El copista de Carthago - Miguel Ángel Nievas Gómez - E-Book

El copista de Carthago E-Book

Miguel Ángel Nievas Gómez

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Beschreibung

Siendo apenas un niño, Craso es rescatado de la cárcel para trabajar en una villa. Allí conoce la literatura. Y el amor por los libros le lleva a recorrer el Mediterráneo: Corinto, Alejandría, Gades… En Carthago encuentra el amor y se hace cristiano. Sobrevive a la persecución del emperador Diocleciano y está presente en la lucha contra las primeras herejías. Decepcionado por la división y el enfrentamiento, se retira a la Tebaida. Lo que descubre allí da sentido a su vida.

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El copista de Carthago

Miguel Ángel Nievas

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2022 byMiguel Ángel Nievas

© 2022 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid.

www.rialp.com

Preimpresión y realización eBook: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6058-5

ISBN (edición digital): 978-84-321-6059-2

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A mi padre, de quien aprendí a disfrutar

la lectura y los viajes.

Índice

Portada

Portada interior

Créditos

Dedicatoria

I. La palabra escrita

II. La palabra hablada

III. El silencio

Nota del autor

Glosario

Autor

PRIMERA PARTE.

LA PALABRA ESCRITA

I

Me llamo Craso.Sé que mi edad no me da la autoridad del sabio, mi ciencia la del maestro o mis hazañas la del héroe. Si empiezo estas líneas, inseguro y desconfiado de mí mismo, no es más que para espantar los fantasmas que me persiguen cada noche. Y no es que viva atormentado por la culpa, no. Ya he dicho que no soy un héroe, pero tampoco he añadido más desgracia a este mundo de la que encontré cuando llegué. Y cuando lo deje, aunque pocos me lloren, tampoco habrá muchos que se alegren. Pero, aunque sé que es una tarea inútil, mi imaginación se empeña en fantasear cómo habría cambiado mi vida y la de otros si, en algunos momentos, hubiera dicho algo distinto de lo que dije. O mejor, si hubiese callado. Esta mañana, cuando el amanecer me ha sorprendido una vez más en este inútil masticar los recuerdos, me preguntaba si no habría sido el silencio la mejor alternativa.

Esta ha sido una de las pocas certezas que he podido atesorar con los años: el silencio abre el tiempo como un cuchillo. Abre un hueco en el que puedes contemplar la realidad, la de verdad. La que se esconde de las palabras derramadas y de las que provocan como respuesta, y de las que se quedan encerradas y sin decir. De ese mundo de ruido solo se puede escapar protegido por un manto de silencio. Por eso, aunque a lo largo de mi vida he llegado a hablar con suficiente soltura más de media docena de lenguas, hace años que rehúyo las tertulias amistosas en el ágora. Y las discusiones violentas me provocan una molestia casi dolorosa, de la que escapo en cuanto las presiento.

Pero mis primeros recuerdos no tienen nada que ver con el silencio. No te aburriré con mis aventuras infantiles de niño abandonado. Desde que tengo memoria me recuerdo merodeando por los mercados, a la busca de un descuido que me procurase un bocado para saciar mi hambre. De un rincón donde acomodarme, porque los tratantes tenían en nosotros un negocio fácil y seguro. Aún guardo en mi memoria el recuerdo de algún compañero de aventuras al que echaron el lazo casi delante de mis ojos. Acabaría con un collar en el cuello, como esclavo de algún comerciante o, peor aún, en la cantera o en la mina.

Pero no considero esa época como inicio de mi vida, porque la recorrí con prisa, deseando llegar a una edad que me evitase esa sensación de ser presa fácil. La infancia fue para mí hambre. Sobre todo, hambre. Y también amistades intensas y fugaces, traslados de pueblo en pueblo escondido en caravanas que me alejaban del peligro conocido para acercarme al desconocido. Ahora sé que aquellos años eran los últimos del siglo tercero después del nacimiento de Cristo. Y que vivía en Bitinia[1], cerca de La Propóntide [2], el mar que separaba el Mare Nostrum del Ponto Euxino. Pero entonces para mí no había otro mundo que aquellos pueblos y caminos donde me buscaba la vida. Roma era un lugar legendario; y el emperador, alguien emparentado con Júpiter o Marte, y tan real como ellos.

Si hay algo que no me ha dejado desde aquellos años, no es una imagen o un objeto. Es un olor, el olor a pescado. Un olor intenso que se adueñaba de mi cabeza en cuanto me acercaba al macellum [3], al mercado que siempre era el mismo, aunque cambiara de aldea.

La carne era privilegio de los señores, y en los puestos solo se veían los despojos que ninguna familia de cierto nivel ponía sobre su mesa. Y aun esos despojos no eran mercancía habitual. Pero el pescado era abundante. No con la variedad que más adelante descubriría en mis viajes por el imperio. Y menos aún con la sofisticación que disfruté cuando la fortuna me sonrió. Eran percas, lucios y lampreas que se pescaban con facilidad en los ríos junto a los que se encontraban las poblaciones. Estas dependían de los ríos como medio de transporte, ya que Bitinia entonces no era más que un arrabal del imperio. Roma quedaba muy lejos, y no había más calzada que la que llevaba desde Bizancio hasta Antioquía. El resto de los caminos no merecían ese nombre más que en verano, cuando las tormentas se espaciaban lo suficiente para que el barro no bloquease cualquier carromato que se aventurase por ellos. Recuerdo que se decía que costaba menos cruzar el Mare Nostrum hasta las Columnas de Hércules que ir a Roma por tierra firme. Algo habría de exageración, pero lo cierto es que las mercancías entraban y salían en barcazas, y solo recorrían las últimas leguas en carromatos arrastrados por bueyes.

Me gustaba apostar con chiquillos como yo quién se acercaba más a sus cuernos poderosos. Aún me parece ver sus cuellos gruesos como columnas, cubiertos de sudor y con las venas hinchadas mientras arrastraban su carga desde el puerto. En aquellos carros se amontonaban los cestos de mimbre llenos hasta arriba de peces aún boqueantes. Cestos que más tarde se disponían en primera fila bajo los sombrajos del mercado. Los pescaderos cogían los ejemplares más hermosos y los agitaban mientras gritaban su precio. Las escamas brillaban al sol y los convertían en joyas imposibles, rodeadas de mugre, ruido y confusión. Pero eso era al principio de la jornada. Conforme las horas pasaban, los peces eran eviscerados. Y sus entrañas se amontonaban a los pies de los tenderos, que manejaban el cuchillo con una destreza que debía más a la experiencia que al interés. Los gatos, y las ratas después, tenían ahí su gran festín. Pero llegaba un momento que hasta ellos se saciaban. Y era entonces cuando el sol fermentaba toda aquella inmundicia haciendo que se apoderara de todo el mercado un olor entre amargo y dulzón del que ya no podía escapar hasta la noche.

Por eso, incluso ahora, el olor a pescado me arrastra sin poder evitarlo a aquellos años en los que me moví ligero, evitando llamar la atención. Entonces no pensaba siquiera en un futuro más allá del día siguiente. Y pensar en el pasado era una ocupación para la que no tenía tiempo ni veía utilidad. Solo debía recordar los horarios de los centinelas, los comerciantes más descuidados, y fijarme en los mejores rincones donde pedir limosna. La memoria es un lujo de los privilegiados que llegamos a viejo. Pero un lujo que, como todos, acaba cobrándote un alto precio, ya que te persigue hasta que deseas el olvido como el mejor de los regalos. Pero es otro regalo el que quiero darme yo escribiendo estas líneas, atrapando entre ellas mi memoria como quien encierra entre barrotes al criminal que le persigue.

Mi vida empieza realmente cuando aquel guardia me atrapó. Habían sido unos días malos. Había revueltas en la región, y solo algunas barcazas habían traído mercancía. Yo no llegaba a los diez años, seguramente, así que solo me daban alguna moneda por descargar cuando había escasez de manos. Y esos días había más manos que mercancía. Además, al haber poco mercado, también menguaban mis opciones de encontrar sustento. Me puse de acuerdo con un amigo para “trabajar” juntos, pero en un momento determinado la cosa se complicó. Cuando tenía que pasarle con disimulo la mercancía que acababa de robar, no apareció. Eso lo estropeó todo. Sin la confusión del paso de la mercancía entre varios rateros como nosotros, ninguno tenía la suficiente velocidad para salir de ahí una vez descubierto. Había habido otras ocasiones como esa, claro está. Pero por fortuna o por habilidad nunca me había tocado a mí. De hecho, flotaba sobre mi cabeza una especie de aura de fortunatus, de buena suerte, que me protegía. Ese día fue el último. Un barullo de compradoras me echó mano en cuanto el tendero empezó a gritarme, y ni mis protestas ni mis lamentos me libraron del alguacil. Este, además, me tenía ganas después de tantas ocasiones en que había escapado de sus manos en el último momento. De hecho, aprovechó para darme una buena tanda de bastonazos antes de echarme al calabozo, magullado y furioso conmigo mismo.

¡Exceso de confianza! ¡Error de cálculo! ¡Demasiada prisa! ¡Mala elección de compañeros! Todos los errores reales e imaginarios pasaban por mi cabeza una y otra vez, atormentándome incluso antes de darme cuenta de dónde estaba. Cuando lo hice, descubrí por qué no querían volver ahí los que habían salido para contarlo. No es que yo tuviese un hogar cálido y limpio. Dormía en almacenes o en cementerios. Pero la mugre y la miseria que había en aquel lugar lo hacía casi insoportable.

Cuando se acostumbró mi mirada, me encontré en un espacio que nadie había baldeado con agua en semanas. Con bultos que apenas se movían y un rincón con excrementos donde se movían las ratas a falta de otro alimento. Los pocos presos que aún podían valerse peleaban con fiereza cuando el carcelero repartía la ración diaria de pan seco y agua. El resto del tiempo, volvían a recogerse sin dar señal de vida a no ser que llegara o se fuera alguien. Realmente, no sé los días que pasé allí. Seguramente pocos, porque me habría vuelto loco, tras pasar de la libertad absoluta al completo encierro en aquellas condiciones. No habiendo quien me reclamara, no tenía ninguna esperanza de salir, hasta que apareció Atanasio.

Yo no lo sabía. Pero, en aquella época, en Bitinia se permitía a los ciudadanos abastecerse de esclavos entre los reos. Se pagaba una pequeña cantidad a la ciudad, que además se libraba así de la obligación de mantenerlos, por poco gasto que eso supusiera. Y esa fue mi fortuna, visto ahora con estos años de perspectiva. Como el mismo Atanasio me dijo más tarde, él buscaba un hombre fuerte. Pero todo lo que había en aquel momento eran pobres desgraciados más cerca de la muerte que de la vida. Y el único hombre fuerte disponible acababa de matar a dos compañeros de trabajo con sus propias manos, con lo que era reo de muerte. Atanasio necesitaba ayuda con urgencia. Así que, en vez de dedicar más tiempo a buscar en otras poblaciones, se conformó con lo que vio delante de él. Yo era apenas un adolescente. Pero el calabozo no había hecho estragos en mí todavía, y aún conservaba el aspecto saludable de quien pasa todo el día al aire libre.

—¿Cómo te llamas?

—Craso —le dije.

—¿Cuántos años tienes?

—Quince —mentí.

—¿Has trabajado alguna vez?

—Sí, descargando en el puerto —lo que no era ni mentira ni toda la verdad.

—Si te llevo conmigo será como esclavo, pero si no trabajas bien te devolveré aquí enseguida —me dijo con firmeza.

—No se arrepentirá, señor.

Yo en aquel momento no pensaba en trabajar ni mucho ni poco, solo en escapar de aquel agujero cuanto antes.

—Pues vámonos de aquí ahora mismo —zanjó mientras se giraba hacia la salida.

II

Antes de salir a la calle me pusieron en el cuello un aro metálico con una tira de cuero donde figuraba mi nombre y el de mi nuevo dueño. Podría decir ahora que desde ese momento pensé en escapar. Que, acostumbrado como estaba a la libertad más absoluta, no me imaginaba pertenecer a nadie. Y menos aún trabajar cada día para él. Pero lo cierto es que todo eso para mí no hubiese sido más que falso orgullo. Hasta entonces, la vida para mí había sido sobrevivir un día tras otro. Y aunque no voy a negar que tuve ocasión de disfrutar, e incluso alguna temporada de relativa fortuna, a esa corta edad ya estaba cansado de no tener una ciudad que considerara mía, ni un trozo de tierra que fuera mi hogar.

El carromato al que subimos nos alejó de aquel pueblo en los arrabales de Nicomedia para llevarnos al sur, un poco más allá de Nicea. No era tan grande como Nicomedia, pero yo nunca había visto una ciudad desde esa distancia. No llegamos a entrar en ella, pero solo con ver a lo lejos los edificios más altos me disparó la imaginación. Estaba rodeada por una enorme muralla con más de cien torres y un doble foso. Parecía inexpugnable. No paramos allí, sino que seguimos un buen rato hasta llegar a una agrupación de edificios de una sola altura, rodeados de una gran extensión de huerta y campos de cultivo. Cuando llegamos a la domus [4], Atanasio me llevó al barracón donde dormiría, y enseguida me di cuenta de que no iba a huir. No era más que una antigua cuadra con un jergón de paja, pero saber que no tendría que pelear por ella casi me hizo llorar de alegría.

Lucio era un hombre casi anciano, bastante mayor que Atanasio, y al principio me miró con desconfianza. Pero la vida en la calle me había enseñado a juzgar a las personas por sus rasgos, y en los suyos adiviné un carácter equilibrado y práctico. Fue él quien me dijo que yo era el único esclavo en la casa.

—Me llamo Lucio, y soy el capataz del taller. Tanto en la casa como en el taller somos hombres libres, pero si eres trabajador no notarás la diferencia en el trato. Si Atanasio, que es el hombre de confianza del señor, te ha recogido de ahí, es porque no encuentra a nadie que quiera trabajar en el taller. Es una tarea pesada, y ahora los hombres encuentran mejores empleos en Nicomedia, así que en este rincón de Bitinia escasean las manos.

—¿Sabes leer? —me sorprendió que me lo preguntara.

—No —le contesté sin ninguna vergüenza. ¡Era un ratero recién rescatado de la mazmorra!

—Mejor así. Lo que necesitamos son brazos, no más literati [5].

No quise empeorar más mi imagen mostrando mi ignorancia, pero en aquel momento no tenía ni la menor idea de lo que eran los literati.

Antes que nada, Atanasio me llevó hasta un arroyo que discurría junto a la domus para que me pudiera lavar a fondo y me quitara de encima el hedor de la cárcel. No era el gran río Sakarya donde yo me zambullía a menudo con mis amigos, y dudé algo antes de desnudarme para entrar en él. Atanasio me malinterpretó:

—¿Me vas a decir que no quieres bañarte?

Zambullirme de nuevo en el agua fue un auténtico regalo. Es increíble cómo echamos de menos los placeres más cotidianos cuando no los tenemos a mano. El río había sido desde siempre el mejor patio de recreo para mí. Allí jugaba con mis amigos, y también me refrescaba después de ayudar en la descarga de mercancías. Era todo lo contrario a lo que había en la mazmorra, y quizás por eso era la imagen con la que más había fantaseado en las interminables horas de mi encierro.

Junto a la villa propiamente dicha se encontraba un taller y un almacén, además de las cuadras. Ya aseado, Atanasio me llevó directamente al taller, y me dejó en manos de Lucio. Este me mostró cómo se afanaban unos operarios en distintas tareas, que me fue explicando con calma:

—Esto que ves es la mejor factoría de Bitinia. En el almacén que ves ahí se guardan cargamentos enteros de tallos de papiro. Aquí los convertimos en rollos dispuestos para escribir en ellos y que duren para siempre. Ahí, en el scriptorium, los scriptores copian los textos más reclamados por los nobles de todo el Asia Menor.

—Pero yo no sé escribir —le recordé.

—Ni falta que hace —contestó enseguida, algo brusco—. Tú ayudarás en el almacén a manejar los fardos, y también ayudarás a elaborar hojas.

—¿A elaborarlas? Creía que solo se hacían en Egipto.

—Y crees bien. Se hacen en Egipto y se exportan desde Alejandría. Allí es donde residíamos hasta que llegó aquella reina loca desde Palmira y todo se vino abajo. La guerra fue terrible y tuvimos suerte de llegar hasta aquí. Cualquiera se habría dado por satisfecho con salvar la vida. Pero Anás no es cualquiera, ya te darás cuenta. Volvió a montar la factoría desde la nada. Los egipcios siguen prohibiendo el comercio de papiro sin elaborar. Y el que exportan ya elaborado nunca es el de mayor calidad, el único con el que siempre hemos trabajado en esta casa. Por eso hemos tenido que contratar contrabandistas que nos aprovisionan de tallos de papiro bien camuflados en cargamentos de forraje. Así evitan la vigilancia de los inspectores, pero resulta mucho más caro. Elaborar aquí mismo las láminas las encarece aún más, pero no interrumpe nuestra actividad. Y la calidad es la de siempre. El señor tiene un prestigio que no quiere perjudicar por nada del mundo.

En aquellos días, la reina Zenobia de Palmira ya era solo un recuerdo. Pero hacía solo unos años que había pasado de ser aliada de Roma a su peor enemiga. Se había nombrado a sí misma reina de Egipto, derrotó una legión tras otra y hasta capturó al emperador Valeriano. Antes de ser derrotada por Aureliano, había llegado hasta Ancyra, a solo unas jornadas de Nicomedia. Y esa tormenta bélica se había cobrado tantas vidas que la mano de obra escaseaba.

Esa falta de brazos fue la que llevó a Atanasio a rescatarme de mi cautiverio. Me di cuenta cuando la mañana siguiente empecé a trabajar en el almacén. No había trabajadores jóvenes. El más joven entre ellos ya superaba los treinta años. Y no había adolescentes como yo, así que enseguida fui “el chico del almacén”.

—¡Chico, trae ese fardo!

—¡Chico, nos tienes muertos de sed!

—¡Chico, se me está acabando el atramentum[6]!

Todo era nuevo para mí. Pero, más que todo, el hecho mismo de seguir órdenes, de hacer lo que me decían en vez de lo que yo decidía hacer, como hasta entonces. Los primeros días notaba que me miraban con desconfianza, ya que enseguida supieron de donde venía. Pero la diferencia de edad, y mi buena disposición, rompieron enseguida esa barrera y fui admitido en ese círculo de relativa camaradería. De hecho, fue hablando con ellos como fui puliendo mi lenguaje. Yo hablaba el frigio de la calle, mezclado con expresiones y términos griegos. Los trabajadores del almacén no dejaban de ser siervos, y los copistas del taller eran casi todos libertos[7]. Pero, de alguna manera, algo de la cultura que pasaba por sus manos les impregnaba. Y a mí, acostumbrado al lenguaje de muelles y mercados, me parecía que hablaban como señores.

Con todo, lo mejor, con diferencia, era la cuestión de las comidas. El prandium[8], a mediodía, incluía queso y frutos secos con pan de avena. Y cuando al atardecer recogíamos el almacén y el taller, los trabajadores que vivíamos junto a la villa nos sentábamos en círculo para compartir la cena, que solía consistir en una sopa de verduras, y en ocasiones pescado capturado esa misma mañana.

Las comidas también me gustaban porque eran la ocasión de descubrir el mundo en el que vivía, y que hasta entonces se había limitado al recorrido entre los muelles y el mercado. En aquellas sencillas veladas es donde empecé a oír historias de la reina guerrera que había amenazado a la mismísima Roma, de los godos que habían venido desde el oeste hasta establecerse en las montañas de Ancyra, y también de los emperadores que se sucedían uno tras otro, proclamados por sus soldados... y asesinados si no sabían mantener vivo su entusiasmo. También me hicieron saber que no todos los amos eran como Anás. No en todas las villas se cenaba caliente cada noche, y tampoco era raro que la disciplina se mantuviese viva a fuerza de bastonazos. Por eso casi todos los trabajadores llevaban años con el señor y conocían bien su trabajo.

En el almacén recibíamos los envíos de papiro egipcio de contrabando, que antes habían desembarcado en enormes fardos marcados con el sello que indicaba su origen. Repartíamos esos fardos en paquetes más manejables, y organizándolos de manera que se utilizaran en el orden de su llegada para que no envejecieran más de lo imprescindible. Y, para que no se estropearan, también manteníamos el grado de humedad adecuado. Siempre según el criterio de Lucio, que cerraba los ojos con deleite cada vez que ponía una lámina de papiro bajo su nariz, adivinando su origen, su calidad y hasta las semanas que tenía. Él, y nadie más, era quien hacía una primera criba por calidades para seleccionar “lo mejor de lo mejor”, como le gustaba decir. Esos papiros eran para los volúmenes más exquisitos, los que irían enrollados alrededor de una varilla de marfil y dentro de estuches de madera decorada. Me aseguraban que Lucio no dudaba en devolver los fardos que le hacían arrugar su nariz, bien por un leve olor a moho o por una sequedad excesiva. Los rollos que salían de la factoría de Anás tenían que durar décadas en perfecto estado.

—Trabajar con papiro defectuoso no es más que adelantar la ruina —decía mirándonos fijamente como si todos fuésemos sospechosos de ese terrible crimen.

Pero en aquella época, Lucio no podía hacer gran cosa en ese sentido, muy a su pesar. La reina Palmira había vaciado de mercaderes las calzadas que atravesaban el Asia Menor. Cada cargamento de papiro se recibía como un regalo, y más adelante como un milagro. Así que los papiros de peor calidad o peor conservados se dedicaban a las obras más populares, para el público menos exigente. En Bitinia, sobre todo en Nicomedia, había demanda de todo lo editado, en unos años en los que la lectura se había popularizado. Cualquier mercader mínimamente reconocido socialmente debía tener una biblioteca con varias decenas de volúmenes. Las bibliotecas se exhibían al mismo nivel que las esculturas clásicas. Y había obras que se ponían de moda, haciéndose casi imprescindibles si querías celebrar una fiesta de la que se hablase bien.

Homero, Virgilio y los filósofos atenienses eran imprescindibles. Pero también se transcribían las comedias de Plauto, los comentarios de Epicteto, muy popular en esa época, y escritores más actuales como Plotino, Porfirio, Hierocles o Diógenes Laercio. Nicomedia no podía rivalizar con Alejandría en número de bibliotecas. Decían que esta albergaba más que entre Roma y Atenas. Pero en ese rincón del imperio se encontraba una “romanidad” más auténtica que a orillas del Mare Nostrum, la charca a la que, según Sócrates, se asomaba todo el mundo clásico.

Con el paso del tiempo, las entradas de mercancía se fueron espaciando. Lucio se movía intranquilo por el almacén, con el ceño fruncido. Y Anás, que pasaba mucho más tiempo en los talleres, venía ahora con nosotros al puerto para hablar con los capitanes de los barcos y preguntarles por la situación en Egipto. Zenobia ya era solo un recuerdo, pero el comercio no se recuperaba. Yo sabía cuál era mi sitio, y guardaba la distancia con Anás, incluso en esos cortos desplazamientos al muelle. Pero les veía discutir sobre las consecuencias de esa escasez y las alternativas que se planteaban. No imaginaba que una de esas conversaciones me traería a Paulo.

III

Había pasado casi un año desde que Atanasio me sacó de la cárcel. Yo me había acomodado a mi nueva situación. Y tanto mis compañeros del almacén como los copistas del taller me trataban como a uno más. Pero yo echaba en falta alguien de mi edad, alguien con quien compartir risas y miedos. Por eso, cuando apareció Paulo por la puerta del almacén, ni siquiera vi a su padre, tal fue la sorpresa para mí.

—Craso, estos son Sekani y su hijo Paulo. A partir de ahora van a trabajar con nosotros y tú les ayudarás. Enséñale todo esto mientras nosotros vamos con el kyrios.

Paulo y yo nos miramos con desconfianza, pero seguramente los dos estábamos igual de ilusionados. Recordándolo ahora me inspira ternura, dos adolescentes intentando impresionarse mutuamente. Pero eso es lo que hicimos ese primer día. Yo le enseñé mi pequeño mundo como si fuera mi propiedad, y le presenté a los trabajadores con más orgullo que si les hubiese formado yo. Paulo se esforzaba en no dejarse impresionar, y apenas decía una palabra. Pero éramos dos críos en un mundo de adultos, y creí con todas mis fuerzas que ya no volvería a estar solo.

Venían de Alejandría, huyendo de la miseria y la violencia. Sekani trabajaba en una factoría de papiro, elaborando plágulas, las láminas que recibíamos en grandes fardos en el muelle. Anás les había contratado para hacerlo aquí, a partir de tallos de papiro que cultivaríamos nosotros mismos. Yo no lo sabía, pero Anás había desarrollado en secreto una plantación de juncos de papiro en la finca que rodeaba su villa. Y, aunque con mucho esfuerzo, ya había recogido la primera cosecha cuando llegaron Sekani y Paulo.

La escasez de papiro coincidía con un interés súbito y generalizado por la lectura. Hasta allí llegaba la fiebre de las bibliotecas públicas. Augusto fue quien abrió la primera del imperio en Roma, a imitación de las que ya había en Oriente, en Alejandría, Antioquía o Pérgamo. Esas bibliotecas se abastecían de los grandes librarius [9] de Roma o Atenas. Pero la apertura de esas salas públicas fomentaba el interés de los ciudadanos acomodados por disponer en su propio hogar de las obras más demandadas, para leerlos o hacerlos leer en su propia casa. Anás se había hecho un hueco en ese mundo, y se alababan sus volúmenes, los rollos de papiro ya editados, por la calidad de su acabado, pero sobre todo por su fidelidad a los originales. Era relativamente fácil contratar un scriptor [10] esclavo o liberto, casi siempre griego, y copiar a los clásicos. Pero no era tan fácil encontrar buenos correctores que entendiesen el texto y detectaran los errores. Estos eran más habituales de lo deseable, en textos en los que las letras se sucedían sin interrupción a lo largo de los veinte pies que solía medir un volumen con un diálogo de Séneca o una obra de Plauto. Esas erratas a veces hacían incomprensible el texto, y en ocasiones podía resultar incluso cómico cuando cambiaban el sentido por completo.

—¿Os vais a quedar mucho tiempo? —pregunté a Paulo después de recorrer los almacenes y las cuadras.

—Creo que sí —me contestó—. Mi padre ha vendido nuestra casa en Alejandría, y no hemos dejado nada allí.

Justo en ese momento venían de la casa Atanasio y Sekani.

—¡Craso, ven aquí! —me llamó Atanasio.

—A partir de ahora trabajarás con Sekani, haciendo láminas. Le obedecerás como si fuera yo mismo quien te habla. Si haces falta en el almacén te llamaremos, pero ahora tu trabajo será el que te ordene Sekani. ¿Está claro?

—Sí, señor.

Atanasio me trataba como a uno más de la casa, pero yo me cuidaba mucho de permitirme familiaridades con él. Había visto cómo alguno de los libertos se tomaba demasiadas confianzas, y Atanasio se lo había dejado claro. Yo no quería pasar por lo mismo. Me gustaba mi nueva vida, y me gustaba ganármela. Cada noche me echaba cansado en el dormitorio colectivo, pero me sentía parte de la casa de Anás. Y el hecho de ser el más joven tenía sus inconvenientes, pero también me atraía simpatías.

Sekani era un hombre de maneras amables, aunque muy parco en palabras, y con un aire triste del que tardé en conocer la causa. Pero cuando era tiempo de trabajar, abandonaba cualquier languidez y se transformaba en un artesano de gestos ágiles y precisos. Se notaba cómo disfrutaba de su trabajo. Y los ojos le brillaban de una manera especial que desaparecía nada más recoger las herramientas y abandonar el taller.

Esa época fue una de las más bonitas de mi vida. Como ya he dicho, yo estaba satisfecho con mi vida de chico de almacén. No me imaginaba otro trabajo más allá de aquellas estanterías. Y disfrutaba de cada viaje en carro a los muelles, que me permitía descubrir esa Nicea que hasta entonces solo había conocido por la descripción de otros. Era mucho mayor que cualquiera de las poblaciones donde yo había vivido hasta entonces, a excepción de Nicomedia. Y aunque no necesitábamos recorrer el centro para llegar a los muelles, yo veía más allá de los tejados edificios grandes con columnas en sus fachadas, y las calzadas se llenaban del ruido de los artesanos que trabajaban junto a ellas.

El hecho de pasar del almacén al taller lo viví como un salto adelante. Seguía siendo un esclavo en un rincón del imperio, pero a mí me pareció que una nueva vida se abría ante mí. ¡Y compartida con un compañero de mi edad!

—Craso, fíjate con atención en lo que voy a hacer ahora —me dijo Sekani aquella primera mañana.

—El tallo de papiro esconde un tesoro que hay que sacar con cuidado para no estropearlo. Ahora todos los tallos te parecen iguales, pero en realidad son todos distintos. Así que no tienes que repetir los movimientos de tus manos, sino adaptarte a cada tallo para que él te entregue su tesoro.

En sus palabras había devoción. Era como un sacerdote desplegando los rituales del templo. Un templo en el que desembalábamos los fardos, desechábamos los tallos dañados y los cortábamos a la medida adecuada para trabajarlos sobre una larga mesa.

—Descorteza el tallo así, con un movimiento suave y continuo, de arriba a abajo —y mientras tanto, la cuchilla separaba la cutícula exterior en una sola pieza, descubriendo el interior del tallo.

—No tienes que dañar la médula. Tu mano tiene que acompañar la cuchilla de arriba a abajo, deslizándola con suavidad, acariciando el tallo —y parecía que efectivamente acariciaba el tallo.

—Así, otra vez... y una más —eran tres los lados del papiro.

—¿Ves? La sección del papiro es triangular, como una pirámide. Por eso los papiros pueden hacer inmortales a las palabras que albergan.

En esas ocasiones, Paulo miraba a su padre casi con adoración, sonriendo con la boca abierta y sin perderse ni una palabra, aunque las habría oído mil veces. Lo cierto es que, lo que parecía fácil en las manos de Sekani, dejaba de serlo cuando era yo quien tenía que sujetar el tallo con una mano y descortezar con la otra. Cortar los tallos a la medida que decidía Sekani era fácil. Pero, cuando quería descortezar, se movía el tallo o me temblaba el pulso. Y acababa dando tajos irregulares que desperdiciaban un papiro tras otro. Visto desde la distancia de los años, aquello era seguramente lo previsto. Ni a mí ni a Paulo nos darían al principio los mejores papiros para adiestrarnos. Pero se me hizo eterno. Estaba desesperado por demostrar que podía ser un buen artesano, y mi ansiedad no hacía más que retrasar ese momento.

Paulo se había criado entre papiros, pero apenas le habían dejado trabajar hasta entonces. Y, aunque quería dárselas de experto conmigo, no era mucho más hábil que yo. Nos tocó compartir reproches de su padre que, aunque era muy paciente, se desesperaba al ver tallos acuchillados sin piedad e incluso nuestros dedos corriendo peligro.

—Hacedlo en horizontal, apoyando el tallo en la mesa —nos aconsejaba Sekani. No es lo mejor. Pero se os van a cansar los brazos, y así al menos no os tiembla el pulso. Ya os iréis acostumbrando.

Cuando habíamos descortezado un fardo de papiros, pasábamos a trabajar la médula.

—La médula es el papiro desnudo, húmedo y suave. Tratadlo con cariño.

Y decía bien. La corteza era flexible, pero dura y resistente. De hecho, en Egipto se usaba para fabricar sandalias como las que aquí hacíamos con cáñamo. Pero la médula era de una blancura absoluta, y brillante. En aquella época no estaba yo para teologías, pero años más tarde me venía esa imagen cuando discutíamos sobre qué era el alma, y su relación con el cuerpo. Recordaba la médula blanca y pura, empapada de agua y azúcar, escondida dentro de la corteza y al mismo tiempo alimentándola, dándole un sentido y sobreviviéndole.

Al principio solo Sekani trabajaba la médula, y nos dejaba intentarlo casi como un premio, cuando habíamos descortezado con más destreza de la habitual. Y es que aquí no había espacio para la torpeza o la improvisación. Había que sacar dos o tres láminas de cada médula, y cualquier vacilación acababa con un corte interrumpido. Sekani torcía el gesto, intentaba arreglarlo, pero dejaba clara su decepción.

Las láminas ya separadas eran muy frágiles, y había que extraer de ellas toda el agua que fuera posible. Y eso lo hacíamos con unos mazos de madera con los que golpeábamos rítmicamente las láminas sobre la mesa.

—No hay que machacarlas, hay que darles cachetes, uno detrás de otro, hasta que las sequemos.

“Toc, toc, toc, toc...” cientos, miles de golpes que acabábamos por no oír casi, como un rezo repetitivo que liberaba nuestra mente y la hacía volar muy lejos de aquellas paredes. Recuerdo la primera vez que, después de martillear sin pausa esas láminas, Sekani las revisó cuidadosamente... ¡y las metió en un cuenco con agua! Por increíble que pareciera, ese era el procedimiento. Después de extraer a mazazos toda el agua que encerraba la médula de papiro había que dejar en remojo esas mismas láminas durante una semana, cambiando el agua cada día para que el color del papiro final fuese lo más claro posible.

La primera vez que vi a Sekani hacerlo, casi con ceremonia, no podía creerlo.

—Las pondremos en este barreño lleno de agua bien limpia, y las tendremos en remojo durante siete días. Pero cada día tendréis que cambiar el agua.

Y una vez que las sacábamos del barreño es cuando llegaba la parte más delicada del proceso. Sekani las superponía sobre un paño de algodón, intercalando tiras horizontales y verticales hasta componer una lámina completa. Una vez terminada la lámina, se colocaba bajo una gran piedra que la aplastaba durante dos semanas. Y al cumplirse ese tiempo... ¡Milagro! Debajo de la piedra aparecía un papiro flexible, que podíamos doblar y enrollar, aunque aún lo dejábamos secar a la sombra para que no se deteriorara y mantuviera esa blancura como de ropa recién tendida.

Sekani disfrutaba de ese final del proceso como de ningún otro. Yo le veía tomar en sus manos las láminas y olerlas. Las doblaba hasta que algo le hacía sonreír y hacernos una señal para que las retirásemos. Ya estaban “maduras”, como decía él.

—¿Veis, chicos? Después de este largo camino, las láminas ya están dispuestas para dejarme trabajar con ellas.

Y eso lo decía mientras las tomaba entre sus dedos con mimo, una a una. Era el único momento del proceso en que sonreía como quien abre un regalo. No es que fuera un hombre huraño, pero su trabajo era para él una religión. Y acometía cada paso del proceso como un rito que exigía toda su atención. El adiestrarnos era un esfuerzo enorme para alguien tan exigente consigo mismo, pero no puedo recordar más de una o dos ocasiones en las que llevara su enojo más allá de un gruñido o un reproche en voz alta.

IV

Paulo y yo congeniamos enseguida. Apenas había chicos en la villa, los dos éramos recién llegados y pasábamos todo el día juntos, aprendiendo a la vez las mismas cosas, gastándonos bromas y gesticulando como bobos en cuanto no nos controlaba nadie. También competíamos por ser el mejor, o el más rápido. Pero era una competencia sin malicia. Era nuestra forma de jugar en un mundo que no estaba pensado para chicos de nuestra edad. Yo sabía que había algo que nos hacía muy distintos, y es que él tenía padre y yo no. No puedo decir que me sintiera marginado, pero Sekani sabía encontrar momentos para estar con Paulo. A mí también me pasaba la mano por la cabeza, revolviéndome el pelo cuando había hecho algo bien. Pero en ocasiones lo veía abrazar a Paulo de una forma que me llenaba de melancolía. De alguna forma me daba cuenta de que yo no tendría nunca eso. Y sentía una extraña vergüenza, como aquella vez que nos descubrieron mirando por las ventanas de la casa de Anás. Ni siquiera envidié a Paulo por ello. Yo nunca había tenido padres y no los echaba en falta. Pero compartiendo todo con Paulo, esa era una parte de su mundo que nunca invadí ni él me ofreció. Y eso lo hacía misterioso. Tampoco me habló nunca de su madre, si la había conocido o qué había sido de ella. Cuando nuestra conversación se acercaba a ese territorio, uno de los dos encontraba la forma de evitarlo y volver a lo de siempre: las anécdotas en el taller, las escasas escapadas a la playa con Sekani, los comentarios de Anás en su última visita...

Lo cierto es que Anás estaba muy pendiente de nuestro trabajo, y lo supervisaba personalmente desde el primer día. Hasta entonces se había limitado a comprar volúmenes, editar copias y venderlas. Adentrarse en la elaboración del soporte de papiro era una incursión en la artesanía, un territorio que le era desconocido. La decisión no había sido fácil. Y una vez tomada estuvo a punto de abandonarla porque no encontraba alguien de confianza para llevarla adelante. Hicieron falta muchos viajes, y algún paso en falso, hasta encontrar a Sekani.

Entre los artesanos del papiro había algo parecido a un código ético que veía a los extranjeros como bárbaros de los que había que vivir vendiéndoles el papiro. Pero enseñarles a elaborarlo era considerado una traición. Sekani fue muy reacio incluso a entrevistarse con Anás. Y, aún después de que este le convenciera, se echó atrás hasta en dos ocasiones. Pero la inseguridad que se vivía en todo el delta del Nilo acabó por decidirle a abandonar Egipto y proteger así a su único hijo.

—¿Qué tal se os da, chicos? —Ese primer día en que nos preguntó directamente a nosotros estuve a punto de no contestarle, tan extraño se me hizo que nos hablara a nosotros. Con Sekani lo hacía cada día, pero ¿con nosotros?

—¿Os ha comido la lengua el gato? —intervino Sekani.

—Bien, bien, kyrios —contesté sin saber hasta dónde debía llegar con mi respuesta.

—¿Te gusta más esto o el trabajo en el almacén?

—Este trabajo me gusta más, kyrios. Es más difícil pero también es más divertido.

—¡Divertido! ¿te parece divertido trabajar con el papiro? —se sorprendió Anás.

Ahí pensé que me había excedido en mi respuesta.

—Es más difícil, kyrios. Pero hace que pase pronto la mañana, porque hay que estar muy atento en hacerlo bien.

Esa respuesta pareció gustarle, y se fue con una sonrisa en la cara, camino del scriptorium[11].

Conforme pasaban las semanas, se hicieron habituales esas pequeñas conversaciones. Y me pareció, quizás me agradaba creerlo así, que se interesaba en lo que yo le contaba. Ahora me doy cuenta de que me hacía hablar para ver hasta dónde llegaba mi curiosidad. Esta no era tan evidente como mi ignorancia, pero lo cierto es que me fascinaba todo el proceso que se desarrollaba entre aquellas cuatro paredes.

Nunca había trabajado en el campo. Siendo aún niño, en alguna ocasión me había encontrado con cuadrillas de segadores que volvían del trabajo. Venían sucios y fatigados, encima de los montones de grano que arrastraban los carros. Pero la satisfacción de sus rostros superaba rotundamente ese cansancio. No eran más que mano de obra barata, esclavos casi siempre. Pero en ese momento parecían los orgullosos propietarios de esa cosecha, porque ellos se la habían arrancado a la tierra. No voy a comparar nuestro trabajo artesano en el taller con las duras jornadas bajo el sol. Pero así me sentía yo cuando llevábamos los fardos de papiro ya terminado al scriptorium. Cuando los entregábamos, lo hacíamos con un punto de solemnidad. Habían pasado de ser simples juncos a un material de primera calidad; y eso había ocurrido entre aquellas cuatro paredes, sin apenas herramientas, prácticamente con nuestras manos. Ahora resulta casi conmovedor ese orgullo, pero recuerdo esa sensación de hacer casi magia cuando veía los fardos de papiro entrando por una puerta del almacén y las pilas de papiro ya elaborado en el otro extremo.

—¿Sabéis? —decía Anás—. Estamos haciendo el primer papiro bitinio de la historia —y al decirlo sonreía con una mezcla de orgullo y picardía.

Yo apenas me daba cuenta, pero ya se había hecho habitual su presencia en el taller. Y, es más, le gustaba conversar con nosotros. Sekani se daba cuenta de que disfrutaba, y tenía el buen juicio y la paciencia necesarios para no reclamarnos en esos momentos. Aunque, en cuanto Anás desaparecía, nos azuzaba con las tareas que habían quedado atrasadas.

—No creáis que no me fijo. Que le dais conversación para descansar más rato, sinvergüenzas. Aquí os espera el trabajo, no creáis que iréis a comer sin acabarlo antes.

Pero también le agradaba que su hijo fuera apreciado por el señor de la casa. Más adelante nos confesaría que en los primeros tiempos no estaba muy seguro de que el proyecto tuviese éxito. Y que fueron esas charlas de Anás con nosotros las que llevaron la tranquilidad a su corazón. Aquello era más que una alternativa al suministro de papiro. Era un proyecto personal de Anás, un hombre inquieto y emprendedor que disfrutaba con esta iniciativa que tuvo en secreto durante bastante tiempo. De hecho, nadie supo de ella hasta que pudo exhibir su papiro como un valor añadido de los volúmenes que vendía a su clientela más exquisita.

También se dio cuenta de que yo no me limitaba a llevar al scriptorium los papiros en blanco para aprovisionarlo, sino que me quedaba fascinado mirando el trabajo de los copistas. El trazo del cálamo[12] sobre el papiro me parecía casi mágico. Les veía cargarlo de tinta y acto seguido dibujar curvas casi en el aire, pero que dejaban huella en el papiro virgen: signos y dibujos cuyo significado me era completamente desconocido. Y quizás por eso mismo lanzaba tan lejos mi imaginación.

Escribían casi siempre en griego, pero podrían haber escrito en cualquier dialecto local y para mí habría sido igual de evocador. Esas líneas encerraban historias de guerras entre ejércitos, de proezas de los héroes mitológicos, de engaños de unos dioses a otros. Y el que las leyera en ese papiro se haría más sabio con ellas, más feliz.

—¿Sabes leer griego? —me pregunto un día Anás.

—No kyrios. Solo un poco.

Y decía “un poco” por puro orgullo de no reconocer mi total ignorancia. Sekani había enseñado a Paulo a leer textos sencillos, y él presumía alguna vez conmigo cuando me veía encandilado delante de un volumen aún por enrollar, o descartado por un error que lo hacía irrecuperable. Alguno de estos lo guardé para mí, escondido bajo el camastro. Me gustaba mirarlo de noche, antes de dormir. Era como un tesoro. Lo miraba y remiraba, fantaseando con el mensaje que encerraba antes de que alguien lo descifrase. Me parecía pura magia que alguien pudiese descubrir un mensaje en ese reguero de hormigas sobre el papiro. Era entonces cuando Paulo me decía señalando una palabra con estudiada indiferencia:

—Eso es “caballo”, “esclavo”, “mujer”.

No se prodigaba con muchas explicaciones, pero yo me repetía la nueva palabra, en voz baja, hasta que la hacía mía. Y en ese momento me sentía menos niño y más hombre, menos esclavo y más señor. Por eso, cuando Anás me preguntó por mi conocimiento del griego, mi “poco” estaba integrado por apenas una docena de palabras en el griego que se utilizaba en el imperio.

—¿Y te gustaría aprender? —me preguntó.

—¡Pues claro que sí, kyrios! Cuando sea mayor quiero ser copista —le dije con el desparpajo que tanto le agradaba.

En aquel momento, él no dijo más, y tampoco yo lo esperaba. Yo era un esclavo feliz con su destino, con un trabajo envidiable para muchos, en una casa donde comía cada día y dormía a cubierto. Pero aquel día Anás habló con Sekani para preguntarle por mí, y decirle que nos dejara ratos libres para aprender a leer. Así, Anás cambió mi vida por segunda vez. Yo podría haber trabajado en el taller el resto de mis días, y habría sido feliz. Pero aprender a leer fue como volar por encima del querido taller, traspasar los límites de aquella enorme propiedad, y dejar atrás Nicea, y Bitinia…y ser finalmente quien soy ahora mismo.

V

Sekani supo hacer de las clases de lectura un estímulo para que trabajásemos mejor, condicionándolas a la obtención de papiros perfectos, sin grumos ni huecos, uniformes en color y flexibles, suaves al tacto.

—No quiero que hagáis muchos volúmenes, quiero que los hagáis bien. Sekani no ha abandonado la tierra de los dioses para hacer un papiro que le avergüence.

Oíamos esa letanía una jornada tras otra. Y cuando Sekani no nos veía, Paulo le imitaba con gestos exagerados, frunciendo el ceño y levantando los hombros. Yo tenía que contener la risa para no descubrirnos, pues Sekani era benévolo con nosotros, pero no admitía bromas con el trabajo. Fue su insistencia la que hizo que calase en mí el respeto por el trabajo bien hecho, el no ahorrar tiempo para darle a cada tarea la categoría de artesanía, por humilde que fuera.

—¿Qué filósofo querría ver sus palabras en este montón de fibra? —decía, blandiendo antes nosotros un papiro que, a decir verdad, no nos parecía muy distinto del resto. Pero él lo separaba con un gesto rápido del resto de papiros del fardo, como si les evitase así el contagio de su imperfección. Tampoco tiraba el ejemplar, porque seguía siendo útil como papel para anotaciones después de rasparlo con una especie de peines de marfil. Por eso le llamaban charta dentata.

Al principio solo se trabajó a pequeña escala, hasta que Anás comprobó que su plan era viable. Disfrutaba de una imagen de seriedad que se habría visto comprometida si fracasaba en un proyecto en el que asumía bastante riesgo. Si salía bien, elogiarían su iniciativa. En caso contrario, siempre habría alguien para criticar su ambición y murmurar sobre su declive.

Esos rumores habían empezado años antes, cuando su hijo murió en una de tantas batallas disputadas en las llanuras de Asia Menor por godos, sirios y romanos. El hijo de Anás, Siro, fue reclutado para una de ellas y cayó muerto casi en la primera acometida del enemigo. Era hijo único, y la madre había fallecido en el parto. Anás envejeció años en solo unos días. Llegaron a temer por su vida. Pero, aunque al principio pareció que nunca saldría adelante, el trabajo le sirvió para aferrarse a la vida. Sin el ánimo de antes, pero con la misma pasión por su profesión.

Los libreros le visitaban antes que a nadie. Y cuando buscaba un texto en especial, casi siempre por encargo de alguno de sus clientes, no reparaba en viajes ni gastos hasta que lo encontraba. Si era preciso, en la misma Roma. En Alejandría le había sido fácil encontrar textos originales de los que obtener copias fieles. La magnífica biblioteca del Serapeo contaba con originales de todos los autores conocidos, y Anás tenía acceso a ella. Pero al salir de Alejandría no quiso renunciar a su tradicional fidelidad al texto original. Tenía una biblioteca al alcance de muy pocos particulares en la provincia. Y cuando se enfrentaba a un nuevo encargo lo tomaba como un desafío. Recopilaba varios textos, detectaba las diferencias e investigaba cuál de las variantes era la más ajustada al estilo del autor. Solo después de un examen minucioso elegía el ejemplar que consideraba digno de ser copiado.

—Tenemos una gran responsabilidad —nos decía Anás—. Si copiamos una obra falseada en unos de nuestros rollos, estamos asesinando a su autor. Lo enterramos en un magnífico ataúd, pero hemos acabado con él.

También organizaba lecturas públicas tanto en Nicea como en Nicomedia. Invitaba a su clientela habitual y les presentaba obras nuevas y autores poco conocidos. En ocasiones eran los propios escritores quienes leían en alto sus poemas o narraciones. A veces leían a varias voces el inicio de un drama. Y, si lo hacían bien, la obra podía convertirse en un éxito de ventas, porque nadie quería perderse la continuación de la historia apenas presentada. Era entonces cuando los escribas de Anás no daban abasto frente a la demanda generada entre aquella sociedad vanidosa, que gustaba de exhibir sus bibliotecas y celebrar la incorporación del último éxito en Roma. También era entonces cuando Anás se felicitaba por haber encontrado una alternativa a la escasez de papiro. Llegó un momento en el que no fue suficiente con nuestras manos y hubo que contratar más trabajadores y adiestrarles en esas tareas.

Cuando el trabajo en el scriptorium era frenético, nadie tenía tiempo para nosotros. Pero, cuando amainaba la marea, el mismo Catón, un anciano calígrafo demasiado viejo para escribir pero que supervisaba a los scriptores, nos dedicaba unos minutos para enseñarnos a leer y a escribir.

—Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles —empezábamos cada sesión.

—¡Mal, muy mal! —se desesperaba Catón.

—No vale con que leáis la palabra, tiene que sonar bien. Esto es el poema inmortal, es el divino Homero, no mercancía que voceáis en el mercado.

Y leía el inicio de la Ilíada con una cadencia solemne, muy lejos de nuestro balbuceo inseguro y a trompicones. Aquellas primeras lecciones acababan después de muchos pescozones. Y, en ocasiones, se hacía con un rabo de toro y nos marcaba la piel a vergazos, ya que andaba escaso de paciencia. Así fue como conocí a Aquiles, Agamenón, Héctor, Príamo y Paris. Cómo un guerrero poderoso podía ser vencido por su orgullo y llevar a la muerte a su amigo más querido. Cómo la astucia podía vencer al valor. Y cómo una mujer podía ser la ruina de un reino. Veinticinco volúmenes, quince mil versos en los que saltábamos a otro mundo como por arte de magia. Allí dejábamos el cálamo y nos veíamos con armadura, peleando envueltos en polvo bajo las murallas de Troya.

Poníamos de interés lo que nos faltaba de pericia. Y tampoco faltaba un punto de rivalidad, que nos hacía esforzarnos por ser el primero en construir bien una frase o leer una expresión que nos valiese la aprobación de Catón. Recuerdo esas miradas de triunfo en la cara de Paulo cuando Catón le decía “Muy bien, Paulo. Se nota que estás atendiendo”. Y creo que también quería ganarse la amistad de Sekani, o con eso quería justificarme yo. Pero lo cierto es que esa sonrisa de Paulo me estaba diciendo: “Uno a mi favor”. Así que ya podía espabilarme para conseguir la siguiente felicitación de Catón, o Paulo me mortificaría hasta la hora de acostarnos.

VI

Solo habían pasado dos años, y parecía que siempre había vivido allí. No solo había olvidado mi deambular de aldea en aldea, conociendo y despidiéndome de vagabundos como yo, sino que ni siquiera echaba de menos esa libertad. La había cambiado por la comida diaria, el jergón seco cada noche y algo parecido a una familia con Paulo y Sekani.

Si en el taller veíamos ocasionalmente a Anás, era en el scriptorium donde podíamos encontrarle siempre que no estaba de viaje. Decía que le gustaba el olor de la tinta, y lo mismo revisaba la caligrafía de una obra acabada como a los ilustradores que adornaban los volúmenes más sofisticados. Había dos auténticos artistas que igual dibujaban fieras fantásticas que escenas eróticas con cuerpos entrelazados hasta lo imposible.

Y es que en el scriptorium alternaban todos los géneros y casi todos los autores. Desde versos eróticos hasta textos legales. Desde los venerados escritos de Heráclito hasta el último gnóstico que encandilaba a los ignorantes en busca de consuelo en el más allá. Pero en aquellos años y en aquel rincón del imperio, lo que más gustaban eran las historias. Y, en eso, Homero era el campeón. La Ilíada y La Odisea eran las obras más copiadas. También La Guerra de las Galias, de Julio César, era un clásico. Y algún texto de Cicerón y de Virgilio era obligatorio en cualquier biblioteca digna de exhibirse. Pero en muchas de aquellas casas solo se leían las sátiras de Juvenal, las comedias de Plauto, los epigramas de Marcial…Y, más escondidos, volúmenes de Ovidio manoseados con versos e ilustraciones que podrían sonrojar a la meretriz más experta del lupanar.

Había pasado poco más de un año desde que Anás me había preguntado si quería aprender a leer, y yo ya disfrutaba con las ocurrencias de Plauto riéndose de los poderosos en sus comedias. Para nada se me podía considerar como un esclavo amargado o rencoroso. Pero Plauto le daba la vuelta a la realidad cotidiana, y los ricos eran engañados por los pobres, los listos por los ignorantes. Y lo hacía con una irreverencia que llevaba a la carcajada antes o después. Digo esto porque cuando Anás me preguntó una tarde:

—¿Ya sabes leer bien?

Yo respondí sin dudarlo:

—¡Sí, kyrios!

Pero cuando me preguntó: —¿Y qué autor te gusta más? —ya no me atreví a seguir siendo sincero. Ya no era un niño, y no tenía claro que a Anás le agradase haberme enseñado a leer para que me riese de los ricos. Así que valoré rápidamente las alternativas para dar una respuesta digna. Y en ese momento no se me ocurrió otra mejor:

—Séneca, kyrios.

Ahora mismo veo, como si fuera ayer, la cara de Anás. Las cejas levantadas, mirando con sorpresa a un joven imberbe recogido de una celda y que dedicaba sus días a trabajar el papiro.

—¿Séneca?, ¿de verdad?, ¿qué libros te gustan?, ¿los diálogos, las consolaciones, alguna tragedia?

Yo apenas conocía su nombre, pero ya no podía echarme atrás, así que salí del paso como pude:

—No conozco el título de las obras, kyrios. Solo leo papiros sueltos cuando se eliminan por errores del scriptor.

—Eso tiene arreglo, Craso —y que me llamara por mi nombre me halagó. Aparte de Paulo y Sekani, todos, en el taller y en el scriptorium, me decían “chico” o “niño”. No me costaba imaginarme así para siempre.

—Acompáñame —me dijo.

Y, sin más explicaciones, echó a andar hacia su villa. Yo nunca había cruzado aquellas puertas. A pesar de llevar algo más de dos años junto a ese edificio, para mí era otro mundo al que solo Atanasio accedía libremente. Por eso me sorprendió tanto desde el primer momento en que crucé el umbral: el suelo cubierto de mosaico de colores, el frescor inesperado que guardaban sus paredes, la elegancia sobria del atrio, el rumor del agua en el patio… todo era nuevo para mí.

Le seguí en silencio hasta su biblioteca. Y al entrar no me sorprendió el enorme número de ejemplares que se veían en las paredes, ya que en el scriptorium se amontonaban cientos de rollos en un estado u otro de elaboración. Lo que me sorprendió fue el silencio. No solo como ausencia de ruido, que para mí era ya una experiencia extraña, sino por una sensación de estar pisando suelo sagrado. En aquel tiempo, mi concepto de lo sagrado se limitaba a los templos, a los que no entraba por miedo a ser detenido, y a los augures.

En las calles que eran mi hogar no había Insula sin un local sombrío donde un arúspice de gesto solemne se rodeaba de animales disecados y objetos extraños. Allí recibía a jóvenes que querían saber cómo les iba a ir en la guerra, comerciantes que dudaban frente a un negocio, y señores y damas que dudaban de la fidelidad de sus amantes. Adivinar el futuro y descubrir lo desconocido era algo que convocaba a gentes de toda condición, ricos y pobres, hombres y mujeres, cultos e ignorantes. El arúspice observaba con detenimiento el animal que se disponía a sacrificar (una paloma casi siempre, aunque podía haber gallinas, patos, e incluso corderos si era un caso importante) Todo era tenido en cuenta: la actitud del animal, cómo vertía la sangre, su color y, sobre todo, sus vísceras. Todos eran minuciosamente examinados en busca de cualquier mancha que, según el lugar, color y tamaño, daban la información detallada que el cliente pagaba por averiguar. Y todo se hacía en medio de un silencio escrupuloso.

No siempre había sacrificio de animales. Y para los menos pudientes había alternativas más económicas: nigromantes que interpretaban los sueños, la llama de las velas o incluso el vuelo de las aves, a imitación de los auténticos augures. Pero nada como un pequeño altar lleno de sangre para dar la solemnidad adecuada y hacer convincentes las afirmaciones del arúspice de turno. Todos ellos vivían de la fama que les daban sus aciertos. Y eran considerados como los intérpretes de la caprichosa voluntad de los dioses, que en definitiva decidían nuestro destino en la guerra, el comercio o el amor. Había especialistas que unían y deshacían parejas; otros que se hacían ricos cuando se declaraba una guerra y anunciaban el triunfo. Y otros, en fin, que consolaban a los desgraciados asegurándoles que la fortuna les esperaba detrás de la esquina.

Eso era la religión, para mí. Por eso me llamó la atención el pequeño altar junto al que pasé cuando entré en la villa, camino de la biblioteca. Había unas lámparas encendidas delante de unas figuritas de barro cocido, como muñequitos, que me parecieron fuera de lugar en la mansión de mi señor. Aún tardaría en conocer los lares de Anás y el respeto que les tenía. Pero ni siquiera ahí, aun con suave aroma a incienso, se sentía la solemnidad que inundaba la biblioteca de Anás. En esta no había ni una ventana. Y es que la luz envejecía los papiros, así que Anás leía a la luz de las lámparas de aceite, que prefería a las velas. Pasar de la luz del patio a la cálida penumbra de la biblioteca ya te anunciaba que cruzabas una frontera invisible, que entrabas en un territorio que pocos podían pisar.

Incluso el semblante de Anás, ya de ordinario amable, se iluminó mientras su mirada recorría los anaqueles repletos de rollos que nombraba sin necesidad de leer las etiquetas que los identificaban. El mobiliario era sencillo. Una cátedra tras una mesa grande donde Anás podía desenrollar cómodamente los volúmenes y escribir, desde cartas comerciales hasta comentarios a las obras que leía. Había también una exquisita colección de cálamos de todas las clases, bien distintos de los que se veían en el scriptorium. A primera vista se notaba que no estaban hechos solo para escribir. Y pensé que serían regalos de proveedores o amigos.

Cuando mi vista se acostumbró a la penumbra pude distinguir la estantería al fondo de la biblioteca. Allí los volúmenes estaban protegidos por estuches de madera, que en algunos casos también exhibían un diseño nada corriente. Había inscripciones tanto en koiné [13], que es lo que yo había aprendido, como en latín o en hierática. También los había visto en el scriptorium, porque Anás tenía clientes desde la misma Roma hasta Partia, pero eran una parte muy pequeña de la producción.

—¿Sabes leer latín o hierática? —me preguntó Anás al ver que miraba con atención esos títulos.

—No, kyrios. Es solo que son unas letras muy hermosas.

—Cuando aprendas bien a leer y escribir en koiné te costará poco aprender a hacerlo en latín. Eso te abriría las puertas del imperio.

—¿Y qué haría yo en el imperio, kyrios? Soy un pobre esclavo en Bitinia —le respondí.

La respuesta no agradó a Anás, pero apartó de mí su mirada con el pretexto de reordenar los volúmenes.

Hoy entiendo lo que no le gustó, pero en aquel momento yo no tenía más ambición que seguir allí, y acaso alcanzar la manumisión algún día. En la villa había esclavos que habían sido liberados del estado de esclavitud por Anás. Aunque era más una cuestión de honor, ya que todos seguían trabajando para él. Solo alguno de estos nuevos “hombres libres” había salido de la casa y había montado una tienda o un pequeño taller. Pero Anás no daba la libertas a los esclavos que trabajábamos en el taller de papiro para evitar que nos llevásemos los secretos de su elaboración. Y es que los volúmenes de Anás se hicieron con un considerable prestigio. El papiro era flexible y muy resistente, de modo que incluso permitía ser escrito en ambas caras y empalmar varias láminas hasta lograr rollos muy extensos. Eso era muy adecuado para las grandes obras, que de otro modo eran incómodas de leer. Además, en nuestro scriptorium combinábamos tintas de distintos colores, no solo negro y rojo, que elaborábamos nosotros mismos. Las fórmulas solo las conocía un químico que gozaba de la total confianza de Anás, y que trabajaba para él desde que era casi un niño. El secreto con el que se guardaba esa fórmula era uno de los atributos que daban prestigio a nuestros volúmenes.

Pero no solo era eso. En el rollo se empalmaban con cuidado entre veinte y treinta láminas. La primera página, por la que se empezaba a desplegar el rollo, y a la que llamaban protocolo, era casi siempre espectacular. No se escatimaba en colores y caligrafía. Anás sabía que de esa primera impresión dependía casi todo. Tenía que enamorar al comprador y hacerle desear el volumen completo, aunque solo fuera para disfrutar esa ilustración. También había variedad en el corazón de los rollos, la varilla central donde se enrollaba el papiro. Solía ser de madera, pero también las había de hueso, marfil e incluso algunas metálicas. Y si es cierto que también se copiaban rollos sencillos, al alcance de cualquier ciudadano, Anás disfrutaba trabajando para los lectores sibaritas; sabían lo que querían y podían pagarlo.

VII