El florecer de los cafetales - Almma Balcázar - E-Book

El florecer de los cafetales E-Book

Almma Balcázar

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Esta original novela sigue la historia de Kara, una joven que vive en el pueblo de Nomos, quien se ve enfrentada a preguntas sobre la idiosincrasia en relación a sus sentimientos, emociones y relaciones. La temática aborda temas filosóficos con el enfoque de uno en particular, desde una mirada estoica, ampliamente analizado y conocido universalmente: ¿Qué es el amor? Cuestionamiento que data desde que el ser humano es humano. Y encontrar la respuesta personal es la invitación de estas páginas. Tal como opina su autora: "Los modernos buscadores actuales no te ayudarán a encontrar tu verdad, no servirán las viejas historias y menos las frases de uso cotidiano. Deja descansar a tu terapeuta que este texto escapa de las terapias y la autoayuda. Esto es entre este libro y tú. Bienvenido maestre, es hora de jugar". Una novela audaz que a nadie dejará indiferente.

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EL FLORECER DE LOS CAFETALES

Almma Balcázar

PRIMERA EDICIÓN Junio 2023

Editado por Aguja LiterariaNoruega 6655, dpto 132 Las Condes - Santiago - Chile Fono fijo: +56 227896753 E-Mail: [email protected] Sitio web: www.agujaliteraria.com Facebook: Aguja Literaria Instagram: @agujaliteraria

ISBN: 9789564090788

DERECHOS RESERVADOSNº inscripción: 2023-A-6734Almma BalcázarEl florecer de los cafetales

Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático

Los contenidos de los textos editados por Aguja Literaria son de la exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan el pensamiento de la Agencia 

TAPAS Imagen de portada: Sandro TsitskhvaiaDiseño: Sandro Tsitskhvaia y Jimena Cortés

ÍNDICE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 1

¿Qué es el amor? Fue lo último que se escuchó al instante de explotar la tragedia que arremetió a Nomos, un pueblo que se creía eterno. El silencio solemne colmó los rincones de un sótano en ruinas, franco enmarque de la desolación, en el que se colaron nobles manchas de luz que, asomadas incautas con su pereza matutina, dejaron ver una baya de café, apenas enrojecida, rodar por entre los escombros, como canica que inicia un juego, que impacta por los bloques caídos entremezclados del caos que altera la inactividad pulcra con resonancia y avanza enérgica en oda a la gravedad e inercia de las circunstancias.

Su fuerza amaina y preludia el pronto cese de su hasta ahora protagónico papel. No en vano es su travesía aquel insidioso sonido que sacude intruso la confusión de quien estuviese en el centro de la tragedia, Kara Golber, como prenda del sacrificio dejada en medio del caos. 

Ella se ilumina por el sol, el cual escurre con mayor fuerza por entre los espacios de estructura en derrumbe. La baya de café reposa sobre el suelo a centímetros de su mano derecha. Kara vive este sonoro momento encerrada en su mente como en una habitación una mosca y su zumbido. Una brisa húmeda baja en espiral hasta tocar su rostro ovalado, que luce facciones delineadas como dibujadas a cincel, fríos labios de trazo grueso, delicada apariencia, joven y de tierno aspecto, pero lejos de gozar de esa personalidad.

Existe una serie de sensaciones horribles y desagradables, como estar a momentos de morir, el desenfreno de la ira o el despertar sin la certeza de que el cuerpo se encuentre completo. Kara en ese anestésico estado intenta, de manera infructuosa, abrir sus párpados para confirmar su condición corporal, pero estos, por efecto de la luz, se mantienen sellados. Enumerar cada parte de sí con leves movimientos es una manera de catear su figura. Parte por sus finos pies y, al moverlos, se asegura de que sus dedos estén en ellos. Continúa subiendo por su tronco delgado que se apoya en una cama improvisada de libros. Su mano derecha no responde al moverla. “¿Dónde estará?”, se pregunta, sin la fuerza suficiente para el control de sus parpados. Los huesos de su clavícula se contrastan entre la luz y las sombras. Su cabeza cede al movimiento al ganar la lucha ante una situación adversa, y, como un esperado milagro, deja relucir el color violeta de sus iris, que se enmarcan en una generosa forma de almendra. El cateo de su cuerpo termina cuando ensombrece su rostro con la mano diestra que tarde responde, confirmándose así completa. Nota que su largo cabello ondulado color alba se encuentra enredado entre benevolentes páginas de novelas azucaradas y otras, tortuosas, fragantes de razón. Observa el pecho de su padre que yace en esa cama y que el ropaje de libros no cubre por completo. 

Kara destraba su percudida cabellera que debe ser blanca como su piel, pero que la humedad del suelo, el aliento del aire espeso y el constante desplome que alborota el polvo no le dan tregua y se pegan a ella como los momentos indeseables lo hacen en la mente.

  Kara recuerda un dialogo días antes de la tragedia.

—¿Sabes, Kara, lo que me he preguntado esta mañana? —dice su padre en una confortable escena al calor de la cocina junto al aroma de pan recién horneado, abriendo y cerrando cajones en busca de un cuchillo para cortar el pan. 

—Aún no tengo la capacidad de leer tu mente, padre.

Él sonríe y continúa revolviendo los espacios del mueble con minuciosa actitud. Kara deja caer un libro sobre la mesa y su padre se contrae en susto al compás del ruido que se produce. Está de espaldas a ella. Se acomoda en una silla y lo observa; sus suspensores negros arrugan su camisa blanca

—¿Qué es el amor? —dice su padre para terminar con el suspenso, y el bigote se refleja con su sombra en la muralla, al ritmo de sus palabras. 

—Esa pregunta es fácil: tú, el mundo y yo sabemos qué es —le responde ella, que raspa con insistencia un pote de mermelada de amapola.  

—Eso me temo y, con ese conocimiento, podemos describir cómo ama este tenedor —dice, luciéndolo sin voltear.

Regresa su atención al cajón de los cubiertos con ánimo vencido por el estatus que se le da al amor y, bajo este sentir, toma el pan con ambas manos y parte dos trozos irregulares. 

—No quedaron derechos ni equitativos —le dice su padre, y le da un pedazo, al soplar y abanicar sus dedos con levedad para enfriarlos.

—¿Lo quieres para comer o besar? —pregunta ella, irónica. Él ríe divertido.

La cafetera suena con alboroto y echa vapor; las tazas esperan sobre la mesa, Kara sabe que la conversación recién comienza. Espera impaciente las palabras de aquel guía de vida que no hace más que explotar sus capacidades lógicas, exaltar la reflexión y la razón. Con sus dedos rebotando en la mesa, Kara se apresura en preguntar.

—Entonces, ¿qué es eso del amor?

—No caeré en el error original que nos aqueja y del cual somos parte. Dar a conocer el supuesto significado del amor nos lleva a construir vidas bajo sus conceptos y estos dirigen nuestra experiencia en el amor y un día descubres y comprendes que has sido engañado —se toma una pausa—, y te has alejado de la oportunidad de amar.

—Para mí, el tema sentimental es como azúcar para mi café, innecesario, y lo sabes, así que, por qué no te ahorras el discurso conmigo y me lo dices de una vez.

—Conozco tu obstinación y el grado que puede alcanzar; también sé que no descansaras hasta dar con la verdad de lo que hoy te planteo.

—Un nuevo juego —dice Kara—. Buscar esa respuesta será iniciar una travesía a ciegas, necesitaré una pista.

—Aléjate de las características y atributos propios de una cosa —le dice su padre. 

—¿Cómo diferenciaré la copia barata del original sin una referencia?

—No necesitas referencias, cree y presta atención.

—Esto escapa a nuestros acostumbrados temas de discusión, que son críticos y que están bajo bases comprobables. Ahora me pides que me sumerja en un asunto fantástico del cual yo soy la principal escéptica —toma un sorbo de café —Si lograse llegar a una respuesta concreta, ¿de que servirá si la creencia común tiene mayor peso?

—Esta sociedad es un niño hambriento de lo tangible, pero cuando llegues a la respuesta entenderás que no va a haber forma de saciar a otros, más que tu propia hambre.

Kara, de vuelta a su presente, se incorpora luego de un largo tiempo en la misma posición. Comprende el escenario y dimensiona la realidad destructiva que deja aquel bombardeo. Para cualquier testigo sería un desgarro de cordura y el abrazo de la tristeza, pero ella solo escudriña con detenida paciencia. Lo que fuese su biblioteca y refugio, hoy se encuentra despojada de la utilidad propia de las cosas. Levanta su vista y se encandila.

Escucha la voz de su padre como venida desde lo alto, pero en verdad nace desde lo más profundo de sí. Busca en el recuerdo de la maraña confusa en la que se encuentra y regresa hasta momentos antes del desayuno.

—¡Hija, llegó el café!

Ella sale junto a su padre al antejardín. Camioncillos llegan al pueblo cargando bayas de café que reparten según pedido. Varios lugareños, como su padre, prefieren procesar los granos de forma manual, así conservan la tradición y no olvidan lo que fueron. Antes del cambio de clima y los tiempos sociales esas tierras eran grandes cultivos de cafetales; ahora reciben granos maduros traídos desde lejos.

Kara viste por completo de pálido limón, con una falda plisada que roza sus rodillas. Resaltan sus ojos reflejando al cítrico. Al notar el padre que el encargado no puede con el peso del saco por claros signos de vértebras enfermas, se apresura en su ayuda, monta la carga sobre su hombro y se despide. 

Una baya de cafeto va a dar al suelo y queda girando en el baldosín lustrado. Kara lo detiene con su pie descalzo. 

—Siempre hay un fruto que cae del saco —dice el repartidor con voz quejumbrosa al despedirse con una leve inclinación de su cabeza. Kara recoge la baya con los dedos de sus pies, lo coloca en su mano sin curvar su espalda, como bailarina en un écarté devant.

“Pronto morirá”, se dice Kara, al ver al repartidor alejarse en ese camión, al tiempo que se cuestiona si es ventajoso caer del saco. Avanza con esa baya volteando y girando su palma como en el juego de la payaya: así regresa al interior de la casa. Con cada ir y venir de su mano nombra a tres personas que ella considera desobedientes y que decantaron su razón a un objetivo de gran alcance: Ena, su madre, Artis, su padre y Zoe Génesis. Al terminar, vuelve a empezar. Esta última fue una científica genetista que grabó su apellido en un nuevo tiempo. 

Kara se dirige a la biblioteca. El sótano se convierte en un refugio de innumerables libros que cubren las paredes. La luz puntual ingresa por ventanillas que se encuentran en el borde superior. Kara busca un libro llamado Revelaciones genesianas. La baya de café ocupa el espacio vacío al tomar el texto. 

Repasa las páginas al acomodarse en un sitial tapizado de un tiempo antiguo, único mobiliario del sótano. Se pregunta irónica “Si tuviese que elegir lo imperfecto en mí, ¿qué sería?” La naturaleza argumentaba con seguridad estas preguntas antes del año 1983, después las respuestas fueron de la ciencia. Kara lee el icónico e inmortal discurso de Zoe Génesis. 

 “Es conveniente y necesario apresurar el curso normal de la evolución, proceso complejo que toma tiempo y nosotros, estructuras biológicas inacabadas, no gozamos de tanto, por esto he decidido apresurar su desarrollo y modificarlo para alcanzar la deseada perfección que procure sólidos cimientos. Es masoquista e inconsecuente tener las herramientas y no utilizarlas para algo noble como evitar ser víctimas genéticas de la deficiencia; imaginen gozar de un bienestar físico permanente y eliminar lo grosero, sádico y morboso de un diseño imperfecto. Sé que la mayoría piensa igual que yo, pero no todos poseen la valentía de la cual yo gozo, así que, con este deseo de ayudar a las próximas generaciones a evitar sufrimientos innecesarios, decidí tomar esta labor responsable entre mis manos, sujetando fuerte las riendas de la perfección. Para ello, he quitado lo defectuoso y he dejado la base de un camino ventajoso. Basta del empedrado recorrido de fe, buenos deseos y obediencia innecesaria a un sistema que pronto caerá. Debemos dejar de imaginar sin actuar: así no se construye el futuro. Estamos frente a un principio de finales, como la religión y la enfermedad, así también ante prometedores nuevos tiempos, como la perfección máxima. Sé que hoy no existirán gracias, sino lapidarios reproches y encadenantes consecuencias para mí, no obstante, nacerán esas generaciones bautizadas bajo mi apellido; cada uno será un gracias a mi intervención”.

Las emisoras transmitieron esta conferencia de ciencia que se celebra una vez al año y que se escuchó en cada rincón. Al finalizar el discurso de Zoe Génesis, el sonido de un disparo confirmó la muerte de la mesías. Dejó un escalofrío inquietante de temor y desconcierto.

Kara es parte de las nuevas generaciones, una llamada “génesis”. La genetista logró la perfecta individualidad, pero no advirtió que en conjunto sería la más imperfecta sociedad, y nada que lleve a un sistema totalitario y esclavista está libre de maldición, ni siquiera lo que parece una ventajosa selección genética. Después de Zoe Génesis, el mundo se dividió en dos; los que nacieron bajo la recurrencia genética perfecta y los que no, quienes fueron nombrados “elenos”, en honor al último religioso que dio una ardua batalla por defender lo que creía salvación. La religión llegó a su fin y la ciencia ganó protagonismo con la libertad de experimentar.

Los escritos encontrados de Génesis sirvieron de leña para avivar la llama de historias que se narraron quijotescas de sus hazañas científicas, hermoseadas en románticas descripciones, cuales flores de loto que nacieran en el pantano de la insurgencia.

Una icónica pintura retrata a Zoe Génesis con unas tijeras y una hebra de ácido desoxirribonucleico (ADN). La humanidad posee grandes secretos. Uno de ellos es el que acarreó a su tumba esta genetista, lo que impide la recreación de su proeza y solo resta esperar el nacimiento de humanos modificados genéticamente y mantenerlos bajo resguardo.

Kara vuelve a esa mañana donde raspa el pote de mermelada. Su padre se sienta junto a ella. Luego de servir el café, rescata una pizca sobrante de amapola y la esparce en su pan.

—¿Por qué vuelves a las bases? —pregunta su padre, quien señala el libro con sus cejas.

—Venía del sótano. Buscaba una repuesta, porque también tuve una pregunta esta mañana.

Kara se lleva a la boca un trozo de pan que le impide hablar.

—Espero no sea fácil como la mía —dice el padre, irónico y la observa masticar—. ¿Sabes lo curioso de esa científica?

Kara se expresa con una abertura mayor de sus ojos al desconocer la respuesta.

—Decía que tenía sueños maravillosos y seductores. Nombró a su experimento como “el fruto”.

—¿Eso nos convierte en el pecado? —pregunta Kara al dar un sorbo al café.

—Solo quien lo use para deseos propios o bienestar de unos pocos. La genetista nos liberó de grandes males, pero otros aprovecharon esta oportunidad para hacernos prisioneros. Somos oasis individuales caminando en un desierto. No paro de pensar que gozamos de un cerebro maravilloso, el cual se veta de un pensar crítico, bajos cientos de obstáculos y estímulos innecesarios. En conjunto, somos fácilmente orientados en nuestro pensar y actuar, pero si repasamos las historias de los pueblos, solo una persona al mando ha cambiado y marcado tiempos; en las manos de uno está el bienestar o la desgracia de muchos —dice su padre.

—No me mires —dijo Kara—, que si de mí dependiera yo apagaría este mundo. Traería la desgracia.

—Lo sé. Por eso te he dejado el nuevo desafío y te pediré además, valiéndome del recorrido juntos y esperando que evites las trampas, que me prometas que evitarás ser el interruptor que termine de dejar a este mundo en la oscuridad —sitúa un tenedor frente a Kara— hasta que descubras en ti lo que no podría sentir este tenedor —declara su padre.

—Los tenedores no sienten —responde Kara.

—Creo que ya sabes por donde comenzar.

Después de un amplio silencio, el padre de Kara refleja un semblante acongojado, ni siquiera el café lo estimula para sacudir ese grado emocional acabado que representa.

—¿Qué ocurre, padre? —él, con la taza de café entre sus manos, se levanta a dar pasos por la cocina. Su atención se vuelca al exterior. Desde la ventana la claridad de la mañana ilumina y hace relucir la piel de su rostro humedecido de vapor, así como también el cristal.

—Ayer aquel joven de enfrente recibió “el llamado”.

—Es lo que sucede, de qué te sorprendes. Somos una cuna casadera. Los jóvenes debemos cargar con el lastre de ser esposos solicitados por catálogo desde las ciudades —Kara dibuja en el cristal empañado la figura de hombre colgado de un dogal—. Un día recibes un llamado y eres apto para cumplir las exigencias del solicitante y debes partir para siempre.

—Sabes que un día vendrán por ti —sentencia su padre.

En su presente, Kara escucha un pitido, el remanente de este zumbido desaparece lento y ella pierde el equilibrio, nuevamente al silencio y la oscuridad. Desde el piso respira polvo y lo expulsa con una tos débil. Con sus labios secos y agrietados modula palabras apenas sin voz.

—Escuché un secreto, padre, de la milicia. Ellos vendrán por mí.

—Desde el día de tu nacimiento ellos han sostenido un especial interés en ti, y que va más allá de los constantes problemas de los cuales te involucras. Es hora de poner en práctica tus conocimientos.

—El pueblo está en ruinas.

—¿Destruiste el pueblo, Kara?

—Esta vez no fue mi autoría, pero es por mí. Los altos mandos no me dejaran vivir por mucho más.

—Entonces, viste una mesa que luzca elegante y espéralos con un buen vino —dice su padre, irónico.

—Será difícil encontrar el sacacorchos —le contesta Kara al conservar la ironía, con una voz laboriosa al levantarse.

Ella contempla el cielo por entre los espacios caídos. “Debe ser viernes. Es el día en que el sol y las nubes se disputan su lugar”, se dice. A ratos se ve sombrear el sol. Con pasos frágiles, Kara camina hasta la elevada ventanilla con vista al patio trasero; hiere su dedo con un cristal roto al encaramarse. A través del vidrio donde escurre su sangre aparece la imagen de su madre que distingue como fragmentos difuminados que la brisa de ese jueves se lleva. “Es jueves, sin duda”, rectifica, porque ese día sopla el viento y es el que disipa el humo causante de las sombras. 

Es difícil quitarse a su madre de la cabeza, revive así una conversación de la cual fue testigo al encontrarse oculta tras la pared de la sala.

—Ambos sabemos que estamos juntos por condena de un matrimonio arreglado —dice Ena, la madre de Kara—. Hemos pasado situaciones en su mayoría desafortunadas con la llegada de Kara. Ha sido difícil, Esto no es una queja, sino un grito desesperado—. La esposa se refugia en el pecho de su esposo —pero ¿quién me escucharía?—. Lo interroga entre sollozos.

—Yo lo hago, te escucho cuando lo necesitas —dice él, con tono resignado.

Ella se aleja con paso triste al sillón y reposa en él sus fuerzas. Su esposo continúa con las páginas del diario que había pausado.

—De qué sirve —continúa ella—, si ni tú ni yo podemos hacer más que eso: yo chillar y tú fingir que te importa.

—Cumplo bien mi papel —sonríe, disipando de cierto modo la carga emocional que inunda a su esposa.

—El problema es este juego en el cual no queremos participar —levanta la vista—. Ambos sabemos que Kara no cumple con lo requerido para salir de este pueblo y sabes bien lo que harán con ella —da lloriqueos nerviosos—. Por más que quisimos hacer bien nuestro trabajo como con los otros, ella piensa que se debe hacer lo diferente, ella piensa.

—La mayoría lo hacemos, Ena, solo que Kara…

—Kara no ha derramado lágrima alguna en su vida, ni el más mínimo esbozo de un acto de afecto, ¿cómo esperas que cumpla el objetivo? —pregunta su madre.

—No espero que lo cumpla, deseo que viva el propio —responde él.

—Eso significa destrucción —dice su madre.

—No, nos apresuremos, yo tengo esperanzas.

Kara, de regreso en el presente, mira su dedo del que escurre sangre, la cual se seca antes de caer. Con la tela de su blusa que rasgó cubre su herida. Una repisa se termina de inclinar y provoca un ruido sordo, Kara voltea con rapidez y ve un libro deslizarse por esa tabla. Con sus pies descalzos sortea el camino, lo alcanza y el suelo contiene su caída al quedar en cuclillas. En sus rodillas se incrustan trozos del alma de la casa. Aquel texto parece latir con ese vivo rojo de su portada, junto a esas palabras que palpitan refugio. Con ese libro abierto, Kara cubre a su padre en el vacío que queda en su corazón. En ocasiones no se requiere diálogo para que exista comunicación; en varias otras ni siquiera es necesario estar para estar. 

“Lleva el libro contigo, es hora de partir”, le parece a Kara escuchar a su padre, pero él lo necesita más que ella, se dice, y en reflejo a un susurro Kara se acerca a él, y este le dice que el amor no se puede falsear como ella lo hace con el frio y al descubrir la pureza de su forma entenderá lo que no puede un tenedor. 

Una nueva explosión la obliga a preparar una maleta. En ella guarda lo poco y necesario que encuentra. Decidida, con el bosquejo de un propósito, se aleja de Nomos, su pueblo que la cobijó y vio crecer. Hoy la despide entre llantos apagados de miedo y lo inhumano que deja la miseria de la maldad. 

En un correr presuroso, talla sus huellas en la tierra enrojecida. Disparos enmudecen los gritos de dolor. Con el paso de las horas y la distancia su avance se vuelve un desafío, no solo para sus fuerzas, sino que, además, para aquella jungla de espeso matorral de pensamientos que ella desgarra con un sable de decisión, llevándose a diferentes escenarios mentales de motivación.

La iluminación aparece tímida como amanecer de lluviosos lunes. Varios recuerdos se escurren por los laberintos de su mente. Retrocede hasta verse a sí misma con la infancia en su rostro.

—¿Kara, que es la soledad? —cuestiona su padre.

Ella avanza con el recuerdo de proa como si estuviese en dos dimensiones al mismo tiempo.

—La soledad es aprender sobre nuestra independencia —responde Kara.

—La verdadera soledad es donde te lleva el concepto de amor actual diluido en la dependencia y el consumo —dice su padre.

Kara se detiene de improviso a causa de su pie hundido en el lodo. Un sembradío de trigo se muestra frente a ella.

Al paso, entre kilómetros de trigales, arranca su ropa maltrecha. En su espalda desnuda y herida se dibujan cúmulos de nubes de los viernes que dan la impresión de blancas medusas que se desplazan lineales como el lenguaje. El sol logra que el rocío matutino brille en reflejo. El cúmulo en sus hojas le sirve a Kara para bañar su cuerpo y cabello. El calor termina de secar el sembradío y también a ella. Halos de humedad suben desde el trigo. Se mimetiza con el paisaje al cubrirse de una blusa. El pantalón da un toque de suave calidez rosa pastel como su abrigo y el maquillaje con el que ha delineado sus ojos apenas en resalte. 

Con la libertad de estar fuera de la fortificada cuna casadera y la ciudad, enciende fuego a su ropa desecha, la cual lanza como pelota hasta el centro de los trigales. Su travesía continúa con las llamaradas quemando sus huellas.

Al pisar el pavimento de un amplio camino, un trozo de madera señala la calle Las Pozas, y confirma un punto y aparte hacia un sinnúmero de posibilidades. A un costado, una solitaria construcción se presenta como oasis y confirma la existencia de una librería humilde y de segunda mano; su gastada entrada da cuenta del paso de los años, así como el eleno vendedor encargado del lugar, que le da una bienvenida al erguirse con la dificultad de músculos débiles, huesos gastados y articulaciones apenas húmedas. Una campanilla sobre la puerta queda suspendida en un resonar alborotado. La amabilidad de aquel hombre no sorprende a Kara, pero él si se sorprende al verla. Sobre sus lentes la examina con detenida curiosidad. Él luce un rostro relajado con una leve sonrisa que expresan sus comisuras y se muestran delineadas. Se siente en paz con su cano cabello, ese que atormenta sus días, cual reflejo de la impiedad del tiempo. “Tendré que buscar otra excusa para mortificar mis mañanas”, se dice, con la mirada fija en el pelo de Kara.

—¿La puedo ayudar, señorita?

Coloca un libro frente a él y le pregunta su precio. 

Él juzga una personalidad tosca y fría. Ella espera una respuesta; él queda sin voz. No es su tono o la desazón de su actitud lo que lo enmudece, sino más bien el asombro de presenciar con cercanía la belleza.

—El silencio vale demasiado —le dice Kara al sumergirse entre esos libros que le dan respuestas a sus preguntas y que recorre con su mirada de arriba abajo, como buscando el perfecto.

—Lamento no responder, solo me distraje —le dice él.

—Lo sé, la mayoría vive así.

Kara continúa en una búsqueda.

 El vendedor recuerda un libro que había recibido hacía algunos años, el cual se encuentra dedicado a la niña de blancos cabellos. Con una mirada intrusa recorre las estanterías, pero no ve ni un carajo; acomoda sus lentes, pero los cristales están pegoteados de almíbar luego de su desayuno. Debía ir por el libro.

La escalerilla que sube el vendedor de libros, hace que se escuche el crujir de sus rodillas un poco más que las tablas de los peldaños.

—¡Aquí estás otra vez! —dice al ver el libro, y lo acoge con su brazo—. No sé si es el principio o el final el que me recuerda a usted. Como sea, creo que podría interesarle, lo envolveré.

Entonces, roza las hojas con la expresión de volver a ver a un ser querido. Kara advierte páginas leídas y piensa en cuántas miradas han estado sobre esas letras. Luego, fija su vista en las iniciales del escritor.

Con dedicación, el vendedor lleva a cabo la tarea de empaquetar el libro con un papel color caramelo. “No he tenido clientes en un largo período, así que el tiempo me sobra”, piensa, al atarle un lazo rojo.

 —Tenga —le dice a Kara, que le da como pago uno de sus prendedores de plata. 

Él agradece. 

—He conocido personas ennegrecidas de odio, que explotan de ira o se ulceran por la tristeza, pero nunca había estado con nadie que no expresara su sentir.

—Está dentro de las posibilidades conocer lo diferente —responde ella.

—Está lejos de casa, una génesis nunca está lejos de las ciudades, tampoco están solas, valiente y deduzco testaruda —dice él con un rostro en negación—. Pésima mezcla, lo que me lleva a confirmar que este libro es para usted. Es especial, se lee entre dos, uno el derecho el otro su revés, por esto su título. Será la oportunidad para que continúe el legado de unión. Tal vez esta sea la última oportunidad de salir de aquí. Espero logre su objetivo, señorita. 

—Soy génesis, es obvio que sí.

Él le regala una risa auténtica al notar la ironía en sus palabras. Kara guarda el libro en su maleta e intrusea marcadores.

—Nunca vi un viernes así de sombreado de nubes, la oscuridad no me agrada —dice él, refregando sus brazos con temor—. Me gustaría que los días de sol fueran los protagonistas —se hace un silencio—. Me he dado cuenta de que no he derramado lágrima alguna por años y ahora, después de revivir lo que trajo consigo este libro, siento caer el frío recuerdo de sus sales olvidadas.

Al salir del lugar, Kara se interna en una nube de humo que cubre la atmósfera; el fuego se acerca sin piedad. A paso firme, se aleja en medio del camino y su cabello se eleva en girones por la fuerza cálida de las llamas que juegan de un lado a otro.

El tren anuncia el pronto arribo con su silbato. Kara apresura su andar hasta llegar a las recién encarriladas vías férreas que la trasladarían hasta Sudri. La conexión es cada vez mayor entre las grandes ciudades, no así en la sociedad y menos aún en razonar sobre temas intocables, como el dogma que se ha planteado con respecto al amor y el claro desenfoque fantasioso en el cual esta sociedad se ha regocijado. 

Acomodada en el tren, se llena de estímulos frente al panorama que luce tras la ventana. La rapidez de la máquina deja atrás las expresiones de asombro de los pasajeros al ver el incendio.

—Qué pérdida de libros sin leer —dice Kara, mientras recorre el vagón con su mirada. Descubre detalles externos, pero propios como sus zapatos salpicados de barro, e internos pero impropios, como en su mente un caballo desbocado que galopa rechinando sobre una delicada capa de hielo. Inmediatamente después, nacerá un nuevo pensamiento, una nueva creación, así es la mente, florece y expande o se marchita y encadena.

La visión interior se apaga y abre sus ojos para observar la temperatura, que se nota cálida. Concluye esto por la forma de vestir de los pasajeros del vagón en el que viaja.

Rememora sobre la estructurada y constante forma pedagógica que recibió, cada mínimo detalle se volvía un acto de aprendizaje. El “no” era innecesario, solo Sócrates lo era. Existen los padres que siguen la función normal, de guías, consejeros y educadores, enfrascados en designios tradicionales irrompibles bajo los que ellos crecieron. A su vez están aquellos como los padres de Kara, que se encargaron de domar lo que sin duda se convertiría en un arma y no había forma de desactivar. Su madre se resistió, pero fue ineficaz, así terminó cediendo a lo que sabía que era lo correcto, guiarla para que lograse la liberación de un sistema, pero antes debían asegurarse de que no intentara lo contrario.