El hombre tras la máscara - Barbara Wallace - E-Book
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El hombre tras la máscara E-Book

Barbara Wallace

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Beschreibung

Un fin de semana que lo cambió todo. Delilah St. Germaine se había enamorado de Simon Cartwright, el soltero más codiciado de Nueva York, el día que empezó a trabajar para él. Cuatro años después, el corazón le seguía dando un vuelco cada vez que él entraba en la oficina, pero Simon estaba fuera de su alcance. Sin embargo, cuando tuvo que pasar un fin de semana a su lado por trabajo, probó la dulzura de sus besos, lo que la decidió a descubrir todos los secretos que ocultaba tras la máscara de hombre duro e insensible. ¿La vida de Delilah sería la misma cuando se revelara la verdad?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Barbara Wallace

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El hombre tras la máscara, n.º 2552 - septiembre 2014

Título original: The Man Behind the Mask

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4599-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

–TU JEFE está en los periódicos de nuevo.

El tabloide doblado aterrizó en medio del escritorio de Delilah St. Germain, lanzando papeles por doquier.

–¡Oye! Acabo de organizar todo eso.

Fulminó con la mirada a las dos mujeres que estaban en la puerta de su cubículo de trabajo.

–Algunas tenemos trabajo que hacer.

–Y a algunas nos gustaría señalar que son las siete y media de la mañana –dijo Chloe Abrams–. Somos las únicas que estamos en la oficina.

Sin ser invitadas a entrar, Larissa Boyd y Chloe agarraron dos sillas de un cubículo vacío y se sentaron.

–Además, hemos traído café.

–¡Ay, Dios! Os quiero –al ver los dos vasos grandes que Larissa tenía en la mano, Delilah agarró uno sin titubear–. No sabéis cómo necesito esto.

–No –dijo Larissa–. Pero podemos imaginárnoslo. ¿Qué es de tu vida, Delilah? No te hemos visto en toda la semana. ¿Todavía estás trabajando en esa presentación para un cliente?

–¿Bartlett Ale? Ahora no –había pasado las dos semanas anteriores trabajando sin parar para conseguir a ese cliente–. Pero voy bastante retrasada con todo lo demás –retiró la tapa del café y respiró profundamente–. Y todavía está caliente. Me habéis salvado la vida.

En realidad se la habían salvado unas cuantas veces. Chloe y Larissa llevaban cuatro años siendo sus mejores amigas. Delilah estaba segura de que jamás hubiera sobrevivido en la Gran Manzana de no haber sido por ellas.

–Eh, ¿para qué están las amigas si no es para mantener tus niveles de cafeína cuando tienes mucho trabajo? –respondió Chloe–. ¿A qué hora llegaste?

–No hace mucho. A las seis y media, siete.

Había llegado más pronto que de costumbre.

Sus dos amigas sacudieron la cabeza.

–Hay formas más sencillas de impresionar al jefe –le dijo Chloe.

–No trato de impresionar al jefe –dijo Delilah rápidamente–. Y vosotras no deberíais hablar. ¿Qué hacéis que no estáis en la cama?

–Oye, esta es la única hora del día a la que puedo hacer algún plan de boda. Tom siempre tiene el WI-FI colapsado –comentó Larissa–. He venido a buscar algunas ideas para los trajes de las damas de honor.

–Y a mí me gusta ser la primera en la cafetería –dijo Chloe.

–Para poder flirtear con el camarero –señaló Larissa.

–Estás celosa porque a mí me rellenó el vaso gratis.

–Podría hacer una broma sobre ese comentario ahora mismo si quisiera.

–Por favor, no lo hagas –dijo Delilah–. Ya tengo la imagen en la cabeza.

Agarró el periódico que Chloe le había dejado encima de la mesa. Sin duda alguna allí estaba Simon Cartwright, hacia el final de la columna de sociedad, con una rubia radiante colgada del brazo.

–Finland Smythe de nuevo –leyó Chloe por encima de su hombro.

–Dos meses.

Había durado más que ninguna otra. Su jefe parecía coleccionar novias de la misma manera que su abuela coleccionaba cucharas. Todas eran modelos, actrices, aspirantes a modelo y a actriz. Su vida sentimental era un desfile constante de belleza y todas las chicas tenían esa misma cara de emoción.

Y no era de extrañar. Delilah miró la imagen en blanco y negro. ¿Qué no hubiera dado ella por ser una de esas mujeres excepcionales capaces de llamar la atención de Simon Cartwright?

Como si algo así fuera posible… Simon era… Casi suspiró en voz alta. ¿Qué no era? Era un hombre guapo, inteligente, sofisticado. Se podía palpar la energía en una habitación en cuanto entraba por la puerta.

Pero su ordenador portátil tenía más posibilidades de llamar su atención que ella misma.

–Oh, mira, aquí hay un anuncio de esa exposición de novias de la que os hablé –Larissa señaló un anuncio que estaba en el margen de la columna de sociedad–. Vais a venir conmigo, ¿no?

Tanto Chloe como Delilah emitieron un sonido cercano a un gruñido. Desde que se había comprometido con su novio, bróker de profesión, Larissa no hacía otra cosa que hablar de los preparativos de su boda.

–¿Tenemos que ir? –le preguntó Chloe.

–Sí, tenéis que ir. Sois mis damas de honor. Además, será divertido. Podéis mirar los trajes de dama de honor.

–¿Y qué pasa con los que miraste esta mañana en Internet? –le preguntó Chloe.

–Espero que no haya sido en horas de trabajo.

Las tres chicas se sobresaltaron. Delilah le dio la vuelta al periódico rápidamente. Cartwright estaba apoyado contra la puerta del cubículo, de brazos cruzados. Tal y como pasaba todas las mañanas, el corazón se le aceleró. No era un hombre con una belleza tradicional. De hecho, de haberse tratado de otro, esa nariz prominente y esos labios sensuales no hubieran funcionado, pero tratándose de Simon… Esos rasgos fuertes le iban tan bien como los trajes hechos a medida que llevaba. Ese día se había puesto uno de color gris. La chaqueta, de corte estrecho y ceñido, realzaba su constitución ágil y esbelta. Había sido nadador en la universidad y todavía nadaba todas las mañanas antes del trabajo. Los rizos mojados que tenía en la base del cuello le delataban.

–Buenos días, señoritas. No sabía que había una reunión interdepartamental esta mañana. Si lo hubiera sabido, hubiera traído unas pastas.

–Reunión mañanera –le contestó Delilah.

–Ahhh, interesante. Esa es una de las cosas que me pierdo por no llegar antes. Me pregunto qué otras cosas divertidas me estoy perdiendo. Por cierto… –se volvió hacia Larissa–. ¿Qué tal van los planes de boda, señorita Boyd?

–Muy bien, gracias.

–Espero que el servidor de la empresa no se colapse justo cuando está haciendo sus búsquedas.

–Yo, eh… no –Larissa se ruborizó. Agachó la cabeza y no llegó a ver el destello que emitieron los ojos color zafiro de Simon.

Delilah, en cambio, sí lo vio. El estómago le dio un vuelco.

–Me alegro –se volvió hacia Delilah–. Cuando termines con la reunión mañanera, te necesito en mi despacho.

–Claro. Enseguida voy.

–Veo que alguien está de muy buen humor –apuntó Chloe–. Imagino que todo fue muy bien anoche.

–Puede ser.

Delilah prefería no pensar mucho en las conquistas amorosas de Simon. Ya tenía suficiente con las columnas de sociedad de los periódicos. Sentarse a especular no servía más que para deprimirse más.

Agarró su bloc de notas.

–En cualquier caso, tengo que ponerme a trabajar. Podemos chismorrear a la hora de la comida.

Con un poco de suerte, no obstante, a esa hora ya tendrían otro tema del que hablar.

CMT Worldwide abarcaba dos plantas del edificio que ocupaban en Madison Avenue. La primera planta albergaba el departamento de contabilidad y también medios de comunicación. El servicio al cliente e innovación, la sección de Delilah, estaba en el segundo piso. El despacho de Simon, jefe de la central de Nueva York y director financiero, estaba al final del espacio de cubículos, desde el que se divisaba todo Manhattan.

Simon estaba junto a la ventana más alejada, frente a Madison Avenue. Con esas espaldas anchas y las manos entrelazadas sobre la espalda, parecía un príncipe que contemplaba sus dominios. Delilah se alisó el frente de la blusa. Llevaba días intentando vestir cosas de colores más alegres y ese día había escogido una blusa de satén de color frambuesa que le quedaba mucho mejor al maniquí.

Pero en realidad todo parecía quedar mucho mejor cuando no estaba al lado de Simon. No importaba lo que llevara. Siempre se sentía fea y del montón cuando estaba cerca de él. Se alisó la ropa de todos modos y también se apartó el flequillo de los ojos antes de llamar a la puerta. A Simon no le gustaba que le interrumpieran sin avisar.

–¿Querías verme?

Él se volvió.

–Jim Bartlett ha reducido su búsqueda a dos agencias, la nuestra y Mediatopia.

–Estupendo.

La noticia era muy buena, sobre todo después de todo el esfuerzo que habían hecho para captar al nuevo cliente. Desde que el fabricante de cerveza había anunciado que estaba buscando agencia de publicidad, Simon y todo su equipo se habían empleado a fondo para captarle como cliente. Si Jim Bartlett había circunscrito la búsqueda a dos agencias solamente, entonces el trabajo duro había dado su fruto.

–¿Cuándo toman la decisión final?

–Al final de la semana que viene.

Eso significaba que tendrían la decisión antes de lo que habían esperado en un primer momento. Sin embargo, Simon no sonreía como de costumbre. De hecho, parecía que el buen humor del que había hablado Larissa había desaparecido por completo.

–¿Hay algún problema? –le preguntó Delilah–. No pareces muy emocionado.

–Lo siento. Es que me duele mucho la cabeza. Anoche fue… –afortunadamente le ahorró el resto de la explicación. Sacó su silla de debajo del escritorio–. En cuanto a Bartlett, no cantes victoria tan rápido. Tenemos un obstáculo pendiente.

–¿Qué clase de obstáculo? –Delilah se sentó en la silla que estaba en frente del escritorio.

Si le pedía que hiciera otra presentación de Powerpoint, entonces gritaría como una loca.

–Al parecer, Jim quiere conocer a los candidatos a un nivel más personal antes de tomar una decisión. La agencia que le guste más será la ganadora.

–No veo dónde está el problema.

–Cuidado. No nos confiemos.

–Puede, pero, si se trata de una competición entre Roberto Montoya y tú para ver quién es más encantador, yo apostaría por ti.

Había visto a Simon Cartwright en acción en muchas ocasiones. Era capaz de venderles matarratas a las ratas si se lo proponía.

Simon esbozó su sonrisa más letal.

–Eso es lo que más me gusta de ti. Me subes el ego.

Delilah le observó mientras arreglaba todos los objetos que estaban sobre su escritorio. Los colocaba en filas ordenadas.

–Bueno, entonces… ¿qué es lo que quieren que hagas?

–Quieren que cene con ellos en Boston y también mañana, en la fábrica. El domingo por la mañana estaremos de vuelta.

–No parece difícil. Te despejaré un poco la agenda… Espera. ¿Qué es lo que has dicho?

Simon levantó la vista.

–Sí. He dicho lo que crees.

–¿Has dicho…? ¿Quieres que vaya a Boston contigo?

–Sí. ¿Algún problema?

–No –se apresuró a decir Delilah–. En absoluto.

¿Pasar la noche en Boston? ¿Con él? ¿Cómo iba a ser un problema? En todo caso, la oportunidad era muy buena.

–Bien, porque, como eres mi asistente, tendrás que tratar con Bartlett tanto como yo, o tal vez más. Teniendo en cuenta lo importante que es este negocio, creo que es buena idea que te conozcan también.

–Claro. Por supuesto. Haré lo que sea para ayudar. Lo sabes.

Los labios de Simon se curvaron.

–Lo sé. Me alegra ver que estás de mi lado.

Delilah se sujetó un mechón de pelo imaginario detrás de la oreja, solo para ocultar el rubor que teñía sus mejillas.

–Será mejor que vaya a reservar el vuelo –dijo, poniéndose en pie.

Después tendría que irse a casa y hacer la maleta.

«Hacer la maleta...», se dijo a sí misma.

No sabía qué ponerse. Tendría que consultarlo con Chloe y con Larissa.

–¡Delilah, espera!

La voz de Simon le llegó cuando ya estaba en el pasillo.

–¿Podrías ponerte en contacto con la florista a la que solemos llamar? Necesito que entreguen un ramo de rosas.

–Claro. Enseguida contacto con ella.

Bienvenidos al aeropuerto de Boston. Que disfruten de su estancia, decía el cartel.

Massachussetts… Era el viejo Boston de siempre. ¿Realmente habían pasado quince años desde la última vez que había estado allí?

No era tiempo suficiente, en cualquier caso. Pero Jim Bartlett tenía su base de operaciones en Boston, y como necesitaba hacer negocios con Jim Bartlett, no tenía más remedio que estar allí. Si no hubiera sido por eso, jamás hubiera vuelto a poner un pie en ese estado dejado de la mano de Dios.

Su teléfono vibraba sin cesar con todos los mensajes que le habían enviado durante el vuelo. Sacó el teléfono y leyó el primero de ellos.

Recoge tus rosas y vete al infierno.

Por lo menos esa vez había acertado de pleno. La noche anterior, en cambio, se había equivocado al insistir tanto.

¿Por qué las mujeres se empeñaban en hablar a última hora de la noche? ¿Por qué hacían un drama cuando no quería compartir sus sentimientos? ¿Qué creía Finland que iba a decirle? ¿La verdad? Sin duda le hubiera sentado muy bien.

«Lo siento, Fin, pero no tengo sentimientos profundos. Hace quince años que no los tengo».

En ese momento el coche entró en un túnel.

«¿Adónde vas, novato?».

Simon ahuyentó esos pensamientos. No tenía tiempo para ellos. Pero los recuerdos llevaban mucho tiempo sin golpearle tan fuerte. Solo podía esperar que no fuera una señal de lo que estaba por venir.

Se tocó la base de la nuca e hizo una mueca al ver que estaba sudando.

–¿Te duele la cabeza? Podemos parar para comprar analgésicos.

Delilah le observaba con atención desde el asiento del copiloto. Por alguna razón, la preocupación que había en sus ojos azules le daba el empuje que necesitaba para mantener el control.

–Ya he tomado demasiados. Si me tomo otro, me dejará de funcionar el hígado. No te preocupes. Estaré bien. Bartlett nunca sabrá que me encuentro mal.

–Será mejor que estés bien porque, si tengo que seguir yo con la conversación, entonces la agencia está condenada –Delilah se tocó la oreja–. No se me da muy bien hablar del tiempo.

–Seguro que lo harás muy bien. En el trabajo nunca tienes problema.

–Porque hablo de trabajo y hablo con gente que conozco.

En realidad nunca hablaban de nada que no fuera trabajo. No recordaba la última vez que habían hablado de algo personal. Las secretarias que había tenido antes hablaban de todo, pero Delilah era muy discreta, a veces demasiado.

–Bueno, Bartlett me dejó muy claro que no quiere hablar de negocios en toda la noche.

El empresario le recordaba a Finland. Quería que «se llegaran a conocer a un nivel personal».

–Sí. Bueno, en ese caso, estoy en un aprieto.

–No lo creo. ¿Y qué pasa cuando sales por ahí? Entonces hablas con la gente, ¿no?

Delilah le dedicó una mirada rara.

–Si quieres que flirtee, entonces tienes un problema.

–No quiero que flirtees –trató de imaginarse a su asistente como una femme fatale, pero no fue capaz–. Solo sé tú misma. La clave para «hablar del tiempo» es encontrar un punto en común, alguna experiencia en común, esa clase de cosas.

–¿Y si no tienes ninguna experiencia en común?

–Entonces intentas desviar toda la atención hacia tu interlocutor. A las personas les encanta hablar de sí mismos. Y, si te atascas esta noche, siempre puedes hablar de cerveza.

–¿Qué?

–He dicho que vamos a hablar mucho de cerveza… Lo que importa es que hablen de algo –Simon volvió a frotarse la nuca. Tenía los músculos tensos como cuerdas–. No tengo que decirte lo importante que es conseguir a este cliente. Con la crisis, la gente está recortando en publicidad. Un cliente del calibre de Bartlett acabaría con nuestros problemas de déficit y no tendríamos que hacer recortes en la plantilla.

–En otras palabras, el futuro financiero de la empresa depende de lo bien que nos socialicemos tú y yo durante los próximos dos días.

De repente Simon se sintió como si estuviera escuchando una conversación de la junta de dirección. ¿Cómo era capaz de citar tan bien a su padre?

–Ya veo que has captado la idea.

–Muy bien, siempre y cuando no haya presión.

Delilah no sabía lo que era la presión. Las expectativas que su padre ponía en él, en cambio, eran muy difíciles de cumplir. Pero esa vez tenía a un aliado.

Para sobrevivir a la visita a Boston, necesitaba todo el apoyo de su equipo.

El University Club era igual que el resto de edificios marrones de la calle, viejo y señorial. Lo único que lo distinguía era la bandera que estaba encima de la puerta de entrada. Cuando el taxi paró, Jim Bartlett estaba en la acera, hablando con otro hombre. Si hubiera tenido que describirle, Delilah hubiera dicho que era igual que el producto que vendía. Era un tipo rubicundo, tenía una calva brillante y su cuerpo tenía la misma forma que un barril.

Los saludó a los dos con entusiasmo. Tomó con las dos manos la de Simon.

–Justo a tiempo, incluso con el tráfico del béisbol. Estoy impresionado. Acabo de apostar con Josh a que estabais en un atasco en el centro.

–Josh Bartlett –dijo su compañero, extendiendo la mano.

Era una versión más joven de su padre, con la misma forma de barril y la misma americana azul.

–Que no te engañe. Fuimos nosotros quienes nos quedamos atascados. Un placer conocerte, Delilah. Mi padre me ha hablado mucho de ti.

–Espero que fueran cosas buenas –Delilah solo podía esperar que no notaran la humedad que tenía en las palmas de las manos.

Cuando le había dicho a Simon que no se le daba bien hablar del tiempo, lo decía muy en serio. Todos los años que había pasado mordiéndose la lengua y ejerciendo la prudencia la habían convertido en toda una experta en decir lo menos posible. A lo mejor sería capaz de ganar algo más de confianza si tenía oportunidad de ponerse el vestido y los zapatos de tacón que había metido en la maleta.

El avión había aterrizado con retraso y no había podido cambiarse. Apenas había tenido tiempo para masticar una pastilla de menta y peinarse un poco en los aseos del aeropuerto.

Por suerte, el joven Bartlett se comportaba como si no se diera cuenta.

–Te prometo que no me dijo más que cosas buenas. Me alegro de que Simon te haya traído.

–Sí. Nos alegramos mucho –dijo su padre–. Tal y como le dije a Simon anoche, me gusta conocer a la gente con la que trabajo, y a los contratistas también. Mucha gente puede dar buenos resultados de venta, pero yo necesito saber que puedo confiar en alguien antes de darle el control de miles de millones de dólares.

–En cierta forma, mi padre sigue dirigiendo la empresa como si fuera un pequeño negocio familiar, y eso significa que se deja llevar mucho por la intuición.

–Y seguiré dirigiéndola así siempre que esté en mi mano. Mi intuición ha convertido a Bartlett Brewing Company en lo que es hoy en día –miró a Delilah–. No me importa lo impresionante que sea el currículum de un hombre. Si no siento nada bueno aquí… –se tocó el pecho–. Entonces no es el hombre que necesito.

–Bueno, entonces espero que hayas sentido algo bueno conmigo ahí –dijo Simon.

El empresario esbozó una sonrisa enigmática.

–Ya veremos, ¿no? –señaló los peldaños de la entrada–. Después de usted, señorita St. Germain.

Había paneles de madera en las paredes y una enorme araña de cristal en el vestíbulo del University Club. Una enorme escalinata llevaba al comedor principal. Retratos de presidentes y figuras notorias acompañaban al recién llegado mientras subía los peldaños.

Delilah trató de mostrarse indiferente, pero era difícil. Había muchos retratos.

–Lo hacen a propósito, ¿sabes? –sintió el aliento cálido de Simon en la nuca. La piel se le puso de gallina.

–¿Qué?

–Este lugar. Bartlett quiere intimidarnos.

–Pues está funcionando –de repente se sintió fuera de lugar, mal vestida, como si se hubiera presentado en vaqueros en un evento de etiqueta.

Su incomodidad no hizo sino aumentar durante la cena. Aunque Simon pensara lo contrario, mantener una conversación ligera no era tarea fácil. Los temas giraban en torno a la comida, los restaurantes y lugares de vacaciones favoritos. Pero Delilah no estaba acostumbrada a cenar fuera. Normalmente, cuando quería comer fuera, se dirigía al bar que estaba al lado de su casa, así que no tuvo más remedio que permanecer callada todo lo posible y asentir con la cabeza. Mientras les escuchaba hablar, se dio cuenta de que no había tenido casi ninguna cena especial desde su llegada a Nueva York. Quería echarle la culpa al trabajo, pero lo cierto era que ninguno de los hombres a los que había conocido era tan interesante como su jefe.

Simon no le había mentido al decirle que el dolor de cabeza no le impediría hacer su trabajo. Se mantuvo atento durante toda la conversación y fue capaz de contar tantas experiencias como sus contertulios. Controlaba el flujo de información a la perfección y les devolvía el turno a los Bartlett una y otra vez.

–¿Es tu primera vez en Boston, Delilah?

La pregunta de Jim la tomó por sorpresa.

–Sí.

–Es una pena que te vayas a quedar tan poco tiempo. No podrás ver mucho.

–Voy a ver la fábrica. ¿Qué más hay que ver?

–Bueno, en eso tienes razón –dijo Jim, riéndose.

–¿Y qué me dices de ti, Simon? –preguntó Josh–. Seguro que has estado en la ciudad muchas veces.

Simon agarró su copa de vino.

–En realidad, llevo mucho tiempo sin venir por aquí.

De repente Delilah recordó algo que había leído en su biografía corporativa.

–¿No fuiste al instituto en Boston?