El deterioro de un mundo - François-Henri Désérable - E-Book

El deterioro de un mundo E-Book

François-Henri Désérable

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Beschreibung

«El miedo era para el pueblo iraní un compañero asiduo, la mitad fiel de la vida. Los iraníes vivían con el gusto arenoso del miedo en la boca. Solo que, con la muerte de Mahsa Amini, había sido silenciado: se había desvanecido en pro del coraje.» Finales de 2022. En plena represión de las manifestaciones que siguen a la muerte de Mahsa Amini, François-Henri Désérable pasa cuarenta días en Irán, que cruza de un extremo al otro, desde Teherán hasta los confines de Baluchistán. Detenido por los Guardianes de la Revolución y obligado a abandonar el país, Désérable regresa a Francia con este libro de viajes en el que narra El deterioro de un mundo: el de una República Islámica acorralada que reprime con sangre las aspiraciones del pueblo.

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EL DETERIORO DE UN MUNDO

FRANÇOIS-HENRI DÉSÉRABLE

EL DETERIORO DE UN MUNDO

UNA TRAVESÍA POR IRÁN

TRADUCCIÓNLOLA BERMÚDEZ MEDINA

 

 

 

 

 

 

CABARET VOLTAIRE

2024

PRIMERA EDICIÓNfebrero2024

TÍTULO ORIGINALL’Usure d’un monde

Publicado por

EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.

[email protected]

www.cabaretvoltaire.es

©2023 Éditions Gallimard

©de la traducción, 2024 Lola Bermúdez Medina

©de esta edición, 2024 Editorial Cabaret Voltaire SL

IBIC: FA

ISBN-13: 978-84-19047-75-5

Producción del ePub:booqlab

Dirección y Diseño de la Colección

MIGUEL LÁZARO GARCÍA

JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA

Fotografías

Interior: Todas las fotos reproducidas en esta obra

han sido tomadas por el autor

Cubierta: Harem Scene, 2015©Hamed Sadrarhami

Guarda: retrato del autor ©Claire Désérable

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

A las iraníescon el viento en contray los cabellos al viento

Aquí, donde nada funciona, hemos encontrado más hospitalidad, altruismo, delicadeza y ayuda de los que se encontrarían dos persas viajeros que llegasen a mi ciudad, donde, en cambio, todo va bien.

NICOLAS BOUVIER,Los caminos del mundo

 

 

 

—¿Señor Désérable?

No acostumbro a filtrar las llamadas de números desconocidos. En lo desconocido existe siempre una parte de misterio que hay que dilucidar. Incluso, como sucede a menudo, aunque el misterio resulte ser finalmente un vendedor de telefonía o un pelmazo de ese tipo, cuando veo en la pantalla un número desconocido, descuelgo el teléfono.

—Buenos días, le llamo desde el centro de crisis del Ministerio de Asuntos Exteriores. Tenemos constancia de que ha informado a la Embajada de Francia de su intención de viajar a Irán. Se lo digo con toda claridad: renuncie. Está formalmente desaconsejado, óigame bien, formalmente desaconsejado, viajar a Irán. Todo el territorio está considerado zona roja, casi ya no quedan franceses allí: los pocos que quedan están regresando, y los que no regresan es porque están en la cárcel. En este momento en el que le hablo, tenemos a varios compatriotas entre rejas. El riesgo de arresto y detención arbitraria es muy elevado, ¿me oye?, muy muy elevado. Si le detienen, le abrirán un expediente completamente inventado y le condenarán por cualquier cosa: espionaje, propaganda o conspiración para atentar contra la seguridad nacional; encontrarán un motivo, siempre encuentran un motivo. Le convertirán en un peón, en moneda de cambio, no podremos proporcionarle protección consular, no podrá recibir visitas en la cárcel, no podremos hacer nada; en definitiva, permanecerá allí durante años: uno, dos, diez años, quizá, vaya usted a saber, ¿me oye, señor Désérable?

—Es que…

—Irán no es un Estado de derecho, señor Désérable. Renuncie a su viaje.

—Me gustaría, pero…

En ese mismo momento, en un altavoz chisporroteaba otra voz:

«Señoras, señores, buenos días, soy su jefe de cabina. El piloto y el conjunto de la tripulación tienen el placer de recibirles a bordo de este vuelo con destino a Teherán. Por favor, abróchense los cinturones, apaguen sus aparatos electrónicos y pongan su teléfono móvil en modo avión…»

—¿Señor Désérable? ¿Señor Désérable?

PARÍS-TEHERÁN

Primero tuve que pedir un visado. Lo hice con antelación, con mucha antelación, sesenta días antes de mi partida. «Así está bien», me decía a mí mismo, «tengo tiempo de sobra», pero no lo tenía. Me proponían una cita para dentro de seis meses. Una agencia que tenía buenos contactos en la embajada podía apañarme la cosa en tres días. Solo tenía que transferir cuarenta euros a una cuenta (cuidado, no había que mencionar «Irán» en el motivo de la transferencia; si no, rechazarían el pago) y conseguiría una cita en un plazo razonable. El soborno funcionó: tres días más tarde estaba en la Avenue d’Iéna ante la Embajada de la República Islámica.

Se entraba por la calle trasera. Se accedía por una doble puerta, había que dejar el teléfono y coger un ticket: estado civil, pasaportes, asuntos sociales, visados; había que elegir. Unas veinte personas esperaban en la sala: yo era el único en pedir un visado. Una amiga me dijo que me hiciera el bobo si me preguntaban por los motivos de mi viaje: «¿Manifestaciones? ¿Cómo? ¿Qué manifestaciones?». Pero yo no soy partidario de tomar a la gente por imbécil, y menos aún a quienes tienen que sellarte el pasaporte. Si me preguntaban por mi profesión, tenía que decir que era «escritor». Esto es, algo tan cercano a un periodista como un charcutero a un carnicero. A los periodistas, la República Islámica no les concedía visado: les ofrecía alojamiento y comida, pero entre rejas. Y si me preguntaban por qué Irán, por qué en aquel momento, les contaría la verdad, diría que el viaje estaba previsto desde hacía tiempo y pronunciaría el nombre de un mago de la carretera: Nicolas Bouvier.

En junio de 1953, Bouvier se reúne con su amigo Thierry Vernet en Belgrado. Tienen veinticuatro y veintiséis años respectivamente, crecieron en Ginebra, se habían conocido diez años antes en los pupitres de la escuela; uno escribe, el otro pinta; tienen un Fiat Topolino, dos años por delante y dinero para cuatro meses: «Nuestro programa era vago, pero en este tipo de circunstancias lo importante es partir. (…) Cuando este deseo es capaz de resistir los primeros envites del sentido común, buscamos entonces razones que nos lo expliquen. Y encontramos algunas, pero todas ellas resultan endebles. En realidad, no hay palabra para nombrar aquello que te empuja. Es algo que crece en ti y que va soltando amarras, hasta que llega un día en el que, aunque no te sientas demasiado seguro, te vas de verdad».1

Los dos jóvenes atraviesan los Balcanes, Anatolia, Irán, que ya no se llama Persia; hacen una parada en Quetta, Paquistán, y se separan un año y medio más tarde en Kabul. Diez años después de la partida, Bouvier publica un relato ilustrado con los dibujos de Vernet: Los caminos del mundo.

Para mí, el descubrimiento de Bouvier, a los veinticinco años, tuvo un impacto como he conocido pocos en mi vida de lector. Era realmente tomarle la medida y el pulso al mundo. Te das cuenta de que es inmenso y grandioso y terrible, y que no has visto nada. A partir de ese momento, ninguna palabra te parece más hermosa, más fascinante que viaje, y solo tienes una obsesión: partir. Pero, enseguida, es el viaje el que te atrapa a ti, te agarra y, tres meses, seis meses, diez meses más tarde, te expulsa hacia una vida sedentaria, a la que tendrás que acostumbrarte. Los años vuelan y la juventud se desvanece; la bolsa de viaje acumula polvo en el fondo de un armario. Y una mañana, vuelves a partir. En el camino, adoptas una regla de vida a la que te ajustarás siempre: pasar la mitad de tus días en este mundo viéndolo y la otra mitad, escribiéndolo.

Los caminos del mundo se convirtió en mi Biblia. El Evangelio de la ruta según san Nicolas. Una tarde de primavera, en Cologny, en las afueras de Ginebra, en una casa blanca con postigos verdes, me encontré con Manuel, su hijo menor. Me contó que Nicolas escribía con la mano izquierda y con un rotulador negro mientras escuchaba a Debussy; me enseñó sus globos terráqueos, la biblioteca, un ejemplar de Los caminos de mundo, «esa vieja historia triste y alegre», dedicado por su padre. Luego fuimos a visitar su tumba, la tumba de san Nicolas: ninguna losa, solo una minúscula placa (Nicolas Bouvier, 1929-1998), cuatro listones de madera que formaban un rectángulo cubierto con gravilla, una miniatura de hojalata del Fiat Topolino que una mano anónima había depositado allí y un guijarro en el que se podía leer: «Y ahora, Nicolas, enséñanos los caminos del cielo». Era el 16 de mayo de 2019, me juré que un año más tarde seguiría sus huellas. Iría a Irán.

Un año más tarde, estábamos confinados y solo podíamos salir una hora al día, únicamente por motivos urgentes y siempre con mascarilla. Los comercios no esenciales estaban cerrados y también las fronteras. Las de Irán no volvieron a abrir hasta el otoño de 2021. Acababa de publicar una novela, no era el momento de comenzar un viaje de larga duración. Daba igual, sería para finales de 2022.

Un año después, una joven iraní originaria del Kurdistán va a visitar a su hermano, que reside en Teherán. El velo no le cubre completamente los cabellos, al menos según los dos agentes de la policía de la moral que patrullaban la zona y que la hacen subir a la parte trasera de un furgón. Motivo: «uso inapropiado de la vestimenta». Su hermano y su primo protestan, pero los agentes los tranquilizan: tardarán solo una hora como mucho, el tiempo de recordarle el código de vestimenta en vigor. Un poco más tarde, la joven está en el hospital, en coma. Las autoridades aseguran que no le hicieron nada, que no la habían tocado, que se desmayó por sí sola como se marchita una rosa, algo corriente entre las chicas de veintidós años. Un escáner cerebral muestra fractura ósea, una hemorragia y un edema: todo hace pensar que la golpearon repetidamente en la cabeza. Las que fueron detenidas con ella son categóricas: en el furgón, los agentes la insultaron y, durante la prisión preventiva, le dieron tal paliza que perdió el conocimiento. Unos días más tarde, en Saqqez, en el Kurdistán iraní, los funerales de la chica dieron lugar a una manifestación, dispersada por la policía. El nombre de Mahsa Amini corre de boca en boca y pronto todo el país lo murmura, luego lo grita a pleno pulmón en las calles, en las plazas, en las universidades de Teherán, de Isfahán, de Mahabad o de Tabriz. Y entonces se suceden escenas que hasta hace poco resultaban impensables. En Shiraz, se ve a una chica encaramada a un coche con el hiyab en la mano y gritando: «¡Muerte al dictador!»; en Kermán, algunas estudiantes queman el velo y bailan a su alrededor; en una escuela de Teherán, unas alumnas de secundaria con la cabeza descubierta saludan con una peineta la foto del ayatolá Jamenei; por todas partes en Irán hay mujeres con los cabellos al viento y una piedra en la mano, dispuestas a desafiar al régimen. Pero el régimen no es de los que dejan la cólera sin castigo. Tras ocho semanas de levantamiento, los muertos ascienden a trescientos catorce, de los que cuarenta y siete son niños. En Qazvin, la hermana de Javad Heydari se corta el cabello ante la tumba de su hermano; en Kermanshah, Roya Piraie se mantiene erguida, con la mirada dura, insolente, con la cabeza rapada y su melena pelirroja en la mano, ante la tumba de su madre. Y eso por no hablar de toda la gente que estaba en las cárceles. En apenas sesenta días, catorce mil iraníes fueron encarcelados en las prisiones de la República Islámica, y unos cuarenta extranjeros. Un español que iba a pie a la Copa del Mundo de Catar y que aprovechó para visitar la tumba de Mahsa Amini: a la cárcel. Una italiana que en su cuenta de Instagram se manifestó impresionada por el coraje del pueblo iraní: a la cárcel.

En aquel avión hacia Teherán, no las tenía todas conmigo. Aparte de la tripulación, yo era el único extranjero. No sabía lo que me encontraría al llegar. Aunque me hubieran concedido un visado, la probabilidad de que me echaran para atrás en la frontera no era desdeñable, y ya me veía en un vuelo hacia París. Trataba de no pensar y yo, que en el avión no consigo cerrar los ojos, me desperté veinte minutos antes del aterrizaje. A mi izquierda, un hombre ponía el reloj en hora: eran dos horas y media más en Teherán. A mi derecha, una mujer se cubría el cabello: habíamos entrado en el espacio aéreo iraní.

No había nadie en la ventanilla Foreign Passports del puesto de control del aeropuerto Imán Jomeini. ¿Para qué? Los extranjeros ya no venían a Irán. El agente de aduanas, un hombre apático y huraño, llevaba una mascarilla de tela por debajo de la barbilla. Hojeó displicentemente mi pasaporte y echó un vistazo al visado. Tan permisivo con los microbios como con los franceses que se presentaban ante él, selló una hoja suelta. Bienvenido a Teherán.

En la recepción del albergue, me recibió una chica con un hiyab poco disciplinado que le cubría solo la mitad de sus cabellos. Fotocopió mi pasaporte y me dio las llaves de la habitación. Deposité la bolsa y saqué mis cosas; tenía hambre.

«Cena quien duerme», se podía leer en la Edad Media en las puertas de los albergues, cuando en ellos existía el derecho a negar el alojamiento al viajero que no quería el cubierto. Por mi parte, aquel día me apetecía cenar bien. Estaba hambriento de verdad y hubiera podido comerme Irán entero, e incluso Kuwait de postre, pero ya casi era medianoche, así que a ver quién era el listo que encontraba un sitio abierto a esas horas. Fui a mirar en las cocinas: nada, ni siquiera un fondo de cacerola que rascar. En el vestíbulo de la entrada, que hacía de comedor, un tipo joven, de unos veinticinco años como mucho, se estaba zampando un plato de espaguetis a la boloñesa. ¿Acaso me vio mirar de reojo el plato? Solo se había comido la mitad y me propuso que lo terminara. Rechacé, él insistió: «Lo que es mío es tuyo», me dijo. Se llamaba Saeid.

Saeid no solo compartió conmigo su pitanza, sino que también manifestó una curiosidad insaciable por mi persona: de qué país era, qué había venido a hacer a Irán, por qué ciudades iba a pasar y cuánto tiempo tenía pensado quedarme; en su actitud, reconocía esa disposición de corazón y de espíritu que se les atribuye a los iraníes, siempre deseosos, como buenos anfitriones, de saber más sobre los extranjeros con los que se encuentran. Luego la conversación derivó hacia la política. ¿Había oído hablar de Mahsa Amini? ¿Y de las manifestaciones? ¿Sabía lo de las manifestaciones? ¿Qué pensaban los franceses? Él había participado y seguiría haciéndolo: el régimen tenía que caer, costara lo que costara. Mientras Saeid descubría más cosas sobre mí, la chica de la recepción me miraba, primero furtivamente y luego cada vez con mayor insistencia, hasta el punto de que empecé a sentirme incómodo; me sentía observado. Mi escasa experiencia de la vida —unida a mi conocimiento del amor y de los mecanismos de la seducción— no me dejaba ninguna duda: yo le gustaba. Solo había que ver su lenguaje corporal: cómo se le sonrojaban las mejillas, las miradas cómplices que me dirigía, sus ademanes confusos, desordenados, sus torpes gestos para atraer mi atención —un bolígrafo que dejó caer voluntariamente— y cómo buscaba cualquier pretexto para pasar por delante de nosotros, una primera vez para secar la mesa y una segunda para preguntarnos si todo iba bien, si queríamos algo, una botella de agua, una Coca-Cola o algo así. Estaba claro: se había enamorado de mí, había tenido un flechazo, no podía llamarse de otra manera. Y acabé de confirmarlo cuando, aprovechando un instante en que me quedé solo —mi interlocutor había ido a mear—, se abalanzó sobre mí para deslizarme en la mano una hoja de papel doblada en la que, con letra temblorosa, con una audacia que le extrañaba a ella misma y un descaro al que no estaba acostumbrada, había tenido que declararme su pasión. Cuando Saeid volvió del aseo, ella regresó inmediatamente a la recepción, detrás del pupitre desde el que ahora me daba la espalda, absorta de repente en la pantalla del ordenador. Fingir indiferencia: otra técnica de seducción comprobada. Saeid retomó la conversación donde la habíamos dejado. Quería saber qué pensaba yo de los mulás, si tenía previsto manifestarme; si fuera necesario, podía darme algunos contactos, etcétera. Su teléfono vibró. Se excusó y se tomó unos segundos para consultar el mensaje que había recibido; yo, por mi parte, aproveché para abrir la misiva y leer por fin lo que había garabateado la chica:

Beware! This guy: maybe government agent!2

TEHERÁN. EN EL ALBERGUE

No éramos muchos europeos en el albergue. Los Veintisiete habían desaconsejado tan encarecidamente a sus ciudadanos el viajar a la República Islámica que, en siete u ocho días en Teherán, solo me crucé con uno. Marek, un alemán de veintidós años con el cabello rubio y despeinado, las paletas separadas, los ojos grandes y asustados, y como sorprendido por estar allí y por las malas pasadas que le jugaba la vida. Tres meses antes, de viaje de novios por Estambul, en un puesto de frutas y verduras de un supermercado en Taksim, su flamante esposa le dijo que amaba a otro, que lo sentía mucho y que regresaba a Múnich. Marek tenía una sandía en las manos: la dejó caer. Había leído Werther y a los románticos alemanes: estaba decidido a lanzarse a las aguas del Bósforo. La idea le rondó durante dos días y luego la abandonó. Ahora no podía ver ninguna sandía sin ponerse a llorar, y qué. No existía ninguna razón para matarse. Al devolverlo al celibato, su esposa tuvo también la delicadeza de devolverle el anillo de compromiso: lo malvendió en una joyería del bazar y se compró una bicicleta. Atravesaría Asia, a razón de cincuenta kilómetros por día, hasta el país de los tamiles, en el extremo sur de la India. Un viaje alrededor del mundo, decía su compatriota Keyserling, es para el hombre el camino más corto hacia sí mismo. Conforme pedaleaba, su tristeza se difuminaba: las penas del corazón son menos cuando a uno le duelen las piernas.

No había muchos europeos, pero sí iraníes, algunos paquistaníes y, sobre todo, afganos. Estos últimos habían venido en autobús desde Kabul. Eran siete y hacían rancho aparte, siempre aislados, ariscos, desconfiados, temerosos. La expresión «hombro con hombro» está quizá algo devaluada, pero nunca me pareció más acertada. Por las mañanas, los veía desayunar juntos, y también juntos iban a asediar la Embajada de México. Las autoridades no eran meticulosas y los afganos terminarían por conseguir un visado: en cuanto a las formalidades, los mexicanos los hacían esperar un poco, pero su país, ellos lo sabían, no era sino una etapa. Después, el problema sería de los gringos.

Había también un octavo afgano que se mantenía al margen. Hablaba inglés, lo había aprendido en Fayetteville, Arkansas, donde pudo estudiar con una beca. Crecer en Kabul y soñar con Nueva York para encontrarse en el Bible Belt es como pensar en París y acabar en Auvergne, pero sin volcanes y encima rodeado de rednecks. Allí pasó dos años y no recordaba nada, salvo los Walmart. Habib era locuaz, jovial, puro músculo. Tenía treinta años, los brazos como mis muslos y los muslos como un tronco. El bodybuilding no era su oficio, solo un hobby que él se tomaba en serio: cada día levantaba pesas durante tres horas, se inyectaba hormonas todas las noches e ingería doce huevos —¡doce!— para desayunar, de los que solo se comía la clara («demasiado grasa en la yema, ¿las quieres?»).

En Kabul, era funcionario, estaba bien situado, pero luego vinieron los talibanes. ¿Afganistán? No se hacía ilusiones: el país estaba jodido. La prueba: a muchos afganos, Irán les parecía un paraíso, que ya es decir. Cuando comprendió que los talibanes habían venido para quedarse, Habib se largó dirección a Teherán, donde esperaba conseguir un visado para Australia. Pero, por superstición, ante los demás afirmaba que planeaba irse a Berlín. ¡Alemania! Aquello le encantó al ingeniero hindú recientemente jubilado con el que compartía el dormitorio. Ni mujer ni hijos, sin pelo —que parecía haber emigrado al bigote—, con un poco de dinero ahorrado, sin mucho que esperar de una vida ociosa: Dhananjay decidió largarse. Primero, Irán; luego, Turquía, Bulgaria y Grecia, donde, finalmente, pasaría el resto de sus días. Fantaseaba con alguna isla pequeña cuyo nombre acabara en -os, una casa blanca con tejado azul frente al mar, asando en la terraza la pesca de la mañana, dándole vueltas a los recuerdos, que irían difuminándose poco a poco hasta desaparecer. Hacía cuarenta años, durante un semestre, había asistido a las clases del Goethe-Institut de Mumbai. ¿Habib se iba a Alemania? Tenía que aprender alemán. Dhananjay se había empeñado en que fuera su alumno. La idea le iluminaba el rostro, y el afgano, que se habría recriminado contrariar aquel ingenuo entusiasmo, no se atrevía a revelarle su verdadero destino. Por eso todas las mañanas, durante una hora, dejaba que el anciano hindú le enseñara los rudimentos del alemán que recordaba. Habib se aplicaba y rellenaba su cuaderno —ich bin, du bist, er ist, etcétera— y, día tras día, los progresos del alumno eran el orgullo del profesor. Encaramada al samovar, nos esperaba la tetera, el té humeaba en los vasos, Habib y Dhananjay trabajaban y yo los escuchaba canturrear una melodía infantil: Grün, grün, grün sind alle meine Kleider…

Eran varios los que trabajaban en aquel albergue. Y al frente de aquel reino de efímeros súbditos estaba Sheyda. No hacía falta pedirle su opinión, la llevaba encima: una larga cabellera morena sin velo. Desde que se quitó el hiyab, su tío la llamaba dokhtare sabok, «chica fácil». El término me era familiar. Algunos meses antes, conocí a Suzanne, francesa de padres iraníes, abogada y autora de una novela sobre su país de origen.3 Me explicó que existe todo un campo léxico en farsi para denigrar a la mujer libre. «A una chica que se acuesta a diestro y siniestro, los iraníes la califican como kharab. Estropeada. Defectuosa. Un juguete roto es un juguete kharab. Una fruta podrida es una fruta kharab. Descompuesta. No apta para el consumo. Lo que está kharab se elimina, se tira. El mejor cumplido que pueda esperar una chica es que se diga de ella: aftab mahtab nadidatesh, “nunca la vieron ni los rayos del sol ni los de la luna”. Uno puede casarse con ellas, a condición de que tengan menos de treinta años. Treinta años es la edad fatídica, la edad guillotina. Después, la chica se convierte en torshideh. Torshideh es la acidez de la leche cortada, el dudoso sabor de la comida en mal estado.» Sheyda tenía veintinueve años, sin pareja ni intención de tenerla. Los tíos no eran lo suyo