El camino de la salvación - Aminata Maïga Ka - E-Book

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Aminata Maïga Ka

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Beschreibung

Rokhaya, desde la muerte, nos cuenta su vida, ajustada y conforme a la tradición y a las expectativas depositadas en la mujer senegalesa, y la de su hija, Rabiatou, que decide saltarse los tabúes, tomar las riendas de su existencia, elegir a un marido universitario y ejercer su profesión de magistrada. Historia de dos mujeres que se desarrolla en dos momentos y sociedades diferentes y muestra dos maneras de vivir la condición femenina y africana. Duro retrato paralelo de un mundo masculino que se acomoda, según le convenga, a la tradición o a la modernidad.

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Aminata Maïga Ka

El camino de la salvación

Traducción de Inmaculada Díaz Narbona y Claudine Lécrivain

Título original: La voie du salut (del volumen La voie du salut et Le miroir de la vie) © Aminata Maïga Ka, Présence Africaine, 1985

Título de la traducción: El camino de la salvación (del volumen Las africanas cuentan. Antología de relatos. Inmaculada Díaz Narbona, Ed.) © Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 2002

© de la traducción: Inmaculada Díaz Narbona y Claudine Lécrivain, 2002

© de la edición: 2709 books, 2014 Sociedad limitada unipersonal Arpón, 18 – 03540 Alicante www.2709books.com [email protected]

Imagen de la cubierta: Dakar Roofs, Close, Jeff Attaway, en Flickr.com (www.flickr.com/photos/attawayjl/5651034997). Licencias CC-BY 2.0 y CC-BY 4.0.

Coordinación editorial: Marina M. Mangado

La editora quiere expresar su agradecimiento a Carmen, Fulgen y Óscar por su colaboración en este proyecto.

ISBN: 978-84-941711-4-7

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede realizarse con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones de reproducciones provisionales y de copia privada previstas por la ley.

Número de copia: 2709BW - Fecha: 12.12.2014

Se despertó en el más allá. Se dio cuenta por el frío glacial, por las tinieblas que la rodeaban, por la mortaja que la envolvía y no la dejaba moverse. Olisqueó su propio olor a muerta: soso y acre, nauseabundo. Le fluían humores del cuerpo, su piel se iba a jirones, se le caía el pelo a manojos sobre la tierra húmeda. Había un hervidero de gusanos hurgando dentro de ella.

Así que la muerte era eso: ¡decadencia física, parásitos, frío, soledad! Todo cuanto ignoró mientras vivió. ¿Mientras vivió? ¿Estaba realmente muerta o solo era un mal sueño, una pesadilla? Había pasado de estar viva a estar muerta con la misma sencillez, con la misma discreción con la que había vivido: operarse por la mañana, morir por la tarde. Cinco minutos antes había hablado con su hija:

—Anúdame un pañuelo alrededor de la frente. ¡Siento que me ahogo! ¡Me cuesta respirar!

El médico y el radiólogo acudieron rápidamente con su ciencia y sus aparatos. Se inclinaron sobre ella; el médico empezó a darle fuertes masajes en el pecho.

—¿Qué ocurre, doctor? —gritó la hija.

—Ha fallecido, señora.

—¿Cómo?

El niño que esperaba su hija y que la abuela no vería jamás, al que jamás bañaría, al que no daría masajes, ni mimaría como lo había hecho con su otro nieto, se estremeció en las entrañas de la joven. ¿La vida resulta tan cercana a la muerte que no se pueden disociar?

Su hija, única espectadora de la muerte de la madre, se derrumbó y lloró. Lloraba por una madre dulce, discreta, modesta. Una mujer que había sabido encarar sin protestar todas las fealdades de la vida: la humillación por parte de su marido, las exigencias de su hija, los caprichos de su nieto, la mezquindad y traición de sus amigas. Como a todas las africanas, le daba miedo operarse.

No hay nada más incierto, en efecto, que abrir un cuerpo, manipular algunos órganos, cortar parte de otros y volver a coser luego. Pero el dolor que laceraba sus entrañas y no la dejaba dormir en toda la noche le dio valor para intentarlo. ¡Experiencia que iba a ser la última de su vida! Volvía a verse joven y bella, la tez clara, color ámbar, sus pequeños senos turgentes, en forma de pera, ofreciéndose sin pudor a las caricias del viento y de la lluvia. Chapoteaba en el agua salobre del río con sus compañeras Dado y Penda; se salpicaban unas a otras con el agua que cogían formando un cuenco con las manos. De pronto oyeron un clic-clac; levantaron la mirada y vieron a un hombre delgado y negro, con casco colonial blanco, con camisa de mangas cortas y pantalón corto que apuntaba hacia ellas con una caja negra. Algún tiempo después, aquel hombre, un médico que venía a visitar a los enfermos de la comarca, les enseñó la imagen de las tres reproducida en papel satinado. Todo el pueblo miraba y volvía a mirar las fotos.

—Vaya —exclamaban por todas partes—, la ciencia del hombre blanco no tiene límites. Dios le dio la posibilidad de descubrir todos los secretos de la tierra.

Y todos querían tocar aquella caja mágica que tenía el poder sobrenatural de reproducir la imagen, las actitudes de un individuo y hacerlas eternas. «¡Este hombre solo tiene negra la piel! Es tan sabio como los blancos», decían del médico.

Un día, el médico cuyas noches estaban habitadas por la muchacha de tez color de miel y dientes de un blanco resplandeciente, no pudo resistirse a las ganas de pedir su mano. Así que envió a sus amigos Daouda y Soulèye con cinco francos y cinco kilos de nueces de cola para que fueran a saludar a los padres de Rokhaya.

Daouda y Soulèye se presentaron ante Demba, el padre de Rokhaya. Tenía el cuerpo enjuto y sarmentoso como un arbusto, pero flexible y fuerte como una liana. Estaba orgulloso de haber participado en la guerra de 1914-1918 y lucía presumido cicatrices en brazos y piernas, signos evidentes de su valentía y patriotismo.

Sus ojillos inteligentes y maliciosos atravesaban a los visitantes y luego miraban al suelo, demostrando así su discreción y su educación. Alrededor de él estaban sentados sus parientes más próximos y los notables.

En medio del círculo, en una hamaca, se balanceaba Louty, el jefe del poblado; era un hombre guapo, de unos cincuenta años, vestido con un boubou azul añil y tocado con un turbante blanco.

—¿Assalam Aleikoum?

—Aleikoum Assalam.

—¿Cómo está la familia?

—Muy bien, la verdad sea dicha.

—¿Y los niños? ¿Y sus padres?

—¡Todos están bien, Alhamdoulihah!

—A Dios gracias.

Después de un momento de silencio, los mismos saludos volvían a empezar con más ímpetu. Awa, la hermana pequeña de Rokhaya, una niña delgada de tez clara y grandes ojos, llegó en el momento adecuado con una jarra de metal llena de agua fresca perfumada con daadis, que había cogido de la tinaja de su madre. Se arrodilló delante de las visitas, esperó sin levantar la vista a que hubiesen saciado su sed, luego se puso de pie y entró en la choza de su madre.

Louty, el jefe, se volvió hacia las visitas y dijo:

—Bissimillah.

Daouda, por ser el mayor de los dos, tomó la palabra: