El árbol de las revoluciones - Rafael Rojas - E-Book

El árbol de las revoluciones E-Book

Rafael Rojas

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Beschreibung

Una síntesis magistral de la pasión revolucionaria y sus fracasos en América Latina Un recorrido por las diez revoluciones latinoamericanas del siglo xx: la mexicana (1910-1940), la nicaragüense de los años veinte, la cubana de los treinta y la de 1959, el varguismo brasileño, el peronismo argentino, la guatemalteca (1944-1954), la boliviana de 1952, la chilena (1970-1973) y la sandinista en 1979. Traza un perfil desapasionado de sus principales dirigentes (Augusto César Sandino, Emiliano Zapata, Francisco Villa, Venustiano Carranza, Getúlio Vargas...). Recoge las ideas en las que abrevaron de José Vasconcelos a José María Mariátegui, pasando por Rómulo Gallegos o José Ingenieros.

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El árbol de las revoluciones

TURNER NOEMA

El árbol de las revoluciones

El poder y las ideas en América Latina

Rafael Rojas

Título:

El árbol de las revoluciones. El poder y las ideas en América Latina

© Rafael Rojas, 2021

De esta edición:

© Turner Publicaciones SL, 2021

Diego de León, 30

28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: septiembre de 2021

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Moss-Covered Log (acuarela), Hermann Ottomar Herzog, 1831-1932

© Metropolitan Museum of Art

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

ISBN: 978-84-18895-02-9

eISBN: 978-84-18895-76-0

DL: M-20306-2021

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

[email protected]

ÍNDICE

Prólogo

introducción.El siglo de la revolución

Primera parte

iLos últimos republicanos

iiHaya, Mella y la división originaria

iiiMariátegui y la revolución socialista

ivVariantes del nacionalismo revolucionario

Segunda parte

vDos intelectuales del populismo clásico

viDos líderes del populismo cívico

viiDe la revolución democrática

Tercera parte

viiiEl concepto de revolución en Cuba

ixEntre Guevara y Allende

xNicaragua y el ocaso de las revoluciones latinoamericanas

bibliografía

Prólogo

De Alexis de Tocqueville a Eric Hobsbawm, historiadores de muy distintas preferencias teóricas e ideológicas han caracterizado las revoluciones como fenómenos que desafían la imaginación del pensamiento moderno. Toda revolución es un proceso de aceleración del cambio histórico que, sin embargo, preserva o acentúa aspectos del antiguo régimen. Es por ello que en el curso de una revolución, por radical que sea, se producen movimientos de reversa que no logran detener, aunque sí interrumpir, la marcha del cambio.

Ese carácter paradójico de las revoluciones fue advertido por Hobsbawm en su famosa polémica con Hannah Arendt en 1965. La filósofa había publicado el influyente ensayo Sobre la revolución (1963), donde establecía un paralelo entre las revoluciones americana de 1776 y francesa de 1789, desfavorable a la segunda. Arendt comparaba ambas revoluciones a partir de un mecanismo que a Hobsbawm le parecía demasiado abstracto: la “emergencia de la libertad”. Pero Hobsbawm insistía en que las revoluciones eran fenómenos ambivalentes, siempre “envueltas por un halo de esperanza y desilusión, de amor, odio y temor. De sus propios mitos y de los de la contrapropaganda”.1

La observación del historiador marxista británico es importante para articular una reflexión sobre la tradición revolucionaria latinoamericana del siglo xx. Hay pocas dudas de que esa tradición revolucionaria existió entre 1910 y 1980, pero persisten muchas incógnitas sobre su curso. Hablar de una tradición revolucionaria en la historia social y política de América Latina y el Caribe en la pasada centuria supone estar de acuerdo en que la misma no fue lineal ni homogénea.

E. P. Thompson habló de dos “modelos” de revoluciones modernas, la “cataclísmica” y la “evolutiva”.2 En el siglo xx latinoamericano y caribeño tuvieron lugar unas y otras: la mexicana, la cubana y la nicaragüense resultaron de insurrecciones armadas y emprendieron profundos cambios del orden social desde el poder; otras, como las del populismo clásico, fueron híbridas, y otras más, como la chilena de Salvador Allende y Unidad Popular (UP), intentaron ser gradualistas.

Hablar de tradición, en medio de la heterogeneidad de discursos y prácticas de aquella cultura política revolucionaria, es posible en buena medida por el sentido de pertenencia a una historia común que experimentaron la mayoría de los protagonistas individuales y colectivos de aquellos procesos. La certidumbre de formar parte de proyectos que trascendían el ámbito nacional y se confundían con la propia historia latinoamericana y caribeña fue decisiva para el itinerario de un legado que muchos reclamaron durante un siglo.

La pregunta por esa tradición obliga a recorrer sus momentos de auge y decadencia, de ascenso y disgregación. A simple vista, es fácil advertir que entre 1910 y 1940, la cultura política revolucionaria vivió un apogeo relacionado con los procesos de cambio en México, pero también en países más lejanos como la Unión Soviética y China, que tuvieron impactos diversos en el contexto latinoamericano. Luego, durante los años de la Segunda Guerra Mundial y de la primera década de la Guerra Fría, se observa un declive de los movimientos revolucionarios como consecuencia de factores tan disímiles como el paso de los partidos comunistas al reformismo, la emergencia de las izquierdas populistas y la entronización del macartismo.

Aquel declive coincidió con los primeros diagnósticos sobre el “fin” o la “muerte” de la revolución (Jesús Silva Herzog, Daniel Cosío Villegas, José Ezequiel Iturriaga, Leopoldo Zea…), que abrieron un intenso debate dentro del campo intelectual y la clase política mexicana en el arranque de la Guerra Fría.3 Mientras se reproducía el enunciado del agotamiento del fenómeno revolucionario mexicano, combatido por el discurso oficial del partido hegemónico, el anticomunismo calaba en amplios sectores de las sociedades latinoamericanas.

La depresión del ideal revolucionario, que se observa tras el derrocamiento del Gobierno de Jacobo Árbenz en Guatemala y el golpe de Estado contra Juan Domingo Perón en Argentina, llevó al ensayista venezolano Mariano Picón Salas a decir en 1958 que las revoluciones estaban de salida en la historia de América Latina.4 El “revolucionarismo” era una actitud intelectualmente equívoca y perezosa que conducía a dar un nombre ennoblecedor a cualquier cambio brusco de Gobierno, fuera por un golpe de Estado o una insurrección popular. Al año siguiente, con la entrada de Fidel Castro en La Habana, el concepto de revolución logró su mayor esplendor desde la caída de Porfirio Díaz en 1911. Hasta Arnold J. Toynbee, el sereno historiador de la London School of Economics, llegó a pensar que la revolución era la forma histórica por antonomasia de la civilización latinoamericana y caribeña.5

El segundo gran momento de expansión del ideal revolucionario en América Latina puede enmarcarse entre 1959, cuando triunfa la Revolución cubana, y 1979, cuando los sandinistas derrocan la dictadura de Anastasio Somoza en Nicaragua. Fue aquel un nuevo periodo de in­­ter­­nacionalización de proyectos revolucionarios en el contexto de la Gue­­rra Fría, pero también de irreductible diversidad en la teoría y la práctica de la revolución latinoamericana. Nada más habría que recordar que en aquellas dos décadas tuvieron lugar las guerrillas guevaristas y la vía chilena al socialismo de Salvador Allende, los militarismos izquierdistas de los Andes y la lucha armada urbana en el Cono Sur.

Este libro recorre muchos movimientos revolucionarios y populistas del siglo xx latinoamericano. Algunos como el aprista en Perú, el gaitanista en Colombia o el chibasista en Cuba no llegaron al poder. Otros, como el primer sandinismo nicaragüense o la Revolución cubana de 1933 se vieron rápidamente frustrados. En sentido estricto, el volumen recorre diez revoluciones: la mexicana de 1910 a 1940, la nicaragüense de los años veinte, la cubana de los treinta, el varguismo brasileño, el peronismo argentino, la guatemalteca de 1944 a 1954, la boliviana de 1952, la cubana de los sesenta, la chilena de 1970 a 1973 y la sandinista que triunfó en 1979. Diez revoluciones en un siglo, que hicieron del estilo revolucionario el motor de la historia continental.

Josep Fontana definió la historia del mundo a partir de 1914 como el “siglo de la revolución”.6 La definición no podría ser más precisa para la parte de ese mundo que constituyen América Latina y el Caribe desde 1910. Sin embargo, esa tradición parece haber llegado a su fin en las últimas décadas del siglo xx. Con las transiciones a la democracia desde diversos regímenes autoritarios, en los años finales de la Guerra Fría, las reglas del juego político cambiaron en la región. Todas las izquierdas que llegaron al poder desde entonces lo hicieron por vías democráticas y no propusieron una dislocación de la sociedad como la practicada en el siglo xx.

Si algo demuestran las más recientes experiencias de la izquierda gobernante latinoamericana, desde Hugo Chávez hasta Andrés Manuel López Obrador, es que la tradición revolucionaria del siglo xx puede ser simbólicamente aprovechada desde las democracias del xxi. Pero una vuelta a la destrucción del orden social y a la refundación del sistema político parece descartada por las izquierdas hegemónicas. La democracia, con todos sus límites y todas sus impugnaciones, establece cauces institucionales y legales para el cambio social. En ese horizonte, la revolución, como método y espíritu, pierde presencia después de un siglo de apabullante protagonismo.

Un efecto distorsionante de la caída del muro de Berlín y la hegemonía neoliberal de fines del siglo xx fue que se asumió la transición a la democracia como rebasamiento de las coordenadas de la cultura política revolucionaria. Como pudo verse en la primera mitad década del siglo xxi, la aspiración a un desahogo democrático de demandas de igualdad económica, justicia social y soberanía nacional sigue estando viva en la izquierda latinoamericana. El fracaso de tantos proyectos inscritos en esa tradición, por sus propias derivas autoritarias o por la reacción implacable de la derecha, no hace más que confirmar la vigencia del ideal de las revoluciones democráticas en el siglo xxi.

La Condesa, Ciudad de México,

Navidades de 2020

1Hobsbawm, 2017, p. 283.

2Thompson, 2016, pp. 353-357.

3Ross, 1972, pp. 25-60.

4Picón Salas, 1958, p. 42.

5Gaos, 1962, p. 7.

6Fontana, 2017, pp. 11-13.

introducción

el siglo de la revolución

En un conocido pasaje de La rebelión de las masas (1929), José Ortega y Gasset, pensando en Europa, aseguraba que el xix había sido el siglo de la revolución.1 Ya para entonces, fines de los años veinte, la atracción juvenil por el bolchevismo se había disipado y el filósofo español observaba que la idea noble de revolución, en la Italia de Mussolini o en la Rusia de Stalin, se convertía en “el perfecto lugar común”.2 No pensaba, desde luego, Ortega –como décadas después lo haría el marxista británico Eric Hobsbawm– en América Latina, donde comenzaba a escenificarse lo contrario: la idea y la creencia en la revolución, no como interrupción, sino como aceleración de la historia, como lógica del cambio total, económico, social, político y cultural de una sociedad.3 Es evidente, como ha sostenido Alan Knight y otros historiadores, que entre 1910 y 1940, el tipo de revolución que se produjo en México no fue marxista o socialista, pero fue “real”.4 El concepto de revolución que asumieron sus actores, en muchos casos, fue leninista sin saberlo, fabianamente leninista, por así decirlo.

La tradición liberal del siglo xix (Constant, Tocqueville, Stuart Mill…), como advirtiera Norberto Bobbio, aceptaba la idea de la revolución como cambio gradual de un orden social y político.5 Desde las primeras líneas del célebre Discurso sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos (1819), Constant llamaba “feliz” a la Revolución de 1789, por su resultado a la larga de un Gobierno representativo en Francia, aunque deploraba sus “excesos”, aludiendo no solo al jacobinismo, sino también al bonapartismo. En América Latina, como ha ilustrado Antonio Annino, la historiografía deci­­monónica sobre las revoluciones de independencia (Mier, Alamán, Mora, Lastarria, Bello, Mitre…) reprodujo aquella idea antijacobina de la revolución, estableciendo analogías entre el terror y los momentos de mayor violencia antiespañola.6 Para fines del siglo xix, la idea de revolución que predominaba en la región estaba asociada a la revuelta, el levantamiento militar o, incluso, a un proceso de reformas desde el Estado, y no con el cambio del orden social y político.

Revoluciones eran, como advirtió el pensador argentino Ezequiel Martínez Estrada, en México, la de Tuxtepec en 1876; en Argentina, la del Parque en 1890, y en Chile la antibalmacedista o “guerra civil” de 1891: las tres, sublevaciones militares o cívicomilitares contra un Gobierno legítimo.7 Mucho más cercanos al concepto de revolución, como cambio del orden social y político y no como remoción violenta de un Gobierno, fueron el golpe militar republicano de 1889 en Brasil o la última guerra de independencia cubana, que no reclamaron plenamente para sí el término de revolución. José Martí en Cuba y Ruy Barbosa en Brasil dotaron aquellos movimientos republicanos y abolicionistas de un sentido revolucionario, pero la mayoría de los actores y líderes de esos procesos se imaginaban parte de un quiebre del régimen colonial que no removería la estructura social más allá del trán­­sito al trabajo libre de millones de esclavos.

El liberalismo latinoamericano del siglo xix legó dos maneras de conceptualizar la revolución: como revuelta o como reforma. El primer concepto significaba la vía violenta o insurreccional de acceso al poder; el segundo, la aplicación de medidas de modernización social desde el Estado constituido. En el México del siglo xix, los mayores intentos de transformar la sociedad posvirreinal, el de Mora y Gómez Farías en los años treinta y el de Juárez y Ocampo en los cincuenta, se autodenominaron “reformas”. A principios del siglo xx, los proyectos de Carlos E. Restrepo en Colombia e Hipólito Yrigoyen en Argentina asumían la terminología revolucionaria desde un punto de vista reformista y republicano que demandaba poner fin al militarismo y el autoritarismo de la región. En noviembre de 1910, en México, esa manera latinoamericana de entender la revolución cambió en ambos sentidos: como asonada o golpe y como reforma o transformación desde arriba. A partir de entonces, en América Latina comenzará a circular un ejemplo histórico de revolución que era, a la vez, una insurrección popular y un vuelco al orden social y político de una típica república de orden y progreso.

la revolución con mayúscula

Siempre vale la pena regresar a los escritos políticos de Lenin entre las revoluciones de febrero y agosto de 1917, en Zúrich o en Petrogrado, y al ensayo El Estado y la revolución (1917) que escribió en aquel verano en su último exilio en Finlandia. Allí esbozaba la existencia de una lógica o, más bien, una dialéctica revolucionaria a través de dos o más fases.8 Con la Comuna de París y los textos de Marx y Engels sobre aquel proceso a la vista, el líder bolchevique suponía que la etapa demócrata burguesa de la Revolución rusa sería rebasada por otra, socialista, impulsada por los soviets de obreros, campesinos y soldados y el partido bolchevique. El tránsito socialista respondía a un curso natural que Lenin creía descifrado en los textos de Marx y Engels y en la propia historiografía liberal sobre la Revolución francesa. No en balde establecía equivalencias entre los bolcheviques y los jacobinos y catalogaba el golpe de Kornílov como “bonapartismo”. En Lenin el concepto de revolución correspondía a la experiencia de un sujeto metahistórico.9

Pero la Revolución con mayúscula, a pesar de tener un camino teóricamente trazado, requería de la voluntad y la inteligencia de los bolcheviques para triunfar, ya que se trataba de “un viraje brusco en la vida del pueblo”.10 Este viraje que implicaba una aceleración de la historia: “En tiempos revolucionarios millones y millones de hombres aprenden en una semana más que en un año entero de vida rutinaria y soñolienta”.11 Edward Hallet Carr, François Furet y otros historiadores abusaron de aquella analogía entre jacobinismo y bolchevismo, dando pie al equívoco de la “revolución congelada” que estudiara Ferenc Fehér en los años ochenta. La idea de la Revolución rusa, tanto de Lenin como de Trotski, integraba las dos revoluciones, la de febrero y la de octubre, y no remitía al antecedente del terror, sino al de la Con­­vención republicana de 1792 y a la Comuna de París.12 En todo caso, al articular un concepto metahistórico de revolución, que rebasaba y a la vez integraba las propias corrientes internas rusas –demócratas constitucionalistas, mencheviques, anarquistas, socialdemócratas–, el bolchevismo favorecía un análisis anatómico del fenómeno revolucionario como el que emprendería en los años treinta el historiador británico Crane Brinton.13

Reinhart Koselleck sostiene que luego de 1789 en Francia, la revolución, además de como un concepto, empezó a operar como una metáfora del lenguaje político moderno. A partir de entonces, la revolución fue una “necesidad histórica”, un “agente autónomo”, un “actor histórico mundial”, un “genio”.14 Lenin lo dirá con un proverbio ruso: “Echa a la naturaleza por la puerta de la casa y entrará por la ventana”.15 En México, esa construcción semántica arranca cuando diversos movimientos regionales, con bases sociales, liderazgos y programas específicos, como los de Pascual Orozco en el norte y Emiliano Zapata en el sur, respaldan el Plan de San Luis Potosí y el levantamiento antirreeleccionista de Francisco I. Madero y luego se oponen al primer Gobierno revolucionario. Los manifiestos antimaderistas de fines de 1911 o principios de 1912, el de Tacubaya de Emilio Vázquez Gómez, el de Ayala de Emiliano Zapata o el de Ciudad Juárez de Pascual Orozco, marcan el momento en que el concepto de revolución se vuelve una entidad metahistórica.

El Plan de San Luis Potosí mencionaba varias veces la palabra revolución para asociarla al significado de ‘insurrección’ y la R mayúscula que se reiteraba era la de República. Pero en aquellos documentos antimaderistas sí aparece, desde las primeras líneas, la poderosa metáfora de la Revolución con mayúscula.16 Vázquez Gómez hablaba de una “Revolución gloriosa del 20 de noviembre…, frustrada” por Madero: primera presencia, tal vez, del tópico de la revolución traicionada en México.17 Los zapatistas también desconocían a Madero como “jefe de la Revolución”, que escribían con mayúscula, pero adjetivaban la nueva revolución como Revolución Libertadora, que compartían con los orozquistas y que pronto comenzará diferenciarse regionalmente como “Revolución del Sur y Centro de la República”, según la Ley Orgánica de noviembre de 1911.18 Es Orozco, en sus manifiestos de marzo de 1912 quien formula de manera cabal la metaforización del concepto. El líder norteño hablaba de una “revolución maderista”, con minúscula, que había sido dejada atrás por la “gran revolución de principios y a la vez de emancipación” que había triunfado en Ciudad Juárez y que, luego de la traición de Madero, “va hacia delante”.19

El lenguaje político de Madero era profundamente republicano, así como el de Carranza, en el Plan de Guadalupe, era constitucionalista. El concepto central de aquel breve documento carrancista no era la república o la revolución, sino la Constitución. Madero era el presidente constitucional legítimo, derrocado y asesinado por el traidor Victoriano Huerta; el nuevo Ejército se llamaría Constitucionalista y su líder, el gobernador constitucional del estado de Coahuila, Venustiano Carranza, asumiría el título de primer jefe del Ejército Constitucionalista.20 Es sabido que algunos firmantes del Plan de Guadalupe (Lucio Blanco, Jacinto B. Treviño, Rafael Saldaña Galván, Francisco J. Múgica y Aldo Baroni) conminaron a Carranza a que incorporara al texto algunas reformas sociales en materias agraria y obrera, pero el líder insistió en que era preciso limitarse al legitimismo constitucionalista para derrocar a Huerta.21

En un manifiesto de Zapata, el 4 de marzo de 1913, pronunciado desde Morelos, el líder sureño presentaba el cuartelazo de Huerta como el origen de una tercera dictadura, que continuaba la de Díaz y la de Madero, y que se “burlaba de la revolución”, de sus “ideales” y de sus “frutos”.22 Cosa que, al decir de Zapata, “no permitirá ni tolerará” la propia revolución, que “no depondrá las armas hasta no ver realizadas sus promesas y luchará con esfuerzo titánico hasta conseguir las libertades del pueblo, hasta recobrar las usurpaciones de tierras, montes y aguas del mismo y lograr por fin la solución del problema agrario”.23 En el zapatismo se producía la sinécdoque más poderosa, en la disputa por el sentido de la Revolución mexicana: una revolución que seguía siendo la originaria de 1910, cuyo proyecto de “Reforma Política y Agraria”, también con mayúsculas, la definía ideológicamente.

Como ha sugerido recientemente Ignacio Marván, el constitucionalismo del movimiento carrancista, referido a la Constitución de 1857, tampoco era ajeno a la demanda de reforma agraria, social y política.24 Desde sus orígenes, en 1913, el carrancismo incluyó, junto con la restauración del texto de 1957, una voluntad reformista que muy pronto giró a favor de un nuevo proceso constituyente. Esto explica que, primero, la Convención de Aguascalientes y, luego, el Congreso Constituyente de Querétaro demostraran que, en nombre de la revolución originaria de 1910, podía articularse una demanda de síntesis ideológica del programa revolucionario mexicano. Más allá de las evidentes diferencias entre cada corriente interna, ese programa logró plasmarse con nitidez en la Constitución de 1917 y en la política de los primeros Gobiernos posrevolucionarios, especialmente con Álvaro Obregón entre 1920 y 1924 y con Lázaro Cárdenas entre 1934 y 1940. La idea de la Revolución mexicana que se difundió con tanta intensidad en América Latina en la primera mitad del siglo xx fue esa: la de un movimiento popular que aplicaba una reforma agraria desde premisas comunales, establecía el dominio público sobre los recursos energéticos, alfabetizaba y elevaba el nivel educativo de la población, respetaba la autonomía universitaria, distribuía derechos sociales, afirmaba la soberanía de la nación e introducía un laicismo anticlerical en las relaciones entre el Estado y la Iglesia.

En la mayoría de los países latinoamericanos, ese programa, especialmente en la versión compacta del artículo 27, esto es, la reforma agraria comunal y la propiedad nacional sobre el subsuelo, circuló como emblema de la ideología revolucionaria. Emblema que, como sostienen los estudios de Guillermo Palacios, Pablo Yankelevich y María Cecilia Zuleta, lo mismo activó gestiones de solidaridad con México en tiempos de la dictadura de Victoriano Huerta y alentó peregrinajes o exilios como los de Manuel Baldomero Ugarte, Víctor Raúl Haya de la Torre, Julio Antonio Mella y Aníbal Ponce, que propiciaron la instalación de la experiencia mexicana como paradigma del cambio social.25 Los populismos de mediados del siglo xx también echaron mano de aquel paradigma, pero en la mayoría de los casos desecharon el sentido comunal del agrarismo mexicano.

La idea de la revolución viajó de México al Brasil de Vargas y a la Argentina de Perón, arraigó en el aprismo peruano y su poderosa influencia en las izquierdas no comunistas de los Andes y el Cono Sur, y articuló los movimientos nacionalistas revolucionarios en Centroamérica y el Caribe hasta 1959. Lo mismo por vía insurreccional, como en los casos de Sandino y Farabundo Martí en Nicaragua y El Salvador, en los años veinte y treinta, o de las organizaciones vinculadas a la Legión del Caribe en los cuarenta, que a través de movimientos cívicos y electorales como los de Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz en Guatemala; Víctor Paz Estenssoro y el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en Bolivia; Jorge Eliécer Gaitán en Colombia, o Eduardo Chibás en Cuba, toda la ideología revolucionaria latinoamericana estuvo poderosamente endeudada con el México de la primera mitad del siglo xx.

Aunque coincidió temporalmente con el varguismo en Brasil y el arranque del peronismo en Argentina, el cardenismo mantuvo el efecto multiplicador de la cultura política revolucionaria hasta bien entrada la Guerra Fría. La reactivación del reparto ejidal, la nacionalización ferroviaria y petrolera, el voto femenino, la solidaridad con la República española y el asilo a León Trotski, a la vez que generaban no pocas tensiones con la izquierda comunista, alentaron el nacionalismo revolucionario, sobre todo en la región de Centroamérica y el Caribe, como se constata la experiencia guatemalteca y cubana de los años cincuenta.26 El varguismo y sobre todo el peronismo también ejercieron una poderosa atracción sobre la juventud latinoamericana a fines de los cuarenta y durante todos los cincuenta, como se observa en Venezuela, Colombia o Cuba.

de méxico a cuba

La Revolución cubana de 1933 fue uno de los tantos procesos inspirados por el México revolucionario. Sus líderes, Ramón Grau San Martín, Fulgencio Batista y Antonio Guiteras admiraban al gran país vecino. En sus viajes a México, Batista se reunía con Lázaro Cárdenas y se presentaba como defensor en la isla de las ideas de Querétaro. La influencia de la Revolución mexicana se constata hasta bien entrados los años cincuenta en Cuba, durante la etapa insurreccional de la lucha contra la dictadura. En la Constitución de 1940 y en los programas de los dos principales partidos de la oposición al régimen batistiano, el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) (PRC) y el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) (PPCO), la ideología predominante era un nacionalismo revolucionario muy parecido al del Partido Revolucionario Institucional (PRI). La cúpula de ambos partidos y sus juventudes, dentro de las que se encontraban líderes de las dos principales organizaciones revolucionarias de los cincuenta, el Movimiento 26 de Julio (M-26-7) y el Directorio Revolucionario Estudiantil (DRE), como Fidel Castro y José Antonio Echeverría, vivió exilios o breves residencias en México.27

Comparada con la mexicana, la cubana de los cincuenta fue una revolución menos heterogénea. El liderazgo de las guerrillas de la Sierra Maestra y el Escambray era fundamentalmente de clase media urbana, mientras que las bases de los pequeños comandos armados, que nunca rebasaron los tres mil hombres, eran campesinas. La Revolución cubana se vuelve un fenómeno de masas luego del triunfo de enero de 1959, cuando los sindicatos se vuelcan a las tareas revolucionarias, se crean las milicias, la reforma agraria involucra a la mayoría del campesinado y la Campaña de Alfabetización politiza a la pequeña burguesía que no intervino en la insurrección. Si la fase insurreccional de la Revolución cubana duró apenas dos años, entre enero de 1957 y enero de 1959 –en el Escambray, la guerrilla arrancó en febrero de 1958, luego del desembarco de las tropas de Faure Chomón en Nuevitas–, el periodo de construcción del Estado socialista puede enmarcarse entre 1960 y 1976.28

Desde un punto de vista ideológico, los programas del M-26-7 y el DRE no se diferenciaban sustancialmente de los de los partidos PRC y PPCO. La radicalización socialista o marxista-leninista también es un fenómeno posterior a la victoria de enero de 1959, en medio de la confrontación con Estados Unidos, que se intensifica a partir de la primavera de 1960, luego del acuerdo comercial entre Fidel Castro y Anastás Mikoyán de febrero de ese año. Una vez asumida la identidad socialista del proyecto cubano, en los días de playa Girón, el gran dilema al que se enfrentará la dirigencia revolucionaria será el de sumarse o no al bloque soviético y al modelo de los socialismos reales de Europa del Este. Las mayores resistencias a ese designio, impulsado por el viejo Partido Comunista, provendrán, después de la crisis de los misiles, del guevarismo y, en menor medida, del nacionalismo revolucionario no comunista del M-26-7 y el DRE.29

Las diversas purgas y polémicas de los años sesenta en Cuba, que se asocian con los llamados procesos del “sectarismo” y la “microfracción”, ilustran las fisuras del campo revolucionario en el poder.30 Vistas en el espejo mexicano, aquellas fisuras fueron menores, si se recuerda que aquí los principales líderes de la revolución se enfrentaron entre sí por medio de las armas. La primera oposición al poder revolucionario, clandestina o armada, fue ante todo anticomunista o específicamente católica, como se observa en organizaciones como el Movimiento de Recuperación Revolucionaria, el Movimiento Revolucionario del Pueblo o en las guerrillas contrarrevolucionarias del Escambray que subsistieron hasta 1967. La concentración del máximo liderazgo de la revolución, tanto en la etapa insurreccional como en la de la construcción socialista, en la persona de Fidel Castro dio al proceso cubano una mayor unidad política, pero también restó solidez y retardó la institucionalización del nuevo Estado en su primera década.

Esa ralentización no impide hablar, por supuesto, de un “poder revolucionario”, en términos de Juan Valdés Paz, que se constituye y evoluciona a lo largo de varias fases (1959-1963, 1964-1974, 1975-1991, 1992-2008, 2009-2019), que corresponden a periodos concretos de la política doméstica e internacional del Estado cubano y su interacción con la sociedad de la isla.31 Si bien en esa evolución hay una continuidad institucional evidente, entre la Constitución de 1976 y la de 2019, basada en el partido comunista único, los órganos del poder popular o la economía planificada, fuertemente orientada al gasto público en derechos sociales, los largos liderazgos de Fidel y Raúl Castro aseguran una unidad o cohesión de mando que impacta desde el nivel de la gobernanza hasta el de los afectos.

Aquella unidad se tradujo en una rápida mutación del concepto de revolución en Cuba, que todavía asombra por su capacidad de reproducción simbólica. Durante los años de la lucha pacífica o armada contra la dictadura de Batista, en los años cincuenta, revolución significaba restauración del orden constitucional de 1940 y lealtad a las ideas republicanas de José Martí. La Revolución, aunque pensada, dicha y escrita con mayúscula, era entendida como un cambio violento y efímero que daría paso a una nueva república. El republicanismo del lenguaje político del periodo insurreccional mantenía a raya a los actores y voces más jacobinos o socialistas. Después de 1961, revolución será otra cosa: un proceso permanente de cambio del sistema capitalista en Cuba y en el mundo, especialmente en el tercer mundo, encabezado por Fidel. En el lenguaje fidelista, el concepto de revolución alcanzó su más plena metaforización en América Latina.

La revolución no solo era eterna, sino omnipresente. La revolución veía y escuchaba, pensaba y hablaba. La revolución creía y sabía o aconsejaba y recomendaba. Eran recurrentes las alusiones de Fidel a la revolución en tercera persona, a veces para autocriticar medidas adoptadas por él mismo. En esa sutil complementariedad, por la cual revolución significa lo mismo que nación y patria, socialismo y nacionalismo, Gobierno y Estado, pueblo y sociedad y, a la vez, algo distinto o superior a todas esas entidades, radica la clave de la fuerza semántica del concepto en el lenguaje político cubano. En ninguna otra revolución del siglo xx, ni en la rusa, la mexicana, la china o la nicaragüense, encontramos una metaforización tan potente. La retorización del concepto revolucionario en Cuba dejó una huella indeleble en la izquierda latinoamericana y caribeña hasta hoy.32

Ese proceso simbólico, incorporado a la ideología del Estado, genera una sobrerrepresentación del concepto en el lenguaje de los dirigentes, en las ciencias sociales académicas y en la propia historiografía, que impide reconocer etapas dentro de la trayectoria revolucionaria en seis décadas, como hacen Valdés Paz y otros autores. La historia de 1959 a la actualidad se presenta, con frecuencia, en bloque, como si el sujeto de la misma fuese una entidad colectiva en la que se funden Gobierno y pueblo, Fidel Castro y la nación cubana. En los días de la muerte de Castro, los medios de comunicación dieron gran cobertura a una cita de un discurso de Fidel del 1 de mayo del año 2000, en la que se condensa la polisemia del término en Cuba:

Revolución es sentido del momento histórico; es cambiar todo lo que debe ser cambiado; es igualdad y libertad plenas; es ser tratado y tratar a los demás como seres humanos; es emanciparnos a nosotros mismos y por nuestros propios esfuerzos; es desafiar poderosas fuerzas dominantes fuera y dentro del ámbito local y nacional; es defender valores en los que se cree al precio de cualquier sacrificio; es modestia, desinterés, altruismo, solidaridad y heroísmo; es luchar con audacia, inteligencia y realismo; es no mentir jamás ni violar principios éticos; es convicción profunda de que no existe fuerza en el mundo capaz de aplastar la fuerza de la verdad y de las ideas. Revolución es unidad, es independencia, es luchar por nuestros sueños de justicia para Cuba y para el mundo, que es la base de nuestro patriotismo, nuestro socialismo y nuestro internacionalismo.33

En los funerales de Castro, en noviembre de 2016, en el monumento a José Martí en la plaza de la Revolución, decenas de miles de cubanos firmaron un juramento de lealtad a ese texto. Si se lee con detenimiento se observa, claramente, la metaforización a que hacemos referencia. La revolución deja de ser un fenómeno histórico y se convierte en una suerte de guía moral del comportamiento humano y, específicamente, de la acción política. La función del texto es, a la vez, pedagógica, religiosa e ideológica y está formulada de manera universal, desligada del contexto específicamente cubano.

Pero al final, el argumento desemboca en una identificación entre esa “revolución”, el nacionalismo y el socialismo constitutivos de la ideología oficial, es decir, entre revolución y régimen. Por lo tanto, el juramento de lealtad al “concepto de revolución” de Fidel Castro se vuelve una promesa de lealtad al legado del propio líder y de respaldo al sistema político construido a partir de 1976. Respaldo que solo tiene sentido si es practicado desde la “unidad”, es decir, sin que el pluralismo civil se traduzca en una diversidad de opciones políticas en el presente y el futuro de la isla.

Decíamos que en ninguna otra revolución del mundo se llegó a ese grado de metaforización del concepto revolucionario moderno. Desde una perspectiva latinoamericana, un curioso efecto de ese fenómeno es la anulación de cualquier modelo de cambio revolucionario, incluso en Cuba. Desde fines del siglo xx, la idea de revolución parece descontinuada en América Latina y el Caribe por un proceso de universalización de las formas democráticas de lucha por el poder y acceso a los mandatos del Estado. Pero no solo en la mayoría de la región, donde rigen instituciones y leyes democráticas, también en Cuba, único país socialista del hemisferio, la práctica revolucionaria de la política como destrucción acelerada y violenta de un antiguo régimen y construcción de uno nuevo también parece agotada.

de cuba a nicaragua

Tras la Revolución cubana y su giro socialista, gran parte de la izquierda continental suscribió el marxismo. En un inicio se trató de un marxismo que conectaba por diversas vías con la Nueva Izquierda de los años sesenta: guerrillas rurales y urbanas, descolonización, antimperialismo, tercermundismo… Sin embargo, a nivel ideológico y teórico, aquella izquierda preservó una heterogeneidad que iba desde el marxismo-leninismo más ortodoxo, de corte soviético, hasta subsistencias del populismo y el nacionalismo revolucionario, como las del peronismo montonero o los macheteros puertorriqueños, pasando por modalidades del marxismo occidental como el estructuralismo francés, el socialismo británico, la filosofía libertaria de 1968 o el gramscianismo argentino. El guevarismo o, más específicamente, la teoría del foco guerrillero, fue, como advierte la historiografía más actualizada, una variante del discurso y la práctica revolucionarios que nunca llegó a ser plenamente hegemónica en la izquierda regional.34

A pesar de ello, la Revolución cubana generó una matriz de alineamiento geopolítico que lograba imponerse por encima de la diver­­sidad ideológica. Sin perder interlocución con los partidos comunistas más favorables a la línea de Moscú, el Gobierno cubano respaldó, entre 1966 y 1968, iniciativas que intentaban articular una izquierda latinoamericana y tercermundista, por “fuera del bloque”, como decía Wright Mills, tal y como se confirmaría en las reuniones de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) y la Organización de Solidaridad de los Pueblos de Asia, África y América Latina (OSPAAAL), dos foros que estuvieron muy ligados a la promoción del proyecto guevarista.35

Esa matriz geopolítica logró preservarse en medio de la institucionalización soviética del socialismo cubano de los setenta, cuando el guevarismo entra en crisis, primero con el breve triunfo del modelo chileno y luego con la diversificación de formas de lucha contra las dictaduras militares. Centroamérica fue el escenario que más claramente expone la capacidad de La Habana para mantener el apoyo a las guerrillas, mientras normaliza vínculos con Gobiernos latinoamericanos como los militarismos progresistas de Velasco Alvarado en Perú, Torres en Bolivia o Torrijos en Panamá, el socialismo pacífico de Salvador Allende y UP en Chile o la Venezuela de Carlos Andrés Pérez.36 Tanto el triunfo sandinista de 1979 como el nuevo impulso que recibieron las guerrillas salvadoreñas y guatemaltecas, a la par del involucramiento de otros Gobiernos regionales como el mexicano, el venezolano, el costarricense o el panameño, estuvieron relacionados con la geopolítica revolucionaria cubana.37

Es interesante observar cómo, en los últimos años, se produce una contradicción entre una historiografía académica que sostiene la tesis de que el Gobierno revolucionario cubano abandonó el apoyo a las guerrillas latinoamericanas en los años setenta y decenas de testimonios de los propios gestores del “internacionalismo” y la “solidaridad” con los movimientos armados de la izquierda regional, como el del comandante Manuel Piñeiro, que apuntan en la dirección contraria. Tanto en el caso del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) como en el del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), algunos de los propios líderes de aquellos movimientos han sido –o siguen siendo– leales a la retórica de la impronta cubana en esos procesos.38

Pero tanto o más interesante es advertir que, al margen de la mayor o me­­nor ascendencia del liderazgo cubano sobre procesos revolucionarios que respondieron a causas propias, el régimen político construido por los pocos proyectos de la izquierda que llegaron al poder, en aquellas décadas, no reprodujo el modelo socialista de la isla. En la breve experiencia chilena, como observa Tanya Harmer, se hizo evidente algo que luego se repetiría en Nicaragua: la enorme popularidad de Fidel Castro y el proyecto cubano en esos países no se traducía, necesariamente, en una reproducción del sistema político de la isla, que las mismas izquierdas allendistas y sandinistas veían demasiado apegado al patrón soviético.39

Cuba desplazó a México como gran referente de la tradición revolucionaria en la Guerra Fría latinoamericana.40 Una paradoja ineludible de ese desplazamiento es que la única de las revoluciones que llegó a triunfar plenamente luego de la cubana, que fue la sandinista, terminará institucionalizando un Estado con elementos tan ajenos al modelo cubano como la economía mixta, el pluripartidismo o la filosofía de los derechos humanos.41 Al margen de que aquella normativa constitucional no haya limitado las tendencias autoritarias del sandinismo en el poder, en un difícil contexto de guerra civil y abierta hostilidad de Estados Unidos, lo cierto es que la evolución ideológica y política de la Nicaragua revolucionaria supuso un importante quiebre del paradigma cubano.

La caída del muro de Berlín en 1989 y la descomposición de la Unión Soviética en 1992 marcaron la última reconfiguración de la izquierda latinoamericana del pasado siglo. Los partidos comunistas y socialistas y los movimientos sociales que, desde aquella década, se enfrentaron al experimento neoliberal, en su mayoría, dejaron a un lado el marxismo o lo adaptaron a un regreso deliberado a las tradiciones populistas y nacionalistas del siglo xx. El ascenso al poder de Gobiernos de izquierda, en la primera mitad del siglo xxi, con Hugo Chávez en Venezuela, Lula da Silva en Brasil, Néstor Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Michelle Bachelet en Chile y José Mujica en Uruguay, confirmó aquel rebasamiento del modelo socialista cubano, pero a la vez reforzó las viejas alianzas geopolíticas y la memoria colectiva de la izquierda revolucionaria en la Guerra Fría.

Una lectura de las últimas décadas, más atenta a las instituciones que a los iconos, devela un fenómeno histórico intrigante. En el momento de mayor identificación simbólica y afectiva con la figura de Fidel Castro, esos Gobiernos de la izquierda latinoamericana aplicaron normas constitucionales y políticas públicas contrapuestas a las del socialismo cubano. En el repertorio de valores y prácticas de la nueva izquierda latinoamericana del siglo xxi, heterogéneo de por sí, pesaban más los referentes de las izquierdas populistas y democráticas de la primera mitad del siglo xx que los del marxismo-leninismo de la Guerra Fría. El indigenismo aprista peruano, el peronismo popular argentino o el nacionalismo revolucionario cardenista parecieron entonces más vigentes que cualquier modalidad comunista de la izquierda.

Esa paradoja está relacionada con la actual recomposición del mapa de la izquierda latinoamericana. Vista la historia de las revoluciones latinoamericanas en la larga duración, los movimientos y partidos de la izquierda regional se encontrarían en medio de un tercer ciclo que no acaba de perfilar sus contornos y alcances. Del ciclo mexicano de la primera mitad del siglo xx se transitó al ciclo cubano de la Guerra Fría. En la década pasada, llegó a instalarse la sensación de que el chavismo, el bloque bolivariano o el “socialismo del siglo xxi” inauguraban una tercera fase en la tradición revolucionaria continental. Hoy crece la certidumbre de que no fue así y de que la izquierda está urgida de un rescate de su legado revolucionario y socialista que no reniegue de la democracia conquistada por la ciudadanía, tras el colapso de las úl­­timas dictaduras militares.

1Ortega y Gasset, 2015, p. 115; Hobsbawm, 2007, pp. 9-12. A pesar de enmarcar la “era revolucionaria” en la Europa de la primera mitad del siglo xix, Hobsbawm, como es sabido, dedicó varios textos a la interpretación del fenómeno revolucionario en América Latina: Bethell (ed.), 2018, pp. 14-30. En otros textos, sin embargo, Hobsbawm cuestionó el guevarismo y el castrismo: Hobsbawm, 2010, pp. 127, 128,241 y 242.

2Ibíd., p. 154.

3Grandin y Joseph, 2010, pp. 2-8.

4Knight, 2015, pp. 15-18.

5Bobbio, 1993, pp. 7-10.

6Annino y Rojas, 2008, pp. 12-16.

7Martínez Estrada, 1962, pp. 554-559.

8Lenin, 2017, pp. 5, 47 y 59. Ver también Lenin, 2009, pp. 117 y 240.

9Ibíd., pp. 300-302, 345 y 346.

10Ibíd., p. 350.

11Ibíd.

12Ibíd., p. 194.

13Brinton, 1942, pp. 278-290.

14Koselleck, 2012, p. 169.

15Lenin, 2009, p. 306.

16Ulloa y Hernández Santiago, 1987, pp. 108-112

17Ibíd., p. 155.

18Ibíd., p. 187 y 190

19Ibíd., pp. 206 y 207.

20Ibíd., p. 247.

21Baroni, 1931, p. 4. Véase también Ávila, 2020, pp. 90 y 91.

22Ulloa y Hernández Santiago, 1987, p. 271.

23Ibíd.

24Marván Laborde, 2017, pp. 46-68.

25Yankelevich, 1997, pp. 47-55; véase también Yankelevich, 2003, pp. pp. 23-42.

26Excélsior, 1934, pp. 1 y 2; Excélsior, 1935, pp. 1 y 3; Excélsior, 1936, pp. 1 y 7; Excélsior, 1937, pp. 1 y 8; Excélsior, 1938, pp. 1 y 4; Excélsior, 1939, pp. 1 y 10. Sobre la influencia del cardenismo en América Latina, durante la Guerra Fría, véase Keller, 2015, pp. 13-49.

27Para una síntesis de la Revolución cubana, véase Thomas, 2011; Pérez Stable, 2012; Farber, 2006; Guerra, 2012; Rojas, 2015; Bloch, 2016, pp. 5-38.

28Rafael Rojas, 2015, pp. 59-86 y 172-182.

29Véase, por ejemplo, Guevara, 2019b, pp. 290-298.

30Ibíd., pp. 147-163.

31Valdés Paz, 2017, vol. I, pp. 21, 85 y 181; vol. II, pp. 9, 193 y 321.

32Sobre ese proceso simbólico, véase Certeau, 1995, pp. 35-39. Para el caso específico cubano, véase Gorla, 2014, pp. 25-29.

33Cubadebate, 2010; Zamorano, 2016.

34Wright Mills, 1964, pp. 424-430; Castañeda, 1993, pp. 63-106; Carnovale, 2011, pp. 183-204;Farber, 2016, pp. 115-120; Petra, 2017, pp. 372-386; Burgos, 2004, pp. 125-148; Marchesi, 2019, pp. 27-70.

35Wright Mills, 1964, p. 377.

36Gleijeses, 2002, pp. 25, 28 y 134; Shoultz, 2009, pp. 378-395; Sánchez Nateras, 2019, pp. 39-43.

37Vázquez Olivera y Campos Fernández, 2019, pp. 72-95; Suárez Salazar y Kruijt, 2015; Piñeiro, 1999, pp. 187-194 y 237-250.

38Grenier, 1999, pp. 24-27.Algunos testimonios mencionados se encuentran en Ortega, 1981, pp. 120-145; Borge, 1992; Borge, 1993.

39Harmer, 2011, pp. 24-27 y 266-288.

40Pettinà, 2018, pp. 89-198.

41Walker y Williams, 2010,pp. 483-504.

PRIMERA PARTE

i

Los últimos republicanos

Entre fines del siglo xix y principios del xx se vivió en la política latinoamericana y caribeña una vuelta al lenguaje republicano que merecería mayor atención de los historiadores. Hablamos de décadas marcadas por una serie de fenómenos y episodios que explicarían ese desplazamiento en la cultura política. Desde el punto de vista hemisférico, se trata del momento en que Estados Unidos consolida su hegemonía tras la guerra de 1898, la intervención militar que le siguió en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, y la separación de Panamá de Colombia, que representaron la expulsión virtual de intereses europeos en la zona. Desde una perspectiva regional fueron aquellos los años en que se verificó la crisis de las “repúblicas de orden y progreso”, la transición a la república en Brasil y la independencia de Cuba, la articulación de los nuevos nacionalismos contra el predominio norteamericano, el ascenso del movimiento socialista y anarquista y el ciclo revolucionario que arranca en México en 1910.

Desde varios flancos, domésticos e internacionales, aquella coyuntura alentó el regreso al lenguaje republicano. Los nacionalismos y los socialismos, el antimperialismo y la abolición de la esclavitud en Brasil y el Caribe, las críticas al positivismo y el lanzamiento del arielismo, las demandas de extensión del sufragio y el reformismo electoral, entre otros factores, difundieron una atmósfera de refundación republicana en los años del primer centenario de las independencias. En las páginas que siguen, propongo un recorrido por la rearticulación del concepto de república en América Latina y el Caribe, entre fines del siglo xix y principios del xx, deteniéndome en cinco líderes de la región: el cubano José Martí, el brasileño Ruy Barbosa, el colombiano Carlos Eugenio Restrepo, el mexicano Francisco I. Madero y el argentino Hipólito Yrigoyen.

Con el fin del siglo xix se produjo también un “fin de ciclo” en lo que Hilda Sábato ha llamado el “experimento republicano” de América Latina.1 Dentro de aquella transformación de prácticas y discursos políticos ocupó un lugar central el abandono de un revolucionarismo ligado a los pronunciamientos militares y los levantamientos populares y el tránsito a una concepción más orgánica del cambio revolucionario en la región.2 En esa dialéctica o contrapunteo entre lo republicano y lo revolucionario se dirimió la mayor parte de la historia intelectual y política del siglo xx latinoamericano.

de martí a yrigoyen

Martí, como es sabido, organizó la última guerra de independencia de Cuba desde Nueva York y en estrecha colaboración con los gremios de emigrantes tabaqueros en Tampa y Cayo Hueso, entre 1891 y 1895. En otra parte hemos propuesto la idea de que el pensamiento político del cubano capta y rechaza la transformación del liberalismo romántico latinoamericano por obra de las ideas positivistas y evolucionistas e intenta reconducir ese liberalismo por la vía republicana. Podría decirse que Martí intenta resolver la contradicción entre liberalismo y positivismo a través de una síntesis entre la doctrina liberal y la republicana o, para decirlo rápido, poniendo a dialogar a Simón Bolívar con Benito Juárez y a José María Heredia o a fray Servando Teresa de Mier con Domingo Faustino Sarmiento o Juan Montalvo. Preservaba el ideario de los derechos naturales del hombre, pero lo compensaba con un énfasis en la soberanía nacional, la justicia social o lo que llamaba la “dignidad plena del hombre” o “el ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del hombre”.3

Martí es, tal vez, uno de los primeros intelectuales y políticos latinoamericanos de aquella generación que personifica la tensión entre los conceptos de “república” y “revolución”. En el cubano hay un esfuerzo continuo por entrelazar los significados de uno y otro término. En las “Bases del Partido Revolucionario Cubano” (1892) dice que la lucha por la independencia cubana y puertorriqueña será una “guerra de espíritu y métodos republicanos” y aclara que “no se propone perpetuar en la República cubana, con formas nuevas o con alteraciones más aparentes que esenciales, el espíritu autoritario y la composición burocrática”, sino estimular el “ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del hombre”.4 La mayoría de las veces, en Martí la revolución es el método y la república el fin, pero alguna vez pudo haber invertido la fórmula. En una supuesta carta al socialista Carlos Baliño –digo “supuesta” porque solo contamos con el testimonio del propio Baliño– Martí habría dicho que “todo hay que hacerlo después de la independencia” y llamó al dirigente obrero a “defender las conquistas de la revolución”.5 Ese testimonio fue usado por los intérpretes marxistas de Martí, desde Julio Antonio Mella hasta Fidel Castro, para insinuar una idea de revolución socialista en el poeta y político cubano.

El republicanismo de Martí se abastecía de referentes positivos en la historia política de la segunda mitad del siglo xix, como la República Restaurada mexicana de 1867, la Tercera República francesa de 1870 o la Primera República española de 1873, pero también de los proyectos republicanos de las revoluciones atlánticas de fines del xviii y principios del xix. Otro síntoma de ese republicanismo, que veremos repetirse en Barbosa, Restrepo y Madero, es que sus fuentes intelectuales no eran tanto las del liberalismo decimonónico (Constant, Tocqueville y Stuart Mill) como las de ilustrados del siglo xviii como Montesquieu y Rousseau. En Martí había un arcaísmo ilustrado, muy probablemente originado en su familiaridad con los filósofos trascendentalistas de Concord, como Emerson, Thoreau y Alcott, y con las ideas del evolucionismo social tipo Herbert Spencer y el populismo progresista tipo Henry George y Clarence Seward Darrow.

Una de las cuestiones que inclinaban a Martí a un republicanismo con reservas paralelas hacia el liberalismo y hacia la democracia era el dilema de construir una república en una sociedad que salía del colonialismo y la esclavitud en el Caribe. La complejidad de ese tránsito se refleja en el cuarto punto de las citadas “Bases del Partido Revolucionario Cubano”, cuando afirmaba que el objetivo era fundar “un pueblo nuevo de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud”.6 ¿A qué se refería Martí? Evidentemente al tema, también tratado por republicanismo de la primera generación hispanoamericana, como Bolívar, Mier y Varela, y estudiado por Diego von Vacano, de la dificultad de construir repúblicas con ciudadanías moldeadas por siglos de autoritarismo y racismo.7 Martí también elige la república como una vía de homogeneización cívica de una comunidad racial y socialmente diversa.

Mientras Martí organizaba la guerra de independencia cubana, en el mayor país latinoamericano, Brasil, se producía la transición del imperio a la república. Una de las figuras centrales de aquella gesta, junto a Deodoro da Fonseca, Floriano Peixoto, Quintino Bocaiúva, Campos Sales y Benjamin Constant, fue el jurista y político Ruy Barbosa.8 En su clásico, Ordem e progresso [Orden y progreso](1986), Gilberto Freyre sostenía que aquellos fundadores de la república brasileña eran “revolucionarios y conservadores a la vez”, tratando de captar sus resistencias liberalismo, en medio de un proceso de cambio de régimen y tránsito al trabajo libre.9 Desde entonces comienza la articulación de un discurso del mestizaje, no tan perceptible en Martí, que se empalma con la idea de la construcción de una comunidad cívica homogénea o posétnica.10

En sus Cartas políticas e literarias (1919), Barbosa veía la república como una oportunidad para producir una nueva unidad nacional, que junto con la monarquía y la esclavitud, pusiera fin al militarismo.11 Este ángulo civilista era afín a todo el republicanismo de la generación de 1910, a pesar de que algunos de sus portavoces como Martí, Madero o el propio Barbosa fueron líderes de revoluciones armadas. A ese civilismo, Barbosa sumaba una estrategia de reconciliación nacional, de amplio pluralismo político, en la que llegaba a abogar, en los primeros años del siglo, por la tolerancia de voces monarquistas en la opinión pública, la supresión del castigo del destierro y el derecho a la repatriación de la familia imperial de los Braganza.12

Salvo cuando entraba en temas jurídicos, como los documentos relacionados con sus aportes al debate sobre el Código Civil y su crítica a la versión final de 1916, redactada por Clóvis Beviláqua, ministro de Justicia del Gobierno de Campos Sales, el lenguaje de Barbosa no era liberal ni romántico a la manera de José María Luis Mora o José Victorino Lastarria, ni positivista al modo de Justo Sierra o Enrique José Varona. Como en Martí, el republicanismo producía en los textos de Barbosa una dislocación dentro del saber hegemónico de la región. Al igual que Madero o Restrepo, Barbosa citaba a Voltaire antes que a Stuart Mill –Martí, por ejemplo, solo cita una vez al gran liberal escocés y para decir que el naturalista John William Draper escribía “como él”–, pero tenía una formación jurídica fundamentalmente británica y norteamericana –Blackstone, William Forsyth, Howell, Henry Erskine, Sharswood, Henry Hardwicke, Snyder, Sergeant…– que lo acercaba a la modernidad de un Emilio Rabasa a principios del siglo xx.13

Otra afinidad de la política de Barbosa con otros republicanos de su generación como Martí e Yrigoyen –no tanto con Restrepo, que tuvo que aceptar la separación de Panamá, o Madero, que no llegó a desarrollar un nuevo proyecto de política exterior– es la racionalidad geopolítica que asignó a la república brasileña. Barbosa estaba convencido de que Brasil conformaba, junto con Argentina y Uruguay, una subregión o microcosmos ligada a las cuencas del Atlántico Sur y el Río de la Plata. Esa “arteria de circulación”, muy diferente a las repúblicas americanas del “hemisferio norte”, conformaba, a su juicio, una “vanguardia regional” que debía velar por los intereses de “Estados tributarios” continentales como Paraguay y Bolivia o del Pacífico como Chile, Perú y Ecuador.14 El antimperialismo, en Barbosa, adquiría tonos de potencia, provenientes del legado imperial brasileño del siglo xix.

De vuelta a ese hemisferio norte, sometido más directamente a la hegemonía Estados Unidos, en la Colombia de Carlos E. Restrepo, la refundación del Estado nacional es llamada “reorientación republicana” y el partido que la conduce es la Unión Republicana (UR). Restrepo no llegó a la presidencia en 1910 tras una revuelta o una revolución, pero intentó llevar al país a un nuevo comienzo, en buena medida impulsado por el reajuste territorial que supuso la pérdida de Panamá. El discurso de Restrepo estaba cargado de énfasis en torno a nociones comunitarias como “paz, entendimiento, concordia, reconciliación, unidad y alma nacional”. El “alma nacional”, según Restrepo, no era una categoría propiamente nacionalista, sino republicana, ya que se manifestaba por medio de la expresión de una voluntad sintética que “rehacía los elementos colectivos” que históricamente formaron a Colombia, “de cualquier color que sean”.15

Restrepo combinaba el civismo con el laicismo al incluir a la Iglesia dentro de los actores causantes de las rivalidades y fracturas de la sociedad colombiana. La tolerancia religiosa, especialmente ante el crecimiento de las religiones protestantes, era un componente de aquel republicanismo, que también se constata en Martí y Madero.16 Por momentos, Restrepo parecía inclinarse por el desplazamiento de los credos desde una religión civil, en un proceso paralelo al de la superación de las diferencias raciales y sociales en una comunidad igualitaria de derechos.17 La UR de Restrepo se proponía sacar a Colombia de su largo ciclo de guerra civiles y militarismo por medio de un nuevo pacto social basado en la extensión del sufragio.

El sistema electoral establecido en la Constitución colombiana de 1886 consistía en un complejo mecanismo indirecto en dos grados. Según el artículo 172, los ciudadanos elegían directamente a los consejeros municipales y a los diputados a las asambleas departamentales. Y los artículos 174 y 175 señalaban que un comité de electores votaba por el presidente y el vicepresidente de la República, mientras que las asambleas departamentales elegían al Senado. Pero antes, el artículo 173 establecía que solo los ciudadanos que supieran leer y escribir o tuvieran una renta anual de quinientos pesos o una propiedad inmueble de mil quinientos pesos podían votar por los electores y elegir directamente a los representantes de la cámara baja del Congreso.18

Restrepo y el partido UR promovieron una reforma constitucional en 1910, que eliminó la reelección presidencial, a la que atribuían junto con el militarismo y otros vicios, la dictadura de Rafael Núñez a fines del siglo xix