El desafío de superar la incoherencia para una convivencia sostenible - Gustavo Caputo - E-Book

El desafío de superar la incoherencia para una convivencia sostenible E-Book

Gustavo Caputo

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Beschreibung

"Este libro enfoca nuestras conductas incoherentes y las confusiones de las que parten. Buscando esclarecer la relación entre la capacidad crítica –que rige nuestro diario razonar, decidir y actuar– y los efectos y la dinámica social que provocan y promueven nuestras acciones. Advertir que la incoherencia podía constituir un conjunto identificable y compartido de actitudes y comportamientos; y vincular su origen con una incapacidad crítica también generalizada, ofrecía una explicación a la fragmentación que sufrimos como sociedad. Al cambalache por el cual mezclamos biblias con calefones y (…) repetimos, sin nunca resolver, nuestros problemas. (…) (Y con ello, podía) mostrarnos el camino para dejar de tambalearnos entre lo que creemos ser, pensar o poder, para pasar a sustentarnos en lo que en verdad hacemos, somos y podemos…".

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El Desafío

de superar la

incoherencia

para una convivencia sostenible

LID Editorial Empresarial, S.R.L.

Donato Álvarez 936 - 10º L

Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Tel. (011) 4585-1488

[email protected]

LIDeditorial.com

Caputo, Gustavo

El desafío de superar la in coherencia : para una convivencia sostenible / Gustavo

Caputo. - 1a ed . - Buenos Aires : LID Editorial Empresarial, 2018.

Libro digital, Book “app” for Android - (Viva)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-4467-08-9

1. Filosofía. 2. Filosofía Contemporánea. I. Título.

CDD 190

Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.

Libro de edición argentina.

No se permite la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y

escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Editorial y patrocinadores respetan íntegramente los textos de los autores, sin que ello

suponga compartir lo expresado en ellos.

© LID Editorial Empresarial 2018

ISBN: 978-987-4467-02-7

Directora editorial: María Laura Caruso

Editora de la colección: María Laura Caruso

Edición: MLC, Servicios Editoriales

Diseño: Cecilia Ricci

Corrección:

Te escuchamos. Escríbenos con tus sugerencias, dudas, errores que veas o lo que tú

quieras. Te contestaremos, seguro: [email protected]

Dedico estas líneas

a quienes procuran

vivir como piensan,

pensar cómo viven,

y cuestionar lo que piensan.

Convencidos de que si estamos dispuestos

a traspasar los engaños propios y ajenos

y tocar el núcleo de lo que somos y hacemos

encontraremos las huellas del interminable sendero

que conduce a la verdadera coherencia.

Acerca de este trabajo

1. El tema

Mi interés por la incoherencia surgió –como detallo más abajo y describo en el capítulo introductorio– a partir de la creciente perplejidad que comenzó a provocar en mi conciencia la constante percepción de disonancias entre palabras y actos. Discordancias cuyo intento de registro comenzó a mostrarme más y más conductas y actitudes afines. Primero, entre quienes veía medir a otros, pero eximirse a sí mismos de medirse con la misma vara. Después, entre quienes veía desvincular sus actos de cualquier efecto, culpa o responsabilidad para descargarlas en otros.

Verme a la vez a mi mismo en alguna situación tomando una actitud similar, y notar por otra parte, que ocultan un intento solapado de imponerse, aceleró mi toma de consciencia respecto del riesgo de verla generalizada como forma de trato. Sobre todo cuando veía ostentarla a hombres públicos con un poder de imposición amplio y difícil de delimitar. Lo que terminó de convencerme de la relevancia de intentar esclarecer sus implicancias.

2. Abordaje

“Para resolver una cuestión hay que

comprender el problema que plantea”.

Advertir que la incoherencia podía constituir un conjunto identificable y compartido de actitudes y comportamientos y, como tal, un fenómeno social e idiosincrático; e intuir que su origen podía vincularse con una incapacidad crítica, también generalizada, me ofrecía la posibilidad de poder explicar el origen de la violencia y fragmentación que sufrimos como sociedad. La raíz del cambalache por el cual mezclamos biblias con calefones y el reino del revés por el cual repetimos sin nunca resolver nuestros problemas: una falta de criterio que se ve confirmada por los pobres resultados de nuestros alumnos en las pruebas lógico-matemáticas y comprensivas PISA, pero también en muchos de nuestros profesionales y dirigentes. Una incapacidad de distinguir lo estrictamente técnico de lo específicamente humano que pone en riesgo nuestra posibilidad de integrarnos como sociedad (en este sentido, la grieta no es una casualidad…).

El intento por comprender la incoherencia y por qué caemos en ella, me ofrecía la posibilidad de ayudar a entendernos como personas y como sociedad. Mostrarnos el camino para dejar de tambalearnos entre lo que creemos ser, pensar o poder para pasar a sustentarnos en lo que en verdad hacemos, somos y podemos.

Poder aportar para una comprensión de nosotros mismos, que ensanche nuestra posibilidad de superarnos como sociedad, al sumarse a un tema y un abordaje interesantes y concretos, terminó de convencerme de la validez de intentarlo.

3. Enfoque

A partir del contraste entre nuestras incoherentes conductas cotidianas y las confusiones de las que surgen, este trabajo encara una reflexión que apela a nociones de la filosofía de la acción y de las ciencias de la conducta.

Buscando esclarecer las relaciones específicas existentes entre: la dinámica social violenta y desintegradora que padecemos, y nuestras formas habituales de pensar, sentir y razonar. Formas, estas últimas, que no interesan por su contenido (lo que se cree, piensa o siente) sino en relación con la perspectiva y los criterios que suponen adoptar para decidir y actuar. En definitiva, que interesan en cuanto operan como supuestos de la capacidad crítica que rige nuestro diario razonar, decidir y actuar.

La hipótesis que sustenta esta indagación es que la perspectiva crítica que rige nuestras decisiones pierde su eje si no está abierta a captar e integrar toda la riqueza de significados involucrada en las situaciones que enmarcan nuestras decisiones. Dando origen, como producto de esa falta de visión, a actitudes y conductas disgregantes hacia uno mismo y hacia los demás, que al generalizarse –como entiendo que sería el caso de nuestra sociedad– retroalimentan una dinámica social que tiende a tergiversar y pervertir todas las formas y parámetros compartidos de trato mutuo.

Visibilizar entonces los lazos que ligan las actitudes y conductas incoherentes; por un lado, con sus efectos e impactos nocivos, y por otro, con la incapacidad de discernir de la que parten, posibilitaría comprender y mensurar el problema que subyace detrás del hecho de que cada uno pueda alcanzar una perspectiva genuina y crítica. Desenmascarar las falsas coherencias a las que conduce la carencia de esa perspectiva permitiría, por otra parte, contrastarlas respecto de una coherencia verdadera. Y redescubrir la riqueza que involucra su búsqueda: habilitarnos para comprendernos y superarnos como personas y como sociedad; ingresar en la dinámica del desarrollo humano. Capacidades que necesitamos recuperar, pero que para ello exigen primero comprender, reconocer y vivir las condiciones que las viabilizan. Explicitar y recorrer estas instancias constituye el objetivo de este libro.

4. Advertencias

No interesa a este trabajo el acto intencionalmente incoherente o dañino, sino el que es producto de inadvertencia. Entendiendo que el significado y las consecuencias de nuestras acciones son independientes de la intención o falta de ella con que las hayamos realizado.

Tampoco interesa aquí echar culpas a nadie. Menos aún a un grupo o clase determinada de personas, ejercicio que considero arbitrario y promotor de enfrentamientos vanos. Sí plantearse las implicancias de la libertad, la responsabilidad personal y social que conlleva asumirla y el cultivo de la propia consciencia que exige. Consciencia cuya dimensión individual (estar dada a sí mismo) incluye el captar y entender el significado e impacto de lo que se hace; es decir, la dimensión interpersonal y social que conlleva el actuar.

Tampoco buscan estas líneas exponer lo que se supone saber, sino mantenerse enfocado en lo que se busca comprender, de modo de ir enhebrando ideas que conduzcan a ello.

Este trabajo quisiera ofrecerse, por último, como una reflexión que parte de un ciudadano de a pie que, preocupado por su país, pone su pequeño saber y su búsqueda de respuestas al servicio de que tratemos de encontrar algunas que puedan ser compartidas respecto de lo que nos viene sucediendo, ya desde hace tiempo. Pretende encontrar y ofrecer caminos que nos posibiliten volver a visualizar, como sociedad, un destino común por el que podamos sentir que vale la pena vivir aquí y juntos. Recuperar un sentido de futuro y de destino, que nos libere de palabrerías y acciones inconducentes. Que nos decida a trabajar para el logro de una vida y una sociedad abierta al despliegue, el crecimiento y el desarrollo de todos y cada uno. Y superar, en dicho empeño, nuestra tendencia a instalarnos en lo que creemos querer, poder o hacer para sustentarnos en lo qué en efecto somos, hacemos y podemos.

II

Puntos de partida

Sobre lo que me llevó a investigar y escribir sobre este tema

1. Comencé a centrar mi atención en la incoherencia –como ya adelanté en líneas anteriores– a partir de la creciente perplejidad que experimentaba, ante la reiterada percepción de flagrantes contrastes entre lo que escuchaba y lo que veía hacer.

Vinculé, en el comienzo, lo que atribuí a una falta elemental de lógica –en cuanto requisito insustituible de nuestro funcionamiento racional– con la mediocridad. Y releí a José Ingenieros. Pero mi perplejidad se incrementó al ver que enfocar mi atención multiplicaba las disonancias percibidas. Primero, entre los que oía decir una cosa y hacer otra. Después, entre los que veía esquivar la vara con que medían a los demás. Más tarde, entre los que veía colocar el peso de sus actos, siempre, fuera del ámbito de su responsabilidad…

Mi intento por identificar comportamientos y perfiles similares pronto me llevó a notar que quienes se liberaban de forma sistemática de su responsabilidad, sea lo que sea que hubieran dicho o hecho (y las ofensas o daños que hubieren causado), apelaban a su falta de mala intención. Autoexculpación que veía acompañada de un enturbiamiento de la comunicación que terminaba situando la culpa en otro. Lo cual me llevó a estudiar los fenómenos de la manipulación, el maltrato y el abuso.

Poco a poco, la búsqueda de comportamientos afines me llevó a vislumbrar un conjunto común de rasgos de actitud y personalidad. Tras lo cual apareció una tendencia a aprovechar, usar o apropiarse de lo ajeno. Un cierto carácter oportunista que se veía asociado a una inclinación por imponerse. Esto me llevó a vislumbrar una posible hipótesis: por un lado vinculando su origen con carencias de manejo emocional y social, por otro, entre sus efectos y una violencia que, como impacto, producía desintegración social. Lo cual me impulsó a intentar articular conceptualizaciones de pensadores políticos y sociales con teorías provenientes de las ciencias de la conducta.

2. En paralelo y a medida que profundizaba en lo que empecé a llamar el fenómeno de la incoherencia, comencé a sentir que mi confianza se veía desafiada. Una confianza hasta entonces natural y espontánea hacia los hombres en general y hacia mis colegas y amigos en particular. Desafío que me instó aún más a intentar descifrar porqués.Necesitaba poder volver a creer en sus palabras, actos y promesas. Restaurar una seguridad respecto del comportamiento ajeno, sin la cual, empecé a notar, no es posible convivir con otros.

Advertir la disminución de mi propia confianza al profundizar en el análisis del comportamiento incoherente, me hizo tomar consciencia de la relevancia del fenómeno que estaba enfocando. Darme cuenta de que gran parte del porqué estamos sumergidos como sociedad en la desconfianza, podía ser explicado. Lo cual validó más mi intento.

Relacionar la incoherencia personal con el desmembramiento social, por otra parte, volvió a enhebrar mis inquietudes estéticas y éticas. A emparentar el sinsabor estético que siempre me produjo el desorden edilicio y urbano de nuestras calles, barrios y ciudades (con sus bolsones de informalidad) y las formas generalizadas de nuestro “des-trato” mutuo. Expresiones ambas de una falta de armonía que, más allá de su carácter tangible o intangible, constituyen hoy nuestros paisajes urbanos evidentes y difíciles de cambiar.

A partir de esa intuición comencé a rumiar, de nuevo, el vínculo entre las nociones de ciudad y civilización, de urbanismo y urbanidad. Los principios de la polis con las condiciones de una convivencia que preservan la calidad del trato mutuo. Congregando en mi interior las ideas de justicia, bien y equidad. Alrededor de un sentido del orden que, al reunirlas, humanizaba profundamente la idea de un vivir juntos, pero en armonía.

Visualizar el impacto de los comportamientos incoherentes en el ámbito de lo público supuso, como ya lo adelanté, otro empujón importante para validar el intento por comprender la incoherencia como un fenómeno social.

Encontrarme en un contexto socio-político en el que veía que unos –siempre inocentes– estigmatizaban a otros –sistemáticamente culpables– me llevó a sentir que lo que iba entendiendo como incoherencia constituía un grave germen para la salud del todo social. Lo infectaba con la más nociva de las ejemplaridades. Colocar la culpa en grupos y no en individuos, desvinculaba la noción de responsabilidad de las personas reales y concretas: lesionando el derecho de cada uno a ser evaluado por sus propias expresiones o actos para pasar a ser juzgado en virtud de su pertenencia a tal o cual grupo. Esto me indujo a ver en tal actitud la semilla de una discriminación empapada de sinrazón y discrecionalidad que no solo eximía de rendir cuentas. Introducía también un principio institucional muy corrosivo, y una dinámica absolutamente contraria a la paz social.

Ver en la incoherencia un rasgo distintivo de nuestra idiosincrasia, por último, parecía poder aportar una explicación consistente de nuestro estancamiento con respecto al desarrollo. Permitía exponer el “carozo cultural” de lo que nos retrotrae a formas animales de vida. Ese reino de instantaneidad tan bien nombrado por algunos de nuestros más lúcidos pensadores. Identificar lo que nos sumerge una y otra en ese “reino del revés” del que nos alertaban, ya hace tantos años, los versos de María Elena Walsh.

Delinear la incoherencia como un fenómeno social me permitía ofrecer una explicación a esa tendencia tan nuestra, de vivir como sociedad, inmersos en un “más de lo mismo” que nos ha conducido a un “todo da lo mismo”. Posibilitaba ponerle un nombre a la inconsistencia generalizada que alimenta nuestras mutuas faltas de respeto y confianza e identificar el tufo que enturbia nuestra convivencia y nos reduce a esa sensación de inseguridad vital que a la vez nos induce a enfrentarnos todos con todos. Abría una posibilidad de comprendernos a nosotros mismos y ofrecernos, quizás, la luz para resurgir.

Ojalá estas líneas despejen vías de autocomprensión que nos posibiliten superarnos de forma sinérgica, sustentable e integradora. Como personas, grupos, organizaciones, instituciones y como sociedad. Ese deseo es el que moviliza este trabajo.

Introducción

01

La incoherencia como problema idiosincrático

“El obrar sigue al ser”.

Aristóteles

Que la violencia atraviesa nuestra historia como sociedad parece que lo tenemos asumido. Al menos como idea. Lo que no está claro es si terminamos de asumir las conductas sociales que hemos naturalizado a la par –o como producto– de tantos atropellos, enredos y revueltas. Viene aquí a mi memoria la crisis del 2001… Fatídicos recuerdos, que aún golpean mi consciencia... Aquella suerte de hundimiento del Titanic en la que vi a tantos –en medio del naufragio– comerciar con la urgencia y el desamparo ajeno. Es cierto que el caos fue de arriba hacia abajo. Vi a tantos perder en segundos décadas de esfuerzos; y a tantos otros ascender económicamente aprovechándose de ello sin siquiera pestañear, que aquello dejó, en mí, una profundísima impresión: la de un canibalismo mutuo que decía cosas muy graves de nuestra dinámica personal y social, pero que a la vez, nos costaría mucho tiempo y esfuerzo superar como sociedad.

Aventajar e imponernos unos sobre otros es ya, una forma de ser tan nuestra y habitual, que no somos conscientes de ello. Nos parece natural considerarla y cultivarla como una competencia ineludible. Para subsistir en una jungla –¡claro!– en la cual nos vemos unos a otros como enemigos. Forma habitual que afecta, sin notarlo, el carácter de nuestros lazos mutuos y nos desvincula. Pero, ¿no será esa forma de ver y de ser –ya tan inconscientemente nuestra– lo que nos impide avanzar hacia formas sustentables de convivencia y desarrollo humano? ¿Lo que nos lleva a insistir una y otra vez, como sociedad, en caminos de atropello, falta de salida y fracaso?

No es casual que hoy, la media de los alumnos de nuestras escuelas, no alcance los estándares mínimos de comprensión (en las pruebas internacionales PISA). Tampoco que esa carencia se proyecte más allá del ámbito educativo. Ya para los griegos, la educación suponía formar para el ejercicio de la ciudadanía; es decir, tenía un impacto en lo común.

Si consideramos desde una primera aproximación a la incoherencia, como una falta de comprensión que se ha vuelto idiosincrática y que afecta nuestro pensar y nuestros comportamientos, es claro que impacta en nuestro desarrollo como sociedad. Hablaría de un problema que, en primera instancia, es personal. Pero que en la medida en que se generaliza, tiene una proyección social y política que podría expresarse como una dificultad para entendernos, desarrollarnos, mirar y proyectarnos, hacia el futuro, en paz y armonía. Plantearía un problema cultural que, si queremos superar de manera sustentable, como unidad social y política, debemos buscar, comprender y enfrentar.

1. La incoherencia: un problema personal que afecta la convivencia

En su acepción más común e inmediata la incoherencia habla de una falta de correspondencia entre lo dicho (palabras) y lo hecho (actos). Refiere a la relaciónentre lo dicho y hecho, pero también entre aquello y la propia intención: respecto de lo que se piensa, siente o cree. Remite a una cierta cualidad o valor agregado contenido en el carácter de esa relación entre palabras, actos e intenciones, consideradas a la luz del vínculo que establecen con los demás.

Ese valor agregado habla, a su vez, de un sujeto que dice o hace, pero que también piensa, cree, siente o intenta. De alguien que es capaz de expresarse y justificarse a través de su decir o hacer; pero también por lo que cree, piensa o intenta. Contraste que posibilita, por otra parte, evaluarlo. Lo cual y de algún modo, remite a la idea de un tercero o testigo. De una instancia que va más allá de la pura subjetividad.

Podríamos decir también que ese carácter examinable de las palabras y los actos humanos hace explícita la noción occidental de persona: la realidad de un existir que combina una dimensión subjetiva y otra social: que vincula con uno mismo y con los demás a través de lo que expresa. De un sujeto que se define por palabras y actos que ofician de mediadores respecto de sí mismo y de los demás. Exponiendo lo que queremos o pretendemos a través del cómo aparecemos ante nosotros mismos y ante los demás.

La posibilidad de contrastar creencias, razones e intenciones por un lado y palabras y actos por otro, es entonces lo que a la vez que nos pide coherencia, nos expone a contradecirnos. Exigencia y exposición que aparecen como primera cuestión, al reflexionar sobre la incoherencia. Más aún, cuando la habitualidad de la vida cotidiana nos expone de forma continua –al automatizar nuestros comportamientos– a pasar por alto. Pero ¿qué cuestión específica nos plantea el estar simultáneamente exigidos a ser coherentes y expuestos a la incoherencia?

2. Nuestra exposición cotidiana a la incoherencia

En los ejemplos que siguen quiero presentar el problema de la incoherencia tal como surgió en mí. Por un lado, con ejemplos de contradicciones cotidianas. Por el otro, exigiéndome traspasar las respuestas fáciles, esquivas o hipócritas. ¿Por qué nos contradecimos con tanta facilidad y a qué nos enfrenta, eso, como personas? Espero que estos ejemplos, más que apurar respuestas, nos abran a la riqueza, de lo que nuestra cotidiana exposición a caer en la incoherencia nos plantea respecto de la coherencia como problema vital.

a. En nuestros juicios y actitudes diarias hacia los demás

a.1. ¿Por qué somos tan crueles con otros, pero incapaces de autocrítica?

¿De dónde proviene nuestra tendencia de criticar a otros sin empacho, pero ofendernos ante la mínima crítica hacia nosotros mismos? ¿No habla de una inclinación a no admitir en el otro lo que fácilmente pasamos por alto para con nosotros mismos?

Pensemos en lo que nos sucede al juzgar a quien atraviesa un estado de necesidad. Si sentimos que estamos bien encaminados –no necesitados y autosuficientes– tendemos a juzgarlo con severidad. Buscando enseguida –y hasta con pretensiones de ayudarlo– aleccionarlo, para que se enmiende. Pero de ese modo, ¿no lo estamos culpando por lo que le sucede? ¿O tejiendo excusas para no vernos implicados en sus problemas y evitar ayudarlo?

Por otra parte: cuando culpamos a otro por lo que le pasa, sin estar ante las mismas necesidades ¿no supone cierta presunción de que pudimos o podemos solos? ¿Qué todos han de poder solos y que por lo tanto, si alguien no puede, cierta culpa tendrá?

Hay otros que se conduelen de los demás, sin culparlos y dicen creer en la solidaridad. Pero aprovechan la desgracia ajena para cargar sobre otras espaldas esa culpa o responsabilidad. En acalorados discursos contra el sistema o contra los grupos dominantes. Pero ni ayudan, ni buscan resolver la situación concreta de quien necesita. Claro, ellos no han sido los causantes de sus males. Adhieren a la responsabilidad individual, mientras declaman la responsabilidad social de otros. Pero, ¿es esto coherencia?

La facilidad con que confundimos el error ajeno con mala intención o predisposición, es otro ejemplo de nuestra crueldad para juzgar. Es claro que perjudicar a los demás, sin querer, es una cosa y hacerlo adrede es otra. Ser un malvado, del cual no se espera más que ese tipo de acciones, es aún más grave.El problema es que si no somos capaces de ver en el error algo que todos podemos cometer (y cometemos) no podremos liberarnos de prejuzgar al que lo comete o cometió. Mantener nuestra confianza en sus posibilidades de disculparse, enmendarse, aprender de su error y actuar mejor a futuro.

Cuando personalizamos el error en quien falla, adjudicándole intencionalidad ¿no le quitamos chances de disculparse y rehabilitarse ante nosotros y los demás; separándolo además del resto? Y al prejuzgarlo, además, ¿no nos privamos de sentir una cierta conmiseración hacia él, una conexión, que surja del propio examen, admitiendo que nosotros también erramos? En definitiva, prejuzgar a otro, ¿no obtura también en nosotros esa posibilidad de autoanalizarnos como personas y poder crecer a partir de ello?

a.2. ¿Caritativos o figuretis? ¿Por qué somos bondadosos con los lejanos e indiferentes con los cercanos?

A todos –o a la mayoría– nos gusta ser considerados como “buena gente”. Muchos nos enrolamos en ONGs solidarias, en ayudas de distinto tipo. ¡Lo cual está bien y hace bien! Pero, ¿qué hace que cohabiten en nosotros esa actitud hacia los extraños mientras olvidamos las necesidades de un vecino, un amigo, un hermano?

¿Por qué se contradicen tanto nuestras actitudes en los diferentes ámbitos de nuestra vida? ¿No será que nuestra necesidad de ser aprobados nos hace a veces comportarnos de manera que quienes no nos conocen mucho nos devuelvan una imagen que resultaría inverosímil para quienes nos conocen bien?

¿Socialmente intachables pero en la intimidad intratables?

En los ambientes sociales nuestras miserias y sombras personales pueden permanecer ocultas. Durante años y aún durante vidas. En los íntimos sin embargo, nuestros conflictos personales y reales saltan a la luz. Están a flor de piel. Traspasan la máscara que interponemos entre quienes somos y como nos mostramos a nivel social. Ante quienes nos conocen bien nuestro estado y situación real son palpables.

Expresado en otras palabras: socialmente mantenemos cierta posibilidad de mostrarnos como quisiéramos ser, logrando cierto éxito en ello; porque no hay tanta proximidad con el otro. Pero la intimidad, en cambio, desnuda quienes somos en realidad. Muestra nuestros verdaderos conflictos y fantasmas.Nos impide ocultarnos. Desnuda, descubre y expone todas nuestras incoherencias. Esto quizás, explique hasta que punto estamos dispuestos a romper o a que se rompan los vínculos íntimos. Porque nos permite mantener esa imagen proyectada hacia afuera, mientras mantiene ocultos aspectos oscuros de nuestra persona. Esos que, quizás, nos genera conflicto reconocer, admitir o cambiar. Pero ese es un problema nuestro, no de los demás.

¿Incondicionales para los demás, o demandantes sin límites?

Otra área de nuestra acción en la que nuestras emociones y expectativas muchas veces se contradicen es el amor. Ámbito de intimidad por excelencia en el cual confundimos la aceptación –incondicional– del otro, con la exigencia –sin límites– de verlo totalmente sujeto y pendiente de nosotros. Trocando así la gratuidad mutua –que nutre y da sentido al amor– por exigencias y coacciones que, además de desnaturalizarlo, lo esfuman. Resultado eventual ante el cual seguiremos buscando a esa persona ideal con la que todo fluya. Como si lo que se tratara de alcanzar fuera un destino que nada tiene que ver con aquello a poner, por nosotros...

b. En nuestra comunicación con los demás

b.1. ¿Expresarnos o tener razón? ¿Por qué los confundimos al comunicarnos?

Las ganas de los demás de expresar lo que piensan, sienten o creen, cabría considerar que son parecidas a las nuestras. En definitiva, ¿no necesitan ellos –como nosotros– sentir que lo que dicen o buscan expresar, es interesante, merece atención e intento de comprensión? ¿O toda comunicación se reduce a ver quién tiene razón y se impone sobre el otro? Discutir sobre el dedo, en lugar de hacerlo sobre la luna que aquel dedo señala –es decir, discutir sobre lo accesorio, circunstancial y anecdótico en lugar de hacerlo sobre lo esencial– ¿no hace difícil cualquier tipo de comunicación?

Algo semejante nos ocurre con los motivos e intenciones: presuponemos, de manera fácil, motivos caprichosos o egoístas en otros. Pero nos cuesta ver nuestra compulsión por imponer la propia mirada y opinión. ¿Por qué confundimos una cosa con la otra?Intentar “tener razón” enfrenta, mientras que buscar expresarse, acerca y empuja hacia un entendimiento mutuo. Ilumina el problema concreto hacia soluciones compartidas. Descubre aspectos o perspectivas nuevas sobre el tema. Miradas que quizá habíamos pasado por alto,pero, cuando nos expresamos ¿lo hacemos para manifestar nuestra posición, opinión o sentimientos o solo para tener razón? Es bueno notar esta diferencia.

¿Gritar o escuchar? Esa característica, tan nuestra, de juntarnos entre amigos, compañeros o conocidos, refleja una necesidad y placer por compartir. Pero, ¿por qué termina tantas veces en un sinfín de gritos? Gritos a través de los cuales todos buscamos ocupar la palabra al mismo tiempo y como resultado, nadie escucha a nadie. La escucha ¿no haría crecer en nosotros la conciencia y la posibilidad de dialogar y compartir?

b.2. ¿Por qué discutimos tanto sobre la verdad y descuidamos la veracidad?

Cuando nos enroscamos en disputas sobre la verdad de una cuestión –como sí solo admitiese una mirada y excluyera a las restantes– ¿no olvidamos el valor esencial que contiene la expresión genuina del otro? ¿No suplantamos y olvidamos, al confundirla, la noción de verdad con la de veracidad? La veracidad, a diferencia de la verdad, implica decir lo que pensamos, creemos o sentimos. Alude a la concurrencia, en quien se expresa, entre lo que dice y lo que verdaderamente piensa, cree o siente. Entre su intención o pretensión y su decir. Pone allí el valor de la cuestión. Lo relevante.

La veracidad, en el diálogo, refiere a la necesaria concurrencia de la sinceridad del emisor. Dejando para el otro el esfuerzo por escuchar e intentar entender, requisito indispensable de la sinceridad y complementario respecto de la comunicación. El intento por captar el sentido de lo que el otro dice, poniéndose en su lugar. Ayudándolo a expresarse. Compromiso que le corresponde al receptor.

Acudiendo al lenguaje del ajedrez, podría decirse que el diálogo exige un enroque ineludible: trocar la disputa sobre cuál pudiera ser la verdad de la cuestión, por el esfuerzo recíproco de ser veraces; por el de hablar y escuchar de forma sincera. Ya que solo esto hace posible un verdadero encuentro. Una comunicación que sitúa y vincula cara a cara.

Claro, el tema es que la veracidad implica que el que habla, no busque ocultarse detrás de las palabras, sinoque explicite sus verdaderas intenciones, objetivos u argumentos. El porqué de lo que piensa, cree o siente. El problema es que ese “no ocultarse” implica mostrarse, exponerse a ser visto tal cual se es ¡Qué difícil es compartir visiones de la realidad –y enriquecer la propia– si no nos comunicamos de forma genuina! Si no nos encontrarnos unos con otros de verdad. Si no decimos qué pensamos, porqué lo pensamos y a partir de qué experiencia lo pensamos.

Guardarnos los porqués de lo que decimos, por otra parte, limita y reduce nuestra comunicación a una mera posibilidad de canje, a un simple trueque de datos, intereses, informaciones o cosas que, más allá de que puedan sernos útiles (y que aporte algo a nuestras vidas) dejan fuera nuestras vivencias interiores, humanas, mutuas. Aquello que nos nutre y que quizás por ello es compartible.

c. En nuestros espacios compartidos de decisión y acción

¿Por qué confundimos, tan fácilmente cualquier posición de prioridad con privilegio?

¿Por qué, ante cualquier circunstancia que nos otorga cierta prioridad de disposición o decisión sobre algo, buscamos imponernos o exigimos sumisión? ¿Por qué, ante cualquier cuota fortuita de posición dominante –económica, funcional o aún burocrática– actuamos como si estuviéramos investidos de una autoridad superior que hace del otro alguien dependiente de nuestra arbitrariedad?

¿Por qué solemos actuar como si cualquier eventual atribución sobre algo conllevara el poder disponer del otro a nuestro antojo? ¿Por qué no interpretamos esas situaciones como una posibilidad y responsabilidad de estar al servicio del otro? ¿Por qué tantas veces y ante una situación que nos favorece, nos apropiamos de tiempos, méritos o ideas ajenas?

c.1. ¿Dirigir o mandar?

En el ámbito de lo profesional, contratar a alguien supone que el otro nos brinde un producto o servicio que él mismo aporta a través de un proceso y para el cual se entrenó. Sin embargo, ¡cuántas veces le exigimos que ajuste ese proceso, al que seguiríamos nosotros si fuéramos los médicos, abogados o arquitectos! Confundiendo el derecho a exigir un resultado, con el de inmiscuirnos en el proceso que le corresponde al otro administrar. Exigimos que lo haga “como las haríamos nosotros”, que no tenemos su arte ni sabemos nada de él ¿Se imaginan a un paciente que en plena operación pretenda decirle al cirujano cómo cortar por aquí o por allá? ¿Y que encima se enojase o tratara de soberbio al médico si no hace lo que él le dice, tal como él lo dice y porque él lo dice? ¿Cómo calificaríamos esa intrusión en el terreno de lo ajeno? ¿De arrogancia, soberbia o estupidez? Aunque parezca bizarro y ridículo, invadimos tantas veces el campo de decisión o acción del otro, como si se tratara del nuestro.

Contratar a un profesional supone buscar en el otro un saber y valor agregado específico que posee y que ofrece a los demás, a través de un producto o un servicio. Ya sea una casa, un diseño, un proyecto, un artefacto o un proceso curativo, de gestión, etcétera. Sin embargo, ¿cómo es posible, que por la simple circunstancia de que seamos quien paga, el que aprueba o el que pondrá su sello, nos sintamos con la atribución de someterlo a nuestro parecer o desestimar u obturar el suyo? ¡Cuándo, además, es su criterio el que aporta el valor agregado y no el nuestro!

c.2. ¿Trabajar en equipo y cooperar o mandutear1 y apropiarnos de la iniciativa ajena?

El valor agregado, en el caso del trabajo en equipo, lo brinda el aporte compartido, distribuido y reunido en común: competencias, ideas, desarrollos conceptuales o instrumentales, tareas y esfuerzos. ¡Cómo cuesta sin embargo no confundir la tarea de coordinar o dirigir el equipo con la de imponerse, mandar de forma autoritaria y exigir sumisión! Con qué facilidad, en vez de respetar el lugar donde cada uno está más cómodo y desde el cual puede realizar mejores aportes al grupo, confundimos la tarea de organizar con la de disponer de los demás a nuestro antojo.

En la dirección o coordinación de personas, cuando no se respeta y reconoce el aporte de cada uno y la igualdad entre todos, muta ese rol hacia formas más o menos elegantes de apropiarse de la iniciativa o competencia ajena. Hacia un uso del otro –sobre todo de aquellos que se brindan desinteresadamente– que enajena de mérito al resto y solo beneficia a uno. ¿Qué es lo que hace que confundamos algo tan sublime como lo es construir con otros, con la búsqueda unilateral de un mérito solo entendido como propio?

c.3. ¿Liderar o manipular? Las confusiones en torno al liderazgo

Vivimos en una época signada por la promoción del liderazgo y de las habilidades sociales. Pero que muchas veces olvida que la manipulación ostenta habilidades sociales muy cercanas. La capacidad de empatía, de captar las necesidades y expectativas del otro, de comunicar asertivamente; por ejemplo, o de entusiasmar, cohesionar y motorizar a un grupo detrás de un ideal y objetivo. Pero, ¿qué diferencia y qué hace que confundamos el liderazgo y la manipulación?

Las habilidades sociales son condiciones necesarias del liderazgo. Pero no suficientes. Para ser un verdadero líder es necesario tener temple, integridad, compromiso con uno mismo, con el hacer y con los demás. Esa solidez ni estridente ni sobreactuada que transmite seguridad, esa sensación de encontrarse ante alguien que priorizará los valores en los que cree aunque deba reconocer y rectificar el propio error. Que es capaz de ver más allá de sí y dominar su capricho y afán de figuración. Que transmite un desinterés respecto de sí, por el cual, es capaz de medirse a sí mismo con la misma vara que plantea para los demás. El verdadero liderazgo es claro y se sustenta en la coherencia. Pero igualmente, ¿por qué nos dejamos ganar tantas veces por la confusión?

d. Para con nuestros propios valores: ¿Por qué confundimos tan fácil un valor con su contravalor?

d.1. ¿Éxito o exitismo?

El éxito supone hacer algo bien. También ante los ojos ajenos. Lo cual, una vez hecho, reluce. Pero atender al brillo por sobre el hacer algo bien: ¿no supone valorar lo contrario de lo que implica hacer algo bien? El exitismo, como actitud que confunde la dedicación por el hacer algo con buscar el brillo, ¿no olvida el foco en el proceso en el que se sustenta todo buen hacer? ¿No direcciona a la persona en contra de las reglas del arte que pretende manejar? ¿No desliga el propio ser y atención de ese compromiso con la calidad del proceso en el que se apoya todo arte y buen hacer?

La valoración desmesurada del brillo y el resultado –de transformarse en un fin en sí mismo– ¿no corre el riesgo de justificar cualquier medio para alcanzarlo? Y, en tanto configura nuestra forma de relacionarnos con los demás, ¿no supone además adoptar una inclinación por valorar a los demás, no por su “buen hacer”, sino por el brillo que hubieran podido alcanzar?

He visto, tantas veces y a tantos, inclinarse ante quien ostenta brillo, capacidad de disposición o simplemente dinero –aún desconociendo su hacer o sus logros– que siempre generó en mí dudas. Tantas otras veces vi desestimar a quien comprometido, competente y desinteresado, entregado a hacer las cosas y a hacerlas bien; que me llevó a dudar aún más. Tanto del reconocimiento como del supuesto señorío. ¿No hemos visto a cientos de éstos despojados de reconocimiento? Lo más triste es que tal despojo les haya sobrevenido, justamente, por “no hacer gala” de lo que hacen. Por solo volcar pasión y amor por su trabajo y por el arte del que se trate.

Pero volviendo a nuestras confusiones, ¿qué es lo que nos lleva a no distinguir brillo de señorío y notoriedad de bonhomía? ¿A ver méritos donde no los hay y a no verlos donde los hay?

d.2. ¿Cantidad o calidad? ¿Por qué nos cuesta tanto valorar lo intangible?

Pareciera que, como sociedad, valoramos mucho más lo cuantitativo que lo cualitativo. Los títulos u honores obtenidos, la gente que se conoce o el dinero del que se dispone y que reemplaza al tiempo que se es capaz de ofrecer, la gestión y la calidad del trabajo que se es capaz de hacer. En otras palabras, estimamos tanto lo tangible, que subestimamos lo que está oculto a los ojos: lo que no es fácilmente cuantificable: la capacidad, el talento, el afán, la dedicación, la honestidad. Las actitudes y competencias que hacen a un buen desempeño. No al brillo. Confusión que quizás explique esa tendencia a apropiarse irreflexivamente de las cualidades intangibles del otro: del artista, del hacedor y de todo aquel que hace lo hace, por el valor que encuentra en hacerlo y el amor que pone en ello.

d.3. ¿Buena intención o inconsciencia?

—“Pero, ¡si yo no te quise hacer eso! ¿Cómo podés pensar que quise hacerte daño?”.

Nos autoexculpamos, aludiendo a nuestra falta de mala intención. Liberándonos de toda culpa por el acto realizado. Pero olvidando que ello no borra las consecuencias de lo hecho; ni del perdón que corresponda pedir o del error a enmendar. Exculparnos en la falta de intención no solo supone desestimar el daño y la ofensa. Agrega –al atender solo a lo que sentimos nosotros respecto de lo hecho– el destrato hacia el otro. Su desconsideración. Desentendiéndose de lo hecho y lo provocado con ello en el otro.

e. Las incoherencias en el ÁMBITO de lo PÚBLICO

e.1. ¿De todos o propio?

La primera y principal trampa, que pienso, acecha a todo administrador o gobernante, consiste en confundir lo que se le ha confiado y es de otros –¡o de todos!– con lo propio. Con aquello de lo cual puede disponer según su voluntad, es decir, para, por y según su propio y único parecer. Pero confundir esa prioridad para decidir sobre lo de otros –que es delegada y concedida– con la capacidad de disponer de ello a título personal y sin informar, consultar, ni dar cuenta; es grave. Supone apropiarse del derecho ajeno.