El caballo de ébano - Vicente Echerri - E-Book

El caballo de ébano E-Book

Vicente Echerri

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Beschreibung

La evocación de un célebre cuento de Las mil y una noches sirve como parábola de la peripecia vital de un personaje que se cree destinado al triunfo y a la fama por distintas avenidas, en las cuales se empeña sin otro fundamento que su desbocada fantasía: alto oficial del Ejército, músico extraordinario, prelado, reconocido escritor... Su vida, que transcurre en la novela a lo largo de cuatro décadas –desde su adolescencia en un pueblo de Costa Rica hasta su madurez en Nueva York–, está marcada por una galopante imaginación que, previsiblemente, va dejando un rastro de fracasos, en tanto desatiende los modestos logros que obtiene en el plano de los sentimientos, al mezclarlos o confundirlos con una sexualidad inexhaustible. Escrita en un tempo vertiginoso, que condensa los espacios novelables en una trama de extraordinaria solidez, El caballo de ébano es la narración de una vida, noble e ilusa, que no sigue un trayecto estrictamente lineal, sino que termina por articularse como un puzle que el lector está invitado a armar, aunque sin cabos sueltos.

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Vicente Echerri

El Caballo de Ébano

(Novela)

© Vicente Echerri

© 2020. Ediciones Espuela de Plata

www.editorialrenacimiento.com

polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)

tel.: (+34) 955998232 • [email protected]

Diseño de cubierta: Marie-Christine del Castillo

isbn: 978-84-18153-20-4

A Francisco Talavera,

para cumplir una vieja promesa.

A Tony Ismaíl,

por descubrir la extensión de este texto.

A Julia Medina de Bilbao,

por creer tanto en mí.

«… a horse of the blackest ebony-wood inlaid with gold and jewels, and ready harnessed with saddle, bridle and stirrups such as befit kings;… “the virtue of this horse is that, if one mount him, it will carry him whither he will and fare with its rider through the air and cover the space of a year in a single day”».

The Book of a Thousand Nights and a Night

Richard F. Burton (trad.)

1

—¡El último día que entro en este maldito lugar!

Decía por lo bajo, como quien recita una frase ritual, mientras forcejeaba con el complicado cerrojo de la vasta librería a la que había ido a trabajar disciplinadamente por los últimos quince años. Siempre bajo protesta –pensaba para consolarse–, mientras no apareciera algo mejor, a la altura de un destino que no habría de cumplirse –creía aún– entre aquellas gigantescas estanterías donde se sentía desaparecer, sin más horizonte que las hileras de libros que le tapiaban el sol y el aire.

Afuera, en el mundo que a diario dejaba atrás al cruzar esa puerta, se quedaba la vida: los muchachos sudorosos que había visto correr un rato antes luciendo una salud que lo humillaba; la alegría de esas tabernas penumbrosas, de ancho y pulido mostrador, donde solía sentarse, en algunas tardes de invierno, a degustar sin prisa de la intimidad de un coñac, mientras miraba la ciudad a través de una ventana empañada por la bruma y el polvo; los cafés, repletos de estudiantes, en los que el bullicio y la alegría se mezclaban con los olores de los platos elementales, tan distintos a ese tufo, mezcla de moho, tinta y pergamino, que emanaba de aquellos pasadizos donde el saber se medía en toneladas: millares, y decenas de millares y centenares de millares de libros.

Sin embargo, amaba los libros desde que aprendiera a leer con aquella maestra vieja, que enseñaba en una casa medio derruida por cinco colones al mes y quien parecía revestirse de una máscara olímpica para declamar los textos de la cartilla de lectura, tan solemnemente como si estuviera recitando el prefacio de la misa dominical: «los dulces delfines dálmatas se duelen de las dalias y de los dólmenes», sin la menor idea de qué cosa era un dolmen, pues mucho tardó él en saber que así llamaban a los monumentos de piedra que unos pueblos del norte levantaron en honor de sus muertos y que, por cierto, nada tenían que ver con los delfines.

El oficio de la maestra era breve, pero muy especializado. Aunque sus alumnos debían aprender a contar y a memorizar «las cuatro reglas», con algo de caligrafía y hasta un poco de historia del país, su misión consistía en enseñarles a leer bien: a vocalizar y a distinguir las consonantes, a observar la cadencia de los signos de puntuación, a salvar cada frase sin titubeos. De lo contrario, les obligaba a tender la mano por el dorso y les golpeaba los nudillos con el filo de la regla, que siempre enarbolaba como la fusta de un formidable mayoral.

Aún le traía la memoria, en ciertos días lluviosos, la humedad que rezumaban las paredes de aquella casa pobre por donde entró en el mundo de los libros. Primero se entretendría con textos para niños –que no tardarían en fatigarlo– para dar paso a los que narran retratos heroicos y hazañas fabulosas. No eran suyos, que apenas si sus padres podían pagar aquellos cinco colones mensuales que había costado enseñarlo a leer, pero tenía quien se los procurase: el Dr. Ernesto Corominas, viejo amigo de su familia, que también lo dejaba pasar horas enteras en su biblioteca; no tan extensa como la que ya entonces imaginaba que habría de ser la suya –de largos e imponentes anaqueles con cientos de volúmenes encuadernados en piel de Rusia–, pero sí lo bastante bien provista para los gustos del niño o, más bien, los que de algún modo el viejo le inculcaba: Walter Scott, Alejandro Dumas, Paul Feval, Víctor Hugo, Robert Louis Stevenson, Charles Dickens, Julio Verne, Emilio Salgari… apasionantes narradores que, a los diez años, le hacían creer que el jorobado de Nuestra Señora de París también podía esconderse en el campanario de la iglesia de la Agonía, que cualquier mañana el pueblo amanecía tomado por Sandokan o que un señor de frac, grave y malvado, envuelto en niebla londinense, venía a buscarlo para emprender las aventuras de Oliver Twist.

La promesa de una vida menos ordinaria que aquélla a que le condenaba su condición de niño pobre de Alajuela lo llevó a pensar en el Ejército, que entonces asociaba con la caballería de la Guardia Republicana haciendo maniobras en los Campos Elíseos, o con los Dragones de la Reina subiendo por el Mall a tambor batiente, tal como aparecían en el álbum de Soldados del mundo ; no con la deslucida institución representada en su pueblo por un cuartel donde unos chicos flacuchos, de hombros enjutos y andar poco marcial, montaban guardia con una aparatosa firmeza que resultaba, a un tiempo, lastimosa y cómica.

Desconocía la falta de prestigio que tenían en su país los militares –quienes en pueblos y ciudades pequeñas se dedicaban a servicios de policía–, cuando entró por primera vez en ese cuartel, frente a la plaza vieja, con sus torres postizas y sus falsas almenas. Apremiado por su interés, el Dr. Corominas le había conseguido la recomendación de un diputado local –requisito ya entonces imprescindible– y su padre le había hablado del asunto al cabo Íñiguez, un tipo que exudaba impericia mientras escribía lentamente a máquina con sólo dos dedos delante de un mapa de la república con los bordes raídos.

—Mire, cabo, soy el muchacho de quien le habló mi padre.

Y como el cabo parecía no entender, le aclaró, en el tono más amistoso: –el señor que juega a las cartas con usted en casa de la China–; para enseguida darse cuenta de que había dicho una inconveniencia que le daría fama de simplón, de idiota, como solía llamarlo su padre cuando se enojaba por alguna de sus torpezas.

—«Aprenda a dirigirse a sus superiores, jovencito, si quiere entrar en el Ejército, no sea que entre por el calabozo» –pensó que le iba a decir el militar grandote y albino, a quien los chicos del pueblo apodaban «el alemán», por lo que alguna vez había creído que todos los alemanes debían tener ese andar cansado y esa mirada hosca que ahora parecía que lo taladraba lentamente.

—¿Pepe? Sí, algo me dijo cuando nos vimos, pero no le prometí nada, no es cosa que dependa de mí; ya le hablé al oficial, lo está esperando.

Como si la voz del cabo lo empujara, había cruzado una puerta de batientes hasta enfrentarse a un gordo que leía el periódico con la concentración que merecería una venerable curiosidad. Después vendrían las preguntas de qué sabe hacer, y qué cree de la patria y para qué quiere convertirse en soldado, las cuales respondió de la manera que había estado ensayando durante varios días, aunque con mucha menos seguridad. La entrevista no duró diez minutos.

—Lo mandaremos a la escuela militar. Aquí, entre las rutinas del cuartel, no creo que aprenda mucho. –Y luego de una pausa–. Agradézcaselo al licenciado López Gómara, ha dicho en su carta cosas muy bonitas de usted.

A las pocas semanas, una vez aprobados los exámenes físicos reglamentarios, salía para la escuela militar en San José, que en nada se parecía a Sanhurst o a West Point, pero que a él le llenaba de alegría –la del que anuncia un gran suceso en casa de provincianos tímidos– y lo investía de una repentina superioridad frente a los suyos; sentimiento que se esforzaba en ocultar, por animarlo también una ternura no exenta de lástima.

—No creíamos necesario que se fuera –decíale la madre mientras doblaba sus gastadas ropas de diario en una valija de cartón que debía asegurar con cuerdas a causa de unos cierres herrumbrosos–. Ella había querido ponerle un queso y algunos fiambres, envueltos en papel de estraza, dentro de la valija; pero esa promiscuidad, que humillaba aún más sus prendas, le había llevado a protestar:

—Nada de comer, que vendrán los ratones y las hormigas.

L a madre insistiría, advirtiendo lo flaco que estaba, con todos los huesos afuera que daba asco.

—Y si le da asco a su madre qué dejaremos para los demás, después que le han cortado el pelo como a un presidiario.

Lastimado en su orgullo de adolescente, respondió casi con odio, recordándoles que no eran más que unos pueblerinos sin aspiraciones, con un mundo enano que terminaba en el recodo de la línea del tren, obligados siempre a contar céntimos, ¡miserables, miserables!; y repetía la palabra con una cólera que amenazaba convertirse en un ataque de histeria, para pasar luego al «¡maldita la hora en que me parió!» y otros insultos e interjecciones que el padre terminó sofocando de una bofetada.

—¡Cuidado con decirle esas cosas a su madre!

Ahora pensaba que entonces su «viejo» no llegaba todavía a los cuarenta años y ya se había dado por vencido, contento si conseguía lo necesario para el sostén de la familia y para que su mujer pudiera comprarle –a ese niño que todavía era él cuando, a los dieciséis años, le preparaba el equipaje para la escuela militar– los zapatos nuevos por Pascua Florida o la camisa a rayas, semejante a la que alguna vez le había visto al hijo del Dr. Mederos; como si la sola camisa pudiera reproducir el resto de la indumentaria: el maletín de antílope, el auto verdegrís, el chofer y una tez hecha de siestas en remansados aposentos.

—Envidia –diría su madre si alguna vez llegó a insinuarle algo; pero ya él sabía entonces que no era envidia, porque la envidia es roñosa y hace anhelar la humillación y ruina de quien es dueño de lo que carecemos: bienes, talento, amor. Él no envidiaba a nadie, tan sólo aspiraba al disfrute de lo que siempre había creído merecer: casa señorial, muebles suntuosos, armarios repletos, criados uniformados, coche oficial… y en su imaginación podía verse, con traje de gala y grados de coronel, en el momento de entrar por el rastrillo de una fortaleza, donde lo saludaban los centinelas que vestían como húsares y donde los soldados lo miraban con respetuosa admiración.

Cuando regresara al pueblo, acompañado de escoltas y edecanes, estaría en los asombrados comentarios de todos: «mire usted, el hijo de Pepe y de Rosario, ¿se acuerda?» Y de visita en casa de su maestra, la misma que le enseñara a leer a golpes de regla, la vería encogidita, insignificante, haciendo todavía los mismos guisos en aquellas bacinillas de peltre que usaba de cacerolas; y ella, la maestra, le ofrecería a su «alumno modelo», el coronel, una taza de café con la obsecuencia siempre debida a personajes importantes; mientras él adoptaba los gestos comedidos del gran señor que condesciende a frecuentar –no sin auténtico cariño– las chozas de sus siervos.

Sólo por la certeza de ese destino se había alistado en el Ejército y se había ido, lejos de su casa, hasta aquel campamento militar de la capital, donde lo hacían levantarse a las cinco de la mañana a toque de corneta, que provocaba un tropel de adolescentes semidesnudos hacia los retretes, empujándose, atropellándose, dándose nalgadas, diciéndose procacidades. Siempre intentaba evitar con prudencia ese tumulto, lo que dio lugar a que una vez llegara tarde a la formación y lo reportaran por moroso, sin que faltara entonces el bromista que tratara de excusarlo con el instructor:

—Teniente, es que Gonzalo tiene vergüenza de que los demás lo miren meando, es como una señorita –y el patio había estallado en una risotada que contagió incluso al teniente, quien, al sonreírse, dejó ver un colmillo de oro que le añadía cierto aire siniestro a un rostro por lo demás vulgar.

Aquel comentario bastó para que sus compañeros, entre quienes hasta entonces había pasado inadvertido, comenzaran a espiarlo cuando se cambiaba de ropa o cuando iba al baño, y alguno hasta se atrevió a decirle que se avergonzaba de no tener una verga como Dios manda, incapaz de competir con las de aquéllos que, fingiéndose indiferentes, se exhibían ante sus compañeros o hacían marcas de competencia en un cartabón graduado.

Esa broma, hecha delante de todos en el patio, había sido para Gonzalo como un verdadero acto de iniciación, con el ingrediente de vergüenza que estas ceremonias siempre contienen. Pese a las chanzas y travesuras que tuvo que soportar durante varias semanas a partir de ese día, sintió que, de súbito, había dejado de ser un extraño, un individuo pendiente aún de las costumbres de su casa, para venir a formar parte de una nueva familia con sus lealtades y sus reglas. Percibía que de una manera juguetona, burlándose de él, el campamento entero lo había adoptado, le había extendido sus legítimas credenciales de pertenencia.

Se dio cuenta también de que su repentina notoriedad había despertado un curioso interés del instructor en su persona. El teniente Morales –nombre del que no había logrado olvidarse– no perdía ocasión, siempre que lo encontraba a solas, de hacerle comentarios o insinuaciones que lo avergonzaban y que, por respeto, no se atrevía a rechazar o incluso a responder; lo cual servía para avivar la audacia del oficial. Esquivaba al teniente siempre que podía, pero éste lo buscaba con la mirada o se lo tropezaba como por azar cuando recogía las hojas de los almendros o limpiaba los pesebres de las caballerizas.

—Un poco más de sol no te vendría mal, estás muy blanco, me imagino que tendrás las nalgas como la leche –y él había creído ver un destello lácteo en el bigote del teniente.

Una tarde, mientras cepillaba a Tarzán, un semental famoso en el Ejército, el teniente Morales le había pasado de pronto el dorso de la mano por el trasero, que en ese momento se le pronunciaba al inclinarse sobre el balde. Gonzalo dio un salto como si lo hubiera picado un escorpión.

—Vamos, déjate, no voy a hacerte daño –había dicho el teniente que empezó a abrirse la bragueta mientras lo arrinconaba en un recodo del establo, adivinando, tal vez por experiencia, que detrás del miedo, del asco, de su indignación frente al atropello, despertaba un deseo ostensible en la mirada, entre curiosa y aterrada, del recluta.

—Ven, acércate.

—Déjeme ir, teniente, déjeme ir…

—Quítate la ropa –había ordenado el oficial en un tono que no daba lugar a la desobediencia. Y él se había desnudado para que el teniente le palpara sus intimidades con una mano aceitosa, de carnicero que sabe lo suyo; pero que involuntariamente había despertado sus propios instintos, de manera que el teniente podía comprobar que las imputaciones de los otros reclutas no eran ciertas.

—¡Vaya, que no tienes de qué avergonzarte! –le había dicho el oficial mientras se le encimaba y lograba aturdirlo con sus olores corporales: a colonia barata, a ron, a tabaco, a sexo… que se iban confundiendo con los típicos olores del establo.

—No te atrevas a decir nada si quieres seguir vivo –el oficial había acompañado la amenaza con un golpe en la pistola de reglamento que le colgaba del deslustrado cinturón de cuero. Luego dijo algo más aterrador:

—Volveremos a vernos.

El encuentro, sin embargo, no llegó a repetirse. Al parecer, el teniente tenía una vasta clientela en el campamento, y algunos ya empezaban a medrar a su costa. Lo supo por uno de sus compañeros, quien al verlo tan ensimismado, tan triste, tan como a punto constantemente de llorar, se le había acercado días después y le había dicho sin preámbulos:

—¿Qué, ya el teniente te pasó la mano que te veo tan callado?

Él no había podido reprimir el llanto…

—No seas pendejo, hombre, no te falta ningún pedazo; son muchos los que han pasado por ahí. Si no te habías dado cuenta hasta ahora es por distraído.

Lloraba, sin embargo, aunque entonces no lo supiera claramente, no tanto de rabia por el atropello, como por la pérdida de su inocencia. Más allá de los típicos juegos sexuales de la infancia, Gonzalo era virgen aún cuando ingresó en la escuela militar. Sus «vivencias» eróticas eran sólo cosas de libros, asociadas directamente, aunque a él le apenara confesarlo, con el amor romántico que nunca estaba ausente de sus novelas favoritas. De pronto sentía que lo habían despojado, de manera brutal, de algo que él había conservado toda su vida y que ya no sería capaz de compartir puramente con nadie. La certeza de ese ultraje irrevocable le quitó el apetito y le provocó un ataque de fiebre. Tres días después se desmayó en la formación y tuvieron que ingresarlo en la enfermería. Esa noche, alguien dejó una nota sobre el escritorio del teniente Morales que decía escuetamente, en letra de molde: «si a Gonzalo le pasa algo, usted la va a pagar».

Nunca llegó a saberse quién escribió la nota, ni quiénes participaban de esta conspiración; pero el teniente debe haberla tomado lo bastante en serio para ir a tranquilizar a Gonzalo a su cama de la enfermería. En un momento en que se quedaron solos, llegó a decirle:

—Discúlpame por lo del otro día. Creí que la habías pasado bien. No volveré a molestarte.

Recordaba haberle aceptado las excusas de una manera balbuciente, mientras se mantenía con los ojos cerrados. Al abrirlos, ya el teniente no estaba, había desaparecido como un mal sueño. Al día siguiente, mientras Gonzalo convalecía aún, unos oficiales del Estado Mayor entraron en el patio del colegio y arrestaron a Morales en presencia de todo el mundo, aunque nadie fue capaz de decir por qué cargos. Gonzalo no habría de verlo más.

Una tarde, al término de un ensayo del coro de la escuela, el director le preguntó si le gustaría aprender a tocar algún instrumento. De inmediato se decidió por la trompeta, cuyos clamores lo despertaban cada mañana. Creía que la resurrección se practicaba todos los días en los cuarteles, que la diana era una prefiguración del clarín del ángel apocalíptico; tan estremecedor, que podía levantar a los muertos. Al mismo tiempo, sólo podría librarse de la indignidad y la violencia que le imponía el amanecer –los gritos de los sargentos, la promiscuidad de los baños– si fuera él quien despertara al campamento.

A partir de ese día, había entrado en su vida un nuevo júbilo, el de sentarse frente al atril durante dos o tres horas diarias a intentar que aquellos signos inscritos en el pentagrama se convirtieran en sonidos claros, identificables, perfectos. Pronto se fue abriendo a un mundo de sonoridades cada vez más ricas y complejas, que seguían resonando en su cabeza cuando, agotado, dejaba la trompeta o era llamado a cumplir otros deberes.

Antes de que finalizara el primer semestre, su adelanto era tal que hasta le propusieron un traslado permanente para la academia de música que el Ejército tenía en la capital, pero él rehusó sin ofrecer explicaciones. Ciertamente, la trompeta se había ido convirtiendo en una entrañable afición; pero no constituía la «carrera» que aún concebía como una serie de rápidos ascensos en las fuerzas armadas: hoy, capitán; e imaginaba a un mariscal de bigotes prusianos colocándole la tercera barra sobre el hombro, al tiempo de ser aclamado por el escuadrón que se pondría a sus órdenes.

Más adelante, en una de esas frecuentes guerras fronterizas de Centroamérica, en un momento en que las tropas de su país habían sido derrotadas y estaba por producirse la desbandada general, le arrebataba la trompeta al cornetín de órdenes y con un vibrante toque de asalto cambiaba los resultados de la batalla. Por esa proeza lo ascendían a comandante. Y se veía con traje de gala entrando en el polígono de su batallón, mientras los reclutas se cuadraban a su paso resonando las botas relucientes.

Poco después, mientras asistía a una partida de caza con algunos miembros del Estado Mayor y sus familias, se desbocaba el caballo de la hija del magistrado N., y aunque varios oficiales intentaban socorrerla, tan sólo él, en su pura sangre de gran alzada, lograba rescatarla casi a punto de precipitarse por un barranco. Esta audacia, comparable a un acto heroico en tiempo de guerra, le valía el ascenso a teniente coronel, con prerrogativas de suceder al jefe del regimiento. Era así que, en brevísimo tiempo –imaginaba–, llegaba a convertirse en un flamante coronel del Ejército: ceño grave, monóculo y condecoraciones.

Los jefes advirtieron pronto las dotes del muchacho y lo nombraron ayudante del corneta, aunque ello no le produjo ningún ascenso; más bien lo excluyó de algunos privilegios transitorios, como el de ser cabo de su escuadra cuando el titular tenía que ausentarse y le decía al primero que se le antojaba: «oye, estás de cabo hasta que vuelva». Eso bastaba para que el así nombrado, hasta un momento antes igual a los demás en travieso e indisciplinado, se revistiera de inusitada gravedad de pequeño tirano y comenzara a dictar órdenes de estricto cumplimiento, cuya desobediencia no era remiso en castigar con celda a pan y agua.

Le habría gustado haber tenido alguna vez la oportunidad de ejercer aquel mandato provisional sobre sus iguales; día especialísimo en que demostraría que se puede ser amable y llano lo mismo siendo cabo que coronel o presidente de la república. Pero eso nunca sucedió; acaso porque su responsabilidad con las dianas y silencios se lo impedían, acaso porque –pese a la opinión que tenía de sí mismo– su apariencia no era la del que ha nacido para mandar hombres.

2

Había llegado, por fin, el día de la gran inspección, anunciada desde un mes antes. Mes dedicado a reparar los arruinados dormitorios, a pintar las instalaciones y a redoblar la disciplina, y en el que se duplicaba el tiempo de hacer evoluciones en la explanada al son de redoblantes y corneta. Gonzalo esperaba que su talento de músico sería reconocido en presencia de la alta oficialidad que alguna vez habría de recibirlo como uno de los suyos. Ahora estudiaba hasta la extenuación, pues de él dependería en gran medida –estaba persuadido– el lucimiento de la revista y el ascenso de sus superiores en un escalafón que hasta entonces suponía riguroso. Su entusiasmo crecía mientras se obsesionaba en un conteo regresivo que marcaba los días que faltaban para el evento: catorce, nueve, cinco, dos…

La mañana de la inspección había estado en pie desde las cuatro, con todos sus arreos de gala y las botas tan lustrosas que se miraba en ellas. Cuando a las seis formaron para el desayuno, empezaba a sentirse cansado y soñoliento: luego de tantos días de tensiones y desvelos, el cuerpo no parecía estar a la altura de su entusiasmo.

Varias veces les habían explicado que la inspección era un asunto de rutina, algo que solían hacer todos los años, y que de rutina también era aquel pintar y repintar y remendar y desentumecer, en fin, la vida del campamento; pero él no podía ni quería rebajar la trascendencia de un acontecimiento que, necesariamente, tendría que darle un atisbo de esa esfera superior a la que tendían sus aspiraciones, a ese otro plano de la dignidad en el que habrían de existir –suponía– otras normas de comportamiento que no fueran aquellas que regían entre reclutas e instructores. Los que venían a pasar inspección habrían de reconocerlo de inmediato como su igual: debían asemejarse a la imagen de él mismo que le había fabricado su fantasía, dueño de la apostura que siempre se le atribuye a un militar de veras. Y cuando el coronel terminara de pasar revista a las tropas, impondría unas vistosas medallas que un ceremonioso edecán llevaría en un cojín de terciopelo rojo, para al final decirles:

—Soldados, habéis sido llamados a una grandísima y honrosísima misión: preservar la independencia de nuestra república y la libertad de nuestro pueblo. El Estado no puede existir sin vosotros, sois la salvaguarda de la patria. Espero que siempre estéis a la altura de vuestra dignidad y de vuestro deber.

En ese momento la tropa gritaría «¡hurra!» y el coronel le haría un guiño de cómplice para que tocara el «rompan filas» que era uno de los toques que mejor se sabía.

Pese a su vigilancia, no advirtió cuándo los oficiales del Estado Mayor entraron en el patio. Lo supo cuando oyó al corneta convocar a la tropa, al tiempo que un grupo de hombres, conversando con grandes ademanes, salía del edificio de la comandancia. Un teniente había dado la voz de «atención» sin esperar ningún otro aviso, y él se había visto cubriendo filas como un recluta más de su compañía mientras la comitiva se acercaba.

Venían dos o tres oficiales y el director de la escuela militar que le hacía los honores a una figura desgarbada y panzuda que, por las estrellas que llevaba en el hombro, era sin duda el coronel –el único que había visto en su vida–, quien por fuerza encarnaba lo que hasta ese momento había sido el objetivo de sus aspiraciones. No hubo discursos, ni misa de campaña, ni imposición de condecoraciones, ni señas cómplices ni pudo él hacer gala de sus habilidades con la trompeta. Algún recluta, en medio de la revista, había pedido permiso para ir a su casa a curarse unas bubas. El coronel se detuvo un momento y farfulló una orden, para enseguida dirigirse a las caballerizas. La inspección había durado cinco minutos y los reclutas ya eran enviados a sus obligaciones.

Sin embargo, aquella visita tan breve, tan insignificante, tan ridícula, había cambiado radicalmente su existencia, como si la sola presencia del personaje cuya investidura materializaba sus sueños lo hubiese tornado un miserable, consciente de la guerrera burda y mal cortada que llevaba puesta, de las botas enormes con las que caminaba torpemente, de la pintura chillona que no ocultaba los agujeros de las paredes, de la estampa desnutrida de los caballos, del césped podado sin gracia. De pronto todo lo hallaba feo, insoportable, empezando por él mismo. Si le da asco a su madre, qué no será con los demás. Sentía una repulsión invencible por lo que le rodeaba, mientras caminaba en medio de una nube de polvo que barría el campamento.

El poco tiempo más que estuvo en la escuela militar se hundió en el tedio y en la indisciplina. Se abstraía en clases y andaba distraído fuera de ellas, sin ánimo para estudiar ni para conversar, cruzando sin saludar frente a los instructores que no podían creer que el cadete ejemplar del día anterior se hubiera convertido de pronto en el muchacho desaliñado que vagaba como un autómata con la mirada ausente.

—Gonzalo, ¿qué te pasa? ¿Estás enfermo?

—No, es que todo ha empezado a importarme un carajo.

En verdad, todo lo que hasta muy poco antes sostenía su mundo se había desplomado estrepitosamente dentro de él, y ese desplome había arrasado con su identidad. Sencillamente no se reconocía, o se reconocía con horror cuando pasaba frente a algún espejo y se miraba sin ninguna ilusión. Era como el sobreviviente de un naufragio, de una fábrica que se hubiera derrumbado de repente y a él le hubiera tocado deambular por sus ruinas, sin asidero, sin destino, casi como un sonámbulo.

En la escuela todos se preocuparon. Soldados y oficiales empezaron a comentar que Gonzalo debía haber recibido alguna mala noticia de su casa que no quería compartir con nadie y que estaba al borde del colapso nervioso. Aunque tal vez no lo sabía, su buen carácter le había ganado el afecto de muchos: era un chico risueño y servicial, siempre dispuesto a ayudar a los otros, a compartir su tiempo y sus talentos sin arrogancia.

Cuando pasaron varios días y su actitud pareció acentuarse, el director de la escuela lo llamó a su despacho.

—¿Le sucede algo grave? ¿Podemos hacer algo por usted?

Él no dudó ni un instante en responderle:

—Sí, mi comandante, no quisiera seguir ni un momento más en este lugar. Acabo de descubrir que no tengo la menor vocación para el Ejército. Le agradecería mucho el licenciamiento.

Al oficial le pareció una razón absurda.

—¿Está loco? Usted es uno de nuestros mejores expedientes. ¿Qué le ocurre? Confíe en mí. Todos queremos ayudarle.

—Sí, estoy loco por irme de aquí. –Y pensó agregarle–: Me ocurre que no quiero ser militar; que el Ejército, éste al menos, me parece una cosa ridícula e inútil, que soy parte de una caricatura; pero se contuvo por respeto a aquel hombre que, de repente, le daba lástima por haber dedicado toda su vida a esa institución que alguna vez lo entusiasmara y que ahora le resultaba despreciable.

—Su familia es pobre, Gonzalo, muy pobre, perdone que se lo recuerde; pero siento mi deber advertirle que está renunciando a la única oportunidad de su vida de salir de la miseria. Aquí tiene un destino. Quiéralo o no, ya usted es de los nuestros y se va a sentir muy mal en la calle, donde podría terminar pidiendo limosna. No puedo retenerlo a la fuerza; pero, al menos, concédase un tiempo. Le voy a dar pase por unos días. Váyase a su casa y piénselo. No me daré por enterado de lo que usted acaba de decirme. Hágase la idea de que esta conversación no ha tenido lugar. Tal vez lo que necesita es un descanso.

Y él regresó a su casa, que seguía siendo inhóspita y fea, pero que sentía suya de la manera en que nunca lo había sido el cuartel. A sus padres les preocupaba su ensimismamiento, las horas que pasaba sin decir ni una sola palabra, echado con un libro o simplemente mirando al techo, o por la ventana, a una indeterminada lejanía. Así transcurrió una semana, luego otra, al cabo de la cual recibió una comunicación de la escuela militar que decidió ignorar. Es verdad que echaba de menos a algunos de sus compañeros, pero el rechazo a las rutinas militares era más poderoso: no se sentía con fuerzas para volver a ellas.

Cuando llevaba un mes en la casa, su madre dijo un día que debía verlo el médico, que la «pasión de ánimo» era cosa muy seria y que había que atendérsela antes de que fuera demasiado tarde, tal vez todo podría arreglarse con uno de esos «reconstituyentes» que ella se pasaba la vida proponiendo como la panacea.

El médico lo encontró deprimido y le recetó unas píldoras y que se distrajera. Él insistía en que estaba bien y que lo único que apetecía era estarse quieto, que había decidido renunciar al Ejército; mientras su regreso iba adquiriendo proporciones de escándalo y dividiendo las opiniones de la gente del pueblo: para unos, no era más que un cobarde, un desertor, que luego de haberse aprovechado de los beneficios de una carrera, la abandonaba por pendejo, en el preciso instante en que se avecinaba una revolución; para otros, un pobre diablo en quien sin duda ya iban cobrando cuerpo las taras que –decían– heredaba de algunos de sus parientes.

La familia, convertida en argumento de comadres, se veía asediada por la vergüenza. Entretanto, Gonzalo seguía abandonado a su derrumbe. Tal vez estaba deprimido, como decía el médico, pero él sólo trataba de recomponer su vida con los restos de lo que ahora reconocía como una catástrofe. Quería empezar de nuevo, pero aún le tentaban, desde la sombra, los sueños de gloria militar que pertenecían enteramente a la fábula en aquella región del mundo donde todo parecía contaminarlo la parodia. De esta encrucijada vino a sacarlo una ley que, en un instante, liquidó sus dudas y consiguió restaurarle la buena salud: Costa Rica eliminaba el Ejército.