El blues de una sola baldosa - Andreu Martín - E-Book

El blues de una sola baldosa E-Book

Andreu Martín

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Beschreibung

Cuarto volumen de la serie crímenes y jazz, en la que Andreu Martín nos acerca a la historia de Óscar Bruch, saxofonista de un grupo de jazz, que por algún motivo siempre termina mezclado en asuntos turbios. En esta ocasión, Óscar y su grupo se trasladan a Madrid para dar un concierto. Sin embargo, un asesinato en el local hará que la policía precinte toda la escena con el público dentro, culpable incluido. Famosos, miembros de la mafia, escritores de novela negra y muchos sospechosos se mezclarán en un escenario cerrado donde cualquiera podría ser el asesino.-

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Andreu Martín

El blues de una sola baldosa

 

Saga

El blues de una sola baldosa

 

Copyright © 2009, 2022 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962130

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Este libro se ha alimentado, principalmente, a partir de mis propias vivencias y de los testimonios de O Zabala, Jordi Cerdaña, Pepín Orango y Ovidi Aliaga, que fueron protagonistas y observadores privilegiados de lo que sucedió en la sala de fiestas La Baldosa; pero también y sobre todo me he aprovechado de los escritos –cuentos o artículos– de cinco testigos de excepción, cuya colaboración agradezco de todo corazón:

 

Persecución sobre una baldosa, de Julián Ibáñez.

 

Tu propina es mi sueldo, de Juan Madrid.

 

Los músicos del Titánic, de Jorge Martínez Reverte.

 

Operación Chotis, de José Luis Muñoz.

 

Y dispararon sobre la pianista, de Lorenzo Silva.

UN, DOS, UN-DOS-TRES Y...

En aquellas fechas, descubrí que el amor no le sienta bien al blues.

El amor es una luz refulgente y deslumbrante incluso en la oscuridad. El amor hacía que mi saxo brillara como si fuera de neón y que las notas del piano de O Zabala bailasen avispadas y contentas, que nuestra música se convirtiera en esa tonadilla inofensiva que tarareas mientras te duchas. Y eso no es blues. Porque el blues quiere decir silencio y un bienestar que pide quietud, y es y debe ser media luz y trompeta con sordina, y un cuchicheo cómplice y unas sombras misteriosas.

Estaba pensando en componer un blues que hablara de ello. La letra diría «No te muevas de la baldosa que pisas, / cualquier movimiento puede ser fatal, / podrías encontrar la mujer de tus sueños / y eso a veces sienta mal»; una cosa así. Sería el blues de una sola baldosa.

Creo que el amor, el enamoramiento, está sobrevalorado. A veces, el amor estropea las cosas.

El amor une a dos personas pero excluye al resto del mundo y eso no es bueno para la música, sobre todo si el grupo, además de O Zabala, pianista, y yo, saxo, comprende tres músicos más. O y yo vivíamos los inicios de un idilio esplendoroso, casi se podían ver a simple vista las descargas magnéticas que nos unían, la energía cósmica que nos convertía en un solo superente y que relegaba al resto de los mortales a una segunda categoría vergonzosa. Y eso, nuestro batería Ovidi Aliaga lo llevaba muy mal. De un día para otro, se mostró arisco y empezó a conspirar con Pepín Orango, el contrabajo. Decidieron que ya no les gustaba nada de lo que habíamos hecho hasta el momento. Pusieron en cuestión el nombre del grupo, El Signo de los Cuatro, que sólo respondía a mi afición por la novela policíaca, y los temas que componían nuestro repertorio, aunque ellos habían participado activamente en la elección, y nuestro estilo de música, que, según decían, nos había sido impuesto por O Zabala y no respondía a nuestra intención primera.

No lo decían abiertamente, claro. Supongo que, si lo hubieran soltado así, de golpe, el grupo se nos habría quebrado entre los dedos sin posibilidad de recomposición. Pero eran insinuaciones, sarcasmos, discusiones que se alargaban tediosamente sobre minucias, alusiones a cosas que él «ya había advertido», e «insignificancias que dejé pasar por no crear problemas», y «eso es una concesión que hice», y «me lo tragué», y «pasé por alto», y «me conformé». Y, sobre todo, que ensayábamos en el invernadero de la mansión de su papá y que había sido su papá quien nos había conectado para hacer los primeros conciertos y grabar las primeras maquetas.

Todo ello, pronunciado como si estuviera convencido de que era el líder natural del grupo, que había sido injustamente destronado y que soportaba deportivamente la situación pero con la idea de que aquello tenía que terminar de un momento al otro, cuanto antes mejor.

O Zabala pasaba por alto sus salidas de tono sin demasiada resistencia quizá para que el otro no creyera que su importancia era directamente proporcional a los aspavientos que pudiera provocar, pero digamos que, en la intimidad, yo me percataba de que la tensión iba aumentando y que aquello no podía acabar bien de ninguna manera.

Cuando nos encontrábamos a solas después de algún comentario desafortunado de Ovidi Aliaga, O Zabala solía decir: «Un día le romperé la cara». Y, tratándose de O Zabala, nunca podías estar seguro de si era una figura retórica o una amenaza literal. No obstante, era evidente que se desahogaba con el pobre Jordi Cerdaña.

Jordi Cerdaña, nuestro guitarrista, también era víctima del amor. Se había convertido en el protagonista de un blues profundo, de azul muy oscuro, lágrimas, alcohol y drogas, más blues que nada de lo que habíamos tocado hasta entonces.

Durante nuestra actuación en Venecia, se había enamorado. Quizá fuera la primera vez que se enamoraba en su vida, raro como era. Cuando nos habíamos tenido que ir de la ciudad inverosímil, y se enteró de que aquello que había interpretado como experiencia mística no había sido nada más que un espejismo inconsistente, me atrevería a decir que sus visceras se resquebrajaron como si fuesen de cristal y se dejó caer por el tobogán de la depresión. Mi vida ya no tiene sentido, nunca encontraré otra como Ella, etcétera. Nunca había sido muy comunicativo pero de un día para otro se convirtió en un fantasma, una sombra que nos acompañaba arrastrando los pies, con los párpados a media asta, la mirada perdida, la sonrisa insípida. Con él, sí, O se enfurecía, le reñía, le amenazaba haciéndole notar que era una amenaza para el grupo. Ovidi se atrevía a defenderlo haciéndonos notar que Jordi cada vez tocaba mejor, de manera más personal, con más sentimiento; pero parecía que el batería sólo lo hacía para liar más las cosas, para crear mal ambiente, la desestabilización necesaria para un golpe de Estado.

–¡Me da igual que toque bien! –protestaba O–. ¡No quiero trabajar con un suicida estúpido!

Al oírse tildado de estúpido, a Jordi Cerdaña se le entristecían los ojos, como si estuviera de puntillas al borde de un abismo. Que le llamaran suicida no le afectaba tanto porque había llegado al borde del precipicio por su propio pie, a fuerza de porros y pastillas y esnifadas, y no tenía la menor intención de alejarse.

Durante un ensayo, O llegó al extremo de agarrarlo de la pechera de la camisa y empujarlo contra la pared con un trompazo que debió de ser doloroso. Jordi Cerdaña era más alto que O, pero en aquel momento pareció un títere sin músculos ni nervios, que hacía esfuerzos por llorar buscando nuestra compasión y no era capaz de lograrlo. Sólo sabía repetir: «Perdón, perdón, lo siento, lo siento».

En privado, O me decía:

–¡No lo puedo soportar!

–Es su vida –respondía yo, sin más argumentos–. Con tu actitud agresiva y hostil no le vas a ayudar.

–Pues no sé ayudar de ninguna otra forma –replicaba O, y se le endurecía el rostro cuando trataba de justificarse–: He conocido a mucha gente que empezó como él...

Entonces, era yo quien se impacientaba. Ya empezaba a estar harto de su pose de mujer experimentada, de vuelta de todo, que ya lo había vivido todo y no tenía nada que aprender.

–¿Y tú? –le devolvía–. ¿Cómo empezaste tú? Y al final saliste del hoyo, ¿no? ¡Pues deja que Jordi empiece y viva como pueda y acabe como sepa!

–¿Y qué hacemos? ¿Nos callamos y que se mate, si quiere? ¿No hay que decir nada? ¿Pasamos de todo? Si sale del hoyo, que salga y lo celebraremos y acabaremos haciendo unas risas; y si un día lo encontramos muerto con una jeringa en el brazo, ¿diremos «Mala suerte» y nos buscaremos otro guitarrista? ¿Ésa es la opción que me propones? Pues yo quiero a Jordi, ¿sabes?, y no me puedo quedar de brazos cruzados.

Tenía razón, pero me costaba aceptar su intransigencia.

–Lo que yo digo –para cerrar la conversación– es que con mala leche y desprecio, a hostias, no lo sacarás del hoyo.

–Muy bien –aceptaba ella, más cáustica que nunca–, pues le vamos a presentar a una muchachita bien sufrida, una girl scout deesas que hacen una buena obra diaria, a ver si ella lo sabe sacar del hoyo. Y si no sabe, que se aguante y le limpie los vómitos.

Entonces mirábamos cada uno en una dirección, con las cejas fruncidas, ella fumando, fingiendo que buscábamos otro tema de conversación que nos animara un poco y nos hiciera reír, y constatábamos que el amor se nos volvía en contra. Porque vete a saber si la depresión de Jordi Cerdaña no se acentuaba precisamente porque nos veía a nosotros acaramelados y románticos. A veces, el bienestar provoca sentimientos de culpabilidad y los sentimientos de culpabilidad hacen efímera la sensación de bienestar. Un círculo más vicioso que el Marqués de Sade. Una gaita, vaya.

En algún momento tuve que aceptar que, si El Signo de los Cuatro, en aquellos días, conservó la calidad de su sonido, fue debido a que el trago por el que estaba pasando Jordi Cerdaña, la acritud del tándem Ovidi y Pepín y la indignación mal contenida de la pianista desvanecían un poco el fulgor descarado que desprendía nuestra relación.

En estas condiciones, viajamos a Madrid en el AVE para tocar en una sala de fiestas llamada La Baldosa. Habíamos firmado el contrato, naturalmente gracias al señor Aliaga, el papá de Ovidi, que también nos había prometido que podríamos hablar con el A.R. de una importante discográfica, La Discográfica por Excelencia, que vendría a vernos. Para quien no lo sepa, diré que el A.R. (Artist and Repertoire) en un sello discográfico es el encargado de fichar nuevos grupos y de buscar talentos emergentes.

Así que se nos presentaba un futuro optimista. Actuación en un local de moda, en la capital de España, y la posibilidad de iniciar tratos con La Discográfica por Excelencia. O Zabala y yo, con chispas en los ojos, cuchicheando y riendo por cosas nuestras que a nadie debían importar, encantados de poder viajar por primera vez en el Tren de Alta Velocidad, ¡guau!, el colmo del progreso; hasta nos gustó la película que ponían. Y en los asientos de al lado, Ovidi Aliaga y Pepín Orango rezongando por cualquier cosa, encontrándolo todo demasiado caro, demasiado pijo, demasiado aséptico; y Jordi Cerdaña perdido en otro mundo, un mundo muy triste y muy lejano, enturbiado por alguna sustancia tóxica que no lograba calmarle del todo el dolor.

Un futuro optimista.

No nos dio tiempo de visitar nada de la capital. Fuimos desde la estación al hotel, donde cenamos, y de allí directamente a la sala de fiestas La Baldosa, que estaba situada muy cerca, en una de las calles perpendiculares a Arturo Soria, en una zona de chalés, con muchos restaurantes y locales de ambiente donde últimamente se ha edificado mucho.

Subimos al escenario y arrancamos con el primer tema.

Un, dos, un-dos-tres y...

¡Ah, si hubiese sido tan fácil!

23:30

Come on-a my house my house, l’m gonna give you candy

Come on-a my house, my house, l’m gonna give a you

Apple, a plum and apricot-a too, eh!

Osea, que te vengas a mi casa, que te voy a dar un caramelo, manzana, ciruela y albaricoque. La letra no contiene ningún mensaje profundo pero consideramos que el tema tenía la fuerza necesaria para poner a la gente en movimiento.

Para iniciar el concierto, no buscábamos una simple canción. Buscábamos un número, que es muy distinto. Un número es ese tema especial que deja al público boquiabierto y clavado en el asiento. Nos interesaba captar su atención de golpe y porrazo y de una vez por todas, como los boxeadores que salen al ring con intención de conseguir un K.O. fulminante. Un equivalente al Mambo italiano que tantas satisfacciones nos había dado, tanto a nosotros como a nuestros seguidores. Pero eso no es fácil. No hay dos Mambos italianos.

Cuando confeccionábamos el repertorio, yo aporté este tema que le había escuchado a Rosemary Clooney y a todos nos pareció estupendo para dar la bienvenida. Abríamos las puertas, ofrecíamos nuestra humilde mansión. Entren ustedes, pasen y vean, Come on-a my house, que les vamos a dar de todo, l’m gonna give you everything.

Aquí están vuestros anfitriones. A la batería, Ovidi Aliaga (Come on-a my house, my house); al contrabajo, Pepín Orango (Come on-a my house, my house); al saxo, un servidor de ustedes, Óscar Bruch (Come on-a my house, my house), y al piano y voces, O Zabala (l’m gonna give you Christmas tree!).

Sin guitarra.

El concierto era a las once. El público no empezó a llegar hasta las once y cinco. Cuando faltaban diez minutos para las once y media, en el camerino, vestidos ya con trajes negros, camisas blancas, la corbata floja, O igual que nosotros, muy masculina de cuello para abajo pero inmensamente sexy el contraste de la feminidad de sus rasgos con la ropa que llevaba, Jordi Cerdaña emitió una especie de gemido y dijo:

–Un momento, un momento, un momento.

–¿Qué pasa?

–Que no puedo tocar, chicos. Lo siento.

–Estás de guasa.

–No jodas.

–¿Pero qué dices?

–Lo siento, chicos, lo siento mucho, pero me encuentro muy mal.

–¿Pero qué te pasa?

–¿Qué te has tomado?

–Un momento, O, déjame a mí. ¿Qué te pasa? ¿Avisamos a un médico?

–No, no, nada de médicos, por favor. Me encuentro muy mal, lo siento, perdonadme.

Se me escapó una ojeada temerosa hacia O Zabala. Pensé que no se podría contener y que, si no se contenía, aquello podía ser el fin del Signo de los Cuatro. También me di cuenta de que a Ovidi se le ponían los pelos de punta.

Él, con una actitud excesivamente empalagosa, «¿pero qué dices, Jordi?, si se te ve la mar de bien», y la pianista, crispada y predispuesta al arañazo, «¡por el amor de Dios, Jordi, creí que ya éramos profesionales!», cayeron sobre el chico y lo agobiaron. Observé cómo se ahogaba.

–Lo siento, lo siento, lo siento –decía, muy avergonzado, encogido de dolor–. No puedo. Miradme las manos, estoy muy mareado, tengo taquicardia, no puedo, no puedo...

–¡Estás enviando el grupo a la mierda! –gritó O, que parecía dispuesta a pegarle un puñetazo.

Ovidi se interpuso para suplicarle:

–Bueno, no importa, O, podemos tocar sin guitarra. Lo hemos hecho en más de un ensayo.

Yo me mantenía apartado, aparentando indiferencia y reprimiendo el enojo. No me gustaba ver a O tan alterada, enseñando los dientes. No me gustaba que Ovidi tuviera que suplicar.

Jordi Cerdaña aprovechó que Ovidi se había colocado ante la ogresa dispuesto a absorber su furia y se escabulló, salió del camerino y se perdió entre bastidores.

¿Y ahora qué?

Tendríamos que repartirnos las partes que habitualmente tocaba la guitarra entre el piano de O y mi saxo, improvisando como pudiéramos.

A las once y veinte, el gerente de La Baldosa, llamado Saracíbar, nos miraba bizqueando. Nosotros cuatro sonreíamos como si nada, como si fuéramos capaces de enfrentarnos a peligros mucho más terribles.

A las once y veinticinco, Jordi Cerdaña no regresaba y decidimos tocar sin guitarra, gracias a las súplicas combinadas de Ovidi y Saracíbar. El batería decía que no podíamos dejar pasar la oportunidad de tocar delante del A.R. de la discográfica más importante del país. El gerente de La Baldosa alegaba que no podíamos hacerle quedar mal ante su público, tan selecto.

De manera que nos tragamos la contrariedad y los improperios y, siempre sonrientes, porque los músicos siempre sonríen, salimos al escenario.

Aplausos.

Saracíbar nos presentó ante su público, tan selecto.

–...Y ahora, los cinco, o sea, cuatro muchachos del Signo de los Cinco, o sea, del Signo de los Cuatro, nos invitan a entrar en su casa... Come on-a my house!

23:32

Su público, tan selecto.

Todo había empezado la mar de bien. Nada más llegar, nos había salido a recibir el señor Saracíbar con las manos por delante, como la quilla de un rompehielos. Come on-a my house! Rompió el hielo con cálido apretón, uno por uno, dejando para el final a O Zabala, que mereció un beso en la mano.

El señor Saracíbar llevaba dos anillos en cada mano, tenía los ojos grandes y muy expresivos, de pestañas larguísimas, se teñía el pelo y el bigote, usaba peluquín para aparentar la mitad de los años que tenía y vestía camisa negra y traje de color crudo, probablemente todo ello confeccionado a medida. Muy orgulloso, nos mostraba su local y disertaba con voz engolada, de barítono pedante, de fumador de puros de palmo, a medida que íbamos entrando.

Paredes forradas de madera oscura, cortinajes de terciopelo color burdeos, molduras con sinuosidades modernistas, luces multicolores y emplomadas, espejos que multiplicaban el aforo.

Un vestíbulo con guardarropa y tres accesos. En el guardarropa, detrás del mostrador, una chica muy dulce y acogedora, sonriente, poquita cosa, labios muy gruesos y cabellos color teja, parecía Gretel escondiéndose de la bruja y nos saludó con admiración tan incondicional como indiscriminada. El guardia de seguridad reinaba en el vestíbulo como una estatua de ébano entre dos tiestos enormes que contenían lánguidas palmeritas. Era un joven de una belleza extremada, dos metros de altura, con el cuello más ancho que el cráneo, tórax de la Marvel y cinturita de avispa, con uniforme negro, gorra de policía neoyorquino de los años cincuenta, camisa arremangada a la manera legionaria para mostrar unos bíceps como jamones y botas de caña alta.

A la derecha según entrábamos, la puerta medio disimulada que conducía a un pequeño espacio oscuro de donde salía una escalera ascendente, hacia las cabinas desde donde se controlaban las luces y el sonido, y a continuación, al fondo, el despacho del gerente, minimalista, casi japonés, con cama y ducha.

Resultó que el técnico de luces era el joven Pepe Soto, a quien habíamos conocido en el Suspicious de Barcelona, donde tocábamos una vez a la semana. Era enclenque, tímido, simpático. Una alegría, encontrarlo.

–¿Qué haces por aquí?

–Pues ya veis. He venido a vivir a Madrid. He estado viajando un poco por todas partes, haciendo iluminaciones de discotecas de supermoda... Y por fin me he instalado aquí.

A la izquierda del vestíbulo, se abría un pasillo estrecho y largo donde se encontraban los lavabos y que llevaba directamente entre bastidores. Pero nosotros atravesamos el acceso principal que daba a la sala. Un espacio previo con el mostrador del bar asistido por una chica de escote generoso, dos escalones descendentes y la zona de mesas, no muchas, quince o veinte, plantadas frente a un pequeño escenario de medio metro de altura y ocho metros de boca por seis de fondo, equipado con bafles y micros de última generación. De momento, las cosas no podían ir mejor.

Detrás del escenario, como un presagio, un espacio sucio y abandonado, con paredes de pintura resquebrajada y ennegrecida.

–Aún no lo tenemos todo como nos gustaría –se disculpaba Saracíbar, con movimientos de hombre de mundo, de mucho mundo–. Pero teníamos que abrir. La crisis no perdona.

–No importa –le decíamos para que no se sintiera incómodo.

La prueba de sonido fue muy bien, fue rápida y nos oíamos de maravilla.

–Come on-a my house!

–¡Perfecto!

Jordi Cerdaña había tocado inspirado y juguetón, como siempre. Ni siquiera a Ovidi y a Pepín se les ocurrió ninguna pega que poner. Un poco polvorientos y descuidados los camerinos, que al menos podrían haber barrido y haber sacado el polvo de los muebles, pero la perspectiva de conocer al Gran Productor los volvía optimistas y positivos. Saracíbar nos ofrecía barra libre, «que un día es un día».

Y, después, la entrada de los espectadores.

Había para todos los gustos. Saracíbar insistió en presentarnos a un importante financiero del sector inmobiliario y diputado del Partido Popular, Bonifacio Monpalau, porque era catalán y hablaba catalán. Hacía muchos años que vivía en Madrid y se le notaba el esfuerzo que tenía que hacer para hablarlo, pero lo hacía dirigiéndose no tanto a nosotros como a sus amigos acompañantes, para que conocieran su faceta políglota. Era delgado, de aspecto desenvuelto y comunicativo, y llevaba su calvicie con gran dignidad.

–¿Y de dónde sois? ¿De Barcelona? ¡Ah, yo también soy de Barcelona, nacido en el Guinardó! Gran ciudad, Barcelona, tan cosmopolita, yo siempre digo que Barcelona es una cosmópolis.

Saracíbar le trataba con tanto respeto y tanta solicitud, «¡Anda, Boni, pero si hablas catalán y todo!», «¡Eso ha estado bien, Boni!», «¡Ja, ja, ja, di que sí, Boni!», como si Bonifacio Monpalau fuera el principal socio financiero del negocio. Y a lo mejor lo era.

Muchos de los que iban entrando vestían con dignidad de público del Liceo en el estreno de un clásico. Aquí y allí, abrigos de visón que se quedaban en el guardarropa, y esmóquines. Pañuelos con punta decorando los bolsillos superiores de las chaquetas, fulares encajados en cuellos de camisa, miradas de reojo tan distinguidas como indiscretas que calculaban si valía la pena imitar la actitud del vecino de al lado, o más bien criticarla con murmullo venenoso. Todo el mundo parecía estar por encima de todo el mundo.

Pocas carcajadas sonoras hasta que entró la mujer escotada de rojo, belleza de cutis tensado y pechos de silicona, la simpatía en persona, un estallido de vida abriéndose paso hasta una de las mesas de primera fila. La acompañaba la sombra de la muerte.

El estallido de vida era Consuelo Consuelito Chelo Chelito Estébanez, la condesa, la Condesa de Oliván, la aristócrata de las portadas de Hola y Lecturas, antigua portada de Interviú, la que fue capaz de fundirse la fortuna de los condes de Oliván en un par de años, la que ganó un Goya por su interpretación de la Bella Chelito, película de Trueba o de García Sánchez, donde cantaba aquella antigua canción, La Pulguita, durante la cual efectuaba un striptease buscándose una pulga imaginaria entre la ropa.

La sombra de la muerte que la acompañaba era un hombretón de negro, cráneo afeitado y gafas oscuras de Matrix, labios de chico Martini, que no decía nada, no miraba nada, no oía nada. Presencia diabólica. Ella, en cambio, exhibía una inmensa alegría. Quiso saludar a los músicos, se nos acercó, nos dio besos entre chillidos, «ay, qué tiarrones, ay, qué guapos, qué fenomenal, qué bien nos lo vamos a pasar».

–Vosotros, tranquilos, aunque seáis catalanes. Si yo os apadrino, estáis salvados, todos os acogerán y hasta os podréis venir a vivir en Madrid. Todos los catalanes que vienen a vivir a Madrid triunfan. Mira Boadella, mira Flotats. Mira Buenafuente.

Ovidi se volvió hacia mí y me susurró, atónito, en catalán:

–¿Buenafuente se ha venido a vivir a Madrid?

Cuando la aristócrata de rojo volvió a su mesa, se nos acercó Pepín, chismoso y divertido:

–¿Sabéis quién es el tío que la acompaña? ¡Severino Bracamonte, el Seve de Gran Hermano!

No sabíamos quién era el Seve, no veíamos Gran Hermano.

–¿No veis GranHermano? ¡Vosotros no sois de este mundo! ¡El Seve! Uno que no paraba de presumir de su Gran Berta, el obús, la Parabellum. Decía que había sido actor porno. Después, tuvo una novia que se llamaba Luisita Esparza, que salió en la primera plana de Diez Minutos diciendo «El Gran Berta de Braqui en realidad es un tirachinas». Con un subtítulo que se hizo famoso: «Le llamamos Bertita». Dicen que la coca le afecta a los ojos, le produce fotofobia, y por eso usa gafas negras incluso en interiores. Es un ave nocturna, como los vampiros.

–Los vampiros no son aves –replicó Ovidi, rechazando de golpe, con una mueca, el mundo de las telebasuras.

Por si fuera poco, ocuparon otra mesa dos chicas y un chico que acababan de triunfar en otro de esos programas de gran audiencia, Cuestión Striptease (desnudos de cuerpo y alma). Inolvidables Ximena, Zaida y Jeromo. Ximena era alta y hermosa y llevaba un vestido amarillo, muy escotado y muy corto (¡con el frío que hacía fuera!) que le permitía lucir unos pechos y unas piernas fuera de serie. La otra chica, Zaida, también era muy guapa, como habían podido comprobar todos los espectadores del programa concurso, porque allí todos habían terminado en pelotas, pero lo disimulaba con su estética gótica. Cabellos como el ala del cuervo de Poe, ojos embadurnados de rímel, labios como de haber comido arroz negro, uñas negras como si se las hubiera pillado en un cajón, todas a la vez, minifalda negra, medias negras y blusa transparente pero negra. El chico, a su lado, larguirucho, con gafas de pasta años sesenta, pelos de punta, pantalones vaqueros estropeados y una camiseta a rayas, recordaba al Wally de los libros infantiles, «a ver si sois capaces de encontrar a Wally». Menudo trío.

El local se llenaba y se llenaba y los músicos íbamos corriendo de un lado para otro porque eran las once y todavía no nos habíamos cambiado de ropa, y Saracíbar se empeñaba en que saludáramos a todo el mundo, ¿qué iba a decir aquél o el otro si no le saludábamos?

Una multitud se arremolinaba alrededor de un líder emblemático e impecable. Saracíbar se abrió paso y nos abrió paso para que llegásemos hasta Gerardo Aldea, portavoz del ministerio de Economía y Hacienda, tan conocido en aquellos días, omnipresente en los telediarios. Joven y atractivo, no muy alto, con traje gris, camisa blanca deslumbrante y corbata azul que, en aquel ambiente de ostentación, parecían modestos. Su elegancia, sin embargo, no se desprendía tanto de la ropa, de los centímetros de puño de camisa que sobresalían de la manga de la chaqueta con gemelos de oro refulgente, como de la armonía de sus movimientos contenidos, de la mirada directa y la sonrisa descarada e imperturbable. Si Saracíbar trataba a Bonifacio Monpalau con reverencia, a Gerardo Aldea le dedicó tratamiento de personalidad sublime, genial, de una importancia capital, muy por encima de cualquiera militar, obispo o artista. Cuando le miraba, las pupilas del gerente del local tomaban la forma del símbolo del dólar y, si no caía de rodillas y besaba los pies del ídolo, debía de ser porque no quería compartir con nadie su idolatría.

Habían preguntado al político por la terrible crisis que vivía el mundo fuera de aquel local.

–¿Qué hacéis los funcionarios de tu ministerio contra la crisis? Porque los economistas deberíais dar ejemplo.

–Bueno, yo no soy economista. Yo soy filólogo...

–¿Y qué hace un filólogo en el ministerio de Economía?

Él bromeaba:

–Buscar sinónimos para la palabra crisis. Desaceleración, frenazo, receso, momento crítico...

Era broma, ja, ja, ja, y algunos la reían como tal. Otros hacían muecas:

–No me extraña que no os salgan los números...

Era el chico bueno de la clase, el sabelotodo, el limpio y aseado, el bien hablado, acaparador de sobresalientes, educado con sus superiores, buen compañero, aplicado. Debía de ser por eso que le rodeaba una nube densa de odio negro.

–¿Has visto los zapatos que lleva?

–No puedo soportar esa sonrisa falsa de superioridad.

–Falsa y de superioridad es lo mismo que de inferioridad, ¿no te parece?

–¡Gerardo! –gritaba Saracíbar, con autoridad–. Quiero presentarte a los músicos...

–¡Hombre, claro, los músicos! –un firme apretón de manos–. Pero a los músicos no se les presenta así, hombre. Tienes que presentarlos desde el escenario y ellos con los instrumentos a punto...

–Por supuesto, claro.

Abochornado, el gerente nos empujaba precipitadamente hacia los camerinos, como si Dios le hubiera sorprendido cometiendo un pecado y se quisiera enmendar deprisa y corriendo, antes de que se percatase de ello la totalidad del público.

Sin embargo, antes de desaparecer entre bastidores, aún tuvimos que saludar a más gente. Cuatro autores de novela negra que habían ido a vernos.

Muy tímidos, los cuatro.

–Oye, que... Soy Jorge Martínez Reverte. Y éste es Julián Ibáñez. Y éste, José Luis Muñoz. Y éste, Lorenzo Silva.

Jorge Martínez Reverte, con aquella magnífica mata de pelo blanco peinada a la manera de Mariano José de Larra. José Luis Muñoz, con un look de barba canosa que había ahuyentado definitivamente el aspecto de funcionario para apaisarle el rostro, achinarle los ojos y otorgarle un nuevo carácter más original y seductor. Julián Ibáñez, parapetado detras de sus gafas y su sonrisa que dibujaban una expresión lejana, de observador en la sombra. Y Lorenzo Silva, pulcro, formal, elegante y contenido.

Me llevé un alegrón al encontrármelos allí. Me había costado mucho localizarlos.

–Sí, sí, perdonad –interrumpió Saracíbar–. Es que teníamos que empezar a las once y ya son y media...

Fue entonces cuando, una vez en los camerinos, una vez vestidos, Jordi Cerdaña había dicho lo de «un momento, un momento, un momento, que no puedo tocar, chicos, lo siento, chicos, lo siento mucho, pero me encuentro muy mal» y había desaparecido.

Come on-a my house, my house, I’m gonna give you

Marriage ring and a pomegranate too, ah!

Venid, venid, que os voy a dar un anillo de compromiso y una granada. ¡Jo, qué peligroso!

23:34

A los autores de novela negra los había convocado yo. Había conseguido sus direcciones de correo electrónico a través de Paco Camarasa, el librero de Negra y Criminal, la librería de Barcelona especializada en este género. Les notifiqué que ya había conocido al detective Orvallo y al escritor que publicaba sus aventuras con el nombre de Carvalho, y a Alicia Giménez-Bartlett y a la inspectora de policía que la inspiraba para su Petra Delicado, y a Donna Leon; y les decía que, aprovechando nuestra estancia en Madrid, me gustaría conocerlos y, si era posible, también a sus personajes, o a las personas reales en que se basaban sus personajes. Y allí teníamos una buena representación: Jorge Martínez Reverte, Julián Ibáñez, José Luis Muñoz y Lorenzo Silva.

–Juan Madrid –me dijeron– no tiene ordenador, ni sabe lo que son los correos electrónicos, ni tiene móvil ni sabe lo que son los SMS, de manera que no hemos podido contactar con él. Está aislado en un mundo remoto y exótico. De manera que no creemos que venga.

–¿Cómo que no? –exclamó José Luis Muñoz–. Ya lo creo que ha venido. Míralo. Y bien elegante que va.

Efectivamente, entre el público que iba ocupando las mesas y se saludaba afectuosamente, destacaba el veterano escritor Juan Madrid vestido con esmoquin de chaqueta blanca y pajarita negra. Parecía disfrazado de James Bond.

Le llamaron.

Miró a sus colegas y me pareció que se atolondraba. No contaba con encontrarlos allí. Miró atrás, como si interpretara que los escritores llamaban a alguien situado detrás de él, y por un instante me dio la sensación de que pensaba salir corriendo hacia la salida. Pero la insistencia de la llamada de los otros fue más poderosa y por fin se acercó a la mesa de la literatura.

–Coño –dijo, de aquella manera tan suya, con la mano a la altura del pecho para poderse señalar con el pulgar y poder señalar a los otros con el índice–. ¿Qué hacéis aquí?

En una mesa próxima, un hombre que llevaba gafas de fantasía de montura blanca y una corbata de cuadros que en aquel ambiente desentonaba como un perro despanzurrado, y que se acompañaba de una mujer con cara de pocos amigos, gritó:

–¡Camarero!

–Hemos venido a oír a estos chicos de Barcelona, que son amigos de Alicia Giménez-Bartlett. ¿Y tú?

–¿Yo? –como si no supiera muy bien lo que hacía allí.

–Sí, y tan elegante.

–Sí, sí. Ah, sí.

El señor de la horrible corbata de cuadros repetía su llamada.

–¡Camarero, por favor! ¿No me oye?

–¿Qué haces?

Por fin, Juan Madrid acercó su cabeza a las cabezas de los otros cuatro y les confió el secreto.

–¿Veis a esos tres de ahí? –se refería a los tres famosillos de Cuestión Striptease–. ¿Veis a la chica del traje amarillo? –se refería a la escultural Ximena, todo escote y piernas–. Pues...

El hombre de la corbata de cuadros y las gafas de montura blanca ya estaba empezando a hacerse notar demasiado:

–¡Oiga! ¡Escuche! ¡Pst! ¿No me oye?

Ya era evidente que se estaba dirigiendo a Juan Madrid.

–...Pues yo soy su representante artístico. Es muy amiga mía y la estoy introduciendo en el ambiente de la cultura...

–¡Hombre, podrías presentárnosla! –se apuntó José Luis Muñoz.

–He dicho en el mundo de la cultura, José Luis – replicó Juan Madrid.

–¡Camarero! –imponía su voz el señor de la corbata de cuadros con un tono decididamente insolente.

–...Nosotros somos subcultura –bromeaba Madrid, con esa sorna tan suya–. ¿Me perdonáis un momento?

Se acercó a la mesa del señor de la corbata de cuadros y las gafas de montura blanca.

En realidad, Juan Madrid no era el representante artístico de la espectacular Ximena, qué más querría. La cruda realidad era que estaba pasando por un cataclismo económico y la desesperación le había empujado a aquel empleo temporal de camarero. La presencia de sus compañeros escritores acababa de representar un fuerte golpe para su amor propio y no estaba dispuesto a reconocer su mal momento, claro. De manera que puso las manos sobre la mesa de aquel hombre que ya le estaba pidiendo un par de gin-tonics y, con la voz ronca y bronca que le caracteriza, con la contundencia de su castellano castizo de Malasaña, le endiñó:

–Como me continúe llamando camarero, le voy a meter tal piño que los mocos le van a sonar a calderilla.

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