El druida - Steven A. McKay - E-Book

El druida E-Book

Steven A. McKay

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Beschreibung

Norte de Britania, 430 d. C. Las últimas tropas romanas han abandonado Britania a su suerte y sajones, jutos y anglos desembarcan en sus costas dispuestos a repartirse la isla. Un ataque inesperado deja la aldea de Dun Buic convertida en un montón de escombros y a muchos aldeanos muertos. Mientras los supervivientes intentan comprender lo ocurrido, el rey de Alt Clota le encarga a Bellicus, un joven guerrero druida, la misión de dar caza a los asaltantes, ya que estos se han llevado a su hija, la princesa Catia. Bellicus, con años de entrenamiento en las antiguas enseñanzas y una habilidad sin igual con la espada larga, emprenderá, en compañía de sus dos perros de guerra, un peligroso viaje. Este le llevará a recorrer esa vieja provincia del Imperio que pugna por sobrevivir en un mundo que, sin las legiones, se ha vuelto extraño. Un mundo en el que los sacrificios humanos, la guerra y la superstición conviven con el amor, las risas y las canciones y en el que el cristianismo parece estar ganando la batalla por las almas. Mientras tanto, Catia encuentra entre sus violentos captores a un inesperado aliado, pero ni siquiera él parece poder evitar el terrible destino que el rey Hengist tiene reservado para ella…

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Título original: The Druid

Primera edición: mayo de 2021

Copyright © Steven A. McKay, 2018

© de la traducción: Pedro Santamaría Fernández, 2021

© de esta edición: 2021, Ediciones Pàmies, S. L.C/ Mesena, 1828033 [email protected]

ISBN: 978-84-18491-31-3BIC: FV

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®Ilustración a partir de fotografías de Zhuravleva Katia/Swen Stroop/Shutterstock

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

1

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Nota del autor

Agradecimientos

Contenido especial

1

Año 430 a. C.Alt Clota, Norte de Britania

Bellicus alzó la mirada al cielo nocturno para disfrutar del siempre imponente espectáculo que suponía mientras vaciaba su vejiga de toda la cerveza de cebada que había bebido aquella noche. Los silenciosos puntitos de luz en la negrura, y la luna creciente, con sus extraños y enigmáticos surcos, hicieron que se sumiera en un trance casi absoluto, y, por un momento, llegó a olvidar dónde se encontraba.

Pero la puerta que tenía a su espalda se abrió, y el estruendo del alegre jaleo lo arrastró de nuevo a la realidad acompañado de un ligero y ebrio respingo. Se recogió y volvió a arrebujarse el imponente torso con la capa mientras le dedicaba al recién llegado un respetuoso saludo. Se trataba de un campesino de mediana edad que también había salido a aliviarse.

—¡Cai, Eolas!

Al oír la potente voz del druida, acudió al galope un perro joven que emergió de las sombras con la lengua fuera y los dientes, blancos, claramente visibles a la luz de la luna, como si estuviera sonriendo. A este lo siguió, instantes después, un can más viejo y enjuto. Después de echar un último vistazo al inmenso dosel de estrellas, Bellicus atrajo a las bestias hacia sí, empujó la puerta y volvió a entrar en la casa larga. La luz de la lumbre, junto con el abrumador olor a carne asada, vómito rancio y sudor, le asaltaron los sentidos mientras regresaba, a grandes zancadas, a la mesa del rey, con los siempre leales Cai y Eolas a su lado.

Corotico, rey supremo de los damnonii, alzó la mirada hacia la gigantesca silueta del druida de cabeza afeitada y puso los ojos en blanco cuando Nectovelio, señor de aquel asentamiento, le habló compungido al oído, aireando, sin duda, alguna protesta relativa a algún insignificante problema local de aquel lugar: Dun Buic. La esposa de Corotico, la reina Narina, estaba sentada a la derecha del rey, dándole sorbos a un cáliz de vino.

Bellicus volvió a sentarse en su sitio, junto a Nectovelio, arrancó un trozo de pan de la hogaza recién hecha que tenía delante y empezó a masticar, pensativo, mientras sus ojos de color avellana observaban la casa larga, fijándose en todos y en todo.

Gozaba de un talento especial para comprender a la gente, para juzgar con acierto el carácter de un hombre con tan solo examinar sus facciones y el modo que tenía de comportarse. Corotico sentía un profundo aprecio por su intuición, algo que lo había llevado a disfrutar de una elevada posición en calidad de consejero personal del rey.

—¿Quién mejor para que esté a tu lado —había sonreído Corotico— que un druida gigante capaz de leer las intenciones de los hombres en un instante y de luchar como un centurión?

Bellicus sintió un cálido resplandor tanto de orgullo, al recordar tales alabanzas, como producto de la cerveza, otra jarra de la cual se llevó a los labios para saborear con deleite.

Era cierto, se le daba bien juzgar a las personas, un regalo de dioses que, al igual que sus otros talentos naturales, había logrado aguzar al máximo gracias a sus mentores druidas. Del mismo modo, sus celebradas habilidades marciales tenían su origen en años de duro trabajo, instinto natural y los mejores maestros a este lado del muro romano.

Ser más alto que cualquier otro hombre que hubiese conocido también le confería cierta ventaja cuando se trataba de combatir, aunque, siendo un druida, no se esperaba de él que ocupara un lugar en el muro de escudos. Bien era cierto que esto no había evitado que lo probara en un puñado de ocasiones. En su primera y aterradora batalla, sus entrañas casi se habían convertido en agua, pero se obligó a sí mismo a vivir de nuevo la experiencia una vez, y luego otra, hasta que un día tan solo sintió ciertos nervios y no terror cuando sus compañeros y él resistieron la carga de dos docenas de saqueadores venidos del mar que se extendía al oeste.

Después de aquello había abandonado el muro de escudos. Había sometido su miedo, y con eso vio cumplido su objetivo.

Ahora estaba ahí sentado, en la cálida casa larga a pesar de la noche fría con su maravilloso cielo privado de nubes, observando cómo los hombres y mujeres de Dun Buic disfrutaban de la hospitalidad de su anfitrión.

El rey Corotico, con su familia y guardia personal, había visitado recientemente a muchos de los señores que estaban ligados a él por juramento, en un viaje que llevaba durando ya varias semanas y durante el cual había recorrido gran parte de la vieja muralla erigida por Antonino Pío la cual, al contrario que las fortificaciones anteriores, levantadas por el emperador Adriano más al sur, era más un montículo de tierra que una edificación de piedra. En su camino de regreso a su hogar, la gran fortaleza de Dun Breatann, se había detenido aquí, en la cercana Dun Buic, donde Nectovelio se mostró encantado de recibir tanto al rey como a la reina.

Nectovelio se puso en pie en ese momento, con la cara iluminada por la bebida, un tanto tambaleante, pero contento.

—¡Amigos! —gritó al tiempo que levantaba el brazo derecho derramando hidromiel sobre las mugrientas esteras que cubrían el suelo—. Amigos —volvió a decir. Su voz quedó ahogada por el ebrio jaleo y, una vez más, Corotico miró a Bellicus a los ojos con un gesto divertido que a toda prisa, y diplomáticamente, mudó cuando Nectovelio giró la cabeza para mirarlo, avergonzado por su incapacidad de hacer que los alborotados lugareños le prestaran atención.

El señor volvió a sentarse y se recostó en su silla de respaldo alto como si pretendiera ocultarse en ella.

Corotico le hizo un gesto con la cabeza al druida y este, comprendiendo la muda orden de su rey, se puso en pie e hinchó los pulmones de aire.

—¡Silencio!

Su voz pareció llenar la casa larga de punta a punta, rebotando en las vigas como si estuvieran en una de esas iglesias cristianas de piedra con su asombrosa acústica. Sin embargo, aquello no era más que una vieja y ruinosa casa larga cuyas vigas y muros de madera estaban podridos y cansados. La voz del druida, potente y vigorosa hasta lo sobrenatural, produjo tal quietud en los presentes que hasta el rosto de Nectovelio palideció.

—Vuestro señor desea hablaros.

Bellicus hizo un gesto con su zurda y Nectovelio lo miró, perplejo y con los ojos abiertos al máximo hasta que las palabras del druida se abrieron paso hasta su mente, nublada por la bebida, y se puso en pie, forzándose a esbozar una sonrisa en su rostro barbudo antes de dirigirse a la ahora silenciosa concurrencia.

—Amigos —sonrió el señor; luego miró a la mesa en busca de su jarra de hidromiel, la cogió y, nervioso, trasegó el contenido de un trago antes de continuar—. Esta noche nos honran con su presencia el rey supremo y su séquito.

Hubo vítores ante la declamación. Corotico era un rey querido, descendiente de una larga estirpe que había logrado contener a sajones, pictos y dalriadanos desde que la guarnición romana que había estado acantonada en la cercana Credigone había partido seis décadas atrás.

—Una visita real es motivo de regocijo —continuó Nectovelio cuando los balbuceos de apreciación fueron muriendo—. Así que comed y bebed hasta quedar satisfechos, y disfrutad esta noche de mi hospitalidad en esta casa larga.

Tal exhortación trajo consigo, como era de esperar, más vítores estruendosos de los lugareños presentes, siempre dichosos cuando se presentaba un banquete. No hacía falta ser un avezado orador para complacer a una multitud, pensó Bellicus. La promesa de bebida y comida gratuita siempre bastaba para ganarse a las masas.

Y ¿por qué no? El druida levantó su jarra, recién rellenada por una joven sirvienta, y le dio un buen trago. Hacía buena noche y brillaba la luna, estaban seguros allí, en aquella casa larga, bastante cómoda aunque falta de mantenimiento, y —miró a un lado, a la silueta que había entre él y el rey Corotico— estaban en buena compañía.

La reina debió de sentir la punzante mirada del druida, porque se giró para mirarlo a los ojos. Una leve sonrisa se dibujó en las comisuras de sus labios. El druida le devolvió la sonrisa a Narina, pero su atención se vio desviada bruscamente cuando oyó que Nectovelio seguía con su ebrio discurso a las gentes de Dun Buic.

—… entre ellos se encuentra el famoso bardo, Bellicus —estaba diciendo el señor. Esta vez sus palabras no provocaron vítores, tan solo expectantes murmullos. La gente recelaba del gigante famoso como guerrero y druida.

Sin embargo, Bellicus jamás se hubiese llamado bardo a sí mismo. Le lanzó un grasiento trozo de buey al perro que aguardaba solícito bajo la mesa y esperó, molesto, a que el noble continuara.

—¿Serías tan amable de cantar para nosotros esta noche? —dijo Nectovelio, mirando al druida con los ojos apagados y una sonrisa desencajada en el rostro—. ¿Una canción de guerra y honor?

—¡Y de amor! —estalló una voz femenina de entre la muchedumbre, provocando risas.

—Ya habrá tiempo para eso más tarde —dijo un hombre, y todos levantaron sus jarras y lanzaron vítores al tiempo que observaban con lascivia a las mujeres y jovencitas que iban y venían sirviendo la bebida.

Bellicus valoró la petición. Los romanos habían intentado exterminar a los druidas y sus enseñanzas, pero en el norte, alejados del poder imperial, muchos habían seguido con sus tradiciones. Jóvenes elegidos cuidadosamente, como Bellicus, seguían recibiendo la sabiduría y las habilidades de tiempos pasados de mano de sus mayores. Así que claro que sabía cantar, aunque no le apetecía mucho aquella noche.

Cantar era un talento al que había renunciado para concentrarse en otros, como, por ejemplo, practicar su inquietante mirada. Había pasado muchas horas a lo largo de los años contemplando su reflejo en un espejo de bronce que había encontrado en una villa romana abandonada en las tierras del sur. Fruto de ello, era capaz de insuflar el terror de los dioses en la mayoría de los hombres de Alt Clota, y de más allá, con poco más que una mirada. ¿Pero cantar? Últimamente Bellicus no había cantado mucho, ya que Corotico disponía de otros músicos de profesión, y tuvo que estrujarse el cerebro para recordar la letra y la melodía de algunas de sus canciones predilectas.

—¿Tenemos instrumentos o músicos por aquí? —preguntó, al fin, en medio del expectante silencio.

—Sí —asintió un hombre que levantó una flauta de madera mientras que otro, a su lado, mostraba un tambor y otro un simple cuerno.

Saltaba a la vista que aquellos hombres habían tenido intención de ofrecer algo de entretenimiento aquella noche como agradecimiento por la comida o para congraciarse con su señor.

—¿Os sabéis la de Rhydderch el Rojo?

—Sí —dijo el flautista.

—¡Todo el mundo se la sabe! —gritó el del cuerno, coreado por gritos de asentimiento en toda la casa larga.

Se trataba de una canción sencilla sobre el renacer, con estrofas que todo el mundo podía cantar —o gritar— a modo de acompañamiento, y siempre tenía éxito en los festejos.

—Pues cantaremos esa —dijo Bellicus antes de dirigirse al frente de la larga mesa y sentar las posaderas en ella para dirigirse a la multitud. Esbozó una leve sonrisa y se pasó la lengua por los labios para humedecerlos—. Empezad cuando queráis.

El tamborilero asintió, miró a sus compañeros para asegurarse de que estaban listos y, lentamente, empezó a marcar el ritmo.

La gente se unió a él dando pisotones en el suelo de esteras antes de que el hombre que tocara el cuerno se sumase, añadiendo su hipnótico y grave zumbido antes de que el dulce sonido de la flauta llenara la estancia con la conocida melodía.

Bellicus esperó a que la flauta concluyera el estribillo antes de dar comienzo al primer verso en voz baja. Los lugareños empezaron a chistarse para poder escuchar mientras que con sus pies seguían acompañando al contagioso compás.

Rhydderch el Rojo salió un día a pasear,

pero el cielo no tardó en tornarse gris,

y se topó con un hombre que se lo llevó

a un lugar en el que sol nunca brillaba.

¡Llega la nieve! ¡Llega la lluvia!

Mueren las flores y desaparecen los senderos.

¡Llega la helada! ¡Llega el granizo!

La luz abandona el cielo y se malogra la cosecha.

Los juerguistas se unieron al coro y Bellicus alzó la voz para que lo oyeran.

El tamborilero mantuvo el ritmo y la flauta volvió a sonar con una ligera melodía que encadenaba trinos y que se impuso al resto de los instrumentos cuando el zumbido del cuerno se convirtió en un staccato que imitaba el ritmo cada vez más rápido del tambor.

Bel sonrió, disfrutando de la música y de ser parte de ella, y sus ojos barrieron la estancia mientras los lugareños formaban pequeños círculos y remolinos de danzarines. Hasta los niños estaban allí, y el druida pudo ver el pequeño contorno rubio de la diminuta princesa Catia, que pasaba como un rayo entre los adultos con una feliz sonrisa en la cara.

El rey Corotico llevaba mucho tiempo deseando tener descendencia, mucho tiempo, y al fin la reina Narina había dado a luz a Catia ocho años atrás. El rey, por supuesto, sintió una gran decepción cuando supo que su esposa no le había dado un hijo y heredero, pero a medida que la niña fue creciendo, el corazón del rey se fue ablandando.

¿Qué corazón no lo hubiera hecho?, se preguntó Bellicus mientras se adentraba en el segundo verso y se subía a lo alto de la mesa para liderar los cánticos desde esa posición privilegiada. Los esclavos se apresuraron a retirar las bandejas de comida y las jarras de cerveza antes de que el druida las destrozara con sus pisotones mientras que Cai, su musculosa mascota, se apoyaba con las zarpas delanteras en la madera para vigilar todo el proceso cual centinela.

Eolas, en cambio, estaba cómodo tumbado bajo la mesa, meneando la cola levemente de un lado a otro.

La joven princesa, Catia, era todo un rayo de sol en las oscuras noches de invierno, con su traviesa sonrisa, sus encantadoras y súbitas conversaciones y su increíble habilidad para que la gente más sombría se alegrase. En ese momento se encontraba bailando con una vieja matrona; la tenía cogida de las regordetas manos y chillaba encantada mientras la mujer la levantaba del suelo en medio del torbellino del baile que, por alguna razón, aún no había acabado en un amasijo de cuerpos borrachos precipitándose al suelo.

Y Rhydderch lloró por la vida que dejó atrás,

y por la mujer que allí quedó, tan bella como era.

Así que decidió dejar aquella extraña tierra,

alargó la mano y aferró su espada.

¡Que vuelvan la primavera y el sol!

Y su mujer, en casa, sabía que volvería.

¡Venga la luz en la oscuridad!

Y la tierra volvió a la vida cuando el héroe regresó.

La voz de Bellicus creció en potencia ahora que los músicos se adentraban en la sección final del estribillo, y el druida podía ver por el rabillo del ojo que la reina, luciendo un desaprobatorio ceño fruncido, le hacía un gesto a su dama de compañía para que trajese a la princesa de vuelta a su silla. La sonrisa de Bellicus se hizo aún más amplia cuando Catia huyó de las manos de la mujer y se confundió entre la gente que se agolpaba al fondo de la casa larga.

Haría falta algo más que una sirvienta entrada en carnes para capturar a la chiquilla.

¡Que vuelvan la primavera y el sol!

Y el portador de luz alargó su mano firme.

¡Venga la luz en la oscuridad!

Volvió la primavera a la tierra cuando Rhydderch regresó.

La melodía se hizo más lenta y todos los presentes, incluida la reina, cantaron las últimas estrofas de la canción, con la voz alta y jocosa, en aquella casa larga, oscura y llena de humo. Y entonces el lugar se sumió en un silencio falto de aliento y todas las miradas se posaron en Bellicus, inmenso y majestuoso en lo alto de la mesa.

—¡Otra!

—¡Sí! ¡Cántanos otra!

La petición se convirtió en una consigna tan estruendosa que, en un primer momento, nadie oyó que alguien echaba las puertas abajo, tampoco el choque de metal contra metal cuando los centinelas que las custodiaban combatían contra media docena de hombres armados.

Bellicus vio lo que ocurría y supo el mejor modo de captar la atención de todos.

—¡Fuego!

Su poderosa voz quebró el alegre cántico de la muchedumbre y se incrustó en las almas mismas de todos de un modo que pocas palabras hubieran sido capaces de hacerlo.

—¡Fuego! —volvió a rugir Bellicus, señalando a los hombres que luchaban en la puerta.

A esas alturas los desconocidos atacantes estaban recibiendo refuerzos, y daba la sensación de que no les costaría abrirse paso por la casa larga abatiendo a todo aquel que se interpusiese en su camino.

El druida, sin abandonar su privilegiada posición elevada en lo alto de la mesa, se giró hacia Corotico esperando las órdenes de su señor.

El rey había desenvainado su espada y estaba apartando a la reina para protegerla tras él, pero había incertidumbre en sus ojos, y no era de extrañar. Aquel ataque había ocurrido de forma inesperada, y el ruido y la fuerte bebida habían mermado los reflejos de todo el mundo.

Corotico miró a Bellicus, luego otra vez a la casa larga envuelta en humo, a la confusa masa de gente y, al fin, la duda dio lugar a una ira homicida.

—¡Matadlos! —aulló el rey con los ojos enramados y abiertos al máximo—. ¡Matad a esos cabrones!

2

Bellicus sacó el cuchillo de la vaina que le colgaba de la cintura y saltó de la mesa sin pensarlo, haciendo uso de la inercia para impulsarse por el aire y abalanzarse sobre el atacante que tenía más cerca. Chocó contra el sujeto, una enorme bestia barbuda de ojos centelleantes, y le hundió la hoja en el cuello. La herida provocó una erupción de sangre que empapó la mano del druida, pero Bellicus siguió adelante sin detenerse.

—¡Cai! ¡Ven, muchacho!

El musculoso animal sorteó a la masa de gente que gritaba sumida en la confusión y apareció al lado del gigante mientras este se fijaba otro objetivo.

—Ataca.

El perro saltó y se enganchó a la muñeca del asaltante; sus poderosas mandíbulas le trituraron los huesos y le arrancaron un grito de pura agonía que cesó cuando Bellicus le propinó un puñetazo en la boca que lo derribó de espaldas en el suelo. Cai cambió entonces la muñeca por la garganta y, una vez más, cual demonio vengador, la enorme silueta del druida volvió a avanzar en busca de más atacantes a los que matar. El esbelto Eolas lo seguía de cerca.

Las cosas no les estaban yendo bien a los invasores, resultaba evidente. Algunos de los lugareños, así como sus mujeres, habían hecho acopio de arrestos y se estaban defendiendo a pesar de que no vestían armadura ni estaban armados. A esas alturas tan solo quedaban en pie tres de los intrusos.

Corotico y Nectovelio cayeron al tiempo sobre uno de ellos. El sujeto, agotado como estaba, no resistiría mucho tiempo, y menos ahora que la guardia del rey empezaba a rodearlo.

Otro cayó mientras Bellicus observaba, derribado por el peso de cuatro o cinco campesinos cuyos cuchillos subieron y bajaron dando lugar a chorros de sangre.

El tercero, un hombre corpulento pero de baja estatura, permanecía ante las puertas como si las estuviera custodiando. Bellicus entrecerró los ojos, pensativo. ¿Por qué no huía el muy necio? Sus compañeros habían sido derrotados, y él no tardaría en caer si no echaba a correr.

Un temblor recorrió el cuello del druida. Algo no encajaba en todo ese asunto. Aquello no se trataba de una incursión que hubiese salido mal.

—¡Cogedlo con vida! —gritó, pero en el momento mismo en el que la orden salía de su boca, alguien arrojó un ánfora vacía contra el recio guerrero y la cerámica se hizo añicos en el cráneo del muy desgraciado.

—¡Vivo! —volvió a rugir Bellicus, pero la gente estaba demasiado iracunda como para prestar atención a sus palabras y se lanzaron sobre el intruso abatido propinándole patadas, puñetazos y haciendo uso de todo cuanto tenían a mano.

Los gritos no duraron mucho, aunque la casa larga no se sumió del todo en el silencio. Los murmullos de miedo y confusión rebotaban en las vigas ahora que todo el mundo se preguntaba qué hacer.

Los hombres miraban hacia las puertas destrozadas, deseando correr a sus casas a coger sus escudos, espadas y hachas, pero temían, al mismo tiempo, lo que pudiera haber ahí fuera esperándolos.

—No podemos quedarnos aquí toda la noche —gruñó el druida, y Corotico asintió con gesto adusto.

—Guardias, formad detrás de mí.

Los guerreros del rey, los únicos en la casa larga que llevaban armadura, ya se habían arremolinado a su alrededor: una docena de veteranos guerreros liderados por el avezado oso al que llamaban Gavo.

—No tienes armadura, mi rey —dijo el capitán al tiempo que apartaba a Corotico y se ponía a la cabeza del grupo.

El rey lo cogió del brazo.

—No necesito armadura para acabar con esa morralla. Mirad la sangrienta lección que les hemos dado. —Señaló los cadáveres que había en el suelo y Gavo se apartó contrariado, dispuesto a defender a su vulnerable rey con su propia vida si era necesario.

—¿Preparados?

Bellicus asintió y tomó posiciones a la derecha del rey y detrás de este, mientras Gavo ocupaba la izquierda. La pequeña tropa salió lentamente y con cautela a la noche a través de las puertas astilladas acompañados por los gritos de ánimo de los aterrados campesinos que emergían tras ellos.

El brillo del fuego les dio la bienvenida, el hedor acre a madera húmeda ardiendo impregnaba el aire nocturno y toda apariencia de disciplina se esfumó de los lugareños cuando, nada más abandonar la casa larga, se apresuraron hacia el pequeño cobertizo de piedra que usaban para guardar cubos de madera. El druida había estado en lo cierto: sus casas estaban envueltas en llamas.

—¡Llenadlos! —La voz escasa de Nectovelio apenas pudo oírse en medio del barullo—. ¡Llenad los calderos en el arroyo y apagad las llamas! ¡Rápido!

Sus órdenes eran innecesarias: la gente sabía lo que hacer, y, mientras corrían para enfrentarse a los incendios que amenazaban con devorar el asentamiento, Corotico siguió avanzando con sus hombres en busca de algún rastro de los invasores.

Bellicus escudriñó la oscuridad mientras sus perros olfateaban, con las orejas alerta, escuchando con atención, pero era imposible hacerse una idea clara de la situación. Los sonidos, los olores y el intenso brillo de las llamas conspiraban para convertir el entorno en una maraña de confusión.

—¡Se han llevado los calderos!

Corotico se volvió cuando los gritos de angustia llegaron a ellos, y Bellicus aferró con más fuerza su cuchillo. Sintió la sangre pegajosa de su víctima en los dedos.

—Esto no ha sido una simple incursión de saqueo —dijo el druida, convencido ya de la conclusión a la que había llegado antes—. Esto ha sido un ataque planificado por alguna razón que nada tiene que ver con el robo de ganado o con… —Se encogió de hombros, incapaz aún de comprender lo que estaba ocurriendo.

—Parece que los atacantes o han muerto todos o han huido al amparo de la noche —dijo Corotico girándose hacia sus guardias—. Ayudad a los lugareños a extinguir las llamas. Intentad encontrar los calderos perdidos o buscad cualquier otro modo de traer agua del arroyo. En marcha.

Gavo asintió y se alejó con sus hombres a la carrera hacia Nectovelio, que hacía aspavientos, angustiado, en medio de los edificios en llamas de su amado asentamiento.

Bellicus miró hacia la oscuridad, hacia la oprimente mole que era una sombría colina que impedía ver el cielo del norte.

—La mitad de este lugar será cenizas antes de que podamos controlar el fuego —murmuró el rey—. Pero ¿por qué? ¿Se trata de un ataque como venganza por parte de alguien a quien Nectovelio ha contrariado?

—Podría ser —convino Bellicus ahora que emprendían el camino de vuelta a la casa larga y a la pequeña antecámara que había en la entrada y que hacía las veces de almacén para las armas de los visitantes que no pertenecían a la realeza—. Eso explicaría por qué han venido con tan pocos hombres: no sabían que estábamos aquí con tus hombres y se han cagado encima cuando nos han visto.

El druida no tardó en dar con su espada, Melltgwyn, fácilmente reconocible gracias a su vaina blanca. La recogió, se la enganchó al cinturón y se sintió satisfecho al verse de nuevo entero.

—¿Pero por qué prenderles fuego a los edificios y llevarse los calderos? —dijo el rey mientras se colgaba su propia espada y dejaba que Bellicus lo ayudara a ajustarse la coraza y las grebas.

—Para evitar ser perseguidos —repuso el druida—. Estamos demasiado ocupados extinguiendo las llamas como para salir en su busca. De este modo podrán huir y ponerse a salvo.

Corotico, furioso, negó con la cabeza. No le sorprendía del todo el violento acontecimiento de la noche; al fin y al cabo, ese tipo de asaltos eran bastante comunes.

—Maldita sea —dijo frustrado—. Estas son mis tierras y esta es mi gente, Bel. No podemos quedarnos de brazos cruzados mientras los culpables huyen sin castigo. Supongo que no podrás hacer un conjuro y desencadenar una tormenta, ¿no? —Las comisuras de los labios del rey esbozaron una triste sonrisa que se desvaneció en cuanto oyeron una voz que se aproximaba, una voz cargada de desesperada angustia.

—¡Se la han llevado! ¡Se la han llevado, Corotico! ¡Se han llevado a mi pequeña Catia!

El rostro del rey de Alt Clota sufrió una sacudida, y, por un momento, Bellicus temió que el monarca se desplomase convertido en una masa impotente de angustia, pero Corotico reaccionó, se irguió y abrazó a su esposa para confortarla.

—¿Estás segura? —preguntó. La ansiedad hizo que su voz surgiera más severa de lo que hubiera deseado, pero la reina estaba demasiado afectada como para darle importancia.

—La he buscado por todas partes. Una de las esclavas vio que un guerrero salía por la puerta y se llevaba a una niña que pataleaba poco después de que comenzara el ataque. Ha desaparecido. Todo lo que queda de ella es su bufanda. —La voz de la reina empezó a tornarse más aguda ahora que la histeria amenazaba con apoderarse de ella—. ¿Qué hacéis aquí parados? ¡Tenéis que salir en busca de los demonios que han hecho esto y traérmela de vuelta!

Corotico, ensimismado, se quedó mirando a las llamas que devoraban gran parte de Dun Buic, pero sabía que su esposa tenía razón. El asentamiento podía arder por completo, con todos los lugareños dentro, si eso significaba recuperar a su preciosa hija sana y salva.

—Bellicus —dijo haciéndole un gesto al druida para que se acercara—. Acompáñame. Iremos a ver por dónde se han ido esos cabrones, si es que podemos en medio de esta confusión. Narina, ve en busca de Gavo; está por ahí echando una mano con el fuego. Que venga con mis hombres. Apresúrate, y no temas: no descansaré hasta que Catia vuelva con nosotros.

La reina salió corriendo en busca del capitán de la guardia mientras Bellicus abría camino, hacia la calzada, con una antorcha en la mano que había cogido de la casa larga.

—¿Ves algo? —preguntó Corotico mientras escudriñaba el embarrado sendero de cabras. A pesar de la promesa que le había hecho a la reina, su triste expresión daba a entender que no albergaba muchas esperanzas de dar con el rastro de los secuestradores en medio de la oscuridad.

El druida permaneció en silencio, centrado por completo en su labor. ¿Quiénes eran los hombres que habían organizado aquel asalto con el único objetivo de raptar a una joven princesa? ¿Qué pretendían? ¿Un rescate? El rey Corotico tenía su sede en la inexpugnable fortaleza de Dun Breatann, sí, y había muchos reyes en Britania que hubiesen dado el brazo con el que sostenían el escudo por una fortaleza como aquella, pero sus tierras no eran ricas ni en minas ni en trigo. No tenía mucho con lo que afrontar un rescate por su hija, y todo el mundo lo sabía.

Cualquiera que fuera la razón del secuestro de Catia, pensó Bellicus, una premonición hizo que se le helara la sangre, una premonición oscura sobre algo que habría de traer la desgracia a todos los implicados.

—Ahí —gruñó con satisfacción señalando con la antorcha para mostrarle a Corotico lo que había encontrado—. Huellas, muchas huellas. Al menos son ocho hombres.

El rey le arrebató la centelleante antorcha de las manos y se puso en cabeza para seguir las pisadas. Llevaban al noroeste.

—Esos cerdos se dirigen al túmulo —espetó, y miró con cierto entusiasmo a la gigantesca mole que tapaba el cielo nocturno en aquella dirección.

Gavo, montado en su caballo de guerra, apareció trotando a su espalda con el resto de los hombres del rey a la zaga.

—Estamos listos, mi señor —dijo el guerrero con la mirada dura como el hierro—. La reina nos ha dicho lo de la princesa. ¿Habéis dado con la pista?

—Sí —repuso Corotico al tiempo que se giraba y se hacía con las riendas de su semental de manos del capitán antes de montar de un salto—. Parece que se dirigen al túmulo. Vamos.

—¿El túmulo? —dijo Gavo en voz baja y con cierto tono dubitativo cuando miró a la colina hacia la que Corotico ya se dirigía.

—Sí —dijo Bellicus, saltando con agilidad a lomos de su propio caballo, del que tiraba otro de los hombres—. Vamos, no tenemos tiempo para estar preocupándonos sobre lo que podría haber allá arriba a estas horas de la noche. Tenemos que encontrar a la princesa. —Alzó la voz, asegurándose así de que todos pudieran oírlo, y espoleó a su caballo para llevarlo al trote—. Si alguien, o algo, se interpone en nuestro camino, sabremos estar a la altura, ¿cierto?

Hubo indecisos gritos de aprobación, pero el druida comprendía bien sus recelos.

Resultaba evidente que los secuestradores de Catia no eran de esa zona, o que nunca habían llegado a la cima de la colina donde se alzaba el túmulo de Dun Buic.

El sombrío monte era prácticamente idéntico al que albergaba la fortaleza de Corotico en Dun Breatann. Ambos estaban hechos de la misma roca volcánica y tenían alturas similares, desde las que dominaban el territorio a millas a la redonda. Pero mientras que Dun Breatann constituía el hogar del rey y de su familia y llevaba tiempo siendo un lugar de refugio y protección para las gentes de la región desde el principio de los tiempos, el túmulo de Dun Buic era un lugar completamente diferente. En particular durante la oscuridad de la noche.

La cima de la colina era un antiquísimo lugar sagrado, uno que incluso los invasores romanos habían temido destruir, en lugar de lo cual lo habían usado ellos mismos para llevar a cabo ritos a sus dioses, tales como Apolo y Mitra.

Era un lugar de poder y de muerte.

Los romanos, por supuesto, habían hecho circular habladurías sobre la práctica generalizada de sacrificios humanos por parte de los druidas y sobre las bárbaras religiones de las tierras conquistadas en su frontera noroeste del Imperio. Bellicus se mofaba de los exagerados mitos sobre los hombres de mimbre y las matanzas despiadadas. Sí sabía, no obstante, que el túmulo de Dun Buic había sido testigo de sangrientos sacrificios en un pasado no muy lejano. Podía sentirlo en el aire mismo cada vez que visitaba el lugar, algo que hacía con frecuencia para orar y dirigirse a Cernunnos y al resto de los dioses, y las gentes diminutas que compartían la tierra con ellos.

No, los hombres que tenían cautiva a la princesa no eran de por allí; de lo contrario jamás se habrían adentrado en el bosque que cubría la ladera este de la colina de Dun Buic.

El druida miró a los rostros de los guerreros que cabalgaban con él, y vio la inquietud dibujada en sus rostros. Tenía que alentar su valor o serían derrotados antes incluso de dar alcance a su presa.

—Estos hombres a los que buscamos son extranjeros —gritó, superando con su voz el ruido del viento—, no gozan de lazo alguno con estas tierras nuestras. —Tiró ligeramente de las riendas haciendo que su caballo girase a la izquierda para evitar un pedrusco que sobresalía entre la hierba—. Os juro que no tenéis nada que temer en el túmulo. No si yo estoy con vosotros. Los espíritus que merodean por aquí nos ayudarán porque yo así se lo ordenaré.

Miró a su espalda y aún pudo ver la aprensión dibujada en sus rostros iluminados por la luna. Aunque tuvieran prisa, Bellicus tiró de las riendas y ordenó el alto. Hasta el rey, que cabalgaba en cabeza y a cierta distancia por el viejo sendero, se detuvo y volvió grupas para ver lo que ocurría.

—Todos conocéis la tradición —dijo el druida para, acto seguido, desmontar de un salto y rebuscar entre la hierba—. Vamos, buscad una piedra con la que hacer una ofrenda. Los espíritus apreciarán el gesto, y —calló y levantó una piedra del tamaño de un puño que metió en las alforjas de su caballo— los secuestradores de Catia no tendrán nada que ofrecer.

Mientras volvía a montar en su paciente y silencioso caballo, Bellicus asintió satisfecho. Los hombres buscaron piedras de un tamaño adecuado y las metieron con solemnidad en sus alforjas y bolsas para guardarlas. Los sencillos talismanes sirvieron para elevar los ánimos.

—Vamos —instó Corotico, prácticamente invisible en la oscuridad, y la partida volvió a ponerse en marcha, esta vez con más presteza ahora que tenían una capa adicional de armadura mágica con ellos. El capitán, Gavo, espoleó a su montura con fuerza para alcanzar al rey, y Bellicus pudo ver que el barbudo guerrero le entregaba una piedra a su señor, lo que este agradecía con un asentimiento.

—¿Cómo vamos a hacerlo, mi señor?

Corotico no giró la cabeza para mirar al druida, que acababa de unirse a ellos.

—Te tenemos a ti y a los espíritus de nuestra parte, ¿no es así, Bellicus? Y solo Lug sabe lo que esos cerdos pretenden hacer con mi hija. Cabalgaremos tan rápido como podamos en esta maldita oscuridad hasta que demos con ellos, y después los abatiremos sin piedad.

Gavo asintió al oír las palabras del rey. Era fiable y fiero en un combate, pero tenía la imaginación de una de esas piedras que acababan de recoger.

Bellicus alargó la mano y cogió las riendas de Corotico para detener a su caballo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó el rey con el rostro desfigurado por la rabia—. ¿Acaso no te importa Catia? Debemos…

—Debemos pensar en esto un instante —dijo el druida alzando las manos, conciliador—. No sabemos dónde se encuentra la princesa dentro de su partida. Si nos limitamos a cargar contra ellos, existe la posibilidad de que la pequeña acabe pisoteada. Y, como dices, tampoco sabemos para qué se la han llevado. —Negó con la cabeza y miró hacia la cima de la colina como si esta pudiera darle alguna pista sobre el extraño asunto al que se enfrentaban esa noche—. Mataremos a los hombres que hay ahí arriba —juró, y oyó murmullos de aprobación de los hombres que tenía detrás—. Pero cargar hacia lo alto, en la oscuridad, descargando tajos contra todo lo que se mueva, no es el modo adecuado de hacerlo. Sabes que lo que digo es cierto, Corotico; solo tienes que apartar a un lado y por un momento la preocupación por Catia.

El rey siguió la mirada de Bellicus hacia la cima, y entrecerró los ojos cuando vio algo moverse contra el cielo. Los secuestradores de su hija estaban allí arriba, y él tan solo quería volver a abrazarla. No le importaba la cantidad de hombres que tuviera que matar para conseguirlo. Suspiró con resignación.

—¿Qué propones?

El druida señaló a Gavo.

—Tú llévate a la mitad de los hombres dando un rodeo por la parte opuesta de la colina y subid por donde el pastor lleva a sus ovejas. ¿Conoces el sendero al que me refiero?

El capitán entrecerró los ojos, pero su ademán ausente le dio a entender al druida que no conocía para nada la zona, y menos aún de noche.

—Yo sí conozco el camino —dijo un hombre que desmontó y le entregó las riendas a otro soldado antes de acercarse a sus tres superiores—. Yo crecí no muy lejos de aquí. Solía jugar por estas colinas cuando era niño, aunque no nos acercábamos al túmulo… —Se llevó las manos al bolsillo en el que tenía la piedra para calmar los nervios.

—Bien —asintió Bel con una mirada de ánimo dirigida al soldado—. Gavo, que Prasto te guíe a ti y a otros cinco hacia la cima por el sendero del pastor. El rey y yo, junto con el resto de los hombres, nos acercaremos a ellos e intentaremos parlamentar.

—¿Parlamentar? —dijo Gavo—. ¿No querrás decir atacar?

—No —dijo Bellicus—. Primero quiero saber qué es lo que hacen aquí. También necesitamos saber dónde tienen a la princesa.

Corotico sintió que debía volver a hacerse con el control de la situación y lo interrumpió.

—Mientras yo hablo con esos cabrones, vosotros aparecéis por detrás y, si mi hija está a salvo, atacáis. Cuando oigamos que cargáis, nosotros embestiremos por el frente y aplastaremos a esa morralla como si fueran hormigas.

Gavo se volvió a Bellicus, y este asintió.

—Adelante. Sed silenciosos como los espectros que nos traerán la victoria de esta noche.

El rey, demasiado distraído por la situación de su hija como para preocuparse por la aparente usurpación de su autoridad por parte del druida, aferró la empuñadura de su espada mientras veía cómo la partida de Gavo se alejaba a pie entre la maleza. Estaba demasiado oscuro como para que se movieran sin hacer ruido, pero en cuanto dieran con el viejo y transitado camino de cabras que ascendía hacia la cima, podrían alcanzarla con rapidez y en silencio y, si Lug así lo disponía, sin ser vistos.

—¿Preparado?

Corotico gruñó un asentimiento y espoleó su caballo para que avanzara al paso. Una vez en marcha, no hicieron esfuerzo alguno por ocultar su progreso. Los arreos tintineaban y los cascos de los caballos parecían tronar en la silenciosa penumbra.

De pronto, la figura que el rey había visto recortada contra el cielo volvió a materializarse y uno de los hombres siseó temeroso, poseído por el tétrico entorno.

—Silencio —gruñó Bellicus—. Recuerda tu piedra y la influencia que ejerzo sobre los dioses y sobre la gente menuda.

La silueta se transformó en la figura de hombre alto y de anchos hombros, aunque era imposible discernir sus ropas o sus rasgos, ya que la luna, aunque luminosa y en lo alto del cielo, le quedaba a la espalda. La espada que llevaba en la mano, sin embargo, no dejaba lugar a dudas.

—¡Alto! No os acerquéis más, hombres de Alt Clota, si apreciáis vuestras vidas.

Corotico tiró lentamente de las riendas y la partida se detuvo. Todas las miradas se posaron en la silueta que, sin temor, ocupaba lo alto de la colina, junto al túmulo encantado por los espíritus de siglos pasados.

Bellicus se obligó a apartar la mirada para echar un vistazo a la ladera negra que tenían alrededor, temiendo que se tratara de una distracción. Sabía muy bien, después de años haciendo trucos, que tales estratagemas funcionaban muy bien para engañar a los más desprevenidos.

—¡¿Quiénes sois?! —gritó Corotico—. ¡¿Y qué queréis de la niña?!

—¿Niña? —preguntó el hombre en voz baja, ¿teñida de locura, quizá?

El rey sintió un escalofrío.

—Morralla sajona —murmuró sorprendido al reconocer el acento—. ¡Sí! —volvió a gritar—. La niña que os habéis llevado de la casa larga. Devolvédnosla y os dejaremos vivir. De lo contrario…

El sujeto rio y Bellicus deseó poder ver la cima de la colina y comprobar cuántos hombres había ahí arriba y si la princesa seguía con vida. Aquel intercambio de palabras bien podía durar toda la noche si Gavo no consideraba que era seguro iniciar el ataque.

—Aquí arriba no hay ninguna niña —ululó la negra silueta, y los hombres que Bellicus tenía detrás se movieron nerviosos sobre sus sillas de montar.

Solo un loco reiría así ante la muerte y con un túmulo plagado de espíritus a su espalda. Un loco, o quizá un mago poderoso.

Corotico permaneció en silencio, temiendo contrariar al sajón que tenía en sus manos la vida de Catia, pero Bellicus sabía que cuanto más tiempo durara aquello, más se desmoralizarían los suyos y más difícil sería luchar y ganar.

—Tenéis a la niña —rugió el druida en el idioma del sajón, una de las muchas lenguas que había aprendido a los pies de sus mayores cuando era niño. Su voz retumbó en la noche como un trueno mientras señalaba a su presa con la espada desenvainada—. Nos la devolveréis sana y salva, o yo me encargaré de que el tiempo que hayáis de pasar en el inframundo sea una eternidad de agonía. Estáis rodeados por los espíritus de nuestros antepasados. ¿Veis el túmulo que protege la cima de la colina? ¿El túmulo al lado del cual vuestra necedad os ha llevado a buscar refugio? —Hizo una pausa, sabedor de que los soldados sajones, ocultos en la cima, ahora estarían mirando al monumento de piedra con temor.

—Ya os he dicho que no tenemos a ninguna niña —repuso el cabecilla enemigo. En su voz no había ni rastro de temor, pero Bellicus siguió adelante, dirigiéndose más al resto de sajones que aguardaban su destino ahí arriba y que seguramente no compartían la locura suicida de su cabecilla.

—El túmulo es un antiguo lugar de poder. Ha visto cientos, miles de sacrificios. Hasta los romanos temían esta colina, y, sin embargo, vosotros, necios, estáis ahí, rodeados por las sombras de innumerables víctimas como si estas fueran vuestras tierras.

Tuvo la sensación de que sus palabras surtían efecto cuando el sajón se volvió y rugió «¡Silencio!» a su partida oculta, a los que podía oírseles hablar temerosos del aprieto en el que se habían metido.

Corotico espoleó a su caballo y avanzó al trote seguido de sus hombres.

—Devolvedme a la niña —repitió una vez más en su propio idioma, ya que solo Bel conocía la lengua sajona—. Y podréis seguir vuestro camino.

—¡Alto! —ordenó el sajón; su propia hoja emitió un leve destello cuando giró de nuevo para quedar frente al furioso rey—. ¡O mataré a la pequeña zorra!

Bellicus posó una mano tranquilizadora en el brazo del rey y, una vez más, su potente voz retumbó en la colina y recorrió la ladera hasta el Clota, el río que daba vida a las gentes del lugar y del que la zona tomaba su nombre.

—Si le tocas un solo pelo de la cabeza, sajón, yo mismo sacrificaré a todos y cada uno de tus hombres a nuestros dioses. Morirán chillando de agonía, con las tripas abiertas y las entrañas en el pecho hasta que los cuervos y las urracas vengan a sacarles los ojos y a comerse sus partes blandas.

Una voz gutural y nerviosa se oyó a espaldas de la silueta recortada contra el cielo oscuro, que, al fin, empezaba a tornarse azul gracias al cercano amanecer. El sajón desapareció, probablemente para arengar a su aterrorizada partida.

—Gracias, amigo mío —susurró Corotico posando una mano en el brazo del druida—. No sé lo que has dicho, pero parece que tus palabras le han dado a Catia el tiempo suficiente para que Gavo alcance la cima y…

Entonces llegó el sonido que todos habían estado esperando, un grito de guerra aullado por media docena de gargantas proveniente de la colina que tenían sobre ellos. El rey se unió al rugido y hundió los talones con fuerza en los flancos de su caballo.

—¡A la carga!

3

Aunque el sol aún no había salido, su pálida luz bastó para que Bellicus advirtiera lo que estaba ocurriendo mientras su caballo cargaba hacia los sajones. El ataque de Gavo había cogido a los salteadores por sorpresa, y, sin duda, haber oído hablar de espíritus y sacrificios sirvió para sembrar el desconcierto entre los invasores.

Los sajones sumaban diez hombres, pero tres de ellos ya estaban muertos, mientras que el resto luchaba por su vida contra la partida de Gavo, que había perdido a dos hombres; aunque el druida no sabía si estaban muertos o heridos.

—¡No matéis al cabecilla si podéis evitarlo! —rugió Bellicus mientras su caballo se aproximaba a la refriega—. Dejádmelo a mí.

—¡Desmontad! —ordenó Corotico cuando estaban lo bastante cerca. Chocar contra el pequeño contingente sajón también podía causar bajas en los hombres de Gavo, por lo que la única opción era seguir a pie.

Aunque el combate no habría de durar mucho.

El rey se lanzó desde lo alto de su montura y hundió su hoja en la espalda de un guerrero que intercambiaba tajos con Gavo, mientras que el resto de los jinetes seguían el ejemplo del rey y atacaban con una ferocidad nacida de la rabia de haber sido atacados por extraños en sus propias tierras.

El caudillo sajón, consciente de la inevitable derrota, intentó huir a la carrera y desapareció detrás del túmulo que tanto atemorizaba a todos.

El monumento no era particularmente impresionante, pensó Bellicus mientras se deslizaba de la silla y tocaba el suelo con Melltgwyn en la diestra y la piedra que había recogido a las faldas de la colina en la siniestra.

Tenía una altura de poco más de cuatro pies y estaba hecho de piedras apiladas del tamaño de un puño. En realidad el túmulo no debería haber desprendido el poder que se le suponía. No era nada comparado con los dólmenes que había visto en el sudoeste de Britania, o con las grandes piedras de Callanish, ubicadas en una isla que se encontraba mucho más al norte que Alt Clota.

Y, sin embargo, el túmulo de aquella colina irradiaba una extraña y terrible influencia. Había absorbido la sangre de eones y había engordado con ella; estaba ahíto de vida y de muerte, de vitalidad y de dolor.

Hoy recibiría más sangre, y un alma más para su colección.

Mientras Gavo y Corotico caían sobre sus enemigos cual martillo y yunque, aplastando a todo aquel que se le oponía, Bellicus bordeó el túmulo con Melltgwyn ante él, confiando en que el salvaje sajón cargara contra él sin pensarlo y se ensartara en su punta.

Pero el sujeto no era ningún necio, por mucho que estuviera loco.

El druida oyó el chocar de piedra contra piedra y se giró para comprobar que su presa se había encaramado al túmulo y ahora usaba el monumento para abalanzarse sobre él. Bellicus se lanzó a un lado con urgencia, pero sintió la hoja del sajón abriéndole un surco en el hombro. Chocó contra el suelo, rodó y se puso en pie de un salto con absoluta soltura.

El sajón miró a su espalda, vio que sus hombres estaban siendo abatidos y, consciente de que estaba acabado, avanzó con el rostro convertido en una resuelta máscara de hierro.

Bellicus sintió el poder de la mirada de su oponente mientras se aproximaba a él. Aquel no era un adversario cualquiera.

Cuando el sajón descargó su espada sobre él, el druida alzó la suya, preguntándose dónde estaba la princesa. Las hojas chocaron y emitieron un restallido metálico que colmó el aire ahora que los hombres de Corotico habían puesto fin a su sangrienta labor. Bellicus se inclinó hacia atrás para evitar una patada de su contrincante.

¿Por qué no estaba gritando la niña? ¿Por qué no llamaba a su padre?

Bellicus lanzó una estocada a las tripas del sajón, pero rectificó el movimiento en el último momento para hacer un barrido en redondo y hacia abajo, en busca del muslo del sujeto, aunque solo halló aire cuando su presa bailó hacia un lado y volvió a atacar, con los ojos bien abiertos y sonriendo.

—¡No veo a Catia! —gritó el rey—. ¡No lo mates aún! ¡Necesitamos averiguar dónde está!

El sajón rio y cargó contra el gigantesco druida, que se apartó a un lado, el cual, cuando su atacante se inclinó hacia delante, le golpeó el cráneo con la piedra que llevaba en la mano izquierda.

El extranjero se desplomó de bruces sobre la hierba y el druida se dejó caer a horcajadas sobre la espalda del sajón mientras Gavo y el resto de los suyos se arremolinaban en torno a él, faltos de aliento, pero satisfechos de haber salido victoriosos del combate. Corotico corría de un lado a otro por la cima, buscando a Catia entre rocas y arbustos, gritando su nombre con desesperación, pero por toda respuesta solo oía el canto de un cuervo saludando al sol, que, por fin, aparecía en el horizonte.

El sajón quiso ponerse en pie a base de sacudidas, en un intento inútil por quitarse a Bellicus de encima, pero el druida bien parecía un gran megalito sobre su espalda, sólido e inamovible.

—Todos tus guerreros han muerto —susurró Bel mientras empujaba la cara del sujeto contra la hierba y le respiraba en la oreja—. Y yo les he prometido a los espíritus un sacrificio, ¿no es así? Me temo que vas a tener que ser tú.

Los pies del cautivo golpearon el suelo de la colina en un intento por alzar la cabeza de la tierra, arqueó la espalda, quiso girarse, pero la herida de la cabeza le había aturdido y cada vez tenía menos fuerzas.

Bellicus le mantuvo inmóvil unos instantes más y luego lo soltó y lo giró para colocarlo boca arriba. Se puso en pie y lo miró desde la altura mientras recuperaba el aliento.

—¡¿Dónde está?! —gritó Corotico, que llegó a grandes zancadas y aferró al sajón por la túnica dispuesto a ahogarlo de nuevo—. ¿Dónde, trozo de mierda? Habla ahora o, en el nombre de Taranis, juro que dejaré que el druida te arranque las entrañas y las esparza por la colina mientras sigues vivo, y luego te cortaremos los dedos de los pies uno a uno y se los daremos a sus perros.

El rostro del sajón se tornó púrpura, aunque no tardó en recuperar una tonalidad más rojiza y saludable cuando el sujeto miró al rey con ojos de salvaje.

—Ya te lo he dicho —susurró al fin, con el rostro iluminado por algo parecido al regocijo—. No está aquí.

—Entonces, ¿dónde está? —gritó Corotico, y le propinó al caído un puñetazo en la mejilla. Antes de que pudiera volver a golpearle, Bellicus se lo quitó de encima.

—Gavo, llevad al prisionero al túmulo. Lo haremos hablar.

El sajón no dejó de sonreír en ningún momento, ni siquiera cuando lo depositaron encima del montículo de piedras y el druida sacó un amenazante cuchillo de entre sus ropas marrones. Bellicus supo entonces que el sujeto estaba tocado por la luna. O quizá hubiese tomado algún tipo de poción hecha de las pequeñas setas que crecían en las dehesas en esas épocas del año.

Pero la luna se había hundido en el horizonte, y el sol ya tomaba su acostumbrado lugar sobre sus cabezas. Aquel hombre hablaría, moriría y su sangre se uniría a la sangre de todos aquellos que habían sido sacrificados a lo largo de los siglos. Aunque, primero, les diría lo que querían saber.

Hasta los lunáticos podían sentir dolor si se tenían los conocimientos suficientes como para infligirlo.

Y Bellicus sabía cómo provocar dolor.

—¡¿Dónde está mi hija?! —gritó Corotico, pero el sajón se limitó a reír, y siguió riendo incluso cuando el cuchillo le cercenó uno de los dedos. Rio cuando uno de los perros de Bellicus se comió la falange y rio cuando lo desnudaron de cintura para abajo y lo amenazaron con castrarlo.

El sol estaba en su cénit cuando el cautivo dejó de reír y les dijo lo que querían saber.

La sangre empapaba el túmulo, y la lluvia empezó a caer ahora que Taranis, dios del trueno, se deleitaba con el sacrificio que se le ofrecía. La llovizna recorría el rostro del rey cuando miró a Bellicus, desencajado, con aspecto de haber perdido algo de su ser.

El sajón había dicho la verdad: Catia no estaba con ellos, y nunca lo había estado. Su partida no era más que una distracción. Habían dejado sus huellas en la tierra para que el rey y los suyos los siguieran hasta allí mientras otros se llevaban a la princesa en dirección opuesta. ¿Por qué? El hombre no lo sabía, o simplemente se negó a desvelar el secreto antes de morir.

A esas alturas la princesa estaba a millas de distancia, y Bellicus dudaba que ni siquiera sus fieles canes pudieran seguir el rastro ahora que la lluvia había empezado a limpiar los caminos.

Regresaban al asentamiento y a la reina Narina cuando una urraca se posó en el túmulo, junto al cuerpo mutilado del sajón. Observó los ojos muertos un instante, cautelosa, antes de hundir el pico en ellos.

Bel miró el territorio circundante mientras cabalgaban, todo un espectáculo desde aquella privilegiada altura. La imponente mole que era Dun Breatann resultaba inconfundible en la distancia y el sol matinal se reflejaba en el río que se extendía a lo largo de millas, hasta donde alcanzaba la vista. Catia estaba ahí fuera, en algún lugar.

El druida se preguntó si volvería a ver el rostro de la joven princesa alguna vez.

El camino de vuelta, colina abajo, fue más lento que el de ascenso, ya sin urgencia, Corotico se enfrentaba a llegar ante su esposa con las manos vacías. Cuando regresaron, la conflagración que había amenazado con consumir el pequeño asentamiento estaba controlada, aunque muchos de los edificios estaban dañados hasta el punto de resultar irreparables.

La reina los vio llegar y, al percatarse de los rostros adustos, se desplomó sobre la hierba emitiendo amargos lamentos que hicieron eco en todo el poblado. Su dama de compañía se arrodilló a su lado para ofrecerle palabras de consuelo, pero Narina estaba completamente destrozada. Bellicus comprendía bien lo que sentía.

El rey desmontó, se acercó a ella y le posó un brazo en los hombros mientras le susurraba suaves palabras de consuelo que no tuvieron efecto alguno. Los llantos de la reina se convirtieron en un lloriqueo espasmódico hasta que, al fin, Corotico se puso en pie. Le dio a Narina unas torpes palmadas en la espalda y, alicaído, regresó con sus hombres.

—Gavo, asegúrate de llevar a la reina a unas habitaciones tranquilas con sus sirvientas y luego ven a la casa larga. Tenemos mucho de lo que hablar. —Miró a su alrededor y al fin vio al señor de Dun Buic trabajando a brazo partido para sacar el trigo almacenado en un granero aún humeante y dejarlo sobre la hierba, en la relativa seguridad del exterior—. ¡Nectovelio! —El noble se giró hacia él, con el rostro ojeroso y agotado, pero logró asentir con respeto a su rey. —Únete a nosotros en tu casa larga, por favor.

Corotico hizo un gesto con la mano antes de dirigirse al gran edificio.

Bellicus desmontó pesadamente de un salto y le hizo un ademán a uno de los hombres de la guardia para que tanto su animal como el del rey fueran puestos a buen recaudo. Luego se encaminó a la casa larga con los perros tras sus talones. Las largas zancadas del druida le permitieron alcanzar a Corotico, y entraron al tiempo, solo para ser recibidos por un lamentable panorama.

El edificio no solo estaba hecho un desastre debido a la interrupción de las celebraciones, sino también atestado de las familias cuyas casas habían sido pasto de las llamas propagadas por los invasores. Muchos de ellos, con las caras negras de humo y hollín, estaban convalecientes por la conmoción y parecían enfermos tras haber inhalado humos dañinos mientras luchaban por proteger sus casas y posesiones.

Corotico y su esposa no eran los únicos que habían perdido algo durante el triste acontecimiento.

Nectovelio entró por la puerta; parecía estar a punto de desplomarse de agotamiento, y Bellicus volvió a fijarse en las innumerables arrugas de su cara y en la barba grisácea, lo que indicaba que el noble era más viejo de lo que daban a entender su postura siempre erguida y sus ojos vivos.

—Lo lamento, mi rey —farfulló mientras pasaba junto a Corotico y al enorme druida—. Haré que se vayan hasta que hayamos comentado el acontecimiento de anoche.