El comandante - Rosa Cano - E-Book

El comandante E-Book

Rosa Cano

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Beschreibung

Un piloto de caza de la Segunda República revive la contienda del 36. Ante el reconocimiento actual como El comandante que fue, intenta asimilar que el grado que en otro tiempo le llevó al borde de la muerte, a las cárceles franquistas y a sufrir las humillaciones del Régimen, ahora le permita encontrarse, abiertamente, con algunos de sus compañeros del aire, pilotos de caza republicanos.Rosa Cano, con mano de poeta, desgrana, desde un punto de vista lúcido y a la vez intimista, un momento crucial de la historia de nuestro país, a golpe de amores, traiciones y ausencias, en esta novela escrita con hachazos de la realidad de aquellos años, que dejaron una huella profunda más allá de las fronteras de España.Una historia, contada con rigor, que tiene la capacidad de situarnos en un doloroso periodo histórico sin abundar en el terror gratuito. Momentos de muerte y dolor, pero también de alegría, ilusiones, sueños y, en definitiva, de vida. Una novela llena de emoción.EL AUTORRosa Cano Gómez (Argamasilla de Alba, Ciudad Real, 1961 – Alcázar de San Juan, Ciudad Real, 2012). Hija del Comandante Antonio Cano Cano, piloto de caza de la Segunda República. Maestra de profesión en el sentido más amplio del término. Miembro activo de la Asociación de Aviadores de la República desde el 2005.Ha escrito obras de teatro, como El Reflejo (sobre la muerte de Federico García Lorca), representada y dirigida por ella misma; y cuentos cortos agrupados en el libro Los Nombres Comunes (Diputación de Ciudad Real, 2000). Fue alumna, profesora y colaboradora de la Escuela de Escritores Alonso Quijano (Alcázar de San Juan).De carácter puro, indomable y generoso. Luchadora incansable, se entregó con pasión a la vida con la certeza de que todo es irrepetible.

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A todos aquellos que se juegan la vida por los ideales y a quienes elevan la historia a literatura para así preservar la memoria.

PRÓLOGO

Fueron muchos años de elaboración, de escritura, de investigación por parte de la autora para construir con rigor y lucidez esta magnífica novela. No obstante, faltaba la revisión que ella no pudo hacer porque la venció su propio tiempo. El Comandante es la novela póstuma de Rosa Cano Gómez, que nació y fue escrita como homenaje a Antonio Cano Cano, padre de la autora, graduado como piloto de caza en la URSS y destinado a la 6ª Escuadrilla del Grupo 21 de Moscas durante la batalla del Ebro. La muerte de Antonio Cano, en el 2004, fue el desencadenante de esta obra que Rosa Cano estuvo escribiendo durante varios años hasta poco antes de morir, en noviembre del 2012. Sin embargo, este triste acontecimiento no impidió que su trabajo se haya hecho libro para llegar a un público deseoso de buenas lecturas, de aquellas que proporcionan momentos de placer y de auténtica emoción.

Conocimos a Rosa Cano en Alcázar de San Juan, en la Escuela de Escritores Alonso Quijano, donde acudió con el deseo de aprender la técnica necesaria para escribir esa novela que bullía en su cabeza. Nos asombró, desde el principio, la intuición literaria, el instinto narrativo y la sensibilidad de Rosa a la hora de montar escenas y plantear situaciones. Poco a poco, fue tejiendo, entre clases en la Escuela y noches en vela, esa historia que, junto con sus personajes, acabaría invadiéndola hasta formar parte de su vida.

Para nosotras fue un privilegio tutorizar esta novela y compartir con la autora el proceso de su escritura, que, con trazo firme, avanzaba día a día sorprendiéndonos con la complejidad de la trama, la construcción de los personajes y la pasión contenida en la historia, todo lo cual aumentaba el interés por la intriga y la fuerza narrativa que incitaba al lector a saber más. La comunicación y la complicidad que nos unieron durante ese tiempo de elaboración, de lecturas y comentarios, fueron muy enriquecedoras para nosotras, no sólo porque fuimos intimando con una persona sensible y cálida, sino también porque nos adentrábamos en aspectos de la historia que se nos revelaban en el texto mismo.

A Rosa Cano le sorprendió la muerte con la novela inacabada aunque con un corpus terminado, y nos comprometimos, en su memoria, a hacer lo que estuviera en nuestras manos para que la obra se publicara y así llegara a sus lectores.

Para ello fue necesario realizar una lectura completa del material con que contábamos y valorar el punto en que se había interrumpido la escritura. Ante todo, decidimos no añadir nada de nuestro puño y letra, respetando así el texto, tal como ella lo había escrito. Ajustamos algunas fechas, revisamos aspectos de la puntuación e insertamos páginas que habían quedado sueltas, pero que completaban ciertas partes de la historia, teniendo en cuenta lo que ella hubiera hecho en cada caso. Así fue como se estableció una forma de diálogo con la voz narradora que nos acercaba al pensamiento y al hacer creativo de la autora.

El Comandante es una novela de fondo histórico, en la que personajes reales actúan junto a personajes de ficción, sin duda inspirados algunos de ellos en imágenes y recuerdos de la autora. El drama histórico se entreteje con el drama de los personajes, creando profundos lazos, en una sucesión de encuentros, y sobre todo conflictos y desencuentros que, en muchos casos, alcanzan los límites de la tragedia.

Los hilos con que se va componiendo el tapiz narrativo se reúnen en torno a la figura del protagonista, Antonio Gómez, su infancia, sus padres, la amistad con Gerardo, su vocación de aviador y su comportamiento ante las situaciones más difíciles que se le presentaban, lo que finalmente le vale el título de Comandante. En este sentido, podemos decir también que es una novela de aprendizaje existencial, que abarca todos los aspectos de la vida y de la evolución del personaje hasta la vejez, cuando debe asumir la soledad en un tiempo de recuerdos.

Los personajes que intervienen en la historia están elaborados con maestría, empleando técnicas que muestran o sugieren los rasgos necesarios para entender sus conductas y reacciones y transmiten al lector la emoción estética y humana con que fueron concebidos: los padres, las dos Mercedes, Gerardo, los Arraza, el cabo Romero, el Sapo, los amigos y compañeros de lucha, Anna, personajes de ficción tan vivos como los personajes históricos, entre los que encontramos a Manuel Azaña; unos y otros palpitantes, tangibles y próximos.

Con trazos fundamentales y cotidianos, la narración nos muestra también un ambiente que refleja la vida en Madrid durante las primeras décadas del siglo XX y el devenir que desemboca en la guerra civil con todas sus consecuencias inmediatas y posteriores, desde la durísima posguerra hasta los años ochenta, cuando actúa la memoria tratando de valorar lo invalorable, el dolor, las pérdidas, la injusticia, pero también el amor, la amistad, la camaradería.

La trama aparece fragmentada, a modo de rompecabezas, donde una pieza da sentido a otra e ilumina una escena anterior con nuevos detalles e informaciones, para conducirnos a la siguiente y, por último, llegar a un todo unitario y luminoso, en cuya comprensión tiene un papel fundamental el lector, que deberá construir la totalidad y adentrarse en el mensaje profundo del texto. En otras palabras: la escritura busca un lector comprometido, no sólo con respecto a la narración de los hechos y a la creación de los personajes, sino también con el sentido profundo de la historia.

El aparente desorden cronológico se asienta sobre un fluir interior del tiempo, que da a la novela un ritmo narrativo singular, combinando momentos de intensidad lírica con otros de acción, deteniéndose en los espacios donde se mueven los personajes, adentrándose en el fluir del pensamiento, y empleando paralelismos y contrastes, cuyo resultado es una sucesión equilibrada de los acontecimientos y un acuerdo armonioso entre todos los aspectos del discurso narrativo.

A los desplazamientos temporales se suman los movimientos a través de distintos espacios, lo que contribuye a crear un dinamismo narrativo que va llevando al lector a transitar la geografía donde ocurren los hechos, y convierte cada ambiente, exterior o interior, en reflejo de la vida, los sentimientos y la evolución de los personajes y de la historia: el Madrid tranquilo y provinciano de los primeros años; la atmósfera desolada de hambre, miseria y miedo, que se instala durante la guerra y la posguerra en casas y calles; los lugares donde transcurre la formación de los pilotos, muy especialmente la base rusa de Kirovabad; el cuartel de Sevilla, donde se fraguan la guerra, los juicios, entramados con mentiras y traiciones que afectan el destino de personajes convertidos en víctimas; finalmente, el Madrid de los años ochenta, cuando el tiempo ha hecho su trabajo en el mundo y en los seres humanos que intentan ajustar algunas cuentas con el pasado y reconciliarse con lo que ha quedado intacto.

Hay otro ámbito que merece destacarse: La Mancha, sus pueblos, el paisaje, la gente. Este mundo forma parte de la vida de la autora y lo proyecta en las vivencias de algunos de los personajes, transmitiendo al lector ese sentimiento por las raíces y esa relación entrañable con el medio donde la autora ha respirado y donde ha vivido y se ha formado.

Como conclusión, diremos que en esta novela hay momentos de gran intensidad dramática y otros de hondura poética que envuelven la narración en una atmósfera simbólica. El cielo, la lluvia, las flores en el balcón, la oscuridad y el frío del invierno, blanco de nieve y de hambre, las calles, los caminos, las estaciones. Gran parte de la historia permanece latente en estos elementos, profundizando en los secretos de la narración y en el alma de los personajes, e invitando al lector a penetrar en niveles de lectura que enriquecen la visión del texto. En este sentido, el párrafo con que se cierra la narración condensa muchos estratos de significado como síntesis poética de la novela, dando al final una fuerza impresionante por su simbolismo y sencillez que conmueve y estremece y nos deja ese regusto de grandeza que tienen las mejores obras literarias.

Teresa Martin Taffarel Dolors Millat

Madrid, 1986

El pasillo le parece largo, infinitamente largo, y no lo atribuye al peso de la edad, pues, aunque dejó la juventud atrás hace bastante, aún se encuentra ágil como demuestran sus largos paseos vespertinos, que alcanzan varios kilómetros, y su trabajo incansable de las mañanas en la Asociación. Desde hace un par de años, con sus casi setenta, ha recuperado una energía inusitada, desconocida para él y nota, en el hervor de su sangre, una juventud recién venida, regalada en lo que aventuraba como el fin de una vida triste y agónica, plagada de desdichas.

Pero el pasillo le sigue pareciendo largo y piensa que, tal vez, lo que lo agota no es la distancia, ni su estado físico, sino el olor a hospital, esa mezcla de detergentes con desinfectantes, de paredes limpias y enfermedad camuflada, de espacio cerrado que se esconde tras los grandes ventanales que hacen de muro, a pesar de su transparencia. Y también le agota el miedo a atravesar la 312, una puerta que ya vislumbra entreabierta, y llena de silencios.

Se pregunta por qué le han avisado. Antes de estos dos últimos años, él hubiera sido el primero en acudir a la llamada de Gerardo, pues siempre ha figurado en su historial como persona más cercana. Recuerda que pusieron en la ficha, cuando Gerardo ingresó en la Residencia que él, Antonio, era su única familia. Pero de eso hace ya tiempo, aunque dos años en la vida de dos viejos es poco más que un suspiro que se consume en un abrir y cerrar de ojos, en un hacer recuento de que ya son otras navidades o en la observación distraída de lo que han crecido las obras de algún edificio. Pero para Antonio este tiempo ha adquirido otras proporciones y le parece que hace mucho, tanto que casi no recuerda la mañana en que a Gerardo y a él se les agrió el paseo, de las cosas que se dijeron, del dolor y los reproches que brotaron de sus bocas como animales fieros, despóticos, que dominaban la voluntad de una conversación que él hubiera querido de otra manera. La ira y el dolor guardados desde hacía tanto encontraron una rendija, un hueco para filtrarse y salieron de golpe, precipitándose en un ataque a muerte, hacia el corazón del otro. Nada pudo ya recomponerlos. Y a partir de ahí la distancia fue la única medicina que encontraron a mano para calmar la tristeza de perderse, y almacenaron en un hueco inaccesible las largas tardes de la infancia, las carreras por las calles de un Madrid que aún se estaba construyendo, los sueños de una juventud que les robaron definitivamente, las conversaciones, la soledad compartida y la vida que, durante todo aquel tiempo, se habían volcado de forma irreversible.

Ahora apoya su mano en el tirador de la puerta, la empuja con lentitud, casi con miedo, y encuentra la peor situación que hubiera podido imaginar. Dos médicos, uno a cada lado de la cama, observan a Gerardo con cara entristecida. Uno de ellos le sujeta la mano que se deja llevar completamente laxa y, tras tomarle el pulso, hace un gesto de negación con la cabeza, mientras el otro se dispone a escribir en hojas autocopiantes de varios colores. La enfermera, vuelta de espaldas, se gira al percibir la silenciosa entrada de Antonio. ¿Es usted de la familia? Le pregunta de inmediato. Y él se pregunta a su vez qué debería responder, mientras su cabeza se desplaza en un tímido movimiento afirmativo. La enfermera es guapa, y le recuerda a aquella Anna de hace tantos años, con su pelo largo, caído en los hombros, y esa mirada cómplice. Pero no encuentra en ella el azul de los ojos de Anna, ni su sonrisa, ni los surcos del tiempo y piensa que Anna es y será por siempre la más hermosa. Se avergüenza de sí mismo, mira hacia su amigo tendido en una cama que aún está caliente y siente una punzada desde dentro. Uno de los médicos oprime su brazo en un gesto de conmiseración para decirle que Gerardo ha muerto, y el otro se detiene ante él y le hace entrega de los distintos documentos: el de color rosa para el Ayuntamiento, el verde para la funeraria y la copia blanca es para usted. Apenas escucha, sólo mira a Gerardo que sonríe, tendido en la cama, y tiene la impresión de que se levantará en cualquier momento para burlarse de todos. Pero no, Gerardo nunca más volverá a reír, ni a llorar, ni a contar los minutos hasta la hora de la cena, ni a quejarse del tiempo, ni a leer el periódico, ni a pasear en las tardes de otoño. Tampoco podrá acompañarlo a dar de comer a los pájaros, ni observará con desconfianza cómo se transforman los sueños en un devenir que pondrá patas arriba una mentira guardada durante tantos años. No, ya no habrá tiempo para disculpas ni reconciliaciones. Y las excusas se quedarán escondidas en algún cajón de la memoria que acaba de dormirse. Y Antonio se siente por primera vez, desde hace mucho, completamente solo.

Los médicos y la enfermera comienzan a salir espaciadamente mientras le dan el pésame. Cierra la puerta de la habitación y se sienta en una silla al lado de su amigo. Le coge la mano, aún caliente, colocándola con cuidado sobre el pecho, después la otra y se fija en la ventana. Llueve con fuerza. El agua cae enfadada, golpeando todo lo que encuentra a su paso: las ventanas, los tejados y los corazones. Cuando llueve en una muerte es porque se va una persona justa, recuerda. Y no sabe si es cierto. Pero es mucho más que eso, porque el cielo, su querido cielo a veces tan azul y a veces tan negro, le está diciendo que este vacío sólo se puede llenar de lágrimas.

La noche quiere quedarse en vela y Antonio, sentado junto a Gerardo, ha prometido acompañarla. Entrelaza las manos y recorre los nudillos con las yemas. Primero los pulgares, después el índice, el dedo corazón. Para el anular tiene que separarlas, quedándose prendidas sólo en los dos primeros, igual para el meñique. Vuelta a empezar. Quiere seguir a la noche en su tristeza y hablarle de que siempre andamos solos, a veces más y a veces menos. De que la vida se compone de mentiras que hacemos ciertas. Y de verdades grandes. Y de que preferiría creer en algún Dios que decide por nosotros ¿A quién si no culpar de nuestras desgracias? ¿De nuestras pérdidas? ¿De la brutal ausencia de los que queremos? Pero la noche se calla y Antonio mira con desconsuelo la lamparilla de la luz de emergencia. Una luz amarillenta que llena la habitación de relieves oscuros, como si nada tuviera una forma concreta. Y la penumbra hace que el cuerpo de Gerardo parezca que respira. Le invade, entonces, el miedo a la catalepsia. El temor a que los médicos se hayan equivocado y que, tal vez, aún le aguarde una muerte mucho más horrible.

Antonio sabe mucho de la muerte, la ha visto de cerca demasiadas veces. La recuerda llegando de improviso, en cuerpos jóvenes que caen sin ninguna despedida, arrastrando consigo la última sonrisa, la última palabra dicha despreocupadamente, mientras ella ya acecha. También la ha visto llegar e instalarse poco a poco, apropiándose del cuerpo y del semblante, colocando su rostro en el gesto del otro, con un trabajo lento, como jugando a llegar y a alejarse. Por eso no la teme, la presintió en sí mismo hace ya muchos años, pero no quiso llevárselo, y a cambio le dejó una cara marcada. Un recuerdo indeleble, cotidiano en el espejo.

Ahora respira hondo. Sigue lloviendo, y la luz de emergencia parece más clara. El aire le cosquillea en la nariz y se hace consciente del movimiento de sus propias respiraciones, está tentado de contarlas en un deseo de apresar la vida, de atesorar cada instante de existencia. El tiempo ha ido muy aprisa demasiadas veces. Y se acomoda un poco más en la silla. Le gustaría hablar con Gerardo de cuando eran niños. Sus casas chocaban con un campo agreste y áspero, y ambos corrían entre escombros persiguiendo lagartijas o espiaban el cambio de guardia del cuartel de la Montaña. En verano, con sus pantalones cortos, regresaban llenos de arañazos por el roce de las hierbas secas, y en invierno respiraban ateridos observando el frío de niebla que exhalaban sus alientos. Los dedos se entumecían bajo los guantes pobres que enterraban y desenterraban pretendidos tesoros encontrados entre las ruinas de una ciudad destruida, aplastada bajo el celo de las máquinas apisonadoras que aniquilaban sin piedad las viviendas de gente pobre para construir los grandes edificios de la Gran Vía. Madrid quería convertirse en el espejo de la modernidad europea. Los dos han visto crecer la ciudad. Crecer y morir. Y volver a nacer de su propia muerte, entre cenizas y bombas.

Le cuesta reconocerse en aquel chaval de pelo negro y corto, crespo y rizado que corría incansable por calles y callejones afanándose en descubrir cualquier misterio oculto que esperase ser desvelado. Pero antes vino la mudanza desde el pueblo, cuando Luis y María, los padres de Antonio, cargaron sus pocos enseres en el carro de Damián y guiados hábilmente por sus mulas, Chavala y Vinatera, llegaron a un Madrid cálido, sediento de gentes nuevas, que crecía al paso de unos tiempos que impregnaban el aire de sueños. La ciudad hervía de familias venidas de todos lados. La llamada de los nuevos trabajos y la necesidad de progresar atraían a todos los que estaban dispuestos a entregar sus brazos y sus esfuerzos en busca de un futuro mejor para sus hijos. Era la primavera de 1920 y Antonio tenía entonces dos años. Luis, el padre de Antonio, había abandonado su sueño de ser maestro, una entelequia inalcanzable para un hombre nacido en un pueblo manchego con escasos recursos. Aprendió a leer de muy pequeño, gracias a la conmiseración de un fraile gordo y compasivo que vio en el chico una inteligencia avispada digna de servir a Dios. Por eso le permitieron estudiar gratis en el colegio del Santo Ángel, propiedad de la iglesia, al que sólo acudían los que podían permitírselo y algún que otro becado al que se le abonaba el futuro de una vida entregada al sacerdocio. A él no le llamaba la vocación, pero la proximidad de los libros y los papeles viejos que inundaban la gran biblioteca del monasterio le atraían como a una mosca la miel o las galletas que, con tanto primor, preparaba su madre. Podía pasarse horas aspirando aquel olor a palabras, a historias encerradas entre cubiertas gastadas que le mostraban un mundo al entrever cualquiera de sus páginas. Y decidió que su vocación era empaparse de aquel saber, absorberlo entero para después sacarlo en dosis que pudieran disfrutar otros como él. Pero llegó María, una niña morena de coletas largas, tímida y que miraba bajo, y él no pudo sustraerse a la idea de que, algún día, se encontrarían de nuevo para no separarse. Y así fue. Este acercamiento desanimó al cura gordo de mirada compasiva. Luis nunca sería fraile, sino un hombre casado y padre de familia lo que no merecía los esfuerzos de una Iglesia que no tenía interés en malgastar sus bienes en aquellos que no fueran a devolverlos con total dedicación, y Luis, ya hecho un mozalbete, regresó a su pueblo con las manos vacías y la cabeza llena. Se casó con María, de la que no se separaría en toda la vida y con la que tuvo un hijo, Antonio, que los llenó de alegría y en el que se vieron unidos para siempre.

Sin embargo, la vuelta al pueblo se hizo más dura de lo esperado. Luis era enclenque, acostumbrado a los pupitres y a los libros no había desarrollado la fuerza para trabajar el campo. María y el niño llenaban sus días, pero una tristeza le consumía, como si algo se muriera dentro de él. Añoraba aquel olor, aquellas horas de soledad entre páginas, y el duro trabajo de labriego le agotaba hasta tal punto que enfermó varias veces. Luis comenzó a soñar. Sabía que había gentes que se dedicaban a comprar y vender saberes. Recordaba a Marcelo, el encargado que viajaba a Madrid una vez al mes para surtir al convento de los volúmenes necesarios para completar la vieja biblioteca, enciclopedias, catecismos, libros de texto, de historia y de matemáticas, y de que una vez le había contado que en la ciudad había gente que leía por gusto. No estas cosas de los curas, le dijo, hay quien se aficiona a la poesía y las novelas caballerescas, esas que hablan de amores que casi siempre acaban mal ¡vaya una gracia! Es verdad que Marcelo no era una persona instruida, pero sabía leer y escribir, y tenía un don de gentes que lo habilitaban sobradamente para cubrir los encargos que los frailes le entregaban escritos en un papel. Él cobraba por el servicio, y suficiente. De esta forma, la familia vendió sus pertenencias y, con una dirección guardada en el bolsillo, partieron a la capital en busca de un trabajo que, en principio, sólo se reducía al reparto de libros por las casas de esos madrileños aficionados a la lectura. Así pasaron dos años. Durante este tiempo el padre de Antonio llegó a conocer sobradamente a sus clientes y a recomendarles lecturas afines a sus gustos que ellos agradecían con sinceridad satisfecha. Así se planteó abrir su propia librería. Un lugar que seguiría sirviendo libros de encargo, pero que además arriesgaría en textos menos conocidos, y que se dividiría en secciones donde cada uno pudiera buscar entre sus temas de interés. Él, además, seguiría recomendando a sus clientes con el mismo desvelo que al principio. Comenzó en un lugar modesto, apartado del centro y el negocio empezó a funcionar con cierta holgura. Su fama de hombre culto e informado atraía cada vez a más clientes que se desplazaban en tranvía para consultarle o hacerle pedidos de libros raros, difíciles de encontrar. Y así, tras mucho meditar, y dedicar las horas de cansancio nocturnas a hacer cuentas, comparar ventajas e inconvenientes y conversar largamente con su querida María decidieron dar el paso y aventurarse en un proyecto que no prometía más que sus propios sueños. Se mudaron nuevamente, esta vez a la calle del Río número 8, a espaldas de la plaza de España y alquilaron un local amplio con grandes ventanales, carísimo, en el último tramo de la Gran Vía en construcción. Luis trabajaba sin descanso y María se instaló como modista para ayudar al pago de sus muchos gastos. Para entonces, Antonio había cumplido ocho años, estudiaba en la escuela y pasaba las tardes con su padre en aquel pequeño mundo de papeles escritos que también comenzó a conquistarle.

La llegada de Gerardo a Madrid fue muy diferente. Su padre era un terrateniente conquense que emigró a la capital, deseoso de medrar en política al socaire de la dictadura de Primo de Rivera. Una persona de raras convicciones, pues el monarquismo exacerbado que predicaba en aquellos tiempos pasó a convertirse en un republicanismo de tinte moderado con el cambio de los vientos. Era el dueño del edificio en el que se instaló la librería, el casero que estrujaba todos los meses la incipiente economía de don Luis, como empezó a llamarse al padre de Antonio. La primera impresión que le produjo Gerardo fue una mezcla de burla y espanto. Apareció en un automóvil negro que parecía un gran cajón acabado en punta chata, que dio un bocinazo nada más parar en la puerta del edificio, a cuya llamada acudieron los miembros del servicio apresurándose a bajar las maletas y maletones que llenaban el interior del coche. Con el estruendo, a don Luis, que se encontraba en esos momentos rellenando una de sus estanterías, se le cayeron de un golpe todos los libros de la mano. Y ahí, como sacado de un dibujo de los cuadros del Museo del Prado apareció un chico vestido con traje verde aterciopelado y rematado con puntillas blancas, botones dorados, y toda una parafernalia que le daban un aspecto de muñeco ornamentado digno de una exposición. Antonio miró a su padre con gesto interrogante, éste se encogió de hombros con una leve sonrisa y le comunicó en voz baja: son los dueños. ¿Por qué va vestido así? preguntó Antonio. Para que se sepa que son ricos, pero ya verás como tendrá que cambiarse cuando se llene del polvo de la Gran Vía. Y dicho esto, continuó colocando como si nada, examinando con muchísimo cuidado el daño que pudieran haber sufrido los volúmenes desparramados por el suelo.

Al principio, Antonio y Gerardo se observaban como bichos de laboratorio. Uno desde dentro del cristal del escaparate, y el otro desde fuera. A don Luis aquella imagen le recordaba la lupa de un microscopio con cuatro ojos bien abiertos, dos a cada lado. Gerardo no tenía amigos y permanecía todo el día encerrado en casa hasta las seis y diez de la tarde, hora en que Antonio llegaba a la librería. A los pocos segundos el vecino ornamentado bajaba y comenzaba a dar pataditas a las piedras, o a jugar con las ramas de los árboles justo frente a la puerta, mientras curioseaba de reojo el movimiento de dentro. Antonio mostraba indiferencia ante aquel bicho que, en contra de las predicciones de su padre, no había renunciado ni un ápice a la profusión de abalorios que remataban cada uno de sus trajes. Una tarde don Luis comentó a su hijo de manera distraída ¿por qué no sales a jugar a la calle?, hoy parece que no tenemos mucho movimiento. La respuesta de Antonio fue una encogida de hombros que aseguraba ¿y con quién? Bueno, tal vez el vecino quiera conocerte. Y ante la pasividad de su hijo añadió: creo que viene de una ciudad donde las casas cuelgan en el aire ¿puedes preguntárselo? Los ojos de su hijo se abrieron como platos y salió en un suspiro para encontrase con el niño solitario.

Gerardo le contó que sí, que en Cuenca había unas casas hechas en el aire que se llaman “las casas colgadas” ¿Y cómo puede ser eso? Preguntaba Antonio ¿es que no tienen suelo? Bueno, suelo sí, pero están pegadas a una roca y no se apoyan en la tierra. Antonio estaba sorprendido sobre el lugar mágico del que provenía su vecino. Tal vez eso explicaría su extraño atuendo ¿Y allí, en Cuenca, todo el mundo se viste así? Bueno, todos no, sólo unos pocos. Igual que aquí en Madrid. Pero en Madrid él nunca había visto a ninguna persona con un atuendo parecido y estuvo tentado de decírselo a su vecino, aunque prefirió callar para no molestarlo. Y pensó que algún día podría viajar hasta Cuenca, que andaba la mar de lejos, para conocer el extraño sitio donde las gentes no pisan la tierra.

Antonio también se enteró de que Gerardo era dos años mayor que él y de que no tenía hermanos porque Dios no se los había enviado. Y preguntó cómo podía saber lo que quería o no quería Dios.

—Mi madre habla con él todos las noches, antes de dormirse —le respondió Gerardo.

—Y tú, ¿también hablas con él?

—No, la verdad es que lo intento, pero nunca me contesta. Pero no se lo digas a mi padre.

—¿Por qué?

—Porque él cree que sí lo hago.

También le contó que su padre iba a ir a visitar al rey muy pronto. Si quieres puedes venirte, le dijo Gerardo, y Antonio se imaginó en el Palacio Real haciendo una reverencia ante Su Majestad y rodeado de personas elegantes que lo miraban con alegría. Bueno, se lo preguntaré a mi padre le respondió, e inmediatamente echaron a correr tras una mariposa de alas enormes que acababa de pasar junto a ellos.

A partir de aquel día la cita de las seis y diez se convirtió en costumbre y Gerardo, como había vaticinado don Luis, se fue desprendiendo, poco a poco, de botones y bolillos para bajar vestido con trajes más sencillos aunque de un paño excelente, como observó una tarde María, la madre de Antonio. Y los dos, llevados de su gran curiosidad, se dedicaron a estudiar, con afán de investigadores, cualquier cosa que llamara su atención. A Gerardo le encantaba pasar los ratos en la librería y entre Antonio y él acosaban a don Luis preguntándole sobre asuntos diversos: ¿Por qué la tierra da vueltas? ¿Por qué la luna no choca con nosotros? ¿Cómo se forman los ríos? ¿Por qué está salada el agua del mar? Y el padre de Antonio, armado de una paciencia infinita, respondía a cada pregunta acompañando a la recomendación de una lectura que prestaba a los dos chicos. Así el tiempo se fue deslizando en un devenir de días y de estaciones que se iban llevando su infancia.

De esta forma llegó otra primavera, la de 1929 y los encuentros de Antonio y Gerardo se redujeron a las tardes de lunes a viernes, pues ambos estudiaban en colegios distintos. Gerardo en los marianistas, que estaba en la calle Serrano, donde sí que había chicos que vestían como él. Antonio en la Encarnación, casi al lado de su casa, tras la cuesta del Reloj donde, efectivamente, jamás se encontró a ningún niño ornamentado. Los fines de semana, Gerardo viajaba con sus padres a los sitios más diversos: la Granja de Segovia, el Escorial, Toledo, a donde se desplazaban con su nuevo coche y algún criado para celebrar reuniones y comidas en las grandes casas de sus amigos y compañeros de políticas. Madrid ya respiraba aires de cambio, con el descontento hacia Primo de Rivera. En su librería, don Luis acondicionó el cuarto trasero para celebrar tertulias, todos los miércoles, a las que empezaron a acudir personajes de cierta relevancia, escritores y políticos, que debatían fervientemente sobre presente y futuro. Don Luis, en un principio, quiso darle a estos encuentros tan sólo un aire literario, pero Madrid hervía de ideas nuevas y de deseos de cambios. Las gentes, ajenas casi siempre al devenir político, comenzaban a sentirse protagonistas y partícipes de sus destinos, con derecho a decidir la gestión de su futuro y con la decisión naciente de comprometerse. En el Parlamento, el Partido Socialista había conseguido dos diputados al igual que Unión Republicana y a la voz del opresor se unían a otras voces con otras exigencias. La dictadura se consumía a sí misma, incapaz de contener el descontento de un pueblo cansado de pasar hambre que se miraba en el acontecer de las democracias europeas. Las tertulias de la librería de don Luis se hicieron famosas en aquella ciudad con aires de barrio. A ellas acudía con relativa frecuencia don Ramón Gómez de la Serna que amenizaba el ambiente con su charla viva, ingeniosa y llena de paradojas. Aunque poco después él mismo estableció su propio lugar de tertulias, los lunes por la noche, en la Cueva del Gato. Antonio sólo recuerda de él una silueta regordeta y con sombrero que sonreía mucho. Estuvieron allí Ortega y Gasset, Bergamín y Sánchez Mejías que era un hombre muy culto y que escribió una obra de teatro que no tuvo mucho éxito. Las tertulias se fueron haciendo más políticas y llegaron a visitar la tienda algunos miembros del gobierno y aun el propio Azaña, pues en la librería estaba a la venta su revista Pluma y algunos de sus libros. Varios partidos políticos que comenzaban a nacer, fruto de la ilusión del cambio que se avecinaba, tentaron a don Luis para que ingresase en sus filas.

Eran tiempos difíciles, el terremoto de la crisis del 29 transmitió sus réplicas al resto del mundo. España era un país convulso, decepcionado, en trámite hacia un futuro que no sabía definirse. Dimitió Primo de Rivera y Berenguer heredó el puesto, pero no el mando. Su capacidad de arenga y su carisma no se aproximaban, ni de lejos, a las del depuesto dictador, y los madrileños, tan amigos de poner motes, denominaron su gobierno como la “dictablanda”. Las tertulias de don Luis, las de la calle Arenal, la Gran Vía bullían de gente y de palabras que entrechocaban unas con otras y se imponían con risas, con burlas o por la fuerza y las calles eran la muestra viva de corrillos y mentideros.

La ciudad no dormía en paz, pero tampoco en guerra.

*****

Mientras tanto, la vida de doña María, la madre de Antonio, transcurría en una apacible tranquilidad. Acostumbrada a las rudezas del campo, al agua del pozo y a las pesadas caminatas cargando leña para el fuego, agradecía todos los días la comodidad de su piso en la calle del Río, con su suelo de parqué, los grifos de agua corriente y el calor de la económica que ella encendía puntualmente a las cinco de la mañana para alejar los fríos del invierno. El taller de costura que inició a su llegada a Madrid había ido progresando y ahora contaba con un grupo de aprendizas. Sus mañanas estaban llenas con el trabajo de la casa, encargándose de levantar a su hijo para la escuela, preparar comidas, hacer la compra, limpiar la casa. Y las tardes se completaban con el alboroto de sus modistas, todas jóvenes y alegres que suspiraban por su primer novio y que no faltaban nunca a la procesión de San Antonio, con una vela encendida, para pedirle por ese amor que empezaba a bullir entre sus risas. María, a veces, se paraba en las tareas y miraba por la ventana, le gustaban las lluvias del otoño, las nieves del invierno, el canto de los pájaros en la primavera y las rayitas de luz que formaban las persianas cuando estaban bajas para frenar los rigores del verano. Cada día agradecía a Dios su nueva vida, la lejanía de un padre alcohólico que había llevado a su madre a morir de tristeza, y el olvido de su escasa herencia, que la libró de las iras de sus hermanos. Por las noches juntaba sus manos y miraba al cielo con la emoción de una felicidad que quería desbordarse, abonada por la dicha de tener un hijo sano y fuerte, respetuoso con sus padres, responsable de sus tareas y alegre, siempre alegre. Y por el gozo de acompañar a un marido bueno y cariñoso, tranquilo, que había sabido labrar un futuro para ellos y que cada día guardaba un rato, tras el cansancio del trabajo, para estar con ella en la cocina, hablando de todas las cosas que estaban en sus cabezas. Y así María también coronaba sus noches, en las conversaciones con Luis, cuando el resto del mundo se había quedado en silencio.

Cierto que nunca se olvidaba de agradecer a Dios que le hubiera concedido una vida tan llena de dichas, pero también le rogaba que no fuera a quitársela, pues en el fondo tenía una desazón nacida desde dentro que no podía arrancarse: el temor a que la vida la alejara de lo que más amaba, su marido y su hijo. Una vez le comentó a Luis esos miedos, él la cogió de la mano y la miró a los ojos. Tranquila, mujer, le dijo, somos buenas personas que no ofendemos a nadie. Es más ¿no haces siempre algún favor, si puedes? Nuestro bienestar nace de nuestro trabajo. A nadie agraviamos, y a Dios tampoco. Y María se quedó callada mirando las llamas que se vislumbraban a través de las rendijas de la estufa. Es verdad, pensó, a nadie herimos ¿qué podría ocurrir para dañarnos?

*****

El año 31 llegó cargado de acontecimientos. El primero ocurrió el cinco de enero. Madrid se había engalanado para la noche de Reyes, y en casa de Antonio unos paquetes envueltos esperaban sobre la mesa de la cocina. Había uno especialmente grande con forma de cucurucho en el que don Luis y doña María habían gastado una buena porción de sus ingresos. Antonio leyó su nombre en el papel que lo envolvía y lo abrió con la impaciencia escrita en sus ojos de trece años. Dentro había un gran tubo de metal, sólido y compacto, rematado con dos lentes y con un visor en la parte de atrás que, gracias a un sencillo mecanismo de giro, permitía observar tanto en horizontal como en vertical. ¡Un telescopio!, gritó Antonio, y dio tamaño salto, que sus padres se apresuraron a sujetarlo ante el temor de que el objeto, escaso y carísimo, se le escapara entre los dedos. Pero no fue así, al chico le sobraron fuerzas para agarrarlo, pegarlo al pecho, abrazar a sus padres y dar un par de vueltas en torno a la mesa imaginando que, por fin, el cielo se le iba a desvelar con todos sus misterios. Quería montarlo de inmediato sobre el trípode, que también le habían regalado, y salir al frío balcón dispuesto a no dormir en toda la noche. Sus padres consiguieron convencerlo de que lo más inmediato era la cena, después la cabalgata y, a la vuelta, dedicarle un rato al aparato, aunque no más de una hora pues las estrellas llevaban ahí arriba millones de años y no iban a elegir precisamente esa noche para escaparse. Puestas así las cosas, mientras María preparaba los platos acompañada de un Luis que no podía evitar reírse de las ocurrencias del chico, Antonio cogió el teléfono:

—Gerardo, Gerardo… ¡Que ya tengo los Reyes!

—¡Qué bien! ¿Y qué te han traído?

—¡No te lo vas a creer! ¡Un telescopio!

—¿Un telescopio? ¿Pero no les habías pedido un libro?

—Pues sí, ya ves… pero han sido más listos que yo.

—¡Qué bien!

—Y a ti ¿Te han traído muchas cosas?

—Bueno… sí… Ya han llegado mis tías desde Cuenca, pero bueno… lo de siempre. Aunque todavía me faltan los buenos, ya sabes que en mi casa los regalos se colocan por la noche… Mañana te contaré.

—Si puedes venir, hoy vamos a montarlo y a observar la luna.

—Es un poco difícil, tenemos cena familiar y mi padre ha invitado a unos amigos. Mañana hablamos…

—Pues hasta mañana.

La cena y la cabalgata transcurrieron lentas, más que de costumbre y, por fin, a las once de la noche don Luis se colocó sus gafas pequeñas y redondas, necesarias desde hacía poco, y con la ayuda de Antonio montaron el telescopio sobre el trípode, lo calibraron y lo dirigieron en ángulo de ciento treinta grados mirando al cielo. La luna, por desgracia, quedaba de espaldas a su pequeño balcón, así que no pudieron verla. Pero Antonio disfrutó durante algo más de una hora, localizando de forma aleatoria e impaciente, cada pequeño punto de luz que se ponía a su alcance. Tienes que aprender a mirar, le dijo su padre. Otro día buscaremos las constelaciones, y podrás hacerte un mapa del firmamento. ¡Un mapa del firmamento!, dijo Antonio, ¡como se hace con los ríos y las montañas! Sí, un mapa, respondió su padre, así no te perderás en el cielo. Y a Antonio le pareció lógica la propuesta ¿Cómo no perderse en aquel universo tan lleno de motas blancas y azuladas? Y es que el cielo de Madrid, en aquel tiempo, aún no había perdido las estrellas.

Gerardo no llamó al día siguiente, ni tampoco al otro, al fin apareció el miércoles, venía del centro, acompañado de su padre, y entró en la librería con cierta prisa.

—Antonio, Antonio ¿Sabes que a mí los Reyes me han traído también un telescopio?

—¡No puede ser!

—¡Pues, sí, fíjate, parece que nos han leído el pensamiento!

—¿Lo has calibrado ya?

—Bueeeno, no he tenido tiempo, pero he mirado… la luna.

—Si quieres mi padre puede ayudarte, él lo hace con un destornillador pequeño…

—¡No, no! Hoy no puedo, pero mañana podemos quedar aquí si quieres…

—De acuerdo.

Gerardo se fue corriendo y Antonio se preguntó a qué podrían deberse tantas desapariciones misteriosas en estos días.

La caja con las últimas novedades de Cossío estaba abierta esperándolo para que colocara los libros en la segunda estantería, pasillo izquierdo, con los libros temáticos. Esta tarea le llevó casi toda la tarde. A las nueve de la noche, hora de echar el cierre, Antonio y Luis casi se tropiezan con un mozo vestido con un guardapolvo azul y que buscaba un portal con la tarjeta en la mano.

—Perdonen ustedes ¿Vive aquí don Gerardo Núñez de Arenas?

—Arriba, segundo derecha —dijo don Luis.

El mozo llamó al timbre, llevaba medio escondido, envuelto en un papel, un paquete bastante grande con forma de cucurucho.

A partir de ahí, se impusieron la tarea de formar un mapa del cielo. Primero hay que buscar a simple vista, les informó don Luis, si seguís la dirección de mi dedo encontraréis un grupo de siete estrellas bastante brillantes, ¿veis? Forman una especie de cuadrado con una cola de tres estrellas. Ésa es la Osa Mayor, también la llaman el Carro o el Cazo, pues su forma los recuerda. ¿La tenéis? Los dos chicos miraban al cielo con insistencia, forzando sus cuellos y un poco enfadados, pues para mirar a simple vista no necesitaban sus magníficos telescopios. Aún así se esforzaron hasta que el cielo les mostró los dibujos que el padre de Antonio les señalaba y comprobaron, con cierta sorpresa, cómo el resto de puntos brillantes se hacían casi insignificantes a su vista. Ahora, si observáis las dos estrellas más brillantes de la Osa Mayor, las que forman el inicio del cuadrado, frente a la cola, y prolongáis una recta imaginaria, llegaréis a la estrella Polar que es la última de otro carro más pequeño, la Osa Menor. La estrella Polar es la más brillante y también muy importante, pues siempre nos marca el norte y es, además, el punto sobre el que gira la bóveda celeste. ¿Y si la seguimos llegaríamos al Polo?, preguntó Antonio, pues, desde que descubrió las rarezas de los conquenses, alimentaba un deseo oculto de realizar grandes viajes. Bueno, en realidad el Norte magnético y el Norte geográfico no coinciden exactamente, varían cada año y según la estación. Para calcular esa variación existe lo que se llama el delta geográfico, una operación matemática que consiste en… La cara de los chicos se había transfigurado, temiendo que lo que prometía ser una noche maravillosa cargada de descubrimientos pudiera convertirse en un trabajo sobre papel haciendo números enrevesados. Bueno, acortó don Luis, digamos que sí llegarías al Polo Norte, aunque según la época del año lo haríais más a la derecha o a la izquierda. Ahora que tenéis localizadas las constelaciones, creo que sería bueno observarlas con el aparato, veréis cómo las estrellas varían mucho en su color e intensidad. No olvidéis dibujarlas, así construiremos el mapa del cielo.

Más adelante, también localizaron Mizar y Alcor, dos estrellas claramente visibles de la Osa Mayor. Después, a Casiopea, una constelación con forma de M, aunque en verano parece una W. Luego, Regulus, y estaban esperando una noche con luna nueva para poder observar la vía láctea, cuando sucedió el segundo gran acontecimiento del año. Fue el 14 de abril y fruto de las elecciones municipales celebradas dos días antes. La República había ganado y ese día Alfonso XIII celebró su último consejo de ministros, a las cinco de la tarde. Romanones se ofreció para negociar un cambio pacífico y, esa misma tarde, el rey partía en tren hasta Cartagena, y luego hacia Marsella, en un viaje sin retorno. Pero Antonio y Gerardo vivían ajenos a esos acontecimientos.

Madrid, 1985

Cuando Antonio abre los ojos, la oscuridad y el silencio son absolutos, hasta que percibe el chirrido lejano de las ruedas del camión de basura, allá por plaza de España, y la luminiscencia suave de la farola de enfrente que alumbra los números del despertador. Son las cinco y cuarto y, aunque se gira con la intención de volver a dormirse, sabe que no será posible. Desde hace años, nunca es posible, desde que a Mercedes le dolió el pecho y la ambulancia se la llevó a toda prisa al hospital de La Paz, desde que le dijeron que casi no le quedaba tiempo y fue viéndola día tras día sentada en el sillón apenas sin hablar, sin quejarse, gastándose como un pájaro abandonado en el invierno de Madrid. Desde que tuvo que enterrarla con la aquiescencia del párroco, tras un sermón en el que el cura anduvo a vueltas con la necesidad de ser buenos cristianos y de que Dios ni perdona ni olvida y que debemos rogarle por el alma de los que en su error no han sabido ser devotos de la fe verdadera. Y él, en primera fila, rompiéndose por dentro, ahogándose en un silbido que le nacía del pecho y le subía hasta la garganta, una cueva oscura donde no entraba el aire. Y sin llorar, porque no quería que ese cura se regodease luego con su Dios a su costa. No, desde hace diez años no puede dormirse después de las cinco y cuarto, justo cuando Mercedes soltó su mano y se fue para siempre.

Se levanta despacio y se calza las pantuflas. Es abril y el sol no aparecerá hasta las seis y media, levanta la persiana que cada día chirría un poco más, permitiendo que el negro de la noche se entrometa en su dormitorio. Abajo se escuchan las pisadas del chico de las cinco y media, pasos de lunes a viernes que ascienden la Cuesta del Reloj y se dirigen al convento de la Encarnación y que asustarán a los gorriones, haciéndoles levantar el vuelo precipitadamente. Lo sabe porque los conoce bien, todos los días a las diez, más o menos, baja a la plaza y les desmiga los restos del pan de la noche anterior, se los va lanzando, mientras ellos los recogen con premura para llevárselos después con sus pequeños saltos. Y ellos también lo conocen. Cada mañana, según se va acercando a su banco, se arremolinan a su alrededor y danzan junto a él, y lo miran, y hasta le abren el pico en espera del desayuno. Pechiblanco siempre es el primero. Antonio lo llama así por el color de su buche que se infla y se desinfla a medida que las migas van cayendo al suelo. Debe de ser el jefe, pues siempre es el primero en comer y, mientras lo hace, ningún otro se le acerca. Madamfeliz bordea siempre al resto a la espera de las migas despistadas que caen fuera del grupo. Sí, los conoce bien, y ellos a él, aunque esto nunca se lo ha contado a nadie, ni siquiera a Gerardo. ¿Qué le respondería? Seguramente se echaría a reír como hace siempre. ¡Desde luego, Antonio, soy dos años mayor que tú, pero en manías de viejo me ganas de sobra! Es un secreto entre él y los pájaros, como el sonido de las pisadas de las cinco y media.

Se dirige a la cocina y carga la cafetera con café La Mexicana, le gusta que el olor inunde el piso. Al colocar el mantel observa una quemadura diminuta en uno de sus bordes, ha debido de hacerla con algún cigarrillo en un movimiento distraído y lamenta aquella herida imperdonable en el encaje de plástico. Le parece una ofensa a Mercedes, que lo compró y apenas llegó a verlo puesto. Tras regresar del hospital ya no podía hacer casi nada, y era Antonio quien preparaba la mesa y las comidas, después la ayudaba a sentarse y ella recorría con la yema del dedo el dibujo de las pámpanas verdosas que llenaban el hule, y las uvas moradas que daban un aspecto como primaveral a la cocina. Pero las uvas maduran en otoño y anuncian las heladas y las nieblas del invierno. Y así fue. Al poco tiempo se marchó Mercedes y el piso se llenó de un frío del que no ha sabido reponerse.

Vuelve a coger el cuaderno que dejó abierto sobre la encimera y repasa las cuentas.

Alquiler de piso: 25.500 pts

Alquiler de local: 50.000 pts

Comunidad: 850 pts

Comer, café y gastos de uso: 10.000 pts

Luz, teléfono, agua y gas: 1.500 pts

Otros gastos (desperfectos, menaje, cosas varias): 500 pts (aprox.)

Total: 88.350 pts

Pensión jubilación: 65.723 pts

Desde que se jubiló, hace tres meses, está perdiendo dinero. Si sigue así pronto se va a quedar sin ahorros, y su pensión no le da para pagar una residencia, porque más tarde o más temprano tendrá que marcharse a una, igual que Gerardo, pues es el único destino para un hombre solo.

Cuando cierra el cuaderno no puede evitar que se le escape una sonrisa, se imagina a Mercedes sentada en la silla y burlándose de él. Siempre lo apuntas todo, le decía, ¡como si por eso fueran a funcionar mejor las cosas! No, las cosas no mejoran por llevarlas escritas, pero le tranquiliza hacerlo. Es una vieja costumbre que adquirió a toda prisa hace ya mucho tiempo. Entonces era necesario. Pero de por qué la vida le ha hecho a uno ser como es, muchas veces es mejor no acordarse.