El don de Vorace - Félix Francisco Casanova - E-Book

El don de Vorace E-Book

Félix Francisco Casanova

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Beschreibung

El don de Vorace hermana a Casanova con Rimbaud, por su genialidad, su provocación y su muerte temprana.

Se advierte en Casanova la gracia, el desparpajo, la propensión lúdica de un ángel con rasgos diabólicos, todo lo cual exime a su arte de las esperables convenciones del oficio.

El libro, abiertamente inverosímil, es de principio a fin una parodia y denota un esfuerzo imaginativo poco común. Es la deriva criminal de un hombre a quien la inmortalidad ha despojado de principios morales.

Según las anotaciones en su diario íntimo, Yo hubiera o hubiese amado, publicado en Demipage, tardó cuarenta y cuatro días en escribir la novela El don de Vorace. Entre el 9 de junio y el 23 de julio de 1974. El autor tenía 17 años.

Una novela absurdamente excepcional !

EXTRACTO

Me siento realmente mejor. Las vírgulas de agua en la ventana desdibujan el paisaje, o quizá son mis ojos los que despliegan esta cortina de lluvia a mi alrededor. Creo que he sonreído justo como los moribundos alegres, pero tampoco en esta ocasión termino de morirme. Estoy llegando al colmo de lo grotesco.

Cuento hasta diez y me impulso hacia adelante. Mi espalda parece pegada con chicle al colchón, las sábanas son la continuación de mi piel y este sudor de animal enfermo recorriéndome el cuerpo como un pecado. Comienzo a enjaezar a la bestia de mi cerebro: la montura del razonamiento, los estribos de la lógica. Me desembarazo de la blusa del pijama como si se la quitara a un muerto. Arrastro mis pies desde el fondo de la cama, nunca pensé que fueran tan pesados. No dudo de que alguien me confunda con un zombie abandonando el ataúd. La disnea disminuye. De repente me encuentro de pie, temblando intento asirme a la cómoda, pero ya no hay cómoda sino un pequeño taburete con frascos medicinales. Atrapo uno que tiene forma de botella y lo alzo hasta mis ojos, pero no consigo unir más de dos sílabas.

LO QUE DICE LA CRÍTICA

El don de Vorace ganó el premio Pérez Armas de novela en 1974.

SOBRE EL AUTOR

Félix Francisco Casanova (1956-1976) era el hijo del poeta y médico Félix Casanova de Ayala. El padre describió así al joven escritor: «Desde temprana edad –ya a los siete u ocho años– solía sorprenderme con frases insólitas que yo me preguntaba dónde podría haber leído. Eran giros sueltos, casi surrealistas y esotéricos, cuyas fuentes me era imposible inquirir en ninguno de los libros de mi biblioteca que pudiera caer en sus manos». Después, Félix Francisco fundó un grupo de rock y el movimiento literario Equipo Hovno. En 1973, a los diecisiete años, obtuvo con su libro El invernadero el principal premio de poesía de Canarias, el Julio Tovar. En 1974 ganó el Pérez Armas de novela con la obra reeditada por Demipage, El don de Vorace. Un mes antes de su muerte ganó, con el poemario Una maleta llena de hojas, el concurso organizado por el periódico La Tarde. Félix Francisco es también autor del diario Yo hubiera o hubiese amado, escrito en 1974. Murió a los diecinueve años, a causa de un escape de gas…

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Prólogo

Si convenimos en denominar genio a un hombre fecundo en afortunadas y audaces ocurrencias, Félix Francisco Casanova (1956-1976) mereció ese apelativo. Su muerte temprana le impidió ejercer más allá de la adolescencia su portentosa capacidad para manejar palabras con instinto poético. El parangón con Rimbaud es pertinente no sólo por dicha circunstancia. Acaso hermane a ambos escritores con mayor motivo la naturaleza rebelde y visionaria de sus respectivas obras, tan distintas por otros conceptos. En el mismo siglo en que transcurrió su vida nada modélica, Arthur Rimbaud obtuvo un lugar en los mármoles de Francia. España practica de costumbre la tardanza en el reconocimiento de sus hijos más sobresalientes.

Empeño inútil el de lamentar los logros vedados a un escritor fallecido prematuramente. No ha sido probado que el talento para la creación literaria opere de manera constante o acumulativa, ni siquiera que garantice frutos de mérito después de la precocidad. Aquella muerte antigua y no sabemos si accidental interfiere superfluamente en la lectura de los escritos que Casanova sí llegó a culminar en el proceso de su corta vida: la reunión completa de sus poemas que circula con el nombre deLa memoria olvidada, un diario que desconozco yEl don de Vorace, singular experimento en prosa que, por contener episodios y personajes, presenta un perfil de novela.

Confieso cierta resistencia a experimentar sorpresa cada vez que un poeta predice su muerte y luego, en efecto, muere. La muerte da pie a profecías de seguro cumplimiento. Supone, en cualquier caso, una desgracia, no un valor literario. Que Casanova la asociara con frecuencia al agua (él mismo falleció mientras tomaba un baño) inevitablemente añade un enigma a los muchos que urdió. Aquel muchacho experto en misterios solía acudir a la poesía con la disposición de no expresar las cosas comunes. De ahí que no escaseen en ella los vocablos inusuales, los de sentido exótico, los inventados para la ocasión.

Se advierte en Casanova la gracia, el desparpajo, la propensión lúdica de un ángel con rasgos diabólicos, todo lo cual exime a su arte de las esperables convenciones del oficio. Si hay algo que todavía asombra en él es el hecho infrecuente de que un joven de diecisiete años escriba poemas sin incurrir en la imitación de la poesía. Incluso las veces en que cuenta sílabas evita embutir las palabras en formas métricas reconocibles. Con escepticismo propio de adultos desengañados, gustó de mofarse de la solemnidad a la que son tan apegados los frecuentadores delgénero poético. No mostró mayor indulgencia con sus propios escritos.

Como la música que tanto amó, sus poemas ni requieren ni excluyen el tamiz del raciocinio para ser disfrutados. A menudo suenan como si acompañasen a una melodía que el poeta hubiera escuchado en el instante de la escritura. Resulta de ello una fluencia que se preocupa más por responder a un ritmo o crear una atmósfera que por constituir la lógica lineal de un discurso, todo ello copiosamente sazonado con bromas surrealistas, notas de humor negro y una pericia sin igual para desfamiliarizar la realidad mediante la combinación novedosa de detalles. En sus versos abundan los chispazos de genio que todavía, tantos años después, cortan el aliento al lector, al tiempo que hacen de Félix Francisco Casanova un poeta sobremanera susceptible de ser citado.

La relectura me afirma en el convencimiento de queEl don de Voracerepresenta, junto con cierto número de poemas donde se insinúan pequeños relatos, la parte más valiosa de su trabajo. El libro, abiertamente inverosímil, es de principio a fin una parodia. Construida sobre la estructura de un monólogo que admite la reproducción de conversaciones, alberga en sus páginas una sucesión de episodios macabros, escenas de violencia, actos irracionales, pesadillas y visiones que denotan un esfuerzo imaginativo poco común. Sabemos por el padre del autor, que contribuyó a la redacción del libro en funciones de mecanógrafo, que no pocos capítulos fueron repentizados a viva voz por Casanova, a quien apremiaba la cercanía del plazo de entrega de un concurso literario, uno de tantos que ganó. Un libro de esa índole no se planea. Se escribe en trance, se improvisa al calor de una inventiva ágil o simplemente le sale a uno.

Su protagonista, Bernardo Vorace, constata, tras varios intentos frustrados de suicidio, que es un hombre inmortal. El descubrimiento lo lleva a cabo en la primera página de la novela, tras despertarse con un agujero de bala en la sien. El resto del relato consiste en la deriva criminal de un hombre a quien la imposibilidad de morir ha despojado de principios morales. Desea anularse a cualquier precio, sin que fructifique ninguna de sus tentativas. Interviene en ficciones soñadas, se proyecta en un poeta depravado de otro siglo, se tira por el balcón o trata de suprimirse en la conciencia de sus conocidos, para lo cual los invita a una fiesta de disfraces, en la que él, por descontado, se viste y actúa de diablo. El lector deberá resignarse a una duda insoluble, ya que el desenlace no precisa si Bernando Vorace es ajusticiado por el verdugo o si ha soñado sus carcajadas y su muerte en la cámara de ejecución.

Fernando Aramburu

El don deVorace

1

Me siento realmente mejor. Las vírgulas de agua en la ventana desdibujan el paisaje, o quizá son mis ojos los que despliegan esta cortina de lluvia a mi alrededor. Creo que he sonreído justo como los moribundos alegres, pero tampoco en esta ocasión termino de morirme. Estoy llegando al colmo de lo grotesco.

Cuento hasta diez y me impulso hacia adelante. Mi espalda parece pegada con chicle al colchón, las sábanas son la continuación de mi piel y este sudor de animal enfermo recorriéndome el cuerpo como un pecado. Comienzo a enjaezar a la bestia de mi cerebro: la montura del razonamiento, los estribos de la lógica. Me desembarazo de la blusa del pijama como si se la quitara a un muerto. Arrastro mis pies desde el fondo de la cama, nunca pensé que fueran tan pesados. No dudo de que alguien me confunda con un zombie abandonando el ataúd. La disnea disminuye. De repente me encuentro de pie, temblando intento asirme a la cómoda, pero ya no hay cómoda sino un pequeño taburete con frascos medicinales. Atrapo uno que tiene forma de botella y lo alzo hasta mis ojos, pero no consigo unir más de dos sílabas. ¡Rayos, esto es indescifrable! (No sé si lo pienso o lo hablo). Quizás haya olvidado leer, amnesia total. Por un momento esto me parece maravilloso: saber nada y empezar de nuevo. Pero, vana ilusión, la memoria comienza a desandarlo todo y las imágenes, voces, nombres acuden a mí como la gente a la salida de un cine. Por fin acabo de leer el dichoso rótulo, pero ya las primeras sílabas se me han olvidado y no tengo ánimos para recomenzar. Con tenaz esfuerzo devuelvo el frasco al taburete y noto estar erguido, sin apoyarme en objeto alguno. Una cucarachita trepa por mi pie descalzo, la escupo con alegría, mientras se ahoga, los muebles van recuperando su color habitual e inmediatamente observo que los han cambiado de lugar. Casi a tientas busco la consola de caoba. Está justo en la otra pared, frente a la que antes ocupaba, y en seguida pienso (o digo) que es un cambio absurdo. Abro la gaveta y con un suspiro recojo mi agenda. Es preciso saber cuánto tiempo he delirado en ese horrible camastro, así es que acudo a la última página escrita. Una fecha: 2-diciembre y, con letra que cualquier grafólogo calificaría de melancólica y pesimista, leo: «Hoy es mi último día con vida (ojalá). Esta noche bajaré el telón… El demonio quiera que no se vuelva a subir». Luego vienen toda clase de detalles sobre el revólver con que me ejecuté y algunas estrofas sarcásticas referidas a lo que en realidad ha ocurrido y que ya intuía con cierta seguridad. Más adelante, una serie de recuerdos mal hilvanados, mis libros, padres, infancia… Un beso final para Martay la firma completa, con letra de molde: BERNARDO VORACE MARTÍN.

No puedo por menos que carcajearme de este nuevo intento fallido o llorar como sólo yo he llorado. Opto por enmudecer los pensamientos y andar sonámbulo. El demonio alzó el telón.

Llego a la sala de estar, que ahora es cuando realmente merece este nombre, pues antes era, en todo caso, la sala de no estar, con docenas de libros y discos a modo de alfombra y las huellas de mis vicios en techo y paredes. Ahora todo rezuma limpieza, los discos como los colocaría cualquier pulcro aficionado y los libros en orden, según editorial o autor. El gran sofá aparece acondicionado en forma de cama: almohada, sábana, manta. A su lado mi mesilla de noche conLas Flores del Malque yo había comenzado a leer antes del último suicidio. Lo hojeo y observo numerosos versos subrayados con carmín, los que comparan al poeta con el pájaro albatros: «El poeta es como este príncipe de las alturas / que asedia la tempestad y se ríe de las flechas, / desterrado en el suelo, entre burlas, / sus alas de gigante le impiden andar». Pero creo que mi caso es aún más triste. Junto a Baudelaire están un vaso con agua y el tubo de cápsulas rojas. Oigo abrirse la puerta, giro la cabeza… Y ahí está, vestida de vaquera, bolsa de supermercado en mano.

–¡Mi pequeño inmortal! –Marta con ojos llorosos–⁠. ¡Nunca lo conseguirás, eres Dios, eres Dios!

La tengo en mis brazos, los cuerpos amarrados, gritos en mis oídos. –¡Mi linda bestia ensangrentada, eres un Diablo!

Mientras me recuerda una y otra vez que no puedo ser aplastado como araña bajo zapato, me derramo de rodillas con mi rostro en sus rodillas… Lloro torpemente, como si fuese la primera vez que no muero.

2

Hemos almorzado las suculentas latas de bichitos que Marta trajo del supermercado. Acabo de ducharme, un esparadrapo cubre el agujero negro de la sien derecha, el pelo mojado en forma de coleta me recuerda la cara de mi madre. Marta comenta continuamente ese parecido.

–A mucha gente le asquea comer caracoles –Marta con salsa hasta en los ojos… ¡Pobres!

–A más gente le da asco comer carne humana –le digo mientras miro la dentellada que asoma sobre su escote.

–A ti no, mi buen Bernardo… caníbal querido.

De repente he puesto cara de circunstancias: – ¿Has leído mi diario?

–Lo leo desde que empezaste con esa manía. Te desconozco mejor que a mí misma. Eres el misterio viviente. En todo caso, el único que puede hablar de la muerte con una sonrisa de oreja a oreja.

Le sonrío como a los chistes malos y pienso (no digo) que esta desgraciada no se ha percatado de la magnitud de mi problema.

–Coruja, tú me tomas por una atracción de circo. Me ayudas a no morir, cuando sabes que deseo lo contrario.

–Es que te quiero –Marta mordiendo el abdomen de un caracol.

–Y lo dices así, como cualquier mujer enamorada de cualquier hombre enamorado.

–¡No! Lo digo como cualquier mujer enamorada de un monstruo.

Hemos permanecido unos minutos en silencio, robando con miga de pan los últimos charcos de salsa.

–¿Te ha gustado Baudelaire? –le pregunto, sabiendo que a ella le encantan todos los poetas.

–Mucho. He dibujado unos retratos de cómo hacían el amor Charles y su querida Jeanne…

–¿Como nosotros? –la interrumpo, gozoso de hacerle recordar mi ímpetu físico.

–No… ellos lo hacían de verdad –Marta riendo.

Ha ido a buscar sus dibujos, mientras pienso que la rutina es horrible, al menos en mi caso.

Tengo bajo mis ojos los dibujos a carbón: grandes trazos voluptuosos, manchas intensamente negras en los puntos clave, camastros de madera vieja y una tenue luz en las ventanas, botellas de alcohol y hojas de versos por el suelo.

–Sí, no se parecen en nada a nuestro amor –digo (sin pensar).

–Te has vuelto a equivocar, Bernardo, estos son los autorretratos de nuestros días de amor.

La muy condenada me había vuelto a coger. Efectivamente, en el dorso de los dibujos aparecen las fechas en que fueron hechos y unos malos poemas eróticos inspirados por aquellas circunstancias.

–¡Víbora! Enséñame los de Charles y la Duval.

–No he necesitado pintarlos –Marta como queriendo acabar un discurso dialéctico–, lo hacían exactamente igual que nosotros.

Tengo la sensación de estar aplastado. Todo esto me parece absurdo. Yo discutiendo sobre el amor. Me levanto bruscamente. Titubeo. Me vuelvo a sentar.

–Marta, querida, no juegues conmigo.

–¿Cuáles crees tú que son las flores del mal? –Marta intentando comenzar un tema trivial.

–Las flores pensamientos, sus grandes pétalos pueblan los bosques y resisten los cambios del tiempo. Son como almas humanas: ¡horribles! …Y la flor de loto, y las petunias, orquídeas, rosas, dalias, orejas de burro… todas, Marta, todas las flores son dignas de un ataúd.

Marta comprende que he llegado al colmo del malhumor, pasa sus dedos por mi frente y enreda un mechón:

–Sudas, Bernardo. Tranquilízate. Tómalo por el lado bueno. Podrás conocer todos los rincones de este planeta, amar a todas sus mujeres, asistir a los entierros de tus enemigos…

–¡Y de mis amigos! –restallo violentamente.

Marta baja la cabeza, sabe que ha metido la pata. Sus explicaciones no logran calmarme, al contrario, me lo ponen todo más difícil.

3

Marta duerme a mi lado. El cucú acaba de dar las tres de la noche. Ella me lo ha aclarado todo: la madrugada del 3 de diciembre llegó a mi piso, trastornada por el telegrama que le envié («te encargo los trámites de mi entierro»). Había dejado la casa de campo de David y volvía a mí con el corazón dando tumbos. Al verme tendido en el suelo, mi cuerpo temblando, la herida en la sien y el super-llama en lamano, cuenta haber dado un grito que no duda despertase a medio edificio. Cosa que no creo en ella, pues suele aguantar bien las emociones fuertes. Me limpió el cráneo, inyectóme morfina y me acomodó en el lecho como a un niño enfermo de paperas. Luego los cuidados de siempre y vuelta a la normalidad. Hoy, 10 de diciembre: ocho días. Otras veces la recuperación había durado menos, cuando las famosas cápsulas rojas, que tanto éxito tenían entre los suicidas, el volver a la vida fue cosa de risa. ¡Horroroso! Cierro los ojos.

4

Estoy soñando literalmente: En un pueblucho en la frontera de dos estados inhallables se celebraba cada diez años la Gran Mojiganga. Una fiesta con la que sus habitantes sufrían y gozaban. A mediados de invierno, los disfraces de animales abandonaban el arcón, las melenas del león peinadas, los adornos de la grulla retocados y pintadas las plumas del petirrojo. En plan simbólico, tres días antes del suceso, se disparaba al fondo del pozo de la plaza una flecha color zafiro de agua, con una invitación dirigida al Demonio y una máscara de macho cabrío para que éste la usara. A todas las fiestas siempre había acudido el inefable diablillo (generalmente el alcalde y pocas veces el doctor). Hasta una vez aparecieron dos demonios, cosa infrecuente, pues ese disfraz traía malas consecuencias (se cuenta que el anterior médico murió días después de la Mojiganga, con la máscara infernal destrozada entre sus manos). Las hogueras estaban preparadas, la carne de jabalí y las cerezas que las mujeres habían afanado en los vericuetos del bosque. Marta, la hija del alcalde, fue la elegida para arrojar la flecha, por lo tanto luego sería, durante las veinticuatro horas de la fiesta, la compañera del diablo de turno. Tras tensar el arco con sus manos de nieve, pronunció las palabras del ritual. El pueblo miraba con delicia y horror, el jadeo de los ancianos y la risa de los chiquillos (al pensar que Marta iba a matar alguna salamandra). La flecha penetró en la oscuridad, se extendió un enorme silencio: el dardo no tocaba el fondo. Los rostros semiraban sorprendidos, castañetearon los dientes de Marta. Su padre, palpándole los hombros, le susurró que la flecha debió de enredarse en algún matojo de las paredes del pozo. La joven volvió a respirar, un viejo color tierra se persignó lentamente.

Amanecía la fecha de la Gran Mojiganga, el sol intenso se colaba en los dormitorios donde se levantaban leonas, cuervos, bestias de dos cabezas (los matrimonios recién unidos gustaban de ir juntos). En la plaza, alrededor del pozo, las máscaras madrugadoras cantaban a coro. Lanzaron una larga cuerda que fue sujetada en el fondo, un perro verde dirigía la operación. Pronto la cabeza del macho cabrío emergió del pozo. Era un diablo flaco y alto, mejor caracterizado que otras veces (el alcalde estaba ya muy gordo y resultaba un tontuelo Lucifer). Comenzaron a sonar los violines y chirimías, los tambores de piel de lobo, los zapatos de tacón de madera. Bailaban grillos gigantes con elefantes enanos, faisanes con tigres y Marta, vestida de rata, con el macho cabrío. Al caer la noche encendieron las hogueras, las bocas de los animales con sabor a cereza, trozos de carne de jabalí en los senos de una pantera, gatos borrachos besándose con el perro verde, los ancianos sibilinos eran búhos con olor a canas. Marta estaba extenuada, su cuerpo de rata herido y feliz, los ojos del diablo clavados en cada animal. Un viento triste siseaba en los rincones de la plaza, unas sombras desdibujadas se introducían en el pozo, lloraba el fuego apagándose… Amanecía, el pueblo sembrado de disfraces vacíos, fue la última gran ceremonia, la auténtica Mojiganga.

5

Acabo de despertar. Me encuentro extrañamente bien, la sien casi no me molesta. El cucú canta diez veces, no comprendo cómo puedo dormir tanto. Marta trajina en la cocina.

–¡Amor, no hagas nada! –hoy tengo la voz potente–. ¡Vámonos a desayunar al parque!

–De acuerdo –contesta a poco volumen.

Estamos sentados frente a una mesita bajo un gran toldo amarillo. Marta sorbe su cortado: ¡uhm…!

–La naturaleza, poderosísima fuente de aventuras– decimos a coro.

Hemos vuelto a reír como antaño. La memoria es el mejor bálsamo, pero llegarán los días en que la mía abarcará tanto que las imágenes se repetirán en la vida misma.

Cruzamos los verdes ramajes, la hojarasca cruje bajo nuestros pies. De la mano como una estúpida pareja bajo un tibio sol de invierno. Extiendo mi pañuelo en el banco lleno de inscripciones y suciedad de paloma. Del bolsillo de mi abrigo sale la agenda.

–Lee la última página escrita, Marta, por favor.

–«Hoy es mi último día…».

–¡Alto! –la interrumpo–. Sáltate eso.

–«El revólver –prosigue Marta– es un superllama español, peine de nueve balas, calibre nueve milímetros largo, longitud doscientos dieciséis milímetros, altura ciento treinta y siete milímetros –mientras, yo río–, peso mil cien gr…».

–¡Para! Voy a explotar, Martita.

–No lo encuentro gracioso –Marta adquiere un tono serio que no le queda nada bien–. ¿Leo estos horribles versos?

–No.

–Ah. ¿Y estos sobre tus papás?

–Sí.

–«Nada vale una vida, excepto otra vida. Así la luz de los ojos de mi madre guiará mi balsa, serena y abismal…» ¿Sigo?

Marta ha notado que me estoy poniendo tontamente sentimental.

–No, déjalo ya –veo mi cara triste en el espejo de los ojos de Marta.

–Ñam-ñam, las tijeras de las bocas sobre los muslos, ñam, ñam –ríe, animándome, Marta sobre mis hombros. Este verso cubano era la frase de nuestros domingos en el mar.

–¡Sí, ñam, ñam!

6

Durante varios días nos hemos amado como en los dibujos a carbón. Hoy Marta toma el tren que pasa cerca de la casa de campo de David. Estamos tristes.

–¿Es necesario? –le pregunto.

–Sí, le quiero, le quiero mucho.

–¿Y yo?

–Tú tienes el infinito por delante. Siempre quedará tiempo para estar contigo. Sin embargo, David…

–David es un bendito que va a morir –alzo la voz–, un enfermo que se acerca a la tumba lentamente, ah, y además es cosa segura: no hay nada que le salve. ¡Es maravilloso!

Marta se ha levantado cabizbaja. He de suponer que está herida por mis palabras.