El entramado - Christian Ferrer - E-Book

El entramado E-Book

Christian Ferrer

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Beschreibung

En El entramado, Christian Ferrer reflexiona sobre cuestiones relacionadas con la técnica y la vida cotidiana. "Medios y espectáculos ofrecen refugio y paliativo a infinidad de vidas dañadas, aunque la consecuencia de acostumbrarse a ellos es fomentar el hábito de ocuparse de las cosas no ocupándose de lo que es importante, es decir llevando adelante vidas que quizás se preferiría no repetir en una eventual reencarnación. Encontrar virtud en la adquisición de confort y el consumo de espectáculos es lo propio de una subjetividad asediada y adictiva, para la cual el domicilio funciona a modo de estuche protector. En el hogar, la tecnología es puerta de acceso al esparcimiento y promesa de inmunización contra el dolor, la soledad o el aburrimiento, y los medios de comunicación colaboran con ello en su rol de apaciguadores o de excitantes, según se mire, pero sobre todo por cumplir funciones de consuelo que alguna vez estuvieron a cargo de capillas, santuarios y templos."

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Acerca de Christian Ferrer

Christian Ferrer es ensayista y profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Integra el grupo editor de la revista Artefacto. Pensamientos sobre la Técnica.

Ha publicado los libros Mal de Ojo. Crítica de la violencia técnica; Cabezas de tormenta; La amargura metódica. Vida y obra de Ezequiel Martínez Estrada; Barón Biza. El inmoralista; y La mala suerte de los animales; y las compilaciones Prosa plebeya. Ensayos de Néstor Perlongher; El lenguaje libertario. Antología del pensamiento anarquista contemporáneo; y Lírica social amarga. Escritos inéditos de Ezequiel Martínez Estrada. Con Ediciones Godot publicó El entramado. El apuntalamiento técnico del mundo.

Página de legales

Ferrer, Christian. El entramado : el apuntalamiento técnico del mundo / Christian Ferrer. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2015. Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y onlineISBN 978-987-3847-93-6

1. Ensayo Filosófico. I. Título.

CDD 190

ISBN edición impresa: 978-987-8413-09-9

© Christian Ferrer, 2023

Corrección Luz RodríguezDiseño de tapa e interiores Víctor MalumiánIlustración de Christian Ferrer Juan Pablo Martínez

© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, Agosto 2023

El entramado. El apuntalamiento técnico del mundo

Christian Ferrer

Índice

El círculo vicioso

El sufrimiento sin sentido

Dolor

Técnica

Placer

La ley del donante presunto

Circos romanos de la felicidad

El mecanismo

La tableta de luz

El día de la escarapela

Internacional

Nacional

Extranacional

El adentro sin afuera

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

El enemigo interno

Clavos Miguelito

Entre pulpos y melómanos

El sueño incesante

I

II

III

IV

V

Medio mundo

El nido roto

La rueda kármica

Los blogs culturales

Cielo negro

Millones de píldoras después

Sexo propio

High tech

Saber técnico y saber de creación

La esfera y el bosque

Conversación con Margarita Martínez

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Hitos

Cover

Página de copyright

Página de título

Índice de contenido

Contenido principal

Colofón

El círculo vicioso

LOS DIOSES SIEMPRE HAN sido necesarios en el mundo. Existieron en la era de la caza, en la de la agricultura, y existen aún en la de la industria, aunque su consistencia actual sea más producto de la mecánica que del instinto. Lo que en otro tiempo fue llamado Zeus o Jehová o Gran Espíritu hoy se llama Producción, Planificación y Tecnología. Los nombres son otros y no poseen los mismos atributos, pero son equivalentes. ¿Por qué estos dioses y no otros distintos, y tampoco los previos, teogónicos? Porque son consustanciales a la voluntad de dominio que brota de la horma del mundo. Y mientras más empeño se ponga en subestimar el poder y la furia de estos dioses, tanto más se será víctima propicia de ellos. Son émbolos titánicos que transforman todos los bienes y hábitos en mercancías, sin excluir el clima, el paisaje y el gen. La abundancia y sofisticación de estas mercancías producidas no son prueba de nada: hay una forma de tener razón cuando se ha adoptado el cálculo y la medición como sistemas de pensamiento.

La dinámica del proceso ha sido la del “desarrollo acelerado de las fuerzas de producción”, diestra y siniestramente. Considérese el rango de la expansión: el rastreo y la extracción de energía en todo el planeta, el aumento del poder destructivo de las armas de guerra, la objetivación científica del mundo natural, la destrucción de los paisajes, la superabundancia inútil de objetos de consumo, la producción por la producción misma. Son los excitantes de un desmadre cuyas consecuencias dañinas solo ahora pueden ser contempladas panorámicamente y en todos los puntos cardinales. En su momento, los primeros signos de la contaminación de los ríos o del cambio climático no parecieron ominosos. Las alertas eran minusvaloradas y descartadas a título de exageración y en nombre de mantener estable el optimismo general. Por otra parte, hacer cesar el modelo de desarrollo, que es el sustrato del problema, es una alternativa que está lejos de estar a disposición.

De modo que todo confluye en la figura del círculo vicioso. Siendo el nivel máximo de industrialización alcanzado la unidad de medida comparativa del éxito de una sociedad dada, entonces el poco agraciado marbete de “subdesarrollada” recaerá sobre toda nación que se mantenga periférica al centro motor del así llamado “progreso”. Su destino de país se reduce a convertirse en satélite o en esforzada imitadora, y en acelerar sus órbitas transformacionales a fin de no perder el paso sin importar las bajas humanas que se acumulen en el proceso. También los antropólogos del siglo XIX clasificaron a las sociedades tribales tomando como rasero a los países evolucionados, es decir los europeos. Lo último era lo óptimo, esto es, las democracias industriales. Los pueblos indígenas fueron catalogados según su grado de ilustración y de racionalidad de su forma política. Casi todos terminaron cabiendo en el anaquel del analfabetismo y la barbarie, cuando no en el de la horda originaria. Pero nunca hubo épocas mejores en el pasado así como no las habrá en el futuro, a menos que se cambie el parámetro de la felicidad, es decir el modo de soportar el presente.

Hasta el momento, el análisis de la matriz técnica del mundo ha sido traído a colación mayormente en aras de movilizar políticas laicas y desarrollistas, que no excluyen la ritual recomendación de aplicar apósitos a fin de morigerar los daños colaterales. Y si bien es cierto que las condenas arrojadas sobre los aspectos desalmados del mundo fabril fueron habituales desde la mitad del siglo XIX, y que socialistas de todos los colores descollaron en la denuncia de las “lacras” del sistema capitalista, raramente las figuras del trabajo, del “productor” y del expolio de la naturaleza en beneficio del “progreso” fueron raídas hasta la osamenta, salvo en lo que respecta a su estatuto de propiedad o a su transitoria inhumanidad. La postal del futuro siempre exhibió una sociedad industrial justa, armónica y algo automática. En eso coincidieron las ideologías predominantes a lo largo de los siglos XIX y XX.

Si se pudiera imaginar un vínculo más hospitalario entre técnica y desarrollo, diferiría de la demanda de estatización de fábricas, campos y oficinas, o de la actualización de conocimientos científico-tecnológicos, o de desarrollo nacional apresurado. El destino de las tecnologías no se resuelve en su “buen uso” o su “mal uso”, o en la usura que a ellas podrían extraerle regímenes capitalistas, socialistas o nacionalistas. La matriz técnica es un régimen de poder en sí mismo y los usuarios de esta matriz no conciben otra posibilidad ni tampoco se fugan porque la máquina es un principio de orden que los satisface en tanto y en cuanto ella misma es emblema de la voluntad de poder que dimana de la idea de energía, un poder que es “voluntad de voluntad”, lo que significa que se impulsa a sí mismo. Es el émbolo rector del mundo.

Cuando las consecuencias de los desastres ecológicos se vuelven evidentes e ineludibles, a políticos y tecnócratas no se les ocurre otra solución que no sea, en sí misma, técnica. Por ejemplo, se extinguen los animales de una región por causa de los desmontes de bosques, y en lugar de analizarse y erradicarse las causas del arrasamiento de la biodiversidad en el ecosistema se anuncia que sería factible clonar el último ejemplar aún vivo de una especie animal determinada para que los escolares puedan visitarlo en algún zoológico, lo que es decir en un circo. O se construyen edificios de fachadas vidriadas por razones estéticas, pero los veranos, cada vez más tórridos, hacen imprescindible refrigerar artificialmente ambientes doblemente caloríferos por causa de la acción del clima perturbado y del vidrio en sí mismo. Pero hete aquí que los aparatos de aire acondicionado emiten gases que aumentan el tamaño del agujero de ozono, promoviéndose entonces el calentamiento global del planeta, cuyo paliativo vienen a ser más aparatos de aire acondicionado”. Es forzoso que la supervivencia de toda tecnología esté asociada a las matrices de sociedad en las que entra en juego. Aunque una técnica específica haya sido inventada para “mejorar” a la humanidad, su inserción institucional o crematística acaba imponiéndole mandatos ajenos a la voluntad o falta de voluntad de su descubridor.

La fácil accesibilidad a las tecnologías domésticas y comunicacionales no quiere decir que su significado sea evidente por sí mismo. No son neutras y ciertamente proponen una pedagogía que facilita la adaptación dúctil de los seres humanos al sistema de engranajes que da forma al mundo. Pero cada tecnología arrastra, también, una larga historia de daños. No se hace buena sociología de la técnica si se reduce la historia de las tecnologías a la acumulación de datos sobre su procedencia genealógica y sus mejoramientos eventuales. La nuestra es una de las primeras generaciones que está traspasando al porvenir problemas no fácilmente solubles: la contaminación de ríos, lagos y mares; los desmanes suscitados por el cambio del clima; la vida “útil” de los desechos radioactivos; etcétera. Dilemas y problemas que hace apenas veinte o treinta años eran desestimados a título de alarmismo y exageración hoy son la cruz de la época. En apariencia, el “confort” y el “progreso” justifican el precio a pagar. Eso parece razonable, pero quienes pagan el costo son los que están al final de la fila. Nosotros padecemos los errores de nuestros antepasados y quienes vengan más adelante padecerán los nuestros, porque los acontecimientos del pasado que hoy estudiamos no sin congoja alguna vez estaban aún en el futuro. Hasta ahora, los signos de arrepentimiento por el daño causado a la naturaleza —lo que es decir a nosotros mismos— son todavía escasos y por eso mismo se siguen entregando poderes inmensos a autoridades y expertos que combinan saberes y destrezas tecnológicas muy sofisticadas con actitudes y principios espirituales, políticos y morales casi paupérrimos.

[2002]

El sufrimiento sin sentido

Dolor

ARTHUR SCHOPENHAUER PODRÍA HABER condensado sus objetivos filosóficos en estas dos vigas maestras: “decir verdades implacables” y “proponer máximas curativas”. Leerlo, aún hoy, desploma la idea que nos hacemos de la existencia, y las dosis de tonicidad anímica que se destilan de sus enseñanzas no alcanzan a disolver el pesar —o el pavor— en ellas comprimido. En 1820, Schopenhauer dio a conocer un sistema de pensamiento sostenido en la convicción de que la palabra vida es un eufemismo por sufrimiento y que tal condición es inmutable e inextirpable de la existencia. El dolor puede cambiar de forma, pueden transformarse los contextos que lo espolean, puede trastrocarse la jerarquía de los problemas que se descargan sobre la humanidad, pero el eje doliente que hace rotar al cuerpo humano se mantiene en constante vibración. Los deseos, esperanzas y proyecciones que animan la vida cotidiana resultan ser, a fin de cuentas, instrumentos de tortura. Quien codicia objetos, eventos o el afecto de otros, saca un pasaporte a la frustración, porque la lucha por conseguirlos hace padecer y, una vez acaparados, no lo redimen del sufrimiento. Schopenhauer acepta que la vida también supone alegrías y placeres, pero concluye, inflexible, que la densidad de padecimiento es siempre superior a los breves e inciertos goces conquistados. Siendo la voluntad encarnada el nudo antropológico fundamental, cualquier intento de desovillarlo a través de mecanismos ajenos a esa encarnación conduce al fracaso, incluso al agravamiento de la condición sufriente de la especie humana. Sea la intervención estatal o la adhesión a una religión o la intención de transformar el mundo mediante enroques políticos o la industrialización acelerada o el suicidio, ningún esfuerzo fructificará. Lo único aconsejable, en su sistema filosófico, es desear lo menos posible, algo imposible, pues la voluntad de vivir es ciega e impetuosa y solo puede pujar en forma radial, sin porqué y sin itinerario alguno.

Cuando Schopenhauer publicó estas ideas en El mundo como voluntad y como representación, la época moderna estaba aún en su infancia. El paisaje al que llegaba todo recién nacido era áspero y se hacía muy cuesta arriba: la Revolución Industrial y la guerra omnipresente conformaban un juego de pinzas que ponía sitio al cuerpo y lo sometía a pruebas de desgaste. La industria farmacéutica estaba en pañales; no existía un sistema de seguros contra riesgos; no se había descubierto la anestesia ni nada se sabía sobre las virtudes de la asepsia hospitalaria; las operaciones quirúrgicas eran poco menos que batallas campales entre cirujano y paciente; no había vacunas; tampoco sesiones psicoanalíticas; los servicios higiénicos urbanos eran el sueño de algunos reformadores públicos; en fin, la desprotección del cuerpo era inmensa y la incertidumbre emocional enorme. El “tedio vital” se suma a la enumeración. La intemperie, no obstante, era más “natural” y tolerable que su versión actual. Se dirá que por entonces era inútil imaginar un estado de ánimo amenguado de sufrimientos, ni siquiera teniendo en cuenta las innovaciones técnicas que ya hacían retroceder los palazos que la naturaleza, el desinterés estatal y la fatalidad descargaban sobre la fragilidad humana. Ahora, doscientos años después, los voceros de época insisten en que los avances médicos y asistenciales ya pueden ser descontados de las deudas que la ciencia y la técnica tenían con el dolor colectivo. Pero las miradas arrojadas desde la barandilla de popa del progreso continúan empañadas por prejuicios y expectativas que provienen de un futuro no verificado todavía.

Una curiosa frase de Friedrich Nietzsche, escrita sesenta años después de la publicación del libro de Schopenhauer, permite precisar la cuestión. En Genealogía de la moral se lee: “En los tiempos antiguos se sufría menos que ahora, aun cuando las condiciones de vida hayan sido más violentas y los castigos físicos más crueles”. No es una paradoja o un capricho conceptual, sino una puntualización ontológica acerca de la sensibilidad moderna. A la personalidad que se le corresponde se la podría definir como “sentimental”. “Sentimental” significa que durante el proceso de formación del carácter no se le proporcionaron al ser moderno herramientas espirituales aptas para hacer frente a desastres existenciales o bombardeos en profundidad a su dote psíquica. De modo que los dilemas y problemas propios de la experiencia urbana, la jornada laboral, el desajuste familiar o desgracias mayores, solo pueden ser insuficientemente “encajados” o digeridos, transformándose entonces en la nutrición del desaliento, el resentimiento o la depresión. En la época de la vulneración organizada de la subjetividad, el cuerpo deviene en muñeco de vudú.

En otros tiempos, se permanecía en constante intimidad con el sufrimiento, a la vez que la causa de este era identificada en un “afuera” nítidamente reconocible: invasores, poderosos, la ira de Dios. Hasta no hace demasiado tiempo se disponía de una serie de tecnologías espirituales destinadas a fortalecer el alma con el fin de “pertrecharla” para el inevitable encuentro con el dolor. La disciplina de los guerreros, la ascética religiosa o la concientización del ciudadano “rebelde” aprestaban la personalidad con el fin de que no se desorientara ni desesperara en caso de que combatiente, creyente o revolucionario quedaran atrapados en territorio enemigo. La tonificación del carácter permitía “retomar control” sobre la vida descalabrada. La resistencia espiritual luego de lo inevitable, en aquellos tiempos, era considerada un bien. El cuerpo encajaba el impacto pero era el alma la que regulaba la desesperación y administraba los estragos que la experiencia de la ofensa, el agotamiento, la confusión, la mortificación o la tortura infiltraba en el ánimo. La ascética religiosa preparaba al creyente para estar afianzado ante las tentaciones que acechaban a la “carne”. Se promovía una cierta impasibilidad frente a los infortunios, cuanto menos fortaleza en la resignación, porque la “rueda de la fortuna” tanto puede favorecernos como sernos esquiva. Se trataba de recuperar el control, de volver a sí mismo, de tener “poder sobre sí”.

El síntoma se revela en la necesidad de huir del dolor, en general, y en la demanda de garantías emocionales previas a cualquier encuentro en particular, que se corresponden con el temperamento adictivo de esta época. Esa fuga se vuelve desorganizada y contraproducente en tanto y en cuanto no se ha pertrechado al alma para administrar la experiencia del sufrimiento. Esta negligencia se hizo posible porque el cuerpo devino en valor mercantil de primera importancia, sea como fuerza de trabajo en el ámbito laboral, como apariencia en el parque temático de las relaciones interpersonales, como disposición performativa a protagonizar todo tipo de trámites sociales, o como mercancía erótica entrenada para el ascenso en esquemas institucionales que adoptan la forma de la pirámide. Sin embargo, ante el sufrimiento, son pocas las defensas eficaces. El cuerpo, en vez de servir de “escudo”, recibe el impacto del dolor en todos los poros a la vez y la subjetividad, así atravesada y dañada, solo puede aspirar al auxilio proporcionado por apliques y asistentes tecnológicos. La mutación de significado sufrida por la palabra “confortación” se hace llamativa. Dos siglos atrás, consolar y amparar a una persona devastada por la tragedia o acongojada por un revés de fortuna suponía que otros estuvieran formados espiritualmente para asistirla y toda una serie de tecnologías afectivas y espirituales obraban desde muy temprana edad a fin de dar forma al alma caritativa. Un siglo después, y en una línea de evolución que llega hasta la actualidad, la idea de “confortación” se licuó en la palabra “confort”, que se refiere menos a una actitud espiritual que a una serie de comodidades domésticas o urbanas.

La importancia del confort no debe ser minimizada, pues ha sido investido con la misión de dar algún resguardo a la personalidad amenazada por las inclemencias de la vida industrial y urbana, que son escenarios donde el sufrimiento ondula como un “arma arrojadiza” lanzada sobre cualquiera. En tanto y en cuanto la lucha por abrirse paso en la pirámide social y la gestión y exhibición de una subjetividad satisfecha son contrapartes y copartícipes de la época sentimental, no conseguir tales éxitos conduce a que el dolor culpe únicamente a uno mismo, de modo que el refugio en la intimidad permite eludir momentáneamente los mandatos de los procesos laborales o del pas de deux de la venta de la “apariencia”, situación algo distinta de la época actual habitada por todo tipo de especímenes y estereotipos del narcisismo: se hace difícil esconderse, no ser controlado, o encontrar canales de fuga que no reconduzcan a parques temáticos de la protesta inconducente. Hasta el momento, la tecnología resulta ser el más poderoso confortante de seres humanos asediados: les concede esparcimiento, excitación y vibración hogareña en un mundo destemplado. La costumbre y el anhelo del confort asumen la función que en una época anterior correspondía a prácticas espirituales consolatorias o animantes, cuando al dolor se le ofrecía un sentido trascendental. La modernidad supone un tipo de vida que descarga sobre el cuerpo los mismos mandatos que sobre una máquina, entonces el tipo caracterológico que ha sido necesario definir y moldear a fin de poner en marcha y hacer eficaz a la maquinaria social tuvo que corresponderse, a la vez y en un mismo movimiento antinómico, tanto con el temperamento sentimental como con la carne de cañón de la sociedad industrial. Pero, en una etapa anterior, la esencia de la confortación no residía en nada técnico. No podía ser sustituida por comodidades, juguetes industriales o saberes científicos. Era un movimiento del ánimo, no una cápsula blindada.

La industrialización del mundo no solo hizo proliferar la electricidad, la información y el átomo; también a millones de trabajadores yerrados y carneados como ganado y otros tantos abandonados a la buena de Dios. Tales multitudes fueron insertadas en organismos de rango estadístico: sindicatos, empresas de seguros de vida o de tarjetas de crédito, cajas jubilatorias, industrias del turismo o de la salud, más las hipotecas bancarias que proyectan una forma de habitar dentro de un sistema que solo admite adaptaciones a favor. Cuando ya no se hacen diferencias estratégicas y operativas entre alma y cuerpo, solo los “amortiguadores artificiales” permiten soportar el contacto con el dolor. La misma máquina que produce excitación urbana comercializa productos de inmunización o aposentos blindados a fin de eludir, en lo posible, experiencias vitales que pudieran agravar el sufrimiento. Cuando evitarlas se revelaba imposible, los placebos y amortiguadores que la evolución científico-técnica ofrecía eran el recurso más a mano. El confort se transformó en el espacio ideológico y práctico de comprensión de la tecnología. Operaba a modo de pase mágico. Para la sensibilidad actual, la casa es un “estuche” protector de la personalidad obligada a la “lucha por la existencia”: es un amortiguador. Los artefactos tecnológicos, especialmente los domésticos, deben ser considerados menos como aparatos funcionales que como organizadores “psicofísicos” de la existencia amenazada, como superficies somáticas que reorganizan la experiencia sensorial y psíquica.

Técnica

La asunción de que el cuerpo es la última y radical verdad de la existencia y de que la satisfacción sensorial es un imperativo y no una opción, da forma a la idea actual de la felicidad. En ausencia de un ideal de bienaventuranza eterna, dos índices de la felicidad lo sustituyeron. Por un lado, la consecución de bienes. Como la energía y la dinámica del capitalismo tienden a transformar cada vez mayores cantidades de bienes en mercancías intercambiables, también el cuerpo humano fue arrastrado por la pasarela. La mercancía devino tasa de medida de la cuota de felicidad de que se dispone en un momento dado de la vida, y por eso debe ser accesible para cualquiera, sustituibles y presentadas de modo tal que posibiliten imaginar experiencias propias de un sueño idílico. El otro modelo de felicidad concierne a los placeres sensoriales, siempre sometidos a dificultades y restricciones específicas. Las reglas de mesa, de urbanidad, de comportamiento “civilizado”, de acercamiento y distancia, de experimentación erótica, establecen fronteras e instrucciones de uso que son fuente de frustración y que, por su parte, nunca dejaron de colisionar contra los impulsos hedonistas que el propio capitalismo fomenta.

Ahora, la exigencia de mayores placeres es urgente y pregnante, lo que supone la promoción de demandas políticas, asesorías psicológicas e industrias emergentes y un creciente escepticismo con respecto a las prácticas ascéticas. Las ansias de felicidad no están lanzadas hacia un eventual progreso de la civilización, ni siquiera en torno a la economía personal planificada y acumulativa, sino cronometradas por el minutero y hasta por el segundero, y entre sus consignas se cuentan la detención del deterioro corporal, de la extenuación cotidiana y de las ofensas a supuestas identidades al fin reveladas. Justamente, no pocas tecnologías del siglo XX tuvieron como misión impedir el desplome físico y emocional de la población. Los artefactos domésticos, la mejora en el instrumental hospitalario, la farmacopea de tipo “psicosomática” y el desarrollo de la industria del seguro personal son algunos de sus hitos. Sin embargo, esos sostenes de la vida amenazada ya eran sucedáneos decididamente insuficientes hacia la década de 1960.

Como lógica consecuencia de la confianza que desde antes se había depositado en la ciencia, las industrias delineadoras del cuerpo absorben ahora la expectativa de anulación del sufrimiento. Las utopías sociales del siglo xix se propusieron eliminar, en lo posible, el dolor. La ciencia pretendió doblegar el poder de la naturaleza sobre la vida humana. El ejemplo más habitual es la consulta diaria del pronóstico del tiempo y el más actual, la medición del grado de abertura del agujero de ozono. También las ciencias sociales ambicionaron reducir el sufrimiento causado por el orden laboral y la conflictividad urbana. Dos pretensiones utópicas: reducción del poder del azar, reducción del rango de la injusticia. A medida que otras ilusiones de cura de la infelicidad se desvanecían (la política revolucionaria, el psicoanálisis, las filosofías existencialistas), las innovaciones científico-técnicas se volvían más y más esperadas, y también más “amigables”, tanto más cuando se había perdido el equilibrio entre los campos de acción posibles.

Un rasgo que diferencia al siglo XX de su inmediato anterior es la relación desfasada entre la técnica y la ética. La evolución de la tecnología es hoy mucho más rápida que las novedades producidas por el arte, la moral o la política. Se ha invertido la ecuación del siglo XIX. Por entonces, la máquina de vapor, el tren, el telégrafo y el dirigible fueron considerados poco menos que frutos de una inagotable cornucopia mecánica. Sin embargo, las innovaciones estéticas y políticas eran, en el siglo XIX, mucho más vertiginosas. Basta recordar que entre 1860 y 1910 el impresionismo, el puntillismo, el simbolismo, el fauvismo, el cubismo y el futurismo renovaron rápida y sucesivamente los modos de apreciar las obras pictóricas. En el siglo XIX