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Tres ejes recorren la novela: el poder absoluto de la Compañía Forestal en el Chaco santafesino, la presencia de los bandidos rurales haciendo justicia por mano propia, y la masonería de fuerte raíz en los pueblos del centro oeste de la provincia. Una joven mujer huye para salvar su vida y la de ese hijo recién nacido, y desde el lugar escogido por su compañero para salvaguardarlos, escribirá sus vivencias en cuadernos íntimos. Legado y única herencia para Juan, el que ya adulto y frente a la ausencia de su madre, regresará a los pueblos forestales a reconstruir la historia y encontrar su identidad… "Ya verás, porque nadie abrirá la boca para contar lo que ocurría en los obrajes; allí quedaba hambre, dolor, desdichas, y todo lo disimulaba el monte cada vez que moría un ser humano y un quebracho... Callar para sobrevivir, esa fue la consigna…" La intertextualidad permite un juego constante entre realidad y ficción, que desafía al lector en un ejercicio de relaciones y búsqueda de la verdad. En ese contrapunto de poesía, música, relatos y textos periodísticos, se verá obligado a reconocer que la obra rompe la estructura de novela histórica o social. El resultado es un texto híbrido, que permite la lectura independiente del cuerpo de la obra y los cuadernos que escribe la protagonista, aunque la unidad transite en la misión que cada uno tiene predestinada.
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Seitenzahl: 599
Veröffentlichungsjahr: 2024
Susana Merke
Merke, Susana El elegido : cien años de agonía en el Chaco santafesino 1919-2019 / Susana Merke. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5125-2
1. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Dedicatoria
Agradecimientos
I – Espera
II – Pérdida
III – Cruzar el umbral
IV – Recibimiento
V – Rechazo
VI – Aceptación
VII – Decisión
VIII – Tiempos difíciles
IX – Aires de cambio
X – Rebelión
XI – Presencia
XII – Otros tiempos
XIII – Estado de alerta
XIV – Despertar
XV – Revelación
XVI – Estrechando lazos
XVII – Leer para crecer
XVIII – Aceptar la tragedia
XIX – Invitación
XX – Verdad
XXI – Promesa
XXII – Consuelo
XXIII – Impaciencia
XXIV – Epidemia
XXV – Otra página
XXVI – Confesión
XXVII – Crecer de golpe
XXVIII – Trabajo
XXIX – Respeto
XXX – Agonía
XXXI – Culpas
XXXII – Desolación
XXXIII – Consejos
XXXIV – Reclamos
XXXV – Incertidumbre
XXXVI – Hallazgo
XXXVII – Otra mirada
XXXVIII – Xenofobia
XXXIX – Leyenda
XL – Partida y encuentro
XLI – Llegar al pasado
XLII – Entre el Cielo y el Infierno
XLIII – Huellas y rostros
XLIV – Unidos por el fuego
XLV – El Amargo espera
XLVI–Una tarde con Eloina
XLVII – Saqueo y éxodo
XLVIII – Identidad a flor de piel
XLIX – Un nombre para no olvidar
L – Masacre
LI – Compromiso de Aprendiz
LII – Vocación y entrega
LIII – Regresar para contar
Epílogo
Personajes reales y de ficción (por orden de aparición en el texto)
“Las historias se definen por el principio de nkali
–ser más grande que el otro–: cómo se cuentan,
Quién las cuenta, cuándo se cuentan…
Las historias dependen del poder…
el poder no sólo de contar historias del otro,
sino de hacer que esa sea la historia definitiva.”
Chimamanda Adichie. Escritora nigeriana
A los mártires de las revueltas obreras en el Chaco santafesino, y a todos los que siguen luchando por los ideales de libertad y justicia.
A Susana Andereggen por la corrección de la novela y nuestras tardes de prolongadas charlas sobre la literatura y la vida.
A los que creyeron en este proyecto de investigación y estudio para contar la olvidada verdad que nos avasalla después de un siglo.
A mis amados hombres –Telmo, Santiago, Agustín y Manuel– que alentaron mis días de incertidumbre y desasosiego.
Mapa de la provincia de Santa Fe y el Chaco durante el reino forestal
Lugares en esta tierra creados como metáforas del Paraíso… lugares anunciando la antesala del Infierno. La naturaleza extiende su poder sobre ellos y abre caminos para aquellos que se atreven a construir un mañana; los otros, cumplen su misión al servicio del poder y la ambición.
Estos pequeños pueblos, que desvían nuestra mirada, son territorios de lejanos orígenes amalgamados como un todo, y en su esencia encierran infinitas divisiones, las que se oponen, se enfrentan, rivalizan, dialogan y continúan el viaje para dejar rastros y huellas. El tiempo inclemente, los recuerdos que no mueren, las imágenes instaladas en la memoria, y los rasgos físicos de sus habitantes desafiando la diversidad y la tolerancia, conforman un escenario de múltiples voces y rostros predestinados a la convivencia.
Pastizales vírgenes, tierra negra, montes de paraísos reverdecidos por las lluvias, y aves autóctonas que despliegan sus alas en absoluta libertad, despertaron aquel día para maravillar a las carretas que se acercaban. Hombres y mujeres de pieles blancas curtidas por el sol y cabellos de colores brillantes que variaban entre el negro, el pelirrojo y el dorado como el trigo que cosecharían sus manos, pisaban el suelo prometido. No salían de su asombro ante semejante soledad y se aferraban a la misteriosa inmensidad de esa llanura, que los envolvía para apoderarse de las horas por venir.
Para ellos, los que decidieron quedarse, los años transcurrieron con esfuerzo, trabajo sin descanso, frustraciones y logros, aunque ciertas veces el precio a pagar fue la muerte de los que no soportaron el desarraigo y los obstáculos encargados de destruir sueños. Los lazos de sangre, la cultura del sacrificio, la ambición de progreso y la fraternidad trazaron metas insoslayables a las que apostaron en este reino privilegiado del centro oeste santafesino.
Las primeras décadas posteriores a su fundación vieron crecer con apremio al caserío, y el descanso de la tarea realizada era esa monotonía habitual donde nada nuevo parecía suceder… no dudaron en improvisar acontecimientos menores para sumarlos como hazañas, y así ahuyentar el espanto de no tener que contar. Allí estaban los vecinos ansiosos por mantenerse atareados haciendo correr la imaginación por sendas insospechadas.
La rutina sólo veía interrumpido su ritmo acompasado por discusiones sobre temas domésticos, como el robo de una gallina de las buenas al gallinero del tartamudo Cipriano. Alertado frente a la ausencia de uno de sus tesoros, las contaba y volvía a contar hasta convencerse de que la Colorada ya no estaba.
Con desaliento partía a la comisaría y ahí pasaba eternas horas frente a la autoridad para explicar lo sucedido; tartamudeaba hasta atragantarse con un sinfín de palabras imposibles de pronunciar, y el oficial de la ley, harto de escuchar los rasgos del ave en cuestión, tomaba nota de la denuncia para dejar constancia por escrito con firmas y sellos pertinentes. Apenas se presentaba la oportunidad, lo despedía con ilusorias promesas para sacárselo de encima y terminar rápido con el asunto.
Cerrada la primera parte del trámite, acomodaba su uniforme azul impecable y no tardaba en salir a la calle con gesto de fastidio, por la miserable tarea que le correspondía realizar, siendo él una autoridad destinada a delitos mayores. Respiraba profundo, se peinaba con la mano y comenzaba a recorrer gallineros hasta encontrarla. De hecho, no descartaba la posibilidad de que ya estuviese sumergida en una olla de guisa sobre alguna cocina a leña, esperando la preparación de un sabroso puchero… Y así porque sí, se daba por cerrado el caso; allí la Colorada ya no lo era y ninguna señal coincidía con la denuncia recibida.
Cuando se calmaban los ánimos, ya que el sacrificado era siempre el mismo infeliz, aparecían otros que enrarecían la convivencia. Y esto era para tomar nota con letras mayúsculas, porque con frecuencia, por no decir todas las noches, se desataban peleas entre los perros que callejeaban y por si acaso, estaban atentos a descubrir un trozo de carne abandonado por el Joaquín. Viejo y malhumorado carnicero, que en su distracción, no guardaba el bien preciado oreándose sobre la mesa del patio. El bochinche de los ladridos era de distinto tenor y producía un escándalo mayor, sin permitirles conciliar el sueño a los pueblerinos consagrados a su descanso.
Con rencor acumulado durante las horas de desvelo, imaginaban la discusión matinal acusándose unos a otros por ¿cuál de los canes había sido el ladrón causante de semejante trifulca? La solución no estaba a la vista y las amenazas corrían de boca en boca como si se tratara de una guerra a punto de estallar.
Y mejor ni hablar de los comentarios y debates originados después de cada tormenta, cuando algunos hombres se reunían en una esquina o en la plaza para puntualizar los daños ocasionados y la cantidad de agua caída. Los enfrentamientos verbales entre Luis y Serafín, especialistas en la materia y voces indiscutidas en su oficio eran dignos de ser publicados en los diarios, ya que medían desde siempre y con máxima precisión cada gota enviada por los cielos. Sus tarros oxidados colgaban de una viga en el patio y las reglas infalibles, que sólo permitían imaginar los números que alguna vez marcaron centímetros y milímetros, no se cuestionaban.
Los días desfilaban hasta agotar los argumentos. Resignados pactaban un común acuerdo, pero entre idas y vueltas olvidaban levantar los ojos para divisar las oscuras nubes que se preparaban para descargar otro aguacero. Aferrados al debate no advertían el temporal que se avecinaba con rostro de vendaval y los encontraba a la intemperie sin saber cómo protegerse.
A la par de este reducto que sólo miraba el hacer y dejar de hacer de los que allí habitaban, existía un país atravesando un ascenso de la conflictividad obrera, como respuesta a la oleada revolucionaria instalada a partir de la Revolución rusa, la Semana Trágica de enero de 1919, las Huelgas de La Forestal en el Chaco santafesino, y la de los Peones rurales de la Patagonia, acontecimientos claves para mostrar el escenario con el que debía enfrentarse el gobierno.
Si bien las noticias tardaban en llegar, siempre había voces dispuestas a divulgar los reclamos de los trabajadores. Eran muchos los que aún confiaban en los objetivos planteados para democratizar el país, terminar con el latifundio, la dominación burguesa que instauraba la represión, las concesiones políticas hacia sectores de privilegio y la subordinación al imperialismo inglés que ahogaba la Nación.
No se podía negar, que el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen enfrentó una grave crisis signada por menores importaciones y desempleo en un entorno bélico devastador. Recién a partir de 1917 se incrementaron las exportaciones hacia Europa, necesitada de alimentos por el hambre y la miseria pos guerra.
Metas dudosas y condicionadas por el contexto no estaban claramente definidas dentro del gobierno radical, que demostraba en los hechos cierta parcialidad defendiendo los intereses de los terratenientes y olvidando las promesas de la campaña electoral. La cuestión era esperar y ver cuáles serían las estrategias utilizadas desde el poder, para cumplir con los de arriba y los de abajo, alcanzando un equilibrio difícil de sostener.
Cierta mañana ese compás sostenido por las horas sin tiempo, cuando nadie necesitaba reloj o calendario para levantarse, almorzar, dormir la siesta o salir a trabajar, ya que el cuerpo indicaba el momento preciso para realizar cada actividad, se vio perturbado al extremo.
Apenas amanecía con un sol suave, que jugaba a despedirse del invierno para pintarse de primavera, y se colaba entre la niebla tratando de ocultar al caserío, llegó la noticia del fallecimiento inesperado del Maestro Lorenzo Ferraro. Este hecho cubrió con un manto oscuro la vida de hombres y mujeres, que lo respetaban y consideraban la voz erudita del lugar.
Admirado por su sabiduría silenciosa y sus palabras medidas –sólo mencionadas en el momento justo– aportaba coherencia y calma entre los obstinados, que acostumbraban imponer sus ideas sin considerar las opiniones y sugerencias de los que tenían derecho a expresarse con libertad.
Velorio, lágrimas y rezos entrelazados manifestaban el profundo pesar, que no admitía interrumpir las cadenas de oraciones, buscando la paz de su santa alma en el cielo de los justos. Todos, porque nadie quedó al margen del dolor, –hasta los más duros gringos que jamás dejaron caer una lágrima–, peregrinaban horas de consternación frente a semejante pérdida imposible de reemplazar.
El vacío dejado por el compañero don Lorenzo, como todos lo nombraban, marcaba un antes y un después de su muerte.
Ya habría tiempo para reuniones, designar un sucesor a su cargo por votación, transferirle el mando y el poder merecido según el estatuto vigente. Ahora corría un intervalo de tristeza por la partida de un gran amigo y camarada.
El espíritu que regía la Organización de la que formaba parte el difunto, incluía la fiel promesa de no olvidar a los hermanos, y con un tono místico y casi profético dejaban ver el talento del grupo para crear un clima de fraternidad y destino compartido. Esta forma de actuar y pensar era el modo amistoso de hacer política dentro de la comunidad, y más allá de los límites geográficos, donde se ponía en evidencia el ideario laico y liberal.
La congoja invadió todos los rincones de ese pueblo transitando un momento próspero de su historia con hombres, que fieles a los objetivos perseguidos y a la moral intachable manifestada en cada uno de sus actos, lo hacían progresar con la decisión unánime de salvaguardarlo frente a riesgos y peligros latentes.
La consigna se había implementado desde hacía largos años y se cumplía a rajatabla: Nada lograría interferir en su idiosincrasia. Imponían sus decisiones como leyes a obedecer sin reparos y así preservaban el ámbito construido con afán. Nadie alteraba el crecimiento alcanzado en ese espacio de la llanura, cuyo plan se había puesto en marcha con aquellos pioneros, que plantaron sus pies hacía varias décadas.
Sin intromisiones, controles, ni impuestos excesivos, colaboraban con cada mandatario de turno y aportaban ideas llevadas a la práctica. Preceptos instituidos por hombres seleccionados con máximo respeto y cuidado, para ocupar cargos de jerarquía en cada gobierno, donde la palabra se transformaba en acción.
Sin embargo, eran conscientes de que el país no terminaba de recuperarse de años nefastos con el regreso del fraude electoral y la exclusión política de las mayorías. Veían crecer la dependencia de Inglaterra con administraciones conservadoras, que se desentendían de los padecimientos de los sectores populares y beneficiaban con sus políticas a los más poderosos.
Por exceso de confianza, tal vez pensaron que nada perturbaría el orden instaurado, y algunos olvidaron la posibilidad de que la historia se repitiese, como lo venía haciendo desde hacía siglos. Tantas otras veces, habían sufrido persecuciones, hostigamientos y acusaciones, que obligaron a muchos hermanos a dar un paso al costado silenciando saberes y discursos. Épocas oscuras y violentas transitadas a lo largo de los más de 300 años de existencia de la Logia, no debían olvidarse.
El enigma envolvía su proceder y como dueños del poder detrás de las sombras, se hablaba de un mundo secreto por el carácter libertario y anti–totalitario que los unía a los librepensadores. De forma repentina, se vieron forzados a asumir la realidad para soportar la presión de las políticas impuestas en la última década. Tiempos complejos para los principios puestos en ejercicio y los objetivos alcanzados, que se veían amenazados por la intolerancia y el descrédito con constantes campañas organizadas desde el gobierno. Pasaron a ser una palabra prohibida.
Todo en la vida tiene una compensación: una de cal y una de arena, y una sorpresa insospechada alteró los días de tristeza ante la ausencia de su máximo referente, por la intriga y el desconcierto.
A los gritos de llega un forastero, llega un extraño, anunciado por los chicos que jugaban en la calle para no molestar a sus madres, se vio una lejana figura acercándose por el camino de ingreso, rumbo a la gran plaza poblada por eucaliptos medicinales y tipas centenarias.
Entre la polvareda y las huellas dejadas por los carros y algunos vehículos se deslizaba, al rayo del sol, una imagen fantasmagórica convirtiéndose en real a medida que se aproximaba. Así se pudo confirmar, después de tanta intriga, que se trataba de una mujer con un bulto en sus brazos. Nadie permaneció dentro de su casa, a pesar de que la hora del almuerzo llamaba a los estómagos a sentarse a la mesa, y las cacerolas o sartenes ardían sobre el fuego.
Los ojos de los presumidos habitantes se iluminaban, se acomodaban para conseguir una visión perfecta, y algunos buscaban salir del rostro del que formaban parte, para ver con precisión de quién se trataba; los anteojos se alejaban y regresaban a sus lugares después de pasar por el delantal de cocina de las amas de casa para limpiarse. Ellas pretendían distinguir con exactitud esa extraña presencia, que arribaba sin autorización previa y aceptación de común acuerdo para pisar ese territorio.
Nadie la conocía, nadie comprendía la actitud de esa osada mujer… joven, demacrada y desalineada como una pordiosera, atreviéndose a cruzar el umbral de ese espacio ofrecido a la pureza de la sangre. ¿Acaso no sabía que allí se honraba la decisión de los antepasados de haber atravesado el mar, para echar raíces en esta tierra de cielos inmaculados y horizontes perdurables?
La aparición de esa muchacha, que parecía enviada por los cielos para mostrar lo mejor y lo peor de cada uno de los que decían ser hombres y mujeres de bien, desató fuertes encontronazos entre los que soltaban sus lenguas venenosas, para decir lo que no debían, acusar a los que no lo merecían e imponer principios de moralidad arraigados por tradición fuera de tiempo y contexto.
No sé si fue lástima, piedad o cariño pero sin dudarlo, lo apodaron el triste Juan. Delgaducho, desgarbado, con un remolino rebelde de pelo imposible de domar y dos orejas grandes rayando la deformidad, parecía una caricatura, que realzaba su cara triangular y sus ojos tratando de huir del rostro equivocado. A decir verdad y para ser justos, la naturaleza se había ensañado con él de manera cruel.
Aceptaron con recelo esa mezcla de humano y humanoide, que con su sola presencia inspiraba un afecto especial y sincero, en lugar del lógico rechazo por lo infrecuente de su imagen. Venía apretado como una garrapata al cuerpo de Fátima. Sí, esa madre, que lo parió entre dolores y la desesperanza de criarlo en un futuro precario desbordado por la miseria y el hambre.
Ellas, desde su lugar intachable, objetaron la presencia de una cualquiera que se atrevía a pedir ayuda y ser aceptada como una integrante más del lugar, sin mostrar un certificado de reputación, de descendencia de honrada familia y de fiel religiosidad. No portaba fe de bautismo, constancia de primera comunión, confirmación ni acta de matrimonio. ¿Qué religión veneraba?
Aquí las mujeres obedecían al catolicismo ortodoxo por tradición familiar, ya que pocos eran los varones que se atrevían a pisar el suelo sagrado de la casa de Dios. A ellos no los desvelaba la cuestión de salvar sus almas de las llamas eternas del Infierno, que los esperarían ansiosas y sin piedad. Sus problemas eran otros, reales y concretos, de soluciones urgentes para sostener en pie el proyecto trazado.
Los hombres, más sensibles o inteligentes, según el punto de vista desde donde se los mirase, la defendían con uñas y dientes por su desamparo, la pobreza extrema, un hijo para amamantar y una belleza accidental cargada de humillación. Algunos, sabían de su llegada, que tarde o temprano se produciría, y también recordaban la promesa de resguardarla y protegerla, porque así lo habían jurado. Era el secreto de unos pocos.
Con ansiedad la albergaron trayendo en sus brazos a “El Elegido”, y no dudaron sobre el origen del pequeño, fiel imagen de su padre, aunque rogaban que también hubiese heredado su temperamento y espíritu combativo en defensa de los necesitados.
Las promesas se cumplían y cuando se ofrecía como garantía la palabra de honor estaba en juego la vida. La traición no se toleraba y se pagaba con creces. Sabían de ritos ancestrales, de juramentos secretos, de obediencia sin interrogantes y de responsabilidades acordadas. Además, daban fe de la colaboración incondicional de aquel hombre, que no dudó en ponerse a su servicio por una causa justa y noble, recorriendo campos y montes como bandido bueno.
Escuchar su nombre era señal de respeto y esperanza para muchos, y temor para otros. Nada lo detuvo, y en primer lugar estaban los que sufrían, los que vivían en condiciones inhumanas, los que eran castigados sin piedad.
No fue sencillo imponer la presencia de la joven al no justificar la aceptación sin reparos. El caos se apoderó de las familias, donde el tema se instaló entre gritos, acusaciones y viejas deudas matrimoniales. Todo salía a la luz para poner las cartas sobre la mesa, después de años de mutismo extremo y oídos sordos.
Discusiones, improperios, amenazas y días sin dirigirse la palabra, era lo común en cada hogar, donde se vivían enfrentamientos a muerte, que concluían en silencios absolutos semejantes al ingreso del juicio final.
Y ni hablar de los rostros ofuscados con ojeras violáceas a causa de la falta de un sueño reparador, arrugas que surgían para instalarse eternamente como marcas de sufrimientos, y labios mordidos hasta sangrar, para no continuar echando luz sobre verdades guardadas bajo llave, que habían juramentado no dar a conocer por los siglos de los siglos.
Salir a barrer las veredas ocasionaba desde horas prematuras un murmullo de habladurías con vecinas enfadadas, que entre escobazos a la derecha y a la izquierda, prometían preservar sus derechos y lugares de honradas esposas y madres. Más de una olvidaba el largo prontuario de amoríos secretos e infidelidades escondidas debajo de la alfombra, sin embargo, estaban convencidas de que ciertos actos inapropiados pronto son olvidados por la memoria popular, la que se encarga de borrar con el codo lo que se escribió con la mano.
Sin perder tiempo, conspiraron para llevar mensajes en pequeños papeles arrancados de algún cuaderno en desuso o de la libreta del almacenero, donde con caligrafía y ortografía confusa decía: Urgente convocatoria por llegada de usurpadora. Planificaron los pasos a seguir para expulsar a la intrusa y pretendieron a viva voz, que el cura a cargo de la Santa Iglesia tomara las riendas del asunto.
Todas repetían a coro, entre risas y burlas, que la misa de domingo sería la oportunidad deseada por las que cumplían con extrema obediencia los mandatos de los Santos Evangelios, para proclamar públicamente el rechazo y la inminente expulsión de la entrometida. Con soberbia, negaban el significado profundo de palabras repetidas en forma mecánica cada vez que entraban al templo; misericordia, amor al prójimo, solidaridad y demás rosario de vocablos, que tomaban vuelo para desvanecerse apenas se quitaban la mantilla de encaje, guardaban el misal bendecido en sus rigurosas carteras negras, y salían a la calle para regresar a la vida real.
Eulalia y Francisca, con muchos años vividos y cansadas de ver repetirse idénticas conductas transmitidas de madres a hijas, podían dar fe del actuar. Caminaban con paso lento, apoyadas en los bastones rumbo al almacén, mientras reflexionaban con la sabiduría otorgada por las experiencias sufridas en carne propia, que no sólo hay que ser en esta vida, sino también parecer. Expresión que la gran mayoría no había dilucidado en ese acontecer de arrebatos y falsa moral, porque las apariencias persistían hasta acabar en un espiral que arrastra y no tiene fin, tragándose el orgullo y la mentira de los que se alimentan con la hipocresía.
Trataron de convencer de una y mil maneras al viejo sacerdote para que en su homilía dominical la declarase una invasora, que había alterado la santa paz de esa tierra enaltecida. Allí veneraban las leyes instituidas por Dios y los hombres mayores, que se establecieron para formar un pueblo de trabajo y fomento de valores, y no aceptaban intrusos de oscuras prosapias y extraños modos de vida.
Menos aún permitirían la presencia de una mujer, que vaya a saber qué turbulento pasado cargaba, con un hijo más parecido a un monstruo que a un ser humano, y sin un varón con una profesión digna para mantenerla y protegerla de los ojos ansiosos de carne fresca.
Los hombres reunidos en el bar de don Giusepe Franchino, como era costumbre en los atardeceres apacibles de aires perfumados a flores de paraíso, entre aperitivos y bebidas fuertes, revelaban sus conflictos hogareños como si estuviesen frente al confesionario. Ellos no concurrían asiduamente a la iglesia a causa de ciertas controversias con la religión, o en todo caso con los administradores de la verdad absoluta. Además, les molestaba el rol desempeñado por los Ministros de la Eucaristía, que se entrometían en la privacidad de cada casa con sus severos sermones puritanos.
La situación era compleja, y la solución no encontraba puertas que se abriesen para resguardar a Fátima y su Juan. Todo se tornaba confuso, ya que se trataba de incorporar al quehacer diario a una mujer desconocida, con un bebé de meses de padre ausente, que llegó hasta ahí empujada por el viento y los ángeles que la guiaron.
Joven, demasiado joven, pocas palabras pronunciaba entre la congoja y la inquietud que la enmudecieron; sumado a eso, los recientes recuerdos de la tragedia que la obligaron a huir de la humilde ranchada para salvaguardar su vida y la del pequeño, la habían convertido en un espectro.
Tema oscuro por resolver dentro de un grupo humano minoritario y selectivo en lo social, político y religioso, donde primaba el origen, el color de piel, el buen nombre y las normas estrictas a cumplir. Ella no poseía ninguno de los requisitos exigidos y esto generaba altercados permanentes entre los parroquianos, ya que algunos sostenían que no podía permanecer allí por no conocerse nada de su pasado, si al padre del niño se lo había tragado la tierra, o si era hijo del Espíritu Santo por la bondad que infundía su mirada.
Pocos fueron los que realmente hicieron oír su voz dentro y fuera del hogar, imponiéndose al matriarcado emplazado por madres y esposas, que organizaban, decretaban y hacían cumplir lo que sus conciencias les dictaban. La debilidad de algunas figuras masculinas en el ámbito familiar se había transformado en una condena, que los llevaba a llorar sus penas entre copas y naipes hasta altas horas de la madrugada en el único sitio convertido en santuario: el bar cercano al club de fútbol. Allí, la familiaridad los esperaba con un clima de lamentos, voces opacas y luz difusa, para invitarlos a las confidencias entre pares.
Ella, encerrada en su habitación, se sentía un estorbo, un objeto rechazado y fuera de tiempo y lugar. La única manera de expresar lo que sentía en lo más íntimo era comenzar a reconstruir los días y las noches vividas en su pueblo y en el monte; de esa forma daría rienda suelta a los sentimientos que la ahogaban.
Sabía que le sería difícil poner en palabras tantos padecimientos, pero con paciencia escribiría durante las noches, cuando su hijo durmiera y la casa estuviese en silencio. Así podría borrar de su mente el caos que reinaba en la comunidad por su llegada imprevista, ya que no podía enfrentar a esas mujeres que reclamaban derechos sobre su permanencia o no. Si ni ella sabía cómo había arribado allí y quién lo había decidido. Por suerte Juan era muy pequeño y estaba al margen de tanto despecho y resentimiento.
Amamantó al niño y lo acomodó en la cama para que disfrutara de un sueño placentero. Buscó un cuaderno y un lápiz que había visto en un cajón del ropero y se sentó a garabatear las primeras palabras. Acaso el destino le acercó esas dos simples herramientas para liberar voces y rostros, que continuaban rogando ser escuchados.
La tarde ya está cayendo,
el viento se está callando.
Se oye un chasquido y un grito,
señal que ha muerto un quebracho.
—Alemán Mónico
El tiempo después de mucho andar me autoriza a decir. Una vez más se manifiesta como dueño absoluto de mi vida, y a cuentagotas me entrega imágenes desvanecidas a las que les concede la palabra. Espero, noche tras noche ese instante sublime para reconstruir mi historia, aunque quizás sea la de todos los que me rodearon, y sólo una página más de ese infinito libro narrado por miles de hombres y mujeres me pertenezca.
No sé si tuve la suerte o la maldición señaló el lugar de mi nacimiento, pero vi la luz de este mundo en mi amada y trágica Villa Guillermina. Territorio mágico de mi niñez, que conoció la gloria y el horror, o ambas cosas a la vez, donde aquellos innombrables resolvieron desafiar a la naturaleza para demostrar su poderío y doblegarla.
Pienso en su ambición desmedida, siento en mi piel su egoísmo, y veo la avaricia que no les permitió imaginar el castigo que llegaría para esa zona menospreciada del Norte de la provincia, cuando en su época de esplendor derribaron hasta el último quebracho colorado, hijo predilecto de la región.
Mi mirada inocente de niña veía crecer la “civilización” en medio de una selva impenetrable, que resistía contra la invasión para custodiar la madera centenaria. Dieciocho mil almas construían sus vidas alrededor de las chimeneas de las fábricas extractoras de tanino, una sustancia utilizada para curtir el cuero en las curtiembres europeas y norteamericanas en la industria armamentística. Tiempos de guerras, tiempos de agonías, tiempos de odios, aprovechados por unos pocos para rédito personal.
Viene a mi memoria la réplica de la corona de la Reina situada sobre la colosal chimenea de setenta metros de altura, edificada con ladrillos colorados traídos de Escocia, y en cuya cúspide flameaba la bandera invasora para cada cumpleaños de su Majestad. Sólo algunos se cuestionaban qué hacía allí si nos era ajena, mientras la gran mayoría le rendía honores a ese símbolo de la dominación británica. Así desplegaban su poderío sobre el feudo del quebracho.
Ellos formaron parte de su fundación, planificaron todo a su gusto y placer, y como dueños indiscutidos lo pusieron en marcha, para llegado el momento, acaparar el negocio apropiándose de otros pueblos con sus fábricas y todo ser humano que anduviese por ahí. Terminada la guerra, la muerte ya no otorgó ganancias, los países quedaron arruinados y nuestros montes deshechos, entonces optaron por desmantelar industrias, casas y oficinas para buscar otro rumbo dejando esta tierra librada a la fatalidad.
En esta historia de casi un siglo de promesas y desencantos, impera la osadía premeditada con rigor para apoderarse de millones de hectáreas, cuya explotación económica se apuntaló en un recurso limitado. No pensaron, o no les importó saber, que cada árbol requería mucho más de cien años de vida para entregar el corazón de su madera madura.
Ellos no habían nacido aquí, su patria era otra; ellos no sentían la unión milenaria entre la naturaleza y sus hijos; ellos respondían a un linaje diferente; ellos cumplían órdenes, obedecían y partían. El mar que debieron cruzar los empujó con su fuerza incontrolable para terminar arrojándolos en el más salvaje de los entornos.
Era niña, sin embargo, el relato de Prudencio mateando con la abuela se me presenta aún y me produce la misma sensación de escozor que me llenaba de miedo. Seguro y convencido de sus dichos, repetía hasta el desaliento que treinta y siete cajas de hierro partieron del puerto de Liverpool el 10 de marzo de 1874 en el buque Gassendi.
Con el resentimiento alimentado por los tormentos, aclaraba el buen hombre, que el destino fue Santa Fe hasta donde se transportaron las 180.187 libras esterlinas, total del convenio firmado entre Murrieta & Compañía y el Gobierno. Sin resignarse y fortalecido en su audacia agregaba, que el lugar elegido por esos mal nacidos para semejante fortuna se conoció en corto tiempo: formar el capital inicial del Banco Provincial.
Aspiraba el humo negro de su cigarro armado con suma paciencia repitiendo idénticos movimientos con sus manos callosas por el hacha y el machete; se tomaba un mate amargo, largo y caliente como le gustaba, y continuaba explicándole a Eloísa que ese pacto se firmó el 22 de junio de 1872, y el apoderado de los que prestaron la plata era el doctor Lucas González. ¡Mal bicho si los había!, ya que a la hora de cumplir con la deuda, también sería nuestro representante.
Mascando vieja rabia y asumiendo el lugar de juez de los hechos levantaba su tono de voz para detallar, que el compromiso creció hasta volverse imposible de pagar. Entre maldiciones e insultos aseguraba,–golpeando sobre la mesa con el puño apretado–, que ahí fue cuando los señoritos desesperados mandaron un proyecto de ley al Congreso de la Nación que fue aprobado de la mañana a la noche por sus amigotes.
En ese baile estaban todos –decía Prudencio–, y cada uno iba a sacar una tajada de la torta, por lo tanto para quedar bien con los ingleses llegado julio de 1881, y demás está decirte, por consejo del tal González mediando de fiador y deudor, decidieron liquidar la deuda con tierras públicas. −Te das cuenta, nuestras tierras.
Después de un rato de silencio, donde tragaba la bronca que lo consumía desde que tenía uso de razón, continuaba: −En realidad existía una cuestión entreverada por cerrar, ya que los papeles los debía firmar Juan Bautista Alberdi, como representante del Gobierno Nacional, y vaya a saber uno cuales fueron las reservas que lo llevaron a excusarse por problemas de salud.
—Para firmar los papeles no necesitaba estar vivito y coleando –protestaba Eloísa.
—Llamativa la actitud del hombre, aunque quizás a último momento se le revolvieron las ideas y las tripas. De seguro no quería echarse al hombro esa condena de entregar el Chaco Grande y quedar mal parado en la historia.
—¿Y vos te pensás que le importaba eso?
—Ya sabés hermana, que más temprano que tarde, el tiempo saca a relucir trampas y negociados para que el castigo llegue igualito para todos.
—No entiendo mucho sobre este asunto, pero si no era él, alguien tenía que poner la firma.
—No importó un pito que se negara y así porque sí, lo llamaron al Federico Woodgate, que después nos enteramos qué clase de ponzoña lo cebaba. Con firmas, sellos y estampillas como correspondía o exigían, se cerró el trato y a nosotros nadie nos tuvo en cuenta ni se acordaron de nuestra cara. Quedamos pintados, como se dice.
—Y ahí fue cuando les dieron todo lo que nos pertenecía. ¡Qué fácil regalar lo ajeno y acabar con la deuda!
—No dentra en mi cabeza que más de dos millones de hectáreas les entregaron “generosamente”en una engañosa venta por unos sucios pesos, que tapaba el crimen cometido, pero nunca sacaron a relucir el espanto que trajo el fraude.
—Y cómo lo iban a decir, si así saldrían a la luz sus miserias humanas. Se lavaron las manos para no hacerse cargo del castigo gratuito que nos regalaron a los de abajo, total –para esa lacra– éramos basura.
—La autoridad de turno –no sé quién los mandó a revolver el avispero– pagaba de esa manera una larga deuda a gente extraña. Los otros, oportunistas y muy bichos, vieron la ocasión para dar el gran salto y fundar la Santa Fe Land Company, más tarde y para no olvidarlo, Compañía de Tierras, Maderas y Ferrocarriles La Forestal Limitada. Y hacé memoria, porque en 1914 se quedó con todos los pueblos, fábricas, montes, familias, y todo lo que caminaba o volaba en este suelo honrado.
Tío Prudencio era de esos hombres que vivían al filo de la navaja, como suele decirse, y no se había privado de nada con el correr de los años. Participó de todas las revueltas, que apenas se anunciaban ya lo tenían en primera fila; fue herido mil veces y escapó a las balas como un brujo, mientras quedaban a su paso cuerpos mutilados entre gritos de agonía; desapareció monte adentro por meses para ver morir a sus compañeros, y ahí frente al horror juró por su santa madre vengar tanta maldad impune.
Apenas recuperado de las heridas y al husmear que las aguas se calmaban, no dudó en acercarse con picardía al poblado para continuar predicando los derechos que por ley natural les correspondían. Nunca bajó los brazos y siguió refiriendo los hechos que lo tuvieron como protagonista, aunque lo avergonzaban como santafesino de sangre nativa y heredero natural de este territorio.
La abuela rezaba para que su alma revoltosa hallara paz, y de buenas a primera en la oscuridad de la noche aparecía para pasar varios días, oculto en la casa. Después de la Picada del Combate, donde lo creyeron muerto, huyó, se escondió en cuanto rancho le dio amparo y regresó para dar su testimonio: −Así malgastaron ese regalo de la naturaleza sin volver a plantar un sólo árbol; usaron lo que era de su interés y el resto lo despreciaron hasta acabar con la tierra bondadosa, que protegería a los hijos de los hijos.
Evitaba reconocer la maña de los intrusos, pero en lo más profundo tenía que aceptar la capacidad para vigilar el negocio del principio al fin, teniendo todo muy estudiado desde que pusieron sus sucios pies aquí: talar los árboles, extraer el tanino, acarrearlo y venderlo.
—Aunque te duela escucharme una y otra vez, hermana, armaron con gran picardía un estado independiente dentro del Estado Nacional, y nosotros en el medio, manoseados sin derechos ni libertad.
Su piel curtida como cuero, con cicatrices que acariciaba con orgullo de batallador incansable, eran la evidencia de su morir y renacer en la penumbra con una vida errante. Decía que sentía el olor de los gendarmes que nunca dejaron de perseguirlo, y ahí nomás se escabullía como rata para resistir en otro sitio, pero antes de escapar hacía memoria y recordaba que levantaron pueblos en un santiamén, y arrasaron a su antojo con las leyes policiales y comerciales. Nadie se metía en sus negocios según lo pactado desde el primer día; la política oficial fue dejar hacer, no mirar, no discutir, y oídos sordos a las denuncias.
¡Cuánto veneno corría por su sangre! Y todavía lo torturaba la bajeza del Gobierno, cuando les abrió con pompas y honores las puertas a los extranjeros, mientras a esos zorros se les hacía agua la boca con la riqueza de esta tierra. Así cerrara los ojos hasta el dolor, aparecía en sus imágenes Inglaterra, ese monstruo imponiendo su señorío a partir de la Primera Guerra Mundial. Hasta las lágrimas se le caían con sólo pensar que ahí empezaron a multiplicarse, como hormigas, las fábricas de extracto de quebracho. Nadie pudo detener el más terrible dominio instalado para barrer con nuestro monte y explotar a miles de hombres confiados en la palabra invasora.
Cientos de veces y desde muy chiquita, había escuchado relatos de pobladores maldiciendo el día en que llegaron extraños hombres al rancherío. Todos de buen porte, ojos claros y cabellos tan dorados como el oro de los anillos que lucían en sus manos. No entendían su forma de hablar, y no les preocupó comprender la de ellos. Sin mediar explicaciones y desconociendo sus humanas presencias, se adueñaron del suelo que pisaban, para el asombro y escaso entendimiento de los lugareños.
Punto final, todo estaba dicho, si entendieron, bien, y si no, daba exactamente lo mismo. En ese momento trágico, advirtieron que no eran considerados personas para el Estado Provincial y Nacional, y teniendo en cuenta la mezquina mirada que los atrapaba eran subhumanos por pertenecer a una “raza inferior”. Eso sí, para sus objetivos y necesidades, mano de obra barata a su entera disposición.
Con el pasar de los días,sólo permanecía intacta y cobraba vida esa imagen cuando se la vio llegar suplicando que se apiadaran de ella, por sentirse indefensa y con una larga historia de soledades y abandonos. Desus ojos grises, su mirada fija buscando respuestas en un punto lejano, el Norte, y las escasas palabras que articulaba, emergía una agónica existencia a pesar de su juventud. Nadie podía hacer caso omiso a semejante cuadro rogando auxilio.
Sin tardar, recibió el apoyo incondicional de un grupo de hombres, se sintió contenida y respetada en sus silencios, sin embargo, más de uno de los que se acercaba le hubiese entregado el alma al diablo por saber lossecretos que guardaba. Pero, la decisión de unos pocos y sin importar los inconvenientes que surgieran por desafiar al sexo femenino, permitió que la alojaran en una habitación pequeña ofrecida voluntariamente por don Francisco Gerbaudo.
Soltero, maduro y sin intenciones de formar pareja, estaba condenado por ser hijo único a la atención de su anciana madre, que sumergida en la demencia senil no presentaba dificultades para la incorporación de la joven y su hijo a la casa inmensa y vacía.
Era lógico que con sus años ya estuviera más allá del bien y del mal, y los comentarios malintencionados no lo acobardaban. Había construido una trayectoria fiel a sus principios, que nunca abandonó por lealtad a sus compañeros y a las enseñanzas impartidas con rigor por su padre.
Ya recuperada del cansancio, el hambre y el largo trecho caminado sin descanso, habló con quien pasó a ser su tutor, y con la humildad que la definía le agradeció la humana actitud de brindarle un espacio para vivir. No estaba preparada para dar explicaciones, si ni ella podía ordenar el trajín de los últimos meses entre idas y venidas, cuando se veía obligada a partir de improviso para buscar un nuevo sitio donde ocultarse. La incertidumbre la acosaba llegada la noche, porque con ella renacía la urgencia de ser trasladada a otro lugar, y nunca tenía la certeza de saber si un nuevo día la estaría esperando.
Ahora, sentía que había llegado a un terreno seguro para cambiar el rumbo de sus pasos heridos de muerte. Mirando el sol que se ocultaba en ese paisaje de campos fértiles, y sabiendo que a partir de ese día una cama acogedora y un plato de comida caliente no le faltarían, tomó las riendas de la situación. Sintió un halo de aire fresco ingresando a la habitación y con él la confianza renovó el brillo de sus ojos para despertar a su nueva realidad.
La primera respuesta fue ofrecerse para cuidar a la anciana en sus últimos años de vida, ya que ella requería la máxima atención y la compañía de una mujer; además, de esa manera compensaría el apoyo recibido y la seguridad que le transmitía ese hombre que le abrió, sin cuestionamientos, las puertas de su casa.
La decisión de Fátima y la entereza de su espíritu asombraron a sus benefactores, que la creían débil e indefensa. La escuchaban repetir con su voz suave pero firme, que su obligación era demostrar a esas infames mujeres desprestigiándola sin conocerla, su integridad y capacidad de trabajo para mantener a Juan y ganarse un lugar de respeto.
No necesitaba cartas de presentación ni certificados de buena conducta, porque la coherencia entre el decir y el actuar, serían la mejor recomendación. De su pasado nadie debía estar al tanto para juzgarla; sólo los silencios infinitos despertarían las lágrimas en la soledad de las noches. Abrazando con fuerza a su hijo descubría la ternura de esa pequeña vida recién empezando a crecer, que le exigía como mamá, levantar la cabeza para esperar otro amanecer.
Yace por tierra aquel árbol,
las ramas muestran su carne,
sube la sabia en el tronco
y se estremece en el aire.
–Alemán Mónico
Con mis nueve años, cuando el sol le daba un respiro al calor asfixiante de los veranos, la abuela me sentaba en sus rodillas para hamacarnos en el sillón mecedor de mimbre debajo de las cuatro chapas herrumbradas, que pretendían ser un alero. Los perros flacos se acercaban para que entre caricia y caricia les arrancara las garrapatas de las orejas. Salían disparados del dolor y pasado un rato regresaban agradecidos para echarse en el fresco.
Con el canto de los pájaros asomaba una dulce melancolía, y de repente brotaban aquellas palabras calladas por años, que le pedían consentimiento a su corazón para dejar de lado el rencor… Entonces buscaba el tono de voz apropiado y comenzaba a contarme: −Escuchá bien, mi amada Fátima, y no lo olvides por el resto de tus días, el rancho desapareció de un plumazo y las tierras nos fueron saqueadas.
De buenas a primera, debimos obedecer las nuevas reglas acarreadas en grandes libros negros, que bajaron de los barcos allá por 1890, y aunque te parezca raro, lo siguen haciendo a sangre derramada y látigo. Pobrecito el que desobedece o los desafía reclamando sus derechos; a partir de ahí sus horas están contadas y ni sus huesos hallamos para darle santa sepultura. En corto tiempo nomás se los comen las aves de rapiña, antes de que nos anoticien de lo ocurrido.
Mi rostro se desencajaba frente a semejante secreto revelado en mi simple niñez, despojada de preocupaciones e interrogantes. Tiempo feliz aquel por desconocer la situación y estar convencida de que ese era el mejor lugar de la tierra, ya que ignoraba que el trabajo extremo y los sacrificios no tenían nombre ni apellido. Los hombres eran números para la Compañía, y a veces, con suerte, los identificaban por cierto apodo puesto al pasar o haciendo referencia a algún defecto físico que los diferenciaba del resto.
Con voz cansada pero segura continuaba: −Los quebrachos centenarios de entre uno y dos metros de diámetro se derriban en el monte y se desgajan con hachas hasta convertirlos en rollizos limpios y perfectos. Cuatro hombres lo rodean, cuatro hombres que con cada golpe se les va un pedazo de sus vidas junto a la del gigante. Muerto uno y sobreviviendo ellos, lo cargan a carancho en el cachapé, y los bueyes con su fuerza bruta hacen el resto rumbo a los galpones del pueblo, donde los esperan las aserrineras para empezar la obtención del tanino.
—Nunca pensé que así se conseguían esas piedritas inocentes y de distintos colores con que llenan las bolsas.
—Grabá en tu memoria esta verdad, que algún día deberás explicar a tus hijos y preservarla por años, porque esa melaza roja siempre fue oro en polvo. Es más que necesaria para la guerra y por eso se la llevan a distintos países desde los puertos cercanos como Florencia y Piracuacito.
—Guerra, oro en polvo… No entiendo de lo que me habla.
—Por si no lo sabés, hasta allí llegan las vías del ferrocarril que levantaron con manos esclavas, y muchos muertos en el camino. Eso no les importó un carajo, sí o sí debía terminarse la obra para acarrear las miles de bolsas hasta los barcos que parten con el alma del monte.
—Ahora entiendo por qué el tren parte todos los días despacito y cargado hasta rebalsar, quejándose como un viejo.
—Despertate y abrí los ojos. Fueron muy guachos al elegir esos lugares bendecidos de aguas profundas a orillas de nuestro Paraná, y sin pensarlo dos veces, montaron los muelles para que atraquen esos monstruos con nombres raros y caras extrañas hombreando las bolsas, mientras el sol les quema la piel hasta convertirla en carbón.
Mis ojos chiquitos se abrían como dos luceros frente a semejante explicación, y así comencé a ver, a mirar lo negado, y a tomar conciencia de que nos hundíamos cada día un cachito más hasta borrar nuestros nombres. Éramos sombras vagabundas en un feudo donde no se permitía pensar, decidir, ni hacer con libertad.
Su voz temblorosa rebuscaba imágenes escondidas en el corazón, y después de un largo silencio regresaba: −Nuestros antepasados ya hablaban de esa sabia madera, y le tenían miedo a los avivados que abarajaran el secreto. No pasó mucho tiempo y el secreto vio la luz para ser el gran negocio. Ahicito aparecieron para plantar sus fábricas.
—¿Y quién les contó de nuestros montes?
—Ellos traían en sus manos lo que descubrieron en 1850, los que decían ser técnicos y curtidores franceses y alemanes. De ahí en más, otra sería la historia que padecí, como gurisa primero y mujer después con sangre aborigen.
No voy a negarlo, pero reconozco que los vaivenes temporales le otorgaban la lucidez para narrar los hechos que la marcaron a fuego, y así retornaba al otro tiempo: −Sin otra cosa para subsistir, agachamos la cabeza y aceptamos órdenes, leyes que no entendíamos y condiciones brutales de trabajo. Las jornadas laborales –como nombran ellos al trabajo de sol a sombra– que nos impusieron desde aquel momento son de 12 horas diarias o más, sin descanso ni domingo para recuperarse.
—Por eso nunca se ve a los obreros con sus familias; ahora entiendo lo que siempre me pregunté.
—Familia es lo que dejan acá pero nuestros hombres cumplen “el horario de los loros”, porque el hacha despierta al alba y no se detiene hasta que la noche llega. El monte sigue tragándose a esposos, hermanos e hijos, que por semanas y semanas se internan en él, mientras ruegan regresar con vida a la civilización, si así puede llamarse este miserable caserío donde vivimos en las afueras del pueblo.
—Entonces está todo dividido y eso de compartir y estar juntos es una mentira.
—Aquí está bien clarito como es la cosa, y la barrera que nos separa a unos de otros marca los límites entre hacheros, obreros, contratistas y personal jerárquico. Nadie la puede traspasar y a ninguno se le ocurre semejante idea; nosotros pertenecemos al otro extremo, donde sólo cuenta la mano cautiva. No olvides, y esto te lo voy a repetir hasta el cansancio, que en nuestra sangre corren las raíces tobas y guaraníes entre muchas otras, ya que tus ancestros fueron arriados desde la otra punta del Chaco Grande hasta aquí, donde les prometían trabajo y comida.
—Ya sé que tengo sangre indígena en mis venas, como la mayoría de los vecinos.
—La estirpe sigue presente en la descendencia y es imposible esconder nuestro color de piel, las costumbres y la resignación de aceptar la vida como castigo. Pero calladitos, no olvidan y alimentan el resentimiento, –que se agranda en los hijos–, por las falsas promesas hechas a nuestros antepasados.
—¿Tenían que venir para estos lados?, si acá no iban a encontrar nada mejor.
—Y qué te puedo decir, aunque no está de más recordar que ahí fue cuando empezó la desgracia. Confiados o tal vez ilusionados, primero llegaron unos pocos desde Paraguay, Corrientes y el Chaco Austral, para después en bandadas, con sus mujeres y crías buscando trabajo y paz.
—No se ponga nerviosa que me da miedo, abuela.
—Me vuelvo loca, mi niña, de sólo pensar que con codicia, esos malnacidos los aceptaron al ver en ellos la fuerza de sus cuerpos mortificados por el monte, que era su lugar.
—No puedo imaginarme a toda esa gente llegando como langostas.
—De repente, esta zona fue un hervidero de voces, pies descalzos y gurises hambrientos por la necesidad de manos fuertes y la ilusión que los empujó. Muchas veces le busqué la vuelta a la explosión humana en estas tierras calmas y de aromas ardientes como el sol que las bendice, y te aseguro que la encontré de tanto hurgar, porque aunque no soy demasiado leída, sé mucho más que otros que dicen haber recibido alguna instrucción por estos lados.
—No diga eso, usted sabe mucho por todo lo vivido y eso no se puede comparar con lo que dicen los libros.
—Entonces me dije, acá el desborde lo trajeron esos traidores del Gobierno cuando regalaron lo que nos pertenecía, y solita saltó la explicación como sacada de un papel: apoyaron a los inmigrantes y a las compañías de afuera vendiéndoles o regalándoles las tierras a bajo precio con tal que se queden aquí. Estate segura que ellos no iban a venir por estos rumbos, llenos de salvajes –como decían–, entonces mandaron a los otros.
A ver si me entendés y no te termino enredando, ya que ese fue el inicio de una rara convivencia de distintos grupos de extranjeros apostados en parajes y colonias campesinas, que nacían con esfuerzo y sacrificio. Esa podría llamarse la época fundacional, –según los que saben más que yo–, cuando para trabajar el suelo debieron talar miles de hectáreas de bosques naturales.
Pero no se terminó todo ahí, a aquellos años los siguieron las avanzadas militares calculadas desde la Nación para barrer a los nativos. Los que se retobaron fueron liquidados por rebeldes y montaraces, y los que se salvaron en las masacres partieron para ser amontonados en mezquinas reducciones, donde quisieron a cualquier precio cristianizarlos y domarlos hasta desatar en ellos la furia por la opresión.
—Despacio abuela, que en mi cabeza no puedo acomodar tantas ideas.
—Te entiendo, pero de a poquito yo te explico y vos atás los hilos. Bien inteligente saliste… seguro que a tu padre. Ahora mirame para no distraerte: Así nació un Chaco santafesino gringo, que se oponía a la imagen de una tierra bárbara en lucha continua con la geografía y los indígenas que la poblaban. Algunos dicen que a esto hay que sumarle los tiempos forestales con sus fábricas, lo que permitió el arribo de hombres y más hombres solos o con sus proles a la rastra desde Santiago del Estero, que les quedaba cerquita, Corrientes cruzando el Paraná y del Paraguay en la otra orilla.
—¿Qué rasgos separaban a unos de otros? Me los imagino muy distintos pero compartiendo la misma tierra y el cielo perfumado.
—A todos los empujaba la esperanza, pero a cada grupo lo diferenciaba la lengua que hablaba, las ropas que usaban y la habilidad para ciertas tareas, que decían de su lugar de nacimiento.
No dudaron en emplearlos por unos pocos pesos por pertenecer a otra raza, a otra cultura. No entendían la lengua de los poderosos, sus costumbres eran diferentes, los dioses venerados tenían distintos nombres, y para la mirada ajena, analfabetos. Fácil fue engañarlos con papeles que parecían ser plata y ofrecimientos mentirosos.
—Por eso hoy seguimos teniendo una mezcla de voces y tradiciones que trataron de prolongar en sus hijos y nietos.
—Ya lo creo, somos el resultado de esa unión que se fortaleció con los años. Tu abuelo Victoriano los conocía a todos y le llamaba la atención, que entre los hacheros había dos grupos bien marcados por su aspecto, sus expresiones y habilidad para el trabajo. Los correntinos eran astutos, activos, con una inclinación natural a la rebeldía a flor de piel, y sobresalían por su sentido del honor. Se ofendían por cualquier cosa, aunque no tardaban en mostrarse temerosos frente a los patrones. Eso sí, nadie podía competir con sus mañas a la hora de tumbar un árbol.
En cambio, los santiagueños eran tranquilos, poco habladores y nunca se sabía bien en qué pensaban; eran menos fuertes en el monte pero a la larga terminaban siendo más constantes para el labrado y dar forma a postes, vigas y durmientes.
—Seguramente pensaron quedarse un tiempo y luego volver a su lugar.
—No sé, pero al ingresar a la Compañía, y más de uno presintiendo no regresar con vida al lugar que lo vio nacer, traían en su piel y en su corazón pedacitos de cielo, alguna estrella que no los abandonaba, el aroma de su tierra, y el coraje de atreverse a lo desconocido.
—Lo triste es que la mayoría no pudo cumplir su sueño.
—Perdoná mi desparpajo, pero hoy me levanté charlatana, y aunque te esté atormentando con mi relato debés saber que entre los más estudiados por aquel entonces, –que eran unos pocos–, se preguntaban ¿por qué el Gobierno cedió con tanta desvergüenza estas tierras a hombres sin rostro? Sí, sin rostro, porque jamás supimos de los verdaderos dueños mandoneando a los gerentes, administradores y capangos –estos inservibles para agarrar el hacha fueron amaestrados en la violencia, como única manera de hacer cumplir las órdenes que daban.
Escucharla, despertaba en mí todas las emociones para terminar sumergida en el calvario al que me había acostumbrado. Quería detener las horas y pensar… pero sus palabras se prolongaban para entrelazarse en un largo hilo que iba desovillando la madeja de la historia: −Hasta esos días éramos, porque así lo habían dispuesto nuestros dioses, una gran familia de hacheros encargados de proteger nuestro monte, y sabíamos qué especie talar y cuál resguardar, para no quebrar la armonía de la naturaleza.
—Hermosas imágenes, abuela, pero a cuántos les importó protegerla.
—A muy pocos, mi cielo. Ya no me quedan palabras para confesarte la desesperación que nos agarró, cuando la noche extendió un negro manto sobre esta región, y la tierra libre que nos amparaba pasó a ser de otros. Quizás, con tus pocos años no entiendas que lo perdimos todo, el cielo estrellado, la tierra roja, el monte enmarañado, el padre río, y… la libertad.
—Perderlo todo y de pronto verse obligados a obedecer y obedecer.
—¡Estate atenta a mis dichos!, ya que eres hija de este suplicio, y tienes el deber de llevar por otros pueblos la historia de nuestro Norte, para que nadie permita el engaño y la usurpación. Sólo me falta contarte por hoy, que impusieron el trabajo a destajo, y nuestros hombres –incluso los niños– parten a derribar con hacha y machete a los quebrachos, que erguidos esperan su forzado final.
Me estoy poniendo vieja, demasiado vieja y estás en edad de empezar a descubrir que este mundo que nos rodea no es el Paraíso que imaginás, sino el Infierno que nos toca caminar, por eso mis palabras tienen que penetrar tu corazón. Es la única herencia que te puedo dejar, pero ella te servirá para ser libre y luchar por los desamparados.
—Hubiese preferido quedarme chiquita, chiquita, porque si crecer es hacerme cargo de lo que me cuenta nada será sencillo.
—Escuchá con atención para estar prevenida, ya que el monte siempre concibió lo necesario para impedir la vida humana en él, y cuando se llega a su espesura, todos saben que sus ojos, oídos e instintos deben estar alertas. Es una trampa mortal en sí misma y a pesar de los peligros, cientos de familias se instalan en ranchadas, donde sobreviven mujeres e hijos que nacen y mueren antes de cruzar la línea que los separa de la “civilización”.
Se levantó muy temprano, y resuelta salió a la calle para visitar al sacerdote, –necesitaba un confesor, un aliado–, Juan Bautista Pierini, autoridad espiritual del lugar y ávido lector de Historia, –por los comentarios escuchados– sería la persona indicada para comprenderla. La frustrada vocación a la que debió renunciar al ingresar al seminario por orden incuestionable de su familia, con el tiempo le abriría las puertas a la lectura y el conocimiento, pasiones que nunca abandonaría.
Italiano de origen, había llegado en barco hacía largos años, cuando aquello sólo intentaba ser un caserío ordenado. Con el paso de los años y el sacrificio de todos vio crecer una próspera población fundada en los ideales de los tozudos inmigrantes que se animaron a la aventura.
El correr de los días fue acompañando los progresos y fracasos de los hombres con quienes compartió alegrías y lágrimas. Presenció la partida de muchos de los fundadores, y el nacimiento de sus hijos, sin embargo, en determinadas ocasiones sentía que su presencia era una costumbre, una efigie o algo semejante, que estuvo allí desde siempre y nunca los abandonaría.
De sus largas meditaciones frente al Santísimo nació un segundo llamado de Dios, para demostrar su vocación cumpliendo una difícil tarea. Debía involucrarse con otros modos de actuar, no sólo desde el púlpito en la misa de domingo, sino con un contacto más fraterno y estrecho con los fieles. Vistió sotana nueva, abrió las puertas de la iglesia de par en par, y colocó un cartel llamativo en la sacristía: Ésta es la casa de Dios y el rebaño se está dispersando. Yo iré por él para compartir sus pesares.
Tomó su paraguas y calzó los viejos zapatos negros ya chuecos y remendados infinidad de veces por Jacinto, único zapatero de la colonia, y sin dudarlo, como en sus años jóvenes, partió bastón en mano. Esa herencia de su abuelo era uno de los pocos objetos que lo acompañaron a cruzar el mar, junto al viejo Evangelio de su madre colmado de estampitas de sus santos preferidos.
Visitaría a los más humildes y a las ovejas descarriadas que se extraviaban por las oscuras calles del pecado, antes de hallar la casa del Señor. Ellos necesitaban que el mensaje golpee sus puertas y se siente a la mesa, tarea que sólo podía llevar adelante por decisión y designio del Altísimo para la que fue convocado.
