El cerebro infantil - Rita Reig - E-Book

El cerebro infantil E-Book

Rita Reig

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Beschreibung

El cerebro de los niños es un órgano lleno de vida, sumamente dinámico y con una gran capacidad para adaptarse a los cambios y a los retos que le deparará el futuro. Desde que nace, el bebé debe adquirir centenares de habilidades, integrarse en su familia y en la sociedad, desarrollar su mente y construirse una personalidad. Su cerebro tiene la plasticidad y las aptitudes necesarias para conseguir todo esto a gran velocidad y de manera simultánea. Este libro te acerca a los secretos del cerebro infantil, un órgano extremadamente dinámico y flexible, ávido de conocimientos y nuevas experiencias.

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EL CEREBRO INFANTIL

Los secretos del desarrollo cognitivo

Rita Reig Viader

© del texto: Rita Reig Viader, 2017.

© de las ilustraciones: Francisco Javier Guarga Aragón, 2017.

© de las fotografías: Getty Images/David Malan: cubierta; Getty Images/ Owen Humphreys-PA Images: 115b; Science Photo Library/Mehau Kulyk: 115ai,115ad; Science Photo Library/Steve Gschmeissner: 71a, 71b; Shutterstock: 129.

Diseño de la cubierta: Luz de la Mora.

© RBA Coleccionables, S.A., 2017.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: junio de 2019.

REF.: ODBO536

ISBN: 9788491874492

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

Contenido

IntroducciónUn órgano preparado para aprenderDel embrión al cerebro infantilEl cerebro para vivir en sociedadEl entorno: a favor y en contra del neurodesarrolloBibliografía

Introducción

El cerebro infantil es todavía hoy un gran desconocido en muchos aspectos, incluso desde un punto de vista científico. A los adultos, a menudo nos sorprende la forma de actuar y de pensar de los niños, muchas veces incomprensible para nosotros. Esto es debido a que el cerebro infantil está especialmente diseñado para cumplir con un único —aunque muy ambicioso— objetivo: aprenderlo todo. Cada una de sus células y estructuras está preparada para absorber, procesar e integrar una enorme cantidad de información de la forma más efectiva y rápida posible y, simultáneamente, para ser flexible y adaptarse con gran eficiencia al entorno natural y social. Esto permitirá al recién llegado integrarse en su familia; aprender a hablar, a caminar y a relacionarse con los demás; conocer cuáles son sus preferencias, e identificar lo que es bueno para él y lo que no lo es. Pero, sobre todo, esta fascinante capacidad del cerebro infantil para gestionar grandes cantidades de información mientras sigue su proceso de desarrollo resulta clave para garantizar la supervivencia del niño en este mundo, desde el primer segundo de su vida.

Esto es posible porque el cerebro de los niños posee, incluso antes del nacimiento, una cualidad única de la que carece —en buena medida— el de los adultos: una plasticidad extraordinaria. Por decirlo con otras palabras, las neuronas, los circuitos y las estructuras que forman el cerebro infantil tienen la habilidad para modificar su estructura y su desarrollo a partir de sus necesidades y de lo que ocurre en su entorno. De esta manera, a medida que se va desarrollando, el cerebro infantil potencia los circuitos que le son más útiles, consolida las conexiones relacionadas con nuevos recuerdos y organiza sus redes neuronales de la forma más efectiva posible, para usar de modo eficiente la nueva información que va recopilando y procesando siempre que lo requiera.

Precisamente, gracias a la relación íntima que existe entre el proceso de organización del cerebro infantil y su entorno, nuestras funciones cognitivas, nuestros comportamientos y nuestra personalidad se construyen de una manera adecuada. Y es que el cerebro de un niño es un órgano en cambio permanente, que va modelando de forma progresiva la función de cada una de sus estructuras y redes de circuitos, a partir de la información que recibe de sus cinco sentidos. Así, paso a paso, se van formando las distintas estructuras y áreas que dan lugar a las funciones cerebrales, al tiempo que se van estableciendo conexiones entre ellas. Precisamente es esto lo que hace que el niño empiece a hablar mediante balbuceos que poco a poco se van convirtiendo en palabras y, más tarde, en frases. Además, es esto también lo que le permite entender a los demás y comunicarse con ellos mucho antes de ser capaz de articular palabra alguna.

Se trata de una dinámica que comienza durante la formación del cerebro en el feto. Ya entonces, dicho órgano compagina su intrincado proceso de desarrollo con la captación de las sensaciones que percibe de su entorno, para aprender de él. Esto permite que el bebé conozca algunas características del mundo al que acaba de llegar, como la voz de su madre o la cadencia de la que será su lengua. Es más, dispone ya de todos los sentidos básicos (olfato, tacto, oído, gusto y vista) lo que le permite contar con las herramientas necesarias para interactuar y aprender de su nuevo entorno desde el primer minuto.

Todo esto sucede gracias a las características únicas tanto de las células nerviosas del cerebro —las neuronas— como de la organización de los circuitos y estructuras de este órgano extraordinario. Las neuronas son unas células específicamente diseñadas para recibir y transmitir la información que transita por ellas bajo la forma de impulsos nerviosos, y para adaptar su función a partir de las características de estos. Al conectarse entre sí, dan lugar a los circuitos y redes encargados de producir nuestros pensamientos, recuerdos, comportamientos, sensaciones y todas las demás funciones cerebrales que usamos en nuestro día a día.

Una de las características más fascinantes del cerebro reside en el modo como los circuitos y redes neuronales se organizan. Es gracias a la organización de las conexiones de cada cerebro, fruto de la genética y de las experiencias individuales, por lo que cada sujeto posee un carácter, una personalidad y una forma de comportarse propios. Dado que el cerebro es un órgano especializado en recoger información tanto del propio organismo como del exterior, para procesarla e integrarla con el objetivo de producir una respuesta acorde, no resulta extraño que su formación y organización estén íntimamente ligadas a los estímulos del entorno. De hecho, esto es lo que le permite adaptarse al máximo a este y de tener la capacidad para comprenderlo y elaborar respuestas adecuadas de la forma más efectiva posible. Por tanto, las experiencias que vivimos y los estímulos que nos ofrece el entorno circundante establecen qué conexiones cerebrales mantenemos y cuáles eliminamos, cuáles debemos potenciar y cuáles bloquear, y con ello terminan modelando nuestro cerebro. Tales procesos, en combinación con las propias características genéticas, permiten, por ejemplo, que haya personas con más facilidad para aprender idiomas o que existan otras con mayor habilidad para retener una imagen o memorizar una canción.

De hecho, las primeras interacciones del recién nacido con el mundo extrauterino son tan importantes que determinan, en buena medida, la evolución de su desarrollo cognitivo y social. De ahí que el bebé necesite estar en contacto con sus progenitores, y sentirse querido y protegido por ellos, pues, al fin y al cabo, son las primeras personas con las que interacciona socialmente. La forma de relacionarse con ellos sienta las bases de su desarrollo social y de su manera de establecer vínculos con los demás. Por ello, el recién nacido usa todas las herramientas a su disposición para comunicarse con sus progenitores, si bien existe una que adquiere especial relevancia durante los primeros días de su vida: el tacto. Gracias a él, nota el cariño y la protección que le proporcionan sus padres y que le hacen sentir seguro y tranquilo. Esto le permite investigar con calma su entorno y estudiar a los individuos que le rodean para aprender poco a poco de ellos y construir de forma pausada las diferentes funciones cognitivas y sociales de su cerebro. Empezará por las más sencillas, como reconocer la cara de sus padres, abuelos y hermanos o identificar un objeto que le llama la atención, y terminará por las más complejas, como anticiparse a las acciones de los demás o entender que cada persona tiene una forma propia de pensar.

Tan importantes son estas primeras interacciones entre el bebé y su mundo que tienen incluso el poder de modificar el funcionamiento de los genes, mediante su activación o su represión. A fin de cuentas, nuestra genética no permanece ajena a la influencia del entorno: las experiencias realmente trascendentales de nuestras vidas, sobre todo las que tienen lugar cuando somos niños, marcan nuestra personalidad y nuestros comportamientos para siempre. Esto puede provocar, por ejemplo, que una persona con propensión genética a desarrollar una enfermedad psiquiátrica como la esquizofrenia pueda padecer el trastorno si sufre alguna experiencia traumática durante la etapa de desarrollo de su cerebro, cosa que quizá no sucedería si viviese una infancia normal.

En este sentido, es cierto que las enfermedades psiquiátricas cuyo origen está en el neurodesarrollo son provocadas por alteraciones genéticas. Sin embargo, también es cierto que, dada la naturaleza del cerebro infantil, el componente genético de dichas enfermedades representa solo una parte de su etiología, puesto que la gravedad y muchos de los síntomas vienen determinados por factores ambientales. Esto se debe a que los trastornos neurológicos son enfermedades particularmente complejas. En buena medida, tienen su origen en desajustes en los mecanismos reguladores de la formación y la organización de las conexiones neuronales, que, aunque a veces puedan parecer insignificantes, alteran severamente el funcionamiento normal de los circuitos cerebrales. Dichos desajustes no suelen ser consecuencia de la disfunción de solo uno o dos genes, sino que tienen su origen en múltiples modificaciones genéticas con efecto variable sobre la sintomatología de la enfermedad, y en el impacto del ambiente y las experiencias vitales de cada individuo sobre la (dis)función de dichos genes. Esto significa que dos personas afectadas por esquizofrenia presentarán, con toda probabilidad, un número diverso de mutaciones y de genes, que serán, en su mayoría, distintos entre sí y con diferente efecto sobre la enfermedad. Por este motivo, la sintomatología manifestada por las personas con trastornos psiquiátricos es distinta y específica de cada paciente, incluso dentro de la misma enfermedad.

Desde luego, el entorno también puede influir sobre el cerebro infantil en un sentido positivo. De esta manera, el niño que, al nacer, reciba los cuidados necesarios por parte de sus padres, crezca con suficientes estímulos de calidad, establezca relaciones beneficiosas con su familia y amigos y, en definitiva, sea debidamente acompañado y apoyado durante los primeros años de su existencia, con toda probabilidad tendrá una infancia feliz, lo que, a su vez, beneficiará su desarrollo cerebral y, por ende, su forma de ser el resto de su vida.

Dentro de esta lógica, nuestro cometido —el de los adultos— consiste en proporcionar a los niños los estímulos que favorezcan su desarrollo neurológico y acompañarlos con cariño en su camino para que en el futuro puedan convertirse en adultos sanos emocional, social y mentalmente. Desde luego, la investigación científica puede ayudarnos en este cometido, al aportarnos herramientas para conocer mejor el cerebro infantil. Eso sí, desentrañar los secretos del funcionamiento del cerebro de los niños resulta un reto de particular complejidad para la ciencia: en los últimos años, hemos aprendido que nos enfrentamos a un órgano asombrosamente dinámico y flexible que funciona y cambia a una velocidad que lo hace difícil de comprender. En definitiva, el cerebro infantil, lejos de ser un órgano vacío y estático, está en plena ebullición, ávido de conocimientos y nuevas experiencias.

Un órgano preparado para aprender

Uno de los aspectos más fascinantes de tratar con niños radica en constatar la enorme agilidad que muestran a la hora de enfrentarse a ciertas situaciones cotidianas que, a primera vista, les deberían suponer un reto difícil de superar. Después de todo, ¿quién de nosotros no se ha sentido maravillado al comprobar la gran facilidad con que nuestros hijos, nuestros sobrinos o nuestros alumnos aprenden a utilizar los dispositivos electrónicos más modernos —como teléfonos móviles o tabletas digitales— mientras que a nosotros a menudo se nos resisten? ¿Quién no ha experimentado una cierta vergüenza al comprobar que un niño pequeño puede aprender en pocos minutos la letra de una canción que nosotros tardaríamos varias horas en memorizar? ¿Quién no se ha sentido maravillado al comprobar cómo un bebé de pocas semanas es capaz de imitar con gran naturalidad y sin esfuerzo aparente gestos y acciones realizadas por adultos?

Desde muchos puntos vista, el cerebro infantil puede considerarse más inteligente que el de los adultos; sobre todo, si tomamos en cuenta que la inteligencia no tiene nada que ver con la cantidad de conocimientos, sino con la capacidad de análisis, adaptación y respuesta a las situaciones que se nos presentan. De hecho, ningún ser humano tiene más capacidad de adaptación a nuevas situaciones y al entorno que un niño, ya desde el momento en el que nace.

Imaginemos que disponemos de tan solo tres años para aprender a hablar y entender con soltura uno, dos o más idiomas a la vez. Supongamos que simultáneamente tuviéramos que aprender a caminar; a comer; a dirigir los movimientos de nuestras manos, piernas y cabeza; a reconocer a nuestros padres, nuestra familia, nuestra casa, ciudad o pueblo. Que tuviéramos que saber qué es peligroso para nosotros y qué no lo es; qué significa tener hambre o sed. Únicamente un niño tiene la capacidad para aprender estas y muchas otras cosas de forma simultánea y en un período de tiempo muy reducido. Y esto se debe a que, al nacer, el cerebro humano está dispuesto y preparado para recibir, integrar y almacenar información con una eficiencia y una velocidad superiores a las de cualquier otra etapa de la vida.

La maravillosa capacidad de aprendizaje del cerebro infantil ha llamado la atención de numerosos investigadores en tiempos recientes. Este interés está plenamente justificado, pues un mejor conocimiento del cerebro de los niños —el cual no es otra cosa que la base sobre la que se construye la mente humana— puede ofrecernos las claves para comprender la formación y la organización del cerebro humano en general. El estudio de este órgano durante las primeras etapas de la vida puede dotarnos de herramientas para afrontar uno de los grandes desafíos científicos del siglo XXI: descifrar los fundamentos neurobiológicos de la actividad mental.

Ahora bien, el estudio del cerebro humano durante la etapa infantil tiene importancia en sí mismo, en la medida en que resulta de utilidad para detectar tanto los estímulos que favorecen el desarrollo cognitivo de los niños como los que lo perjudican. Potenciar unos y evitar los otros nos ayudará a acompañar a los niños en su crecimiento y a garantizar el desarrollo correcto de sus facultades mentales. La infancia es un período de extraordinaria importancia para el desarrollo de la mente humana, por lo que cualquier alteración en su funcionamiento en esta fase de la vida puede ser causa de graves enfermedades, como la esquizofrenia o el autismo. Por esta razón, entender los mecanismos implicados en trastornos que tienen su origen en el neurodesarrollo puede facilitar las intervenciones tempranas, más eficaces para revertir o paliar los efectos de este tipo de patologías; y para ello primero necesitamos conocer los procesos que permiten que el cerebro adquiera e integre tal asombrosa cantidad de información en las primeras etapas de la vida.

HACIA EL DISEÑO DEFINITIVO

Sin duda, el cerebro es el órgano más complejo y, al mismo tiempo, más enigmático, de cuantos aloja el cuerpo humano. Él controla las funciones de nuestro organismo y guía los actos que nos posibilitan desenvolvernos —y sobrevivir— en nuestro en entorno. Gracias a él, podemos percibir el mundo, comprenderlo y responder a los estímulos que nos proporciona. De la misma manera, nos permite interactuar con nuestros congéneres; nos ayuda a comprenderlos, a aprender de sus acciones, a empatizar y a comunicarnos con ellos. En última instancia, el cerebro controla nuestras funciones vitales, rige nuestra percepción, posibilita nuestras capacidades lingüísticas y nos permite ser seres sociales.

Tal vez, una de las características más sorprendentes del cerebro es que si es capaz de llevar a cabo toda esta enorme variedad de tareas, simultánea y eficientemente, es, sobre todo, gracias a un solo tipo de células: las neuronas. Estas células son el componente fundamental del sistema nervioso humano —se estima que su número asciende a 100 mil millones en un hombre de entre cincuenta y setenta años— y las responsables de llevar a cabo todas sus funciones: desde recibir, analizar e integrar la información procedente de los sentidos hasta organizar los movimientos coordinados de los músculos, producir las acciones reflejas, generar recuerdos o soñar, entre otras cosas.

Las neuronas están formadas por un soma o cuerpo celular del que emergen dos tipos de ramificaciones —múltiples dendritas, y un único axón—, que otorgan a dichas células su aspecto singular (fig. 1). Desde el soma, donde se aloja la información genética de la célula, se extiende el axón, hasta contactar con la neurona o célula receptora. Su función consiste en enviar estímulos nerviosos —es decir, información— a dicha neurona. Cuando la neurona se excita, al inicio del axón se genera un impulso nervioso, o potencial de acción, que se propaga hasta su extremo. Ahí se encuentra el terminal axónico que conecta con la célula receptora de dicho impulso a través de sus dendritas. Precisamente, las dendritas son las encargadas de recibir los impulsos procedentes de la célula emisora, que se ramifican una y otra vez para formar complejos e intrincados árboles dendríticos. De este modo, la transmisión de información —bajo la forma de impulsos nerviosos— es posible gracias a la conexión establecida entre el axón de la neurona que genera la señal y la dendrita de la neurona que la recibe. Esta conexión no es otra que la sinapsis neuronal, una de las estructuras biológicas más complejas de la naturaleza.

FIG. 1

La figura muestra los principales componentes de una neurona de tipo piramidal, característica de la corteza cerebral, y de la sinapsis.

Las sinapsis están compuestas por dos elementos, el elemento presináptico y el elemento postsináptico. El terminal presináptico se sitúa en el terminal axónico —de la neurona emisora— y contiene las vesículas sinápticas, cargadas de neurotransmisores. Con la llegada del impulso nervioso a través del axón de la neurona emisora (la neurona presináptica) las vesículas sinápticas liberan los neurotransmisores que cruzan el espacio sináptico hasta alcanzar sus correspondientes receptores, localizados en el extremo de la dendrita de la neurona receptora (la neurona postsináptica). Las vesículas sinápticas almacenan distintos neurotransmisores dependiendo del tipo de sinapsis. Si la sinapsis es excitatoria, los neurotransmisores conservados serán, por ejemplo, el glutamato o la glicina; mientras que si es inhibitoria serán sustancias como el ácido gamma-aminobutírico. De este modo, los receptores se activan cuando son alcanzados por los neurotransmisores y provocan cambios químicos y electrofisiológicos en la neurona postsináptica, que pueden comportar bien su excitación (si el neurotransmisor presináptico es excitatorio) o su inhibición (si es inhibitorio), para inducir o bloquear, respectivamente, la transmisión de la señal recibida.

Gracias a las características de sus conexiones, las neuronas son capaces de formar circuitos funcionales organizados en redes más complejas que, a su vez, constituyen los distintos centros del sistema nervioso. En este sentido, el cerebro puede entenderse como una gran red, compleja y jerarquizada, constituida por millones de neuronas minuciosamente organizadas en circuitos y áreas funcionales.

Tras el nacimiento, el cerebro inicia un prolongado y complejo proceso de organización de sus conexiones para responder de la manera más rápida y eficiente posible a los retos a los que deberá enfrentarse el individuo a lo largo de su vida. Dicha organización, afecta, por un lado, a los principales circuitos neuronales formados durante la gestación y, por otro, a las incontables y supernumerarias conexiones neuronales que se generan durante la sinaptogénesis, es decir, el proceso de formación de conexiones sinápticas, que se inicia en el feto y se prolonga más allá de los veinte años. Y, aunque el cerebro del recién nacido crece con gran rapidez y se organiza muy pronto en redes funcionales, no se le puede considerar en absoluto un cerebro adulto en miniatura. En realidad, las características de sus conexiones y su funcionalidad no tienen nada que ver con las de aquel.