Tres Pi erre que erre - Andreu Martín - E-Book

Tres Pi erre que erre E-Book

Andreu Martín

0,0

Beschreibung

Una nueva y desternillante aventura de la detective juvenil Teresa Pi, también llamada Tres Catorce. Nuestra heroína acaba de salvar la vida del pichichi del Barcelona, Manolo Due, y ahora no deja de encontrárselo por todas las calles de su pueblo. Resulta que el futbolista se esconde de una banda de mafiosos, de la policía y de su club de futbol. Solo hay alguien que puede ayudarlo, y ese alguien responde al apodo de Tres Catorce.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 218

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Andreu Martín

Tres Pi erre que erre

Translated by Inés Martín Farrero

Saga Kids

Tres Pi erre que erre

 

Translated by Inés Martín Farrero

 

Original title: Tres Pi erre que erre

 

Original language: Catalan

 

Copyright © 2000, 2022 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962185

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Escribí este libro mucho tiempo después de haber vivido las aventuras que en él relato. Eso me ha permitido hablar con las diferentes personas que se vieron implicadas (como Elisa, el capitán Barreno, Manolo Due, Rodri Zamorano, el sargento Corvacho, el Titi, el abogado defensor de Lorenzo Boro, etc.) y ellas me describieron muchas situaciones en las que yo no había estado presente. Está claro, pues, que contaré cosas que no he visto e incluso me atreveré a atribuir a las personas sentimientos y reacciones de los que no puedo estar segura en absoluto, pero ésta es una práctica habitual entre los historiadores de todas las épocas, y nadie les ha dicho nunca nada. Y, además, el libro es mío, lo escribo como me da la gana, y a quien no le guste, que se aguante.

Os quiero.

¡Ah! Olvidaba presentarme. Me llaman Catorce. Tres Catorce.

TERESA PI

CAPÍTULO PRIMERO El grano de arena

1

El uno de febrero anterior, un mes antes de verme envuelta en esta aventura, el funcionario de correos Gaspar Cartrón, de la localidad gerundense de Tos, se lo estaba pasando en grande fisgando la correspondencia de sus conciudadanos. Era una práctica a la que se dedicaba desde hacía algún tiempo, por pura curiosidad. Abría los sobres acercándolos al vapor de una olla de agua hirviendo, y luego se deleitaba con el contenido de las cartas, que unas veces eran personales, otras comerciales, otras de amor... Nada le gustaba tanto como conocer los secretos de sus convecinos. Luego, cuando iba por la calle y saludaba a la señora Carmen, a la señora Remedios o a la hija del pescadero de la esquina, sonreía pensando: «¡Si supierais todo lo que sé de vosotros...!».

Conocer las miserias de los demás le hacía sentirse superior, puro y sabio como si él no tuviese nada que ocultar.

Lo imagino ávido y melifluo como el Gusano de Seda de Alicia (el que en la peli de Disney decía «¿O-R-U?» en lugar de «¿Who are you?»). Lo imagino inclinado sobre el puchero de agua hirviendo, como la bruja del cuento, riendo feliz, babeando y relamiéndose sólo con imaginar el patético mensaje que le esperaba en el interior del sobre que se abría lentamente entre sus dedos. Ya con el sobre abierto encima de la mesa, veo a Gaspar Cartrón frotarse las manos y echar atrás la cabeza mientras estalla en carcajadas perversas con los ojos en blanco de pura ilusión.

Levanta la solapa y tira del papelito que se encuentra en su interior...

Y se acabó la guasa. Se acabaron las risas, los aspavientos y los ojos en blanco.

De repente, entre los dedos temblorosos de Gaspar Cartrón, aparece un talón al portador por diez millones de pesetas. ¡Al portador! ¡Por diez millones de pelas!

¿Quéeee?

¿Habéis oído hablar del grano de arena en un engranaje? Si no habéis oído hablar de ello, no me extraña, porque es mas viejo que la tarara. De cuando los relojes funcionaban con ruedecillas dentadas, minúsculas piezas basculantes, espirales y rubíes. Todas las noches había que darles cuerda, y si te los acercabas al oído escuchabas un tictac. Eran prodigiosos porque te daba la sensación de que, disponiendo de las piezas precisas, cualquiera era capaz de montar un reloj. Por eso era frecuente que los niños de aquella época se entretuviesen desmontando relojes con la pretensión de recomponerlos y comprobar si seguían funcionando. (Estoy enterada de todo esto porque me lo cuenta mi abuela paranoica, la que no me deja salir a la calle si no voy armada y me obliga a asistir a clases de artes marciales.) Bueno, pues a la maquinaria de esos relojes se la llamaba engranaje (porque todo iba engranado, ¿entendéis?) y dejaba maravillados a grandes y chicos por lo ingenioso que era. Pero (y aquí es donde yo quería ir a parar), si en esta obra maestra de la técnica se introducía un grano de arena (un sencillo, modesto, grosero, vulgar, minúsculo y analfabeto grano de arena), todo el engranaje se iba a freír monas. Se acababan de golpe los tictacs y los vaivenes.

Bueno, pues el sencillo, modesto, grosero, vulgar, minúsculo y analfabeto grano de arena en el engranaje de nuestra historia se llamaba Gaspar Cartrón.

Aquel cartero fisgón que el día uno de febrero abrió un sobre y encontró en su interior un talón al portador por valor de diez millones de pesetas.

¡Al portador! ¡Por diez millones de castañas!

2

Según él mismo contaba tiempo después, volvió a meter el talón en el sobre con el propósito de pegar la solapa otra vez y reexpedirlo como si no hubiera pasado nada, pero le temblaban tanto las manos de la emoción, que se le rasgó el papel, o se le mojó y se escurrió la tinta de la dirección, o cualquier otro incidente por el estilo que le obligó (él asegura que no quería, ¿que no quería?) a quedarse con el talón y lo metió en un cajón, porque ¿qué otra cosa podía hacer, si no? Si lo cobraba o lo ingresaba en su cuenta, le descubrirían y le acusarían de ladrón. Y desde aquel día 1 de febrero, cuando instintivamente se le iba la mirada hacia el cajón que contenía diez potenciales millones de pesetas, casi le daba un patatús.

Si no hubiese sido por el imbécil de Gaspar Cartrón, todo habría funcionado bien, como siempre. Luis Boro y el Caguetas habrían recibido un talón de diez millones de pesetas como venía sucediendo desde hacía seis meses (¡ya se habían embolsado sesenta millones de pesetas sin mover ni un solo dedo, como quien dice!) y la vida habría seguido su curso apaciblemente.

Pero, al no recibir el cheque a primeros de febrero, los dos desgraciados se alborotaron. ¿Qué se habría creído su víctima? Luis Boro llamó por teléfono.

—El talón de este mes.

—Qué.

—Que no ha llegado.

—Pues yo lo he enviado.

—¡Y una mierda!

—Se habrá perdido.

—¡Y una mierda!

—¿Por qué no reclamáis a Correos?

—¡Y una mierda!

A Luis Boro le encantaba decir «y una mierda». Siempre tenía la mierda en la boca y estaba seguro de que eso realzaba su personalidad.

—Pues nos tendrás que mandar otro talón.

—¡Y una mierda! —respondió entonces la víctima.

El 17 de febrero, Luis Boro se cansó de esperar.

—¡Voy a ir y le voy a cantar las cuarenta delante de todos!

—Pero ¿estás loco? —exclamó el Caguetas, muerto de miedo—. ¿Para qué vas a hacer eso?

—¡Porque soy un chantajista! —replicó Boro—. ¡Porque le dijimos a ese pringado que o nos pagaba cada mes o nos iríamos de la lengua! Si ahora no nos paga, nos tendremos que ir de la lengua, ¿no?

El Caguetas, angustiado, repetía mientras se pellizcaba la nariz:

—No, no, no.

—¡Si le dijimos que lo haríamos, tenemos que hacerlo! ¿Qué clase de chantajistas de mierda seríamos si no lo hiciéramos?

El Caguetas continuaba mordiéndose las uñas, y con el «no, no, no».

—Pero ¿no ves que si ahora lo destapas todo ya no vamos a poder sacarle ni un céntimo más? ¡Perderemos una propina de cien millones de pelas, Luis!, ¿es que no lo ves?

Era un razonamiento lo bastante sólido como para hacer tambalear la seguridad de Luis Boro.

—Le pondré las pilas... pero procurando no echarlo todo a perder. Le daré un toque. Un aviso. Una advertencia. ¡Que se percate de que no hablamos en broma y que si nos busca las vueltas le podemos dar un buen susto! —El Caguetas se retorcía las manos y se tiraba del labio inferior como si fuese chicle sin dejar la letanía del «no, no, no»—. Pero algo habrá que hacer, ¿no?

De modo que Luis Boro salió disparado en busca de su víctima. Cuando tomaba una decisión, nada ni nadie podía detenerle.

Y el Caguetas, tras unos instantes de duda, de correr de un lado para otro y de saltar sobre uno y otro pie, salió disparado en dirección contraria.

3

La parte del negocio que podríamos llamar «limpia», donde tenían los fax, los ordenadores, los módems y un montón de inocentes secretarias y administrativas convencidas de que trabajaban en una empresa de transportes impecable y honrada, se encontraba en un estrecho edificio de siete pisos, de mármol blanco, situado en el centro de Girona.

El Caguetas, palurdo y desesperado, con las uñas sucias y oliendo a sudor, contrastaba violentamente con la asepsia reinante.

A Lorenzo Boro (limpio y pulcro, peinado con gomina, camisa blanca, corbata, chaqueta granate con un escudo dorado en el bolsillo superior) no le gustaba verle rondando por allí. Le parecía que aquella presencia delataba el trasfondo delictivo de sus ingresos. Temía que, cuando el Caguetas saliera de allí, secretarias y contables se harían preguntas embarazosas a propósito de aquellas misteriosas remesas que en las facturas, cartas y otros documentos se definían como «contenidos de tipo A», o «de tipo B», o «material móvil»o «inmóvil». Pura paranoia, por supuesto, porque aquella tropa de oficinistas rutinarios se limitaba a trabajar con números escritos sobre el papel y no hablaban más que de vacaciones, pagas extras, aumentos de sueldo, fines de semana, segundas residencias, hipotecas, fútbol, y no eran capaces de plantearse nada más, ni respecto al continente de los envíos (la clase de los camiones, trenes, barcos, contenedores que los transportaban) ni respecto a su contenido (¿de qué diantres se trataba?). Pero Lorenzo Boro era un paranoico y, muy consciente de que se dedicaba a un negocio penado por la ley, vivía constantemente atenazado por el miedo a ser descubierto.

Delataban su miedo los movimientos bruscos, sincopados, la mirada huidiza, incapaz de enfrentarse con los ojos de su interlocutor; no podía parar de remover, arrugar o cambiar de lugar los papeles que tenía sobre la mesa, se le disparaba la mano hacia el teléfono, al recipiente de los lápices, a la grabadora o al vaso de plástico que minutos antes contenía café... Al Caguetas le daba miedo.

Tartajeaba:

—¿Que qué dices que ha hecho mi hermano, que qué? ¿Que qué dices? ¿Que mi hermano qué dices que ha hecho?

Y el Caguetas, tembloroso y desazonado, a punto de echarse a llorar:

—¡Todavía no lo ha hecho!

—Pero ¿qué va a hacer? ¿Qué dice que va a hacer? ¡Venga, dilo!

El pulcro y paranoico Lorenzo Boro golpeaba la mesa y los objetos daban saltitos.

El mugriento Caguetas dio un saltito también. Y se mordía las uñas, se mordía los nudillos, se mordía los puños. Tartamudeaba:

—¡Está dispuesto a torpedearlo todo! ¡Todo el negocio!

—¡Eso ya me lo has dicho! ¡Lo que quiero que me digas es por qué iba a hacer mi hermano una animalada como ésa!

—¡Ya te lo he dicho!

—¡Pues quiero que me lo repitas!

La palabra salió débil, casi inaudible, de los labios apretados del Caguetas.

—Chantaje.

A Lorenzo Boro, sólo de pensarlo, le daba vueltas la cabeza.

—¿A quién?

—¿A quién quieres que sea? ¡A Manolo Due!

—¿A Manolo Due? ¿A Manuel Oliveira? ¿Al pichichi del Barça, el que marcó treinta goles en la liga italiana el año pasado, cuando jugaba en el Inter de Milán? ¿Estamos hablando del mismo Manolo Due?

—¿Hay otro?

—¿Estáis locos? ¿Y se puede saber por qué lo habéis hecho?

—¡Lo ha hecho él, tu hermano! —puntualizaba el Caguetas—. A mí no me líes.

—¡Venga ya! ¡Lo habéis hecho los dos! ¡Si tú no estuvieras metido en ello, no sabrías nada y no estarías aquí! ¿Se puede saber por qué caramba —lo cierto es que, en lugar de «caramba», empleaba palabras mucho más gruesas: los hermanos Boro eran muy mal hablados—, por qué caramba lo habéis hecho?

—¡Por sesenta millones de pelas!

Lorenzo Boro se quedó inmóvil y boquiabierto, como si le hubiesen pegado un puñetazo.

—¡Hasta ahora hemos conseguido sesenta millones de pelas! —continuaba el Caguetas, convincente y convencido—. ¿Y sabes cómo? ¡No hemos tenido que hacer más que pedírselo! «Manolo Due: danos diez millones al mes o contaremos todo lo que sabemos de ti, tenemos cartas comprometedoras y extractos bancarios...»Y él, ¡pam!, todos los meses, como un clavo.

Lorenzo Boro no reaccionaba. A él le costaba mucho ganar diez millones al mes. Y le daba mucha rabia que se le hubiese ocurrido aquella genial idea a su hermano (al palurdo, simplón, inculto, grosero, imbécil de su hermano, que nunca había hecho nada de provecho) y no a él. Y el Caguetas remachaba el clavo, dominando la situación:

—¡Y ahora estábamos a punto de ganar cien millones!

—¡Anda ya! —replicó Lorenzo Boro, incrédulo pero impresionado ante la posibilidad de que aquel disparate también fuera cierto.

—¡Nos hemos puesto en contacto con representantes del NTU de Grösvik!

Ya estaba dicho todo. El miércoles, 3 de marzo, se jugaba el partido internacional entre el Fútbol Club Barcelona y el NTU de Grösvik. El NTU era mundialmente conocido por su tendencia a hacer trampa. Corrían rumores de que estaba financiado por una de las mafias emergentes en su país, quién sabe si para blanquear dinero negro o sencillamente por cuestión de prestigio. El club había nacido hacía menos de tres años y ya había sido severamente sancionado en dos ocasiones: una por sobornar a un árbitro y otra porque se había demostrado que uno de sus directivos había contratado a unos sicarios para que lesionaran al delantero centro de un equipo rival una semana antes del partido. Se había creado tal clima de desconfianza alrededor de ese equipo que el Barcelona, para realizar los últimos entrenamientos, se había trasladado secretamente a un campo totalmente alejado de la zona de influencia del NTU, es decir, alejado del resto del mundo: las instalaciones deportivas que se habían construido en Tos para las Olimpiadas del 92; casualmente, el pueblo donde tenía un almacén esta banda de chantajistas.

El pueblo en el que yo vivía, todo hay que decirlo.

Lorenzo Boro Paranoico fue reaccionando lentamente. Era verosímil que el NTU se hubiese avenido a pagar cien millones de pesetas para neutralizar a Manuel Oliveira y obtener así una victoria sobre el FC Barcelona.

—¿Qué les habéis ofrecido? —preguntó en voz baja y ronca, clavando fijamente la mirada en los ojos inquietos del Caguetas.

—Todos los secretos de la táctica que utilizará el Barça en el partido. Y, por si eso fallase, el compromiso de Manolo Due de hacer un penalti después de la media parte. Además de garantizar que Manolo Due no rendirá ni la mitad de sus posibilidades, por supuesto.

—Estáis locos —dijo Lorenzo Boro con la boca pequeña—. Dile a mi hermano que has hablado conmigo. Y dile que, como ponga en peligro este negocio, como la prensa tenga la más mínima noticia de lo que estamos haciendo, o si se presenta aquí la policía por su culpa, le voy a hacer todo aquello que él ya sabe y que venimos aplazando desde que éramos pequeños. Háblale de las herraduras al rojo vivo.

El Caguetas ya se había puesto en pie. Lorenzo le detuvo con un gesto.

—... ¡Y dile que ya me encargo yo de que este asunto de Manolo Due salga bien! ¡Pero aquí sacaremos tajada todos, no sólo él!

El Caguetas aún no sabía si se lo iba a decir a Luis Boro, pero asintió enérgicamente con la cabeza.

4

En cuanto el Caguetas salió del despacho, Lorenzo Boro estuvo a punto de ponerse a bailar sevillanas y a cantar un tema cuya letra decía aproximadamente: «Cien millones, ni más ni menos que cien millones». Pulsó el botón del interfono y le pidió a su socio Cabañas que pasase a verle a su despacho.

Al momento se abrió la puerta y entró Cabañas, atlético, de mirada sibilina, pelo al cepillo y un rostro tan expresivo como un bloque de granito.

—¡Nunca dirías lo que ha hecho mi hermano! —le espetó Lorenzo Boro.

No. Cabañas nunca lo hubiera dicho. Y, de entrada, se cabreó mucho. Pero cien millones son cien millones y estuvo de acuerdo con su socio en que tenían que intervenir en el negocio del chantaje, claro que sí. Teniendo mucho cuidado, por supuesto, de no poner en peligro el otro negocio, el de verdad, el que tenía que solucionarles el futuro.

Y así es como se fue liando la madeja.

Los socios de traje y corbata se compincharon con los chantajistas de alpargata y los chantajistas de alpargata se asustaron; todo adquirió un tamaño desmesurado para sus torpes manos, lo que hizo que empezasen a actuar de un modo irreflexivo y acabaran mandándolo todo a freír espárragos.

La noche del 28 de febrero, cuando Manolo Due, en su papel de víctima de un chantaje, tendría que haber metido en un buzón un sobre con un talón de diez millones de pesetas, sus chantajistas se enteraron de que había desaparecido, con todo su equipaje, de las instalaciones deportivas de Tos. El FC Barcelona estaba revolucionado y habían denunciado el caso en el cuartelillo de la Guardia Civil. Decían que había sido secuestrado.

Entonces cundió el pánico.

5

Si esto fuese una película, podría empezar en el momento de la noche en que Manolo Due se escabullía del campo de entrenamiento de Tos con su equipaje, se subía en su BMW negro y se alejaba de allí a toda velocidad.

Sin embargo, no podía esfumarse así como así. No se podía marchar sin despedirse de Elisa, la chica a la que había conocido dos días antes en una discoteca de Playa de Aro, y con la que quizás habría podido llegar a casarse, tener hijos y ser muy, muy feliz, si las cosas hubieran sido de otro modo.

—¡Tengo que irme!

Y todo esto, con profusión de besos y abrazos, claro. Se querían mucho. Y con ojos llorosos y bocas amargas:

—¿Por qué te tienes que ir?

—No te lo puedo explicar.

—¿Y nuestro amor?

—Nuestro amor es imposible.

O algo así. Una despedida larga y emotiva de toda una noche, cargada de preguntas muy concretas y respuestas evasivas ( «¿Qué vas a hacer?», «No lo sé», «¿Adónde irás?», «Ni idea», «Pero... ¿y el partido del miércoles?», «No quiero ni pensarlo, ni lo nombres, no puedo explicártelo pero tengo que irme»).

Entretanto, Luis Boro, al enterarse de la ausencia de Manolo Due, se había puesto muy nervioso, pero que muy nervioso.

—¡Éste se nos escapa, mierda! ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Éste se quiere escapar y lo va a mandar todo a la mierda! ¡Nos quedaremos sin los cien millones del NTU y sin los diez millones mensuales!

—¿Qué piensas hacer? —se interesó el Caguetas con aprensión.

—¡Pienso darle un buen escarmiento! Tiene que comprender que está en nuestras manos, que no puede reírse de nosotros. ¡Que hablamos muy en serio, mierda, ya!

—¿Pero qué piensas hacer?

Luis Boro conocía la existencia de Elisa, la novieta de Manolo Due. Los chantajistas procuran saber todo lo posible de la vida de sus víctimas para tenerlas así bien atrapadas.

Las siguen, las vigilan, consiguen información de los que les rodean.

—No puede haber huido sin despedirse de su novia.

—Pero ¿qué piensas hacer? —insistía el Caguetas.

Luis Boro montó en su furgoneta blanca, y el Caguetas, a su lado.

—Pero ¿qué piensas hacer? —decía, cada vez más ansioso.

Sus sospechas se vieron confirmadas: el BMW negro de Manolo Due estaba aparcado en las cercanías de la casa de Elisa.

—¿Lo ves? ¡Aquí está!

—Pero ¿qué piensas hacer?

La furgoneta blanca estaba plantada en medio de la calzada, donde más estorbaba. Sobre la puerta, un rótulo anunciaba «L. Boro Plantas medicinales». Como sugiriendo «elaboro plantas medicinales». Y los dos ocupantes de la cabina discutían. El Caguetas intuía las intenciones de Luis Boro.

—¡No pensarás matarlo!

—¡Sólo le daré un buen susto! ¡Un escarmiento!

—¡Tú estás loco! ¿Le vas a atropellar sólo para darle un buen susto?

—¡Para que sepa que esto va en serio!

—¿Le vas a atropellar para demostrarle que vamos en serio?

—¡No le atropellaré!

—¿Entonces, qué?

—¡Vete a la mierda!

—¡Suelta el volante!

—¡Que te vayas a la mierda, te digo!

Manolo Due salió de casa de su novia, cruzó la acera rápidamente, pisó la calzada. Luis Boro, para librarse del acoso de su acompañante, aclaró sus intenciones:

—¡Sólo le daré un golpe al coche! ¡A él no le haré nada!

—¡Pues deja que se monte! ¡Deja que se monte!

Manolo Due montó en su BMW negro.

—¡Venga, vale! ¡Dale, pero flojito! ¡No esperes a que arranque!

—¡Que aún no, mierda!

—¡Jo, tío, venga! ¡No esperes más! ¿A qué esperas?

—¡Que aún no, mierda!

—¡Vamos, tío! ¡No esperes más! ¿A qué estás esperando?

El motor de la furgoneta rugió y el trasto salió disparado hacia delante... ¡en el preciso momento en que Manolo Due decidió bajarse otra vez del coche y plantarse en plena calle! Acababa de tener una inspiración: «¡Yo no me voy sin Elisa! ¡No puedo huir como un cobarde!». Y, obedeciendo a su impulso, había abierto la puerta, se apeaba... ¡Sin reparar en la furgoneta blanca que venía lanzada contra él a toda velocidad!

—¡Para, para, que lo matas!

—¡Que no paro!

Luis Boro iba agarrotado al volante, los ojos encendidos y clavados en Manolo Due, que cada vez estaba más cerca, más cerca, más cerca.

—¡Para-a-a-a! —lloriqueaba el Caguetas, que ya se veía convertido en cómplice de asesinato.

Luis Boro se había vuelto loco, no era dueño de sus actos, no podía levantar el pie del acelerador, ¡no sabía para qué servía el pedal del freno...!

Manolo Due metía medio cuerpo en el coche para recoger el equipaje que acababa de dejar sobre el asiento de la derecha.

... Y, mira por dónde, una chica que pasaba por allí, una flecha con cazadora y vaqueros, se lanza al paso de la furgoneta, abraza desesperadamente al objetivo de la furgoneta y víctima del chantaje, y juntos desaparecen en el interior del BMW como si les hubiesen catapultado.

Instintivamente, Luis Boro pegó un volantazo y la furgoneta arrancó la puerta del BMW con gran estrépito, sin dañar a ninguno de los dos personajes que, abrazados, pataleaban en su interior, ¡craaaack!, con cuatro aes y en cursiva para que quede más claro, y la furgoneta se perdió calle abajo mientras se oía la vocecita del Caguetas chillando:

—¡Estás loco, Luis, estás como una regadera, como una cabra, estás para que te encierren! ¡Ya verás cómo se va a poner tu hermano cuando se entere!

Y Luis Boro:

—¡Vete a la mierda!

6

—Pero ¿qué haces? —farfulló Manolo Due entre los brazos de la chica que le aplastaba—. ¡Déjame en paz!

Salieron del coche como pudieron. En un principio, el jugador del Barça apenas se fijó en la chica que le había salvado. No tenía ojos más que para la puerta destrozada del BMW. ¡Habían intentado matarle!

—Perdona, tío, pero creo que acabo de salvarte la vida... —dijo ella para atraer su atención—. Has tenido suerte, soy la chica más observadora del pueblo.

Entonces, aquel tiarrón alto, delgado y desgarbado, de un moreno étnico, fijó sus enormes ojos negros y brillantes, de corzo acorralado, en su salvadora. Una chica joven y fresca, espabilada, casi descarada, de nariz pajaril, con el pelo muy corto y rizado, que le miraba con sus pequeños ojos, aún más empequeñecidos por la admiración.

Antes de que el futbolista pudiese comprender lo que había pasado, ella se lo explicó, allí mismo, en medio de la calle (era un tramo poco transitado).

—¡Era una furgoneta Nissan Serena, matrícula de Girona con dos treses y un cuatro, y era de la empresa L. Boro, que trabaja con plantas medicinales! —¿Y él? ¿Es que no iba a decir nada? ¡Claro, si es que era portugués!—. ¿Entiendes mi idioma?

—Sí.

—Bueno, pues entonces, vamos a la policía. Yo seré tu testigo.

—¡No, no, a la policía, no! —respondió alterado. En aquel momento, la sagaz jovencita que le había salvado comprendió un par de cosas. Una: que Manolo Due estaba metido en un lío de padre y muy señor mío. Y dos: que conocía perfectamente la identidad de sus agresores—. Perdona, chica, gracias por todo, pero tengo que irme... Tengo mucha prisa.

—Tú eres Manolo Due, ¿verdad? —La chica le cerraba el paso mientras rebuscaba en el interior de la mochila que acababa de descolgar de la espalda.

—Sí.

—¿El pichichi?

—Sí.

—Si necesitas ayuda, ¿por qué no me telefoneas?

Y le dio una de esas tarjetas que se hacen en una máquina tragaperras en la que se podía leer: «Tres Catorce, detectiva privada. Agencia de Investigaciones Pi & Zamorano. Calle del Roble, 17, 4.°, Tos. (Girona)».

—¿Tres Catorce? —preguntó Manolo Due, doblemente desconcertado por el nombre y por la edad de su salvadora.

—En realidad me llamo Teresa Pi. Soy la Pi de Pi y Zamorano. Me llaman Tres por Teresa y Tres Catorce por Pi.

—¡Ah! —Se guardó la tarjeta en el bolsillo superior de la chaqueta de pata de gallo—. Perdona, pero tengo mucha prisa.

Montó en el coche.

—¡Oye, que te dejas la puerta!

—Da lo mismo. No creo que se pueda aprovechar.

—Vale, no te preocupes. Si tienes tanta prisa ya me encargaré yo de tirarla a un contenedor.

—Gracias. Y gracias por... Por lo que has hecho.

—De nada.

Manolo Due puso el coche en marcha y se fue.

7

No sé en qué empleó Manolo Due el resto del día.

Quiero decir que no sé dónde comió, ni dónde merendó, ni dónde cenó, si es que fue capaz de pegar bocado en todo el día. Si hubiesen intentado matarme, creo que yo no habría podido ni abrir la boca. Sólo sé que la duda con la que había comenzado el día se prolongó, corrigió y aumentó hasta convertirse en un tormento. Cuando había ido a ver a Elisa, lo había hecho absolutamente decidido a huir para siempre. Pero, de pronto, le dio un repente: «¿Sabes qué? ¡Que me quedo! ¡No me puedo ir sin Elisa!». Y entonces fue cuando habían estado a punto de asesinarlo, de modo que, despavorido, había subido al coche. «¡Ya lo creo que me voy!».

Tiempo después, me dijo que había intentado seriamente alejarse de Tos, pero que, unos kilómetros mas allá, se había encontrado con un control de la policía autonómica. Su presencia se debía al pavoroso incendio del bosque del Peñal. Pero por la radio no paraban de comentar la misteriosa desaparición de Manolo Due, la última adquisición del Barça, de manera que dio media vuelta y regresó al pueblo.