Lo que solo les pasa a los demás - Andreu Martín - E-Book

Lo que solo les pasa a los demás E-Book

Andreu Martín

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Marc Olván es un abogado de oficio en horas bajas, enamoradizo y alcohólico, que no pasa precisamente por un gran momento. Lidia Pedralba es una madre desesperada porque su hijo está en prisión preventiva, a la espera de juicio, acusado de violar a un niño de cuatro años. Pedralba necesita un abogado para actuar contra Daniel Trujillo, el juez qua ha enviado a la cárcel a su hijo sin ni siquiera escucharlo, a la vez que ha dejado en libertad al jefe del peligroso clan de los Klimovski, que hace ya unas décadas que controla el tráfico de drogas y armas en Barcelona. Olván será el escogido para llevar a cabo la investigación.   No lo tendrá fácil: en una ciudad que es escenario de la escisión de los partidos independentistas, el tal Trujillo se cree el amo del mundo. Él y sus amigos, como el inspector Regueira, dictan sentencias y órdenes expeditivas y se lo pasan en grande en la discoteca Racket, un local de moda nocturno de Barcelona donde se encuentran encantadoras mujeres y extravagantes personajes. Olván se implicará a fondo en el caso y será testigo de las idas y venidas de Trujillo con los Klimovski, y de las luchas internas del clan.

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Andreu Martín (Barcelona, 1949) es escritor especializado en novela negra y policíaca desde que en 1979 publicó Aprende y calla. En 1980 recibió el premio Círculo del Crimen por Prótesis. Posteriormente, ha escrito numerosas obras del género que han sido galardonadas, como Si es o no es (con el Deutsche Krimi Preis International a la mejor novela policíaca publicada en Alemania), Barcelona connection y El hombre de la navaja (las dos con premios Hammett), Bellísimas personas (que, además del Hammett, también obtuvo el premio Ateneo de Sevilla) o De todo corazón (premio Alfons el Magnànim). Además, ha recibido el prestigioso premio Pepe Carvalho, en el festival BCNegra, que galardona toda una trayectoria. Ha escrito también género erótico y novela infantil, donde, juntamente con Jaume Ribera, ha creado el personaje de Flanagan, cuya primera novela, No pidas sardinas fuera de temporada, recibió el Premio Nacional de Literatura Juvenil. El Harén del Tibidabo (2018), Todos te recordarán (2019), La favorita del Harén (2020), Vais a decir que estoy loco (2021) y La cuarta chica por la izquierda (2023) han sido sus últimas novelas publicadas en Alrevés.

 

 

CONTRA ANDREU

Marc Olván es un abogado de oficio en horas bajas, enamoradizo y alcohólico, que no pasa precisamente por un gran momento. Lidia Pedralba es una madre desesperada porque su hijo está en prisión preventiva, a la espera de juicio, acusado de violar a un niño de cuatro años. Pedralba necesita un abogado para actuar contra Daniel Trujillo, el juez qua ha enviado a la cárcel a su hijo sin ni siquiera escucharlo, a la vez que ha dejado en libertad al jefe del peligroso clan de los Klimovski, que hace ya unas décadas que controla el tráfico de drogas y armas en Barcelona. Olván será el escogido para llevar a cabo la investigación.

No lo tendrá fácil: en una ciudad que es escenario de la escisión de los partidos independentistas, el tal Trujillo se cree el amo del mundo. Él y sus amigos, como el inspector Regueira, dictan sentencias y órdenes expeditivas y se lo pasan en grande en la discoteca Racket, un local de moda nocturno de Barcelona donde se encuentran encantadoras mujeres y extravagantes personajes. Olván se implicará a fondo en el caso y será testigo de las idas y venidas de Trujillo con los Klimovski, y de las luchas internas del clan.

Lo que solo les pasa a los demás

Lo que solo les pasa a los demás

ANDREU MARTÍN

 

 

 

Primera edición: enero del 2024

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ València, 241, 4.º

08007 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© 2024, Andreu Martín

© de la presente edición, 2024, Editorial Alrevés, S. L.

ISBN: 978-84-18584-07-7

Código IBIC: FF

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

 

 

Dedico esta novela a

Lluís Llort y Anna Maria Villalonga,

magníficos escritores y amigos,

en quienes no he dejado de pensar ni un día

durante la creación de esta novela.

Capítulo 1

Solo un abogado de oficio

En aquella época —una de las peores épocas de mi vida—, yo vivía con la mujer más espléndida que he conocido en mi vida y que conoceré jamás. Se llama Lana Brau, seguro que habéis oído hablar de ella; fotógrafa que entonces estaba preparando una exposición, o una performance, para la Feria de Arte Contemporáneo ARCO, de Madrid: «Desnudos masculinos». Se habló mucho de ella. Un escándalo. Lana era, es, inteligente, ingeniosa, divertida, espontánea, buena persona, comprometida, cálida, tierna, descarada, generosa, seductora, loca y, por último pero no menos importante, si me lo permitís, sexi, joder lo sexi que podía llegar a ser.

Y, en cambio, yo la tenía olvidada en casa, dando por supuesto que estaría allí entretenida con sus cosas, queriéndome hasta el infinito, con el amor conservado en el congelador, siempre a punto, sonriente y feliz como una etapa de mi vida maravillosa pero ya superada. Yo tenía mucho trabajo, ella tenía mucho trabajo, nos queríamos tanto que no hacía falta que nos lo demostrásemos cada cinco minutos, ni cada hora, ni cada día, ni cada semana. Tanto era lo que nos queríamos.

No era una buena época para mí.

Cinco o más cervezas al día, el vino con la comida y la cena, chupitos para la digestión, gin-tonics y cubatas por la noche, y cava y whisky ocasionales si había algo que celebrar.

Lana era la estrella de las fiestas. Si alguien se atrevía a hablarle del tiempo, o del tránsito y de la dificultad de aparcar, o cualquier otra banalidad, replicaba que todo es cíclico, que cualquier acontecimiento de la naturaleza o del comportamiento humano está sometido a ciclos. Y, cuando veía que la audiencia se la tomaba en serio y la escuchaban con las cejas fruncidas, continuaba hablando de ciclos y se declaraba muy partidaria del ciclismo y se reivindicaba como ciclista empedernida. Y sus amigos reían, y la admiraban. Y yo era el que se reía más fuerte, con la copa en la mano, en un rincón, y tropezaba con los muebles. Y nuestros amigos se reían, y se miraban los unos a los otros con compasión. No sé si se compadecían de mí o de ella.

Yo solo soy abogado de oficio. Pertenezco al TOAD, Turno de Oficio y Asistencia a la persona Detenida. Digo «solo» porque me temo que para mi padre estas tres palabras resumían toda mi actividad profesional. Cuando me presentaba a alguien, decía «Marc es abogado, de esos del Turno de Oficio». Daba igual que yo hubiera fundado el bufete Olván y Passeres, con Paco, especialista en civil; y que hubiera cumplido los cinco años de ejercicio efectivo de la abogacía imprescindibles para trabajar en el Turno de Oficio; o que hubiera hecho el curso de especialización en violencia de género. Para mi padre, yo solo era «abogado de esos del Turno de Oficio». Y me parece que para Lana también.

Yo me vengaba contando únicamente mis casos representando a delincuentes zafios, ladrones analfabetos y agresores marginales, que daban lugar a anécdotas más jugosas y confirmaba y perpetuaba los prejuicios de mi padre y de Lana.

Dulce Lana.

De hecho, se llamaba Laura, Laura Braulio, pero se hacía llamar Lana, como Lana Turner, Lana Brau, nombre artístico. Y llevaba el cabello muy corto y de punta, tatuajes por todo el cuerpo, brazos, manos y nalgas, de todas las formas, colores y estilos, letras chinas, escritura cuneiforme, Betty Boop y león de la Metro, y ropa extremada, con estampados de leopardo, y las manos llenas de anillos, «¿No te molestan los anillos, para hacer fotos?», «Antes, en un ciclo anterior, me molestaban, pero aquel ciclo ya pasó, y yo soy ciclista, ¿te lo había dicho?».

Me estaba tomando una cerveza en la barra del bar que hay en medio del edificio principal de la Ciudad de la Justicia, que parece una inmensa terminal de aeropuerto, todo de mármol blanco, y cristal, y gente ajetreada de un lado para otro, cuando alguien me llamó por mi nombre, «¡Marc!», y Pacheco se me vino encima como si lo hubieran catapultado desde el otro lado del vestíbulo.

—Marc, guapo, te necesito. ¿Tendrás un pequeño espacio de tiempo para mí?

Sabía perfectamente que yo iba sobrado de espacios de tiempo.

Pacheco tenía una agencia de detectives muy pequeña, de esas que salen en las películas y solo se componen del titular, una secretaria que coge los encargos y lleva la agenda y tres o cuatro colaboradores externos mal pagados. Por eso Pacheco siempre va corriendo por todas partes, para cubrir más frentes de los que puede cubrir, y de vez en cuando me pide favores.

Es prácticamente calvo y se rapa los pocos pelos que le quedan en la nuca y sobre las orejas para parecer más canalla y para que no se le note la calvicie, pero se le nota; él cree que es corpulento y atlético pero la barriga de cerveza lo desmiente, y lleva una gabardina, un traje, una camisa, una corbata y unos zapatos comprados hace tanto tiempo que siempre parece que haya dormido con la ropa puesta. Con su bigotito y la perilla de mosquetero quiere parecer moderno, pero no hay manera. Va tan agobiado que a uno le da miedo que le dé un infarto de un momento a otro.

—Te necesito. Un tema. Calculo que le dediques dos horas al día, de vez en cuando, cuando te vaya bien. Si me haces un informe detallado, ochenta euros. Si hicieras un informe diario durante un mes, que eso no será necesario, te sacarías mil seiscientos. ¿Qué te parece?

—Una mierda.

—No, hombre, no. Si no es nada. ¿Vienes mañana por el despacho y te presento a la clienta? Es joven. Está buena. Te gustará.

—¿De qué va?

—Ella te lo expondrá con toda claridad. Es muy fácil. —Yo quería decirle «Espera, hombre, no corras tanto, tómate una cervecita y hazme un resumen», porque estaba solo y aburrido y apático, pero él salió disparado—: Mañana, mañana, en mi despacho, a las diez, ¿de acuerdo?

Al día siguiente llegué a la plaza Gal·la Placídia (que aquel argentino amigo mío llamaba «plaza Galidia») con mi destartalado Suzuki Vitara cuatro puertas de color granate y, cuando detuve el motor en el aparcamiento subterráneo, interrumpí una encendida tertulia de RAC 1 donde se debatía apasionadamente sobre la escisión de los partidos independentistas que hasta aquel momento gobernaban en la Generalitat de Catalunya. El partido que paradójicamente se llamaba Junts (o sea, Juntos) se separaba y el partido que paradójicamente se llamaba Esquerra Republicana de Catalunya (o sea, Izquierda Republicana de Cataluña) se quedaba gobernando en minoría, a la discreción de la derecha monárquica. Al apagar el motor del coche, interrumpí en seco un guirigay de opiniones enfrentadas.

Detectives Lupa (el nombre le viene, no es broma, de Luis Pacheco, Lu-Pa, el padre de Pacheco y fundador de la empresa) está en una de las calles que desembocan en la plaza, en un edificio que en los sesenta debía de resultar de lo más moderno y ahora queda elemental, esquemático, barato y pobre. La oficina ocupa un apartamento minúsculo del primer piso que necesita una mano de pintura para borrar la nicotina que amarillea las paredes y que si no está equipado con muebles de Ikea es porque, cuando fundaron y amueblaron la empresa, Ikea todavía no existía. Consta únicamente de dos ámbitos: una especie de recepción y sala de espera, y una especie de despacho, separados por una mampara de contrachapado que no llega al techo y que permite escuchar perfectamente lo que se dice en un lado y en otro. Privacidad cero. El lavabo tiene ducha y bidé y sirve para guardar escobas, fregonas, cubos y productos de limpieza.

Aquel día no estaba la secretaria, a la que imaginé corriendo por la calle, buscando un coche de los Mossos d’Esquadra para denunciar acoso sexual por parte de su patrón. Pacheco, en mangas de camisa, jersey, el botón de la camisa desabrochado y la corbata floja, me recibió a gritos, con la intención evidente de que nos oyera la persona que aguardaba en la otra estancia.

—¡Eh, Marc Olván, el mejor abogado de este lado del Misisipi! ¿Sabes que están buscando a un mediador para reconciliar a los dos partidos indepes? ¿Y sabes que uno de los nombres que más suena es el tuyo? Me han preguntado y yo les he dicho que no podía decirles nada hasta que hablara contigo. No hace falta que me contestes ahora mismo, porque tenemos trabajo, pero piénsatelo. Ya hablaremos. —Todo falso. Una fantasmada para impresionar a la clienta—. Pasa, pasa, que quiero presentarte a la señora Pedralba, que necesita tus servicios.

Nos esperaba sentada delante del escritorio, absorta en la contemplación del móvil.

—Lidia Pedralba, este es el abogado Marc Olván, una eminencia. Cuando me expuso su caso, enseguida supe que, de toda mi plantilla, quien mejor podría ayudarla sería Olván. Póngale al corriente de todo, yo no le he dicho nada, como si yo no estuviera. A partir de ahora es una cuestión entre ustedes dos.

Pacheco me había dicho que era joven, que estaba buena y que me gustaría. No era tan joven, ya había pasado los cuarenta y la vida no la había tratado siempre bien. Tenía la mirada de la desesperación, de ese no puedo más que no se acaba nunca. Pero había aprendido que todavía no había llegado lo peor, y eso la endurecía y estaba dispuesta a afrontar lo que fuera con todas sus fuerzas, que eran muchas. Se le notaba en la resolución de la mirada insistente, en la firmeza de la barbilla puntiaguda, en el tono de la voz, en la rigidez de unas manos como zarpas. No sé si me gustó a primera vista, yo no diría que estaba buena como había dicho el detective, pero, eso sí, tenía unos pechos voluminosos resaltados por la elasticidad de un jersey de lana fina que no dejaba lugar a dudas y que atrajeron mi mirada desde el primer momento. Tuve que hacer un esfuerzo notable para mirar a la clienta a la cara.

—Pues usted dirá.

No es una cuestión de sexo.

Es la puta necesidad que tiene la mayoría de los hombres de demostrarse que son capaces de obtener aquello que se les resiste.

—¿Son capaces? —me decía Lana, burlona—. ¿No te incluyes?

Yo continuaba como si no la hubiera oído. El afán de conquista. El ansia del alpinista por conquistar la cumbre inaccesible. El empeño del militar por conquistar la ciudad o el país que le hace frente. La apuesta por hacerse a la mujer desconocida, que no sabes cómo va a reaccionar a tu ataque. La emoción precisamente está en la oposición que se pueda encontrar. Ese tipo de gentuza es la que dice aquello de que una mujer que dice que «no» está diciendo que «quizás»; una mujer que dice «quizás» está diciendo que «sí»; y una mujer que dice que «sí», no es una mujer: es una puta. Por eso reniegan de la tendencia del «Solo sí es sí», porque para ellos una mujer que dice que «sí» no vale nada, es lo que se llama «una mujer fácil», no tiene ningún mérito ni interés. Porque lo importante no es el encuentro del sexo, que bien hecho es divertido, delicioso y creativo, sino vencer la negativa de la otra, doblar su voluntad, en definitiva, es una cuestión de dominio. Y, cuanto más firme es la dificultad, más apasionante resulta la experiencia; y si el rechazo es físico, saldrán los más machos que recurrirán a la fuerza física, y si a eso se le llama violación, les da igual, al contrario, aún podrán presumir de la hazaña ante los amigotes.

No es una cuestión de sexo. El sexo, para esta gente, solo es el premio del vencedor, la guinda del pastel.

Habíamos hablado mucho de este tema con Lana.

Ella decía que la gran mayoría de hombres pertenecen a esta clase de gentuza, que yo mismo formaba parte de ella, y que nos resultaba muy difícil dejar de ser como éramos.

Lana Brau, la mujer más excepcional que he conocido.

Entretanto, Lidia Pedralba iba hablando.

—Mi hijo es gay —había empezado, mirándome fijamente, como si esperase una reacción desagradable por mi parte. Mis ojos se esforzaban en mantenerse clavados en los suyos, impasibles—. Vive, bueno, vivía conmigo, y estaba buscando trabajo. Es auxiliar de enfermería, pero las cosas están muy difíciles. De forma que, durante un tiempo, estaba haciendo de canguro para el hijo de unos vecinos. Los padres de la criatura son buenas personas, pero la madre de ella es una bruja. La abuela. Yo ya sabía que iba diciendo por el barrio que Manuel era maricón y que no le gustaba que cuidara de su nieto. Yo ya lo sabía, pero no podía hacer nada. Si nos encontrábamos por la escalera, ella apartaba la vista. Yo no, porque yo no tengo nada que esconder. Bueno, y el caso es que un día llega la vieja a casa y Manuel, mi hijo, estaba bañando al crío en la bañera, y aquella mujer se pone a gritar que lo está masturbando, y que lo está masturbando, y sale a la escalera chillando que mi hijo está violando a su nieto de cuatro años. Manuel, para protestar, suelta al chaval, que se hunde en la bañera, un momento, solo un momento, pero la vieja dice que si lo quiere ahogar. Llama a la Policía, salen todos los vecinos, llegan los padres de la criatura, «que este maricón estaba violando al niño y lo ha querido ahogar y todo». Es verdad que Manuel es un poco temperamental y, ofendido por tanta mentira, agarró a la mujer de la ropa y le habló con malos modos y luego se enfrentó al padre del niño y, después, cuando llegaron, se peleó con los Mossos d’Esquadra. Tiene mal carácter, es verdad, y me parece que habría tenido que contenerse un poco, no lo excuso. Pero lo detuvieron, lo esposaron y todo, y pasó la noche en el calabozo. Y al día siguiente lo llevaron delante del juez. Daniel Trujillo. ¿Lo conoce?

Hice un gesto ambiguo. Recordaba vagamente a Trujillo. Un hombre de cincuenta y pocos, muy bien conservado, alto y estirado, muy aristocrático, con rictus de oler mierda. Alguna vez me lo había encontrado de guardia con algún caso. De momento, nada que decir.

—Es el juez que tomó declaración a mi hijo, a Manuel. Después supe que, mientras Manuel protestaba su inocencia, y mientras hablaba su abogado defensor, este juez, Daniel Trujillo, estaba mirando el móvil, indiferente y pasando de todo. Y decretó prisión provisional sin fianza. —La mujer me contemplaba con atención para ver cómo me quedaba ante semejante injusticia, y yo procuraba mirarla a los ojos y continuar como si nada, porque estas son cosas que pueden pasar y pasan, y porque no conocía todos los datos del caso—. Prisión provisional sin fianza, por un delito inventado por una histérica homófoba. Esto pasaba en el mes de junio, antes del verano, y ahora, tres meses y medio después, mi hijo continúa encerrado en la prisión de Can Brians sin juicio.

Miré a Pacheco y suspiré antes de mirarla a ella, a los ojos, como si estuviera absolutamente desolado y dispuesto a escucharla tanto rato como fuera necesario.

—Ya, ya sé que no se puede hacer nada —aceptó ella, al tiempo que se sumergía en las profundidades de su bolso para buscar algo importante—. Ya me lo dijo el señor Pacheco.

—Ya se lo dije —ratificó el detective.

Enarqué las cejas para Pacheco y este separó la palma de la mano del cristal del escritorio para pedirme paciencia.

Del bolso salió una carpeta de plástico y, de la carpeta, un puñado de recortes de periódicos, que me entregó observándome como si ya no hiciera falta explicación alguna. Con aquello, yo ya tenía que entenderlo todo.

Una de las páginas de Sociedad de La Vanguardia del viernes, 16 de septiembre, mostraba la foto de un hombre malcarado, esposado y conducido por dos policías de caras pixeladas. El titular: «Detenido en Barcelona el narcotraficante José Klimovski Calomarde, alias Cangrejo». Más abajo, «en el transcurso de un operativo del Grupo de Crimen Organizado de la Policía Judicial, dirigido y supervisado por el juez Daniel Trujillo, ayer se procedió a la detención…», «uno de los narcotraficantes más buscados de la mafia barcelonesa», «fue sorprendido cuando salió del escondite donde se ha ocultado durante años y que aún hoy no se ha descubierto», «en el coche le encontraron tres paquetes de diez kilos de cocaína cada uno y un arma de fuego». El sábado, 17, en La Vanguardia, reportaje a toda plana, firmado por el periodista Valentí Renom, sobre José Cangrejo Klimovski Calomarde, «jefe del peligroso clan de los Klimovski, que desde hace décadas controla el tráfico de drogas y armas en la ciudad de Barcelona». Historia de la familia y listado de las fechorías cometidas por este «hombre de cincuenta y dos años, interlocutor y anfitrión de los jefes de las diferentes mafias que han desembarcado en nuestra ciudad». «Hacía años que la Policía iba tras él, pero nunca habían podido localizar su escondrijo». En un rincón, la fotografía del juez Daniel Trujillo, «artífice de la operación, que hoy tomará declaración al poderoso delincuente».

Levanté la vista de las noticias y tropecé con la mirada acuciante de Lidia, que quería darme a entender que lo estaba haciendo bastante bien y me animaba a continuar, con expresión de «ahora viene lo bueno».

Las páginas siguientes, de cuatro periódicos distintos, con fecha del lunes, 19 de septiembre, ostentaban titulares de impacto, con letras grandes como gritos de furia. «El Cangrejo en libertad». «El juez libera a Cangrejo sin cargos». «El narco escapa de nuevo». «José Klimovski Cangrejo vuelve a estar en la calle». Y las entradillas, copiadas del comunicado de prensa del juzgado, coincidían casi palabra por palabra: el juez Daniel Trujillo, después de tomar declaración a José Klimovski, alias Cangrejo, lo había dejado en libertad debido a una serie de errores policiales en la cadena de custodia, debidos sin duda a la precipitación con que se había realizado el operativo.

—¿Qué me dice? —preguntó Lidia Pedralba—. Este, este. El juez instructor de la causa de mi hijo. Daniel Trujillo. —Yo continuaba escuchando, muy atento—. ¿No le parece que es un caso clarísimo de prevaricación? ¿No deberían investigar a este hombre?

Yo me pellizqué la barbilla, constatando que aquel día no me había afeitado. Ella continuaba, muy apasionada:

—Yo no puedo hacer nada por mi hijo, ya lo sé —se encogía de hombros con falsa resignación—, está en la cárcel y tenemos que esperar el juicio, y será lo que Dios quiera, de acuerdo. Pero ahora ya me ha quedado claro que este juez Trujillo es un hijo de puta, un mal bicho, homófobo, cruel, prevaricador, que eso no se puede negar, y le quiero hacer pagar lo que le ha hecho a mi hijo, ¡lo que le está haciendo a mi hijo! —Recuperó los recortes de periódico de mis manos—. Y aquí tenemos un buen punto de partida, ¿no le parece?

No. No me lo parecía. No era tan fácil. Miré a Pacheco, recriminándole que me hubiera metido en aquel jaleo, y él hizo gesto de «ahora te toca jugar a ti».

—No es tan fácil —dije con firmeza helada destinada a apagar su pasión—. Tengo que leérmelo mejor, pero, por lo que dicen los periódicos… —Ella hizo un movimiento brusco para protestar que los periódicos solo dicen la versión oficial— fue el mismo juez quien inició el operativo para detener a este Cangrejo. Él dio la orden, él lo preparó todo, no tiene sentido que organizara todo ese follón para después soltar al narco. Trujillo se jugaba el prestigio, que es muy importante en un juez. Y si la nota de prensa deja tan claro que ha sido un error policial, debe de ser porque se ha producido realmente ese error policial.

Lidia se echó atrás, llenando los pulmones de aire y apoyando la espalda en el respaldo de la silla, como a la defensiva de mi ataque.

—Entonces, qué. ¿Quiere decir que no juega? ¿No me va a ayudar?

Miró a Pacheco, y yo también lo miré, ella irritada porque no obtenía la respuesta deseada, yo abrumado y queriendo quedar bien con todo el mundo.

—¡No, no! —protestó Pacheco desde el burladero de su escritorio.

—Yo solo le digo —poniendo las piezas en su sitio— que no es tan fácil. Que vistas de lejos, desde fuera, las cosas a lo mejor parecen de una manera y, después, son de otra. Yo investigaré, si usted quiere, pero lo que le quiero decir es que no se haga muchas ilusiones. Piense que, si las cosas fueran tan claras como usted las ve, solo leyendo los periódicos, hay instancias superiores, jueces de la Audiencia, del Supremo, del Constitucional, del Ministerio, del Colegio de Abogados, yo qué sé, que ya estarían actuando contra este Daniel Trujillo. Tal vez sea así —le concedí—, pero entonces mi investigación no servirá de nada. El caso estallará dentro de dos días y la desgracia caerá sobre Trujillo por parte de gente que puede hacerle mucho más daño que usted o yo.

Lidia no estaba de acuerdo.

—No me fío del sistema —dijo—. Mire: una persona así, como este Trujillo, tarde o temprano volverá a hacer una de las gordas. Las malas personas lo son porque hacen cosas malas, no lo pueden evitar. Y lo que yo quiero es que usted lo observe, y esté al caso, y lo investigue, y a la más mínima, por este caso de prevaricación flagrante, o por un caso de faldas, o de lo que sea, con pruebas en la mano, acabemos por arruinarle la vida. Y este del Cangrejo es un buen punto de partida, ¿no le parece?

Final de la exposición. Enfurecida, se había ido inclinando hacia mí hasta apuntalar los codos a sus muslos.

—¿No le parece?

Miré a Pacheco una vez más, cediéndole la palabra, porque no sabía qué decir.

—En cuanto conocí el caso —Pacheco sacó pecho y frunció el ceño, como quien está a punto de pronunciar las palabras más sabias, exactas y definitivas—, pensé en ti. Te mueves como pez en el agua por la Ciudad de la Justicia, conoces a todo el mundo y tienes muchas puertas abiertas. Y estoy de acuerdo con la señora Pedralba en que un hombre de la especie del juez Trujillo, tarde o temprano, volverá a meter la pata. Todo el mundo, tarde o temprano, mete la pata. Y… —tuvo que hacer una pausa para repescar el nombre— Lidia Pedralba y yo esperamos que tú estés alerta cuando eso suceda.

En resumen: «Esta señora me está ofreciendo unos dineros, y yo estoy dispuesto a compartirlos contigo, y no debemos dejar pasar esta oportunidad».

—Pero… —algo tenía que decir— esto nos va a llevar un tiempo. Según cómo, mucho tiempo. Yo no sé hasta qué punto usted puede permitirse un gasto indefinido como…

Pacheco me interrumpió porque, a veces, parezco tonto.

—La señora Pedralba siempre podrá rescindir el contrato. Solo con una llamada telefónica. Cuando ella diga basta, nosotros pararemos. Faltaría más. Siempre lo hacemos así. Con todos los clientes.

«Y, mientras el cliente no se canse, iremos cobrando e iremos tirando».

Capítulo 2

¿Qué se sabe de Trujillo?

Empecé llamando a colegas compañeros de carrera y amigos y conocidos de encuentros en pasillos y ascensores, y con lo que me dijeron y una consulta en Google tuve suficiente material para mi primer informe. Y ochenta euros al bolsillo.

Daniel Trujillo era nieto de un tal Trujillo Campoy, magistrado de la dictadura que, según algunas páginas web, venía de una rica alcurnia de aristócratas y, según otras, se enriqueció con la práctica arbitraria de sus funciones judiciales. El hijo de este perla y padre de Daniel Trujillo fue juez famoso por su prudencia y pusilanimidad, que murió dejando miles de expedientes incoados y sin resolución.

—¿Qué sabes de este Trujillo?

—Hostia, pobre tío. La que le ha caído.

—¿Le ha caído?

—Sí, lo del Cangrejo. Cuando la detención del Cangrejo, su nombre no tendría que haber aparecido para nada en la prensa. Si salió en los periódicos fue porque alguien de juzgados quiso que saliera. Y es que Trujillo se muere por ser el nuevo juez estrella y, cuando vio la luz, con la posibilidad de pasar a ser el juez que trincó al Cangrejo, zasca, por culpa de unos policías chapuceros se le ha caído todo el edificio encima. Ahora lo tendremos cabreado una buena temporada porque, si le tocas el orgullo, o el honor, o el ego, o los cojones, este Trujillo saca una mala leche que más vale que te mantengas apartado.

—¿Qué sabes de ese Trujillo?

—Un cabrón carcelero. Siempre encuentra un motivo u otro para la prisión preventiva. Siempre hay pruebas que se pueden destruir, siempre hay la posibilidad de que el detenido vuelva a delinquir, siempre puede tener tentaciones de huir. Si depende de Trujillo, en un noventa por ciento de los casos tu defendido irá a la cárcel. Un día le oí decir que, cuando un detenido entra en su despacho para declarar, a primer golpe de vista él ya sabe si es inocente o es culpable. No hace falta que le diga nada, ni el detenido ni su abogado ni nadie. Un cabrón.

—¿Qué sabes de ese Trujillo?

—¿Del juez? Que es juez. De instrucción. ¿Por qué lo preguntas?

—Por eso que ha pasado con el Cangrejo Klimovski.

—Le puede pasar a cualquiera.

—¿Y quién era el abogado que representaba a Klimovski?

—Pere Romeral. Como siempre. Él, siempre con los Klimovski.

—¿Qué sabes de Trujillo?

—¿De Trujillo? Nada. Que está loco. Como todos los jueces.

—¿Y lo que le ha pasado con el Cangrejo?

—Natural. ¿Qué se creía? ¿Que podía atrapar a un Klimovski y colgarse la medalla? Hace años que los Klimovski corren por la ciudad haciendo lo que les da la gana y nadie les para los pies. ¿Qué se creía este juez? ¿Que agarraría al más importante de todos los Klimovski, lo llevaría al juzgado y lo metería en la cárcel como si fuera un chorizo del metro? ¿Sabes lo que pasa con los jueces? Que no tienen los pies en el suelo. Van volando por ahí arriba, por el cielo, como Superman, yo soy el amo del mundo, y cuando entran en contacto con la realidad se pegan unas hostias que los dejan suaves.

Llamé a uno de mis profesores de la facultad, una eminencia. Y me dedicó una conferencia por teléfono.

—¿Este Trujillo? ¿Sabes lo que le pasa a este Trujillo? Que se quiere hacer perdonar los pecados de sus antecesores. Su abuelo fue un criminal franquista, y su padre un cantamañanas y un holgazán. Y este chaval se ve que, de joven, en la universidad, fue de progre, medio rebelde, medio follonero, y siempre ha renegado de la filosofía de su familia. De lo que no ha renegado es de la pasta de la familia, quiero decir, del parné, de los dineros, de los privilegios de la familia Trujillo, ah, eso no, no ha renunciado a la herencia. Pero se mantiene en el juzgado de instrucción, sin aspirar a la Audiencia ni a más altas esferas, porque así está en primera línea de combate, en contacto con el ciudadano y la sociedad, blablablá. ¿Quieres que te diga lo que le ha pasado, con esto del Klimovski? Yo te diré lo que le ha pasado. Esto ha venido de un chivatazo. Clarísimo. Este caso se lo han puesto los policías sobre la mesa. «Que tenemos un chivatazo, que sabemos cómo trincar al Cangrejo», y Trujillo les dijo «Procedan», y les permitió que actuaran sin supervisión. Y un juez, cuando inicia una operación de esta categoría, tiene que controlar cada paso, supervisando cada detalle. Aquí, los policías veteranos, «Déjenos a nosotros, que nosotros sabemos de qué va», y le montaron una chapuza. Lo hicieron de cualquier manera, porque son unos chapuceros.

—Pero detuvieron al Cangrejo. Y compareció ante el juez.

—Sí, pero con Pere Romeral de abogado. Pere Romeral se come a Trujillo con patatas dos veces al día. Nada que hacer.

Llamé al bufete de Pere Romeral, pero no se puso.

Fui a buscar a un policía amigo mío, Edu Gracián, un buen tío que está en delitos informáticos pero que había hecho la calle y nos habíamos encontrado por el caso de un pájaro que había apuñalado a un amigo y que nos hizo reír mucho. ¿Cómo era?: «Yo no sé lo que pasó porque no estaba allí, aquella noche no había ido al bar, que estaba con mi señora, y no sé quién me metió el cuchillo en el bolsillo, yo andaría distraído, que aquella noche bebí mucho, y fue el otro quien empezó, que yo estaba sin molestar a nadie y él me vino a buscar, y yo no sabía lo que hacía, porque aquella noche bebí mucho, y no sé lo que hice, pero en todo caso lo hice en defensa propia y sin querer».

Siempre que nos encontramos con Gracián volvemos a comentar el caso y nos partimos de la risa.

Como todo policía, Gracián, de entrada, se cerró en banda y me miró con desconfianza. Los policías tienen muy claro que son ellos quienes hacen las preguntas.

—¿Y eso para qué lo quieres saber?

—No —yo, haciéndome el distraído—. Pura curiosidad. Lo del Cangrejo salió en todos los periódicos, y estoy seguro de que tú tienes información de primera mano. Curiosidad.

—No vaya a ser un encargo de Pacheco, que a veces te contrata. ¿Verdad que te contrata, a veces? ¿Es un tema de Pacheco?

—Bueno, sí, un poco. Me ha pedido cuatro datos.

—Y seguro que te ha pedido informes por escrito. Si no, no te paga.

—Sí, pero no te preocupes. No hago constar los nombres de mis fuentes.

—No, yo no me preocupo. Tú tendrías que preocuparte. ¿Te parece buena idea ponerte en contra a un juez de instrucción? ¿Tú, que eres abogado de oficio y tarde o temprano te lo vas a encontrar delante?

—Hombre, pero yo no…

—Porque, si lo investigas, será para encontrarle trapos sucios, ¿no? ¿O cadáveres en el armario? Si quisieras escribir su biografía, irías a hablar con él, ¿verdad? Si no lo haces, es porque sabes que no le gustaría que estuvieras revolviendo en su cubo de basura. Eso es lo que pensará él, cuando se entere, que se enterará. Y cuidado que no vaya a llegar a sus manos uno de tus informes. No le iba a hacer ninguna gracia.

Estábamos en la mesa del rincón del Velódromo, y yo, cohibido, daba vueltas entre los dedos a su paquete de tabaco, tentado de volver a fumar después de dos años de abstinencia. Suerte que ahora no se puede fumar dentro de los bares, porque, si no, me parece que aquel día habría recaído.

—¿Con quién has hablado, hasta ahora?

—No —traté de escabullirme—. Acabo de empezar.

—Mira, Marc: seguro que Trujillo hace cosas mal y que se equivoca, como todo el mundo. Por ejemplo, organizando ese operativo, dando su nombre a la prensa y, al final, teniendo que soltar a Cangrejo Klimovski. Se atribuye la culpa a la Policía, pero él ha dirigido el fandango, que, evidentemente, ha sido muy precipitado y poco esmerado. Lo que pasa con los jueces, como con los médicos, como con nosotros los policías, es que, si nos equivocamos, hacemos más daño que si se equivoca un monitor de aquagym, por ejemplo. O un traductor de cuentos infantiles. Pero una vez hayas descubierto que Trujillo se equivocó o hizo algo mal, ¿qué piensas hacer? ¿Lo pondrás por escrito, en un papel? ¿Y lo firmarás con tu nombre? No creo que encuentres a nadie que quiera meterle mano a un juez.

Tendría que decirle a Pacheco que me disculpara con Lidia Pedralba, que no contara conmigo, y tendría que aprender a vivir sin aquellos ingresos que parecían tan fáciles y oportunos.

—Si quieres, te lo puedo presentar —dijo el policía, de repente.

Me dejó de piedra.

—Hombre… —farfullé, porque después de lo que acababa de oír no sabía si lo quería o no.

—¿Juegas al pádel?

—No.

—Trujillo juega al pádel en un club que hay por Sarrià-Sant Gervasi, cerca del Museo de la Ciencia. En el sótano de ese club hay una discoteca, la Racket, y él, de vez en cuando, después de jugar y antes de cenar, o después de cenar, porque vive cerca, suele pasarse por allí para tomar una copa. Si quieres, vamos juntos y te lo presento, ¿qué te parece?

—Hombre, después de lo que me has dicho estoy pensando en dejar la investigación.

—Mucho mejor. Así seguro que no os pelearéis. De todas maneras, como abogado de oficio, a lo mejor te va bien tomarte unos mojitos de vez en cuando con un juez. Y si un día él se entera de que estabas haciendo preguntas, siempre podrás decirle que solo querías conocerle y lo hacías por pura admiración.

Primero, fue el bar-restaurante del club, situado en el subterráneo, donde los atletas de las pistas de arriba y del gimnasio podían bajar a reponerse un poco de las calorías perdidas, pero no tuvo ningún éxito. A los deportistas adictos a la raqueta y al gimnasio les gusta más el aire libre que aquel recinto enorme sin ventanas al exterior y se traían el agua y las bebidas energéticas de casa, y además la cocina del local no era especialmente acertada. Así que, después de una asamblea de socios tumultuosa, decidieron poner arriba máquinas expendedoras de bebidas y bocadillos y, abajo, tirar tabiques, eliminar un par de almacenes y reconvertir el espacio en bar de copas-discoteca, con una pequeña pista circular y disc-jockey especializado en música que ahuyentara a los jóvenes alborotadores y retuviera a las personas maduras. Abrieron una puerta a la calle, donde se llegaba por una lujosa escalinata de alfombra roja y barandilla de latón reluciente, y los socios del club podían entrar directamente desde las instalaciones, y la gente de la calle, como yo y Gracián, accedíamos por la puerta grande pagando veinte euros que incluían la primera consumición.

Todavía no habían terminado de resolver muy bien la cuestión del aparcamiento. Era un descampado rodeado por un muro donde se anunciaba la inminente ampliación del club, y los vehículos se amontonaban en él sin orden, concierto ni vigilancia, hasta que lo desbordaban y empezaban a apretujarse por las calles circundantes con dos ruedas sobre la acera.

Gracián y yo tuvimos que dejar mi Suzuki a dos travesías de allí y recorrer una calle oscura flanqueada por muros sin ventanas hasta la fachada iluminada por un neón que hacía pensar en los años cincuenta. Racket.

Al cruzar el aparcamiento, mi guía me indicó un aparatoso y flamante Peugeot 3008 de color negro que ocupaba plaza preferente a un paso de la puerta de acceso.

—Ah, mira —dijo Gracián—. Tendrás oportunidad de conocer a Regueira.

—¿Regueira?

—Inspector de primera Regueira. Ese es su coche. Los polis que llevaron el caso del Cangrejo.

—¿Los chapuzas?

—Sí, pero que no te oigan que los llamas así.

—Por su culpa, ahora Cangrejo Klimovski está libre, ¿no?

—Sí, pero te aconsejo que no juegues con eso.

A la entrada, un cartel publicitario decía «Barcelona capital de la coctelería, Barcelona Cocktail Experience» y, en una pizarra, una mano muy pulcra y probablemente femenina había escrito «Cóctel del día: Apple Martini».

Como racket en inglés lo mismo significa raqueta (en referencia al deporte que se practicaba en las pistas de arriba) como delincuencia, chantaje, estafa y jaleo, el local estaba decorado con fotografías de gánsteres reales como Al Capone, Johnny Torrio, Joe Aiello, Lucky Luciano o Dillinger y con fotogramas de las películas americanas que los han mitificado, las antiguas Sed de mal, Atraco perfecto, El halcón maltés, El sueño eterno, o más modernas como El padrino o Uno de los nuestros.

El vestíbulo, el guardarropa y el bar estaban en lo alto de una especie de gradería de anfiteatro. Las mesas estaban distribuidas en los amplios escalones que componían una majestuosa escalinata que descendía hasta la pequeña pista circular del fondo. No encontré, como me temía, un aquelarre de gente enloquecida por música atronadora y aturdidora, gritos y empujones. Aún no era media noche y quedaba alguna mesa libre. Sonaba música de chunda-chunda orquestada por un disc-jockey que no pretendía ser muy moderno porque yo mismo sería capaz de tararear el tema que emitían los grandes altavoces. Había gente bailando, y tenías que levantar la voz para hacerte oír, pero no era excesivamente horroroso. Un tipo de estrépito al que se acomodaba perfectamente una mente abotagada por el alcohol. En la barra, encontramos un espacio lo bastante ancho como para instalarnos. Y desde allí se oteaba todo el local de forma privilegiada.

Gracián era un habitual. Saludó al barman:

—¿Qué pasa, Pepo? ¿Cómo va tu ojo?

—El ojo ahora está mejor que el otro. A ver si me lo voy a tener que operar, también. ¿Qué tomáis?

—Yo ya lo sabes —dijo Gracián—. ¿Tú?

—¿Qué es eso del Apple Martini? —pregunté. Estaba en ese momento del día en que tenía que calcular la cantidad de alcohol que podía añadir a la ya ingerida.

—Vodka, licor de manzana y Cointreau. Si te gusta el dulce… —Yo cabeceaba, dudando—. El vodka es Grey Goose, ¿lo conoces?

—Bueno, sí, va, adelante. Le diré a mi médico que estaba previniendo una caída de azúcar. Como es el cóctel del día…

A Gracián le puso un gin-tonic.

El Apple se sirve en copa cónica de Martini y es de color champán, un poco más oscuro en la superficie que en el fondo. Muy dulce, es verdad, pero entra bien. Hace pensar en resaca cabezona.

Gracián, después de escudriñar el horizonte, me informó:

—Veo que Trujillo no está. Los de la mesa de la derecha, cerca de la pista, son los polis que te he dicho. El de la barba y la chaqueta blanca es el inspector Alfonso Regueira, el jefe del grupo.

Cuatro hombres que ocupaban un sofá semicircular entorno a una mesa invadida por ocho botellas de cerveza y un par de platos con frutos secos. Uno, de barba y gafas negras, vestía chaqueta gris muy clara, camisa negra y corbata roja; otro, rubio y gordo, de cazadora de cuero negro; el tercero, alto y delgado, vestido con cazadora vaquera, y el cuarto, más estridente, con gafas verdes y bigote, una cazadora verde con mangas rojas, como de jugador de béisbol, con el número 54 muy grande cosido en la parte izquierda. Pensé que había una cierta discordancia entre las indumentarias, las edades, sus actitudes y la categoría del local.

Gracián hablaba sin mirarme, con la atención clavada en los cuatro policías y en algún otro punto de la sala que también parecía interesante.

—Mira qué casualidad. La que está allí es la ex del juez Trujillo. Se han separado no hace mucho. Ven.

Cogimos las copas y nos pusimos en movimiento, Gracián delante y yo detrás, con las piernas inseguras y la mirada y el cerebro un poco turbios. Uno de esos momentos en que me planteaba que, si quería trabajar en serio por la noche, durante el día tenía que dosificarme un poco las copas.

Llegamos hasta la mesa de Regueira y sus hombres. En el sofá semicircular cabíamos de sobra, aunque los cuatro ocupantes se espatarraban y crucificaban los brazos sobre el respaldo abarcando mucho más espacio del necesario.

—¡Hombre, Gracián! —lo acogieron sin mucha alegría—. ¡El hacker más importante de la Policía europea!

—¿Cuántos pederastas has encontrado hoy en la Deep-Web, Gracián?

—¿Has visto porno interesante?

Nos hicieron un sitio en el asiento.

—No tan interesante como el que estabais mirando vosotros ahora mismo —respondió Gracián, sin hacerles mucho caso—. Este es Marc Olván, letrado.

—Hostia, un letrado.

—¡Un abogado! ¡Manos arriba!

Me dedicaron sonrisas acogedoras y me estrecharon la mano. El que llevaba la cazadora estridente de béisbol se desmarcó:

—Conmigo, no te confundas. No soy poli. Valentí Renom.

Era el payaso de la troupe. Las cejas arqueadas, siempre maravilladas, tan simpático él, la sonrisa complaciente dispuesta a celebrar exageradamente cualquier chiste, por malo que fuera, la boca muy abierta para tragarse cualquier cosa que le dijeran sus informantes.

—Cuídate de este, que es de la prensa —dijo Regueira—. Todo lo que digas será utilizado en tu contra.

Valentí Renom. Había visto su firma en un artículo sobre la detención del Cangrejo.

—¿Qué mirabais tan interesados? —preguntó Gracián, el más sereno de todos, buscando el morbo—. ¿A la mujer de Trujillo?

Se rieron todos salvo Regueira, que se había fijado en mí con interés. Tenía una barba espesa y oscura, y cabellos rizados, abundantes y negros, con pinceladas blancas que lo hacían interesante, y él insistía en hacerse aún más interesante con unas gafas negras que le ocultaban la mirada y las intenciones, y una sonrisa burlona inmutable que transmitía un desdén infinito, repelente y repugnante. Vestía chaqueta gris clara de lana, camisa negra y corbata roja. Callaba y observaba sin ser visto, siempre vigilante, siempre distante.

—¡Menuda fulana! —decía el rubio y gordo de la cazadora de cuero negra—. ¿La ves, allí? ¡Lleva un pedo como un piano!

Se llamaba Sancho Soliño y era un celta rubio, de cabellos escasos y transparentes, piel rosada, mejillas sopladoras, cabeza gorda sobre un cuerpo de músculos hinchados con mucho de esfuerzo y mucho anabolizante. Debía de usar ropa unos cuantos números más pequeña de su medida porque no podía abrochar la cazadora, y la camiseta y los pantalones le iban muy justos y daba miedo que le estallaran por las costuras. Se meneaba de forma que parecía que los bíceps, los tríceps, los trapecios y los glúteos le estorbaran y tuviera que acomodarlos de una manera especial a cada gesto.

Me pareció que todos iban un poco entonados, casi tanto como yo.