El club de las amazonas - Fernando Riquelme Lidón - E-Book

El club de las amazonas E-Book

Fernando Riquelme Lidón

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Beschreibung

El narrador, directivo financiero en una entidad bancaria, superados los cincuenta años y tras un divorcio, nos relata su vida en el ámbito profesional y personal en un tiempo futuro próximo en el que, alcanzada la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, el cambio de paradigma en las relaciones entre sexos no elimina, sin embargo, el conflicto de género. Una serie de personajes, hombres y mujeres, más o menos machistas ellos o feministas ellas, indicen en la vida del narrador que se enfrenta a situaciones conflictivas inesperadas.    Fernando Riquelme aborda en su novela "El club de las amazonas" el apasionante universo de las relaciones hombre/mujer en estos nuevos tiempos, que tan bien sabe captar. – Vicente Molina Foix

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Datos editoriales

Dirección editorial: ángel Jiménez

Edición eBook, octubre 2023

El Club de las Amazonas

© Fernando Riquelme Lidón

© Éride ediciones, 2021

Éride ediciones Espronceda, 5 28003 Madrid

ISBN: 978-84-19485-95-3

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

eBook producido por Vintalis

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Todos los derechos reservados

Fernando Riquelme Lidón

(Orihuela 1947). Es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid. Ingresó en la carrera diplomática en 1974. Ha estado destinado en representaciones diplomáticas y consulares de España en Siria, Argentina, Francia e Italia y ha sido embajador de España en Polonia (1993-1998) y en Suiza y Liechtenstein (2007- 2010).

Como escritor ha publicado Alhábega (Burgos 2008), obra de ficción que evoca la vida provinciana de la España de mediados del siglo XX; Victoria, Eros y Eolo (Madrid, 2010), novela; La Piel Asada del Bacalao (Gijón, 2010), libro de reflexiones y recuerdos gastronómicos; 28008 Madrid (Burgos, 2012), novela urbana sobre un barrio de Madrid; Delicatessen (Ed. Almuzara, Córdoba, 2018), guía gastronómica de alimentos exquisitos; Viaje a Nápoles (Madrid, 2018), literatura novelada de viajes; Diccionario comentadode gastronomía (Gijón, 2020).

Es miembro de la Real Academia de Gastronomía.

El club de las amazonas

Nunca he podido comprender cómo podemos concentrarnos en nuestros pensamientos, reflexiones, lecturas o cualquier otra actividad intelectual, en medio del agitado ambiente de un café popular. Sin embargo, es una práctica que cuenta con numerosos seguidores. Veo a mi alrededor jóvenes, y otros que no lo son tanto, absortos en las pantallas de sus aparatos de comunicación con igual ensimismamiento que antaño lo hacían los lectores de periódicos y escritores refugiados en estos cálidos establecimientos.

Aparte de las numerosas pantallas que difunden mudas y variopintas imágenes, que certifican el signo del tiempo presente, el murmullo de las conversaciones es el mismo que siempre ha caracterizado la atmósfera de los cafés, privados hace ya tiempo de los efluvios humeantes del tabaco y del sonido de la barra, donde se intercambiaban en voz exageradamente alta órdenes y «oídos» entre los camareros, que ahora manejan tecnología de pantalla para enviar las comandas.

Aún sin entenderlo racionalmente, me he refugiado en este microcosmos babeliano para reflexionar. Hoy me ha asaltado una necesidad urgente de poner en solfa mis pensamientos para comprender mi realidad presente. Y la realidad que me rodea. La realidad política y sociológica. Cuál será mi futuro, el inmediato y el más lejano. Sin ser anciano, me doy cuenta de que pertenezco a una generación superada. Soy un cincuentón que arrancó su existencia individual, es decir su vida consciente e independiente, bajo una escala de valores que ni siquiera defiende ahora la derecha más conservadora. Es cierto que la dinámica de la vida social ha ido modulando paulatinamente las referencias que han guiado mi comportamiento familiar, social, político o intelectual. Pero no es menos cierto que, a pesar de una adaptación casi automática a las circunstancias, me encuentro frente a una encrucijada sin saber exactamente qué camino tomar. Una bruma espesa y pertinaz mantiene mi cerebro confuso.

Hace tiempo que no frecuentaba un café. Quizás desde mis tiempos de estudiante. El camarero, un joven inmigrante desprovisto de empatía, armado con su aparato de comandas, me espeta, más que me pregunta, que qué voy a tomar. Mi estado de ánimo es penoso. Necesito un estimulante. Pienso en una dosis de alcohol, pero a estas horas de la mañana dominical no me apetece. Es momento para café. Lo pido, siempre estaré a tiempo de completarlo con una copa de coñac. El camarero me interroga sobre la clase de café, me señala la carta que un soporte mantiene erecta sobre la mesa, me dice que volverá y se marcha. La oferta es amplia: Colombia, Etiopía, Brasil, Ecuador, Venezuela, Jamaica y un «especial Nápoles». La mención de Jamaica me hace recordar que el Blue Mountain tiene un especial aroma que caracteriza los licores de café, y este recuerdo me lleva a cambiar mi decisión. Me tomaré una copita de Tía María.

Me he acomodado en un apartado rincón del salón desde donde domino visualmente casi la totalidad del local y dos pantallas que sintonizan canales diferentes. Aunque no me interesan en absoluto ni la clientela ni los mensajes de las pantallas. Es curioso: el ambiente me provoca la misma sensación balsámica que se obtiene contemplando el mar, aunque esté bravío. Dejo vagar la mirada deteniéndome sin interés en personas y detalles esperando inconscientemente un despunte de reflexión útil. El camarero mariposea de mesa en mesa. Tiene un pronunciado perfil andino. No sé por qué me pregunto si es violento con su esposa. Doy por sentado que está casado. Los andinos se casan jóvenes.

Quizás, por el contrario, sea muy cariñoso con ella. ¿Por qué habría de ser violento? Puede que sea cornudo y no lo sepa. O sí, resignado y amargado. De ahí, quizás, su actitud hosca y distante.

Sin darme cuenta, he entrado en el ámbito de mi realidad personal. Me he introducido mentalmente en uno de mis problemas. El de mis relaciones conyugales. Quizás no sea el más importante, pero es indudable que tiene más trascendencia de la que yo he querido darle. Mi divorcio no ha sido traumático, creo. Pero es posible que me equivoque. Hay traumas que, como en el deporte, no son consecuencia de un golpe súbito sino de una sobrecarga mal tratada. Sin hijos que tener en cuenta, el punto final a la relación con Ana no ha presentado daños colaterales. La petición de divorcio por parte de mi mujer me sorprendió en un momento de frío en mi relación con ella. Pero el divorcio no entraba en mis planes, ya que, en ese aspecto, en realidad, no tenía planes. Ella fue sincera. Me dijo que su ascenso profesional le había abierto perspectivas de vida que con nuestro matrimonio no podía alcanzar. Hablamos largo y tendido. Razoné lo mejor que supe. Creo incluso que mis argumentaciones se imponían objetivamente, aunque en algún momento me parecía que me daba igual que ella siguiese >en su propósito. Pero actué con el prurito del marido desdeñado y seguí intentando que diese marcha atrás. Cuando me parecía que pudiera haberlo conseguido, me dijo con una asombrosa calma, que sentí como una lacerante cuchillada, que su decisión no tenía vuelta de hoja, por la sencilla razón de que ya había sido reiteradamente adúltera.

Yo no tengo la duda que me planteo con el camarero andino. Yo he sido un cornudo. Supongo que el divorcio cancela esa cualidad, pero ahí queda. No es verdad que la confesión de Ana me dejase indiferente. Ante una situación semejante, se agolpa de repente la sangre a la cabeza, al rostro, al cerebro. Hay una sacudida emocional y un sentimiento de rabia. Pero me recompuse, me calmé pronto y acepté la derrota. Los trámites de la separación no ofrecieron dificultades. La vida en solitario no me ha afectado en gran medida. He creído haber superado esa circunstancia, que pudo cambiar el rumbo de mi existencia, sin mayores consecuencias. Pero no es verdad. Un pensamiento reiterativo se aloja en mi mente. Cuál fue el punto de ruptura, me interrogo. De aquellos debates sobre la demanda de divorcio, en los que Ana insistía en su ambición profesional, deduje que ese deseo irrenunciable de superación exigía una libertad incompatible con el matrimonio, por muy equilibrado que este fuese. No parecía que hubiese alternativa. Si todos esos atributos que caracterizan el amor, admiración, renuncia, sacrificio y sexo, se habían debilitado, había que concluir que la separación era la mejor salida.

Pienso que mi episodio de ruptura conyugal se debió al signo de los tiempos. El mantenimiento del vínculo matrimonial ha sido la excepción en mi círculo de amistades. Los divorcios han tenido un denominador común: de alguna manera las crisis han surgido del conflicto provocado por la exigencia femenina de dar prioridad a su vida profesional. Hace años, los políticos progresistas inventaron la discriminación positiva, una cierta ventaja a favor de las mujeres para incorporarlas al mundo laboral y político en un plano de igualdad. Aquellas medidas quedaron obsoletas y fueron derogadas cuando se alcanzaron suficientes cotas de feminismo a todos los niveles. Estoy seguro de que el camarero andino depende de una gerente, o de una jefa de personal. En algún escalón superior a su nivel hay una mujer que manda. Mi inteligencia me obliga a descartar los términos de superioridad o inferioridad con respecto a las capacidades de hombres y mujeres. Sin embargo, el mando, que es el poder, perfila la psicología humana. La cultura machista nace del poder masculino, basado a su vez, quizás, en la fuerza física. Un poder detentado durante siglos. La fuerza física ha sido arrinconada por la tecnología y valorada exclusivamente en el terreno deportivo. Ahora el poder es compartido por hombres y mujeres y el choque con valores machistas ancestrales aparece esporádicamente en episodios de violencia de género. Me doy cuenta de la asociación de ideas al pensar en el camarero andino como violento potencial.

A lo largo de mis años de casado, a través de la evolución profesional de Ana, he constatado el cambio de paradigma social. Mi exmujer ha hecho carrera en el seno de su organización, una empresa de construcción con vocación multinacional. Ha sido técnica en el departamento de contabilidad, subdirectora de recursos humanos, directora de estrategia empresarial y, actualmente, directora general de área y, probablemente, próximo miembro del consejo de administración. Las mujeres han ido escalando posiciones. En mis tiempos de universidad, el número de estudiantes femeninas ya superó el de estudiantes del sexo opuesto. Como consecuencia, y al amparo de la discriminación positiva, las funcionarias ya no están representadas por las auxiliares administrativas, las secretarias de siempre, sino por juezas, diplomáticas y técnicas de las administraciones públicas. En mi divorcio han intervenido dos letradas, la mía y la de Ana, y una notaria con residencia en Madrid, donde ya son más numerosas que sus colegas varones. La sociedad ya no es machista. Al contrario. Diríase que vamos hacia un régimen de amazonas, un matriarcado, o algo similar. Las antiguas diferencias salariales desaparecieron conforme se producía el cambio de paradigma. Los hombres parece que arrastran el pecado original de su género y son preteridos.

Poco a poco, mi vida social se fue condicionando por el círculo de amistades de Ana. Ni yo ni mis amigos y conocidos fijábamos las pautas de nuestro comportamiento social. Eran ellas las que las fueron imponiendo casi sin darnos cuenta. Recuerdo que fue Ana la que tomó la decisión de cambiar de coche sin consultarme. Había sido ascendida a subdirectora de personal y justificó con esta circunstancia su decisión, subrayando que el aumento de su salario nos permitía el cambio. Entonces aún hablaba en plural. Aún éramos «nosotros». Curiosamente, su creciente asunción de responsabilidades en el seno de la pareja, su cada vez más frecuente imposición de criterios y su desdeñosa consideración de los míos, no me provocaron reacciones drásticas o conflictivas. Me fui adaptando, incluso al enfriamiento de nuestra relación, hasta que despareció el «nosotros» convertido en «yo» y «tú». Me pregunto si, andando el tiempo, los cambios que trasforman sustancialmente el modelo social producen también cambios biológicos en la especie humana. No es de descartar, creo. Al menos aquellos que influyen en su comportamiento. Siempre he creído que la intuición femenina es una herramienta que la mujer emplea en su defensa tomando decisiones preventivas. Pero, al parecer, ahora la usa para tomar iniciativas. Su intuición se ha convertido en visionaria, una cualidad que se exige a los aspirantes a puestos de alta dirección. Espero, no obstante, que los varones no estemos condenados a convertirnos en obreros y zánganos dentro de nuestra colmena regida por las reinas y sus políticas intuitivas.

El licor me ha ido serenando. Sorbo a sorbo he agotado mi dosis de Tía María y ordeno otra copita.

La escena del café cambia lentamente. Tanto, que parece inmóvil. Pero la parroquia se renueva constantemente, como las olas que arriban a la playa. Ahí están siempre pero no son las mismas. El camarero me parece un autómata. Va y viene, sirve consumiciones, retira vajilla usada, limpia los veladores. Es como la pieza móvil de giro rápido de un mecanismo de relojería en el que los otros elementos, los clientes, se mueven a un ritmo menor como resultado de la desaceleración del engranaje.

Yo me veo como la rueda más lenta, la que comanda la aguja de las horas. Y vuelvo al repaso de mi circunstancia, a la que, posiblemente, es la reflexión más profunda de mi fracaso matrimonial.

No me imagino el curso de los acontecimientos si de mi unión con Ana hubiese habido hijos. En cualquier caso, serían ya mayores de edad y asumirían la nueva situación de sus padres. Pero me pregunto si su presencia durante largos años de matrimonio hubiese condicionado la progresión profesional de la madre. Las cosas han sido como han sido y no tiene sentido la especulación sobre otra realidad que no ha existido. Ana evolucionó centrada en su interés profesional. Pero yo también.

Durante mucho tiempo pudimos compaginar esos intereses profesionales con nuestra vida en común, con nuestras ilusiones y objetivos compartidos. Hasta que desapareció la magia. Como digo, poco a poco, pero sin pausa ni vuelta atrás. Ana, posiblemente, tenía preparado el terreno para el día después, ya que, en definitiva, fue ella la que tomó la iniciativa del divorcio; incluso antes de planteármelo, a la vista de su confesión de adulterio. A mí, sin embargo, me pilló desprevenido a pesar de ser consciente del clima de distanciamiento y frialdad que se había instalado en nuestra relación. He tenido que adaptarme a una nueva vida, donde en realidad la única novedad son las veladas solitarias. El resto poco ha cambiado, el trabajo, los amigos masculinos, la intendencia del día a día, ya que no me resulta novedoso utilizar los servicios ofrecidos a través de Internet para cubrir las necesidades domésticas. El trauma es la inquietud mental que no desaparece con el tiempo transcurrido. Constato que, en efecto, mi divorcio de Ana tiene consecuencias de alcance, un pensamiento obsesivo, prueba del cual es este trajín mental que me ocupa delante de la copa de Tía María. No apareció de inmediato, ha venido visitándome periódicamente a intervalos cada vez más cortos hasta convertirse en obsesivo.

Mi obsesión es el hecho en sí, el divorcio. No me asalta la idea de tratar de restablecer la relación.

Mi pensamiento no transita por esos derroteros. En realidad, Ana es pasado y ya casi me resulta ajena.

Quizás incluso, más que el divorcio, es su necesaria gestación al margen de mi percepción lo que me indigna. Me siento abusado, pero también estúpido al no darme cuenta de la deriva de mi matrimonio.

Rehacer mi vida que, como digo, no es que me haya costado mucho, es una obligación impuesta por la circunstancia a raíz de una decisión de otro. Mientras que, para Ana, su nueva vida es lo que ella ha querido, planeado y ejecutado. Siento que me ha ganado la partida. ¿Injustamente? No. Siendo ecuánime, no puedo plantearlo en esos términos. Pero esta derrota me afecta. Es posible que sea un sentimiento atávico de macho despechado, de pobre cornudo, pero es así y necesito un antídoto para atajarlo y recobrar mi equilibrio emocional. El licor, desde luego, no me sirve. Es una medicina inadecuada para mi dolencia: la indignación con Ana y conmigo mismo.

Las pantallas del café siguen activas con imágenes sin sonido. Puedo adivinar, no obstante, la naturaleza del relato en cada una de ellas. La más cercana a mi posición emite reiteradamente la imagen de Juana Lehoz, presidenta del gobierno de la nación, llamada popularmente Juanita la Larga por su delgadez y altura. Parece ser una crónica de la sesión parlamentaria de control al Gobierno. La otra pantalla deja adivinar una reunión de la Princesa de Asturias con la cúpula de la CEOE integrada por una mayoría de mujeres empresarias a cuyo frente, en su segundo mandato, figura Albertina Mayoral, CEO de la poderosa GRAFENO, S.A. Decididamente la política sigue cada vez más de moda. Esta tarde habrá varios programas de análisis político y por la noche unos cuantos más. Y Juanita la Larga y demás personajes de la actualidad política, la mayoría boquitas pintadas, prestarán su imagen a las pantallas grandes y pequeñas de los aparatos de comunicación.

Hago señas para llamar la atención del camarero andino que se presenta raudo con la cuenta y un datáfono sobre el que apongo mi teléfono móvil para efectuar el pago. Sorprendentemente me sonríe y me desea buen día. Creo que no estuve muy acertado al especular sobre su vida íntima conyugal. Ahora mismo parece un hombre feliz. Tecleo en la aplicación de Cabify para solicitar un vehículo y me dirijo a la salida del local.

Al entrar en el edificio del banco me invade una sensación de tranquilidad, como si encontrase el refugio que me liberara de un ambiente hostil. Son muchos años de atravesar a diario las cancelas de esta institución donde he crecido profesionalmente como analista financiero, gestor de cuentas de clientes y directivo en el área de inversiones, sucesivamente. En mi camino al despacho me saludan los conserjes y algunos administrativos. Durante años me llamaban don Luis, pero hace tiempo que el don no existe, ni el señor que acompañaba mi apellido, Granero, todo se ha reducido a un impositivo Luis a secas. A cualquier cosa se acostumbra uno. No me siento incómodo. Es ya rutina diaria y, como tal, nutre ese sentimiento de seguridad que da la querencia al ambiente del lugar de trabajo. Vengo de la calle con el humor alterado por el bombardeo de mensajes en las pantallas municipales. Una política ordenancista que ha ido creciendo conforme se sucedían al frente de la alcaldía las mujeres, ancianas, maduras y jóvenes, que de todo ha habido. La actual regidora municipal, una dentista de menos de 40 años, no para de difundir mensajes sobre higiene sexual junto a llamamientos a la responsabilidad fiscal. Menos mal que no se cuelan en las pantallas del banco donde fluyen los datos de los mercados financieros que, para mí, son el alimento intelectual que mueve mi trabajo diario.

En casa ya he consultado los mensajes de correo. Ahora me toca otra vez ya instalado en mi despacho. Distribuyo tareas a mis colaboradores y me centro en las cuestiones que me toca resolver personalmente. Hay una convocatoria de reunión del director general del área de inversiones, donde me integro, dentro de una hora. Me extraña porque no se trata de la reunión ordinaria semanal. No hay información sobre los asuntos a tratar. Sorpresa, pues. Pienso que algún colega pueda tener conocimiento de la razón de la convocatoria y llamo a Montserrat Muntaner. La Catalana, como la conocemos entre los compañeros, suele manejar buena información y parece aventajarnos en cuanto a cercanía con la cúpula, no solo del área sino de la presidencia. Con su acento de catalana y actitud entre ingenua y simpática, me dice que no, que no sabe nada. Bueno, pronto saldremos de dudas, le digo.

Claudio Egaña, mi director general, es un banquero con una envidiable formación y una dilatada experiencia en el sector financiero. Es un tipo inteligente y listo, que son cualidades diferenciadas.

La inteligencia radica en la capacidad de raciocinio y la listeza en la habilidad para aprovechar las ocasiones y evitar las situaciones de riesgo y peligro. Esta combinación, que no siempre se da, le ha facilitado una notable carrera profesional. Hace ya una década que dirige el área de inversiones y ha sobrevivido a dos cambios en la cúpula del banco. Yo me considero tan inteligente como él, pero creo que a listo me gana. Hace tiempo, en alguna ocasión, se interesó extrañamente por mi matrimonio. Luego me he dado cuenta de que adivinaba lo que yo no veía, la inexorable deriva de mi relación con Ana. Temía, creo yo, que una crisis matrimonial me afectase anímicamente de tal manera que repercutiese en mi rendimiento en el trabajo. Claudio es exigente, pero es de carácter afable y maneras suaves. Huye de cualquier estridencia, incluso vistiendo. Es un hombre de traje gris, sin que ese color neutro lo defina en absoluto pues, como digo, es inteligente y sabe mandar y dirigir. Siempre me he sentido cómodo bajo su batuta. No me gusta, sin embargo, su manía de calzar zapatos de ante. Encuentro que le dan un aire felino al andar que puede hacer desconfiar de la suavidad en sus maneras. En cualquier caso, nunca le he conocido acciones depredadoras sobre nadie, ni siquiera lo he visto sacar las uñas. Pero, eso sí, es duro negociando, seguro dirigiendo y determinado en sus actuaciones. Tiene carácter.

Entra sonriente en la sala de reuniones donde nos hemos juntado los responsables de los distintos servicios del área: La Catalana, responsable de las relaciones con los bancos centrales; Imanol Izaguirre, encargado de gestionar los fondos de inversión de renta fija y variable; Pedro José López, alias Pedro Jota, que lidia con productos derivados; Arturo Bueno, gestor de productos híbridos y estructurados; y yo, que me ocupo del seguimiento de los mercados. Estamos de pie, agrupados junto a los ventanales que proporcionan una vista panorámica de Madrid, cerca de la mesita donde se ha dispuesto un servicio de café, té y bollería mini que parece atraer la gula incontinente de Arturo, cuya anatomía denuncia excesos en su alimentación. Claudio nos saluda y se incorpora al grupo sirviéndose una taza de café. Le digo que hablábamos de actualidad, de fútbol y de política, a la espera de las novedades que justifican la reunión. «Nada importante… o sí», dice a modo de aclaración sin aclarar. «Vamos a ello». Y hace gestos de que nos sentemos.

Nos acomodamos alrededor de la mesa de reuniones con la mirada interrogante puesta en nuestro jefe. Sin más preámbulos, inicia un relato que ya conocemos: repasa sus diez años dedicados al área que dirige, los cambios en la presidencia del banco con las consiguientes variaciones en políticas y objetivos de la institución, los buenos resultados, en especial los que dependen del trabajo del área de inversiones, y un poco más de bla bla bla, hasta llegar al anuncio de una novedad: El consejo de administración va a revocar el mandato del actual presidente y procederá al nombramiento de otra persona en el cargo. Claudio pasea su mirada alrededor de la mesa como esperando reacciones. No las hay. Quizás porque esperamos más información, sobre la identidad del sustituto o sobre posibles consecuencias del cambio en la cúpula de la sociedad. Reanuda pues su discurso diciendo que, en realidad, esta circunstancia no tiene que afectar al personal del área de inversiones, incluso si cambia la estructura administrativa del banco, ya que el área como módulo seguirá existiendo, dependa o no de un director general con las competencias actuales. Es decir, que el único que debe sentirse en riesgo es él. Extrañamente, al hacer esta última afirmación, despliega una amplia sonrisa que interpreto como un conjuro de que nada le va a pasar. Nos dice que la prensa de mañana, con toda seguridad, nos aportará indicios de por dónde van los tiros del asunto.

Considero que el anuncio que nos acaba de desvelar coincide con su enigmática apreciación manifestada momentos antes de su intervención. Desde un cierto punto de vista, el cambio en el sillón de la presidencia no es de importancia para la mayoría del personal. No soplan vientos de crisis profunda que recomienden una siega en el campo de los recursos humanos. Hasta posiciones como la mía, los temores a cambios radicales no son razonables. Ahora bien, los cambios en la cúpula, salvo excepciones, acarrean normalmente cambios en cascada en niveles de alta dirección. Y los cambios de personas en puestos de dirección pueden afectar mucho a los miembros de los equipos. Así que, efectivamente, «Nada importante… o sí».

La pregunta obligada viene de la boca de Arturo. Interroga a Claudio sobre si tiene idea de quién pueda ser el futuro presidente. El jefe, raudo, contesta que no, pero se libra a continuación a una reflexión especulativa. Nos recuerda los recientes cambios en la estructura accionarial de la entidad con la entrada de capital brasileño de la mano de la multisectorial PETROBRECHT. Como consecuencia, la composición del consejo de administración del banco ha sufrido cambios importantes. La propia presidenta de la compañía brasileña se sienta ahora en el consejo, donde cuenta con aliados que suman una mayoría en su seno, entre ellos la práctica totalidad de las consejeras que conforman un número paritario. Son ellas las que van a defenestrar al actual presidente con la excusa de su enfrentamiento público con Juanita la Larga que, según parece, tiene también un largo brazo para mangonear en las empresas del IBEX. Y, mirando hacia Montserrat, señala que aquí hay un denominador común, el género de las protagonistas. Es un asunto manejado por mujeres. No le extrañaría, añade, que esta centenaria institución tenga en los próximos días una presidenta por primera vez en su historia.

Claro que en la reunión nadie ha dicho nada sobre este aspecto del tema, pero a la salida, en el pasillo, la Catalana ha sido objeto de jocosas insinuaciones por parte de algunos colegas. Arturo le ha dicho que la veía ya al frente del área relevando al director general. Montserrat se ha limitado a sonreír y a decir que somos unos bromistas, pero su lenguaje corporal la ha traicionado, se adivina que se le ríen los huesos al pensar que algo de eso pudiera pasar. Contoneándose, se ha alejado hacia la puerta de su despacho.

De vuelta al mío, las pantallas, con guiños permanentes, van reflejando los cambios en las cotizaciones de los valores. Uno de mis colaboradores me señala que las acciones del banco están bajando rápidamente. Es evidente que el rumor de la inminente defenestración del presidente se va extendiendo entre los profesionales. En algún momento se roza la situación de pánico, pero, de repente, y antes de que intervenga la CNMV, el valor se estabiliza y empieza a subir y a sobrepasar los niveles de horas antes. Me llama Arturo y me dice que la noticia ya está en los diarios digitales, lo que explica el cambio de tendencia en la cotización de las acciones. Al parecer, y como barruntara Claudio, el nuevo CEO del banco será mujer.

También me llama Montserrat. Le traslado la información de la que dispongo y me da la impresión de que ella, algo, ya sabe. Pero la razón de su llamada es otra. Me propone salir juntos a cenar. Aunque me gustaría pensarlo un poco, le digo que sí, que cuando ella quiera. Me cita para hoy mismo. La premura de la propuesta me hace sospechar de un particular interés oculto, ya que no me ha adelantado nada. No es la primera vez que salimos juntos a cenar. Desde mi divorcio, nos hemos citado varias veces. Y si, en la primera ocasión, tuvimos algún atisbo inconfeso de pretender establecer algo más que una relación de amistad derivada de la profesión, nunca se produjo la chispa para que eso fuera realidad. Montse tiene un no sé qué que me frena los impulsos libidinosos. Seguro que el salaz Arturo, si hubiese tenido oportunidad, no se habría privado de avanzar por derroteros lascivos. Alguien me ha dicho que los gordos son propensos a la lujuria. Pero siendo el sexo cosa de dos, si él, o ella, no quiere, pues no hay nada que hacer. Yo, con Montse, no he querido. Me queda la duda de si a ella le pasa lo mismo conmigo.

Después de controlar la reserva, el maître me conduce a una mesa en un lugar discreto del restaurante.

Creo que interpreta que va a ser una cena romántica y proporciona la máxima intimidad posible en una sala de iluminación controlada, poblada ya por una clientela de susurros. Un ambiente alejado del bullicio imperante en los restaurantes más populares. La Catalana llega cinco minutos después de la hora convenida. Siempre ha hecho lo mismo, en el más clásico estilo femenino. Y yo siempre he sido puntual en nuestras citas, en el más puro estilo de caballerosidad. Viene soberbiamente vestida. Al confiar su abrigo al camarero descubre una blusa cándida de corte elegante y exhala sutiles aromas de vainilla, talco, bergamota y sándalo. Shalimar quizás, pienso. Pura femineidad, como de costumbre.

Nos sonreímos con complicidad, sabiendo perfectamente que nuestros roles están lejos de lo que seguramente piensan el maître y los camareros y cualquier comensal curioso que nos atisbe en el rincón que se nos ha asignado.

Es curioso cómo el comportamiento de Montse como mujer, en lo que se refiere a su imagen, sigue los cánones de la femineidad más tradicional. Es decir: el detalle en el vestir para resaltar sus atributos, ropa de buen corte; finos zapatos de tacón alto; el maquillaje perfecto; el peinado sin defectos; y ese perfume que los cursis califican de embriagador, pero que, en cualquier caso, resulta muy agradable. Creo conocer algo de la personalidad de mi colega y por eso me resulta algo contradictorio ese estilo interpretable como seductor. Me recuerda a Ana. Ella también es así, cuidadora de su imagen femenina, pero con una actitud insumisa ante las iniciativas masculinas, sean estas de corte profesional o puramente de relación sentimental. Es un patrón que parecen seguir muchas mujeres, potencian su femineidad para reforzar su autonomía frente a la masculinidad excluyente, imponiéndose, al mismo tiempo y con su propia personalidad, en parcelas del mundo social, político y laboral, que se les vedaron durante mucho tiempo. A lo mejor no hay contradicción sino cambio de paradigma. Sí, eso debe ser. Me voy dando cuenta, a través de lo que se puede observar en el comportamiento de ciertas mujeres, en especial las que tienen una mayor proyección pública, o una posición relevante en su grupo social, que, efectivamente, hay un nuevo estilo en el comportamiento femenino de incalculable trascendencia.

Este flash reflexivo se apaga cuando Montse me comenta que el restaurante lo ha elegido siguiendo la recomendación de unos amigos. Ni clasicismo ni vanguardia. Sabores de siempre con presentación novedosa y alguna concesión a las modernas técnicas culinarias. Y se lanza a desgranar la oferta de la carta, pidiéndome opinión de vez en cuando. A los dos nos atrae la propuesta de unas sopas de ajo revisitadas y consultamos al maître al respecto. La descripción del plato nos sorprende, pero nos decide a pedirlo: «Un refrito de embutidos, ajos majados, tomate tamizado, cebolla, ajos enteros asados y un suspiro de pimentón, se moja con caldo, se reduce, se pasa por el chino, se añade pan tostado, un huevo cocinado a baja temperatura y jugo de perejil». Yo espero que de un momento a otro Montse entre en harina y me diga lo que, sin ninguna duda, tiene interés en decirme. Pero la Catalana parece querer disfrutar del momento gastronómico y me pregunta, sin esperar respuesta, si creo conveniente para acompañar el plato pedir un tinto potente, tipo Toro, Jumilla o Cariñena, aunque ella prefiere un tinto sin aristas, un rioja reserva, por ejemplo, que acompañará bien al plato sin hurtarle sus propios sabores. A mí no me resta más que decir amén, que es lo que Montse espera.

Después de dar cuenta de las sopas de ajo que, por cierto, no han sido de mi total agrado, seguramente porque no me recuerdan las de mi infancia, que eran más sencillas, con menos ingredientes y un sabor más auténtico, hemos seguido con un plato de carne sin historia y hemos agotado la botella de rioja. Drogados con la cena y el vino, las lenguas parecen estar más ágiles y los pensamientos más proclives a ser transformados en palabras. En alguna parte he leído que Mark Twain decía que solo cuando un hombre ha cenado su verdadero ser aflora en la superficie. Para facilitar ese afloramiento, pido un par de gintónics como copas de sobremesa. Aunque ardo en deseos de saber lo que pretende la Catalana, hago esfuerzos por no iniciar ninguna conversación sobre temas profesionales y espero pacientemente que ella dispare primero. Me imagino que la cosa debe rondar las circunstancias anunciadas por Claudio esta misma mañana. Y no me equivoco. Montse me mira con una media sonrisa en su boca y me confiesa que la noticia adelantada por nuestro jefe no era tal para ella. Se apresura a decirme que no me mintió cuando le pregunté si sabía algo de lo que iba a tratarse en la reunión, porque evidentemente lo desconocía. Pero, insiste, ella ya tenía amplia información sobre el asunto. Y me dice que, antes de que lo lea mañana en los periódicos, me puede adelantar que la nueva CEO del banco será Ludivina Castro, la actual consejera delegada de BANKINOVA. Me agradece el detalle de haberle pasado la información que tenía y se excusa de haber esperado hasta ahora para confesarme que todo eso, y más, ella ya lo conocía.