recuerda que, hace más o menos dos siglos, la isla pasó por un apabullante proceso de «reducción topográfica». Casi todas las colinas desaparecieron del mapa, toda su rebosante naturaleza quedó arrasada. Manhattan se convirtió en una previsible sucesión de calles y avenidas trazadas con tiralíneas.

La apisonadora que trajo la «rejilla urbana» reservó afortunadamente un inmenso rectángulo para un futuro parque… «La construcción de Central Park fue la primera gran batalla ecológica. La decisión de preservar un gran trozo de naturaleza en el corazón de la ciudad fue uno de los grandes regalos de Nueva York al mundo. Este parque, en gran parte “artificial” [diseñado por el paisajista Frederick Law Olmsted], es también un gran ejemplo de lo que el hombre puede hacer trabajando con la naturaleza».

Las exploraciones de Sanderson a lo largo y ancho de la isla dieron lugar a un apasionante libro, Mannahatta: A Natural History of New York City, y a una web que permite a cualquier neoyorquino reconstruir cómo era hace cuatrocientos años la manzana donde vive. Sanderson tendió después los puentes a los otros cuatro distritos de Nueva York en el llamado Proyecto Welikia [la palabra significa «buena casa» en el idioma de los lenape].

«Lo que hoy conocemos como Manhattan es el resultado de fuerzas titánicas a cámara lenta», recuerda el explorador urbano. «Puestos a mirar hacia atrás, podríamos haber elegido cómo era la isla hace 10.000 años: un gran fiordo en el cañón del río Hudson. Podíamos habernos remontado también unos 200.000 años, cuando los glaciares llegaban hasta Manhattan y raspaban su superficie».

La elección final del 12 de septiembre de 1609 como punto de referencia tiene sin embargo para Sanderson una gran carga simbólica: «Me interesaba recalcar el contraste entre la relación simbiótica con la naturaleza de los pueblos indígenas y el impacto brutal de la llegada de la civilización. Los lenape [palabra que significa “gente real” en su propia lengua] habitaron las colinas de Mannahatta durante miles de años, viviendo básicamente de la recolección y de la caza, totalmente integrados en su hábitat. La destrucción y la agresión a la naturaleza llegó con los primeros colonos».

Esa manera de arrasar con el pasado ha dejado una profunda huella en Nueva York, emblema de lo que el economista Joseph Schumpeter definió como la «destrucción creadora» del capitalismo… «En grandes ciudades como Londres o París, o incluso en Delhi o en Tokio, uno tiene la sensación de respirar la historia. Nueva York, sin embargo, se proyectó siempre hacia el futuro y contagió ese espíritu “destructor” a todas las ciudades que la han imitado».

«Los rascacielos, que parecen los tótems de la civilización, son de alguna manera la esencia de la impermanencia», advierte Sanderson. «En los próximos cuatrocientos años, casi todos los edificios de Manhattan desaparecerán del mapa y la ciudad será reconstruida, edificio a edificio. Tal vez se salven el Empire State y el Chrysler Building, pero no muchos más».

En su libro, Eric Sanderson intenta precisamente visualizar cómo será Nueva York en el 2409, en un ejercicio de imaginación positiva… «No habrá coches por las calles. La micromovilidad eléctrica será la norma, y habrá espacios compartidos por peatones y bicicletas. Las aceras serán permeables y con sistemas de captación de agua. Florecerán los tejados verdes y los huertos urbanos. La vegetación se abrirá paso entre el cemento».

Pueden llamarle «soñador» a lo John Lennon, pero Sanderson nos invita a sentir un día cualquiera el corazón verde de Nueva York por debajo del cliché de la jungla de asfalto… Subiendo a la bicicleta y recorriendo el carril que da la vuelta a la isla. Acudiendo un sábado al mercado de granjeros de Union Square. Recorriendo los increíbles jardines comunitarios del Lower East Side. O subiendo hasta el ferrocarril elevado del High Lane, convertido en los «jardines colgantes» de Manhattan.

«Las ciudades están pasando ya por un gran proceso de transformación para hacerse más verdes y habitables», comenta el ecologista del paisaje, que ha publicado un nuevo libro (Terra Nova: The New World After Oil, Cars, and Suburbs) donde muestra su peculiar visión del futuro urbano, con las raíces en el presente, pero con un conocimiento muy profundo del pasado… «Para poder avanzar, será necesario dar un pequeño paso hacia atrás, conocer lo que había antes de la “pisada” de la civilización y permitir que la naturaleza vuelva a encontrar su cauce».

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Día de fiesta sobre los antiguos raíles del High Line. Cientos de neoyorquinos se acercan con sombrillas, cantimploras y cremas protectoras, dispuestos a serpentear por las viejas vías del ferrocarril elevado, transformadas en un jardín colgante que se extiende a lo largo de 2,3 kilómetros sobre la Décima Avenida de Manhattan.

«La gente suele ir a Central Park para huir de la ciudad», apunta in situRicardo Scofidio, uno de los arquitectos implicados en el diseño del High Line. «A este parque se viene sin embargo a sumergirse en Nueva York, a penetrar en sus cañones a 10 metros de altura, a sentir la ciudad desde dentro como nunca antes».

Las sirenas de las ambulancias, las alarmas de los coches y el zumbido incesante del monstruo urbano llegan amortiguados a la quimera de hierro «verde». Los taxis son algo así como los moscardones amarillos que nos hacen cosquillas en los pies. En el paisaje industrial han brotado los brillos metálicos de los hoteles y apartamentos de lujo, que gritan «mírame» a todo el que asciende por las doce escaleras o los cinco ascensores hasta el insólito parque flotante, convertido en modelo mundial de recuperación urbana.

«Quítale el contexto de la dureza industrial que nos rodea, y este parque pierde por completo su fascinación y su razón de ser», concluye sabiamente Scofidio, en el primer tramo del parque en la calle Gansevoort, con los vestigios de los viejos mataderos y el reclamo multicolor de los grafitis bajo sus pies.

La primera media milla del High Line abrió en el 2009. Más de 4 millones de visitantes al año y 2.000 millones de dólares en inversiones justificaron con creces la resurrección de la mastodóntica estructura, construida en 1934, abandonada en 1980 y reclamada por la naturaleza salvaje desde entonces.

Joshua David y Robert Hammond, vecinos de Chelsea y del West Village, fueron los primeros en vislumbrar desde lo alto el tremendo potencial de la serpiente «verde». Gran parte del trazado del ferrocarril elevado que llegaba hasta Tribeca fue sucumbiendo por su propio peso. El tramo que llegaba hasta la calle 34 soportó sin embargo el azote del tiempo y se convirtió en una especie de «territorio salvaje» gracias a la intensa labor de los polinizadores y a la brisa del cercano río Hudson.

El alcalde Rudolph Giuliani llegó a firmar incluso la demolición del High Line, pero los vecinos, con su persistencia, lo salvaron de la piqueta y reivindicaron el derecho al trasiego humano entre la herrumbre y la maleza… «Sabíamos que el parque elevado iba a cambiar la dinámica en el oeste de la ciudad, pero nunca imaginamos que se produciría una metamorfosis urbana como esta», reconoce Joshua David. «En torno al High Line está surgiendo no solo un nuevo skyline, sino también una vibración que lo transforma todo a su paso y que altera profundamente nuestra relación con la ciudad».

EL APICULTOR ENTRE RASCACIELOS

A las siete de la mañana de un día cualquiera, Dale Gibson es un corredor de bolsa perfectamente trajeado en las oficinas de una firma financiera en la City. Pero a las cinco de la tarde, el stockbroker se afloja la corbata y se pone el «traje» de apicultor, listo para completar la segunda parte de su jornada. En el tejado de su casa, al sur del Támesis, le espera una ardua faena entre sus ocho colmenas. Allí estará hasta los últimos reflejos del sol en el cercano Shard, el rascacielos más alto de Londres.

Dale acude a la cita diaria en la azotea con el inseparable ahumador y prepara a las abejas para la «invernada» con un sirope medicinal que les servirá al mismo tiempo de alimento y protección contra los hongos durante los meses fríos. El apicultor de la City se mueve como un astronauta ingrávido procurando no interferir excesivamente en la vida hacendosa de las abejas, que en el 2011 contribuyeron a convertir Bermondsey Street Honey (marca registrada) en la mejor miel de Londres.

En la capital británica hay ya más de 650 apiarios repartidos en un radio de 10 kilómetros. Pero la fama de ciudad-jardín no es suficiente, y de hecho hay años en que la producción local se resiente. La miel de Bermondsey se mantiene sin embargo con una producción anual de setecientas a ochocientas jarritas, muy cotizadas por los restaurantes y tremendamente apreciadas por los vecinos.

Lo que empezó como un pasatiempo hace algo más de diez años se ha convertido no ya en el segundo trabajo, sino en la auténtica vocación de Dale Gibson, que ha encontrado una misteriosa conexión entre los oficios de stockbroker y beekeeper…

«Las abejas son unas excelentes indicadoras ambientales, intuyen cuándo hay una amenaza o un riesgo. También son unas auténticas maestras de economía colaborativa: actúan como un auténtico “macroorganismo”. Calculan muy bien hasta dónde pueden llegar, no más allá de 4 kilómetros, para conseguir un buen néctar y obtener un buen retorno. La función del corredor de bolsa tiene algo en común. Se trata de un trabajo de alto conocimiento y ritmo vertiginoso: cada 10 minutos debes tener una idea nueva que pueda garantizarle un “buen retorno” a un inversor».

Llegados a este punto, Gibson rompe una lanza por la ética del stockbroker, que debería ser la misma que la ética del apicultor: «Del mismo modo que no puedes jugar alegremente con el dinero ajeno, tampoco puedes venir a jugar con las colmenas. Hay que ser tremendamente respetuoso con las abejas y con su entorno. Tienes que hacer lo posible por lograr una colmena feliz, interfiriendo lo mínimo y procurando sobre todo que a las abejas no les falte alimento en las cercanías. Conviene tener en cuenta un principio muy simple: una abeja con hambre es una abeja cabreada».

A la caída de la tarde, mientras extrae cuidadosamente las alzas de sus colmenas para introducir el sirope medicinal, Gibson nos invita a meternos en la piel de las melíferas: «Es lógico que estén alteradas porque lo que hacemos es irrumpir sin permiso en su hábitat. Donde antes había oscuridad, ahora tienen un fogonazo de luz. La temperatura de 33 grados cae en picado, y encima les movemos los “muebles”. Yo me pregunto cómo reaccionarían los humanos si alguien irrumpiera así en nuestra propia casa».

Dale Gibson ve la apicultura como una «danza» entre el hombre y la abeja… «Es un trabajo físico y duro que requiere además una capacidad de observación y grandes dosis de paciencia». El apicultor de la City no lleva la cuenta personal de picotazos, tampoco son tantos. Su mujer, Sarah, es alérgica a las picaduras de las abejas; se diría casi que ellas lo saben y por ello prefieren no adentrarse en la casa, aunque las ventanas estén abiertas. Las colmenas están emplazadas a ambos lados del tejado a dos aguas de la planta superior, en la calle Bermondsey, cita obligada del Londres gastronómico.

Allí echó raíces el chef extremeño José Pizarro, que utilizó la dulce producción local para su receta de cordero al horno con miel. «José es un gran fan, y también el chef Tom Kerridge. Hacemos lo que yo llamo una miel “honesta”. Los mismos principios de lentitud y trato amable a las abejas los aplicamos al proceso de extracción y filtrado. Hemos ayudado a crear su propio apiario en el Soho House, y vendemos miel artesanal no solo de la ciudad (Metro), sino también de nuestras colmenas en el campo (Union)».

Tras una larga década pluriempleado con sus abejas, Gibson ha acumulado la suficiente sabiduría para animar o disuadir a quien esté pensando dedicarse a la apicultura urbana. «Lo fundamental es asegurar que las abejas tengan que comer, igual que le procuramos el pasto al ganado. Y no basta con dedicarse a ellas por puro entretenimiento. No es un hobby cualquiera: la miel no cae del cielo».

Entre los rascacielos de Manhattan, por cierto, Andrew Coté lleva más de quince años reclamando el papel de las abejas para «renaturalizar» la jungla de asfalto. «Fue una batalla tan dura como lograr la legalización de los matrimonios gais», recuerda. «Durante un tiempo existió la percepción errónea de “abeja igual a peligro”. Para empezar, hay muchos tipos de abejas, y la melífera es de las menos agresivas. Lo que era del todo absurdo es que existiera una ordenanza que te impidiera criar abejas en Nueva York. Hemos demostrado con creces que se puede hacer de una manera segura en los tejados y en las terrazas, sin interferir en las vidas de los urbanitas».

«Las abejas encajan como buenas vecinas en la ciudad, siempre y cuando tengan vegetación cerca», advierte Andrew Coté. «Lo único que necesitan las abejas obreras en su corta y laboriosa vida es agua, polen y néctar. Los humanos no les interesamos en absoluto, y lo más probable es que nos ignoren, a no ser que vayamos a robarles con malas maneras su “tesoro”».

Por méritos acumulados, Coté fue elegido presidente de la Asociación de Apicultores de Nueva York, con más de doscientos miembros y mil simpatizantes beekeepers que celebran animadas reuniones todos los meses. Es también miembro activo de Abejas sin Fronteras, y ha podido comprobar en diversas partes del mundo el problema acuciante del colapso de las colmenas…

«Si la abeja desapareciera del planeta, al ser humano le quedarían solo cuatro años de vida», advierte Coté. «No está muy claro si esto lo dijo Einstein o si fueron los apicultores belgas en unas protestas a finales de los ochenta… Lo cierto es que dependemos de ellas para la polinización de los cultivos, y los últimos estudios apuntan a que el 40 por ciento de los insectos polinizadores están en declive o en peligro de extinción».

Con su propia marca, Andrew’s Honey, el puesto de Coté es una atracción obligada en el mercado de granjeros de Union Square, donde se puede adquirir miel (y también polen, propóleo y jalea real) de la Segunda Avenida, de la Sexta Avenida, del Lower East Side, de Queens y de Brooklyn).

«Que nadie se lleve a engaño: criar abejas no tiene nada de romántico y es un trabajo casi tan duro como el campo», comenta el apicultor entre rascacielos, antes de llevarnos a sus colmenas predilectas, las de la Segunda Avenida con la calle 14. «Son tan poco agresivas que casi me dejan trabajar sin mascarilla ni traje protector. Nada que ver con las abejas de la Sexta Avenida: un día me puse los guantes equivocados y me llevé al menos veinte picotazos. ¿Pero qué podemos esperar de ellas en esta situación? ¿Cómo reaccionaríamos nosotros si vinieran unos ladrones vestidos de blanco a llevarse el fruto de nuestro trabajo?».

¡BENDITA BICICLETA!

En Sevilla fraguó el milagro de las dos ruedas, y Santa Cleta fue su patrona. Desde el «santuario» de la bicicleta, en pleno barrio de la Macarena, se destiló esa prodigiosa metamorfosis de la ciudad blanca, cálida y plana. De crisálida a mariposa.

Uno recuerda las insufribles travesías en coche de Sevilla camino de la costa gaditana. Y uno recuerda también el reencuentro con la ciudad al cabo de los años, pedaleando viento en popa por el Guadalquivir hasta el puente de Triana. Esta no es ya la ciudad donde creció mi madre, me la han cambiado…

El cambio de piñón se produjo en el 2006, cuando aparecieron los primeros carriles bici. Los comerciantes, los taxistas y los automovilistas montaron un cristo. Hubo que derribar las barreras del «señoritismo» («el muy inútil carril bici», proclamó el ABC) y plantar cara a la visión rancia de la ciudad sin bajarse del coche.

Pero el impulso fue posible gracias a la actuación del ex primer teniente de alcalde Antonio Torrijos, al empeño de grupos como A Contramano y al acierto del biólogo Manuel Calvo, artífice del diseño de la primera red de carriles bici en la ciudad, celebrada como un modelo de «homogeneidad, segregación y continuidad».

La telaraña verde se extendió por 170 kilómetros, arropada por uno de los primeros servicios de bicicletas públicas (Sevici). En un tiempo récord se llegó a los 70.000 viajes diarios en bici, casi el 10 por ciento de los desplazamientos. Sevilla fue elegida en el 2014 como la cuarta mejor ciudad de Europa para las dos ruedas, por detrás de Ámsterdam, Copenhague y Utrecht.

Desde el mirador de la tienda/taller Santa Cleta, en la calle Fray Diego de Cádiz, la madrileña Isabel Porras contribuyó a su manera al «milagro» junto a su media naranja, Gonzalo Bueno, y el tercer mosquetero de la cooperativa, Fernando Martínez Andreu. Más de siete años duró la singladura de las dos ruedas, que logró cambiar la ciudad barrio a barrio.

«Antes de la revolución del carril había en Sevilla seis tiendas de bicicletas, y en poco tiempo nos pusimos en más de 25», recuerda Isabel Porras. «En aquel momento no había ecomensajerías en Sevilla, y de pronto surgieron media docena. El sector del cicloturismo cobró también mucho auge, y los operadores y los hoteles que trabajan con bicis se han multiplicado».

La bici no solo ha transformado la ciudad, sino que también se ha convertido en el motor de una economía local que se propaga y se retroalimenta. Un estudio de la Universidad de Sevilla estimó que cada kilómetro de carril bici genera tres puestos de trabajo (entre empleos directos y «efectos de arrastre»). El informe reveló la creación de «jugosos nichos económicos» en la ciudad, con unas 65 empresas ligadas al éxito de la bicicleta.

Y todo esto sin tener en cuenta el bendito potencial de la bicicleta como palanca de cambio social, como podía apreciarse a cualquier hora en la trastienda de Santa Cleta, auténtico centro de agitación de las dos ruedas. «Nosotros vemos la bici como una herramienta de empoderamiento», asegura Isabel Porras. «No solo evitas emisiones de CO2 y contribuyes a una ciudad más saludable, sino que también adquieres una auténtica autonomía. Moverse en bici es uno de esos pequeños logros, como cultivar un huerto, que te hacen tomar las riendas de tu propia vida y asomarte al mundo de otra manera».