El agua verde del idiota - Yanko González Cangas - E-Book

El agua verde del idiota E-Book

Yanko Gonzalez Cangas

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  • Herausgeber: FCEChile
  • Kategorie: Bildung
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2023
Beschreibung

En este libro, escrito con agudeza y erudición, Yanko González y Pedro Araya exploran una tensión esencial que atraviesa todas las culturas escritas: la obsesión por la corrección de sus textos, los que están llamados a transmitir con fidelidad las intenciones de sus autores. Sin embargo, todas las tradiciones escriturarias se han visto confrontadas con la realidad inexorable, ineluctable de las erratas. Ninguna técnica de reproducción de textos —copia manuscrita, composición tipográfica, linotipia, máquina de escribir o computador— fue capaz de evitarlas, ni siquiera todos los actores que desempeñaron el papel de corrector (salvo Dios, en la metáfora de la vida eterna, entendida como emendación de los gazapos de la existencia humana). La cultura e historicidad de las erratas, presentes en todos los sistemas de escritura, se remite a las razones que las produjeron y las producen: las manipulaciones torpes de la caja tipográfica o del teclado, los lapsus inconscientes de la composición o las erratas voluntarias que son creaciones lexicales, burlas irónicas o expresión de una protesta. Desde los códices mayas y la "Biblia maldita" de 1631, hasta mapas, grafitis, constituciones políticas o la inscripción del pórtico de Auschwitz (con la compañía de Cervantes, Shakespeare, Machado de Assis, César Vallejo, Neruda, Felisberto Hernández, Clarice Lispector, Camilo José Cela, Rosario Castellanos, Jacques Derrida y muchísimos otros), los autores de este magnífico libro proponen un encuentro insospechado con los poderes domados o incontrolados del yerro escrito. Roger Chartier

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Primera edición, fce Chile, 2023

González Cangas, Yanko y Pedro Araya Riquelme

El agua verde del idiota. La errata: cultura e historia / Yanko González Cangas, Pedro Araya Riquelme. – Santiago de Chile : fce, 2023

301 p. ; 21 × 14 cm – (Colec. Historia)

ISBN 978-956-289-332-9

ISBN Digital 978-956-289-334-3

1. Edición – Historia 2. Pruebas de imprenta – Historia 3. Libro – Historia 4. Imprenta – Historia 5. Español – Estilo I. Araya Riquelme, Pedro, coaut. II. Ser. III. t.

Z121 Dewey 070.5 G644a

Distribución en América Latina

© Yanko González Cangas

© Pedro Araya Riquelme

D.R. © 2023, Fondo de Cultura Económica Chile S. A.

Av. Paseo Bulnes 152, Santiago, Chile

www.fondodeculturaeconomica.cl

Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

www.fondodeculturaeconomica.com

Coordinación editorial: Fondo de Cultura Económica Chile S. A.

Diagramación: Macarena Rojas Líbano

Fotografías de portada: Imagen 1: Graffiti callejero. Imagen 2: Instrucción para la lectura y corrección de pruebas de imprenta en Revista de Artes y Letras, Tomo XII, Santiago, 1888.

Registro de propiedad intelectual: 2023-A-7568

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra —incluido el diseño tipográfico y de portada—, sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito de los editores.

ISBN978-956-289-332-9

ISBN Digital978-956-289-334-3

Diagramación digital: ebooks [email protected]

ÍNDICE

Cuando Homero dormita (A modo de introducción)por Yanko González C. y Pedro Araya R.

Primera ParteIn culpa estYanko González Cangas

Capítulo IDemonios y constituciones

Capítulo II“Vusco volvvver de golpe el golpe”: erratas fecundasy rebeliones ortográficas

Capítulo III“Oficina de errores”: Castigadores y corruptores

Segunda ParteAlteridades tipográficasPedro Araya Riquelme

Capítulo IV“Atomic Typo”: Fisuras institucionales

Capítulo V“Cargar con el mochuelo”: La errata como pensamiento material

Capítulo VICaza y huida del sentido: erratas vitales

EpílogoYanko González CangasPedro Araya Riquelme

Fuera de la cárcel del alfabeto:Erratas conjeturales y otredad cultural

Bibliografía

Lo imperfecto es nuestro paraíso.

Wallace Stevens

CUANDO HOMERO DORMITA(A MODO DE INTRODUCCIÓN)

Hace pocos años, en Moscú, un afamado poeta nos dijo casi en sordina que la mayor felicidad de un lector era encontrar una errata en el libro de su enemigo y saber que por el arte de la imprenta se iba a propagar en todo el planeta. Meses después, cavilada la anécdota, pensamos que el postulado albergaba una traza de verdad, en la medida que, aunque apenas visible, en toda lectura subsiste una pulsión vigilante y autosatisfactoria que nos da luces sobre el hecho de que no pocas personas, suspicaces y pertinaces, no leen libros, leen erratas. “No soy muy optimista sobre la capacidad de la gente para cambiar su modo de pensar, pero bastante optimista sobre su capacidad para detectar los errores de los demás”, aseguraba el octogenario psicólogo y premio Nobel Daniel Kahneman.1 Por entonces, cuando ya rumiábamos la escritura de este libro que hoy tienes en tus manos, esa brizna de verdad nos arrojaba a un lugar incómodo, no solo por la antipatía y engreimiento del que anda por la vida enrostrando faltas, sino por todo lo policiaca y majadera que esta actitud lectora encierra. Perpetradores sintomáticos —y a veces, sistemáticos— de gazapos, sabíamos que nuestra erratología iba en un sentido opuesto y que nuestras apariencias engañaban. Si bien es cierto, por mucho tiempo nos transformamos en lectores monográficos del yerro en la amplia historia y variedad de la cultura escrita, lo fue con la sagrada intuición de buscar prójimos, camaradas y hasta cómplices del mote2 impreso. En un comienzo, se trataba de hacer un breve y fresco registro antológico sobre el mundo de la errata, que diera continuidad y extensión a las escasas tentativas similares —anecdóticas y literarias— que habían aparecido en pequeñas compilaciones en las últimas décadas.3 No obstante, en corto plazo, la idea se fue arborizando teórica e históricamente a partir de la complejidad conceptual y material que todo error escrito comporta, exigiéndonos una aproximación investigativa y exegética mayor, que hiciera “hablar” al lapsus calami más allá de su literalidad, pero sin desfallecer en la monocromía del paper y, por supuesto, evitando a toda costa confundirnos con el cetrino rostro de superioridad del que caza y exhibe como trofeo vistoso la presa del equívoco. Este camino se profundizó en medio del primer y fallido proceso constituyente en Chile, cuando en la propuesta final de Carta Magna, distribuida por el Estado y varias casas editoras, apareció un grueso error impreso a través del cual se podía indagar con preguntas inquietantes sobre el lugar de la errata en la cultura escrita. Allí uno de nosotros vertió en una breve columna, un esbozo de los primeros asedios que componen este libro,4 aunque su sedimento reflexivo tenía ya varios años de acumulación.

En un caso como director de una editorial universitaria y en otro como traductor, pero en ambos como antropólogos y poetas, nuestras aproximaciones a la errata se venían trenzando con una investigación y largo proceso de publicación de un volumen que tenía como protagonista a uno de los mayores historiadores del libro y la lectura, Roger Chartier. Se trataba de un “diccionario oral” sobre la cultura escrita donde, a través de sucesivas entrevistas, compusimos un lexicón que sistematizaba, de la mano de entradas clave, los aportes más significativos y generativos de los múltiples hallazgos del especialista francés.5 Una vez publicada la obra y al calor de nuevas conversaciones, reparamos en los olvidos, en aquellos lugares que, por obvios, pasamos por alto, entre ellos, una constante fundamental advertida por el propio Chartier:6 independiente del tiempo y espacio histórico, el desarrollo de la cultura escrita estaba signado por el temor. Particularmente, por tres tipos de temores, menos contradictorios que complementarios entre sí. El primero, el miedo al olvido, es decir, a la pérdida de una textualidad irremplazable, ya sea por su sabiduría, inspiración, conocimiento o por la fe que transportaba, lo que había animado a la fijación impresa de manuscritos y al acopio y resguardo, expresados en las primeras bibliotecas o en las actuales bases de datos. El segundo, el pavor al exceso, a la producción escrita desatada, vale decir, al temor tanto a no poder controlar lo que se escribe, como a no poder asirlo, de lo que se deriva la censura, pero también, la utopía enciclopédica, la de reducir todos los libros a uno, con los saberes esenciales. Y el tercero es, precisamente, el miedo a la corrupción del texto en tanto transmisión manuscrita o mecánica, que convoca tanto la idea de pérdida, como de manipulación, con las terribles consecuencias que un yerro puede producir. Entendimos que las investigaciones sobre este último miedo, si bien habían generado una literatura científica importante (desde la paleografía y la historia cultural hasta la filología y la ecdótica, amén de un importante campo profesional nutrido de manuales y bibliografía lingüística, gramatical, ortográfica, semántica y léxica),7 su acento en la corrección, en lo normativo y la fidelidad textual había dejado varias zonas mudas o no suficientemente narradas desde el punto de vista especulativo y divulgativo, como la intencionalidad o la imaginación creativa que se hospeda en cada gazapo impreso.8

***

Hoy, en que libros, revistas y periódicos son producidos en ingente número para un público de masas, con un fuerte empuje acelerante y multiplicador de las tecnologías digitales y la inteligencia artificial, buena parte de la conciencia manuscrita y tipográfica ha desaparecido. Durante muchos siglos, la factura del libro y su reproducción fue un trabajo laborioso y esencialmente manual. Cada pliego se producía uno a uno, por medio de intrincados y lentos procedimientos, que convertían cada volumen en único. Un oficio que le daba al escriba, al copista o al impresor la oportunidad de expresar su sello y su arte. Un lector —como el del antiguo régimen, tan bien retratado por Robert Darnton— consideraba el libro como un sujeto con carácter propio. Lo observaba detenidamente y ponía especial atención tanto al continente como al contenido. Acariciaba el papel y estimaba su peso, su lucidez y tonicidad; la iluminación, composición, el diseño de los tipos, el interlineado, y la uniformidad de la impresión: “Probaba un libro igual que podría haber catado un vaso de vino”,9 y una vez que se había empapado de todas sus características materiales, comenzaba a leerlo. Todo ello, como lo prueban los denodados esfuerzos del mayor editor moderno, el gran Aldo Manucio, redundaba en atenazar y desalojar toda errata nacida —en términos aristotélicos— de la adición, la omisión, la transmutación o sustitución. Tras este empeño, estaba también la noción de error como hecho teológico, el que hundía sus raíces en la pecaminosidad de la humanidad y el alejamiento de Dios, por lo que acaecida la Reforma, se creó un cisma de fe y dogma dentro del cristianismo y el error se asoció fuertemente a la herejía, con lo cual, la observancia sobre lo escrito y lo impreso era un imperativo, al menos, como predicado moral e ideal, más allá —como veremos en estos ensayos— de las excusas, mitos y constricciones materiales para cumplir este mandato. Secularizado, el error tipográfico se convirtió paulatinamente en una debilidad intrínseca del “negocio” que, bien administrado, podía aventajar a la competencia en medio de la proliferación de talleres de impresión y casas editoras. Pero lo crucial es que se entendió que luchar contra el gazapo era una empresa estéril y de lo que se trataba era de domesticarlo hasta su indefensión. Aunque en libros de curiosidades se suele citar que el récord de erratas lo tiene la edición del londinense The Times del 22 de agosto de 1978 (en la que en una sola columna aparecieron 97 erratas, que consistían en la omisión de la última letra de la palabra “papa” (pope) referida a Pablo VI),10 lo cierto es que diversos estudios recientes que han analizado los errores de impresión en muestras significativas de títulos de ficción y no ficción, publicados por editoriales transnacionales, han encontrado un promedio de 1.3 errores por cada 10 páginas, siendo los más comunes los tipográficos, seguidos de los errores de puntuación y los gramaticales. No nos debe resultar extraño entonces que, en 2010, Penguin Australia destruyera 7.000 ejemplares de su libro de recetas The Pasta Bible (La Biblia de la pasta), al ser advertidos por un lector que en una de las recetas —tagliatelle con sardinas y prosciutto— había una ofensiva errata racista: en vez de decir que el plato requería “salt and freshly ground black pepper”, indicaba agregarle “salt and freshly ground black people” (sal y gente negra recién molida).11 La mayor parte de las excusas sobre estos gaffes por parte de los sellos editores o conglomerados de la prensa, se basan en otra novedad tecnológica: la automatización de la corrección vía programas informáticos y uso de algoritmos, la que sin revisión ulterior, sumada a la urgencia, la disminución de correctores humanos y la recirculación digital han expandido las pifias exponencialmente, al punto de ser considerada una de las “plagas del siglo XXI”.12 Plaga que, como diestra farmacéutica, Google no se cansa de explotar, al menos desde 2010, ingresando cientos de millones de dólares al año gracias a las búsquedas equivocadas de dominios web populares (esquema conocido como typosquatting): al estar registradas múltiples variantes mal escritas de estos dominios, los usuarios son redirigidos a estos sitios, inundados de publicidad.13

Errare humanum est, dice el lugar común, echando mano al latín para atestiguar la prosapia inmutable de una verdad que encuentra su mejor metáfora en el proverbio transmitido por la pluma de Horacio, ese poeta de Venosa, que floreció entre la Roma republicana y la imperial, y que se convirtiera en preceptor y baremo de toda la poesía occidental. En la que se cree será una de sus últimas obras, una epístola crítica y propedéutica dirigida “A los Pisones”, más conocida como “Arte poética”, en el verso 359 escribe: “quandoque bonus dormitat Homerus” (a veces el buen Homero dormita),14 aludiendo a esa facticidad invariable, la inevitabilidad del error, que empuja hasta los genios a equivocarse. Bien lo sabía Horacio: entre muchos de los yerros e incongruencias en los poemas de Homero, se encuentra el de la “resurrección” de Pilémenes, personaje de su Ilíada —líder de los paflagonios y combatiente en la guerra de Troya— que es asesinado por Menelao en el canto V (578-579) y revive inexplicable y mágicamente en el canto XIII (658-659) para acompañar el cadáver de su hijo Harpalión.15 Aunque el bardo romano se indigna y arremete en contra de los copistas o intérpretes de la cítara que del error hacen una rutina (“ridetur chorda qui semper oberrat eadem”), Horacio vislumbra, probablemente, que lo constante es ese perpetuo errar a través de una infinidad de errores, donde el peligro es la infinitud, la razón del error es la infinitud. Así, el gazapo habitaría en uno mismo, “agazapado”, pero como una bestia hambrienta, de pronto saldría para traicionarnos. O bendecirnos. Porque, ¿cómo puede errar un poeta si no hay poeta, solo poema? Tanta buena poesía tiene un precio. Después de todo, como reza el proverbio hindú, no hay un prado perfecto hasta que no cae sobre él una hoja para romper su soberbia.

La inteligencia solo puede existir en un mundo en el que se cometen errores, en el que reina el error, insistía Paul de Man, seguramente, parafraseando a Nietzsche. Esta siempre yace escondida dentro de la equivocación, como la luz descansa oculta dentro de una sombra o la verdad dentro del error. Como nos ha enseñado la biología, una errata en la replicación del código genético es la que posibilita la variación entre miembros de una especie; y debido a esa diferenciación, la especie en su conjunto es capaz de adaptarse y sobrevivir. Una población pequeña y homogénea está sentenciada. Para cualquier especie, el error es lo que la mantiene viva y en permanente adaptación al cambio. Conscientes de la infinitud del yerro y de que su versión escrita es su microscópica cara, este libro asedia precisamente no solo su sombra, sino sus luces, lo de virtuoso, pero sobremanera, lo de fértil desde el punto de vista interpretativo que la incorrección entraña. Ante esta abundancia, cabe la advertencia de que pocos de los casos que aquí abordamos se examinan de manera suficiente, no digamos exhaustiva. En varios de ellos, nuestras fuerzas han alcanzado únicamente para exponer la evidencia y bosquejar un marco donde pudiesen ser contemplados. Ensayos, algunos impuros, mestizos, pero deseantemente proteicos, a los que hemos definido como asedios, incursiones, no necesariamente exitosas, al mundo del error escrito, pero que buscan comunicar a través de sus pisadas la pequeña inmensidad que albergan.

***

Como se verá, la selección es diversa, como diversas son las preocupaciones que se han abierto en cada ensayo. Aunque una parte significativa refiere a la escritura en tanto literatura de imaginación, abordando la obra de algunas autorías clásicas que convirtieron a la errata en su aliada, su obsesión, su némesis o su fantasma —como César Vallejo, Clarice Lispector, Neruda, Rosario Castellanos, Juan Ramón Jiménez, Eça de Queirós, Mary Ruefle, Cervantes, Shakespeare, Valery Larbaud, Machado de Assis, Nietzsche, entre una treintena—, estos asedios no se agotan ahí. Nos ha interesado darle porosidad y cierta apertura tanto referencial como histórico-contextual a buena parte de los problemas y casos que hemos seleccionado, entendiendo la errata —como bien promete el subtítulo de este libro— inscrita en la amplia pluralidad histórica, cultural y material de las prácticas escriturarias. Debido a ello, el lector se encontrará no solo con gazapos —enmiendas e invenciones— en códices y folios literarios, sino también, en biblias, textos jurídicos, mapas, grafitis callejeros, letreros emblemáticos del nazismo u otras escrituras expuestas, que conviven con un abanico complejo de tecnologías de producción escritural, arraigadas a una cosmovisión y a procedimientos que nos ayudan a comprender la poliédrica vida social de la errata: desde el cálamo a las virguerías del arte tipográfico; y de estas a la linotipia o la “esfera de escribir”. Tras estas tecnologías y la suma de materialidades anexas, convergen una serie de actores —amanuenses, copistas, correctores, cajistas, prensistas, editores, traductores, libreros, autores, programadores, entre otros— que nos resultaron esenciales para desentrañar tanto el yerro impreso en tinta o en bits, como el estatuto de la exactitud, habida cuenta que, como aventuramos en estos ensayos, tras cada error hay una verdad que sonríe. Consecuentemente, el lector podrá surcar a través de fuentes primarias (por ejemplo, el First folio de W. Shakespeare, la edición príncipe de El Quijote, incunables y post incunables sobre tipografía y corrección en el Renacimiento europeo, impresos novohispanos coloniales y diversos escritos de los siglos XX y XXI), las aguas de la construcción cultural y material del error en algunos regímenes escriturarios, desde su amplificación con la aparición de la imprenta, hasta los procesos, sujetos históricos, consecuencias y “usos” implicados en el campo de la creación literaria, científica, religiosa, fílmica o legal. Aunque son ensayos exploratorios, la obra tiene una serie de hallazgos investigativos, como un singular libro de erratas sobre las erratas salido de las prensas peruanas en el siglo XVII, erratas escasamente advertidas —aunque generativas—, en el First folio shakespeariano, el rol y resultados de las enmiendas realizadas por el nobel Camilo José Cela a la Constitución española a partir del análisis de los archivos de las sesiones constituyentes, o el impacto “textual” de ciertas prácticas de composición en las prensas de linotipia, entre varios otros. Al mismo tiempo, estos asedios no están exentos de algunos soplos teóricos que, aunque autolimitados, buscan domiciliar la reflexión más que en la crítica textual —o estemática—, en aquellas tradiciones de investigación sobre el mundo escrito que apuntan a que el conjunto de variantes y formas en que una pieza es publicada debe comprenderse como diferentes encarnaciones socio-históricas, por lo que en muchos sentidos, no es posible alcanzar un texto puro o primigenio que trascienda todas las variantes y sea fiel a la intención original de la obra o el autor. En esta dirección y desde el punto de vista interpretativo, los ensayos dialogan con los aportes de Donald McKenzie y Roger Chartier y con algunas obras que consideramos fundamentales en la literatura especializada sobre el tema, como las de Anthony Grafton, Jack Goody, Armando Petrucci, David Mckitterick, Francisco Rico, entre otras.

Por último, cabe mencionar el epílogo de este volumen. Al igual que esta introducción, ese apartado fue escrito a cuatro manos, teniendo como horizonte el desafío de nuestra disciplina madre, la antropología, que desde un comienzo nos inquiría, punzante, si era posible la errata en la alteridad radical, por ejemplo, en estelas o códices mayas, como el de Dresde, o en la escritura rongorongo rapanui. Las respuestas a este género de interrogantes resultaron en un asedio que, lejos de ser oclusivo y conclusivo, es una tímida incursión a un universo casi inescrutable, en busca de rastros e indicios sobre la noción de error —su inexistencia o su ilusión— en la variabilidad cultural, acudiendo para ello a algunos casos de contacto con escrituras no alfabéticas con la esperanza de insinuar los posibles bordes del gazapo más allá de nuestro pensamiento domesticado por la tipografía. Un capítulo final —sabrán disculparnos— algo más abultado debido a los imperativos contextuales para describir, aún grosso modo, sistemas escriturales completos y así poder ingresar con nuestras preguntas. Esperamos que este final ensanche las interrogantes y, sobremanera, aliente otras incursiones interpretativas.

***

Como en toda factura de un libro, muchas son las manos, los ojos y la generosidad que participan en su creación. A veces por genuina curiosidad o entrañable amistad, esta obra despertó el entusiasmo entre muchos de nuestros cercanos y recibimos hasta pocos días antes de colocarle el punto final pistas espontáneas que nos hicieron dudar si investigar y escribir en un segundo tomo gaffes en otros géneros y soportes de la lengua, como, por ejemplo, aquellas provenientes de la canción popular a las que alguna noche aludiera la editora Paula Barría en compañía del poeta Sergio Parra y la fotógrafa Paz Errázuriz para recordarnos sobre la deslumbrante errata creativa que supuso la traslación de una de las baladas más emblemáticas del cantante brasileño Roberto Carlos, “Un gato en la oscuridad”, conocida por su coro como “el gato que está triste y azul”. Composición esta de Toto Savio y Giancarlo Bigazzi, escrita originalmente en italiano y llamada “Un gatto nel blu” —algo así como un gato con la noche de fondo—, que después descubrimos fue traducida al castellano por Buddy y Mary McCluskey para convertir el azul oscuro (blu) de la noche itálica, en azzurro, aquel azul claro del cielo, resultando en español un enigmático gato azul, quizás el felino más excéntrico y poético de la canción popular hispanoamericana y que, curiosamente, el mismo cantante jamás terminó de entender.16 Como este indicio proveniente del universo oral y, por cierto, escritural, recibimos muchos, pero nuestro empeño logró resolver apenas un puñado habida cuenta de los varios casos, de suyo complejos, en los que estábamos ya embarcados hacía tiempo. Por todo ello, queremos agradecer a amigos, colegas y especialistas que nos brindaron además de su entusiasmo y paciencia, consejos lingüísticos e históricos cuando la evidencia requería más precisión que especulación. Estamos en gratitud especialmente con Ricardo Mendoza, quien estuvo en los albores de este libro y nos acompaña cada miércoles en el café de siempre —a veces, junto a su hija Sabina—, no solo en la discusión de nuestros hallazgos, sino también, en desbrozar el tupido bosque de la cultura impresa. Igualmente, con Roger Chartier, Robert Darnton, Signe Klöpper, Andrés Anwandter, Leonardo Sanhueza, Cléo Araya Decante, César Soto, Verónica Zondek, Daniel Quiroz, Andrés Horn, Rafael López, Macarena Rojas y Gloria Alarcón, quienes han sido de una u otra forma parte, con sus destellos, corroboraciones bibliográficas, ayuda en las traducciones, ejemplos y soporte editorial, de las sucesivas idas y regresos en lo que fue nuestro prolongado trabajo de campo en la inmensidad del error escrito. Solo nos cabe añadir, para quienes se pregunten sobre su origen, que el título algo injurioso de este libro encuentra su explicación en uno de los capítulos del volumen; y por supuesto, como cabría esperar, damos absoluta fe de que este libro no contiene ninguna erata.

YGC & PAR

Valdivia, primavera de 2023.

Notas

1 Livio, M. (2013). Brilliant Blunders: From Darwin to Einstein-Colossal Mistakes by Great Scientists That Changed Our Understanding of Life and the Universe. New York, Simon & Schuster.

2 En Chile y Perú y según la RAE, error en lo que se habla o se escribe (N. del E.).

3 En español circulan desde hace tres décadas dos breves libros compilatorios sobre erratas: Vituperio (y algún elogio) de la errata, de José Esteban (Sevilla, Ediciones Espuela de Plata, 2013), y Helarte de la errata, de Carlos López (México, Editorial Praxis, 2005). A estos habría que agregar un pequeño ensayo de Julio Montañés, publicado bajo el título de Tutivillus. El demonio de las erratas (Madrid, Turpín Editores, 2015).

4González, Y. (2022). “God Shave the Queen. Erratas, demonios y nueva Constitución”, Palabra Pública, N° 27, pp. 28-29.

5Chartier, R.; Araya, P. y González, Y. (2022). El pequeño Chartier Ilustrado. Buenos Aires, Ampersand.

6 Jalón. M. y Colina, F. (2000). Los tiempos del presente. Diálogos. Valladolid, Cuatro, pp. 119-120.

7 En nuestra lengua, véanse, por ejemplo, las obras de Daniel Cassany (La cocina de la escritura, 2018), Pablo Valle (Cómo corregir sin ofender, 2017), José Martínez de Sousa (Diccionario de redacción y estilo, 2015), María Marta García Negroni (El arte de escribir bien en español, 2004) o la de Marcelo Di Marco (Taller de corte y corrección, 1998).

8 Aspectos que, por otra parte, en la academia anglosajona y francesa han comenzado a tematizarse recientemente. Véase, por ejemplo, Porée, M. y Alfandary I. (eds.) (2018). Literature and Error. A Literary Take on Mistakes and Errors. En Studies on Themes and Motifs in Literature, vol. 132; o libros como The Poet’s Mistake de McAlpine E. (2020) o el más divulgativo Printer’s Error. Irreverent Stories from Book History de Romney R. y Romney J. P. (2017). Además, mientras este libro era editado, apareció una obra colectiva liderada por Anthony Grafton —autor citado y relevante en nuestro trabajo— que lamentablemente no pudimos incorporar: Printing and Misprinting: A Companion to Mistakes and In-House Corrections in Renaissance Europe(1450-1650) (Oxford, Oxford University Press, 2023).

9 Darnton, R. (2014). La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa. México, Fondo de Cultura Económica, p. 225.

10 Véase por ejemplo, Doval, G. (2004). El Libro de los hechos insólitos. Madrid, Alianza.

11 Richard, L. (2010, 19 de abril). “Penguin cookbook calls for ‘freshly ground black people’”, The Guardian.

12 Martín-Arroyo, J. (2022, 20 de marzo). “La errata: un mal convertido en plaga en el siglo XXI”, El País. Una obra reciente alerta sobre el mismo fenómeno: Fernández-Quesada N. y Rodríguez-Rubio S. (2022). Detección y tratamiento de errores y erratas. Un diagnóstico para el siglo XXI. Madrid, Dykinson.

13 Moore, T. y Edelman, B. (2010). “Measuring the Perpetrators and Funders of Typosquatting”. En Financial Cryptography and Data Security, 14th International Conference, New York, pp. 175-191.

14 Horacio (2008). Sátiras, epístolas, arte poética. Introducciones, traducción y notas de José Luis Moralejo. Madrid, Gredos, p. 404.

15 Homero (1996). Ilíada. Traducción, prólogo y notas de Emilio Crespo Güemes. Madrid, Gredos, pp. 202 y 369.

16 Según el artista: “La canción fue escrita originalmente en italiano. Luego quise hacer la traducción en portugués, pero no la entendí. Después me hicieron la traducción al español que grabé… y tampoco entendí, porque ¿quién ha visto un gato azul?”, El Comercio de México, 16 de agosto de 2014. Véase https://www.milenio.com/espectaculos/roberto-carlos-comparte-anecdotas-en-concierto Visitado el 15 de julio de 2023.

PRIMERA PARTEIN CULPA ESTYANKO GONZÁLEZ CANGAS

CAPÍTULO I

DEMONIOS Y CONSTITUCIONES

Aún subsiste en los escombros de la prensa digital y las redes sociales una de las muchas invectivas mediáticas que la escritura de la nueva Constitución supuso para el statu quo en el Chile de la post rebelión social de 2019. La singularidad es que este ataque encontraba fundamento ya no en su contenido —“partisano”, “circense”, “chavista” o “indigenista”—, sino sobre algo tan básico como su continente, las propiedades de su escritura. Se trataba de un gazapo “ejemplar”, que ponía en evidencia la feble condición de escribas, de ilustrados o alfabetizados de las y los constituyentes. El error se convirtió en escarnio y argumento para proseguir alojando en la escucha social un arquetipo del convencional electo no solo como un energúmeno y totalitario, sino como un “ignorante” —como lo repitió un exsenador socialista—,1 incompetente hasta en las artes mínimas, como el escribir. Se trataba del artículo 116, en el que se expresaba equívocamente que la nacionalidad chilena se perdía por la “cancelación de la carta de nacionalización, salvo que se haya obtenido por declaración falsa o por fraude” (ver imagen 1).2 Gazapo que se explotaría como prueba irrefutable de lo mal que había quedado el nuevo texto constitucional. No pasó un par de días para que esta acusación “incontestable” se sumara a la lista de nuevos griteríos y bofetadas contra la propuesta de Carta Fundamental. A más de tres años del episodio y en perspectiva, persisten ahí, en la metabolización de la errata, las huellas indelebles del poder de la escritura y el poder sobre la escritura.

En el medioevo, antes de la invención de la imprenta y los oficios que de ella surgieron progresivamente, como el de corrector —que se hizo un alífero espacio entre el impresor y el editor—, las erratas eran atribuidas no al autor —toda autoría estaba inspirada por Dios, por descontado infalible—, ni menos al amanuense, mero instrumento divino, sino a un demonio: Tutivillus o Titivillus. Exculpados de antemano, no cabía falta ni pecado entre los escribas si una palabra desaparecía o en su lugar brotaba otra, algo que cambió de cuajo con el artilugio de Gutenberg. Un lapsus tipográfico —un olvido del “no”— al imprimir los Diez Mandamientos (“Cometerás adulterio”) arrojó los mil ejemplares de la llamada “Biblia maldita” (1631) a la hoguera, desató la furia de Carlos I de Inglaterra y acarreó un desgraciado destino de cárcel y castigos pecuniarios a los impresores reales Robert Barker y Martin Lucas. La modernidad, al parecer, comenzaba a olvidar a Tutivillus y no había excusa posible (“in culpa est”, solían decir los monjes de los scriptoria inculpando al diablillo). En sus apariciones tempranas, el nombre de este demonio hacía referencia a su papel como recolector de chismes y charlas ociosas en los servicios religiosos y, también, como un diablo recopilador de pecados, notario de las faltas de los seres humanos para ser invocados a la hora del juicio del alma. Pero sus labores —según nos cuenta Margaret Jennings, así como Charles Samaran y Jeanne Vielliard en tres trabajos clásicos sobre este ser maligno—3 se extendieron en la imaginería literaria y popular, y de mero actuario de pecados, se convirtió en un confundidor de copistas, leviatán de escribas. Como se sabe, la asociación entre escritura y malignidad está presente desde los albores del cristianismo, pues se le atribuyeron a Lucifer habilidades lingüísticas y literarias. De hecho, los libros medievales de magia o satanismo fueron conocidos como grimorios —alteración del francés grammaire, gramática—, por lo que una de las principales características atribuidas por el clero al demonio fue su carácter letrado. Consecuentemente, el predicado era rotundo: la escritura, en manos inadecuadas, era dictada por el mal.

Conscientes del poder de la grafía, la lectura y su peligrosa apropiación como instrumentos de dominio, las restricciones a estas prácticas conllevaban no solo la imposición de un límite a la proliferación de los discursos, sino también de una autoridad, un monopolio y control sobre los significados. Debido a ello, como nos recuerdan Armando Petrucci desde la historia o Jack Goody y Giorgio R. Cardona desde la antropología,4 históricamente los sectores y poderes dominantes han intentado coartar la capacidad de escribir a variados grupos sociales y culturales —por largos siglos a las mujeres y a las clases populares— y, al mismo tiempo, imponer el control sobre lo que se escribe a través de las muchas variantes de la censura. Es que la cultura escrita es inseparable de las acciones que la reprimen. Antes de la aparición del derecho de autor sobre su obra —documenta Roger Chartier—,5 la única afirmación visible de la identidad de la autoría fue su vinculación con la censura y la interdicción de textos considerados subversivos por las autoridades religiosas o políticas. Al parecer, la escritura tiene una capacidad peligrosa: posibilita sustraerse a la dominación masculina, a la de la Iglesia o a la subordinación de una clase o una casta. La capacidad de transformarse en un instrumento para cifrar y descifrar el mundo implica la posibilidad de resistencia al orden social, una des-sujeción del poder, entre otras múltiples razones porque al permanecer, el registro material del lenguaje se hace en gran medida incontestable, sin posibilidad de interpelación directa: lo escrito “hablará” siempre lo mismo, mientras exista. Debido a ello es por lo que en la amplia variabilidad histórica y cultural la escritura ha movilizado sagaces atenciones e intenciones por su control, su ocultamiento o destrucción.

En Occidente y más allá, la aparición de culturas escriturarias (cuneiformes, jeroglíficas, pictoglíficas, rúnicas, alfabéticas, entre tantas) supuso el dominio de cierta tecnología, procesos específicos de formación técnica e intelectual y un arduo aprendizaje que movilizaba capacidades cognitivas y razonamientos abstractos (“pensamiento gráfico” o “mentalidad gráfica”, al decir de Jack Goody). De tal modo que el dominio de la grafía tendían a ejercerlo unos pocos, de lo que se derivó una fuerte interrelación entre el lugar social del escriba y la propia práctica escrituraria, concentrada mayormente en minorías ubicadas en el centro del poder o cercanas al mismo (típicamente burócratas, sacerdotes, cortesanos o élites de diverso cuño), deviniendo así en una “segunda memoria” al servicio del poder; un espacio de elaboración de saber, de producción y reproducción ideológica y sociocultural que muchas veces profundizará las asimetrías y legitimará la dominación (bien lo testimonió Levi-Strauss en Tristes Trópicos),6 pero al mismo tiempo abonará una miríada de prácticas de escrituras divergentes, disidentes o resistentes, desde las autobiográficas, íntimas o cotidianas, a las expuestas (latrinalia, grafitis, blogs, facebook, wattpad, entre tantas), muchas veces en pugna por la visibilidad y legitimidad. Miradas en perspectiva, buena parte de estas constantes culturales no han dejado de operar, porque aunque en nuestra contemporaneidad occidental hayamos alcanzado inéditos niveles de alfabetización —incluyendo la digital—, la cifra de los que escriben —y se inscriben en el devenir de lo social—, y en los soportes acreditados para ello —algo axial—, es ostensiblemente menor a la de los que leen, transformándose los primeros en un grupo minoritario en el que descansa la producción y la organización del conocimiento social legitimado. Así visto, es probable que no aparezcan como excepcionales las virulentas reacciones al error contenido en el artículo 116 de la propuesta constitucional, pues estas escondían acaso una de las pulsiones más nítidas del señorío fáctico o expresivo desde los albores de la escritura y del propio proceso constituyente en Chile: desautorizar la escritura. El gaffe resulta, entonces, la oportunidad única de anular el todo por la parte y ejercer aquella doble superioridad moral que solo creen conseguir el gramático y el político cuando corrigen en la pizarra pública una tilde mal puesta o un solecismo en un Twitter.

Sin embargo, bajo el error del artículo 116, sus airadas secuelas y el intenso aroma a imposición de una suerte de escritura censitaria, subyace también la rémora medieval —y eclesial— de Tutivillus. A juzgar por lo que se ventilaba e hipaba en la prensa y las redes sociales, el nuevo texto constitucional era todo un gran gazapo, un libro de erratas acompañado de unos cuantos incisos, engendrado por un demonio escondido en la soberanía popular, que torcía los renglones de Dios, la familia, la unidad nacional y la propiedad. El diablo había metido su cola letrada en el texto porque sus escribanos-constituyentes eran él y lo mismo. Se trataba, entonces, de exorcizar a ese Belcebú popular, indígena, feminista, federalista, ecologista o animalista que se había apoderado y empoderado de escritura y de volverlo a su sitio: desde el pueblo que escribe al pueblo que suscribe. Así, aunque contradictorio, con el rechazo plebiscitario se cumple aquella regularidad en la historia de la cultura escrita: privar de inscripción e interpelación al orden social a determinados colectivos de la sociedad. Con este precedente a cuestas, no resulta extraño que “los bordes” constitucionales que erigió la clase parlamentaria chilena en el desangelado proceso de reemprender la elaboración de una nueva Carta Magna, no sean más que un cerco de cruces laicas para impedir que se cuelen los demonios de la escritura.

Imagen 1. Error en el Artículo 116 sobre nacionalidad y ciudadanía de laPropuesta Constitución Política de la República de Chile, Ediciones USACH, 2022, p. 40.

Aunque el narcisismo grupuscular, el exhibicionismo y la impericia política jugaron ciertamente en contra, al parecer algo se perdió, algo no se transfirió a la propuesta constitucional fallida. Una paradoja, pues tuvo una textualidad abundante, con arrestos de describirlo todo, saldando la deuda histórica de un país que no había tenido la oportunidad de reconocerse en el espejo de la escritura. Lo tipearon todo y se desataron todas las caligrafías, pero quizás no pudieron ver por el rabillo del ojo lo que quedaba fuera de los márgenes del cuaderno (una derecha económica y comunicacional que no perdonaría la insubordinación de los signos) y del encuadre: una fotografía ceremonial con el texto concluido y bellamente impreso, con la mayor parte de los poderes constituidos del Estado —y expresidentes de la República— excluidos. Así, sujeta al pánico moral y desguarnecida de notarios identificables y confiables para las generaciones mayores, no solo fueron las palabras las que zozobraron, sino los símbolos. La escritura que importa es la que es capaz de copiar la cara del que lee, decía Enrique Lihn. Es que el proceso estuvo sembrado de paradojas, muchas de ellas escriturales, incluyendo los casi siete millones de líneas verticales plantadas en la opción rechazo. Otra de estas se sitúa precisamente en los privilegios de la inscripción. Pasadas unas semanas, el exconstituyente Renato Garín —que fue un representante más que líquido, gaseoso en materia de adscripciones políticas— aseguró en una entrevista haber descubierto en el proceso que detrás del pueblo chileno movilizado “había un intolerante, poco educado, que lee poco y le cuesta debatir”; que la Convención fue solo una “experiencia literaria” y que había votado rechazo. Tal vez, con “experiencia literaria” intentó decir que en lo que se escribió en la propuesta de nueva Constitución no sucede nada, solo sucede el estilo. O que él intentó escribirla, pero las palabras no le obedecieron. O —como terminó sucediendo— que la Convención solo había alimentado su poder sobre la escritura y, como otros tantos ilustrados, se aprontaba a publicar un libro que protagonizaba él teniendo al proceso constituyente como decorado.

“Yo no escribo, corrijo”, aseguraba el guatemalteco Augusto Monterroso; “escribo mal, pero corrijo como los dioses”, abundaba el argentino César Fernández Moreno, ambos como queriéndole ganar la partida al demonio de la imperfección y los errores. Pero sabemos, por la abundante bibliografía del gazapo, que Tutivillus es un demonio travieso, indócil, y cuando parece que quiere arruinar, mejora. Cuenta la leyenda que hace casi un siglo este maligno se coló en una imprenta mexicana y en una edición príncipe cambió el nombre de una naciente casa editorial: pasó de llamarse “Fondo de Cultura Ecuménica” a Fondo de Cultura Económica. Y más atrás —y descubierta en el periódico cubano El Nuevo Regañón por José Lezama Lima—, donde debía decir “Un oído delicado es imprescindible a todo buen poeta”, Tutivillus se las arregló para que se publicara una verdad del oficio: “Un odio delicado es imprescindible a todo buen poeta”. El reconocido escritor republicano español Ramón J. Sender escribió en solo 23 días una de sus más conocidas novelas, Mr. Witt en el Cantón, publicada en 1936. Al parecer, la premura le hizo escribir “docenas de trompetas tocaban no se sabía dónde el himno inglés God shave the King” (“Dios afeite al Rey”). Desaparecida la primera edición y purgada la graciosa letra h en la versión de 1968, diversos autores y libros han extendido el equívoco de que la errata afeitaba a la reina y no al rey (God shave the Queen), duplicando el error, pero también perfeccionándolo. Está documentado históricamente que existieron muchas erratas intencionales, algunas buscando sortear juguetonamente la censura y otras, lisa y llanamente, usadas como navajazos políticos invisibles. Es en esta última tesitura en la que se inscribe la elaborada ácidamente por Voltaire y que confiesa en sus memorias. En dicha obra —que no publicó en vida—, además de narrar en tono íntimo los acontecimientos políticos más relevantes del siglo XVIII, perfila a diversos actores, desvelando sus relaciones con reyes, cortesanos y nobles mujeres ilustradas que le dieron cobijo. Muerto el cardenal de Fleury en 1743, el rey Luis XV —aconsejado por su amante, la duquesa de Châteauroux— se inclina por que Voltaire ocupe el lugar de este prelado en la Academia Francesa. No obstante, se encontró con la oposición del conde de Maurepas, a la sazón secretario de Estado, el que fue secundado activamente por el otrora obispo teatino de Mirepoix, Jean-François Boyer. Este último arguyó que era una ofensa a Dios que un laico sucediera a un cardenal. Extrañado —aunque un lugar en la academia no le quitaba el sueño—, el filósofo entiende que Boyer ha impuesto su voluntad. Tiempo después, y encomendado por la corona para acercarse a la corte del rey de Prusia para sondear sus intenciones en un posible escenario bélico, Voltaire usará como coartada la persecución de la que era objeto por el obispo teatino, escribiéndole al monarca prusiano sobre la necesidad de refugiarse “con un rey filósofo, lejos de las molestias de un fanático” deslizando, para mayor credibilidad del encono, el hecho de que Boyer acostumbraba a firmar como “l’anc. évêq. de Mirepoix” (antiguo obispo de Mirepoix), pero que su escritura era tan defectuosa que siempre se leía “L’ane de Mirepoix”, por lo que el exobispo de Mirepoix resultaba ser, en verdad, el “burro obispo de Mirepoix”.7 Probablemente, más anguladas resultan las que desde la oralidad recabó el perspicaz antropólogo e historiador Robert Darnton en los albores del colapso de la Alemania Oriental (RDA). Se trata de un error tipográfico en un libro de anatomía que, enigmáticamente y edición tras edición, ni los editores, ni los correctores notaban ni corregían. Este involucraba a un músculo de la nalga, el mayor músculo extensor del glúteo y cadera en los seres humanos, “Glutäus maximus”, que insistía en aparecer impreso como “Glutäus marxismus”.8 Enrevesada —y consistente con el complejo entramado institucional de la censura y autocensura literaria en la RDA—, Darnton insiste en que no me olvide de otra, aquella errata que había aparecido en un poema sobre la naturaleza y que en uno de sus versos aludía a un conjunto de jóvenes pájaros con Die Köpfe nestwärts gewandt (sus cabezas vueltas hacia el nido). No se sabe si por error o con furtiva intención, el cajista había cambiado “hacia el nido” por “hacia el oeste”, y el corrector, intuyendo el sacrilegio, se puso la venda antes que apareciera la herida política cambiando la frase por Die Köpfe Osten gewandt: “sus cabezas vueltas hacia el este”.

Debido a los usos del yerro incógnito y sus efectos diagonalmente pensados, bien se podría suponer que el propio Ramón J. Sender, republicano —su mujer y su hermano fueron fusilados por los nacionales—, se vengó muy oblicuamente de la derecha monárquica, aquella viuda de Alfonso XIII cuyo reinado unió su destino a la dictadura de Primo de Rivera, mandando a rasurar soberanos. Quién sabe. Es que desde la primera oleada de prosa de vanguardia no es fácil detectar si los presuntos errores son realmente deliberados o casuales, partiendo por el Finnegans Wake de James Joyce, donde, entre sus más de 600 páginas, asoman palabras de más de 100 letras y otras tantas inexistentes, que con los años han pasado a los diccionarios, como la bella “riverrun”, que combina “river” (río) con “run” (correr).

Con todo, uno se pregunta si cabe —aun en el último desvelo— hipotetizar sobre un cut paste malicioso y deliberado en el error que alteró la carne y el espíritu del artículo 116 del derrotado primer intento de contar con una nueva Constitución en Chile. Finalmente, no sería el primero o el último atentado tipográfico de cariz político. En una de las crónicas del escritor portugués Eçade Queirós contenidas en su libro Cartas desde Inglaterra9 (fue cónsul en Bristol y Newcastle), da un pormenorizado testimonio literario de la que parece ser una de las mayores confabulaciones políticas de Tutivillus con un cajista de imprenta en la época victoriana. Los favorecidos fueron los enemigos de Sir William Harcourt, reputado político y líder del partido liberal que llegara a ser ministro de Hacienda y del Interior de William Gladstone hacia 1880. Harcourt, de una gravedad y líneas solemnes y marmóreas —“como el busto de un César”, rígido e incapaz de sonreír—, profirió, según Queirós, un anunciado discurso en Mánchester, examinando los asuntos que más acuciaban a la Inglaterra de entonces (la anarquía en Irlanda, la intervención en Egipto, entre otros tantos). El augusto periódico The Times solía organizar meticulosamente la cobertura de estos acontecimientos, pues tenía una célebre sección donde se reproducían los mejores discursos públicos de la semana. De tal modo —detalla el escritor portugués— que la alocución del ministro fue taquigrafiada por el personal del diario en Mánchester, telegrafiada al The Times en Londres y leída y compuesta por los redactores. Seguidamente, fue revisada y releída una y otra vez por el secretario de Harcourt, para instalarla definitivamente en la sábana del periódico. Ya dispuesto a pasar a las prensas y en un descuido de la vigilancia, alguien velozmente arrancó de la caja de composición una decena de líneas sustituyéndolas por otras, preparadas con anterioridad y destinadas a demoler la imagen pública de Harcourt y su partido, el liberal. En su discurso, el ministro acusaba a los conservadores de dramatizar sobre los supuestos peligros que bajo el régimen liberal corrían los valores monárquicos y la integridad de Inglaterra. En su filosa oratoria, el ministro espetaba “¿A qué vienen esos gemidos? ¿A qué esa exageración de la tristeza pública? Seguramente la cuestión de Irlanda y la de Egipto son graves; pero el Gobierno de Su Majestad sabe que las soluciones provechosas y gloriosas no tardarán en surgir...”, etc., etc. Precisamente allí, cuenta Queirós, se introdujo el sabotaje tipográfico, haciendo decir a Sir William: “Yo, por mi parte, estoy contento. Me encuentro hasta capaz de una bella locura... En efecto, ¿por qué no nos hemos de entregar a una rica juerga, con vino y mujercitas? ¡Oh, las mujercitas!... ¡Señoras que me escucháis, tirad sombreros y vestidos, y a juerguear y a correr un rico guateque! ¡Evohé! ¡Viva el libertinaje! ¡Ole, venga champagne!... ¡Abracémonos, deliremos!”. El atentado fue descubierto en la redacción del The Times a las once de la mañana. Ya era tarde. El periódico ya estaba distribuido en Londres, había llegado por trenes a todas las provincias y, por el puerto de Dover, a toda Europa.

Pero volvamos a ese miedo pánico a perder el control de la escritura y quedémonos en España. Si la propuesta de la Convención Constitucional en Chile tuvo asesoría lingüística —la de la especialista Claudia Poblete— y una apurada comisión de armonización para desparasitarla de los piojos del idioma, hacia 1978 los convencionales hispanos tuvieron en el ex censor franquista del Ministerio de Información y posterior Premio Nobel de Literatura, Camilo José Cela, su particular cancerbero de la lengua. El rey de España lo había designado como senador real y, en su calidad, se sumó a un nutrido grupo de parlamentarios constituyentes elegidos por sufragio universal para la redacción de una nueva Carta Magna que reinaugurara la democracia peninsular. Se publicitó, obviando sus filias con la derecha, que al nombrar a Cela, Juan Carlos I tenía en mente la misión de acicalar, embellecer y dar boato al texto constitucional. Al revisar los archivos del diario de sesiones del Senado español descubro que Cela presentó casi unas cincuenta enmiendas. En algunas —de gran simbolismo—, logró concitar la mayoría, como en el artículo 4 sobre la bandera. Aparte de impugnar la redacción del artículo, propuso sustituir la palabra “gualda” por la llana y más conocida “amarillo”. “Gualda, evidentemente, es castellano” —dijo Cela— “aunque de origen bárbaro (...) Yo creo que fue la silabación del autor del texto del famoso cantar (‘Banderita tú eres roja, banderita tú eres gualda’) [la responsable], que si hubiera dicho amarilla le hubieran sobrado dos sílabas, lo que nos llevó, puesto que está en el oído de todos, a usar esta determinación”.10