El gato fantasma - Alex Howard - E-Book

El gato fantasma E-Book

Alex Howard

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Beschreibung

DOCE DÉCADAS. NUEVE VIDAS. UN GATO. Edimburgo, 1902. Hace frío en el número 7/7 de Marchmont Crescent. Eilidh, la asistenta, enciende el fuego como cada mañana. Grimalkin, el gato de la casa, se acurruca junto al calor, buscando su rincón favorito. No sabe que este será su último día. Está a punto de convertirse en un gato fantasma. Tras su muerte, se le da la oportunidad de vivir ocho vidas más en momentos clave de la historia moderna: desde los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial hasta la llegada del hombre a la Luna, pasando por el cambio de milenio. Con esa mirada de gato que parece entenderlo todo, aunque no diga ni «miau», Grimalkin se convierte en un testigo invisible de la vida humana: familias que vienen y van, secretos, risas, llantos, cambios grandes y pequeños. Esta es su historia y su particular visión del mundo. Sus observaciones y reflexiones darán un nuevo sentido a la vida y al paso del tiempo, y se entremezclarán con la historia reciente, el humor y un sentimiento felino imposible de definir, pero perfectamente reconocible y reconfortante.

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Seitenzahl: 329

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

PRÓLOGO

CAIT SITH

PRIMERA APARICIÓN. ABRIL DE 1909

SEGUNDA APARICIÓN. OCTUBRE DE 1935

TERCERA APARICIÓN. AGOSTO DE 1942

CUARTA APARICIÓN. JUNIO DE 1953

QUINTA APARICIÓN. JULIO DE 1969

SEXTA APARICIÓN. OCTUBRE DE 1997

SÉPTIMA APARICIÓN. SEPTIEMBRE DE 2008

OCTAVA APARICIÓN. SEPTIEMBRE DE 2022

EPÍLOGO. DICIEMBRE DE 2022

AGRADECIMIENTOS

Notas

Título original inglés: The Ghost Cat.

© del texto: Alex Howard, 2023.

Edición original inglesa publicada en el Reino Unido

por Black & White Publishing Limited.

Se ejercen los derechos morales del autor.

© de la traducción: Antonio Jiménez Morato, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: octubre de 2025

REF.: OBDO994

ISBN: 978-84-1098-906-1

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

Para saSHA

Un gato tiene nueve vidas. Tres las pasa jugando, tres vagabundeando y tres durmiendo.

PROVERBIO INGLÉS1

Una rara oportunidad para adquirir el 7/7 de Marchmont Crescent, un inmueble con un arrebatador encanto y lujo, completamente protegido de los vientos procedentes del oeste.

4 de julio de 1880. Los distinguidos McCreadie y Cia. tienen el orgullo de ofrecer el inmueble del 7/7 de Marchmont Crescent, muestra exquisita de la arquitectura de david brice.

Con dos dormitorios, un amplísimo salón y COMPLETAMENTE EQUIPADA CON FONTANERÍA Y SANITARIOS , la propiedad del 7/7 de Marchmont Crescent es la elección idónea para el hombre de negocios, el licenciado o los matrimonios de la aristocracia que desean disfrutar de la vida.

Cada una de sus habitaciones ha sido amueblada con especial gusto, e incluye todo un abanico de características que la hacen ideal para albergar también al servicio doméstico, ya que disfruta de DISCRETAS HABITACIONES DE SERVICIO, UNA COCINA PROFESIONAL COMPLETAMENTE EQUIPADA , lavandería con amplio espacio de almacenamiento y COMUNICADOR INTERNO CON SEIS PUNTOS DE CONEXIÓN . La propiedad ha sido cuidada de modo inusual hasta en los más mínimos detalles, lo que incluye el ornato y acabado de molduras y estuco, además de barandillas de ébano, picaportes y blasonado, así como HERRAJES DE LATÓN EN TODA LA CARPINTERÍA DE LA CASA . Se incluye suministro de agua corriente y gas.

Situada en una tercera planta, la propiedad disfruta de unas vistas excepcionales de la silla de arturo y los peñascos de salisbury, al este, y de las colinas braid hacia el sur. El salón incluye una cornisa con artesonado propia del estilo señorial escocés, rodapié completo y ventanal a modo de mirador. Ambas alcobas tienen chimenea, comunicador con el servicio, puertas enmarcadas y armarios empotrados.

Tanto las monturas como los carruajes se pueden guardar en los cercanos establos de Thirlestane, a tan solo quinientas yardas al sur, lo que mantiene alejados el ruido y las molestias que suelen traer aparejados.

Se exige un depósito inicial de 12 libras.*

PRÓLOGO

1902

5:27 A. M.

El tictac del cronómetro de pulsera del señor Calvert resonó en el amplio salón del 7/7 de Marchmont Crescent. Al salir del sueño, el oído de Grimalkin se estremeció con el sonido de cada golpe del segundero. La luz de la mañana procedente del ventanal iluminaba su costado, que llegaba a colgar un poco fuera de la butaca, en toda su extensión, y al hacerlo exhibía unas tonalidades parecidas a la mermelada que relucía en destellos y fulgores del mismo modo en que lo hacen todos los gatos que están llegando a la vejez.

Todos los objetos que lo rodeaban en el salón, tanto muebles como cuadros, se desperezaron para comenzar a cobrar forma a la luz de la mañana. Junto al ventanal había una elegante mesa de roble sobre la que dos urnas decoradas con diseños de estilo Blue Willow con bordes de dorado moteado se alzaban orgullosas sobre la habitación como una pareja de soldados de guardia. En el lado opuesto a la butaca que ocupaba Grimalkin, sobre la chimenea, colgaba de unas cadenas una enorme pintura al óleo de una quebrada entre montañas. Si lo mirabas fijamente a aquella hora tan temprana con la luz del amanecer (y Grimalkin lo hacía a menudo), alcanzaba a verse el balanceo al ritmo de los cascos de los primeros caballos que pasaban al trote calle abajo, junto al retumbar de las ruedas de su carreta sobre los adoquines y con el tintineo similar a campanas de los bidones de leche al golpear entre sí.

Grimalkin abrió un ojo. Una llave había entrado en la cerradura de la puerta principal. Levantó la cabeza y miró hacia la puerta, antes de comprobar las manecillas del cronómetro de su amo.

«¡Vaya, llega veintiséis minutos tarde!», pensó al mismo tiempo que arqueaba la espalda para desperezarse bajo un polvoriento rayo de sol que se abría paso por el salón. Conocía su horario de modo escrupuloso: en unos minutos encendería el fuego en el dormitorio del amo, que estaba al fondo, y luego se dirigiría a la cocina para darle fuelle a la estufa y dejarlo todo listo para dedicarse a preparar el desayuno. La misma rutina se mantenía desde hacía años, desde los tiempos en que ella comenzó a servir a su amo en el antiguo piso de Clerk Street. El olor de la cera de abejas, que se había convertido en el rasgo distintivo de Eilidh, se extendió por la sala de estar de modo simultáneo al aferrarse de sus garras delanteras en el terciopelo del cojín, lo que arrancó pequeños mechones de crin.

Una voz susurrante llegaba a través de la rendija en la puerta del salón: «¡Buenos días, pequeño Grimalkin! Espero que hayas dormido bien, precioso minino, gatito, gatito». Grimalkin se dejó caer al suelo y avanzó con lentitud una pata tras otra para llegar hasta Eilidh, la asistenta, que era su compañía predilecta, además de su humana favorita sobre la faz de la Tierra.

—Ven, ven, minino, ¿cómo están esos dolores hoy? Oh, mira que te gusta que te rasquen, ¿eh? Vamos a ver lo que el lechero ha dejado en la despensa, ¿sí?

Grimalkin estiró el cuello para colocarse bajo la mano de Eilidh, y lamió la carbonilla que tenía adherida a su palma, aunque aquella mañana tenía un sabor extrañamente dulce y metálico.

Un gran carraspeo llegó desde el interior de una de las puertas de los dormitorios, seguido de una tos y luego unos pasos.

—¡Ay, maldición! —susurró Eilidh antes de apresurarse hacia el pasillo.

«¡La van a regañar! —pensó Grimalkin—. Me da que el amo ya se ha levantado, o al menos eso parece».

Siguió a Eilidh hasta el dormitorio del fondo, donde ella ya había empezado a encender el fuego. Arrodillada y volcada sobre el recogedor de polvo, Eilidh parecía mucho mayor de lo que deberían aparentar sus veintidós años. Sus formas regordetas y su espalda ligeramente curvada dejaban traslucir los esfuerzos del trabajo que había comenzado cuando ingresó como aprendiza de asistenta, en 1887, en compañía de su madre.

En aquella época, aún bajo el reinado de Victoria, Eilidh había encontrado a Grimalkin, que era tan solo un gatito abandonado en las calles, justo en la cercana Thirlestane Lane. Maullaba para pedir leche y se resguardaba de la inminente muerte en el rincón de un establo. Una niebla, o haar, como se la conoce aquí, había barrido Edimburgo, y por ese motivo la madre de Grimalkin había abandonado el lugar con los demás gatitos. Mientras temblaba sobre la paja empapada de orina, el haar había hundido los dientes en el interior de sus diminutos huesos, hora tras hora. De haber pasado así otra media hora, el pequeño gato habría dejado de existir. El dueño del 7/7 de Marchmont Crescent, el señor Calvert, cartógrafo de profesión, siempre vestido con medias marrones y acompañado de un amenazador bastón de roble, había aceptado a regañadientes acoger al gato. En los primeros días de su infancia gatuna, a menudo Grimalkin se dedicaba a perseguirse la cola sobre alguno de los grandes mapas que el señor Calvert tenía desplegados en el suelo de su estudio. Perdido en el éxtasis de los crujidos que dejaba escapar el papel, detectaba de repente la estrecha cabeza del señor Calvert (completamente calva de no ser por unos mechones de pelo blanco en los laterales) cuando se cernía sobre él. Siempre tenía lugar un momento de calma, mientras el señor Calvert se colocaba lentamente las gafas llenas de interrogaciones sobre los ojos antes de soltar un repentino «¡hum!», lo que siempre provocaba la huida a la carrera de Grimalkin por el pasillo.

Pero el rostro de Eilidh contaba una historia diferente: las enormes mejillas se sonrojaban con un vivo tono cárdeno como un racimo de moras escocesas en la piel, por lo demás de un blanco impoluto. Los ojos le brillaban siempre, como si de modo perenne estuviera a punto de compartir un chiste, y el turquesa de sus iris era tan profundo y amable que bastaba con mirarla a los ojos para afirmar que su portadora era digna de toda la confianza para ser la depositaria de los más recónditos secretos. Llevaba el pelo negro recogido en un hermoso pompadour, pero, a pesar de los más denodados esfuerzos, a menudo sus cabellos escapaban del tocado y se disparaban en tirabuzones, lo que al final le confería un aspecto algo cómico y a la vez encantador. Era una de esas personas que parecían eternamente jóvenes, y para Grimalkin no había cambiado un ápice desde el día de 1887 en que lo resguardó de la paja helada y empapada del cercano establo al acunarlo entre sus manos.

Mientras Grimalkin se acercaba a la rejilla de la chimenea, que recibía ya los lametazos de las llamas, vio su propio reflejo en el pulido latón de la caja de leña. Un gato atigrado que arqueaba el lomo le devolvía la mirada, con la cola quebrada y los bigotes irregulares. Sus ojos, que antes brillaban con un vivaz tono verde lagarto, ahora, a sus quince años, comenzaban a estar turbios, y también un poco hundidos en sus comisuras, lo que confería a sus pupilas un tamaño anormalmente grande. Para quien los mirase de pasada, esto podría haberles proporcionado un aire melancólico, pero, para los miembros la comunidad gatuna y los humanos más perspicaces, denotaba una sabiduría profunda e irrefrenable. Su pelaje, que llegó a ser la envidia del vecindario por su deslumbrante mezcla de marrones, mermeladas y cremas, ahora estaba salpicado de mechones blancos, y a menudo se enmarañaba con rastros de arena que nunca lograba retirar por completo con sus lametazos. Sus patas delanteras eran robustas, con grandes garras, como las que no habría sido extraño encontrar entre los primos que pertenecían al grupo de los gatos salvajes, salvo por la pulcra redondez de sus dedos; y esa pata trasera pelirroja, que había sido el atributo del que más se enorgullecía al merodear por los jardines comunitarios, ahora se había tornado de un rojo intenso como el de los zorros, y además se había quedado doblada en una media curva que ya no era capaz de enderezar. Había en él cierta majestuosidad, como la que tienen todos los gatos hermosos que envejecen, y una robustez en su forma que sugería una prodigiosa dieta victoriana sostenida a base de pastelillos de alondra, tocino de cerdo y manteca. Era un gato meditativo y, como tal, disfrutaba de una vida de tranquila contemplación intelectual.

Pero aquella mañana de septiembre de 1902, todo su cuerpo, desde las puntas de las orejas hasta el extremo de la cola, palpitaba por el dolor. Sentía los latidos en cada una de las articulaciones de las patas, lo que le quitaba las pocas ganas que le quedaban de perseguir ratones, e incluso ahora, una vez Eilidh hubo depositado su cuenco matutino de restos de pescado sobre las baldosas de la despensa con su familiar invitación a que comiera, la oreja de Grimalkin no se inmutó. Por el contrario, se dedicó a mirar el fuego con creciente concentración, a atender cómo las llamas anaranjadas lamían entre los pedazos de carbón, lo que embotaba sus sentidos y calmaba su mente cuanto era posible.

«¡No, esto no está bien! —pensó en un repentino brote de rebelión interna—. Un alma triste no hace otra cosa que atosigar a los ratones. Aún tengo que lavarme. Un buen lametón siempre me deja a tono».

Debe señalarse que, incluso tras haber alcanzado los quince años, Grimalkin creía, al igual que muchos gatos victorianos, que un pelaje limpio conducía a un alma pura. Se alzó para acercarse al fuego y se acomodó sobre una pequeña alfombra situada junto al gramófono del señor Calvert, del que brotaba su enorme trompeta de metal como un narciso gigantesco. Pero tan pronto como humedeció su pata con la lengua y se la acercó a la oreja izquierda, los músculos se le tensaron, porque su barriga se contrajo con un dolor tan fuerte que casi lo hizo maullar de viva voz.

«No, no puedo. Simplemente, no puedo».

Cuando un gato ya no puede lavarse solo, ha llegado el momento de que suenen las alarmas. Es la señal que marca la pérdida de la dignidad porque ya se ha agotado la posibilidad de elegir. Como esto le hizo sentir de forma más aguda su soledad, Grimalkin decidió acomodarse de nuevo sobre sus patas en la alfombra y limitarse a observar otra vez el movimiento y el crepitar de las llamas. Mientras se retorcían y se alzaban, hizo un repaso de su vida. Por haber nacido en 1887 ya podía afirmar que había visto muchas cosas... La inauguración del enorme puente ferroviario de Forth, la primera cámara cinematográfica, la proliferación de obras literarias escritas por Robert Louis Stevenson y el señor Dickens... El continuo e irrevocable auge del tren a vapor.

«He tenido mucha suerte... —pensó mientras varios recuerdos se agolpaban en su mente—. Me han cuidado bien, siempre alimentado y aseado. Si uno cuenta con nueve vidas, reservadas para afrontar las desgracias y la mala suerte, me atrevería a decir que aún estoy en la primera...».

—Pobrecito, ¡qué le pasa a mi cosita! —susurró Eilidh al entrar de nuevo en la habitación. Grimalkin sintió el peso de su cálida mano que posaba sobre su cabeza—. Ah, mi bolita de pelo, ¿nada de desayunar esta mañana? ¿No tienes hambre? Te traeré la comida aquí, ¿qué te parece? Quédate calentito y cómodo junto a la chimenea, el lugar más acogedor de la casa para un minino viejito como tú, ¿eh, gatito?

Grimalkin se acurrucó dentro de la mano de Eilidh, lo que le permitía respirar el profundo y cálido aroma a carbón que desprendía su enagua.

—Ay, sí, sí, claro que sí, mi adorable minino... Ven, acurrúcate bien, acurrúcate, eso es. Desayunarás más tarde. ¿Estás más cómodo así? ¡Descansa!

Se agachó y le dio un beso en la cabeza mientras las llamas anaranjadas de la chimenea subían cada vez más.

Grimalkin levantó la mirada hacia Eilidh. Sus ojos brillantes y su rostro sonrosado aparecían entreverados en lo que alcanzaba a ver. Profirió un ronroneo largo, lo que le costó mucho trabajo, y se acurrucó sobre la alfombra hecho una bola apretada contra la pantorrilla enfundada en las medias.

—Tranquilo, tranquilo —susurró Eilidh, sin dejar de acariciarle la cabeza. Se levantó, recogió sus cepillos con una mano y, con la otra, se subió la enagua para salir a la carrera por el pasillo.

En el silencio, los ojos de Grimalkin se cerraron. Y bajo la cada vez más intensa luz matutina que entraba por las contraventanas entreabiertas, el crepitar del fuego y el cálido olor del polvo de carbón, su cabeza se sumió en el silencio, y todas las preocupaciones y tribulaciones que se les infligen a todos los gatos a lo largo del siempre escaso tiempo que pasan en esta tierra retrocedieron como si las arrastrase un torbellino de arena. Notó que se aliviaba el dolor de su lomo, disminuyó el trasiego de los jadeos a los que recurría para respirar y, mientras las cada vez más elevadas llamas lanzaban oleadas de calor sobre su pelaje, el torbellino de sus pensamientos se silenció por última vez en esta vida.

CAIT SITH1

Lo primero que sintió Grimalkin fue que una suave niebla le oprimía el hocico.

Un poco después, el suave shhhhhhhhhh del agua que cae en una cascada le inundó los oídos hasta que lo envolvió la sensación de que le lavaba el alma. Aquello lo llenó de una enorme calma. Con toda probabilidad, en ese momento notó que el dolor artrítico y punzante anidado en su columna vertebral durante tanto tiempo se disipaba con suavidad, como si flotara junto a la niebla. Frente a sus ojos (si es que de veras era a través de sus ojos como alcanzaba a contemplar aquello) vio entonces unas manchas de luz amarillo limón que comenzaron a refulgir y bailar como las olas del océano en un día soleado.

«¿Es esto el paraíso?».

Pasado un rato, aquel color amarillo comenzó a dividirse y se transformó en varias cintas blancas que le trajeron un recuerdo de casa: las finas volutas de humo que se elevaban de las hogueras en el jardín comunitario de Marchmont Crescent durante las gélidas mañanas de otoño.

«¿Es esta sensación eso que llaman el más allá? ¿De dónde viene ese sonido a borbotones? ¡Quiero ver ese sonido!».

Con parsimonia, el remolino de luz comenzó a cobrar la forma de objetos y figuras.

Estaba sentado sobre una superficie de hojas húmedas y musgo en medio de un bosque. Frente a él, a apenas un paso, se veía una enorme poza donde vertía agua una cascada. Había algo peculiar en el agua: en lugar de fluir con el curso de la corriente, se mantenía calmada hasta parecer un espejo y su brillo trazaba una alfombra de destellos multicolores como si estuviera dotada de vida. A Grimalkin le ardía la vista al mirarla, y los destellos de colores no cesaban de saltar y brillar en el fondo de sus ojos después de que cerrara los párpados debido al dolor. La violencia de una enorme columna de agua que golpeaba la sobre la superficie de la alberca resultaba tan intensa que todo el aire circundante se asperjaba de gotas, lo que difuminaba la visión de las rocas circundantes. Al mirar lo que tenía frente a sí, Grimalkin creyó distinguir las formas de antiguas bestias que aparecían y desaparecían en medio del siseo provocado por la enorme lengua de la cascada, pero no podía tener la certeza de todo aquello. Tenía la mente entumecida, como si de un sueño se tratase. Y, sin embargo, algo en el frío del rocío que humedecía su cara, así como la esponjosidad del musgo bajo la barriga, le reafirmaron que no soñaba. Aquello pertenecía a otro mundo. Esa era su nueva existencia.

Los helechos brotaban de las hendiduras y de los pequeños regatos de la cascada, donde entraban y salían arracimados entre protuberancias cubiertas de algas que sobresalían entre las rocas. Para un gato que nunca se había aventurado más allá del perímetro de un jardín cerrado de vecindad, la escala de este entorno lo intimidaba. Aterrorizado, el pequeño Grimalkin dejó caer el vientre hasta que casi rozase el musgoso terreno, con ojos alzados y atentos de nerviosa expectación.

Enseguida percibió a su izquierda un relampagueo. Un zócalo de piedra se elevaba del sotobosque de helechos como un gran tocón de árbol.

«¿Qué diablos...?».

Y sobre el zócalo había un trono: un asiento enorme y singular. De una cosa podía estar seguro: sin duda no estaba hecho de roble con un cojín de crin de caballo y un revestimiento de terciopelo como las butacas a las que Grimalkin estaba acostumbrado. Al contrario, parecía haber sido elaborado mediante el trenzado de hojas de enredadera. Era una construcción amenazadora y punzante que estaba allí al acecho, con la niebla como protección; a Grimalkin se le hizo un nudo en el estómago producido por el miedo. De súbito, mientras Grimalkin contemplaba aquello, el dosel del bosque se abrió sobre él y permitió que apareciera una gran columna de luz.

—Miaaaau. Miaaaaaaauuuuu.

«¿Qué es eso? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?».

Por encima del silbido del agua, Grimalkin alcanzó a distinguir una especie de gruñido débil, bajo e intermitente.

—Miaaaau. Miaaaaaaauuuuu.

¡De nuevo oyó aquello!

Levantó la vista. Nada. Tan solo la luz amarilla del sol que se filtraba entre las hojas del dosel del bosque. ¿Y si todo aquello eran imaginaciones suyas? Aunque un gato está en perpetua sintonía ante la posible llamada de otro gato: en su juventud, Grimalkin no habría tenido problema en detectar los maullidos de una pelea entre gatos justo antes de que estallase, incluso cuando el conflicto estaba a muchos metros de distancia y en lo más profundo de la noche. Parecía que ahora, en esa vida después de la muerte (o lo que quisiera que fuera aquello), su sentido del oído había regresado con la agudeza de su primera juventud.

—¿Miaaaau?

Y entonces Grimalkin logró verlo.

En la cima de la cascada, donde la roca sobresalía de la poza y con la apariencia de ser inmune al torrente de agua que brotaba sobre sus patas, un gato negro gigante desfilaba arriba y abajo. No resultaba complicado afirmar que tenía el triple del tamaño de cualquier felino que Grimalkin hubiera visto y, sin embargo, mostraba todas las características de un gato callejero escocés. Esto le bastó a Grimalkin para tener la certeza de que era de origen sobrenatural. Lo único que lo distinguía era una gran mancha blanca que brillaba en su pecho como una luna y que era demasiado brillante para mirarla de modo directo. Se detuvo y contempló a Grimalkin con sus enormes ojos verdes, sus pupilas negras estiradas en largas rendijas, como una criatura malvada del inframundo.

«¡Qué aparición tan espantosa! —pensó el pequeño Grimalkin, y raspó el musgo con sus garras y de modo instintivo bajó las orejas debido al pánico—. ¡Vete ya de aquí! Lárgate».

El gato mantuvo la mirada fija en él, sin llegar a pestañear, desde la cima de la cascada, antes de alzarse sobre las patas. Cuando lo hizo, los huesos de sus patas se tensaron contra su piel. Como resultado, unos horribles bultos de carne como los de un cadáver se dibujaron bajo su piel alrededor de los hombros. Después de trazar un gran círculo, volvió sobre sus pasos a lo ancho de la cima de la cascada, antes de comenzar su descenso por la reluciente pared rocosa con una extraña, casi reptiliana, facilidad. Sin pestañear y sumido en el terror, Grimalkin observó cómo se acercaba la criatura, y se refugió en la esperanza de que la alfombra de helechos ocultara su ubicación exacta. Pero fue inútil. La bestia ya lo había visto. Iba directa hacia él.

La bestia subió al trono dorado, con un modo de moverse a medio camino entre el deslizamiento y el trote, y sus patas y cuartos posteriores desaparecieron en la niebla arremolinada que rodeaba el zócalo del trono. Mientras tanto, la mirada de la bestia, con sus pupilas en forma de hendidura, permanecía fija en Grimalkin, y su cabeza giraba como si se tratase de un búho que no dejaba de someterlo a la estricta vigilancia de sus ojos. Por último, se sentó en el trono, como lo haría cualquier gato, con el trasero asentado con firmeza sobre la base dorada y las enormes patas delanteras unidas como un par de columnas en un templo griego. Podía afirmar con rotundidad que era un gato, Grimalkin estaba ya seguro de ello, porque ahora alcanzaba a ver sus enormes bigotes y su cola, tan larga y enjuta que casi podían confundirse con una de las muchas raíces fibrosas que brotaban en espiral de los arbustos cercanos. El corazón blanco en el pecho, más vivo y brillante ahora contra su pelaje de negro terciopelo, no dejaba de latir, y al hacerlo refulgía como lo haría un corazón (si es que esta bestia realmente tenía uno), aunque su pecho se elevaba y descendía con suavidad. Aquella cosa respiraba. Igual que lo hacía Grimalkin.

«¡Espectro sobrenatural! ¿Qué queréis de mí, de esta bestia ya amansada, pobre e indefensa que se estremece más allá de lo imaginable con solo verse sometida bajo vuestra mirada de lagarto?», pensó Grimalkin, con todo su pelaje erizado.

—¡Silencio! —tronó de repente el enorme felino. Para su asombro, Grimalkin se sorprendió al descubrir que en presencia de aquella bestia podía oír sus pensamientos como si los expresara en voz alta. Por decirlo de modo más claro: podía hablar de la misma manera que un ser humano. Hablar siempre le había parecido redundante a Grimalkin: como todos los gatos, siempre había sido capaz de expresar todo lo que necesitaba sin problema alguno mediante coletazos, ronroneos, bufidos o frotamientos, y cualquier ser humano que mereciera tener trato con él, como pudo ser el caso de Eilidh, era capaz de entender dicho lenguaje. Era un modo de comunicación alegre y sosegado, muy diferente de la contaminación acústica que tantos humanos estúpidos insistían en producir.

—Maldito Cait Sith, ¡qué tonto eres! —tronó el enorme felino, para su absoluta sorpresa. Grimalkin sintió que su pequeño corazón se encogía dentro de la caja torácica. La bestia se levantó y rodeó el trono con irritación antes de ocupar de nuevo su asiento dorado—. Por poco más que una nimiedad he dejado de atender al ritual triple de Agnes McPherson de las Shetland, que intenta convocarme mediante un conjuro de Samhain donde arderán gatos.2 Tres preciosos segundos... y, sin quererlo, me pierdo una muerte. ¡Mira que llegas a ser tonto, Cait Sith!

Mientras el enorme animal hablaba, esas mismas palabras provocaban unos temblores en el suelo que Grimalkin sentía como si se despertase un terremoto bajo su vientre. Sin dar crédito, miró la boca de la bestia, que se movía como la de un humano, y sus enormes ojos, ahora verdes y saltones como limas, brillaban y centelleaban al mismo tiempo que hablaba.

—Y ahora —dijo la bestia, y para hacerlo estiró la horrible cabeza hacia Grimalkin— he dejado que un felino muriese de modo innecesario...

Grimalkin retrajo el cuello al ver que se le acercaba. Un hedor a quemado se apoderó del aire. Grimalkin comenzó a tener la sensación de que era un guisante..., minúsculo y enclenque bajo esa gran masa de pelo y fuego; aunque sintió un enorme alivio al comprobar que el gigantesco gato no daba señales de querer hacerle daño a Grimalkin mientras se le acercaba poco a poco, hasta dejar que su hocico casi rozase los bigotes del pequeño atigrado.

—¡Dime! —dijo la bestia de sopetón, tras lo cual se puso en pie e inclinó la cabeza sobre Grimalkin—. ¿Cuántas vidas has consumido?

«Hummm... ¿Vidas?».

—¡Más alto! —rugió la bestia con otro impaciente movimiento de su cola que brilló carmesí al rozar el zócalo de piedra—. ¿Cuántas vidas terrenales has gastado? —El enorme gato se inclinó hacia delante y suavizó la voz hasta el susurro—. Todos los gatos tienen nueve vidas en el planeta Tierra: tres vidas para dormitar, tres para vagabundear y tres para entregarse al juego. Todo felino que habita en la Tierra ha de conocer qué lugar ocupa dentro de este eterno encantamiento que rige la ley felina. ¡Así que no te hagas el tonto conmigo! ¿en cuál de tus vidas te encuentras, gato?

«Le ruego que me disculpe, nada más lejos de mi intención que molestarlo, señor —balbuceó el gatito, tan encogido que parecía fundirse con los helechos—. Hummm... Bueno, nací en 1887, así que... eso me permite suponer que no debo de tener más de quince años y...».

—Esa no era la pregunta que te ha hecho el Cait Sith —interrumpió el enorme felino, y deslizó de nuevo el cuerpo encima del pedestal para acomodar sus terribles y carnosas ancas sobre el trono de oro, como una esfinge frente a una pirámide—. No lo preguntaré más veces. ¿Cuántas desgracias has sufrido durante tu estancia en la Tierra? ¿Has caído desde alguna gran altura? ¿Has ingerido un trozo de ternera que no estaba cocinado como debía ser? ¿Te ha pasado por encima algún carruaje? Algo te habrá hecho acudir a mis dominios...

«Oh —tartamudeó Grimalkin—. N-nada de eso. No he sufrido ninguna desgracia. He tenido bastante fortuna. Desde el inicio de mi vida, he estado al cuidado de un maravilloso ser humano llamado Eilidh, y creo que eso ha sido un p-privilegio. Solo se me ha permitido vagabundear por un jardín vecinal situado en la parte trasera del edificio, pero nada más. Así que no he tenido accidentes ni con p-p-ponis ni con trampas. He cenado tocino y faisán y, de vez en cuando, algún roedor vivo...».

Grimalkin sintió cierto alivio al ver que el enorme gato parecía sumergirse en un estado más sosegado, se limitaba a escuchar los detalles de la historia con atención pese a que en todo momento tuvo los ojos cerrados. De tanto en tanto, mientras Grimalkin le hablaba, el corazón blanco del pecho del gato latía y brillaba con especial intensidad, lo que obligaba al pequeño felino a cerrar los ojos debido a los estremecimientos que alimentaba aquel resplandor.

—Hum —entonó la bestia, sin dejar de lanzar miradas recelosas a la cascada—. Debe de haber algo. ¿Ningún accidente? ¿Ninguna caída desde una ventana o encuentros fatídicos con golosinas envenenadas?

«¡Por Dios, no!».

—Entonces, ¿por qué estás aquí? —rugió el gato.

«No lo sé, no lo sé, señor, ¡no lo sé! Por favor, dígame lo que debo hacer. Supongo que enfermé... con quince años...».

—Bah —resopló el gato—. Eso no es nada para un felino con una dieta de faisán. Repasa la mañana de tu muerte...

Se hizo el silencio. Con el rabillo del ojo, Grimalkin notó que la punta de la inmensa cola del gato se movía de un lado a otro. Aguardaba respuesta.

«Hum —dijo Grimalkin—. Era una mañana como otra cualquiera, señor. Eilidh, la agradable dama que ya le he mencionado, llegó para encender el fuego. Tenía mis dolores y molestias habituales. La saludé. Se fue a...».

—¿Cómo la saludaste? —preguntó el gato, y clavó las garras contra el zócalo de piedra, lo que provocó un desagradable sonido al raspar.

«¡Oh, de la forma habitual, señor! La froté ligeramente con ambas patas mientras me deslizaba tres veces entre sus tobillos. También le di un pequeño lametón a la palma de la mano, como suelo hacer cuando tiene en ella carbonilla. Encuentro ese sabor agradable, sé que puede resultar raro...».

—Hummm —dijo la bestia sumida en sus pensamientos—. Un par de lametones en las manos y un triple frotamiento entre los tobillos. Un típico saludo felino. ¿Y no había ningún sabor extraño en su mano?

«Hum, no —respondió Grimalkin—. Era, podría afirmar, un poco dulce tal vez... Quizás como si hubiera algo de azúcar entre el hollín. Nada de lo que preocuparse, en todo caso».

—Ahhhhh. Plomo... —dijo el gato mediante un largo ronroneo—. Un caso de envenenamiento por plomo. He oído que tiene un regusto dulce en la lengua. Es una causa común de muerte entre los de tu especie. He concedido muchas vidas adicionales a felinos cuya dueña había eliminado la pintura de plomo de las piezas de latón de la casa o había utilizado un ungüento o pomada a base de plomo. Los humanos nos llaman vanidosos, pero no te quepa duda de que son ellos la especie más vanidosa de todas las que existen. Y en tu caso, ya con una avanzada edad y tus achaques, sin duda eso ha sido suficiente para detener tu corazón.

Grimalkin sintió un ligero estremecimiento en el que se mezclaban el miedo y la tristeza. ¿Podría ser ese el caso? Si era así, ¡su Eilidh debía de sentirse terriblemente mal por haber sido la causante de aquello! Se calmó al tomar conciencia de que su muerte había sido rápida, y muy probablemente la habrían achacado a la edad, dado que Eilidh estaba al tanto de su creciente debilidad tanto en las patas como en el espinazo.

A su lado, la cascada seguía con su ensordecedor golpeteo, prolongado en los chorros de agua que se arremolinaban entre las rocas que la flanqueaban como fantasmas.

—Esto me supone un problema —continuó el Cait Sith, tras lo cual se levantó para alejarse del trono entre bocanadas de humo. Continuó con su deambular arriba y abajo entre los helechos, como un león en cautiverio que se encuentra sumido en sus pensamientos—. Me hallo en serios problemas. Verás, mi viejo amigo Grimalkin... Me ausenté y te he dejado morir.

Ver a la corpulenta figura reflexionar sobre su pasado reciente le dio a Grimalkin una sensación de pánico muy extraña, como si algo en la matriz de su existencia hubiera salido mal, ya no pudiera corregirse y lo obligase a residir en ese extraño y vaporoso bosque para toda la eternidad.

«D-debería yo... Hum. ¿Quiere que haga algo al respecto... señor?».

—No —susurró el Cait Sith con suma calma, y permitió que las garras de sus patas de dragón se flexionasen y retrajesen—. Se trata de un error del Cait Sith, y por lo tanto es el Cait Sith quien debe enmendarlo. Nunca me había perdido una muerte. Debes de ser alguien extraordinario, maestro Grimalkin...

El brillo de la mancha blanca en el pecho del gran felino llamó de nuevo la atención de Grimalkin. De repente, al examinarla más de cerca, reparó en que no era una mancha blanca de pelo, sino un remolino de agua resplandeciente.

—Tienes derecho a experimentar tus nueve vidas, pero no está en mi mano devolverte a la vida. Todo esto está regido por el proverbio legendario que rige la existencia de todos los gatos en este planeta.

El gato tamborileó con sus garras, una tras otra, absorto en sus pensamientos.

De modo impulsivo, la criatura se levantó, y Grimalkin vio como sus terribles huesos tensaban tanto su carne que temió que uno o más de ellos llegaran a atravesar su piel. El pequeño gato atigrado permaneció inmóvil, hipnotizado y en silencio por la mezcla de asombro, terror y expectación. Una vez más, el gato gigante contempló a Grimalkin desde la penetrante mirada que lanzaba desde sus ojos color lima. Luego, esos mismos ojos se deslizaron por todo el cuerpo de Grimalkin hasta aprehenderlo al completo. Parecía que leyese en él algún tipo de pista, que captara los contornos de su rostro, la ligera inclinación hacia abajo de sus ojos, sus profundas marcas de color carey y su costado de color mermelada.

—Síííí —dijo al final el Cait Sith, en un prolongado suspiro—. Veo que eres un gato de curiosidad y perspicacia poco comunes. Posees lo mejor de los nuestros. —Agitó la cabeza de una manera un tanto impertinente, antes de adoptar de nuevo un gesto solemne—. Si se tiene esto en cuenta, creo que debes recibir una compensación. El Cait Sith va a acogerte con una recompensa de tu elección. ¿Cómo te gustaría que corrigiese mi error? ¿Deseas pasar al olvido en este preciso instante y acabar de una vez con todo? El beneficio que subyace en esto es la nada: encontrar la paz y el sueño eternos, que son el deseo final de cualquier gato. —En ese momento, el Cait Sith hizo una pausa y lanzó un vistazo carente de toda melancolía a la cascada—. ¿O acaso deseas regresar al planeta Tierra y dedicar las ocho vidas que te quedan a contemplar el futuro que le espera? Pero ¡te lo advierto! —dijo el Cait Sith con tono enérgico—. Aunque esta opción te permite ser inmune al sufrimiento físico del cuerpo, en modo alguno te protege contra los sufrimientos de las emociones que afectan al alma.

Grimalkin escuchaba, con el cerebro al doble de velocidad de lo acostumbrado.

«Lo que quiere decir es que voy a... ¿poder vagabundear por el exterior? ¿Vivir el mundo?».

—Si eliges este camino —continuó el Cait Sith, sin dar muestras de escuchar realmente a Grimalkin—, sin duda experimentarás muchas emociones dolorosas. Miedo, pérdida, angustia, arrepentimiento... Y también muchas positivas, claro. Tu corazón recorrerá muchas sensaciones y, aunque a fin de cuentas puedas ejercer cierta influencia en el tejido del universo, apuesto a que acabarás en el olvido, y habrás hecho poco más que llenar tu cerebro con el conocimiento de los futuros logros de los humanos que habitan este mundo. Porque a pesar de nuestros mejores esfuerzos, es el ser humano quien rige este planeta. Verás el futuro de la humanidad con todos sus sorprendentes logros y lamentables fracasos. Pero siempre ha de cuestionarse el propósito de este periplo... Más aún cuando el protagonista es un simple gato como tú.

Grimalkin se quedó pensativo por unos instantes. Su mente viajó de vuelta hacia la única fuente de amor y conexión que conocía: Eilidh. Su encantadora Eilidh, que le había regalado la vida y proporcionado un buen hogar, comida y amor durante esos quince años... ¿Qué sería de ella?

«Creo que me gustaría volver», dijo Grimalkin sin mostrar duda alguna al respecto.

—Muy bien —dijo el Cait Sith.

Grimalkin miró expectante al gato mientras el corazón del pecho comenzaba a brillar más que nunca, como si fuera una extensión de la mente del Cait Sith.

—Y, por supuesto, tus vidas se utilizarán de acuerdo con el proverbio de las nueve vidas del gato, es decir: tres de ellas para dormitar, tres para vagabundear y tres para jugar. Dado que a ningún felino se le permite nunca disfrutar de más de nueve vidas de cualquier tipo, debemos considerar que tu primera vida se da ya por concluida. Y como nunca se te permitió salir de los límites de esos jardines cerrados, podemos considerar esta primera vida como una vida de permanencia, de dormitar. Esto te deja dos vidas más en las que debes permanecer dentro de esos límites. A partir de entonces, se te permite deambular durante tres vidas, a las que seguirán las tres finales, en las que tendrás la posibilidad de jugar. Todas estas vidas, cosa harto infrecuente, deberán transcurrir siempre desde la existencia dentro del reino sobrenatural. Serás un gato fantasma.

En la mente de Grimalkin se agolparon los pensamientos y las preguntas.

«Entonces, durante mis vidas errantes, ¿podré abandonar mi morada y aventurarme para ver el ancho mundo?».

—Por supuesto —musitó el Cait Sith con un tono que parecía un gruñido.

«¿Y en mis vidas dedicadas al juego?».

—En ellas —dijo el Cait Sith con un tono cada vez más grave— tendrás el beneficio de las capacidades poltergeist. Mediante tu presencia, aunque todavía seas invisible, puedes interactuar con el tejido del planeta Tierra para hacer eso de lo que nosotros, los gatos, nos enorgullecemos por ser los que mejor lo hacemos: causar estragos, travesuras y todo tipo de comportamientos más o menos cuestionables. La forma en que elijas emplear estas capacidades poltergeist queda sujeta a tu buen criterio y solo a él.

«¿Y cuánto tiempo permaneceré como testigo de cada época?», preguntó Grimalkin.

—Hasta que te canses de ello —repuso el Cait Sith—. Cuando sientas que el sueño se apodera de tu cabeza, ten por seguro que despertarás en tu siguiente vida, lo harás en una nueva década del futuro. —Su mirada se desplazó hacia sus patas, y una sensación de melancolía volvió a apoderarse de él—. Por supuesto, cualquier aprendizaje emocional o intelectual que hayas adquirido a lo largo de los años... Todo eso te acompañará en tus sucesivas apariciones. Vas a contar solo con estos descubrimientos y sentimientos..., ya sea para bien o para mal.

«Y... ¿Y al final de todo?», preguntó Grimalkin agitado por los nervios.

—Ahhhhhhhh —suspiró el Cait Sith. La mancha blanca de su pecho pareció arremolinarse e intensificar su movimiento con mayor frenesí al escuchar esta pregunta. Por primera vez Grimalkin vio a la bestia cerrar los ojos e inclinar la cabeza como si rezara—. Eso, compañero mío, se decidirá y se te revelará en su debido momento.