El faro - Michael D. O'Brien - E-Book

El faro E-Book

Michael D. O'Brien

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Beschreibung

Ethan McQuarry es un joven farero en una pequeña isla del extremo de Nueva Escocia, en el Océano Atlántico. Sin familia, se ve a sí mismo como un vigilante silencioso, que cumple su deber año tras año, con un admirable sentido de la responsabilidad. Obsesionado por su soledad, se enfrenta a tormentas de un poder aterrador, también interiores, y recibe esporádicamente a visitantes que cambiarán el curso de su vida y le ayudarán a descubrir la cara oculta del amor.

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El faro

Michael D. O’Brien

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: The Lighthouse: A novel

© 2020 Ignatius Press, una división de Guadalupe Associates, Inc.

© 2023 de la edición española traducida por Carlos Maortua

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6539-9

ISBN (edición digital): 978-84-321-6540-5

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6541-2

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

La isla

El barco

La familia

Marea viva

LÍbranos del mal

El visitante

El regreso

La campana

Un lugar en el que todos podamos vivir

La tormenta

El centinela

Nota del autor

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Epígrafe

Comenzar a leer

Los que se hacen a la mar en las naves y ejercen el comercio por inmensas aguas, ven las obras del Señor, sus maravillas en alta mar.

Salmos 107: 23-24.

LA ISLA

El continente era limitado y finito. Extendiéndose más allá, hacia el Atlántico Norte, como si fuera un pensamiento secundario o los restos de una retirada, había un islote solitario de piedra. De apenas cien metros de diámetro, pareciera ser, a primera vista, un lugar yermo, aunque era zona de anidación para aves marinas, visitado a menudo por las focas. A pesar de que su imponente circunferencia de rocas negras había sido duramente golpeada por el océano durante milenios, sobre la marca de la marea alta se elevaba un manto somero de césped hacia un promontorio sobre el que se alzaba un faro.

La isla solo estaba conectada visiblemente al continente en ciertas mareas menguantes, que revelaban un estrecho brazo de arena compacta y cantos redondeados por el mar de varios colores; una calzada natural de poco más de un kilómetro. Era lo suficientemente ancha para que tres hombres caminaran hombro con hombro y, quizás, en su momento más seco, podría haber soportado el peso de un vehículo a motor con buenas ruedas, aunque en su larga historia esto nunca había ocurrido, ya que ningún hombre había estado dispuesto a asumir el riesgo, ni siquiera en los días del caballo y el carromato, pues la marea era breve y las arenas poco fiables.

Los suministros eran llevados al faro en barco dos veces al año desde Brendan’s Harbour, el pueblo portuario que estaba al otro lado del cabo, varios kilómetros al sur. Se descargaban cuando el mar estaba calmado, sobre la plataforma de granito, un muelle natural que guardaba una cala en el lado oriental de la isla, el menos vulnerable a los vientos de otoño. Desde ahí, la cajas de comida enlatada, las bolsas de harina y avena, los bidones de diésel y queroseno, baterías, velas y demás provisiones eran cargados por un camino de grava hasta el refugio de tablas del guardián y la torre de cemento, que estaban unidos el uno al otro por un cobertizo de madera basta y una letrina maltratada por el clima.

Elevándose, volando a casi el doble de altura del refugio, la inmensa columna de la torre estaba coronada por una sala de linternas de color rojo brillante y su pasarela. En el interior de la torre cada nivel estaba conectado por una escalera de acero. La planta baja era principalmente un almacén, cobijando un surtido de objetos abandonados como lámparas de mecha Argand y repuestos para las posteriores luces Dalén, cajas de mantos, lentes y espejos rotos, radios muertas y sobredimensionadas, engranajes y bielas oxidados, un burruño de lona rasgada y cajones de objetos inservibles como redes podridas y revistas mohosas que oscilaban entre Farmers’ Almanac y Woodworking hasta Mechanics Illustrated, todas húmedas, malolientes e ilegibles. Sobre todo ello, un piso por encima, los estantes almacenaban las baterías de reserva y las piezas de recambio del faro.

La escalera terminaba en el piso superior, la sala circular de observación que contenía los mecanismos de rotación de la luz, así como un escritorio de madera para mapas y una estantería en forma de panal de abejas repleta de cartas de las aguas cercanas. Había también un escritorio separado para una radio marina VHF y otra radio de onda corta, más antigua. Junto al escritorio se erguía un telescopio sobre el trípode, su ojo apuntando a través de las anchas ventanas de doble hoja que ofrecían vistas al mar de norte a suroeste, donde estaba el cabo. Una escalera conducía a través de una escotilla en el techo a la pasarela.

El único residente de la isla había vivido ahí durante muchos años. Llegó primero como un muchacho, contratado por un verano para ayudar al guardián, que era un hombre viejo con mala salud. El muchacho se enamoró del lugar, sintió curarse una herida que llevaba en el alma bajo los efectos de la distancia y el tiempo, por el incesante ritmo de las mareas, la emoción de las tormentas violentas y la inmensa serenidad del tiempo calmado. En los días tranquilos se bañaba en la olas frías, observó el ir y venir de los animales salvajes, se rio de las travesuras de las focas y se asombró de su propia risa, tanto tiempo acallada por la vida entre los hombres del continente.

Por primera vez en muchos años el viejo se fue a la cama al caer el sol, ya que el chico montaba guardia hasta el amanecer, leyendo los libros que trajo en su bolsa mientras el anciano roncaba. El barrido constante del faro, el resplandor, dejaron de molestarle tras una semana, se convirtieron en una presencia de fondo en su consciencia, aunque en algún lugar de su mente estaba siempre alerta a algún cambio en sus ritmos, a cualquier aviso de que pudiera fallar. A lo largo del verano el muchacho y el guardián apenas cruzaron sus caminos, salvo para compartir comidas y hacer labores que involucraran a dos hombres. Era vital, entusiasta, todo le interesaba y así, optó por salir adelante con poco sueño.

No había sido difícil vivir con el viejo, pero era poco comunicativo. Esto, sin embargo, fue del agrado del muchacho, pues él era silencioso por naturaleza. Atento a todo lo que le enseñaba el guardián, aprendió por imitación; hacía pocas preguntas y meditaba minuciosamente las contestaciones ásperas. De esta forma había amasado una gran cantidad de conocimiento sobre el mantenimiento del faro, la supervivencia en la roca y los peligros del mar. El muchacho también había aprendido, casi sin palabras, sin pensar, que el paso del tiempo era veloz y eterno a partes iguales. A medida que se acercaba el final de su empleo comprendió que no quería irse, que el pensamiento de abandonar la isla era extrañamente doloroso.

El viejo cayó gravemente enfermo y el muchacho llamó por radio al continente para informar sobre ello. Al día siguiente un barco se llevó al guardián. El capitán trajo un telegrama de las autoridades que supervisaban los faros de la costa este pidiendo al muchacho que se quedara en la isla temporalmente para que la luz no se apagara. Así que se quedó. La estancia temporal se convirtió en un año y después en permanente. Como todas las responsabilidades eran ahora suyas aprendió más sobre la radio VHF y la onda corta, sobre usar las raciones con cuidado y medir el tiempo. Encontró satisfacción en acumular el dominio de las cosas.

Su nueva vida le ofrecía otros muchos placeres:

La emoción de estar en el acantilado en la parte alta de la isla, quince metros sobre el agua, vestido con un sueste y botas de goma, retando a que las olas atronadoras lo barrieran, inclinándose hacia los vientos huracanados mientras la espuma frenética le alcanzaba para luego retirarse.

El sabor de su primer bacalao, que pescó con sedal y anzuelo cebado y frío en mantequilla enlatada. El sabor de los huevos cocidos de ave marina. El sabor de los escaramujos silvestres que recogía de los arbustos de la cala.

El intoxicante aroma de las hojas de laurel machacadas de los arbustos que luchaban por espacio junto a las rosas. El perfume de las fogatas que hacía con madera a la deriva traída por las corrientes. El olor de la sal arrastrado para él a lo largo de miles de kilómetros de océano.

El coro permanente de los gritos de las gaviotas. El pulso palpitante de las mareas. La visión de las conchas esculpidas que yacían dispersas en la calzada tras las tormentas, que él guardaba en su bolsa para desplegarlas en fila sobre el alféizar de la ventana de su cuarto, donde podía verlas cada día al despertar. El antiguo barco de pesca, una esfera de cristal azul arrojada sobre la playa arenosa de la cala, que reina sobre las conchas, sus imperfecciones refractando luz amatista. El balandro con vela roja que se deslizó sobre el agua una tarde de cielo puro y vientos frescos cargando niños que le saludaron con entusiasmo mientras desaparecieron hacia el sur. Los frailecillos jugando con las olas, más niños que los niños.

Más inesperado aún fue el despertar de los poderes de su memoria, pues las frases de los libros que leía no se desvanecían, como había ocurrido en el continente. Y aunque de tiempo en tiempo le hacían sufrir los malos recuerdos, ya no le atormentaban, como si las mareas le protegieran de todo lo ocurrido. En su mayor parte sintió paz, paz y el constante declive del miedo, salvo de los miedos naturales: caerse al mar, morir congelado en invierno, tropezar con una roca y romperse una pierna lejos de la radio, que se rompiera el faro. También dejó de temer a la turbulencia interior que había sido el signo de su infancia y adolescencia, la soledad y la desconfianza hacia otros seres humanos —aunque aún restaba una corriente silenciosa de recelo—. Contra todo pronóstico, había encontrado una tarea en el mundo. Y un hogar. Tenía dieciocho años cuando llegó al faro, y estuvo desde entonces.

Su nombre era Ethan McQuarry. Raramente lo oía de la boca de otros humanos. Le venía a la mente solo cuando aparecía en papeles impersonales que llegaban en el correo: las suscripciones a revistas, las ofertas de los clubes de lectura, los documentos enviados regularmente por la Guardia Costera Canadiense, que administraba los faros. Hubo momentos inquietantes en que solo pudo recordar su nombre tras unos segundos de tanteo mental, lapsos provocados por la fatiga o por las enfermedades leves que le atosigaban ocasionalmente. De tiempo en tiempo le preocupaba que estuviera perdiendo la cordura, pero se obligaba a ignorarlo, pues era feliz. No hablaba consigo mismo, como suelen hacer en las historias las personas afligidas por el aislamiento. Si bien es cierto que hablaba con los pájaros y otras criaturas, sabía que eran incapaces de contestarle en su idioma y no les proporcionaba las respuestas, sino que les dejaba ser ellos mismos, que ya era suficiente maravilla. También hablaba con el mar, y con el cielo sobre él y a las cosas creadas por el hombre que navegaban por ambos medios.

“Que tengas buen viaje”, decía, en voz alta, a un transatlántico en el horizonte. O, “¿A dónde vas?”, a un crucifijo plateado cruzando la cópula de oeste a este. Y a veces era “¡Calma, calma!”, gritado al rostro de un vendaval, aun sabiendo que sería ignorado. También mantenía conversaciones con los personajes de las novelas que leía: “Sé que piensas que no hay esperanza, pero irá bien”. O, “¡No dispares!”. O, “Si fueras real, yo te hubiera cuidado”.

Hubo momentos en que lo invadió una quietud tan profunda que todos los sonidos cesaron, y entonces percibía el sentimiento abarcador del despertar de la existencia. Hablaría con él si pudiera, pero no había nada que hallara en su interior para decirle. Era suficiente notar la presencia del mundo a su alrededor, la escucha lo llamaba, y pensar cómo serían el mundo y la vida si no estuviera ahí —aunque no tuviera las palabras precisas para ello y cayera en el silencio—.

Invierno, primavera, verano, otoño, las estaciones giran y giran otra vez, los patrones complejos, no mecánicos, a menudo impredecibles, pero dando forma a algo mayor mientras los años se acumulaban uno sobre otro. Hubo eventos dramáticos también. Estaba orgulloso de sí mismo por haber prevenido una catástrofe relacionada con un carguero que había sufrido un fallo electrónico de navegación. Había salvado barcos más pequeños, habitualmente atrapados en niebla densa o en tormentas de poder terrorífico. Pasaban años entre estos incidentes. No era la Guardia Costera, menos aún las Fuerzas Armadas Canadienses de Búsqueda y Salvamento, aunque hablaba a menudo por radio con ambas agencias para darles asistencia remota. Creía, sin embargo, que un guardián de la costa como él debía estar siempre preparado.

Y así, de tiempo en tiempo, había utilizado el dinghy de goma con su motor inestable para rescatar a pequeños navegantes, a turistas ingenuos y a algún pescador de langostas desafortunado. Les había alimentado, dado mantas y los camastros sobrantes. La compañía no era mal recibida, pero tampoco la deseaba, y todos ansiaban que el barco de rescate llegara pronto del continente. Se preguntaba si sus prisas por volver eran por si se había vuelto taciturno y algo áspero con el paso del tiempo, como el último guardián. No había mucho en su personalidad que ofreciera un asidero y, más aún, los náufragos estaban distraídos por sus propios problemas. El barco de rescate llegaba y los visitantes marchaban. Y a pesar de que todos estaban agradecidos por su ayuda, ninguno dejaba un hilo que los conectara a sus vidas.

El dinghy se hizo viejo con él, nacieron vías de agua, se resistió a los arreglos y murió. No estuvo excesivamente decepcionado, pues nunca le gustó el barco que, cuando trataba de inflarlo, aleteaba como una cometa en los peores momentos posibles. Varias veces pidió un repuesto hasta que, por fin, con el barco de los suministros llegó un nuevo dinghy de goma que, a su vez, le trajo amargura hasta que murió. Rogó por una nave más sólida, pero no recibió más que promesas inconclusas. Quería algo sustancial, un barco en condiciones con un motor estable, con el que pudiera salvar vidas cuando llegara el momento. Además, sin duda, haría su vida más llevadera para otros asuntos más mundanos, ahorrándole el kilómetro hasta la costa y la caminata de seis kilómetros por la carretera costera hasta Brendan’s Harbour.

En los primeros años de su tiempo en la isla hubo un tanque de diésel en la caseta que unía el refugio y la torre, también un generador para alimentar el faro y recargar las baterías de repuesto. Le disgustaba el sonido, por lo que lo apagaba durante el día encendiendo la máquina solo al menguar las tardes o en los días más oscuros, cuando la niebla o las tormentas negras desfiguraban la costa. Dos veces al año llegaban los suministros a la isla por barco, pero ahora, cuatro veces al año, una embarcación más grande llegaba, se mecía sobre las mareas y bombeaba diésel al tanque a través de una manguera.

Cada verano el inspector llegaba en barco para comprobar que el faro estaba en orden y que el guardián estuviera en condiciones de manejarlo. Permanecía en la isla durante un día, cumplimentaba el trabajo del guardián y apuntaba mejoras. Por su parte, Ethan anotaba los comentarios en una libreta con lo intención de introducir cambios o no. Invariablemente el inspector traía consigo a un guardián que reemplazar a Ethan durante sus vacaciones anuales en el continente. Ethan iba de regañadientes. Cargaba su vieja mochila, la tienda de campaña, cogía algo de dinero, un libro o dos y un mapa de las provincias costeras.

A medida que se acumularon los años aprendió a apreciar los beneficios de las breves separaciones, el placer de las largas caminatas, las rutas que llevaban a ninguna parte, de los retos presentados por las colinas, los valles y el clima áspero. En una ocasión tomó un ferry a la isla de Prince Edward y recorrió su circunferencia, especialmente interesado en sus faros. Mantuvo buenas conversaciones con los otros guardianes. New Brunswick también albergaba varios faros y estos ayudaron a completar el mapa mental de Ethan, el archipiélago de centinelas vigilando el fin de la tierra. Muchos de los guardianes eran tan parcos en palabras como él. Cuando volvía a su isla siempre estaba contento de estar en casa. Sus reemplazos siempre estaban ansiosos por irse.

Cada mes o dos, si la calzada estaba expuesta y parecía segura caminaba rápidamente hasta Brendan’s Harbour. Podría ir en el dinghy, claro está, pero algo instintivo en él le hacía despreciarlo; su sentido común reforzaba el sentimiento porque el motor tenía el mal hábito de fallar tras una milla o dos, y sabía que podría jugarse la vida si las corrientes impredecibles le arrastraban a mar abierto.

Seis o siete horas marcaban la diferencia entre las mareas altas y bajas, lo que le daba tiempo limitado para hacer sus tareas en el pueblo. El margen podía ser ampliado si no le importaba vadear la calzada con el agua hasta las rodillas. Más aún, tan sólo era posible entre la llegada de la primavera y el otoño tardío, en días de calma relativa. Hacía tiempo había guardado una bicicleta bajo un toldo de lona en el lado continental del estrecho, pero se oxidó rápidamente. Compró otra y fue robada. No quiso gastar más dinero y decidió andar desde entonces, pues sabía que era mejor para su salud, pues un hombre en una isla tan pequeña solo puede caminar en círculos.

A diferencia de muchas comunidades costales, el pueblo parecía no dejar de crecer nunca. Ya vivían más de mil personas ahí. Y, aunque la población de pescadores había menguado debido a los calderos pobres y la economía, a la mala salud y la jubilación, con pocos hombres jóvenes dispuestos a tomar el relevo, otros se habían mudado. La gente mayor de las ciudades buscaba el ambiente rústico y romántico del mar, visto como postales a través de la ventana, y playas por las que pasear. Los extranjeros compraban parcelas y construían casa de campo de lujo al estilo europeo al sur del pueblo. Había artistas viviendo en casetas de pescadores reformadas junto al muelle. Algunas tiendas pequeñas abrían sus puertas con optimismo y cerraban con resignación, y restaurantes de temporada para atraer el goteo de turistas, decorados con aparejos falsos y marisco precocinado. También había gente que abandonó el pueblo años atrás, para estudiar o trabajar en otra parte, que ahora regresaban. Y estaban los perdidos habituales, que visitaban a diario los dos bares que abrían todo el año.

Pocos miembros de la generación más joven se casaron, y los que sí lo hicieron no tenían hijos, más preocupados por su estilo de vida. Había una escuela primaria, sin embargo, los que lograban graduarse marchaban a estudiar secundaria en Glance Bay, un pueblo de veinte mil habitantes, hacia el norte. Brandan’s Harbor tenía también un banco, una oficina de correo postal, una estación de policía y dos alguaciles. El nuevo hospital regional era pequeño pero competente, manejado principalmente por gente de fuera del pueblo. Algunas enfermeras eran locales, pero los médicos venían de otra parte, quedándose uno o dos años hasta encontrar un destino mejor. Había tres iglesias, como siempre las había habido, pero las congregaciones menguaban.

A medida que pasaban los años Ethan reconocía menos caras y menos residentes parecían reconocerle a él. Nunca había buscado reconocimiento por lo que estaba en paz con la nueva situación, simplemente encontrando interesante la forma en la que tantas personas caminaban junto a él, o a través de él, como si fuera invisible. Esto le agradaba, pues reforzaba la idea de que su isla y el faro eran constantes, sólidos y solitarios en un mundo inestable.

Se esforzaba en las salidas esporádicas, que nunca terminaron de convertirse en rutina. Siempre se vestía bien para esas ocasiones, limpiaba sus calcetines y leotardos en el lavadero de la cocina, colgándolos en la cuerda de tender que ataba a los ganchos de la cocina. Después de un baño con esponja y jabón se ponía los pantalones verdes de trabajo y una camisa de franela, escondidos los agujeros por una chaqueta de lona y rematado por su gorro de pescador. En los pies llevaba las viejas botas de montaña, ya que las botas de goma eran demasiado incómodas para caminar largas distancias. A veces se afeitaba la barba y le daba un corte a su pelo desgreñado, dando tijeretazos ciegamente en torno a la cabeza por las partes que no podía ver en el espejo.

Cuando entraba en el pueblo, acostumbraba a recoger el correo, depositar sus nóminas en el banco, visitar la librería y caminar de vuelta a casa tan rápido como sus pies le llevaran, con la espalda cargada de nuevos libros para leer. La única fuente de ansiedad real en su vida era pensar que algún día la marea llegaría antes que él, dejándole varado en el continente, incapaz de llegar al faro. Sabía que si llegaba lo peor tendría que ver subir y bajar dos mareas diurnas, lo que le mantendrían fuera de la isla durante doce o catorce horas. Pero esto solo era posible bajo las mejores condiciones, en los días largos de verano cuando el tiempo estaba en calma y el istmo expuesto.

En ocasiones no abandonaba la isla durante meses, especialmente en invierno. Pero no le importaba, pues las consecuencias de un naufragio o de que alguien se ahogara eran mucho mayores que las multas por no devolver los libros a la librería. Además, a veces, la anciana librera condonaba sus multas en función de su humor, que era tan cambiante como el del mar.

“Intente hacerlo mejor la próxima vez, señor McQuarry”, le regañaba con ojos impacientes.

“Lo haré, señora Riley”, murmuraba con timidez, aceptando la autoridad de la anciana, su derecho a la reprimenda, que se tornaba en benevolencia al cambiar la marea, pues él era, al fin y al cabo, el guardián del faro.

“Señor McQuarry, señor McQuarry”, aleteaba ella hacia él en su siguiente visita, con un libro entre las manos. “¡Una nueva adquisición! ¡Construir tu propio barco de madera! Lo he catalogado y guardado para usted”.

“Muchas gracias, señora Riley, es muy amable por su parte”.

Así es la gente, pensaba. Patrones en el habla, en sus gestos y disposición. Heridas y temperamentos. Frágiles rompeolas que protegen el puerto del alma.

Y también yo, se recordaba, estoy moldeado por lo que nos hace la vida.

A pesar de que Ethan era reconocido por muchos en el pueblo como el guardián, nadie le conocía. Era una suerte de símbolo, un monumento andante, porque la gente entendía su papel, los terribles caprichos del mar y que él era el tipo de hombre que salva vidas. En los primeros años se esforzó por hablar con la gente es sus visitas al pueblo, pero pronto comprendió que no sabía, así que dejó de hacerlo.

En esos días, también, miraba a las mujeres jóvenes que paseaban por la calle, las anhelaba, y cambiaba la dirección de sus ojos. Creía ser de buen ver en un sentido general, con una cara agradable que atraía miradas, un porte robusto, equilibrado y musculoso. Pero también sabía que nadie deseaba vivir con él en la isla, ni siquiera bajo el lazo del matrimonio, que el amor se secaría sobre las rocas para dejarle desolado. Además, su pasión era el faro, el faro era su vida. Muchas de las mujeres engordaron con el paso de los años, el pelo se tornó gris y, aunque aún saludaban con la cabeza, no le dirigían la palabra y él tampoco.

Te hubiera amado siempre, siempre, pensaba al pasarlas con un toque a la gorra, aunque nos hubiéramos destrozado los corazones.

La cartera guardaba una caja especial para él tras su mostrador, pues en ocasiones recibía más correo del que podía albergar su buzón.

“¡Más libros y revistas que nunca!”, decía con tono de burla. “¿Cómo encuentra el tiempo para leerlo todo?”

Ya sabe cómo lo hago: estoy solo. Y contento de estarlo.

Asentía y murmuraba una respuesta sin sentido.

Los comentarios de la cartera, su postura y contacto visual eran casi siempre tímidos, en ocasiones coquetos, aunque nunca serios —tan solo expediciones de pesca por su parte, como si quisiera probar las aguas—. Su falta de respuesta constante no la había disuadido y con el paso del tiempo, él llegó a la conclusión de que no era más que su forma de ser mujer. Le parecía, sin embargo, que a pesar de sus llamadas de atención y cosméticos suntuosos, su esencia no terminaba de ser femenina. Y él no se atrevía a responder a la pura atracción física, sabiendo que el mundo estaba lleno de dolor porque tanta gente usaba a otra para obtener placer o alivio de la soledad, para solo encontrar más soledad que antes.

No, eso no es para mí.

Briggs, el gerente de la tienda, le vendió cuerda y un par de botas irlandeses resistentes al agua, así como varias herramientas para trabajo marino. Lo envolvió todo en papel marrón atado con cordel a la vez que le ofrecía cotilleos costeros que nunca suscitaban el interés del guardián, menos aún confesiones. Era un hombre canoso y fuerte que tenía el hábito inconsciente de hacer chocar sus tirantes contra su estómago rotundo. A lo largo de los años, Ethan había reconocido un patrón: el choque de los tirantes era dedicado a los clientes que se abstenían de ser arrastrados a las sesiones de cotilleo de Briggs. No había choque cuando las cabezas se juntaban sobre el mostrador para murmurar. Aunque Ethan era invariablemente el destinatario de tirantes chasqueantes, observó la idiosincrasia de Biggs con indulgencia, sabiendo que él tenía su propia idiosincrasia. Lo que le molestaba de aquel hombre era su frialdad, ojos analíticos en una máscara de sardónica diversión sobre las locuras de la raza humana. Ethan no se fiaba de un rostro así.

No le contaría nada de mí, señor, porque se tergiversaría en cuanto usted lo transmitiera a otros oídos.

Por el contrario, en la ciudad había rostros transparentes y sin artificio, como los de los ancianos que se sentaban continuamente en los bancos del muelle del puerto, con sus ojos curtidos y honestos entornando los ojos hacia el horizonte, deteniéndose a mirar a Ethan y preguntándose quién era, aunque en otro tiempo habían sabido quién era, a medida que sus mentes perdían recuerdos como la colada que corre por una cubierta y sale por los imbornales.

Ahí estoy yo, dentro de unos años, se recordaba a sí mismo. Luego el saludo tácito: Descansad, hombres firmes.

Estos eran hombres que una vez habían sido niños, y ahora había llegado una nueva generación, niños que algún día se convertirían en hombres, pasando junto a él en bicicletas chirriantes y oxidadas por la sal, gritándole contra el viento: “¡Eh! capitán”.

Él devolvía el saludo y pensaba: Corred bien, chicos, pero buscad los horizontes lejanos, ya sean terrestres o marítimos.

Luego, la gente del banco, que le recibía con calidez profesional porque era ahorrador y responsable, un cliente antiguo, muy educado. Y los dependientes que nunca dejaban de saludarle con alegría, saludos que él devolvía con una o dos palabras agradables. También el gerente, que en ocasiones se acercaba a la caja y metía en el saco de Ethan, sin cargo alguno, un paquete de galletas caducadas, normalmente sus favoritas, con forma de hojas de arce, o un litro de leche, que costaba una suma inasumible en la isla de Cape Breton.

Lo más importante eran los últimos pescadores que encontraba en el muelle o en la ferretería. Siempre inclinaban la gorra e intercambiaban con él murmullos sobre el tiempo. Él rechazaba sus ofertas de un cigarrillo o un sorbo de sus frascos, pero estaba dispuesto a pasar un rato con ellos, porque admiraba sus vidas y sentía pena por el declive de la pesca. La mayoría de las veces escuchaba sus observaciones y pensamientos filosóficos, asentía con la cabeza hasta que tenía que irse por las mareas, una partida brusca que ellos comprendían.

Y en ninguna reunión faltaba el ritual de despedida:

“Bueno, tened cuidado ahí fuera en las profundidades”, decía, sus ojos grises y azules como aguas insondables.

“Mantén la luz encendida, chico”, le respondían.

Empezaron cuando era un niño y ahora que era mayor, no le importaba que aún le llamaran chico, hijo o, en ocasiones, grumete.

Así, su vida había adquirido lentamente su forma permanente.

EL BARCO

Llegó el día en el que el mar dejó caer un gran regalo en su orilla. Era un barco salvavidas a medio naufragar que encontró atrapado entre las rocas tras un huracán. Debió caer por la borda de un barco más grande, no abandonado por supervivientes de un naufragio, ya que no había señales de que hubiera sido utilizado; no había remos ni motor en la popa. Medía siete metros con una manga de unos tres, abierto y construido con pesadas planchas de madera. La mayoría de las tracas estaban apuntaladas. La quilla y la proa abolladas, pero sin daños importantes.

Mientras Ethan estudiaba el barco con las manos en las caderas, los ojos sobriamente analizando los detalles, pensó que quizás estaba más allá de la salvación. Pero había sido hermoso en un tiempo, observó, diseñado con gracia, perfectamente adaptado a los humores del mar, ya estuviera sereno o enfadado. Había sido herido, y no quería rechazar nada que hubiera sido dañado.

Lo liberó con mucho esfuerzo, partió las rocas con una barra de metal y luego, lentamente, lo arrastró a la orilla con poleas y aparejas, unos metros cada vez.