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El tercer libro de la electrizante serie de los misterios de Slim Hardy.
Tras pasar por muy malos momentos, el soldado expulsado y convertido en investigador privado, John «Slim» Hardy es contratado por un terrateniente rico y enigmático, Oliver Ozgood, para descubrir la identidad de un misterioso chantajista. El hombre reclama una fortuna a cambio de su silencio. Afirma ser Dennis Sharp, un antiguo empleado de Ozgood y amenaza con revelar secretos que arruinarían la reputación de la familia Ozgood y enviarían al patriarca a prisión.
Solo hay un problema.
Dennis Sharp está muerto, asesinado por el propio Ozgood.
En su búsqueda de respuestas, Slim se muda a la aldea rural de Scuttleworth, en Devonshire, donde se enfrentará a demonios interiores y exteriores en su caso más complicado hasta el momento.
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Seitenzahl: 278
Veröffentlichungsjahr: 2021
(y disponible en español)
El hombre a la orilla del mar
El secreto del relojero
El encargado de los juegos
Tren de cercanías
El cuento del pescador
Ocho días
Cuando sopla el viento
Las luces del circo
Aquí acaba el camino
El Encargado de los Juegos
1. Capítulo Uno
2. Capítulo Dos
3. Capítulo Tres
4. Capítulo Cuatro
5. Capítulo Cinco
6. Capítulo Seis
7. Capítulo Siete
8. Capítulo Ocho
9. Capítulo Nueve
10. Capítulo Diez
11. Capítulo Once
12. Capítulo Doce
13. Capítulo Trece
14. Capítulo Catorce
15. Capítulo Quince
16. Capítulo Dieciséis
17. Capítulo Diecisiete
18. Capítulo Dieciocho
19. Capítulo Diecinueve
20. Capítulo Veinte
21. Capítulo Veintiuno
22. Capítulo Veintidós
23. Capítulo Veintitrés
24. Capítulo Veinticuatro
25. Capítulo Veinticinco
26. Capítulo Veintiséis
27. Capítulo Veintisiete
28. Capítulo Veintiocho
29. Capítulo Veintinueve
30. Capítulo Treinta
31. Capítulo Treinta y Uno
32. Capítulo Treinta y Dos
33. Capítulo Treinta y Tres
34. Capítulo Treinta y Cuatro
35. Capítulo Treinta y Cinco
36. Capítulo Treinta y Seis
37. Capítulo Treinta y Siete
38. Capítulo Treinta y Ocho
39. Capítulo Treinta y Nueve
40. Capítulo Cuarenta
41. Capítulo Cuarenta y Uno
42. Capítulo Cuarenta y Dos
43. Capítulo Cuarenta y Tres
44. Capítulo Cuarenta y Cuatro
45. Capítulo Cuarenta y Cinco
46. Capítulo Cuarenta y Seis
47. Capítulo Cuarenta y Siete
48. Capítulo Cuarenta y Ocho
49. Capítulo Cuarenta y Nueve
50. Capítulo Cincuenta
51. Capítulo Cincuenta y Uno
52. Capítulo Cincuenta y Dos
53. Capítulo Cincuenta y Tres
54. Capítulo Cincuenta y Cuatro
55. Capítulo Cincuenta y Cinco
56. Capítulo Cincuenta y Seis
57. Capítulo Cincuenta y Siete
58. Capítulo Cincuenta y Ocho
59. Capítulo Cincuenta y Nueve
60. Capítulo Sesenta
61. Capítulo Sesenta y Uno
62. Capítulo Sesenta y Dos
Epílogo
Sobre el Autor
"El Encargado de los Juegos” Copyright © Jack Benton / Chris Ward 2019
Traducido por Mariano Bas
El derecho de Jack Benton / Chris Ward a ser identificado como el autor de este trabajo fue declarado por él de conformidad con la Ley de derechos de autor, diseños y patentes de 1988.
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación o transmitida, en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo por escrito del Autor.
Esta historia es una obra de ficción y es producto de la imaginación del autor. Todas las similitudes con lugares reales o con personas vivas o muertas son pura coincidencia.
El golpe dolió.
Si no hubiera sido por el cubo de alcohol que había bebido, habría dolido mucho más, pensó Slim mientras se doblaba, tensando los restos estancados de los músculos militares de su estómago, ante el próximo golpe.
—Lárgate. Ya te lo he dicho y no lo voy a repetir.
Unos dedos se cerraron sobre el cuello de Slim. Apareció un puño cerrado cuya silueta perfilaba una farola. Slim se preparó para el impacto, pero cuando llegó el golpe no le dolió tanto como esperaba. Cayó al suelo mientras su atacante lanzaba improperios, agitando las manos.
Es lo que pasa con las caras. Generalmente son más duras que los huesos de un puño no acostumbrado a golpear.
El hombre se separó tambaleándose en el callejón. Slim se sentó y una tapa de metal de un cubo de basura le golpeó en un lado, seguido por un saco abierto que hizo que lloviera sobre él comida apestosa, con pieles de zanahorias y patatas pegándose a sus ropas y su cara.
—Si quieres comer tu basura, adelante. Pero si te vuelvo a ver, acabarás en una de esas bolsas. ¿Entendido?
Slim, cegado por una bolsa de papel con un líquido de cocina no identificado, asintió hacia la que esperaba que fuera la dirección correcta. Una incontenible necesidad de decir algo sarcástico para sulfurar aún más al hombre le quemaba como una comezón inalcanzable, pero se resistió. Unos pocos segundos después se apagó el ruido de pisadas. Slim se puso en pie y volvió tambaleándose al canal.
Delante de sus ojos apareció Riverway Queen, la casa barco escorada y arruinada a la que ahora llamaba su hogar. Slim sacó la llave del candado que había comprado con su último dinero suelto, echando a un lado el cartel de PELIGRO: NO ENTRE a un lado de modo que se volviera a colocar en su sitio tras cerrar la puerta.
En la oscuridad, cerró el pestillo interior y luego encendió la pequeña lámpara de parafina que colgaba de un gancho en el techo.
La había costado un poco acostumbrarse al ángulo de inclinación hacia abajo y la izquierda de la barcaza. En el extremo del fondo, un charco de agua chapoteaba en torno a las patas de la mesa y las sillas, subiendo y bajando con la profundidad cambiante del canal, pero la mayoría del interior de la barcaza permanecía intacta. No funcionaba nada, pero un sofá-cama plegable apoyado sobre algunos libros empapados de tapa dura resultaba suficientemente cómodo y había muchos aparadores para almacenar bebida.
Se quitó la ropa y la dejó en el fregadero seco. Mañana sería día de colada, especialmente ahora que tenía sangre sobre su camisa. Se esperaba lluvia por la mañana, así que mañana por la mañana el agua del canal sería buena y fresca. Aunque estaba habituado al olor de pantano mohoso y abono (se lavaba tanto su ropa como a sí mismo en el canal, y el jabón era un lujo innecesario), siempre estar verdaderamente limpio hacía que se sintiera bien.
No tenía buen aspecto en el pequeño espejo de encima del fregadero. La lámpara de parafina dejaba la mitad de su cara en la sombra, pero un ojo estaba muy hinchado. Su barba estaba salpicada de sangre y hacía tiempo que necesitaba recortarla o afeitarse por completo. La había dejado crecer demasiado y eso nunca era bueno.
Recordó que una vez un viejo amigo le dijo que los vagabundos eran invisibles, pasando inadvertidos a los ojos del mundo. Slim había descubierto que no era así. En los seis meses que habían pasado desde su desahucio, había sido atacado tres veces, incluyendo esa noche. Una de ellas había sido realizada sin demasiada agresividad por un grupo de amigos que salían pavoneándose de un club nocturno sin nada mejor que hacer y otra con bastante más saña por un grupo de otros mendigos por el pecado de dormir en el sitio de alguien. Patadas, puñetazos e incluso un palo usado por una sombra barbuda no dolieron a Slim tanto como creía. Descubrió que los cuerpos sanaban. El corazón y sus delicadezas eran mucho menos resistentes.
Tomo de una nevera que no funcionaba una cerveza que no estaba fría y quitó el tapón. Sabía mal (estaba caducada, porque era más barata), pero eliminó un poco del dolor.
Tal vez mañana dejaría de beber otra vez. Lo había dejado recientemente: hacía menos de dos semanas lo había dejado durante tres días. Le había ido tan bien que lavó su traje y fue a la oficina de empleo en busca de un trabajo.
Entonces pasó algo. Vio a alguien que se parecía a algún otro o escuchó una voz que sonaba como la de alguien que lo perseguía y se encontró en un pub, bebiéndose lo que le quedaba de su dinero del paro.
Abrió de nuevo la nevera, mirando la oscura fila de latas. El que no se las hubiera bebido todas, el que pudiera mantener unas existencias, era sin duda una señal de control.
No era tan malo. Todavía había esperanza.
Se sentó en el inclinado sofá, sintiendo el incómodo crujido del barco a sus pies. Había caído más bajo antes. Tenía que mantenerse positivo y soñar, si no esperar, algo mejor.
Dio un sorbo a la cerveza.
Lo despertó un zumbido cerca de su cara. Slim alargó el brazo para aplastar lo que en un primer momento pensaba que era una mosca, pero encontró su viejo Nokia bajo sus dedos entumecidos por el frío.
A pesar de su sopor, le agradó encontrarse el teléfono cargado en una casa barco sin electricidad. Entonces recordó la hora que se había pasado sentado en el retrete de un MacDonald’s con su teléfono enchufado a la pared, esperando una llamada para un empleo en la construcción.
La llamada no llegó y eso había pasado, ¿cuánto? ¿Hacía dos o tres días? Slim trató de sonreír mientras presionaba el botón de respuesta. Menos mal que no había tenido muchas llamadas.
—¿Hola?
—¿Slim? ¿Eres tú? Suenas fatal.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo estás, Kay?
El viejo amigo del ejército de Slim que ahora trabajaba como traductor forense rio.
—Estoy bien, Slim. Como siempre. ¿Y tú cómo estás, de verdad, Slim?
—No he tenido mi mejor semana, pero ya es domingo, ¿no? Mañana empieza otra nueva.
—Slim, hoy es lunes.
—Bueno, como ya te he dicho, no he tenido mi mejor semana.
Kay se rio ante la aparente broma. Slim se limitó a sonreír al teléfono mientras esperaba que se le pasara el dolor de cabeza.
—Me pregunto si tienes un rato disponible —dijo Kay.
Slim sonrió ante el comentario.
—Probablemente pueda hacerte un hueco —dijo.
—Me ha llamado un conocido. Le conocí en mi último destino —dijo Kay—. Quiere que alguien investigue un intento de chantaje.
—Podría llamar a la policía —dijo Slim—. En realidad, no tengo experiencia en eso.
—No quiere que la policía se involucre —dijo Kay—. Sé que lo puedes hacer, Slim. Estoy seguro de que puedes ayudar.
—¿Qué hace que este caso tenga el tipo de lío que me interesaría?
—El hombre a investigar lleva muerto seis años, mi contacto quiere saber cómo es posible.
Slim suspiró.
—Es fácil. Muerte simulada, cambio de identidad. Ocurre constantemente. ¿Por qué está seguro tu contacto de que el hombre está muerto?
Hubo una larga pausa y Slim empezó a pensar que Kay había colgado. Luego oyó un pequeño suspiro y Slim lo entendió.
—Cuéntame, Kay. Créeme, no hay mucho que pueda hacer. ¿Cómo sabe tu contacto que el hombre está muerto?
—Porque dice que él mismo lo mató.
El hombre que se hacía llamar Ollie Ozgood no parecía un asesino. Con un rostro afable escondido detrás de un fino hilo de barba rubia, recordaba a Slim más un pescador de la Europa Oriental o el tipo de trabajador culto de la construcción que operaba maquinaria pesada en la excavación de un solar. Parecía formado técnicamente, pero no ser lo bastante terriblemente listo como para salir impune de un asesinato. Sin embargo, Slim sabía que las apariencias podían engañar.
Sus ojos fríos escrutaban todos sus movimientos mientras Slim abría tres bolsitas de azúcar y las echaba en un café tan denso que se coagulaba en la cuchara.
—¿Es usted un alcohólico? —dijo Ozgood.
—En recuperación —replicó Slim—. Llevo nueve horas seco. En algún momento hay que empezar, ¿no? No es la primera vez. Estoy acostumbrado.
Ozgood apuntó con la cabeza hacia la taza,
—¿Está cambiando una adicción por otra?
Slim encogió los hombros.
—Salvo que sabe como si se hubiera preparado hace una semana y se hubiera dejado luego al sol para secarlo, no es una experiencia memorable. —Levantó la taza, tomó un sorbo e hizo una mueca—. Horrible. Tal y como me gusta.
—Cuando nuestro amigo común le recomendó, esperaba alguien con otro aspecto.
—Puedo llevar una gabardina y un sombrero si hace falta —dijo Slim—. Si quiere que fume puros, se los cobraré en la factura. Ahora necesito saber por qué este hombre ha vuelto de entre los muertos.
—No puedo empezar desde el principio, porque no sé cuál es el principio —dijo Ozgood—. Para estar seguro, empezaré en algún lugar intermedio y continuaré desde ahí.
Slim asintió.
—Lo que necesite hacer.
Ozgood se giró en la silla, indicando el campo más allá de la terraza en la que se sentaban y las casas desperdigadas que surgían de los verdes retazos de campos como si hubieran crecido allí de sus semillas.
—Soy el último de una familia de terratenientes. Casi todo lo que ve me pertenece. Y si no me pertenece, es que no vale la pena.
Slim señaló un chapitel gris que sobresalía de un grupo de árboles justo debajo de la cima de la colina tras el valle boscoso que había al oeste.
—¿Incluso esa iglesia?
Ozgood sonrió.
—Eso entra claramente en la última categoría. La congregación actual de los domingos es de menos de veinte personas, en todos los sentidos. Ahí no hay dinero que ganar, pero mantiene contentos a los lugareños. Sin embargo, el cementerio que hay al lado, es tierra arrendada. Mi abuelo era un hombre de negocios y compró todo lo que se pudo permitir, seguro de que algún día se percibiría su valor. Nunca consiguió beneficios, pero mi padre mantuvo las propiedades y desde su muerte he seguido sus pasos. Un hombre más listo podría haber vendido una buena parte, pero sigo confiando en que el clima económico actual continúe mejorando antes de que nos arruinemos todos.
Slim dirigió la mirada hacia la mansión de tres plantas que se extendía sobre él y se preguntó si Ozgood tenía alguna idea real de lo que significa la pobreza.
—Kay me dijo que usted estuvo en el ejército —dijo.
Ozgood asintió.
—Estaba tratando de hacer la típica tontería de tratar de demostrarme que valía algo. Después de un par de experiencias, acepté que la riqueza heredada de mi familia me definía, me gustara o no. Además, no me apetecía que me dispararan. ¿Cómo dicen, que las guerras las libran los pobres para beneficiar a los ricos? Sin ser un esnob, yo entro en la última categoría.
Slim sonrió.
—Y yo en la primera.
Los ojos de Ozgood no abandonaban nunca la cara de Slim.
—Entonces ambos somos víctimas de las circunstancias. Como hermanos… de armas.
—Podríamos serlo si yo hubiera actuado mejor. También fracasé en eso.
La sonrisa de Ozgood era más fría que un viento gélido del mar.
—Prefiero con mucho trabajar con hombres vulnerables. Es más fácil confiar en ellos.
—Son herméticos —dijo Slim.
Miró de nuevo arriba a la casa de campo que se alzaba detrás de él con todo su esplendor. La mansión Ozgood estaba en el punto de encuentro de los dos valles que caían a ambos lados. Construida en medio de veinte acres de jardines, era el tipo de lugar que la mayoría de la gente solo visitaba en los viajes del National Trust. Slim creía que se había delatado al traer su propio café.
—Además —añadió Ozgood, después de una larga pausa—, nunca me gustó la idea de matar a alguien.
Slim pensó en cómo hacer la próxima pregunta, pero no tenía sentido tratar de esquivarla. Sabía del asesinato y Ozgood sabía que lo sabía.
—Y, aun así, descubrió lo que se siente. El hombre que se supone que le chantajea murió supuestamente por su culpa. ¿Puede contarme algo de eso?
Ozgood se echó atrás en su silla y se frotó pensativo el mentón.
—Me preguntaba cuánto tardaría en preguntármelo, Sr. Hardy.
—Creo que es mejor sacar primero lo peor —dijo Slim—. Luego puede continuar. Trabajar para un asesino es una novedad para mí, pero es un desafío que no estoy en situación de rechazar.
Ozgood hizo una mueca ante la mención de la palabra «asesino». Luego frunció el ceño, apretó sus ojos cerrados y se frotó las sienes como si se diera un masaje contra un repentino dolor de cabeza.
Sin mirar hacia arriba ni abrir los ojos, dijo:
—Sé todo acerca de su condena.
Slim alzó una ceja.
—¿Perdone?
Ozgood le miró y mantuvo la mirada de Slim hasta que Slim se preguntó si tenía que apartarla. Ozgood la apartó primero, pero de una manera cansada e indiferente que no dejó a Slim una sensación de dominio, solo de que había desaparecido un nudo corredizo alrededor de su cuello durante un poco más de tiempo.
—Sé que fue expulsado del ejército por atacar a un hombre con una navaja —dijo Ozgood—. Parece que tenía una relación con su mujer. ¿Es verdad?
—Eso creía.
—Y trató de matarlo.
Slim asintió.
—Fallé. Por suerte para ambos.
—Así que antes de contarle lo que estoy a punto de contarle, quiero que sepa que usted no es moralmente mejor que yo. Solo para que quede claro. Es una de las razones por las que creo que usted es perfecto para este caso.
—Entiendo.
—Bien. —Ozgood se removió en su asiento. Tomo un sorbo de su café y sonrió—. Un hombre llamado Dennis Sharp vivía y trabajaba en mis tierras. En concreto, trabajaba en los bosques. Creo que el nombre de su trabajo era el de guarda forestal, pero era más bien un empleado para todo. Vivía en mis tierras y hacía todo lo que yo le pedía. Pensaba que era un buen hombre y confiaba en él. Luego, una noche de hace más de seis años, violó a mi hija, que entonces tenía diecisiete años.
Slim se limitó a asentir. Levantó su taza y dio un sorbo.
—Debería haberse ocupado la policía —dijo Ozgood—. Al menos inicialmente. Soy un hombre que cumple la ley. Por desgracia, el paso del hecho a la investigación jugaba a favor de Dennis Sharp.
—¿Qué pasó? —preguntó Slim.
—El caso fue desechado y Sharp pensó que era un hombre libre. —Ozgood suspiró, se echó atrás en su silla y miró a lo lejos—. No lo era. No podía serlo nunca, ¿verdad? No después de lo que había hecho.
—¿Así que usted se ocupó personalmente del asunto?
Ozgood levantó un dedo hasta sus labios e hizo un gesto, como si lo besara. Se frotó la base de su barbilla con el pulgar.
—Si alguien me debe algo, me lo paga—dijo—. Dennis Sharp pagó con su vida.
—¿Cómo?
—Se hicieron ciertos ajustes en su coche en una revisión. Su embrague falló cuando venía a trabajar por la carretera empinada que baja a ese valle que ve allí. —Ozgood no apuntó, pero giró ligeramente la cabeza, indicando una quebrada arbolada detrás de los terrenos de cultivo hacia el noroeste—. El coche se salió de la carretera y se estrelló contra una roca, matándolo instantáneamente, según el informe del forense.
—¿Y usted supo que murió?
—Hubo una llamada anónima a policía, pero no era anónima para la persona que la hizo —dijo Ozgood, de forma bastante críptica, como si estuviera interpretando un papel activo en el juego que el chantajista hubiera decidido empezar—. Me llamó la policía y luego vi su cuerpo, le toqué el cuello para ver si tenía pulso, solo para estar seguro. Pero ahora, seis años después, he empezado a recibir mensajes de un hombre que afirma ser Dennis Sharp, reclamando dinero, amenazando con denunciarme, no solo por mi participación en su supuesta muerte, sino por otros supuestos delitos.
Ozgood se puso en pie, caminó por el borde de la terraza, luego se giró y volvió a caminar. Slim lo miraba, tratando en entender a ese hombre. Estaba claro que Ozgood no era un hombre al que se podía desafiar, era alguien cuya amable concha exterior escondía un interior duro como el acero.
—Que quede claro —dijo Ozgood, dándose la vuelta y volviendo a su asiento. Cruzó las piernas, luego cambió de opinión y puso su cuerpo derecho y se inclinó hacia delante—. No temo que ese hombre arrastre mi nombre por el barro. No hay nada que tenga contra mí que no pueda encubrirse o desaparecer. Lo que me molesta es el descaro de esa persona y por eso necesito que usted descubra su identidad—. Ozgood se echó hacia atrás. Sus ojos fríos hacían a Slim sentirse incómodo—. Considero esto una ofensa personal contra mi familia. En otras circunstancias, podría perdonar algo así contra mí… pero no contra mi hija.
Slim sorbió su café, usándolo como excusa para evitar la mirada de Ozgood.
—Lo más probable es un caso de robo de identidad. Alguien cercano a Sharp tratando de sacarle algo.
—No hay nadie que hubiera sido cercano a Sharp que no esté muerto o algo similar.
Slim no estaba demasiado seguro de cómo responder a esta afirmación, así que asintió mostrando estar de acuerdo, dejando que su mirada vagara por el panorama del campo mientras esperaba que Ozgood continuara.
—Este chantajista sabe cosas que solo podía saber Sharp.
—¿Y usted quiere que descubra el fraude o las circunstancias que este hombre podría usar para amenazarlo?
—Exactamente. Y cuando descubra la verdad, o lo veo pudrirse en prisión, o lo mato de nuevo.
El propio Ozgood, conduciendo cuidadosamente un todoterreno impoluto demasiado bueno para la carretera por la que viajaban, mostró a Slim una pequeña casa que en su momento perteneció al guardés. Estaba al final de un viejo camino serpenteante de acceso que había sido remplazado por una vía más corta hasta la parte trasera de la propiedad, dejando el antiguo acceso desatendido. Al estar ahora sin usar, la casa estaba rodeaba por un bosque en el fondo de un valle, al que se podía acceder siguiendo un camino casi imperceptible a través de los árboles que marcaban una ladera, cruzando un pequeño puente sobre un arroyo, antes de zigzaguear hasta fuera de la granja. Luego se abría paso subiendo la colina hasta el otro lado, en dirección al pequeño pueblo donde Slim había advertido el chapitel de la iglesia. Mientras la carretera ascendía abruptamente, doblándose sobre sí misma, Slim se sintió cansado con solo mirarla.
Con una palmada en la espalda y una promesa de estar en contacto, Ozgood dejó solo a Slim, haciendo girar el coche con mala cara ante las zarzas del arcén y volviéndose cautelosamente por donde había venido.
La granja no parecía muy impresionante desde el exterior, con zarzas creciendo en un lado hasta abrirse paso sobre un espacio techado y una grieta en una ventana de la fachada, tal vez por el impacto de un pájaro. Sin embargo, tenía electricidad y agua caliente y una estufa de gas; y Ozgood había previsto un envío semanal de comida para que Slim estuviera abastecido durante la investigación.
También había dispositivos de escucha escondidos detrás de un tablero, en un zócalo en el pequeño cuarto de estar y en una estatua de madera de un zorro en el dormitorio. Alta calidad, mucho más nueva y cara de la que nunca tuvo Slim en el ejército o en casos anteriores, del tipo con que se podía oír caer un alfiler o dar un suspiro.
Fuera cual fuese la razón por la que Ozgood pensara tener que controlar a Slim, este prefería trabajar en privado, así que rellenó con vaselina todos los micrófonos para amortiguar el sonido hasta hacerlo casi inaudible. Ozgood tardaría en darse cuenta de lo que había ocurrido, tal vez el suficiente como para generar una confianza mutua.
Slim, tras volver a su ruina zozobrante el tiempo suficiente como para llenar dos maletas con todo lo que tenía, desempacó sus pertenencias en un mueble con varios cajones. Tras llenar solo los dos superiores de los tres que tenía, se estremeció por lo ligera y provisional que era ahora su vida. Podía desaparecer en un momento sin dejar ningún rastro.
Tal vez ese fuera el plan. Slim no era tan ingenuo como para confiar del todo en Ozgood y estaba claro que el terrateniente pensaba lo mismo. Era una desconfianza mutua que probablemente beneficiara a ambos.
Slim acabó de vaciar las maletas y salió de la casa. Mientras cerraba la puerta, le llegó un crujido de los árboles de al lado de la casa y un hombre entró en el camino.
Unos ojos legañosos lo miraban y una boca casi desdentada le sonreía.
—Me llamo Croad —dijo el recién llegado—. El jefe me dijo que le mostrara el lugar.
Desvencijado como el techo de un viejo pajar, Croad era de una edad indeterminada, pero, por su pasión por el fútbol de los ochenta, Slim adivinó que su nuevo guía tendría unos cincuenta años.
—Ya ve, estuve a punto de llegar al banquillo del QPR cuando Wilkins estaba en lo más alto —dijo Croad, desconcertando a Slim que ese hombre cojo como un tocón de árbol pudiera siquiera haber caminado erguido alguna vez, no digamos ya ser lo suficientemente bueno con el balón en los pies como para llegar a la entonces Primera División.
—Si no hubieran tenido un equipo tan bueno entonces, lo habría logrado. Marqué diez goles en tres partidos con las reservas, pero celebré mi convocatoria del sábado con una botella de whisky y una ramera que conocí en el Soho. Al saltar por una ventana cuando llegó su marido, me desgarré los isquiotibiales en una valla del tranvía, y luego caí delante de un autobús de la línea 94 a Piccadilly. Podría haber sido peor si no hubiera estado frenando para parar, pero eso es lo que pasó. —Señaló algo—. Ah, aquí está el vado. La carretera sube hasta un cruce. A la izquierda está el pueblo, a la derecha se va a la granja Weaton, pero no la use si llueve mucho y hay mucha agua sobre la carretera, pues es probable que se quede atascado, si no tiene tracción a las cuatro ruedas.
Slim estaba tan maravillado ante la inesperada transición de una historia casi heroica a otra de ríos crecidos como para no mencionar que no tenía permiso de conducir en vigor.
—Weaton sigue siendo terreno de Ozgood, pero tienen un arrendamiento fijo a largo plazo, así que hay que mantener las narices fuera de allí.
—¿Cómo es el Sr. Ozgood?
Croad se encogió de hombros.
—¿Oficial o extraoficialmente?
—Extraoficialmente, por supuesto —dijo Slim, sabiendo bien que cualquier cosa que dijera probablemente llegaría a oídos de su nuevo jefe de una manera u otra—. Quiero decir, ¿es el tipo de hombre que merezca ser chantajeado?
—Depende de a quién se lo pregunte. ¿Lo normal no es que cuanto más dinero tengas más larga sea la fila de hombres que quieran robártelo?
Slim sonrió.
—Por eso tengo tantos amigos.
Croad emitió una risa áspera.
—Usted y yo también.
—Estoy seguro de que sabe por qué estoy aquí. Sr. Ozgood quiere saber por qué le está chantajeando un hombre muerto. —Slim calló, recordando la advertencia de Ozgood de que no dijera nada acerca de la verdadera razón de la muerte de Dennis Sharp.
—Sí. Dennis Sharp, algo inesperado. Un tipo tranquilo, trabajador, bien pagado, iba a casa o al pub, un tipo normal.
—Oí que murió en un accidente de automóvil.
Croad asintió.
—Sí.
Slim esperó más información, pero, al no recibir ninguna, dijo:
—¿Cerca de aquí?
Croad asintió. Dejó de arrastrar los pies por un momento y se dio la vuelta.
—Le voy a llevar allí. Órdenes del patrón. Mejor empezar por el principio, ¿no?
—No hay por aquí muchas curvas cerradas como Gunhill Hollow —dijo Croad, agitando la mano hacia la carretera que caía abruptamente fuera de la vista tras el cambio de rasante de la colina mientras los árboles se cerraban sobre ella como manos protectoras—. Quiero decir, no puedes esperar que haya una curva así si te has perdido y conduces por aquí por primera vez. —Croad sonrió, mostrando unos dientes salientes y negros—. Usted tendría cuidado, ¿verdad?
—Por supuesto —respondió Slim, inseguro de si lo tendría o no después de un trago o dos.
Caminaron entre los árboles, con sus sombras recortadas sobre ellos, la temperatura bajando rápidamente y el aire seco del sol de la tarde convirtiéndose en húmedo y brumoso contra la piel de Slim.
La carretera se estrechaba y caía en una fuerte pendiente, con su superficie llena de agujeros y desigual, con parches de guijarros de asfalto quebrado crujiendo mientras se movían bajo los pies. Slim tuvo la incómoda sensación de que estaba caminando sobre la cara cubierta de granos de acné de un gigante hace tiempo muerto y enterrado.
Croad se detuvo donde la carretera se volvía abruptamente sobre sí misma, en una fuerte pendiente descendente hacia el verde musgoso del valle. Se colocó al borde y se inclinó, con las manos rodeando sus ojos.
—Sí, sigue ahí.
—¿El qué?
—El viejo Ford. La furgoneta de Sharp.
Slim se acercó.
—¿El coche sigue ahí?
—Lo que queda. Sharp llegó a la curva a gran velocidad. Evitó los árboles más grandes y se estrelló a un par de cientos de metros más abajo en el bosque. Trataron de sacarlo con una grúa, pero oí que el cable se soltó dos veces y a la tercera no pudieron moverlo. La policía lo revisó en busca de pruebas, hicieron su trabajo en el sitio y luego lo dejaron al alcance de todos.
Slim miró hacia abajo en la oscuridad de los árboles.
—No veo nada.
—No queda nada más que un chasis oxidado cubierto de zarzas, pero ahí sigue. Vamos, se lo enseñaré.
Croad salió de la carretera, bajando inmediatamente por la ladera de la colina. Tras dar un par de pasos, quedó por debajo de su altura. El entrenamiento militar de Slim se puso en marcha y se agachó, revisando el sotobosque en busca de algo que estuviera fuera de lugar, algo sintético o alterado por el hombre.
Una carcajada le hizo mirar arriba.
—¿Quién se cree que es, Schwarzenegger? No hay nada de lo que preocuparse por aquí. Esto no es Vietnam, soldado.
Slim se preguntó cuánto sabia Croad de su pasado, pero lo dejó pasar, sonriendo:
—Me gustaban los bosques cuando era niño —dijo, algo que en su momento fue cierto, pero que había cambiado desde entonces. Tampoco le gustaban los espacios abiertos, pero al menos tenías más oportunidades de ver a tu enemigo.
—Como a todos —dijo Croad, dándose la vuelta y alejándose—. No hay nada de lo que preocuparse, salvo unos pocos fantasmas. Dejaron el coche, pero se llevaron el cadáver de Den.
Slim se apresuró a ir tras Croad, alcanzándolo cuando el hombre mayor se paró en una maraña de maleza que sugería que había algo escondido debajo. Un poco más adelante, un afloramiento de piedra surgía del suelo y tras ella aparecía un barranco hacia un torrente de agua.
—El eje delantero de atoró en esa roca —dijo Croad, tropezando con la maleza y golpeando el afloramiento con un movimiento sorprendentemente ágil—. Los muy cerdos hicieron su investigación y luego dejaron el coche aquí para que se pudriera. Los chicos solían venir aquí a fumar maría, lo llamaban el viejo Den, como si todavía estuviera por aquí.
—¿Siguen bajando aquí?
—Se cansaron que arrancar los hierbajos, supongo. —Croad sonrió—. O se asustaron. Más de un par de jóvenes se sentaron en el asiento caliente y no volvieron a este bosque.
—¿El asiento caliente?
Croad se inclinó y apartó una mata de zarzas retorcidas con las manos desnudas, echándolas a un lado para mostrar una ventana lateral sucia y rota.
—El asiento delantero del conductor. Donde el viejo Den se encontró con su creador.
Ozgood le había dicho que durante su investigación no había preguntas que no se pudieran hacer a quien viviera en sus propiedades.
Con una taza de café que había dejado toda a noche en el filtro, Slim dispersó grandes fotos aéreas de la zona que le había proporcionado Ozgood, comparando los edificios y carreteras con los de un mapa anotado.
Las fotos abarcaban treinta años y en ese tiempo un par de propiedades habían cambiado de manos. Otras, que en su momento estaban en terreno despejado, habían quedado ocultas bajo árboles que habían crecido, mientras que otras previamente escondidas ahora se veían solas y aisladas en zonas clareadas o jardines.
La mansión se encontraba en pleno centro, como una abeja reina, rodeada por extensos jardines. Estos iban desapareciendo en un bosque que descendía gradualmente hacia los valles de dos ríos adyacentes, convirtiendo las propiedades de Ozgood en un diamante, aunque realmente no convergían del todo.
Al noroeste del río se encontraba el pueblo de Scuttleworth, un grupo apretado de casas rodeando una iglesia, y rematado por dos tiendas una frente a otra en un extremo y un parque comunal: en realidad poco más que un terreno con matorrales que Slim había visto en su paseo en coche. El cementerio era el terreno más grande, alargándose en dos prados separados por una línea de árboles, aunque al norte de Scuttleworth había un par de naves industriales: un bloque gris que parecía una fábrica colgada al borde de un valle y la otra un espacio gris abierto con varios coches estacionados y un par de vehículos de construcción: un garaje.
La residencia actual de Slim, la antigua casa del vigilante estaba casi a mitad de camino entre los dos, y solo era visible como una mancha marrón a través de los árboles. La antigua carretera de acceso, claramente visible en un mapa fechado en 1971, era apenas una línea de puntos en el más reciente fechado en 2009, reemplazada por una nueva más al este.
Slim contó otras catorce casas o propiedades que no pertenecían a la finca de la mansión o a Scuttleworth. Dos grupos eran grajas, mientras que Croad había identificado una hilera de tres como antiguas viviendas sociales que Ozgood había comprado y ahora alquilaba. Todas las demás pertenecían a aparceros locales.