El baile del oso - Irena Dousková - E-Book

El baile del oso E-Book

Irena Dousková

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Beschreibung

La vida en Lipnice, un pueblo de la recién fundada Checoslovaquia, se ve trastocada por la presencia de un nuevo vecino. El inocente Tonda se gana más de una reprimenda; el párroco está asustado, el director del colegio entusiasmado y el tabernero no da abasto. En el cochambroso primer piso de una casa del centro del pueblo se ha instalado Jaroslav Hašek: revolucionario, bromista, borracho, bígamo y gran escritor. Mientras está inmerso en el proceso de escritura de Las aventuras del buen soldado Švejk, la que será considerada su gran obra, va dejando huella en los diversos personajes de esta novela. A través de los últimos días de una vida marcada por los excesos, conocemos la faceta más humana de un genio con una personalidad indomable

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Índice
Escalones
Créditos
Autora
Traductor
El baile del oso

Escalones,

17

Título original: Medvědí tanec

© Irena Dousková, 2014

Primera edición digital: mayo 2023

© de la traducción: Enrique Gutiérrez, 2023

© de la presente edición: La Fuga Ediciones, 2023

© de la imagen de cubierta: Igor Malijevský, 2023

Corrección: Olga Jornet Vegas

Revisión: Iago Arximiro Gondar Cabanelas - Leticia Clara Cosculluela Viso

Diseño gráfico: Joan Redolad

Maquetación digital: Iago Arximiro Gondar Cabanelas

ISBN: 978-84-127258-0-3

La traducción de esta obra ha recibido una ayuda financiada por el Ministerio de Cultura de la República Checa.

Este libro forma parte del proyecto Cien Años de Humor en la Literatura Europea que cuenta con la financiación de la UE a través del programa Europa Creativa.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Todos los derechos reservados:

La fuga ediciones, S.L.

Passatge Pere Calders 9

08015 Barcelona

[email protected]

www.lafugaediciones.es

Irena Dousková

Příbram 1964

Irena Dousková es una novelista, periodista, poeta y dramaturga checa. Desde 2006 se gana la vida escribiendo. Ha escrito once libros de ficción, que han sido traducidos a 18 idiomas, El baile del oso es la primera de sus obras que se traduce al castellano. Es una de las autoras más conocidas de su país: ha vendido más de 100.000 copias solo en la República Checa. Actualmente vive en Praga..

Este libro ha sido traducido por:

Enrique Gutiérrez Rubio

Es licenciado en Filología Eslava y Filología Alemana, además de doctor en Lingüística Checa por la Universidad Complutense de Madrid (2007). Aunque su principal actividad profesional es la académica –es profesor titular en el Departamento de Filologías Románicas de la Universidad Palacký de Olomouc (República Checa)–, ha traducido una quincena de libros del checo y el inglés, entre los que destacan las novelas gráficas Alois Nebel (Gallo Nero, 2020) y De momento, bien (Nórdica, 2020).

Irena Dousková

El baile del oso

Traducción de Enrique Gutiérrez

Prólogo

Otro día lloviendo sin descanso. Trombas de agua caían desde las grises nubes. Como si una enloquecida criada celestial se dedicara a verter un cubo tras otro, decidida a limpiar toda aquella suciedad de una vez por todas y devolverla a la tierra, al lugar al que pertenecía. Oscurecía pronto. Sin embargo, nada cambió con la llegada de la noche, continuó lloviendo. El viento, con un aullido, lanzaba auténticos torrentes contra la ventana de la buhardilla que las desnudas ramas del nogal golpeaban como si de las patas de un esquelético monstruo se tratara.

No era algo que lo molestara. Se durmió rápidamente. A fin de cuentas, Dios había prometido que no habría un nuevo diluvio universal. Todos esos salvajes sonidos ahí fuera reforzaban su sensación de seguridad en el interior. Le ayudaban a conciliar el sueño de un modo casi hipnótico. Soñó que subía una colina. Despacio, con dificultad. Había arrastrado la lluvia y la oscuridad a su sueño y les había añadido rayos y truenos. No sin esfuerzo, terminaba alcanzando la cima. Exhausto y empapado, con la tormenta en los talones, se detenía ante una iglesia cuya existencia ni siquiera sospechaba durante su dura ascensión. No sentía el más mínimo interés por entrar. Y no tanto porque se tratara de una iglesia, sino, más bien, a causa de su extraño aspecto. Que la iglesia era extraña era algo que sentía con meridiana claridad en su sueño, aunque no supiera exactamente por qué. Por fuera recordaba cualquier otro santuario en mitad de la naturaleza. Salvo por su inusual estado de abandono y por la oscuridad de sus muros. Debía de ser antiquísima, probablemente románica. Difícil saberlo con seguridad, no era un experto. Por su aspecto recordaba a un pequeño castillo o fortaleza. En su sueño, acercaba la mano hacia el herrumbroso picaporte, hasta el punto de que ya podía incluso tocarlo cuando, de pronto, cambiaba de opinión. Seguro que está cerrada con llave, pensaba. Sabía que no era más que una excusa. La tormenta, sin embargo, lo acababa alcanzando. Azotaba todo a su alrededor. No servía de nada resistirse. Aunque sentía que todo sería en vano, agarraba de nuevo el picaporte y la puerta se abría.

Al principio no veía absolutamente nada. La oscuridad que lo envolvía era aún más impenetrable que en el exterior. Pasado un momento, sin embargo, comenzaba a distinguir las trémulas llamas de unas velas. Le sorprendía que estuvieran encendidas en un lugar tan apartado y abandonado como aquel. No tardaba en vislumbrar otro brillo, débil, procedente de varios rincones tenebrosos. Quizá saliera de aquellos cuadros —al estilo de los iconos ortodoxos—, cuyo significado y temática se le escapaban. El interior de la iglesia se hallaba dispuesto de un modo distinto al habitual. Recordaba a un laberinto cuya forma y estructura no era posible abarcar desde un único punto y en el que todo convergía hacia su centro. En su sueño avanzaba en pos de ese centro. Pasado un tiempo, cuya duración le resultaba completamente imposible de calcular, daba con una construcción de piedra, no muy alta y sin ventanas. Le evocaba un iconostasio, pero construido de piedra. Además, los desnudos muros carecían por completo de decoración. Aún en sueños, lo inspeccionaba detalladamente, sin prisa. No había forma de continuar. Palpaba los gruesos y ennegrecidos muros. Tan solo al tacto acababa descubriendo una puerta prácticamente indistinguible. Al abrirla, un torrente de luz lo cegaba. No podía entrar. Todo cuanto percibía era la propia luz. Si dentro se ocultaba algo, no era capaz de verlo. De hecho, ya ni siquiera le interesaba. De golpe sabía todo cuanto era necesario.

—¡Bondy! ¡Holgazán cerdo judío! ¡Sal!

—¡Abre! ¡Venga!

Tardó un momento en entender que todo había sido un sueño... Y que los gritos y sordos golpes afuera, delante de su casa, no formaban parte de él. Aún adormilado, se sentó. No paraban. No desaparecían. Alguien le dio una violenta patada a la puerta. También oyó el sonido de una piedra al chocar con el cristal de una ventana.

—¿Sabes lo que es un pogromo? ¿No? ¡Pues ahora te vas a enterar!

—¡Abre, Bondy, o no dejamos piedra sobre piedra!

¿Pogromo? ¿En Lipnice? ¿En la Checoslovaquia de 1922? No acababa de creérselo. Si bien era cierto que en Holešov... Que no, que no, imposible, aquello no tenía sentido. Y, aun así, sentía el sudor frío cayéndole a chorros por la espalda. El alboroto frente a la casa no cesaba. Al contrario, le parecía que ganaba en intensidad. Cayó en la cuenta de que en el cuarto contiguo dormía Emilka. Bueno, probablemente ya no durmiera... De pronto, la parálisis se había evaporado.

—Entonces, ¿qué? ¿Tenemos que quemarte la casa?

Tan rápido como pudo se lanzó hacia abajo por las oscuras escaleras. Desde su ventana, que daba al patio, no se veía la parte delantera del edificio. No quería encender la luz. Sin embargo, ya desde el pasillo se podía distinguir el baile de luces en el exterior.

—¿Papá? ¿Qué ocurre? ¿Papá?

—No lo sé, no lo sé... Seguro que hay alguna explicación. No tengas miedo. ¡Quédate ahí, por favor! ¡No salgas de tu cuarto!

Se precipitó hacia la puerta. Dio un traspiés y a punto estuvo de caerse. Pensó en que debería hacerse con un arma. No tenía nada a su alcance. Sin llegar a detenerse, agarró una escoba y, al instante, la tiró. Al final, abrió tal y como estaba: en calzones largos, descalzo y con las manos vacías.

—¿Qué es todo este escándalo? —gritó.

Más bien habría que decir que trató de gritar, porque lo que salió de su garganta fue un sonido ahogado y falto de cualquier dignidad. Le sorprendió que frente a la casa hubiera solo dos hombres. Sin embargo, portaban más antorchas o, al menos, eso le pareció. Quizá solo porque las estaban agitando. No podía verles la cara. No veía prácticamente nada, tan solo las luces en movimiento.

—¡Por hoy basta, cobarde bazofia!

—Tienes suerte de no haberte cagado encima. Por esta vez te vas a librar, pero la próxima será peor, ¿entiendes?

—¡Ándate con ojo, cerdo judío!

Y, de pronto, se habían marchado. Resultaba difícil de creer, pero se habían echado a correr. Cada uno por su lado. Pudo ver que, sin detenerse, tiraban al suelo las antorchas aún encendidas. Quizá de verdad solo tenían dos. Al instante se apagaron. El camino y sus veredas estaban plagados de charcos después de tres días de lluvia constante. Solo entonces cayó en la cuenta de que algunos vecinos lo observaban desde detrás de las ventanas. Uno de ellos la abrió.

—¿Bondy? ¿Todo bien?

—Sí, creo que sí. No pasa nada.

Ya iba a entrar en su casa cuando reparó en que había algo tirado junto a la puerta. Un paquete inmenso y sin forma definida. Lo tocó precavidamente con el pie. Era bastante pesado y estaba empapado. Antes de inclinarse sobre él, dudó un instante. No tenía aspecto de artefacto diabólico. Más bien parecía algo repugnante. A pesar de todo, arrastró aquella cosa al interior de la casa y cerró la puerta. Se acabó el espectáculo.

—Papá —en la escalera vio a Emma con una lámpara de petróleo en la mano.

—Te pedí que no te movieras —le dijo bruscamente.

Enseguida se sintió avergonzado. Sonrió con inseguridad.

—No tengas miedo, ya ha pasado. Todo está bien.

—¡No lo abras! Mejor no lo abras.

—No digas tonterías. Tráeme un cuchillo.

Mira por dónde, pensó, ya podía habérseme ocurrido antes lo del cuchillo. Cortó el cordel y arrancó algunos trozos de periódico mojado bajo los que apareció papel de estraza. El proceso era lento. Por mucho que se esforzaba, no podía evitar que las manos le temblaran ligeramente.

—Vete a la cama.

Emma negó con la cabeza. Estaba ahí, de pie, encima de él, con el farol en una mano mientras con la otra se tapaba la boca. Para no gritar si dentro hubiera algo... Algo... ¡Dios no lo quisiera! ¡Con un poco de suerte no! Sobre todo, que no fuera nada vivo. Bueno, muerto... Un animal. ¡No, no, no! Sintió entre los dientes el sabor salado de la sangre. De su propia sangre.

Era un animal. Y estaba muerto. Un ganso enorme y bien cebado. Desplumado y todo.

Lo colocaron sobre la mesa de la cocina. Sin decir palabra, se sentaron como si estuvieran velando el cadáver del ganso. Emma, desconcertada, lo tocó con el dedo.

—Aquí hay algo, mira.

Del agujero sobre el obispillo asomaba el extremo de un sobre.

—Tráeme las gafas. Están junto a la cama.

—Ya lo leo yo.

—No, tráeme las gafas.

El ganso gusta al judío,

pues somos amigos, Bondy,

este bien gordo le envío,

cocínelo usted por mí.

Justo para San Martín,

organice un buen banquete.

Intentó escapar de mí,

lo envolví en un gran paquete.

Espero no se le ocurra

un mal chólent cocinar.

Raza traidora de Judas,

es lo contario a un manjar.

Discúlpele esta comedia

a Hašek y su humor de mierda.

¡Bastardo! Se va a enterar ese miserable, se prometió el exhausto dueño de la tasca y fue a servirse una copita de slivovice a ver si, con su ayuda, podía volver a conciliar el sueño

El muchacho se puso de puntillas y echó un vistazo a la taberna a través de la ventana. No pudo ver gran cosa, aún no habían encendido las luces. Además, tenía que andarse con ojo para que no se le cayera nada. En una mano llevaba el mensaje de Bondy, en la otra apretaba con fuerza la moneda de cinco céntimos, también de Bondy. Por el mandado. No quería meterse ninguno de los dos en el bolsillo, tenía un agujero. Pequeño, cierto, o eso le había parecido al tantear con los dedos, pero no estaba dispuesto a arriesgar lo más mínimo. Al volver a apoyarse sobre los talones, resbaló y cayó con todo el peso de su cuerpo sobre el fango acumulado bajo la ventana. Tras tres días de lluvia ininterrumpida, la víspera el aguacero se había convertido en nieve y ahora el conjunto formaba un fango repugnante sobre el que el muchacho chapoteaba y que se le colaba en las botas. Estaban destrozadas, pero no tenía otras ni las tendría en un futuro cercano.

Entró en el local. Era poco después del mediodía y estaba vacío. Ni siquiera vio a Lexa Invald, el dueño. El señor Hašek sí estaba allí, en una mesa, al fondo, cerca de la cocina. En el sitio en el que siempre se sentaba. Lo saludó. Pero nada. No lo había escuchado y, sin embargo, tenía la sensación de que lo estaba observando. Desde luego, estaba mirando en su dirección. Mejor esperar a ver qué pasaba. No quería molestarlo ni nada parecido. Especialmente cuando le habían pagado por el mandado. Sin embargo, como seguía sin ocurrir nada, decidió acercarse un poco. Observó cómo fumaba y se le pasó por la cabeza que tenía un brazo extraño. En realidad, los dos. Eran como los de un bebé regordete. Bueno, quizá como los del hijo del alcalde. Desde luego, no como los de su hermano. Pepíček tenía los bracitos delgados como un par de ramitas, desde el principio hasta el fin, hasta el mismo día de su muerte. Claro, que se murió muy pronto, no tenía aún ni seis meses. Sería mejor repetirlo de nuevo. Buenos días. Por fin se movió.

—Buenas.

Sí que está gordo, terriblemente gordo, pensó. No era capaz de entregarle el recado. Debe haberme embrujao, como dice la abuela. Embrujao por el bolchevique.

—¿Has venido a por cerveza?

—No, no tengo jarra.

—Y si tuvieras, ¿habrías venido a por cerveza?

Era justo lo que se temía. Y, sin embargo, no supo qué contestarle. ¿Por qué lo torturaba así? Gordo seboso. ¡Bebé gigante! Bebé gigante de mierda.

—No, tampoco. Vengo a...

—¿Y a por qué habrías venido entonces? ¿Con una jarra, digo?

Se estaba pasando de la raya. Le habría gustado salir corriendo. Claro que antes tiraría el recado al suelo y escupiría sobre él. Pero entonces, ¿qué pasaría con la moneda de cinco céntimos? Tendría que devolverla y eso sería...

—Eh, Tonda... ¿Qué te trae por aquí?

—Le traigo un mensaje al señor Hašek.

—¿Y por qué no se lo das?

—Justo iba a dárselo, señor Invald...

Por fin, se acercó y posó el maldito recado sobre la mesa ya de por sí repleta de papeles.

—Aquí tiene.

Y ya estaba yéndose. Aunque dio dos pasos hacia atrás antes de lograr volverse hacia la puerta.

—¡Espera! ¿Así que eres Tonda?

—Sí, soy Tonda. Pero ya tengo que irme, por favor.

—Como mi abuelo. También se llamaba Tonda. Tonda de Krč. Estaba pensando que a lo mejor querías algo de comer, Tonda.

Dudó. Por primera vez se atrevió a mirar directamente a los ojos entornados de Hašek.

—Pero vaya, que si tienes que irte, pues vete. No hay mucho que yo pueda hacer al respecto.

Lo mato. ¡Lo mato! Avanzaba a saltos por el repugnante fango que salía disparado en todas direcciones.

—¡La próxima vez será!

Se le cayó la moneda. Tardó un buen rato en encontrarla.

Apenas la había mirado. Pero una cosa le había quedado bien clara. También ella estaba bastante gorda. Y fumaba. Una bolchevique. Igual que él.

A través de la ventana entraban algunos rayos del sol vespertino. Sobre la mesa creaban un circulito de mayor claridad. Una mosca atontada curioseaba con un irritado zumbido en una gotita de cerveza. Hašek fue a darle un buen manotazo, pero cayó en la cuenta de que estaban en noviembre. Tenía los días contados. Leyó la nota.

HAŠEK, VENGA EL VIERNES.

HABRÁ TRUCHA.

UN ATENTO SALUDO.

VÍTĚZSLAV BONDY.

—¿Qué te escriben?

—Que me han concedido el premio Nobel. Por Švejk.

—Faltaría más —se rio el tabernero—, ¿qué podría ser si no? En ese caso, te tomarás otra, ¿no?

—Claro que sí. Y también un café con ron. Hay que celebrarlo.

—¿Celebrarlo? ¿Y qué dices que hay que celebrar?* —Šura se quitó el abrigo de pieles.

—¿Ya me dirás qué te vas a poner en enero?

—En enero... Pálido el culo y el cuerpo entero —apuntó Invald.

—Bondy nos invita a cenar. Mañana. Pescado relleno al estilo judío: Gefilte Fisch. Así ahorramos.

—Mañana viene Ašulinka. Va a hacer tortitas. Ya hemos quedado.

—No me vengas con tortitas. Bondy me ha invitado a pescado y es pescado, y no otra cosa, lo que voy a cenar.

—Como quieras, Jaroslávčik. Si prefieres irte con el judío ese... —desapareció por las escaleras hacia arriba.

—Chusma —suspiró Hašek y le pegó un manotazo a la mosca.

Fue un golpe un poco a la buena de Dios. Pero acertó. La mosca estaba medio borracha y no había podido reaccionar a tiempo. Invald continuó sacándoles brillo a las jarras en silencio. Y, aunque conocía a Hašek ya lo suficientemente bien como para saber cuándo hablaba en serio y cuándo no, esta vez no estaba tan seguro.

* En el texto original, Šura se expresa tanto en checo como en ruso, lengua que también usa Hašek, en algunas ocasiones, al dirigirse a ella. Para facilitar la comprensión al lector, en esta edición todo el texto en ruso ha sido traducido al español y marcado en cursiva. (N. d. T.)

—Me alegro de verlo —le dio la bienvenida Bondy.

Hašek vislumbró una leve muestra de regocijo en sus ojos grises.

—Igualmente. Me agrada que no se lo tomara a mal.

—En absoluto, un regalo así... Pase, pase.

Observó la cocina. Acogedora, cargada de aromas.

—Emička está en su cuarto —lo informó.

—Con todo el respeto, sobreviviré. Tengo la casa hasta arriba de mujeres. Bueno, en realidad, Invald, el pobre... ¿Y quién se encarga del negocio?

—¿Hoy? Nadie, está cerrado. Sabbat. Venga, siéntese.

—Ah, claro, seré imbécil. Me había olvidado.

—Nada —se rio—, ojalá hubiera más como usted, de los que se olvidan. No me importaría lo más mínimo. ¿Se toma una copita de vino conmigo?

Hašek asintió distraídamente con la cabeza. Aparentemente lo que más llamaba su atención en ese momento eran dos candelabros de plata sobre los que, lentamente, se consumían las velas del sabbat.

—Yo, sí, pero no me diga que usted también. Que va a beber hoy. ¿O es que acaso hay algo que celebrar?

—No, no que yo sepa. Sabbat aparte, claro, que no deja de ser la mayor festividad. Pero me voy a tomar una. O dos. Por educación.

—Yo no he comido mucho hoy. También por educación. Y para poder disfrutarlo aún más.

—Ha hecho bien.

El bodeguero colocó dos copitas de vino tinto sobre la mesa. Se sentó junto al invitado.

—¡Salud!

—Puede decir tranquilamente: ¡Lejaim! Ahí ya se incluye la salud. Lo tienen ustedes todo muy bien pensado. No solo salud, en una sola palabra cabe todo. El dinero también, ¿verdad? Cuanto uno desee. ¿No es así?

Le sonaron las tripas, Bondy tuvo que oírlo.

—Pues sí. La vida... Para cada uno es algo distinto. También dinero, ¿por qué no? Pero me imagino que no es algo que a usted concretamente lo preocupe en demasía.

—No se confunda conmigo. Aún no me conoce, pero cuando lo haga... No se ría. Soy un verdadero cerdo. Me vendo al mejor postor. Un interesado. Traiga aquí esa trucha. No sea tímido.

Bondy no pudo evitar que se le escapara una leve sonrisa. Se levantó de la mesa, pero no se dirigió hacia el aparador. Sobre una mesilla, en un rincón debajo de una ventana, había encontrado su lugar desde hacía un par de semanas un gramófono. Un lugar privilegiado.

—Yo puedo cenar sin música. Pero, vale, alardee. Menos mal que no está aquí Šura. También quiere uno, está como loca.

Bondy giró la manivela. El disco, que ya estaba preparado en el interior de esa última moda del mundo moderno, se puso en movimiento. En la casa resonó La trucha de Schubert. No había nada para comer. Apenas unos trozos de jalá, secos y desmenuzados, que el bodeguero judío, apiadado del hambriento escritor, acabó por sacar de la despensa. Esa misma tarde comenzaron a tutearse.

—¿Sabes lo que se me ha ocurrido?

—Subir los precios.

—Eso después de Año Nuevo —se rio Bondy—. Se me ha ocurrido que podría largarme de aquí. Al sur.

—Entonces, hemos pensado lo mismo. Me gustaría ir a España, un par de meses al menos. Tengo allí un conocido, de cuando la guerra. Calor, mar y en el jardín, en lugar de ciruelas, naranjas. ¿Te lo imaginas?

—Yo me refería a marcharme para siempre. Pero solo a Bohemia del Sur. A alguna ciudad pequeña, a Protivín o algo así...

—¿Protivín? ¿Pero qué se te ha perdido a ti en Protivín? Si solo beben cerveza de esa del príncipe, ni rastro de pilsen.

—Tengo allí unos parientes lejanos. He estado un par de veces de visita. Me gustó el lugar.

—Te juro que no sé qué te pudo gustar de un sitio así.

—Gente agradable... Esa fue mi sensación. También tienen mejor clima. Aquí siempre está lloviendo o nevando.

—Chorradas, olvídate de Protivín. Vente conmigo. Sevilla, Granada, Barcelona... A eso lo llamo yo el sur, eso sí que nos sentaría de maravilla.

—¡Ni loco! ¿Qué iba yo a hacer allí? No hablo español y no conozco a nadie.

—No me lo creo, pero si tenéis parientes en todas partes.

—En casi todas partes. En España, no. Y eso que soy sefardí, bueno, de origen. Después de todos estos siglos, más bien askenazí.

—Sefardí, askenazí... ¡Por favor! ¡Qué más da!

Hašek se tambaleó. Sería mejor que se fuera yendo a casa.

—Imagínate esa tranquilidad, esa paz. Nada de política, nada de esos malditos periódicos, nada de discusiones, nada de nada. Y aunque no fuera así, nosotros al menos no los entenderíamos. Allí no tienen necesidad alguna de hacer la revolución, ni siquiera es posible con el sol pegándote todo el día en la cabeza. Y siempre podemos hacerla nosotros mismos cuando nos cansemos de tanto bañarnos en el mar.

—O, por ejemplo, a Týn, tampoco está mal esa ciudad.

—Por ahí sí que no paso. ¿Has estado alguna vez? ¿Has estado alguna vez en Týn? ¿Sabes lo que se dice? En Týn, mierdas mil. Y es una verdad como un templo, créeme. Yo sí he estado allí.

Lo observó un instante, caminando penosamente, tambaleándose de un modo peligroso a pesar de la lentitud con que se movía. No era fácil negarle la bebida. Lo había intentado un par de veces. No servía de nada. Se iba a beber a otro local. No le hacía caso a nadie. No existía en todo el mundo una sola persona a quien escuchara. Quizá a su exmujer. Pero no, tampoco. Acabó con ella como con todos los demás. ¿Y la rusa? A esa la echa como a un perro cuando le viene en gana. Se arrastra como un viejo de cien años. No es solo por el alcohol. Ya ni sobrio se mantiene apenas en pie. Bondy se acordó del pogromo y de la noche de la trucha. Juraría que había pasado toda una década. En realidad, hacía apenas un año, un año casi exactamente. ¿Y qué puedo hacer yo?, pensó. ¿Qué se puede hacer?

El agua hasta los tobillos y con un traje de baño femenino, gorro incluido. Así había dejado que lo fotografiaran con Matěj Kuděj. Se le había ocurrido que podrían cogerse por los hombros o, al menos, de las manos. Que así sería todavía un poco más depravado. Matěj se negó. No digas chorradas, dentro de cincuenta años alguien verá la fotografía y pensará que éramos un par de hermanos maricas. ¿Tú crees? ¿Y qué más da? Pero, oye, ahora que lo dices, es buena idea, voy a empezar a difundirlo hoy mismo.

Devolvió la fotografía a la caja sobre el armario de donde se había caído. Sacó el papel de carta. Jaroslav Hašek —escritor— Lipnice. En el membrete estaba bien claro: escritor. Por desgracia, lo había tenido que hacer él mismo, si no, ya podía esperar sentado.

Caballeros en el fango,

con las damas enterrados.

Comida simple, sabrosa,

confirman los invitados.

¿Dónde te has metido, Tarzán?

No nos dejes atascados.

Tachó la última palabra. En lugar de atascados, escribió puteados. Después lo tachó todo, arrugó el papel y lo tiró al cubo del carbón. No acertó. Tuvo que agacharse a recogerlo. No le resultó sencillo. 1912... Tenía veintinueve años. No va a escribirle a Kuděj. Hoy no. Miró por la ventana. Nada más que barro, la verdad. Barro y hojas caídas. Si fuera Božena Němcová, lo transformaría en oro. Aunque, en realidad, ¿de qué serviría? Hasta que no se murió, tampoco a ella supieron apreciarla como escritora. Otra cosa era la gente, la gente la quería. Aunque eso no despertaba precisamente su envidia.

1912. Verano.

Fue con Kuděj a través de Radotín hacia Dobřichovice hasta llegar a Svatý Jan, arriba hacia Tetín, abajo hacia Beroun, luego Křivoklát a través de Nový Jáchymov, durmieron en una taberna grande, se quedaron tres días y luego, al cruzar el bosque, pasaron la noche en una cabaña, después otra vez en el bosque bajo un árbol y, por último, enfilaron ya desde Křivoklát hacia Rakovník. En Rakovník lo reconocieron, por sí mismos, sin que les dijera nada, tardaron, es cierto, pero lo acabaron reconociendo y, entonces, lo invitaron. Los agasajaron durante dos días, como a reyes, en cuanto se dieron cuenta de que era él, Jaroslav Hašek. Lo reconocieron sin ayuda. El tabernero acababa de enviudar, no estaba para fiestas. Pero le hizo ilusión tenerlo de invitado. Decía que era un honor. Bebieron de lo lindo. Consiguieron que el buen tabernero pensara en otra cosa. Era un enano melancólico de cabello rojizo. Habría apostado más bien por sacristán o algo parecido. El local no lo mantenía muy limpio que dijéramos. ¡Había ciervos por todas partes! La decoración constaba únicamente de piezas de caza mayor. Un ciervo saltando, un ciervo en celo, una feroz pelea en mitad del claro de un bosque, un grupito de ciervas en un calvero en una noche de luna... Percheros hechos con cornamentas y patas de corzo, una cabeza disecada tras otra. Casi tantas como en el castillo del chalado ese de Konopiště. Un asco. Por fortuna, el gulash que servían era el normal. No era temporada de caza, sino principios de junio. Junio. El mejor mes para viajar. Una cerveza bajo un tilo en flor mientras las abejas revolotean como locas. Después volvieron al camino. Todos los meses son buenos para viajar. Todos. Incluso el maldito noviembre. Le gustaría ir al menos hasta Deutschbrod. Al menos hasta Světlá. Los pies se le deforman. Hinchados, endurecidos. Sufre dolorosos tirones en las piernas. Sobre todo en la derecha. Si no llevara sus botas de cuero de Yamal, no podría ni calzarse. No va a escribir a Kuděj. Hoy no. Cuando se le pase. Después de Navidad se le habrá pasado.

Sale tambaleándose de la taberna, ya no llueve. Da un par de pasos y, al cruzar la esquina, las piernas le fallan. No se cae del todo. Apoya una rodilla y, en el último instante, se ayuda con las manos. Se levanta como buenamente puede y se desabrocha la bragueta. Orina contra el muro, apenas mantiene el equilibrio y ni se percata de que no está solo. Aunque, bien mirado, le habría dado igual. No lo oye, pero se están riendo de él. El comisario soviético Gašek* se ha manchado las botas de pis.

Se adecenta un poco. Tiene barro por todas partes, no solo sobre los pantalones. El baile ha acabado, los músicos ya han recogido los bártulos, solo el trompetista borracho, un chaval con acné y un bigotillo ridículo, sigue tocando hasta bien entrada la noche. Hace un momento le ha dado diez coronas para que toque Cuando cruzaba la puerta de Putim, pero ambos lo han olvidado. Está tocando algo distinto allí adentro, algo aún más melancólico. Hašek está hasta las narices de tanto lloriqueo. Le va a explotar la cabeza del dolor. Quiere ir a decírselo, echarle una buena bronca, solo que, en lugar de dirigirse hacia la taberna, cruza tambaleándose la carretera en dirección a la escuela. Se detiene frente al edificio y se pone a darle voces al trompetista. Como este no lo oye, lo amenaza con el puño. Vuelve a perder el equilibrio y se apoya en un árbol. El trompetista es un sinvergüenza, se la trae al pairo que le haya pagado. No cumple su palabra, es un desconsiderado y, para colmo, toca fatal. Está a punto de vomitar, por el ataque de rabia, pero solo tose. La tos le desgarra los pulmones y siente náuseas.

Está hasta los mismísimos del chico. No quiere seguir escuchando sus lamentos, que le den morcilla. Será mejor ir a ver el castillo. Hace mucho que no sube. Brinda por tan maravillosa idea con su petaca de ron y se enciende un cigarrillo. Entonces escucha que alguien lo llama. ¡Jarda! ¿Jarda, dónde estás? Y luego... ¡Jaroslávčik! Alguien lo está buscando. Se pega al árbol tanto como puede, riéndose por lo bajo con el rostro escondido entre las sucias palmas de las manos. Un minuto después reina el silencio. Sale cauteloso. Ya no escucha al idiota ese. Le habrán estampado la trompeta en la cabeza. No escucha nada, tan solo el viento. El río Blanice se ha desbordado; a veces ocurre en otoño. Cosas que pasan. Escucha las campanas de la iglesia. No es capaz de contarlas... ¿Una, dos? Son y media, ¿pero las qué y media? Poco importa. Ya casi ha llegado, no lo van a alcanzar. Ya está prácticamente arriba, tiene la torre justo encima. Ahora la última cuesta y habrá llegado, joder cómo resbala. El sendero está oculto entre los matorrales, es difícil dar con él a oscuras, pero no para él, no para un caminante experimentado como él. Solo necesita tomar aire y beber un poco. Y luego, rápido, que no quiere que lo alcancen. Da un paso, siente una punzada de dolor y se desploma. Al volver en sí ya no sabe dónde está ni lo que hace ahí. Todo es dolor y oscuridad. El mundo gira a su alrededor. A pesar de todo, intenta levantarse de nuevo. Algún vestigio de su intención original sigue vivo en su mente. Lo empuja a levantarse. Y vuelve a golpearse la cabeza contra la roca.

Šura y el trompetista lo encontraron poco antes de las cinco. La pobre ya casi se había dado por vencida. Lo habían buscado por todas partes, incluso en el castillo, hasta eso se le había ocurrido, pero habían ido por otro sitio, por el camino habitual. Fue tan solo la desesperación la que condujo a Šura hasta ese extraño y absurdo lugar. Hašek no reaccionaba a nada, por un momento Šura pensó que estaba muerto. Solo la trompeta logró despertarlo. Hablaba entre toses, enfadado, no se le entendía. Šura, sin embargo, no estaba enfadada. No, no estaba enfadada. El insoportable hedor le revolvía el estómago. Pero se alegró cuando, por fin, lograron que se sentara. Observaba el barro, la sangre que tenía sobre la frente y por el rostro, y la mierda que le bajaba por los pantalones del traje, de su nuevo traje azul, hasta las botas... Y, a pesar de todo, no estaba para nada enfadada. El trompetista de veinte años no sabía adónde mirar, cierto. Aun así, por supuesto, les ayudó. Entre los dos lo levantaron y lo llevaron a casa.

—No me jodas, sepulturero. Toca Cuando íbamos a Jaroměř —le ordenó.

—No puedo, señor Hašek, ahora no. Si le suelto, se cae.

Lo mandó a la mierda, pero luego le firmó un autógrafo en la cocina.

* Adaptación rusa del apellido Hašek. (N. d. T.)

Cuando llamaron por tercera vez a la puerta, fue a abrir. En el umbral había una mujer entrada en años. No paraba quieta, mostraba los dientes y movía las manos hacia los lados.

—¿No me diga que no es una maravilla? ¡La nieeeeve! Mire qué algodón ha sembrado Dios. ¡Y además hace sol! Incluso noviembre puede rebosar misericordia divina. Como dicen las escrituras, sin la voluntad de Dios ni la hoja de un árbol se mueve. Claro que no se trata únicamente de la nieve, qué decir de las mariposas, por ejemplo, y de todos esos animalillos de hermosos colores. ¿Acaso puede surgir algo así sin más? ¿Qué piensa? Yo estoy convencidísima de que es completamente imposible.

—¡Šura! ¡Šura! Tienes que ver esto. Ha venido de visita una mujer de la Sociedad Internacional de Estudiosos Sesudos de la Biblia. Ven a verla antes de que le dé con la puerta en las narices.

La mujer sonreía entusiasta.

—Menudo bromista está usted hecho, señor Hašek. Exactamente tal y como me lo había imaginado.

—Šura no viene, gentil mujer, así que hágame el favor de marcharse a algún otro sitio, me empiezan a doler las piernas. En cuanto la vi, supe que era usted una tipeja rara. Pruebe abajo donde Bondy, quizá él la escuche. Ya se sabe que los judíos y los testigos de Jehová son tal para cual. Un placer y hasta la vista.

—¿Testigo de Jehová? ¿Mi esposa? ¡Qué ocurrencia más maravillosa! —junto a la mujer apareció, como por arte de magia, un tipo de abrigo largo con cuello de piel.

—Es un honor, señor Hašek, me he reído de lo lindo. ¡Así que testigos de Jehová! Ateos es lo que somos. Jajaja. No era más que una broma. Discúlpenos, me quedé ahí detrás, observando su casa. Es una preciosidad. Aquí tiene. Le hemos traído un detalle por eso de no venir con las manos vacías.

Le entregó una botella de slivovice.

—¿Nos permitiría pasar un momento? Soy Mašek, de Světlá. Mašek - Hašek, menuda rima la nuestra, ¿no cree? Y esta de aquí es mi mujer. Somos de la Sociedad por el Embellecimiento, ¿sabe? Nada de testigos de Jehová...

Y ya se habían colado en la casa.

—¿Ves, Máña? Me paso la vida diciéndote que te dejes de peroratas. Luego la gente se cree que estás chalada. ¿A que lo ha pensado, Hašek?

Les ofreció asiento en la plaza de armas, como le gustaba llamar al salón de la casa en homenaje al castillo de Lipnice, y abrió de inmediato la botella de aguardiente, contento de poder sentarse.

—¡Salud! Así que de Světlá, ¿verdad?

—De Světlá, sí, señor y señora Mašek. Vivimos en el número 8. Quizá haya oído hablar de nosotros.

—Creo que no.

—¡Salud! No importa. No importa lo más mínimo, ¿verdad, Máña?

—Siempre hay una primera vez para todo —dijo su esposa con una carcajada.

—Ya ve que no hay manera de aburrirse con Máña. Uno se lo acaba perdonando todo enseguida.

—Sociedad por el Embellecimiento... Dudo que encuentre en mí algo que pueda ser aún más bello.

—¡Es usted bueno, Hašek! ¡Realmente bueno! Que no falten las bromas, ¿verdad?

—Venga, suéltaselo de una vez, Láďa. Y luego va diciendo por ahí que soy una cotorra, señor Hašek. Pero él se puede pasar tranquilamente medio día de cháchara y, al final, irse sin haberle dicho nada. En serio.

—Tienes razón, gordita mía. Como siempre, tienes razón. A ver, no hemos venido estrictamente de visita. Hemos venido a pedirle que nos escriba una pieza.

—Láďa se refiere a una obra de teatro.

—Eso, eso, una obra de teatro. Había pensado en una así... Como traviesa, ¿sabe?

—Nos gustaría representarla en el baile de carnaval.

—No tiene por qué ser larga, lo importante es que sea divertida. En eso es usted todo un maestro. Porque sabe que lo es... ¿Verdad?

—¿Para cuándo la necesitan?

—Para dentro de seis semanas. Tendría que darnos tiempo a ensayarla antes del carnaval.

—¿Y sobre qué debería tratar?

—Eso es mejor que lo decida usted, ¿verdad, Láďa?

—Por supuesto. Pero que tenga gracia. Debe tener mucha gracia.

—Y descuide, se la pagaremos.

—Señor Hašek, somos conscientes de que no es usted como el sastre del campillo, que cosía de balde y ponía el hilo. Aquí tiene cincuenta coronas y, cuando la acabe, le daremos cincuenta más.

—O el doble, si la obra lo merece.

—Y encima, cuando hagamos matanza, no nos olvidaremos de usted. ¿Qué opina? ¿Trato hecho?

—Y lo invitaremos a nuestro baile de carnaval.

Los acompañó hasta la puerta. Abajo, frente a la taberna, les esperaba un carro. Mašek no paraba de dar golpes sobre el marco de la puerta como si de una mula se tratara.

—Ha hecho usted fortuna, una gran fortuna. Buena cosa. El escritor checo debe vivir bien, ¿verdad, Máña? Y no como en los tiempos de Austro-Hungría.

—Es bueno, no es malo, montañas de dinero sin dar ni un palo.

—Esta mujer le saca punta a todo, ¿verdad? Pero lo hace sin ánimo de ofender, Hašek. Que nos alegramos de que le vaya todo tan bien.

La mitad del slivovice se había esfumado. Si bien es cierto que la mayoría se la había bebido el señor Ladislav.

—No tienes ni una pizca de sentido común. Hay que escribir Švejk.

—¿Por qué no has venido cuando te he llamado?

—No me han gustado. Idiotas burgueses.

—No te han gustado... ¿Y el dinero?

—Cincuenta coronas. Švejk... Eso sí es dinero, Jaroslávčik.

—¿Qué pasa con el pescado? Me prometiste pescado, Bondy.

—¿Te lo prometí? ¿En serio? Pues no habrá pescado. Pero, si quieres, te pongo otra vez a Schubert.

—Dicho y hecho.

—Has comido ganso, puedes darte con un canto en los dientes. Por el pogromo ese tuyo es más que suficiente. Casi nunca hacemos pescado relleno. ¿De verdad te gusta?

—Que sí.

—A mí no mucho. Y, sobre todo, que es bastante laborioso de preparar. Emma ni siquiera sabe hacerlo. ¿Te puedes creer que aquella noche pasé miedo de verdad?

—Normal, para eso precisamente están los pogromos.

—¿Sabes lo que ocurrió en el año dieciocho en Praga?

—Yo no estaba aquí. Aún andaba asesinando por Rutenia.

—Y en Holešov, también hace cuatro años. Allí hubo hasta muertos. ¡Qué horror!

—Para horror lo que me pasó a mí hace diez años, más bien quince, cuando fui de Praga a Krč. Ya llevaba una semana de viaje, quizá más...

—¿A Krč? ¿Desde Praga? ¿Una semana? ¿Ibas a cuatro patas o qué?

—A ratos, sí, pero me refiero al Krč de la región de Písek. Bueno, da igual. Nada más pasar Příbram me lie un poco. Tengo un amigo en Březové Hory, trabaja de vigilante en un pozo minero. Bueno, mejor dicho, tenía un amigo; hace ya tiempo de esto. Llevábamos mucho sin vernos, así que bebimos de lo lindo aquella vez. Creo que pasaron tres días antes de que viniera su mujer a buscarlo.

—¿Tres días? ¿No fue al trabajo tres días seguidos?

—No, no fue... O, al menos, eso creo.

—¿Y no lo echaron?

—No lo sé, no lo he vuelto a ver.

—¿Hace quince años que no lo ves? ¿Y dices que es tu amigo?

—No, no lo he visto desde entonces. Pero eso no viene ahora al caso. Venga, deja de interrumpirme todo el rato. Fui a visitar el monasterio ese de la montaña sacra y no podía parar de vomitar. Vomité cuatro veces, una frente a cada una de las capillas. Menos mal que a la Virgen María la tienen subida a una columna. Si no, también ella habría salido malparada. Sin embargo, Dios no tardó en castigarme. No tolera este tipo de cosas, por ahí no pasa. Que haces una tontería, paliza que te crio, no esperes compasión por su parte. De eso sabéis tela los judíos, ¿a que sí? Me refiero a lo inmisericorde que es. Solo perdona las auténticas atrocidades, no las chiquilladas. No le gustan. Es algo que quedó bien claro en mi caso: un par de pasos más adelante me tiró al Litavka. No, hombre, no te rías, ¿sabes por qué el río Litavka se llama precisamente Litavka? Ay, las sutilezas de la lengua checa, una palabra parece inocente, una mosquita muerta, y, de pronto, ¡pim, pam, pum! A ver, viene de lítat, volar, y el agua de ese río, cuando le da por ahí, no corre, ¡vuela! Por poco me ahogo. Igualito que el cachorro de perro salchicha ese que se le cayó a Šura al pozo del castillo. Igualito. Y ahí no quedó la cosa. Me metí en una posada a tomarme un grogpara no coger una pulmonía. Puede que fueran dos, pero no más, no quería demorarme, estaba ya hasta las narices de Příbram. Seguí mi camino, bosque y nada más que bosque, hacia el sur. En dirección a Krč, pero al Krč de donde era mi abuelo. Y, aunque el cielo se fue cubriendo de nubes, yo dale que te pego, un tramo y luego otro más. Me decía que en Březové Hory lo había pasado de vicio y que ahora tocaba un poquito de sacrificio. El bosque se hizo más frondoso, de modo que, al caer la noche, no veía más allá de mis narices. Me dolían las piernas y estaba lleno de arañazos, así que busqué cobijo bajo un abeto cuyas ramas llegaban hasta el suelo. Me quedé dormido de inmediato. Me desperté temblando de frío. Estaba tumbado en un charco y llovía a cántaros, con truenos y todo. No tenía sentido quedarme ahí tirado, así que me levanté y, enfrentándome a las inclemencias, busqué un lugar donde refugiarme. Y justo entonces cayó un rayo sobre el abeto bajo el que apenas un momento antes había estado tumbado. La repentina luz me mostró algo que me había pasado inadvertido hasta entonces. Una pequeña cruz. Me acerqué, encendí una cerilla. Estaban secas, siempre que me es mínimamente posible cuido bien de que no se mojen. Era una cruz de piedra en homenaje a Ryba. Al compositor Jakub Jan Ryba. Me acerqué a la cruz y en una placa estaba escrito, aunque me costó casi toda la caja de cerillas leerlo, que había sido justo en ese sitio donde se había cortado la yugular. Se degolló con una cuchilla, justo allí, él solito, como si fuera un ganso condenado al horno. Solo entonces eché un vistazo a mi alrededor, no había mucho que ver, pero, amigo, sentí tal miedo que salí pitando. Ni aquel diluvio universal, ni los truenos y rayos, nada habría podido retenerme en un lugar como aquel. Puse tierra de por medio y, por más que en ese infierno resultara imposible avanzar deprisa, no paré hasta que comenzó a amanecer. Lo importante era alejarme lo más posible de allí. Y te voy a ser sincero: en toda mi vida no he visto lugar más terrorífico que aquel. Nunca. Jamás. Ya sé lo que estás pensando. No, ni siquiera en la guerra. Y ahora dame tú una explicación.

—Los checos no se quieren mucho. Me refiero a quererse a sí mismos. Aunque, bien pensado, tampoco se quieren mucho los unos a los otros.

—¿Y qué? ¿Tú te quieres? ¿Os queréis los judíos?

—No mucho. Nada en absoluto, más bien.

—¿Y no es lo mismo entonces?

—Parecido. Queremos a nuestros hijos. Los queremos de verdad.

—Peor para vosotros.

—Exacto.

El cerdo está colgado de un gancho. Rechoncho y pálido. Ya ha perdido toda la sangre. Hašek no puede evitar encontrar cierta semejanza. Continúa girando la copita de slivovice aún un instante antes de bebérselo de un trago. Inmediatamente después comienza a hablar.

—Sería un craso error