El corazón de un héroe - Barbara Wallace - E-Book
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El corazón de un héroe E-Book

Barbara Wallace

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Beschreibung

Ambos aprenderían a confiar de nuevo Ayudar a otras personas era algo que a Zoe Hamilton le gustaba hacer y prueba de ello era la columna de consejos que escribía. Sin embargo, lo único que quería ese verano era curarse las heridas de su divorcio. Jake pensaba que había dejado de sentir emociones, pero el dolor que transmitían sus brillantes ojos verdes decía lo contrario. Zoe no pudo evitar sentir curiosidad, pero iba a necesitar de toda su audacia para enamorarse de un hombre tan decidido a mantenerse distante.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Barbara Wallace. Todos los derechos reservados.

EL CORAZÓN DE UN HÉROE, N.º 2431 - noviembre 2011

Título original: The Heart of a Hero

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-075-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

JAKE Meyers se despertó con el olor a sangre y pólvora todavía en la nariz. Buscó con la mirada las sombras del enemigo que hasta hacía unos segundos había visto con toda claridad. Apartó las sábanas y sintió que el corazón desbocado parecía querer salírsele del pecho. Trató de controlar la respiración tal y como le habían enseñado en el hospital, hasta que el rítmico sonido de sus inspiraciones borró los sonidos de los gritos.

Después de tres semanas y media sin pesadillas, había pensado que las había superado. Pero no había tenido tanta suerte.

Con la respiración acelerada, miró el reloj de su mesilla de noche ignorando el repentino esplendor carmesí. Cinco y cuarto. Al menos esta vez quedaba poco para que amaneciera. Sintió una punzada de dolor en la cadera. El dolor siempre era más intenso después de las pesadillas. Si se paraba a analizar las razones, estaba seguro de que encontraría un componente sicosomático, pero lo cierto era que las razones no le importaban. El dolor era el dolor. Tomó el bote de calmantes de la mesilla y al hacerlo, golpeó la fotografía que había junto a la lámpara. Con respeto, volvió a ponerla en su sitio. La oscuridad impedía ver la imagen, pero no necesitaba luz para verla. Aquellos rostros estaban grabados en su mente de por vida.

Cojeando, se fue hasta la cocina y vio la cafetera medio llena con lo que había sobrado del día anterior. Demasiado cansado y aturdido por la pesadilla como para prepararse café, se sirvió una taza y, mientras se la calentaba en el microondas, miró por la ventana de atrás. Fuera, en la isla estaba a punto de hacerse de día. El mundo estaba en silencio, salvo por el sonido ocasional de las olas al otro lado de la carretera.

Al igual que sus sueños, que nunca eran silenciosos.

El microondas pitó. Jake tomó su café y salió a los escalones traseros, dejando que la niebla humedeciera su piel mientras disfrutaba del silencio. El rocío goteaba desde los pinos, haciendo que sus agujas verdes brillaran. Una ardilla asomó la cabeza desde debajo de una rama.

Su purgatorio no debería ser tan sereno, pensó y no por vez primera.

Los médicos del hospital de Virginia le habían dicho que se diese tiempo. Según ellos, algunas heridas no se curaban de un día para otro.

Estaban equivocados, pensó mientras se llevaba la taza a los labios. Algunas heridas no se curaban nunca.

–Ese escondite tuyo, ¿tiene acceso a internet?

Tras la montura azul de sus gafas, Zoe Hamilton puso los ojos en blanco.

–Naushatucket está en la costa de Massachusetts, Caroline.

–Si aparece en un mapa, así debe ser. ¿Por qué no te refugias en una de las islas más grandes, como Martha’s Vineyard o Nantucket?

Al otro lado de la línea telefónica, se oyó el sonido de una caja registradora. Caroline debía de estar tomando su café de media mañana.

–Mi familia no tiene propiedades en Martha’s Vineyard ni en Nantucket. Además, ¿no querías que el escondite estuviera en un lugar apartado?

A juzgar por el suspiro al otro lado de la línea, su secretaria no estaba de acuerdo. Zoe apenas reparó en aquel sonido mientras miraba a su alrededor.

–Si te preocupa que mi columna no llegue a tiempo, tengo todo lo necesario para trabajar desde aquí –añadió.

–Eso espero. Los lectores de Pregunta a Zoe se disgustarán si no les llegan a tiempo los consejos de su consultora favorita.

–No te preocupes, los tendrán.

Un fraude de consultora. Pobres infelices.

Un destello negro llamó su atención por el rabillo del ojo y se giró siguiendo su trayectoria.

Su objetivo había llegado. El resto de la conversación iba a tener que esperar.

–Siento tener que colgarte, Caroline, pero estaba haciendo algo cuando me llamaste. ¿Algo más?

–No –dijo Caroline y volvió a suspirar–. Sólo prométeme que no estarás todo el tiempo llorando en esa isla. Ese bastardo no se lo merece.

–Por supuesto que no.

En eso, ambas estaban de acuerdo.

Después de prometerle unas cuantas cosas más, incluyendo que no se convertiría en una ermitaña, Zoe se despidió y colgó.

–Muy bien, pajarito, te ha llegado el turno.

Desde su posición privilegiada sobre la puerta corredera de cristal, una golondrina, su tortura durante la última media hora, se quedó mirándola fijamente. La criatura no había parado de dar vueltas por la habitación durante toda la conversación telefónica, ignorando la ruta de escape que Zoe le había proporcionado. Finalmente, el pájaro se había detenido para descansar.

–No sé porque eres tan terca.

Se quitó el pañuelo de seda con el que había estado sujetándose su densa y oscura melena. Enseguida un montón de mechones se agitaron alrededor de sus gafas. Sopló para evitar que la impidieran ver y dio un paso al frente con cuidado de no moverse demasiado rápido.

–La puerta está abierta. Lo único que tienes que hacer es volar hacia fuera y quedarás en libertad.

Su idea era agitar el pañuelo para así conseguir que el pájaro se dirigiera hacia la puerta. Sin embargo, la golondrina no pensaba lo mismo y, tan pronto como Zoe se acercó, decidió dirigirse en picado hacia ella. Zoe se apartó, dejando escapar un grito. El pájaro la sobrevoló, haciendo una última pasada antes de meterse por el hueco de la chimenea.

Zoe puso los ojos en blanco.

–Tienes que estar de broma.

Nada más decidir esconderse para pasar el verano, le había parecido una idea excitante, incluso romántica, comprar la casa de sus padres. ¿Qué mejor lugar para curar un corazón roto que una cabaña aislada junto al mar? Recordó los largos paseos por la playa y las noches frente a la chimenea. Sin embargo, se había encontrado con que su madre, después de volver a casarse, había dejado que la casa se deteriorara. El paraíso de sus vacaciones infantiles se había convertido en una casa abandonada con polvo en los muebles y arena incrustada en las ventanas.

Volvió a colocarse las gafas en el puente de la nariz y se arrodilló junto a la chimenea para el segundo asalto.

–No es que no me agrade la compañía, pero Reynaldo y yo no pensábamos compartir la casa con un pájaro y tampoco creo que a ti te apetezca. Así que, ¿por qué no sales por la puerta que te he abierto?

La respuesta que obtuvo fue un batir de alas contra los ladrillos.

–Muy bien, no atiendas a razones –dijo y decidió poner en práctica el plan B.

Tomó el atizador, lo introdujo por el tiro de la chimenea y lo agitó provocando un ruido ensordecedor. A continuación se oyó el batir de las alas, seguido de un crujido. Zoe miró hacia arriba.

Una lluvia de hollín, polvo y plumas cayeron sobre ella.

El hollín la cubrió de pies a cabeza. Tenía la nariz llena de polvo y la boca le sabía como el interior de un cenicero. Tosiendo, se apartó en busca de aire fresco. Mientras tanto, la golondrina continuó agitándose dentro de la chimenea.

Aquello era lo que le pasaba por intentar ayuda. Ahora estaba sudorosa y sucia.

–Esto no ha acabado, pajarito –murmuró, tomando el pañuelo de seda para limpiarse las gafas.

–¿Cómo dice?

Zoe pegó un salto. O la golondrina tenía un problema de testosterona o tenía un invitado. Una sombra borrosa en la puerta le confirmó lo segundo. Se volvió a poner las gafas y vio a un hombre. Era alto y esbelto, de piel bronceada, con la habitual indumentaria de la isla: vaqueros desgastados y camiseta de manga larga.

El hombre alzó un perro salchicha hasta el nivel de los ojos. Zoe lo reconoció rápidamente.

–¡Reynaldo! Se supone que debías estar durmiendo en la cocina.

–Lo he encontrado excavando en mi jardín trasero.

Por su expresión, no parecía muy contento.

–Lo siento. Normalmente no deambula por ahí. Será porque es un sitio nuevo para él –dijo y se acercó a recoger al perro de las manos de aquel extraño–. Soy Zoe Brodsk… Quiero decir Hamilton –añadió, decidida a dejar de usar su nombre de casada–. Acabo de comprar este sitio. Le estrecharía la mano, pero como ve…

No necesitaba terminar la explicación. El hollín en sus manos lo decía todo. Aunque tampoco parecía estar deseando estrechársela.

Ahora que lo veía mejor, se percató de que su vecino era más joven de lo que le había parecido en un principio. El pelo que había creído plateado, era rubio. Y lo que había pensado que eran arrugas, eran una serie de pequeñas cicatrices sobre el puente de la nariz y una mayor sobre la mejilla. La cicatriz más grande era la que iba desde la sien izquierda hasta la mitad de su ceja izquierda. Tenía los ojos de color esmeralda y su intensa mirada la había dejado inmóvil.

Reynaldo se revolvió entre sus brazos, gimiendo e intentando lamerle la mejilla llena de ceniza. Zoe lo dejó en el suelo. Al instante, el perro se acercó a la chimenea y empezó a ladrar. Su baile le recordó lo que estaba haciendo.

–¿No sabrá cómo capturar pájaros, verdad? –dijo girándose hacia su vecino.

–¿Por qué? ¿Acaso también se le ha escapado un pájaro por no vigilarlo?

–No –dijo ignorando su comentario–. Tengo uno atrapado en la chimenea que necesita que lo rescaten.

El hombre se metió las manos en los bolsillos de sus vaqueros, una postura que acentuó sus largos y musculosos brazos.

–¿Cómo lo sabe?

–¿Que tengo un pájaro dentro de la chimenea? Lo vi meterse ahí.

No tenía por qué decirle que había sido por su culpa.

–No, me refiero a por qué sabe que necesita que lo rescaten.

–Porque está atrapado. Se le oye batir las alas entre los ladrillos.

–Eso no significa que quiera que lo ayude.

¿Hablaba en serio?

–¿Cómo si no va a salir de ahí?

–¿Qué tal por sí solo?

–¿Cree que es capaz de liberarse él solo?

–Usted es la que no cree que sea capaz de hacerlo.

Zoe se pasó la mano por el pelo para evitar poner los ojos en blanco. ¿Qué importaba lo que ella pensara? El pobre pájaro necesitaba su ayuda. No estaba dispuesta a discutir con un hombre que no se había molestado en presentarse.

–En cualquier caso, necesito liberar a ese pájaro –dijo, a modo de despedida–. Gracias por traer a Reynaldo a casa. Me aseguraré de que se quede en nuestro jardín.

Ella era de la ciudad, así que podía ser tan cortante y antisocial como cualquiera.

–Muy bien.

Los modales de aquel hombre dejaban mucho que desear. Pero tenía cosas más importantes de las que preocuparse en aquel momento. Dando por terminada su conversación, volvió a dirigir su atención a la chimenea.

–Salga de la habitación.

–¿Perdón? –dijo frunciendo el ceño mientras miraba al hombre por encima de su hombro.

–El ruido seguirá aturdiendo al pájaro –replicó él–. Especialmente los ladridos. Ambos deberían irse. Una vez la habitación se quede en calma, el pájaro saldrá.

–¿Y si no lo hace? Entonces, ¿qué?

Por el modo en que se agitaba el animal, acabaría muerto antes que libre.

–Entonces, lo descubrirá la próxima vez que encienda la chimenea.

Zoe se quedó boquiabierta. Se dio la vuelta para protestar, pero el desconocido ya se había ido. ¡Vaya una bienvenida calurosa!

–De ninguna manera voy a esperar a encender la chimenea para descubrir si el pájaro ha escapado –le dijo a Reynaldo–. Tenemos que ayudarlo enseguida.

Y con ésas, volvió a tomar el atizador y se dispuso a otro asalto.

–Es hora de salir, pajarito –dijo agitando el atizador dentro del hueco de la chimenea por segunda vez.

Luego hubo una tercera.

Se oyó un fuerte aleteo, seguido de varios silbidos. A continuación la golondrina cayó.

–¡Ajá!

Triunfante, se limpió la nueva mancha de hollín de la mano. El pájaro había necesitado de su ayuda. Lo observó volar en círculos por la habitación antes de salir por la puerta del jardín.

Enseguida aterrizó en el marco de la puerta, justo el mismo sitio donde la misión de rescate había empezado.

Jake atravesó su jardín, subió los escalones y se fue derecho a la nevera por una cerveza. ¿Qué más daba si todavía no era mediodía? El día prometía ser pésimo incluso antes de encontrarse a aquel perro salchicha escarbando en su jardín.

Había ido hasta Naushatucket en busca de tranquilidad, por lo que vivir junto a una cabaña de alquiler no le importaba. Los visitantes temporales apenas saludaban con una inclinación de cabeza, demasiado ocupados organizando sus excursiones como para mantener una conversación. No quería tener cerca una vecina con su mascota y su sonrisa alegre. Por suerte, sólo se quedaría durante el verano.

La carta que estaba leyendo, seguía tal cual la había dejado sobre la encimera de la cocina. Los primeros párrafos se podían leer.

Estimado capitán Meyers,

Como habrá leído en el periódico local, el comité del Día de la Bandera va a homenajear a los héroes de nuestra zona…

Arrugó el papel con la mano. Si lo que necesitaban eran héroes, entonces, no lo necesitaban a él.

Querida Zoe,

Estoy enamorada de un hombre con el que trabajo. Es maravilloso. Guapo, divertido, listo,… El problema es que, haga lo que haga, no consigo que me vea más que como a la compañera del despacho de al lado. Sé que si consiguiera llamar su atención, se daría cuenta de la estupenda pareja que haríamos. No sale con nadie. De hecho, lo he oído quejarse de no encontrar a la mujer perfecta. ¿Qué puedo hacer para que se dé cuenta de que su mujer perfecta soy yo?

Invisible

Querida Invisible,

¿Qué puedo decir? Los hombres son ciegos e idiotas. Son incapaces de reconocer a la mujer perfecta por muy cerca que la tengan. Y cuando la conocen, la apartan a un lado por la primera rubia de grandes pechos que se cruza en su camino. Será mejor que asumas esto cuanto antes y así evites que te rompan el corazón. Si quieres amor, cómprate una mascota.

Zoe

Zoe se quedó mirando la respuesta que acababa de escribir. Seguramente no era la respuesta que Invisible querría leer. Después de todo, ella era la Zoe de Pregunta a Zoe, la mujer con todas las respuestas sobre el amor y la vida. Si supieran… Apretó el botón de suprimir y borró aquellas palabras amargas de la pantalla.

Habitualmente no tenía problema para dar con la clase de consejos que sus lectores querían oír, pero esa noche las respuestas no le salían.

¿A quién quería engañar? Hacía semanas que no encontraba respuestas, desde que Paul se riera de cada respuesta que daba.

Reynaldo ladró. Zoe sonrió y lo colocó en el sofá.

–El bueno de Reynaldo. Tú siempre me querrás, ¿verdad? Nosotros solos nos las arreglaremos, tú, yo y algún pájaro de vez en cuando.

Había tardado media hora, pero por fin la golondrina se había marchado.

Cansada, en aquel momento estaba envuelta en una manta. Se le había olvidado lo frías que podían ser las noches del final de la primavera. En un mes, el calor y la humedad harían que la brisa marina fuera bienvenida, pero esa noche el ambiente frío era el típico de Nueva Inglaterra en aquella época del año. Había una chimenea, pero los comentarios de su vecino le habían dejado dudas acerca de encender un fuego. Hasta que la limpiara, iba a tener que conformarse con la manta y con Reynaldo. Se subió un poco más la manta.

De momento, su segunda fuente de calor no paraba quieto, recorriendo de arriba abajo su cuerpo. Aquella intranquilidad sólo podía ser por dos causas: por hambre o para hacer sus necesidades. Puesto que hacía veinte minutos que se había terminado su bol de comida, sólo podía ser…

–Está bien, vamos.

Fuera, la noche estaba oscura a excepción de la luz del porche de la casa de al lado. Zoe permaneció bajo su lámpara apagada y observó las polillas revoloteando. A pesar de la luz, había una zona sombría en la casa vecina. Quizá fuera por la oscuridad o por el recuerdo del rostro serio de su vecino, pero el caso fue que aquellos brillantes ojos color esmeralda tomaron forma en su cabeza.

Al pie de los escalones, Reynaldo olisqueaba la hierba antes de trotar a la valla que dividía las propiedades.

–No te vayas tan lejos –dijo al perro.

Después de tres años juntos, le gustaba pensar que su perro respondía a su voz. Pero sabía que se engañaba.

–Recuerda que hablamos de que ibas a quedarte en nuestro jardín.

De repente, el sonido de una puerta abriéndose rompió el silencio. Zoe se quedó paralizada. Por los resquicios de los postes pudo ver un perfil serio, de cabello rubio. Apenas un minuto antes había reparado en lo oscuro que estaba su jardín trasero. Bajo la luz de su porche, parecía brillar. Zoe creía ser capaz de ver el destello de sus ojos verdes mientras observaba la oscuridad de la noche. En una mano tenía un botellín ámbar.

Con curiosidad, Zoe lo observó beberse la cerveza contemplando lo que fuese que había llamado su atención en el jardín. Aunque estaba demasiado lejos para verlo con certeza, parecía estar concentrado en algún punto fuera de su terreno.

Después de un minuto, levantó el botellín una última vez antes de regresar adentro. Al instante, la luz se apagó, dejando a Zoe y a Reynaldo en la oscuridad.

Tenía que limpiar la chimenea. Lo había decidido nada más despertarse y ver aquella mañana de niebla. Seguramente le haría falta usar la chimenea una semana o poco más, hasta que el calor del verano llegara, pero aunque fuera una semana era demasiado tiempo para prescindir de ella. No quería pasar las noches temblando bajo las mantas con un pijama de franela, teniendo en cuenta además de que Reynaldo se empeñaba en hacer sus necesidades antes de que amaneciera.

–Estoy segura de que tienes una vejiga del tamaño de un guisante –le dijo al perro.

Rodeó con la mano la taza de café y continuó haciendo una lista. Charles y su madre hablaban en serio cuando le dijeron que no habían hecho arreglo alguno en la casa en los últimos dos años. Después de que Reynaldo la despertara, había decidido hacer un listado con las cosas que había que reparar en la casa. De lo que no había duda era de que Reynaldo necesitaba una zona de esparcimiento. Todavía recordaba la mirada asesina del vecino y un escalofrío recorrió su espalda.

También necesitaba una lámpara para la puerta de atrás, para no tener que estar a oscuras mientras Reynaldo paseaba. Esas cosas las podía hacer ella. Pero la chimenea…

–Eso quiere decir que voy a tener que buscar un manitas, Reynaldo. ¿Crees que habrá uno en esta isla?

Pitcher’s Hole apenas podía considerarse un pueblo, aunque había visto una ferretería cerca de donde el ferry atracaba.

–Creo que puede ser un buen lugar para preguntar. Si no, al menos podremos comprar un calefactor para el dormitorio.

Nunca se había preocupado demasiado por la ropa, así que mucho menos iba a hacerlo en aquel momento cuando no tenía a nadie a quien impresionar. Se cepilló el pelo y se lavó la cara. Se puso las gafas y se miró en el espejo. Unos insignificantes ojos azules y un pelo que pedía a gritos un corte estaban frente a ella. Con razón Paul sólo se había fijado en su dinero. Quizá si se dedicara algo más de tiempo, se pintara un poco los labios…

Zoe apartó aquel pensamiento de su cabeza. Tenía que dejar de pensar en aquellas cosas. Paul ya no formaba parte de su vida.

Además, aquel verano tenía que servirle para recuperar fuerzas, no para lamentarse de su nuevo estado de soltera. Sería mejor concentrarse en lo que tenía que hacer.

Al bajar, se encontró la cocina vacía.

–¿Rey?

Se oyeron unos ladridos en el exterior y miró el agujero de la puerta mosquitera. Otra cosa más para apuntar en su lista.

–Del tamaño de un guisante –dijo saliendo fuera. Reynaldo no respondió. De hecho, no había ni rastro de él.

«Dios mío, espero que esté merodeando por los arbustos y no por la puerta del vecino».

Era demasiado temprano para enfrentarse a aquellos ojos.

–¡Usted otra vez!

Zoe gruñó. No había tenido suerte.

No se adivinaba atisbo de sonrisa alguna en el rostro del vecino mientras sujetaba a un arrepentido Reynaldo.