El asno de oro - Apuleyo - E-Book

El asno de oro E-Book

Apuleyo

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Beschreibung

Sabemos poco de la vida de Apuleyo. Nacido en Madauros, en el norte de África, hacia el año 125 d. C., desconocemos su nombre completo y dónde murió. Sí que podemos deducir que tuvo una vida acomodada gracias a su padre y a un matrimonio ventajoso, que le permitió viajar y tener una buena formación retórica y filosófica. Pero, sobre todo, de lo que no hay duda es de que se trata del mayor fabulador latino del siglo II gracias a su única noviela. La Metamorfosis, más popularmente conocida como El asno de oro, narra las aventuras de un joven incauto que, tras ser convertido en burro por una bruja, va pasando de un amo a otro. Su estructura episódica, su intencionalidad satírica y su riqueza temática y expresiva la convierten en una de las muestras más sobresalientes del géneroo novelesco en la Antigüedad.

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Volumen original: Biblioteca Clásica Gredos, 9.

Asesor de la colección: Luis Unceta Gómez.

© del prólogo: Juan José Martos, 2022.

© de la traducción y notas: Lisardo Rubio Fernández.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2023.

Avda. Diagonal, 189 – 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en esta colección: enero de 2023.

RBA · GREDOS

REF.: GEBO624

ISBN: 978-84-249-4107-9

ELTALLERDELLLIBRE · REALIZACIÓNDELAVERSIÓNDIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

PRÓLOGOpor JUANMARTOS

1.APULEYO. VIDAYOBRAS

Apuleyo, sin duda uno de los grandes autores latinos, nació en el norte de África, en Madauros, actualmente M’daurush, en Argelia. La fecha exacta no la sabemos, pero debió de ser en torno al año 125d.C. Tampoco se conoce su nombre completo: el prenombre de Lucio, que tantas veces se le ha dado, no es más que el que tiene el protagonista de su novela, posteriormente atribuido al escritor. No se puede establecer tampoco cuál sería su origen —quizá procediera de colonos itálicos asentados en la zona o quizá fuera autóctono— ni su lengua materna, pues en la región se hablaban tanto latín y griego como fenicio y la lengua líbica (tamazigh).

La mayor parte de las noticias que han pervivido sobre el autor vienen de su propia obra y, más concretamente, de la Apología, el testimonio del único suceso de su vida que se puede datar con cierta precisión. Declara en este discurso que su padre había ocupado un cargo de magistrado local y tenía una fortuna suficiente para garantizar sobradamente la educación de su hijo. Nuestro escritor debió de iniciar su formación en su misma localidad natal; posteriormente la seguiría en Cartago, capital administrativa y cultural de la provincia. Tras completar sus estudios en Atenas, viajó, por ejemplo, a Samos o a Hierápolis de Frigia, el espectacular Pamukkale moderno. También estuvo en Roma. Posteriormente, otro de sus viajes le daría un giro inesperado a su vida, puesto que, cuando se dirigía a Alejandría, en busca, según se puede suponer, de ampliar sus conocimientos sobre filosofía o iniciarse en algún nuevo culto, cayó enfermo en Oea, la actual Trípoli de Libia. Allí se reencontraría con un condiscípulo de su etapa ateniense y se alojó en su casa para restablecerse. Conoció a la madre de este, Pudentila, una viuda con un patrimonio nada desdeñable con la que contraería matrimonio. Y ahí empezarían los problemas, puesto que la familia del difunto marido de Pudentila, que esperaba quedar en posesión de su hacienda, se vio seriamente contrariada por esta unión y denunció a Apuleyo por haberla seducido con artes mágicas. Esta acusación, por muy fantástica que pueda parecer hoy en día, era capaz de acarrearle la pena de muerte a cualquier infeliz que se viera condenado por ella. El proceso consiguiente tuvo lugar en Sábrata ante el gobernador de la provincia, Claudio Máximo, naturalmente durante el año de su proconsulado, el 158 o 159d.C. El discurso en defensa propia de Apuleyo se nos ha conservado con el nombre de Apología. Aunque no hay más datos, el hecho de que el escritor pudiera escribir otras obras durante la década siguiente, como las que se resumen en Floridas, indica que debió de ser absuelto.

Otro de los interrogantes sobre la vida de Apuleyo es a qué se dedicó. Quizá, entre el patrimonio paterno y el de su rica esposa, nunca le faltaron medios de vida, pero no se sabe si se dedicó, además, como otros oradores y filósofos de la época que se enmarcan en la Segunda Sofística, a pronunciar discursos en cada ciudad importante a la que llegaba en sus continuas peregrinaciones, ni si, de forma complementaria, se consagró en algún momento a la enseñanza. Su actividad como orador está, desde luego, bien atestiguada por la misma Apología y lo que nos ha quedado de los discursos de Floridas. Estos se pueden fechar, por otra parte, en los años sesenta del siglo IId.C. No hay ninguna noticia más sobre Apuleyo, por lo que se desconoce cuándo y dónde murió.

En cuanto a sus obras, nos han llegado la novela El asno de oro, también conocida como Metamorfosis, la Apología o Discurso en defensa propia sobre la magia, Floridas y cinco tratados filosóficos: El dios de Sócrates, Sobre Platón y su doctrina, Sobre el mundo, La interpretación (Περὶ ἑρμηνείας) y Asclepio. Hay dudas muy fundadas sobre estas dos últimas, no son pocos los que piensan que no son de Apuleyo y, de hecho, la última edición que ha aparecido, la de Magnaldi en Oxford Classical Texts, las omite.

Gracias a las afirmaciones del propio Apuleyo, a las referencias de otros autores y a los fragmentos que estos citan, se sabe que nuestro escritor debió de escribir muchas más obras: discursos en honor de varios personajes, otros tratados —no solo filosóficos, sino sobre cuestiones naturales de todo tipo, como, por ejemplo, agricultura—, traducciones de obras griegas como el Fedón platónico, tratados de historia y poemas variados. Además, se le han atribuido obras ajenas, como tratados medicinales y gramaticales.

No se puede precisar exactamente la cronología de sus obras. Es muy probable que, si El asno de oro fuera anterior a Apología, sus acusadores hubieran aprovechado esta circunstancia para darle más fuerza a sus acusaciones de que practicaba la magia. Por eso, muchos han pensado que la novela es posterior al juicio, aunque no hay nada seguro. Solo está claro que los discursos extractados en Floridas son posteriores a Apología.

Por otra parte, se han aprovechado también para este propósito, entre otros, los parecidos y paralelos entre El asno de oro y el discurso de defensa para estudiar aspectos diversos de la producción de nuestro escritor: piénsese, por ejemplo, en el discurso en defensa propia de Lucio en el libro III.

2.APULEYOENSUCONTEXTOHISTÓRICO

Como ya se ha adelantado, la vida de nuestro escritor trascurre durante el siglo IId.C.: es muy posible que naciera durante el principado de Adriano y que su vida trascurriera enteramente bajo la dinastía Antonina, que marcó el máximo esplendor del Imperio romano y, según Gibbon, por ejemplo, fue el período más feliz de la historia de la humanidad.

La época de nuestro escritor fue especialmente fructífera también en la cultura y contó con excelentes escritores, entre los que destacan los procedentes, como Apuleyo, de África; así Frontón o, ya más avanzado el siglo y dentro del cristianismo, Tertuliano. Es evidente que toda la zona contó con centros de enseñanza y de cultura de primer rango, como, sin ir más lejos, la capital del Africa Proconsularis, Cartago.

La lectura de Apología, que Apuleyo define como una defensa de la filosofía, deja bien claro que el escritor se había consagrado al estudio desde su juventud y no había dejado de aprender, de leer y de formarse en toda su vida. Esta obra constituye, además, toda una declaración sobre la cultura grecolatina, de la que Apuleyo se siente inmensamente orgulloso.

A Apuleyo se le suele encuadrar dentro de la Segunda Sofística, un movimiento cultural, en principio de origen griego, que se extendió por todo el Imperio y en el que se puede encuadrar a muchos escritores que combinaban un sofisticado dominio del arte de la oratoria con un profundo conocimiento de la filosofía. Al igual que los primeros sofistas de la época de Sócrates, se dedicaron muchas veces a la enseñanza y fueron de una ciudad a otra impartiendo sus conocimientos.

3.LANOVELA

Uno de los problemas que plantea el presente libro es el género literario al que debería adscribirse. El caso es que los antiguos no concebían lo que nosotros entendemos por novela. Lo que se ha trasmitido hasta la actualidad que suele denominarse así —en latín solo El asno de oro y el Satiricón de Petronio— no gozó nunca de gran estima y apenas se reconocían entre las obras que merecían respeto y tenían una dignidad cultural universalmente admitida. Pero, aunque no merecieron en su momento la denominación de novela, desde el Renacimiento el público moderno se ha referido a estas obras tomando la definición aplicable a las lenguas modernas, y no parece que, a pesar del ligero anacronismo, no le cuadre a la prosa latina.

Algo que también se ha planteado desde el principio es qué título exactamente le dio el autor a nuestra obra. La inmensa mayoría de los manuscritos —y los mejores— la llaman Metamorfosis, tal como, posiblemente, se llamaba su modelo, como después se verá; sin embargo, ya en la Antigüedad, desde Agustín al menos, se la ha llamado también El asno de oro. Lo más probable es que este título aluda a que el burro protagonista es especial y superior a todos los demás, puesto que se decía en latín, como en español, que un concepto, un escrito o un ser vivo es «de oro» cuando es excelente. Se ha propuesto de manera bastante convincente que el autor pudo haberle dado un título doble, lo que no sería nada extraño en la literatura antigua. Así pues, es al menos posible que la novela se titulara originalmente Metamorfosis o El asno de oro.

El argumento fundamental de la novela es la conversión en burro por procedimientos mágicos de un joven tan curioso como incauto que se gana los favores de la esclava de una bruja en cuya casa ha ido a alojarse casualmente. Tras la trasformación, en el libro III, se suceden las aventuras de Lucio transformado en un asno que pasa de un amo a otro hasta que en el último libro (XI 13) vuelve a recuperar su forma humana al comer unas rosas en la procesión de la diosa Isis y, a partir de ese momento, se consagra a la religión de su salvadora. Mientras es burro, escucha e incluso participa en diversas historias menores insertas en la trama principal de la obra. La mayor de todas, tanto por su importancia literaria como por su longitud, es el cuento de Cupido y Psique, que ocupa unos dos libros, desde IV 28 hasta VI 24.

3.1.Historia del texto

Desde el prólogo advierte Apuleyo que se trata de una historia de origen griego. Tenemos con relación a este dato una noticia preciosa: el patriarca Focio en su Biblioteca cuenta que hubo un tal Lucio de Patras, del que nada más se sabe, que escribió unas Metamorfosis que presentan tantos parecidos con una obra de Luciano de Samósata, Lucio o El asno, esta sí conservada, que resulta obvio que una debe estar copiada de la otra, aunque se ignora en qué sentido. El argumento de estas dos obras —el hombre que se convierte en burro— es, evidentemente, el mismo del que parte Apuleyo, por lo que es innegable que las tres obras tienen una fuente común, aunque dirimir con exactitud qué copia cada uno de estos autores de los otros es materia controvertida y más propia de cábalas y suposiciones que de estudios e investigaciones bien fundados, porque faltan datos suficientes.

Lo que está claro, en todo caso, es que Apuleyo empezó su novela tomando un motivo ajeno, el del protagonista que se ve convertido en burro accidentalmente, pero conserva su inteligencia humana y, cuando recupera su forma original, puede relatar sus aventuras. También resulta evidente, como se concluye de la comparación de nuestra novela con el relato de Luciano antes aludido, que Apuleyo hizo algunos cambios fundamentales que alteraron completamente el sentido y el alcance de la obra: la introducción del cuento de Cupido y Psique, los relatos insertos en los libros VIII y IX y todo el final con el libro de Isis, el XI. Naturalmente, se nos oculta qué propósito tuvo Apuleyo para escribir una obra así, en parte tomada de una fuente ajena, pero totalmente transformada por obra de estas adiciones. Lo que probablemente nadie negará es que el autor se planteó escribir una obra de mucho más calado que un simple relato entretenido como el de Luciano.

Durante mucho tiempo se ha admitido, con cierta ingenuidad, que Apuleyo quiso reescribir una historia para hacer propaganda del culto de Isis cambiando el final del relato del asno y convirtiendo a la diosa egipcia en su salvadora. Resulta curioso, sin embargo, que en la novela se detallen aspectos de la iniciación en el culto isíaco como los desembolsos que tiene que hacer Lucio con cada paso en su integración en la nueva religión, y puede dar la impresión de que Apuleyo está contando todo minuciosamente para que el lector revise críticamente lo que sucede y no se deje arrastrar por el entusiasmo del neófito. No han faltado quienes han relacionado el libro XI con las consideraciones sobre distintas religiones en los libros anteriores para concluir que El asno de oro es una especie de comedia sobre la religión en general en la que se pretende que el lector saque sus propias conclusiones, necesariamente críticas con los sentimientos religiosos. Para algunos, esta intención de satirizar al menos ciertos movimientos religiosos tiene un carácter de parodia y un fin únicamente lúdico. Sin embargo, habría que advertir que el tono satírico que se le puede encontrar a la obra y que no sería nada extraño en la literatura antigua puede tener un propósito muy serio, porque la sátira, en definitiva, puede ser un género literario grave y trascendente. La novela, en fin, se presta, como todos los grandes clásicos, a interpretaciones tan numerosas como variadas e incluso contradictorias; será el lector, en definitiva, el que tenga la última palabra.

3.2.Descubrimiento y difusión de El asno de oro

Las obras mayores de Apuleyo —El asno de oro, Apología, Floridas—, junto con la mitad de las grandes de Tácito —Anales e Historias—, están trasmitidas en un único manuscrito producido en la abadía de Montecasino en el siglo XI: llevado a Florencia en el XIV, se encuentra todavía hoy allí, en la biblioteca Medicea Laurenciana con la signatura Plut. 68.2. A partir de su llegada a Florencia se empezó a hablar y a escribir de Apuleyo y, muy especialmente, de El asno de oro; uno de los primeros lectores, por cierto, que se copió su propio manuscrito, fue Boccaccio, que incluso introdujo algunas de sus historias en su Decamerón.

La imprenta representó, como en los demás casos, la posibilidad de difundir los textos de manera más intensa: en el caso de Apuleyo, la editio princeps de sus obras mayores apareció en Roma en 1469 a cargo de Giovanni Andrea de Bussi. Se trata de una magnífica edición, especialmente por lo que se refiere a El asno de oro, que se reeditó en numerosas ocasiones. Pero no mucho más tarde apareció otra que la eclipsó porque, aunque el texto en sí era mucho más defectuoso, estaba acompañado de un interesante comentario: fue la de Beroaldo de 1500, también reimpresa varias veces.

A partir del XVI son numerosísimas las ediciones tanto de la novela entera como del cuento de Cupido y Psique por separado. Además de los libros que proporcionan únicamente el texto latino, los hubo con ilustraciones y con comentarios, y, naturalmente, empezaron a aparecer las traducciones a la mayoría de las lenguas europeas: durante el siglo XVI hubo dos italianas (Boiardo, ca. 1518 y Firenzuola, ca. 1525), una francesa (G. Michel, 1517), una alemana (Sieder, 1538) y una inglesa (Adlington, Londres, 1566). A partir también de estos años se desarrolla un intenso trabajo de exégesis del texto latino que produce magníficas ediciones, muchas anotadas, desde la segunda Juntina de Philomathes hasta la que constituye el colofón y suma de todas las anteriores, la de Oudendorp, que apareció póstumamente en 1786.

Mientras tanto, se suceden en la literatura y las artes las creaciones que parten o se nutren de El asno de oro, muchas veces concretamente de Cupido y Psique. Así, se observa el influjo de la novela en escritores como los italianos Publio Filippo Mantovano, Morlini o Maquiavelo, los franceses La Fontaine y Molière, y los ingleses Thomas Nashe, Sidney, Spenser, Marlowe e incluso Milton. Se ha encontrado influencia de Apuleyo en Shakespeare no solo a partir de El asno de oro, sino también de Apología, que se refleja posiblemente en algunas escenas de Otelo, como la alusión al pañuelo. Sin abandonar el ámbito inglés, se han visto también semejanzas en Defoe, Smollett y Fielding.

Por lo que se refiere a las artes plásticas, es sobre todo el cuento de Cupido y Psique el motivo que ha contado con representaciones más frecuentes; a esta maravillosa historia están dedicados los frescos en la Villa Farnesina de Roma, obra de Rafael, y los de Del Vaga o los del Palacio del Té de Mantua de Giulio Romano. También existen numerosos cuadros inspirados por la obra inmortal de Apuleyo y pintados por artistas como Zucchi, Van Dyck, Vouet, Remi, Boucher, Subleyras, Picot, David y, ya a finales del XIX, Burne-Jones, Waterhouse y Bouguereau. Las esculturas más conocidas son con toda seguridad los grupos de Canova en el Louvre y el de Thorvaldsen.

También los músicos se ocuparon principalmente del cuento de Cupido y Psique, sobre el que compusieron sendas piezas Lully (1679), M. Locke (1674) y César Franck (1888). Completan la influencia de la obra algunas adaptaciones más, como la versión dramática de El Brujo, el cómic erótico de Milo Manara o la película dirigida por Sergio Spina en 1970 L’asino d’oro: processo per fatti strani contro Lucius Apuleius cittadino romano, que combina, no siempre con acierto, El asno de oro con Apología.

4.APULEYOYESPAÑA

La cultura española, y muy especialmente la literatura, no fue precisamente una excepción en el entusiasmo que despertó la novela de Apuleyo en toda Europa. Su difusión en el ámbito hispánico se debió en gran medida a que contó con una primerísima traducción al español aparecida en Sevilla en torno a 1513 —en este año, en efecto, está fechada la introducción—, obra del arcediano Diego López de Cortegana. Las reediciones de esta versión se sucedieron ininterrumpidamente hasta prácticamente la actualidad y a esto se debe principalmente que El asno de oro fuera muy bien conocido en la España de los siglos XVI y XVII y, por supuesto, más modernamente. Así, por ejemplo, lo imita varias veces Cervantes, posiblemente en diversos episodios del Quijote y las Novelas ejemplares y, sin duda alguna, en el Persiles, en el que llega a trasmitir literalmente algunas frases del cuento de Cupido y Psique en III 17.

Un apartado muy especial lo constituye la influencia que pudo tener la novela en el nacimiento de la novela picaresca con el Lazarillo de Tormes; hay quien ha visto, incluso, que el final del Lazarillo, cuando pretende convencer al lector de que su situación es inmejorable, aunque está abrumado por la deshonra y explotado («Mas yo de un cabo y mi señor de otro tanto le dijimos y otorgamos que cesó su llanto, con juramento que le hice de nunca más en mi vida mentalle nada de aquello, y que yo holgaba y había por bien de que ella entrase y saliese, de noche y de día, pues estaba bien seguro de su bondad. Y así quedamos todos tres bien conformes» [tratado VII, al final de la obra]), pudo haberse tomado del destino final de un Lucio víctima de la manipulación de los sacerdotes: en ambos casos, el descubrimiento de la verdadera posición del protagonista y su interpretación quedan confiados a la discreción del lector. El influjo del Asno perdura en la narrativa de los Siglos de Oro y se puede rastrear en autores como Mateo Alemán, Francisco Delicado, López de Úbeda, Céspedes y Meneses o Enríquez Gómez.

No quedaría el conocimiento de Apuleyo circunscrito a la prosa; así, por ejemplo, tanto Lope de Vega (Psique y Cupido) como Calderón (Ni Amor se libra de amor o los dos Psiquis y Cupido) llegaron a escribir obras basadas en Cupido y Psique. La nómina de otros autores que reflejan de una u otra forma su conocimiento y admiración por el texto apuleyano es considerable: Juan de Timoneda, Fernández de Ribera, Funes y Villalpando, A. Solís, Comella o, ya en el XIX, Hartzenbush. También se pueden distinguir imitaciones en pasajes concretos en El Crotalón de Cristóbal de Villalón y en la poesía sevillana posterior a Cortegana, con autores como Juan de Mal Lara con su Psyche, Herrera, Arguijo, Gutierre de Cetina o Juan de la Cueva.

Desde el principio, por tanto, y sobre todo después de la primera traducción, se ha apreciado El asno de oro en las letras y la cultura hispánicas. Lo que se ha retrasado quizá más de lo debido es la publicación de nuevas versiones, puesto que la de Cortegana, aunque es una obra magnífica que debería figurar con todo merecimiento en las colecciones más difundidas de clásicos castellanos y es tan valiosa como obra literaria como por ser un libro fundamental en la evolución de la prosa española, está lastrada por graves deficiencias en cuanto a la traducción. La primera y más obvia es producto de su época: Cortegana interviene en el texto tanto como le parece oportuno para aclararlo, ilustrarlo e incluso para modificar algún detalle que no acababa de gustarle; añade que un nombre se refiere a un dios, por ejemplo, o pasa por alto los detalles que harían pensar que una malvada mujer puede ser una cristiana (IX 14.5). En segundo lugar, tuvo la mala suerte de basarse en una de las peores ediciones del texto latino —si no la peor—, que parte de la de Beroaldo, pero aumenta los fallos, erratas y errores de esta hasta extremos difíciles de imaginar. Un ejemplo, quizá trivial pero ilustrativo, es que, mientras que en las historias de adulterio del libro IX se llama a un marido engañado «bárbaro» (en latín barbarus), con la intención dramática evidente de enfatizar el riesgo que corre el ingenuo amante de su mujer, Cortegana se encontró en su texto latino con barbatus, magnífica demostración de que una simple errata en una letra puede hacer trastabillar un detalle intencional del autor y convertirlo en una solemne tontería, y es que Cortegana lo tradujo ingenua pero certeramente por «barbudo». Y no es este, naturalmente, el único fallo que provocó el desafortunado latín.

Por todo esto y aunque merezca la pena todavía considerar digno el meritorio trabajo de Cortegana, era necesaria en español una nueva traducción más fiel al texto y al espíritu de Apuleyo, y aunque se había editado alguna que otra que, a pesar de ser más moderna, no cumplía con los criterios elementales de fidelidad y calidad que se esperan de una buena versión —con las excepciones, sin duda, del Cupido y Psique de Ruiz de Elvira y la catalana de Olivar (Barcelona, 1929 y 1931) dentro de la benemérita colección Bernat Metge—, no fue hasta 1978 cuando, con esta obra que tiene el lector en sus manos, no apareció una traducción digna que presentara al lector de habla española la inmortal novela de Apuleyo.

Basado esta vez en un buen texto latino, el de Robertson en la colección Budé, la presente versión fue obra de Lisardo Rubio, catedrático en principio de la Universidad de Barcelona y posteriormente de la Complutense. Al profesor Rubio se le deben varios libros esenciales para los filólogos españoles; entre ellos destacaría una renovadora Introducción a la sintaxis estructural del latín, que ha formado parte de la bibliografía fundamental de los filólogos clásicos españoles durante décadas, y un Catálogo de los manuscritos clásicos latinos existentes en España; por lo demás, se especializó en novela latina con la traducción que ahora volvemos a presentar y la del Satiricón de Petronio, que apareció igualmente en la Biblioteca Clásica Gredos en 1978. Posteriormente, han aparecido aportaciones relevantes sobre Apuleyo, como la de Pejenaute (Akal, Madrid, 1988) y la de Segura Munguía, bilingüe latín-español con el texto de Robertson (Bilbao, 1992), a las que hay que sumar la de Cuatrecasas (Austral, Madrid, 1987) y la única hasta el momento que cuenta con texto latino propio, la mía en la colección Alma Mater (CSIC, Madrid, 2003).

5.BREVEGUÍABIBLIOGRÁFICA

Dado lo excepcional de la obra que nos ocupa tanto por su calidad literaria como por su situación única en la literatura latina, no ha dejado de estudiarse y analizarse en todo el mundo; testimonio de ello son los numerosos libros y estudios que han aparecido en los últimos años. Por ceñirnos al mundo hispánico, quizá puedan bastar las introducciones a las traducciones castellanas siguientes:

Pejenaute Rubio, F., Apuleyo. El asno de oro, Madrid, Colección Akal Clásica, Editorial Akal,1988.

Martos, J., Apuleyo. Las Metamorfosis o El asno de oro, Madrid, CSIC, Colección Alma Mater, 2 vols., 2003.

Esta última edición se encuentra ampliada y puesta al día en:

Martos, J., Apuleyo. Apología. Floridas. Prólogo de «El dios de Sócrates», Madrid, CSIC, Colección Alma Mater, 2015.

Los estudios sobre la novela son numerosísimos. Baste citar algunos que han ejercido una influencia notable:

Kahane, A., Laird A., A Companion to the Prologue of Apuleius’ Metamorphoses, Oxford, 2001.

Winkler, J. J., Auctor & Actor. A Narratological Reading of Apuleius’ Golden Ass, Berkeley-Los Ángeles-Londres, 1985.

Además de la bibliografía en español ya reseñada, sobre la primera traducción castellana véase:

Escobar Borrego, F. J., Díaz Reboso, S., Rivero García, L. (eds.), La Metamorfosis de un inquisidor: el humanista Diego López de Cortegana (1455-1524), Huelva-Sevilla, 2012.

***

No querría acabar esta pequeña introducción sin animar al curioso lector con las mismas palabras de Apuleyo: lector intende: laetaberis: «Atiende, lector: te vas a divertir».

EL ASNO DE ORO

LIBRO I

Presentación del protagonista y presunto narrador (1). — Lucio emprende el camino de Tesalia, la tierra de la magia. Primeros relatos maravillosos, como introducción al mundo de la hechicería (2-20). — Llegada a Hipata: Lucio se aloja en casa de Milón (21-26).

1. Lector, quiero hilvanar para ti, en esta charla milesia,[1] una serie de variadas historias y acariciar tu oído benévolo con un grato murmullo; dígnate tan solo recorrer con tu mirada este papiro egipcio escrito con la fina 2 caña del Nilo[2] y podrás admirar a criaturas humanas que cambian de forma y condición, y, viceversa, que posteriormente recobran su primitivo estado. 3 Empiezo.

¿Quién te habla? Muy brevemente, entérate.

El ático Himeto, el istmo de Efirea y el espartano Ténaro, tierras felices, celebradas para siempre por una literatura todavía más feliz, son la antigua cuna de mi 4 raza. Allí aprendí el griego, primera conquista de mi infancia.

Trasladado luego a la capital del Lacio para seguir los estudios de los ciudadanos romanos, tuve que emprender el estudio de su lengua nativa con ímprobo trabajo y sin la dirección de un maestro.

5Ya de antemano te pido perdón, si luego, narrador sin gracia, tropiezo y uso algún giro exótico o extraño. Por lo demás, este mismo cambio de idioma concuerda con la materia que cultivo: el arte de las metamorfosis.

6Empieza una fábula de origen griego. Atención, lector: te gustará.

2. Iba yo camino de Tesalia. — Pues también, por línea materna, soy oriundo de allí y es para nosotros título de orgullo contar entre nuestros antepasados al célebre Plutarco[3] y luego a su sobrino el filósofo Sexto. — Iba yo, pues, a Tesalia 2 por cuestión de negocios. Tras recorrer altas montañas, húmedos valles, frescas praderas y campos de cultivo, mi caballo, un caballo del país y todo blanco, se hallaba extenuado; cansado yo también 3 de ir sentado, quiero estirar las piernas y echo pie a tierra: seco el sudor de la caballería con unas hojas, doy un cuidadoso masaje a su frente, acaricio sus orejas, le quito los frenos, me pongo a caminar muy despacito para darle tiempo a disipar su cansancio descargando su vientre según 4 natural necesidad. Mientras la caballería con la cabeza gacha y de lado busca en movimiento su pasto sobre las praderas recorridas, me sumo, como tercero, a dos compañeros de ruta que casualmente iban delante a muy poca distancia. 5 Al prestar oído por captar su conversación, uno de ellos, estallando de risa: «Ahórrate —exclama— unas mentiras tan absurdas, tan disparatadas».

6Al oír esta exclamación y, además, sediento de novedades, interrumpo: «Ponedme al tanto de vuestra conversación; no soy un entrometido, pero me gustaría saberlo todo o, al menos, todo lo posible; al propio tiempo, la ruda pendiente que iniciamos se aliviará con la amenidad de una bonita historia».

3. El primer interlocutor: «¡Sí, mentira todo eso! —dice—; tan verídico como si alguien pretendiera afirmar: basta un mágico murmullo... y los ríos vuelven rápidamente hacia atrás, es posible encadenar e inmovilizar a los mares, adormecer el soplo de los vientos, detener la marcha del sol, atraer el rocío de la luna, arrancar del cielo las estrellas, suprimir el día y alargar la noche».

2Yo, entonces, tomo la palabra con mayor libertad: «Oye, amigo, tú que habías iniciado la historia, no te acobardes; por favor, complétala». Y, dirigiéndome al otro: «¿No estás acaso rechazando con tus oídos sordos, tu entendimiento obtuso, lo que puede ser exacta realidad?

3»Por Hércules, no pecas de listo: los peores prejuicios hacen ver mentiras en lo que uno nunca ha visto u oído simplemente porque ello sobrepasa el alcance de nuestra inteligencia; un examen algo detenido te convencerá de que tales hechos son no solo evidentemente ciertos, sino hasta de fácil ejecución.

4. »Así yo, ayer por la tarde, desafiando a mis comensales, me afanaba por engullir un trozo demasiado grande de torta con queso, cuando la pasta blanda y pegajosa me quedó adherida a las paredes inferiores de la garganta interceptándome las vías respiratorias de tal modo que nada me faltó para morir. Y, no obstante, últimamente 2 en Atenas y ante el pórtico del Pecilo, con este par de ojos que tengo, vi a un malabarista tragarse un sable de caballería 3 horriblemente afilado. Después, animado por alguna exigua moneda, se hundió hasta el fondo de las entrañas y por la parte mortífera una lanza de cazador. Más todavía: sobre el mango 4 herrado del arma, que sobresalía por encima de la cabeza, un chiquillo de graciosas y suaves formas comienza a trepar y a exhibirse en acrobáticas volteretas como si no fuera de carne y hueso, ante la admiración unánime de los asistentes; parecía 5 la hermosa serpiente que con móviles articulaciones abraza el caduceo del dios-médico al enroscarse entre sus nudos y ramas mal cortadas.[4] Pero, bueno, tú prosigue ya, por favor, la historia iniciada. Yo te creeré por 6 este otro y por mí; y en la primera taberna en que podamos parar, repartiré contigo mi merienda. He aquí el premio que te espera».

5. «Yo —replica— aprecio tu oferta en su justo valor; ciertamente he de volver al principio de la historia ya iniciada. Pero antes, te lo juro por este divino Sol que todo lo ve, yo no 2 refiero nada cuya exactitud no pueda comprobarse. Y se desvanecerán vuestras dudas en cuanto lleguéis a la primera ciudad de Tesalia, pues allí no habla de otra cosa la gente sino de estos hechos, desarrollados en pleno día.

3»Pero previamente debéis saber de dónde soy y quién soy. Me llamo Aristómenes, soy de Egio; enteraos también de cómo me gano la vida: soy corredor de miel, queso y mercancías similares servidas en las tabernas por todos los rincones de Tesalia, Etolia y Beoda. Enterado, 4 pues, de que en Hipata, la ciudad más importante de Tesalia, se vendía, a precio muy arreglado, un queso fresco de exquisito sabor, acudí rápidamente con intención de adquirir toda la partida. Pero, como 5 suele ocurrir, me puse en ruta con mala sombra, y la esperanza del negocio me ha salido fallida: la víspera, en efecto, Lupo, un comprador al por mayor, había adquirido toda la mercancía.

»Cansado, pues, de correr inútilmente, al caer de la tarde, me dirigía con calma a unos baños.

6. »De pronto veo a mi camarada Sócrates. Estaba sentado en el suelo, medio desnudo, con un manto viejo y roto, casi desconocido por su palidez, desfigurado y demacrado; parecía uno de esos miserables que, abandonados de la suerte, piden limosna por las calles. En estas 2 condiciones, aunque era íntimo amigo mío y perfectamente conocido, me fui acercando a él con mis dudas: ‘Oye —le digo—, querido Sócrates, ¿qué pasa? ¡Qué aspecto! ¡Qué infamia! En tu casa ya te lloran muerto y enterrado; tus hijos ya tienen tutores, asignados por decreto del juez provincial;[5] tu mujer, después 3 de cumplir sus últimas obligaciones con relación a ti y de consumirse mucho tiempo en el duelo y abatimiento hasta el extremo que, a fuerza de llorar, ha perdido casi por completo la vista, ahora se ve obligada por la propia familia a animar su casa desolada con la alegría de un nuevo matrimonio. Tú, en cambio, para mayor deshonra nuestra, apareces aquí como un alma en pena’.

4»‘Aristómenes —contestó él—, tú ignoras, bien se ve, las volubles peripecias de la fortuna, sus caprichosas sorpresas, sus sucesivos vaivenes’. Al hablar así, cubrió con sus harapos entrecosidos su rostro, ahora ruborizado, de tal modo que dejó al descubierto el resto de su cuerpo de la cintura para abajo.

5»No pude soportar ya más tan lamentable y mísero espectáculo, y le tiendo la mano para ayudarlo a levantarse.

7. »Pero él, así como estaba, es decir, con la cabeza tapada: ‘Deja —decía—, deja que la Fortuna disfrute por más tiempo del trofeo que ella misma se ha erigido’.

2»Logré que me siguiera. Y al propio tiempo, me quito una de mis dos túnicas, se la pongo apresuradamente para vestirlo, o, mejor dicho, para abrigarlo; acto seguido lo conduzco al baño; yo mismo le preparo 3 el perfume y las toallas; a fuerza de frotar, hago desaparecer la roña espesa que lo recubre. Cuando ya está bien limpio, lo llevo a la fonda, sosteniendo a duras penas, por hallarme igualmente cansado, sus miembros desfallecidos; le preparo buena cama, lo reanimo con buena comida y buena bebida y lo distraigo contándole historias.

4»Ya le entran ganas de hablar, de reír, hasta de gastar bromas y hacer chistes, cuando, emitiendo de lo más hondo de su corazón un suspiro desgarrador y golpeándose la frente con su mano enloquecida, exclama: ‘¡Desgraciado 5 de mí! Por correr tras el placer de un renombrado espectáculo de gladiadores he caído en esta pesadilla. Efectivamente, como muy bien sabes, había salido hacia Macedonia por un lucrativo negocio; después de nueve meses de trabajo 6 regresaba con un bonito beneficio; poco antes de llegar a Larisa, había tomado un atajo para ver ese espectáculo, cuando, en un valle solitario y accidentado, me veo rodeado por unos horribles salteadores: despojado de todo, salgo justo con vida; y en 7 esta situación extrema voy a refugiarme a la taberna de cierta Meroe, mujer entrada en años, pero todavía muy galante; le cuento los pormenores de mi largo viaje, del angustioso regreso con el horrible atraco. Empieza 8 por tratarme con las máximas atenciones, comparte conmigo, gratuitamente, su excelente mesa, y luego, en un exceso de pasión, su propia cama. Aquí mismo 9 empieza mi desgracia: una sola noche a su lado, una sola, y heme aquí ya víctima de una interminable y nauseabunda convivencia; hasta los harapos que la generosidad de los atracadores 10 me había dejado para cubrirme, fueron a parar a sus manos; le di hasta el mísero salario que ganaba arrastrando sacos cuando todavía era capaz de hacerlo; tú mismo acabas de ver a qué estado me han reducido mi excelente esposa y mi mala suerte’.

8. »‘Por Pólux —le contesté—, bien merecido tienes el peor de los castigos, si no obstante pudiera haber otro peor que tu última aventura: ¿cómo has podido, por los vulgares placeres del amor, por una vil prostituta, sacrificar tu hogar y tus hijos?’

2»‘¡Silencio, silencio!’, me replica llevándose el índice a los labios, atónito, aterrorizado. Y, mirando a su alrededor para ver si era posible hablar sin riesgos, añadió: ‘¡Cuidado! Es una mujer con virtudes sobrenaturales; podrías atraerte algún disgusto con palabras imprudentes’.

3»‘Oye, dime, por favor; al fin y al cabo, ¿qué clase de mujer es esa poderosa reina de las cantineras?’

4»‘Es una hechicera, una adivina capaz de rebajar la bóveda del cielo, de suspender en los aires la tierra, de petrificar las aguas, de disolver las montañas, de invocar a los poderes infernales, de hacer descender sobre la tierra a los dioses, de oscurecer las estrellas o iluminar hasta el Tártaro’.

5»‘Por favor, te lo ruego, retira ese cuadro trágico, dobla ese lienzo teatral y háblame en términos usuales’.

6»‘¿Quieres enterarte de uno o dos, o de un montón, de sus prodigios? Lograr que se enamoren locamente de ella los habitantes de la comarca y hasta los indios y los etíopes de ambas Etiopías[6] es el preludio de su ciencia y un mero pasatiempo. Escucha lo que hizo en presencia de muchos testigos.

9. »’Uno de sus amantes había tenido la osadía de ir con otra: con una sola palabra, lo cambió en castor: para 2 que corriera la suerte de este animal salvaje, que, por temor a la cautividad, se libra de los cazadores seccionándose los genitales.

3»’A un cantinero, vecino suyo y que por lo tanto le hacía la competencia, lo cambió en rana; ahora el pobre viejo aquel nada en un tonel y, sumergido en las heces del vino, saluda cortésmente con su ronca voz a los antiguos clientes.

4»’Un tercero, un abogado, había hablado contra ella: lo transformó en borrego, y ahora ahí tenéis al borrego aquel defendiendo pleitos.

5»’La mujer de cierto amante suyo se había permitido aludir a ella con algún gracioso sobreentendido; esa desgraciada estaba encinta; ella encerró en su seno el fruto que llevaba, paralizó su normal desarrollo, la 6 condenó a un embarazo permanente; y, según cómputo general, ahí la tienes en el octavo año de su gravidez: pobrecita, está hinchada como si hubiera de dar a luz a un elefante.

10. »‘Al sumarse a esta otras muchas víctimas, fue en aumento la indignación pública y se acordo una vez que al día siguiente se la castigaría con toda severidad bajo una lluvia de piedras. Ella se 2 adelantó a este proyecto con la virtud de sus encantamientos; y así como la famosa Medea,[7] tras conseguir de Creón el breve aplazamiento de un día, consumió en el incendio provocado por una corona en llamas a toda la familia 3 del anciano rey, incluida su hija y él mismo, así también Meroe, valiéndose, sobre una fosa, de ciertas devociones sepulcrales, como últimamente me lo ha explicado ella misma en un momento de embriaguez, retuvo a todos, por la fuerza misteriosa de los seres sobrenaturales, encerrados en sus respectivas casas. Durante dos días completos fue imposible forzar las cerraduras, arrancar las puertas y hasta perforar las paredes. Por 4 fin, resignándose mutuamente, todos a una proclamaron y juraron, comprometiéndose por el más sagrado de los juramentos, que ninguno de ellos le pondría la mano encima y que le prestarían ayuda y protección si a alguien se le ocurriera pensar otra cosa. En 5 estas condiciones se dejó aplacar y liberó a toda la ciudad. En cuanto al cabecilla de aquella manifestación, a altas horas de la noche, con su casa entera y verdadera (es decir, paredes, solar y cimientos) cerrada como estaba, lo transportó a cien millas de distancia, a otra ciudad situada en la cúspide de una roca abrupta y, por lo tanto, sin agua. Más todavía: como la 6 densidad de la población no dejaba sitio para el nuevo huésped, Meroe arrojó la casa ante la puerta de la ciudad y se largó’.

11. »‘Me estás contando, amigo Sócrates, cosas tan maravillosas como 2 horribles. Tanto es así que ya me has preocupado bastante a mí también, o, mejor dicho, asustado; has hecho que me sienta acribillado no ya por remordimientos, sino por puntas de lanza: ¡si de un modo análogo, por algún poder sobrenatural, lograra la vieja aquella enterarse de nuestra actual conversación! Acostémonos 3 cuanto antes y, cuando el sueño haya aliviado nuestra fatiga, sin esperar el día, huyamos de aquí, alejémonos lo más posible’.

4»Aún estaba yo dando consejos, cuando el bueno de Sócrates, vencido por los efectos del vino —al que no estaba acostumbrado— y por una larga fatiga, roncaba ya profundamente dormido.

5»Yo entonces cierro la puerta, echo el pestillo, corro el camastro hasta aplicarlo al mismo gozne, y me tumbo encima. Al principio el pánico me mantiene un rato 6 despierto; después, sobre la media noche, pego un poco el ojo.

7»Acababa de dormirme, cuando, bruscamente, con una sacudida demasiado violenta para atribuirla a los ladrones, se abre la puerta, o mejor dicho, se hunde hacia el interior con los goznes rotos 8 o arrancados de cuajo. El camastro, por lo demás cortito, falto de pie y apolillado, se derrumba ante la violencia del choque; yo también salgo despedido, rodando, y, al recaer al suelo la cama, me cubre y aprisiona.

12. »Entonces comprobé que ciertas emociones se manifiestan por efectos naturalmente contradictorios. Pues, como es muy frecuente que se llore de alegría, yo en aquel momento de terrible angustia no pude contener la risa al verme convertido de Aristómenes 2 en tortuga. Y cuando, aplastado en el sucio suelo, resguardado por la inteligente protección del camastro, miro de reojo a ver qué pasa, me 3 veo a dos mujeres ya entradas en años; una llevaba una lámpara encendida, la otra una esponja y una espada desenvainada. Con este equipo rodearon a Sócrates, que dormía muy tranquilo. La que 4 tenía la espada habla así: ‘Aquí tienes, hermana Pantia, a mi querido Endimión,[8] mi adorado tormento, que día y noche se ha burlado de mi corta edad; aquí 5 tienes al que, menospreciando mi amor, me deshonra con sus calumnias y, además, se prepara a huir. Por lo visto, a mí me espera, cual nueva Calipso abandonada por el astuto 6 Ulises, llorar mi eterna soledad’.

»En esto, extendiendo su brazo para señalarme a su amiga Pantia, añade: ‘En 7 cuanto a este otro, el bueno de Aristómenes, el consejero que tuvo la iniciativa de la evasión y que ahora mismo va a morir, postrado en tierra y acostado bajo su camastro está viendo todo esto y se figura que van a quedar impunes las ofensas que me ha dirigido. Un 8 día... no, pronto, mejor aún, en este preciso instante, le haré arrepentirse de sus sarcasmos de ayer y de su curiosidad presente’.

13. »Al oír esas palabras, pobre de mí, me siento inundado de un sudor frío, me tiritan las entrañas de tal modo que hasta el camastro, agitado por mis sobresaltos, bailaba sobre mi espalda. La amable Pantia 2 contestó: ‘Dime, pues, hermana, ¿empezamos por despedazar a este a la manera de las bacantes,[9] o lo atamos debidamente para mutilar su virilidad?’

3»Entonces Meroe —pues la misma realidad me hacía comprender que, dadas las referencias de Sócrates, ese era su nombre—: ‘No —dijo—; que sobreviva ese al menos 4 para amontonar un poco de tierra sobre el cuerpo de este desgraciado’; e, inclinando la cabeza de Sócrates, le hundió por la izquierda del cuello su espada, hasta la empuñadura, y recogió 5 cuidadosamente en un exiguo odre la sangre que brotaba, sin que la menor gotita salpicara el escenario. Esto lo he visto yo con mis propios ojos. Y, sin duda para que no faltara detalle al ritual del sacrificio, introduciendo la mano 6 derecha por la herida aquella y rebuscando hasta el fondo de las entrañas, la dulce Meroe retiró el corazón de mi pobre compañero. Él, al cortarle el cuello el golpe de la espada, dejó escapar a través de la herida un grito, o mejor dicho, un vago silbido, y expiró.

7»Pantia, cubriendo con una esponja la enorme herida entreabierta, dijo: ‘Atención, esponja, ten cuidado: eres hija del mar, no pases por el río’. Terminada esta operación y retirándose 8 ya, dan un empujón a mi camastro, se ponen a caballo sobre mi cara y alivian su vejiga, inundándome de un líquido terriblemente inmundo.

14. »Apenas habían cruzado el umbral, las puertas se levantan intactas por sí solas y recobran su primitiva posición: los goznes se colocan en sus respectivos huecos, las barras de refuerzo buscan sus puntos de apoyo, los pestillos vuelven a sus escarpias. Pero yo 2 seguía allí, como estaba, extendido en el suelo, sin fuerzas, desnudo, helado, remojado como un recién nacido al venir al mundo; mejor dicho, estaba medio muerto, me sentía como un superviviente de mí mismo, un póstumo o por lo menos un aspirante a morir en cruz.[10]

3»‘¿Qué será de mí —me decía— cuando por la mañana aparezca este hombre degollado? ¿A quién parecerá verosímil mi relato, aunque sea la pura verdad? Podías al menos 4 haber gritado en petición de auxilio si, con ser todo un hombre, no podías resistir a una mujer. ¿Degüellan a un hombre en tu presencia y te callas? Además, ¿cómo no 5 fuiste víctima del mismo atentado? ¿Por qué su feroz crueldad perdonó al testigo del crimen? ¿Acaso buscándose una denuncia? Bien: antes has escapado a la muerte, ahora vuelve a ella’.

6»Mientras yo daba vueltas a esos pensamientos, la noche se desvanecía ante la llegada del día. Así, pues, me pareció que la mejor solución era escapar furtivamente antes del alba y ponerme en ruta aunque fuera a tientas. Cojo 7 mi paquetito, introduzco la llave y retiro el pestillo; pero aquella puerta de incorruptible lealtad, que por sí sola había saltado de noche, a duras penas logra abrirse entonces a fuerza de porfiar con la llave.

15. »‘Oye, tú, ¿dónde estás? —pregunto—. Ábreme la puerta del corral; quiero salir antes del alba’. El portero, acostado en el suelo de la entrada y todavía medio dormido, me dijo: ‘¿Qué? ¿Ignoras que los 2 caminos están infestados de atracadores, para ponerte en ruta a tan altas horas de la noche? Si tienes algún crimen sobre tu conciencia y quieres morir, mi cabeza no es una calabaza para morir en tu lugar’. ‘No falta 3 ya mucho para ser de día —le contesto—. Además, ¿qué pueden quitar los salteadores al más pobre de los viajeros? ¿Ignoras acaso, imbécil, que ni diez atletas pueden desvalijar al que va desnudo?’. Entonces el 4 portero, cayéndose de sueño y medio inconsciente, dando media vuelta, dijo: ‘¿Quién me asegura que no pretendes darte a la fuga después de degollar a tu compañero de viaje, al hombre aquel que anoche acompañaste aquí?’

5»En aquel momento, me parece recordarlo todavía, vi la tierra abrirse bajo mis pies y, en el fondo del Tártaro, al Can Cérbero hambriento y dispuesto a devorarme. Y se 6 me ocurrió que sin duda la dulce Meroe no me había perdonado la vida por compasión, sino que, por crueldad, me había reservado para la cruz.

16. »De vuelta, pues, al dormitorio, pensaba en el procedimiento más expeditivo para quitarme 2 la vida. Como la Fortuna no me había dejado a mano otra arma que el camastro: ‘Querido camastro —dije—, camastro de mi alma, que has escanciado en mi compañía tantas copas de amargura, tú que conoces y has presenciado 3 lo que esta noche ha pasado aquí, único testigo que puedo citar en defensa de mi inocencia, proporcióname una arma saludable para volar a los infiernos’. Al propio tiempo me pongo 4 a desenredar la cuerda que formaba la red del camastro; ato uno de sus extremos sobre una vigueta que, bajo la ventana, sobresalía hacia el exterior; por la otra punta hago un fuerte nudo; luego, subiendo sobre la cama y estirándome para asegurar mi muerte, introduzco el cuello en el lazo. Pero, al empujar con 5 el pie el punto de apoyo con el fin de que el propio peso apretara la soga al cuello y me cortara la respiración, inesperadamente se rompe la cuerda, ya vieja y apolillada; yo caigo en el vacío, justo encima 6 de Sócrates, que yacía junto a mí, y ruedo al suelo con él.

17. »Y he aquí que el portero, en ese preciso momento, irrumpe en el departamento gritando desaforadamente: ‘¿Dónde estás, tú que a altas horas de la noche tenías tanta prisa por salir y ahora estás roncando entre las mantas?’

2»Entonces, despertándose tal vez por el golpe de mi caída, tal vez por los gritos ensordecedores de aquel hombre, Sócrates es el primero en levantarse y dice: ‘No en vano detestan todos los viajeros a tales mesoneros. Este 3 impertinente entra aquí en el momento más inoportuno, sin duda por afán de robar algo, y con sus clamorosos chillidos, cuando más cansado estoy, me saca del más profundo de los sueños’.

4Me levanto alegre y feliz, rebosando de esta felicidad inesperada. ‘Aquí tienes, portero incorruptible, aquí tienes a mi compañero y hermano, al que esta noche, según tus calumnias en medio de la borrachera, yo había 5 dado muerte’. Y mientras se lo decía, besaba y abrazaba a Sócrates. Pero él, captando el olor nauseabundo con que me habían infectado las brujas aquellas, me rechaza duramente: ‘Fuera 6 de aquí, asqueroso, hueles peor que la más inmunda cloaca’. Y se pone a indagar con interés la marca del perfume aquel. Pero yo, inventando 7 en buena hora una broma absurda, para distraerlo y cambiar de tema, le echo la mano encima diciendo: ‘¿Por qué no nos vamos y disfrutamos el encanto de 8 una marcha matutina?’

»Cojo mi paquetito, pago al mesonero el importe de nuestra estancia y emprendemos la ruta.

18. »Habíamos caminado un buen trecho; el sol acababa de salir y lo iluminaba todo con sus rayos. Yo examinaba con curiosa atención el cuello de mi compañero por el lado en que había visto clavarle 2 la espada, y me decía a mí mismo: ‘Necio de ti, has debido de estar sumido bajo los efectos del vino para soñar tales disparates. Ahí tienes 3 a Sócrates intacto, sano y salvo. ¿Dónde está la lesión? ¿Dónde la esponja? ¿Dónde, finalmente, la huella de tan profunda y reciente herida?’ Y, dirigiéndome a él: ‘No en 4 vano —le dije— afirman médicos dignos de crédito que un estómago atiborrado de comida y bebida sueña con tragedias y pesadillas; así yo, por no haber tenido ayer cuidado en el beber, pasé una noche espantosa 5 representándome cuadros horribles y truculentos; aún ahora me figuro salpicado y manchado de sangre humana’.

»Él, entonces, sonriendo, replicó: ‘No, hombre; de sangre, no; di, más bien, de un líquido infecto. Por mi parte, también he soñado: creía que me degollaban; me 7 dolía aquí, en el cuello, y pensaba que me arrancaban el corazón; y aún ahora se me corta la respiración, me tiemblan las piernas, pierdo el equilibrio y siento necesidad de comer algo para reanimarme’.

8»‘Toma, aquí tienes a punto el desayuno —le digo descolgando la alforja de mi espalda; le ofrezco rápidamente pan con queso, y añado—: Sentémonos junto a este plátano’.

19. »Hecho esto, tomo yo también un bocadillo igual y, cuando estaba observando el excelente apetito que él tenía, veo que su cara se desencaja, que se desmaya y se pone pálido como un boj.

2»Hasta tal punto había cobrado un color cadavérico, que, asustado e imaginándome otra vez a las brujas de la noche, se me atravesó en la garganta el primer 3 bocado de pan, aunque menudo del todo, y no lo podía hacer pasar ni en un sentido ni en otro. Y lo que colmaba mi pánico era 4 la falta de transeúntes.[11] ¿Quién iba a admitir la muerte de uno de los dos compañeros sin la culpabilidad 5 del otro?

6»Sócrates, no obstante, tras ventilar abundante comida, empezaba a sentir una sed irresistible; había devorado con avidez la mitad del delicioso queso, y, no muy lejos 7 del pie del plátano, se deslizaba suave y perezosamente un arroyo tan apacible como un lago, cuyo colorido competía con el de la plata o el vidrio. ‘Oye —le digo—, sacia 8 tu sed con las puras aguas de esta fuente’. Se pone de pie, busca un punto en la orilla al nivel del agua, se arrodilla y, sediento, se inclina para beber. Apenas había tocado con la punta 9 de los labios la superficie del agua, cuando la herida de su cuello se abre en profunda brecha y sale por ella de repente la esponja acompañada de una ligera hemorragia. Su cuerpo inánime 10 se hubiera desplomado sobre el río si yo no lo hubiera retenido por un pie y arrastrado a duras penas sobre la orilla. Allí, después de llorar a mi pobrecito compañero, como 11 aconsejaban las circunstancias, lo cubrí de una tierra arenosa, su eterna morada en la proximidad del río. En cuanto a mí, tembloroso y en extremo preocupado por mi suerte, emprendí la huida por 12 caminos apartados y solitarios; como si tuviera sobre mi conciencia un asesinato, abandoné mi patria y mi hogar en busca de un destierro voluntario. Ahora vivo en Etolia, donde he contraído nuevo matrimonio».

20. He ahí la historia de Aristómenes. Pero su compañero, que ya desde el principio se había obstinado en no dar crédito a sus palabras, persistía 2 en su actitud: «Nada más fabuloso —le dice— que esta fábula; nada más absurdo que esta mentira». Y, dirigiéndose a mí, me dice: «¿Y tú, tú que tienes aspecto y modales de persona culta, te crees este cuento?».

3«Yo, ciertamente —le contesto—, opino que no hay nada imposible; que todo en la vida de los mortales discurre según decretos del destino: a mí, a ti, a todos los hombres nos ocurren muchas cosas extrañas y poco 4 menos que inauditas: si se las cuentas a un ignorante, no te cree. Por mi parte, doy crédito, te lo juro, a las palabras de tu compañero y le quedo muy agradecido por habernos distraído 5 con el encanto de una preciosa historia; yo, al menos, he recorrido esta ruda y larga cuesta sin cansarme ni aburrirme. Creo que hasta mi caballería se felicita de esta suerte, pues he llegado, sin cansarla, a la puerta de la ciudad cabalgando, no 6 sobre su lomo, sino sobre mis propios oídos».

21. Aquí termina nuestra conversación y nuestro viaje en común. Pues mis dos compañeros giraron a la izquierda, hacia una humilde casa de campo próxima.

2Yo, dirigiéndome a la primera hospedería que encontré, pregunto directamente a la cantinera —una mujer ya mayor—: «¿Es Hipata esta ciudad?» Dice que sí con una inclinación de cabeza. «¿Conoces a Milón, uno de los 3 primeros ciudadanos?» Se echó a reír, diciendo: «Sin la menor duda, Milón, aquí es el primero, y vive fuera del recinto de la aglomeración urbana». «Déjate de bromas, excelente abuela, y dime, por 4 favor, quién es y dónde vive». «¿Ves —contesta— allá al fondo, aquellas ventanas abiertas que miran hacia la ciudad, y, del otro lado, una puerta que en sentido opuesto da a la callejuela próxima? Allí vive tu Milón, persona 5 de mucho dinero y ricas posesiones, pero de mala fe por su extrema avaricia y su miserable tacañería; practica la usura con bonito interés, garantizando sus operaciones con hipotecas en 6 oro y plata. Confinado en su humilde hogar y siempre pendiente de su pasión por el dinero, allí vive con una esposa que comparte su miseria. No tiene más que una sola y única sirvienta y 7 va siempre vestido como un mendigo».

8Ante tal retrato, me echo a reír, diciendo: «Mi amigo Demeas ha velado por mi con previsora bondad, cuando, al partir, me recomendó a tal personaje: un huésped en cuya mansión no habría de temer ni el humo del hogar ni el olor de la parrilla».

22. Y, hablando así, recorro el corto trayecto y me acerco a la entrada, cuya puerta estaba sólidamente cerrada con buen cerrojo; doy 2 golpes, llamo. Por fin sale una jovencita y me dice: «Oye tú, que tan estrepitosamente has golpeado a la puerta, ¿qué garantía ofreces por el empréstito? ¿Serías acaso el primero en ignorar que 3 aquí no se presta a no ser con el empeño de oro y plata?» «No seas tan mal pensada —le contesto— y dime más bien si tu amo está en casa». «Sí —añade—; pero ¿cuál es el motivo de tu 4 visita?» «Le traigo una carta que le manda Demeas, de Corinto». «Mientras te anuncio —dice—, espérame ahí, donde estás». Sin terminar de hablar, corre otra vez el cerrojo y se dirige al interior. Al cabo 5 de un instante vuelve y abre diciendo: «Te manda pasar».

6La sigo y lo encuentro recostado en un mísero camastro, a punto de empezar a cenar. A su lado estaba sentada su mujer.[12] La mesa estaba lista, pero sin nada encima; señalándola: 7 «He ahí —me dice— la hospitalidad que puedo ofrecer». «Muy bien», le digo, y a la vez le entrego la carta de Demeas. Tras ojearla rápidamente, añade: «Encantado con que 8 mi querido Demeas me haya enviado un huésped tan distinguido».

23. Y, pronunciando esas palabras, invita a su mujer a cederme el sitio y a mí a sentarme 2 en su lugar; como yo, por cortesía, no me daba prisa, él cogió la orla de mi manto para ayudarme: «Siéntate —dice— a mi lado. Pues el miedo a los salteadores no nos permite adquirir sillas y un mobiliario adecuado». Así lo hice. Y prosiguió: «De 3 tus elegantes modales y de tu compostura verdaderamente virginal yo podría ya deducir sin más la nobleza de tu estirpe, aunque 4 la carta de mi amigo Demeas no proclamara tus méritos. No menosprecies, por favor, la modestia de mi humilde choza. Mira, el dormitorio inmediato será tu digna habitación. Séate grata la 5 estancia entre nosotros. Pues mi casa será en adelante una casa grande por verse honrada con tu presencia; y será para ti un título de gloria el haber sabido imitar, contentándote con mi 6 modesta morada, las virtudes del gran Teseo, el homónimo de tu padre, que no desdeñó la humilde hospitalidad de la anciana Hecale».[13] Después, llamando a la joven sirvienta: «Fotis —le dice—, encárgate 7 del equipaje de nuestro huésped y colócalo en lugar seguro en esa habitación; a la vez, saca en seguida del armario aceite para la loción, toallas para secarse, todo 8 lo necesario para el aseo, y acompaña a mi huésped al baño más próximo; debe de estar cansado por el duro y largo viaje».

24. Al oír esas palabras, teniendo en cuenta el carácter y tacañería de Milón y deseando granjearme más a fondo su simpatía: «No necesito nada —le digo—; todos esos enseres de aseo me acompañan siempre en mis viajes. En 2 cuanto al balneario, me será fácil preguntar por él. Mira, lo más esencial con mucho para mí es mi caballo, que me ha traído valientemente hasta aquí; toma, Fotis, estas monedas; cómprale heno y cebada».

3Arreglado este asunto y dispuestas mis cosas en la habitación, me dirijo yo mismo al baño, con la precaución de pasar antes por el mercado para abastecernos[14] de alimentos. Veo 4 allí en venta un delicioso pescado; pregunto el precio; me dicen que cien sestercios; hago ademán de dejarlo y lo saco por veinte denarios.[15] Justamente, al salir de allí, me encuentro con 5 Pitias, mi condiscípulo de Atenas; quedó un poco parado al reconocerme, me asaltó efusivamente y, entre besos y abrazos: «Querido Lucio —dijo—, hace un siglo que no 6 nos hemos visto; por Hércules, desde que dejamos la escuela de Clitio. ¿Cuál es el motivo de este viaje?» «Mañana lo sabrás —le contesto—. Pero, ¿qué es esto? Mi enhorabuena. Te 7 veo con ordenanzas, con fascios, con todo el boato propio de un magistrado». «Estoy encargado de la sección de abastos, soy edil.[16] Si te apetece algo, lo tendrás en seguida». Le doy las gracias: había 8 asegurado suficientemente mi cena con la compra del pescado. Pero Pitias, al ver mi cesta y sacudirla para ver mejor el pescado: «¿Cuánto —me pregunta— te han costado estos 9 boquerones?» «Me costó trabajo —le digo— para sacárselos al pescadero por veinte denarios».

25. Al oírme, me coge del brazo en el acto y, metiéndome de nuevo en el mercado: «¿A quién —me 2 dice— has comprado aquí este saldo?» Le señalo a un pobre viejo, sentado en un rincón. Inmediatamente, con sus prerrogativas de edil, increpándolo con la mayor 3 rudeza: «Ahora —dice— ya no tenéis consideración ni para nuestros propios amigos ni, en general, para ningún forastero; ponéis un alto precio al pescado más ruin y, con la carestía de los víveres, reducís esta ciudad, la flor y nata de Tesalia, a la condición de un desierto o de un picacho solitario. Pero ello no 4