El abismo y otros relatos - Leonid Nikoláievich Andréiev - E-Book

El abismo y otros relatos E-Book

Leonid Nikoláievich Andréiev

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La obra literaria de Andréiev puede considerarse como una de las manifestaciones culturales más originales y controvertidas de la Rusia de comienzos del siglo XX. Bajo el título de El abismo, uno de los ocho relatos que compone este libro, todos escritos entre 1900 y 1908, volvemos a encontrarnos con esa prosa limpia, llana y plena de misterio que con gran maestría sabe desplegar el autor. Cada uno de sus relatos, sugerentes, cautivantes y de variados matices, nos hacen recorrer los laberintos claroscuros de la condición humana, vitales, por momentos luminosos, aunque esa claridad muchas veces solo nos alerte de las sombras que han de esparcirse sobre los personajes atrapados por sus deseos, impulsos, obsesiones, frustraciones o existencias precarias, que hacen de la vida un enorme desvarío.

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La publicación de esta obra se realizó bajo los auspicios del ProgramaTRANSCRIPT de la Fundación Mikhail Prokhorov, para el apoyode traducciones de la literatura rusa.© LOM ediciones Primera edición en Chile, diciembre 2021 Impreso en 1000 ejemplares ISBN impreso: 978-956-00-1472-6 ISBN digital: 978-956-00-1494-8 Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 6800 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Registro: 212.021 Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

El abismo

I

Ya terminaba el día y ellos dos seguían caminando y hablando sin reparar ni en la hora ni en el camino. Delante, sobre la suave pendiente de una colina, se veía un pequeño bosque, y a través de las ramas de los árboles el sol ardía como una brasa encendida, quemando y transformando el aire en un polvo ardiente y dorado. El sol estaba tan cerca y era tan radiante que todo alrededor parecía desaparecer y solo quedaba él, coloreando el camino y emparejándolo. A los caminantes les dolían los ojos; dieron la vuelta y enseguida todo se apagó ante ellos, se volvió calmo y claro, pequeño y nítido. A lo lejos, a un kilómetro o más, el rojo crepúsculo envolvía el alto tronco de un pino, que ardía en medio del verdor como una vela en una habitación oscura; el camino había adquirido un tono púrpura, y sobre él las piedras proyectaban una larga sombra negra. El cabello de la muchacha, atravesado por los rayos del sol, se cubrió de una aureola dorada y rojiza. Un pelo fino y rizado se separó de los otros y se enroscaba y agitaba en el aire como el dorado hilo de una telaraña.

La oscuridad que surgió ante ellos no interrumpió ni cambió su conversación. Con igual claridad, calma y cordialidad siguió fluyendo serena sobre un mismo tema: la fuerza, belleza e inmortalidad del amor. Los dos eran muy jóvenes: la muchacha tenía apenas diecisiete años, Nemovetski era cuatro años mayor, y los dos llevaban uniforme de estudiante: ella un modesto vestido marrón de liceísta; él, el bonito traje de estudiante de tecnología. Y, al igual que su conversación, todo en ellos era joven, bello y puro: sus figuras esbeltas y ágiles, como penetradas de aire y semejantes a él, su andar suave y ligero, sus voces frescas; incluso en sus sencillas palabras resonaba una pensativa ternura, como suena un arroyo en una tranquila noche de primavera, cuando aún la nieve no se ha derretido del todo en los oscuros campos.

Caminaban, doblaban allí donde doblaba el desconocido camino, y dos sombras largas y cada vez más finas, graciosas con sus pequeñas cabecitas, ora avanzaban separadas, ora se fundían de costado en una franja larga y estrecha, como la sombra de un álamo. Pero ellos no veían las sombras; él hablaba sin quitar la vista del bello rostro de la muchacha, en el que el rosado crepúsculo parecía haber dejado una parte de sus tiernos colores; ella miraba hacia abajo, hacia el sendero, apartando con su quitasol pequeñas piedritas y observando cómo, por debajo del oscuro vestido, se asomaban regularmente ora una, ora otra punta de sus pequeños zapatos.

El camino desembocó en una zanja con los bordes polvorientos y desprendidos a causa del ir y venir de la gente y, por un instante, los jóvenes se detuvieron. Zínochka levantó la cabeza, lanzó alrededor una mirada distraída y preguntó:

–¿Sabe usted dónde estamos? Nunca he estado aquí.

Él examinó con atención el lugar.

–Sí, lo conozco. Allá, detrás de aquel montecillo, está la ciudad. Deme la mano; la ayudaré.

Tendió su mano, una mano que no conocía el trabajo, blanca y fina como la de una mujer. Zínochka estaba alegre, quería saltar la zanja ella sola, correr, gritar: «¡Alcánceme!», pero se contuvo, inclinó la cabeza ligeramente, con solemne nobleza y, con algo de temor, tendió su mano, aún rolliza como la de un niño. Él se moría de ganas de estrechar esa manito trémula, pero también se contuvo, y con respeto y una semirreverencia, la tomó y apartó con modestia la vista cuando la joven abrió apenas las piernas para saltar.

Y otra vez caminaban y hablaban, pero sus cabezas estaban embargadas por la fugaz sensación de sus manos entrelazadas. Ella aún sentía el calor seco de su palma y de sus férreos dedos; eso le agradaba y le daba un poco de pudor; él sentía la dócil blandura de su diminuta manito y veía la negra silueta de su pie envuelto con ingenuidad y ternura en aquel pequeño zapatito. Había algo acuciante y perturbador en esa persistente imagen de la estrecha franja de la enagua y del esbelto pie, y con un inconsciente esfuerzo de voluntad la sofocó. Entonces se sintió alegre, y el corazón le latía con tanta amplitud y libertad en el pecho que tuvo ganas de cantar, tender las manos al cielo y gritar: «¡Corra que la alcanzo!», esa antigua fórmula del amor primitivo en medio de bosques y atronadoras cascadas.

Y todos esos deseos le provocaron un nudo en la garganta.

Las sombras largas y graciosas desaparecieron y el polvo del camino se volvió gris y frío, pero los jóvenes no repararon en ello y siguieron hablando. Los dos habían leído muchos libros buenos, y las vívidas imágenes de personas que amaban, sufrían y morían por un amor puro desfilaban ante sus ojos. En la memoria renacían fragmentos de poemas leídos no se sabe cuándo, revestidos en la sonora armonía y en la dulce tristeza que acompaña al amor.

–¿Recuerda de dónde es esto? –preguntó Nemovetski, haciendo memoria–: «… y conmigo está otra vez la que amo, de la que había ocultado, sin decir palabra, toda mi pena, toda mi ternura, todo mi amor…».

–No –respondió Zínochka, y pensativa repitió–: «Toda mi pena, toda mi ternura, todo mi amor…».

–Todo mi amor –repitió Nemovetski en involuntario eco.

Y otra vez se pusieron a recordar. Recordaron a muchachas puras como blancas azucenas que habían tomado los negros hábitos monásticos y sufrían solas en un parque cubierto de hojas de otoño, felices en su infelicidad; recordaron también a hombres enérgicos y orgullosos, pero que sufrían e imploraban amor y la delicada compasión de una mujer. Tristes eran las imágenes evocadas, pero en su tristeza se manifestaba más puro y luminoso el amor. Inmenso como el mundo, radiante como el sol y prodigiosamente bello surgía ante sus ojos, y no había nada más poderoso y hermoso que él.

–¿Usted podría morir por la persona a la que ama? –preguntó Zínochka, mirándose su mano casi infantil.

–Sí –respondió resuelto Nemovetski, mirándola de frente y con franqueza–. ¿Y usted?

–Sí, yo también –dijo ella, y quedó pensativa–. Porque, ¿qué es la felicidad sino morir por la persona amada? A mí me encantaría.

Sus ojos se encontraron, claros, serenos, y algo bueno se transmitieron, y sus labios sonrieron. Zínochka se detuvo.

–Espere –dijo–. Tiene un hilo en la chaqueta.

Y, con confianza, levantó la mano hasta su hombro y con cuidado, con dos dedos, le quitó el hilo.

–¡Ya está! –dijo, y poniéndose seria preguntó–: ¿Por qué está tan pálido y flaco? ¿Estudia usted mucho, verdad? No se fatigue; no está bien.

–Tiene usted los ojos celestes, y en ellos hay unos puntitos brillantes como chispas –respondió él, examinándole los ojos.

–Y los suyos son negros. No, castaños, afectuosos. Y en ellos…

Zínochka no llegó a decir qué había en ellos y se volvió. Su rostro enrojeció lentamente, los ojos se le turbaron y apocaron, pero sus labios sonreían involuntariamente. Y, sin esperar a Nemovetski, que sonreía satisfecho por algo, siguió caminando, pero pronto se detuvo.

–¡Mire, se ha puesto el sol! –exclamó con triste asombro.

–Sí, así es –respondió él con súbita y aguda tristeza.

La luz se apagó, las sombras se extinguieron y todo alrededor se volvió pálido, mudo e inerte. De allí donde antes brillaba el incandescente sol se cernieron silenciosos unos nubarrones oscuros y, paso a paso, devoraban el claro espacio celeste. Las nubes se apelmazaban, chocaban, cambiaban lenta y pesadamente sus contornos de monstruos recién despiertos y avanzaban a desgano, como si a ellas mismas, contra su voluntad, las empujara una fuerza terrible e implacable. Separada del resto corría solitaria una nubecita clara, deshilachada, débil y asustada.

II

Las mejillas de Zínochka palidecieron, los labios se le pusieron rojos, casi color sangre, las ensombrecidas pupilas se le ensancharon imperceptiblemente y, en voz baja, susurró:

–Tengo miedo. Hay demasiada calma aquí. ¿Nos hemos perdido?

Nemovetski frunció sus espesas cejas y miró alrededor con ojos escrutadores.

Sin sol, bajo el fresco soplo de la inminente noche, aquel paraje parecía frío y poco acogedor; por todas partes se extendía un campo gris con una hierba rastrera, como pisoteada, barrancos arcillosos, lomas y fosos. De estos había muchos, profundos, escarpados y pequeños, cubiertos de hierba trepadora; en su interior ya se había agazapado, para pasar la noche, una silenciosa oscuridad, y la circunstancia de que allí hubiera habido gente haciendo algo y ahora no hubiera nadie confería a aquel lugar un aspecto más triste y solitario. Por aquí y por allí, como jirones de una bruma lila y fría, se erguían sotos y bosquecillos que parecían aguardar lo que les fueran a decir esos fosos abandonados.

Nemovetski reprimió un vago y penoso sentimiento de inquietud que se alzaba en él y dijo:

–No, no nos hemos perdido. Conozco el camino. Primero atravesamos el campo y después aquel bosquecito. ¿Tiene miedo?

Ella sonrió con valentía y respondió:

–No, ahora no. Pero debemos regresar cuanto antes a casa, para tomar el té.

Caminaron con paso rápido y resuelto, pero pronto redujeron la marcha. No miraban a los costados, pero sentían la lóbrega hostilidad del excavado campo que los rodeaba con sus miles de ojos rígidos y apagados, y esa sensación los aproximaba y los lanzaba a recuerdos de la infancia. Y esos recuerdos eran luminosos, radiantes de sol y de verde follaje, de amor y de risas. Diríase que aquello no era vida, sino una suave y amplia canción cuyos sonidos eran siempre los mismos, dos pequeñas notas: una sonora y pura como el tintineo del cristal; la otra algo más sorda, pero más clara, como una campanilla.

Aparecieron personas: dos mujeres sentadas en el borde de un foso profundo y arcilloso; una tenía las piernas cruzadas y miraba fijo hacia abajo; el pañuelo de la cabeza se le había levantado y dejaba ver mechones desgreñados; la espalda, encorvada, le tiraba hacia arriba una blusa sucia con flores grandes como manzanas y los cordones desatados. No miró a los jóvenes. La otra mujer estaba recostada al lado, con la cabeza echada hacia atrás. Tenía una cara rústica, ancha, con facciones masculinas, y debajo de los ojos, sobre sus pómulos salientes, le ardían dos manchas color ladrillo semejantes a rasguños recién hechos. Estaba más sucia que la primera, y miró con atención y sencillez a los que pasaban. Cuando estos se alejaron, entonó con voz grave y masculina:

Para ti solo, amado mío,

Me abrí cual fragante flor…

–¿Varka, has oído? –dijo a su taciturna amiga, y como no obtuvo respuesta, lanzó una sonora y grosera carcajada.

Nemovetski conocía a ese tipo de mujeres, sucias incluso cuando llevan un vestido bello y costoso; estaba acostumbrado a ellas, y ahora se deslizaron por su mirada y desaparecieron sin dejar rastro. Pero Zínochka, que casi las había rozado con su modesto vestido marrón, sintió en su alma, por un instante, algo hostil, mezquino y malvado. Sin embargo, unos momentos después aquella impresión se borró como la sombra de una nube que pasa veloz por una dorada pradera, y cuando junto a ellos, dejándolos atrás, pasaron un hombre con gorra y chaqueta, pero descalzo, y una mujer también sucia, los miró y ya no sintió nada. Sin darse cuenta, observó largo rato a la mujer y experimentó un ligero asombro: ¿por qué llevaría un vestido tan fino que se le pegaba a las piernas como si estuviera mojado, y con el dobladillo con una franja de barro adherida a la tela? Algo inquietante, doloroso y terriblemente desesperado había en el modo en que se agitaba ese fino y mugriento dobladillo.

Y otra vez los jóvenes caminaban y hablaban, y tras ellos se cernía, a desgano, un oscuro nubarrón, proyectando una sombra transparente que se extendía con cuidado. En los abultados costados del nubarrón se traslucían unas manchas cobrizas y amarillas, y unos caminos luminosos, sigilosamente arremolinados, se ocultaban tras su pesada masa. Y la oscuridad se espesaba tan furtiva y desapercibidamente que era difícil creer en ella, y parecía que todo aquello era aún el día, pero un día gravemente enfermo que agoniza en silencio. Ahora hablaban de esos terribles sentimientos y pensamientos que se apoderan del hombre en la noche, cuando no duerme y no hay sonidos ni palabras que lo molesten, y cuando eso amplio y de múltiples ojos como la bruma, que es la vida, se estrecha bien contra su rostro.

–¿Puede usted imaginarse el infinito? –preguntó Zínochka, llevándose a la frente la rolliza manito y entornando los ojos.

–No. El infinito… No –respondió Nemovetski, también entrecerrando los ojos.

–Pues yo a veces lo veo. La primera vez fue cuando aún era niña. Era como si fueran carretas. Una, otra, una tercera y así a lo lejos, sin final, todas carretas y carretas… Algo terrible –dijo estremeciéndose.

–Pero ¿por qué carretas? –sonrió Nemovetski, aunque a él tampoco le gustaba aquello.

–No sé. Carretas. Una, otra… sin final.

La oscuridad se espesaba furtivamente, el nubarrón ya había pasado por encima de sus cabezas y parecía mirar de delante sus rostros pálidos y agachados. Y cada vez con mayor frecuencia aparecían las negras figuras de mujeres sucias y harapientas, como arrojadas a la superficie por esos profundos fosos cavados no se sabe con qué objeto, y se agitaban, inquietos, sus mojados dobladillos. Ora solas, ora en parejas, ora en grupos de tres, y sus voces sonaban fuertes y extrañamente solitarias en el rígido aire.

–¿Quiénes son estas mujeres? ¿De dónde salen tantas? –preguntó Zínochka en voz baja y temerosa. Nemovetski sabía quiénes eran esas mujeres, y lo aterraba haber ido a parar a ese lugar malo y peligroso, pero respondió con calma:

–No sé. No importa. No hablemos de ellas. Ahora atravesaremos ese bosquecito y llegaremos a la puerta de la ciudad. ¡Lástima que salimos tan tarde!

A ella le causaron gracia esas palabras: ¡tarde, cuando habían salido a las cuatro!, y lo miró y sonrió. Pero sus cejas seguían fruncidas, y ella, para tranquilizarlo y consolarlo, le propuso:

–Vayamos más rápido. Quiero tomar té. Además, el bosque ya está cerca.

–Vamos.

Cuando entraron en el bosque y los árboles unieron en silencio sus copas sobre sus cabezas, se encontraron en una densa oscuridad, pero a gusto y tranquilos.

–Deme la mano –le propuso Nemovetski.

Ella, indecisa, le tendió la mano, y el ligero contacto fue como si ahuyentara la oscuridad. Tenían las manos quietas, no se las apretaban, y Zínochka incluso se apartó un poco de su compañero, pero toda su conciencia se concentraba en la sensación de ese pequeño lugarcito del cuerpo donde se tocaban las manos. Y otra vez quisieron hablar de la belleza y del poder misterioso del amor, pero hablar sin perturbar el silencio, hablar no con palabras, sino con miradas. Y los dos pensaban que debían mirarse, y querían hacerlo, pero no se animaban.

–¡Otra vez gente! –dijo alegre Zínochka.

III

En un claro, donde había más luz, estaban sentados, alrededor de una botella vacía, tres hombres que miraban en silencio y expectantes a los jóvenes. Uno de ellos, afeitado como un actor, se echó a reír y silbó como diciendo:

–¡Oh!

A Nemovetski el corazón le dio un vuelco y se le paró, presa de una terrible inquietud; pero, como si alguien lo empujara por detrás, iba directo hacia ellos, sentados a la vera del camino. Los hombres esperaban, y tres pares de ojos negreaban inmóviles y terribles. Y con el vago deseo de ganarse la benevolencia de esos sujetos sombríos y harapientos, en cuyo silencio se percibía una amenaza, mostrarles su desamparo y despertar su compasión, preguntó:

–¿Cómo llego a la ciudad? ¿Por aquí?

Pero no le respondieron. El afeitado silbó algo indefinido y burlón, mientras los otros dos callaban y miraban con una atención molesta y siniestra. Estaban borrachos, rabiosos, y querían amor y destrucción. Uno de ellos, de mejillas coloradas e hinchadas, se incorporó sobre los codos y después, indeciso, como un oso, se apoyó en las patas, se levantó y lanzó un pesado suspiro. Sus compañeros le echaron un vistazo y otra vez clavaron la mirada en Zínochka.

–Tengo miedo –dijo ella, solo con los labios.

Sin oír sus palabras, Nemovetski la entendió por el peso de su mano. Y, tratando de mantener una apariencia de tranquilidad, pero sintiendo la inevitable fatalidad que estaba por ocurrir, caminó con pasos firmes y regulares. Y los tres pares de ojos se acercaron, centellearon y quedaron a sus espaldas. «Debemos huir –pensó Nemovetski, pero se respondió a sí mismo–: No, no hay forma de huir».

–El muchacho es un enclenque. Hasta ofende la vista –dijo el tercero de aquellos, un hombre calvo de barba rala y pelirroja–. En cambio, la niña es muy bonita, ¡Dios quiera que todos tuvieran una así!

Los tres se echaron a reír como de mala gana.

–¡Señor, espera que queremos decirte dos palabras! –dijo con profunda voz de bajo el más alto de ellos, mirando a sus compañeros.

Estos se levantaron.

Nemovetski caminaba sin mirar atrás.

–Hay que esperar cuando a uno le hablan –dijo el pelirrojo–. Si no, te la pueden dar.

–¡A ti te estamos hablando! –gritó el alto, y de dos zancadas alcanzó a los jóvenes.

Una mano maciza cayó sobre el hombro de Nemovetski y lo sacudió, y, cuando este se volvió, vio junto a su misma cara unos ojos redondos, desencajados y terribles. Estaban tan cerca que parecía mirarlos a través de una lente de aumento, y distinguía con claridad las venitas rojas en el blanco del ojo y un pus amarillento sobre las pestañas. Y soltando la muda mano de Zínochka, se llevó la mano al bolsillo y balbuceó:

–¡Dinero!... Aquí tienen dinero. Con todo gusto.

Los desencajados ojos se redondearon y centellearon aún más. Y cuando Nemovetski apartó su mirada, el alto retrocedió un poco y sin alzar el brazo, desde abajo, le asestó un golpe en la pera. La cabeza de Nemovetski se bamboleó, los dientes le castañetearon, la gorra se le vino a la frente, se le salió, y el joven, agitando los brazos, se desplomó de espaldas. En silencio, sin gritar, Zínochka se volvió y echó a correr, alcanzando enseguida toda la velocidad de la que era capaz. El afeitado lanzó un grito terrible y prolongado:

–¡A-a-ah!...

Y con ese grito se lanzó en su persecución.

Nemovetski, tambaleándose, se levantó de un salto, pero no hizo a tiempo a enderezarse cuando otra vez fue derribado por un golpe en la nuca. Ellos eran dos y él uno solo, débil y sin costumbre de pelear, pero luchó largo rato, arañando como una mujer, sollozando de inconsciente desesperación y mordiendo. Cuando desfalleció, lo levantaron y se lo llevaron; él se resistía, pero la cabeza le zumbaba, dejó de comprender lo que pasaba y se rindió impotente en los brazos que lo llevaban. Lo último que vio fue un pedazo de barba pelirroja que casi se le metía en la boca, y tras ella la oscuridad del bosque y la clara blusa de la joven que huía. Zínochka corría rápido y en silencio, como lo había hecho unos días antes cuando jugaban a la mancha; tras ella, con pasitos cortos, corría el afeitado. Después Nemovetski sintió a su alrededor el vacío, y con el corazón pasmado, voló hacia abajo, cayó con todo el cuerpo contra la tierra y perdió el conocimiento.

El alto y el pelirrojo, tras arrojar a Nemovetski en un foso, esperaron un poco a ver qué pasaba allí abajo. Pero sus caras y sus ojos estaban dirigidos al lugar donde había quedado Zínochka. De allí provino un grito agudo y sofocado de mujer que enseguida se extinguió. Y el alto exclamó enojado:

–¡Miserable! –y en línea recta, quebrando las ramas como un oso, se echó a correr.

–¡Yo también! ¡Yo también! –gritó el pelirrojo con una vocecita finita, lanzándose tras él. Era débil y se sofocaba; en la pelea le habían lastimado una rodilla y le daba rabia que la idea sobre la muchacha se le hubiera ocurrido a él y ahora sería el último en poseerla. Se detuvo, se frotó la rodilla con la mano, se sonó la nariz con un dedo y otra vez empezó a correr, gritando lastimero:

–¡Yo también! ¡Yo también!

El oscuro nubarrón ya había cubierto todo el cielo y sobrevino una noche serena y oscura. No tardó en desaparecer en la oscuridad la diminuta figura del pelirrojo, pero aún se oyó largo rato el irregular sonido de sus pasos, el murmullo de las hojas separadas y el trémulo y lastimero grito.

–¡Yo también! ¡Hermanos, yo también!

IV

A Nemovetski le entró tierra en la boca y le crujía entre los dientes. Lo primero y más fuerte que sintió cuando volvió en sí fue el intenso y pacífico olor de la tierra. Tenía la cabeza embotada, como llena de plomo, de modo que le costaba girarla; le dolía todo el cuerpo, especialmente el hombro, pero no tenía fracturas ni roturas. Se sentó y miró largo rato hacia arriba, sin pensar en nada ni recordar nada. Justo sobre su cabeza colgaba un arbusto con hojas anchas y negras, y a través de ellas se asomaba el cielo despejado. El nubarrón había pasado sin dejar caer una sola gota de lluvia, tornando el aire seco y ligero, y en lo alto, en el medio del cielo, se elevaba el cuarto menguante con su borde traslúcido, etéreo. Eran sus últimas noches y brillaba triste, frío y solitario. Unos pequeños jirones de nubes surcaron rápido las alturas –por lo visto, allí seguía soplando un viento fuerte–, pero no ocultaron la luna, sino que la esquivaron con cuidado. En la soledad de la luna, en la cautela de aquellas altas y claras nubes, en el soplo de aquel viento imperceptible desde abajo se sentía la misteriosa profundidad de la noche que flotaba sobre la tierra.

Nemovetski recordó todo lo que había sucedido y no pudo creerlo. Todo lo ocurrido era terrible e inverosímil; la verdad no puede ser tan tremenda, y él mismo, sentado en medio de la noche y mirando desde abajo la luna cabeza abajo y las fugaces lunas, también era extraño e inverosímil. Y pensó que aquello no había sido más que otra pesadilla, una pesadilla muy mala y terrible. Y que esas muchas mujeres que habían encontrado también habían sido un sueño.

–No puede ser –dijo con aire resuelto, moviendo débilmente su pesada cabeza–. No puede ser.

Estiró la mano y se puso a buscar la gorra para salir, pero no la encontró. El hecho de que no estuviera aclaró todo de golpe; comprendió que lo sucedido no había sido un sueño, sino la terrible verdad. Un instante después, pasmado de horror, ya trepaba hacia arriba, caía junto con la tierra desprendida y otra vez trepaba agarrándose de las flexibles ramas de un arbusto.