El espíritu de las vacas - Abel Neves - E-Book

El espíritu de las vacas E-Book

Abel Neves

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Beschreibung

El narrador de este libro presenta de forma alternativa la voz de un pastor de vacas y el diálogo entre los miembros de una familia de Lisboa que se pierde por la niebla durante tres días en el monte. Eso le da juego a Neves para ensalzar la cultura milenaria de la gente del campo y recordar cierto embrutecimiento en la vida de ciudad. El espíritu de las vacas es un libro actual, escrito desde una voz que busca un lugar de descanso en un mundo lleno de ruido. Con un lenguaje muy potente, el narrador es capaz de crear una especie de laguna vacía con el desconocimiento que los miembros de la familia tienen sobre sí mismos y lo que les rodea. ¿Qué queremos decir cuando hablamos de naturaleza? La respuesta la podemos encontrar aquí, recordando el ritmo vital de aquellos lugares donde el ser humano no tiene el poder. Trás-os-montes vuelve a ser el escenario de un gran libro como ya lo fue para Miguel Torga o Julio Llamazares.

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Título original: O espírito das vacas

©Abel Neves 2019

© De la traducción: María Alonso Seisdedos

Primera edición en 2019 por Edições Húmus, Vila Nova de Famalição (Portugal)

De esta edición:

© De Conatus Publicaciones S.L.

Casado del Alisal, 10

28014 Madrid

www.deconatus.com

Primera edición: septiembre 2020

Diseño de la colección, cubierta e interiores: Álvaro Reyero Pita

ISBN: 978-84-17375-41-6

Producción del ePub: booqlab

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

[email protected]

 

 

 

 

Vaca con chapa se envanece y tiene vida legal. Las chapas facilitan la existencia. Muerden la oreja y se desea que no hieran, que no resequen la piel. Las orejas se menean con las moscas y las mandíbulas mastican las hierbas con parsimonia. El moco cuelga porque tiene que colgar. Las vacas, mientras pueden rumiar, son felices. Cuando presienten el fin, les brota el impulso de soltar el alma, que hay quien dice que no tienen, y ya antes de que vibre el último mu-uuuuuuuu en el cosmos, el cuerpo se autoriza la caída y el espíritu, el vuelo. No saben despedirse como a nosotros nos gustaría. Se nos asemejan. Desorbitan los ojos hacia delante y hacia atrás y en ellos vemos esferas de angustia. Logran hacerle el retrato al criador, que se queda mirándolas con una pena disimulada, compensada en cheque, efectivo o transferencia bancaria, y se lo guardan en una memoria que nadie alcanza a conocer. Antaño tenían nombre, ahora son un número en la chapa, y por más que pataleen, no dejarán de entrar en la nave de la muerte. La intuición que tienen subsistirá. A las que ahora parten con los cuernos engarabatados contra los tablones de la caja abierta de la camioneta les gustaría, quizá, ser otra cosa o conservar al menos el contraste de la piel castaña y lustrosa sobre el verde de los prados. Una descarga eléctrica acabará con ellas, pero, previamente, un fogonazo en la conciencia hará que el paisaje se termine aun antes de haberse terminado. Hasta en esto son bondadosas y los matarifes no piensan en lo que hay en ellas que no se ve. Ni sable ni degüello, y cuando empiezan a ser, en vez de un cuerpo, una pieza que le echa la lengua al mundo, aparecen los ganchos fuera de la boca, lobulados, y cabeza abajo ofrecen la piel y todo lo demás. Pasan a la hilera de los canales y un sello del color de la baya del saúco da fe de que han vivido.

 

 

 

 

El pastor se cubre con el tapabocas. En las noches muy oscuras, nada alumbradas, ni por estrellas, teme que los ratones, aun del tamaño de un dedo, se le acerquen a los ojos mientras duerme, siquiera a los párpados. Los ratones se hacen eternos en su aprensión. El lugar donde duerme podría muy bien ser una casa mejor, un palacio, que él habría podido comprar con las ganancias de unos cuantos terneros si fuera criador y no pastor. Recostado en la peña que todavía baña esa luz de finales de septiembre, el pastor no tiene fantasía que le llene. Contempla los matojos de carquesia y el palacio se le va del pensamiento tan rápido como ha venido. Raspa los líquenes del granito con las uñas y sabe que las tiene oscuras porque también los ojos se le han oscurecido. Quizá podría ver el mundo de otro modo, pero no tiene ganas. El viento amarga un poco las horas y el pastor se arrebuja en el tapabocas. Lo que ha andado no se compara con nada de nada. Lo que ve se le confunde a menudo con lo que ha visto y con lo que verá, y para no aburrirse le arroja chinas al paisaje, allá abajo, siempre hacia abajo, pues él está arriba. Podría el palacio tener tres ventanas, dos por delante y una por detrás, grandes y vistosas, y dos puertas, la una hacia el sur y la otra al norte. La del sur podría ser una cristalera que dejara entrar a los robledales de la sierra. Estaría equipada con una tecnología capaz de cambiarle la vida a quien la cruzase, fuera quien fuera y a la hora que fuera. Bastaría con que alguien la traspasara para que la vida le cambiase al instante. A mejor, siempre a mejor. Siendo él pastor, ¿y si se volviera enfermero o ingeniero de cabras? Pero ¿y las vacas? ¿Sería capaz de dejarlas en manos de otro? Menuda estupidez pensar que la vida podría cambiar así. Nota el viento más frío y se ciñe bien el tapabocas.

 

 

 

 

Si algún amor siente, es por las vacas. Le han dicho incluso que las hay de plástico, del tamaño de una oveja, en blanco y negro, lecheras, hinchables, y que vienen con culo penetrable y todo. Es una broma de cuatro tarados, pero él se queda pensando. ¿Hinchables? ¿Como los flotadores?

¿quién te ha contado eso?

las hay en América

¿En Brasil?

también, todo América

Una pizca menos de América por todas partes y seríamos más competentes. Sólo una pizca. Además, bailaríamos con nuestras músicas y las letras tendrían cosas como corazón en vez de heart, o secreto en vez de secret.

y el ojete, ¿cómo es?

pues se abre como una flor, se le da así con los dedos y se abre

y ¿qué más?

yo sólo sé que las hay en América, no las he probado

Se esfuerza en olvidar. Su amor es para las vacas. Y lo demás es hablar por hablar.

 

 

 

 

Aqueos y troyanos con sus ligas de caballeros bien pertrechados de artillería asaltan la línea media del horizonte, invaden el paisaje. A lo lejos, al fondo, queda la última sierra, y es allí, en una brecha del tiempo, ahora, cuando liberan de nuevo la existencia. Algunos héroes son más conocidos: Menelao —el marido de Helena—, Héctor, Aquiles, Patroclo, Agamenón, Príamo, Ulises. Se oye la música de las armaduras, el desconcierto de los carros con las ruedas labradas, el ondear de las lonas por capricho del viento cuando unos y otros se ponen a montar las tiendas, el voltear de las muchas lanzas afiladas. De fresno, se dice. Se ven «los caballos de pezuña no hendida», como también se lee y se dice, adiestrados para las violencias de la guerra y ellas, las vacas, se asustan, se vuelven hacia el lado de donde antes oían a las ranas y van moviendo el interés entre el lodo y los crótalos de plata grabados en los yelmos. ¿Cómo es posible que distingan desde tan lejos las serpientes labradas por artistas o dioses como Hefesto? Las vacas tienen una visión extraordinaria y cuando clavan la mirada en alguien señalan a la eternidad, porque alcanzan más allá de lo que avistan. De cara al norte, entre las hierbas tiernas que mastican y la muchedumbre que se ha apoderado de su territorio, se han quedado atónitas. ¿Qué hacer ante tanto caballo antiguo? Nada. Absolutamente nada. Esperar a que se difuminen, a que se desaten más las hermosas crines, a que los guerreros desistan y no se dé siquiera inicio a la guerra de Troya. Son listas las vacas.

 

 

 

 

Los turistas ven las vacas y ¿qué dicen?

hala, qué cuernos

¿qué forma de hablar es esa?, astas, hala qué astas

La familia está en el coche. Todos sonríen, menos el padre, que observa con el ceño fruncido al buey que pasa rozando la pintura del jeep de altas ruedas, cada cual con su tracción. El hijo es único y es pequeño y ha oído cuernos en el colegio, ahora al verlos aprovecha y lo dice. A la prima, que va sentada a su lado, también le habría gustado decirlo, pero no lo dice porque su tío ha dicho que son astas. A no ser que diga astas, pero ya se le han quitado las ganas. Prefiere contemplar las cascarrias de bosta seca en las ancas de los terneros. Ahora que el coche está parado a poco más de un kilómetro de la aldea, la madre despliega el mapa y le confirma a su marido el punto exacto en el que están. Él apunta con el índice al gps. Todo coincide: mapa, satélite y buen humor. Llegar es una odisea, pero las carreteras de hoy, no hay comparación. No recuerda las otras, las antiguas, pero no tienen ni punto de comparación. Se nota en la capa de alquitrán. Buen firme. De calidad, municipal, con sus arcenes bien pintados. Así ya es otro cantar.

en esto se nota Europa, son los fondos estructurales —dice el turista.

Esa de ahí es brava. Ojalá no le dé por arremeter con las astas contra el parabrisas.

si hubiéramos madrugado, no nos habría pillado la hora punta —dice el padre aventurero tabaleando sobre el volante.

El coche avanza un poco y se para. El padre mira a su hijo por el retrovisor.

has venido todo el santo viaje agarrado a la tabla, ¿no la puedes soltar un poco?

dijiste que íbamos a pasar por la playa

y ¿no hemos pasado?

no paraste

si hubiera parado no habríamos llegado ni mañana

¿por aquí cerca hay playa?

¿no ves que no?

no veo nada

aquí vacas, sólo hay vacas

tampoco hace falta que le hables así —dice la madre guardando el mapa.

¡hala, esa! —grita la prima.

Las vacas no piden permiso. Donde las pille, ahí va. Evacúan y andando.

¿es vaca o buey? —pregunta el niño.

¿no ves que es vaca? —le dice su prima.

El todoterreno reemprende la marcha. El pastor saluda con la mano y se va quedando atrás, con el rebaño separado en dos hileras hacia su destino. Los primos le dicen adiós.

no aceleres, no hace falta acelerar, que ya hemos llegado —dice la madre, bajando la ventanilla.

¿he acelerado yo?, sube el cristal, el aire no funciona con las ventanillas abiertas, ¿cuántas veces tendré que repetirlo?

Tienen todo lo necesario para que una aventura se grabe en la memoria. Resguardados de los sonidos de fuera, no oyen el viento en la retama.

puede que llueva —dice el padre—. si llueve y hace sol, podríamos ir a setas.

yo no quiero que llueva —dice el hijo.

querrás lo que haya, quítame esa tabla de encima del asiento

¿dónde la pongo?

en el suelo, ponla en suelo, ¿o no tiene suelo el coche?

no le hables así al niño —le reprende la madre.

es que parece tonto, todo el santo viaje aferrado a la tabla

tiene a quien a salir

mira —le dice su prima señalando al cielo.

No lo ha visto. Ni él ni la madre ni el padre, que también han dirigido la vista hacia fuera. Era un arrendajo, marrón y azul, con las alas como a rayas negras y blancas. Era bonito, pero ya no está.

 

 

 

 

Siempre come lo que le parece. Es una vaca señorita la Matilde. Y elegante. Tiene andares de reina. Si fuera él el criador, no permitiría que muriera. La Matilde camina como sólo ella sabe, meneando las caderas, balanceando el vientre. Pronto estará parida. Lleva la cría que está por venir con la responsabilidad de siempre y esta vez no se quedará en el monte, de noche, a alumbrar sola. Se quedará en el establo. Al pasar el todoterreno de las ruedas altas, el pastor levanta el brazo, para saludar, y después lo deja caer con suavidad sobre las ancas de Matilde. La vaca conoce bien esa caricia. Tres pasos más y se detiene. Vuelve la cabeza hacia atrás. Espera a que él hable, y ya. Los humanos están por encima de ella, hablan, y las voces hay que respetarlas. Acepta la jerarquía de los sonidos y la voz de su guardador se halla, ahora, en el punto más alto del reconocimiento, pero la oye también como si no la oyera, con la indiferencia de la que sólo los rumiantes son capaces. ¿Quién tiene la conciencia de las pezuñas hendidas, separadas en dos segmentos, sino aquel que le pone la mano sobre el cuero aterciopelado? Cada cual se eleva como puede y hasta donde puede. La mano sobre la vaca es un toque en el cielo. El guardador no sabe por qué piensa eso y se sonríe, pero piensa esa y otras tantas cosas que hacen que esté más vivo y útil que muchos pensadores que sí saben por qué piensan. El todoterreno toma la curva, algo más allá, y acelera. Él habla con voz temblorosa, voz de mando, y Matilde endereza la cabeza, bajo el cielo que enrojece, y reanuda la caminata en dirección al oeste, al establo.

 

 

 

 

Cuando empezó la guerra de Troya, las vacas ya estaban en su sitio. Muchas han alcanzado soberanía especial en la geografía hindú, donde disfrutan de la inmunidad debida a la madre universal y cósmica. La leche primordial fluye sin cesar y la Vía Láctea es una vaca inmensa, por mucho que se diga que es leche que escupieron las tetas de Hera, la esposa celosa de Zeus. Tanta estrella consuela, o no. La desmesura de los mundos puede trastornar, pero no a esa mansedumbre que pace en los campos, arrullada en las horas y a la espera de volver ya al día siguiente para continuar comiendo, no parar de comer a fin de fortalecer nervios y carne. Tanta hierba en la panza y que baja y que sube en el arte de rumiar les confiere la honra de ser inofensivas. Cumplen horarios según va el sol, y hay vacas que habitan en el monte. Más recias se ponen aún. Allí aguantan hasta que el invierno las empuje a la aldea. Tienen aptitudes para las noches. Si necesitan protegerse, se acuestan en círculo, y la atención de una es la vigilancia de todas. Huelga decir que disponen, además, de un misterioso manto que las cubre, y cuando regresan al establo, obligadas a un cielo más cerca de los cuernos, no rehúyen la proximidad de personas ni de perros, ni siquiera las que se guarecen bajo láminas grises de uralita. Otros tiempos hubo, menos felices, en los que volvían, exhaustas, de arrastrar carros de centeno, maíz, patatas, estiércol, y también iban, engalanadas, a las romerías, para cumplir devociones ajenas, entre fuegos de artificio, bandas filarmónicas y ermitas iluminadas. Las viandas de la fiesta, a menudo, eran ellas.

 

 

 

 

Dos noches en un sitio llegan de sobra. La primera es para ganar confianza; en la segunda confirman el placer de estar allí y no en otro lugar; y al tercer día desandan, satisfechos de lo que han visto, prometiendo que antes o después volverán para conocer los detalles con que la vida va hilvanando día a día la historia de los lugareños, con sus usos, costumbres y clima. La primera noche fue de sobresalto. Quien durmió bien fue el padre. Estaría, quizá, muy cansado. La madre y las pequeñas criaturas no se adaptaron a la sonora respiración nocturna del gran líder y dieron vueltas en la cama, en vigilia involuntaria, hasta que los castigó sin remedio el vuelo rasante de las moscas en los primeros arreboles matinales, que entraban por entre los postigos mal cerrados en el exterior de la ventana sin que unas cortinas blancas de rosas estampadas en el interior lo pudieran evitar.

pedimos una habitación más, me da igual, tú duermes en otra —dijo la mujer durante el desayuno, antes de hincar el diente en una tostada con miel.

Los primos, indispuestos y malhumorados, se empujaban el uno al otro los platillos del pan y la mantequilla, y cedieron a la voz imperial del gran líder

no empecemos, si no coméis, no hay paseo —dijo, y subió a la habitación.

Comieron y, antes de montar en el jeep, la madre revisó el material para la caminata. Por su parte, el cabeza de familia tuvo que someterse a un escrutinio atento.

¿qué pasa?, ¿nunca habíais visto nada igual?

Los pies llevaban botas de expedición al Himalaya con suela y revestimiento de material inextinguible; medias calientes de comodidad dudosa que, se suponía, terminaban un poco por debajo de la rodilla; los pantalones, cuyos bajos rozaban la punta de las botas, eran impermeables, de tejido tecnológicamente concebido para soportar temporales en cualquier paraje remoto del Tíbet, y tenían diez bolsillos bien distribuidos, dos con cremallera, grandes y funcionales; la camisa, con una fina red de protección contra los rayos ultravioletas y bolsillos con cierre de velcro, era de un verde amazónico que disuadía a cualquier insecto europeo que en ella quisiera posarse; el cinturón era una liana trenzada del sertão brasileño; y el sombrero, una réplica del modelo de Indiana Jones, en un marrón chocolate con leche, con su banda marrón más oscuro de puro cubano. El gran líder separó las piernas, puso los brazos en jarras y, sonriendo, pidió una foto con el móvil. Visto así, al lado del 4x4, con la mochila de color cereza y correas negras, podría tomársele por un insaciable aventurero a las puertas de un arduo destino en cualquier país exótico.

déjamela ver —le pidió el primo a la prima, que fue quien captó la imagen.

no hay nada que ver —dijo el padre, guardándose el teléfono—. ¿has visto cómo llevas las botas?, átate los cordones, hazles la lazada bien hecha

La prima se recogió el pelo en una cola de caballo. Ya están montados en el todoterreno. El último en entrar fue el padre, tras cerciorarse de que nada faltaba para el éxito de la excursión y colocar mejor la mochila de la merienda y el bastón de alpinista. Guardó bien guardado el cuchillo de monte porque tenía la navaja suiza a mano y llegaba de sobra. Hacía sol, y fresquito, un vientecillo húmedo, una leve neblina muy a lo lejos, al fondo del valle.

¿a dónde van? —les preguntó una anciana— si me llevara Dios qué bien haría, ¿sabe usted?, ochenta y ocho años tengo y ¿para qué?, para esto, yo que casi ni andar puedo, me dejan aquí sin llave de casa, sin poder entrar, aquí estoy, así, hace cuarenta años que mi marido se fue y me dejó con los hijos, para esto, ¿dónde se habrá visto?

vamos a la sierra de picnic —gritó el niño.

y usted, señora, ¿no querrá comprarme un par de medias?, mire que las hago yo, son buenas, hay quien hace carreteras, yo hago medias, lana pura

ahora no, a la vuelta —dijo la mujer turista.

¿quiere unas para los niños?, también las tengo pequeñas

¿cuántas veces tendré que repetirte que no quiero la tabla encima del asiento?

Andar por ahí haciendo cosas, es necesario hacer cosas, dejar cosas hechas, y la viejita allá se fue, a ocuparse de las medias.

Nuestros ancestros de hace veinte mil años dejaron garabatos en las rocas y ahora nos conmueven.

¿para qué llevas la tabla?

se queda en el coche, ¿vale?

ponla atrás

La madre miraba al gran líder y se veía al lado de un auténtico maniquí de tienda de artículos de aventura radical. No es que fuera orgullo lo que sentía.

las botas —dijo ella—, menuda sorpresa, no te las había visto todavía

trail gtx

¿trail gtx?

trail gtx

papá, Rita me está pellizcando, me está molestando

no seas tonto

Rita era hija única de un matrimonio que había muerto en un accidente cuando ella tenía tres años. Un accidente estúpido. Sus tíos la adoptaron. Tenían un hijo, Filipe, y con Rita fueron dos. Eran de la misma edad.

Rita, para —suplicó Filipe.

Las nubes suben y bajan, se deslizan. El cielo está precioso y la sierra también.

 

 

 

 

Sin tierra, sin el esfuerzo de haberla domesticado, no existiría el paso obediente, conforme, de las cornudas de pezuña hendida. El polvo sobre el que todos andamos escribe la historia de esta danza. Están los caprichos del viento, y si aquí llegara la brisa marina de los lugares meridionales, otro frescor cantaría. Algas y cardos se unirían a las últimas manzanillas y después a las primeras quitameriendas, esas florecillas lilas que embellecen eras y prados, y si el maridaje de nombres da, en pintura, un arreglo floral, con los caracteres girando como pétalos de esas flores preferidas, tendremos un caligrama tan apetecible que no dejarán las vacas de adquirir enseguida el privilegio del gusto. La tierra es, entonces, lo que da lo sagrado a las vacas, y lo que da lo sagrado a la tierra, ya se sabe, está oculto. Algunas cosillas sí sabemos.