El general desconsuelo destos reynos de las Indias. Esperanzas y frustraciones criollas  en torno a la prelación (siglos XVI-XIX) - Bernard Lavallé - E-Book

El general desconsuelo destos reynos de las Indias. Esperanzas y frustraciones criollas en torno a la prelación (siglos XVI-XIX) E-Book

Bernard Lavallé

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Beschreibung

En el derecho eclesiástico de la España medieval, la prelación era, al momento de proveer puestos vacantes, la preferencia que se les debía otorgar —en caso de igualdad de méritos— a los nativos de la región. Con el beneplácito de la Corona, y a veces con su iniciativa, esta regla pasó a América, donde se fue extendiendo a casi todos los cargos, empleos y dignidades. A pesar de los numerosos y concluyentes textos escritos sobre tal principio, Madrid distó mucho de respetarlo y muchas veces prefirió privilegiar a los españoles peninsulares. Tal situación provocó quejas y frustraciones cada vez más frecuentes, argumentadas y sentidas entre los criollos americanos que, con razón, se consideraban postergados. De ahí nació una verdadera literatura, hoy olvidada por haber sido de naturaleza esencialmente jurídica y cuyos textos han permanecido inéditos o no se han vuelto a publicar desde el siglo XVII. La defensa de la prelación se convirtió en una de las manifestaciones más visibles, pertinaces y virulentas del criollismo colonial. Hasta la época preindependentista, sus planteamientos y reclamos razonados siguieron figurando entre las exigencias más explícitas y prioritarias de los americanos.

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Bernard Lavallé es profesor emérito de Civilización Hispanoamericana Colonial en la Universidad de la Sorbonne Nouvelle en París y desempeñó ese mismo cargo en la Universidad de Burdeos. Durante varias décadas ha publicado, tanto en Europa como en América, numerosos artículos, así como más de 25 libros sobre el Perú y otros países del antiguo virreinato limeño y del continente. Los temas en los que se centran estas publicaciones son el surgimiento, el desarrollo y el legado contrastado del criollismo temprano, la historia de las órdenes religiosas y de la Iglesia en la época colonial, las mujeres y los conflictos en las relaciones de pareja, la lucha de los esclavos contra la esclavitud, el papel ambiguo de las autoridades étnicas tradicionales en las relaciones de la población nativa y los representantes del orden hispano, las actividades mineras y sus consecuencias, la geopolítica imperial en el océano Pacífico, la emigración francesa desde el puerto de Burdeos a Chile y Cuba en todo el siglo XIX y las biografías de Pizarro y Las Casas, que son reveladoras de las problemáticas americanas de su tiempo.

Bernard Lavallé

«EL GENERAL DESCONSUELO DESTOS REYNOS DE LAS INDIAS»

Esperanzas y frustraciones criollas en torno a la prelación (siglos XVI-XIX)

«El general desconsuelo destos reynos de las Indias»Esperanzas y frustraciones criollas en torno a la prelación (siglos XVI-XIX)© Bernard Lavallé, 2022

© Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2022Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú[email protected]

Portada: Concepto visual: Gonzalo Meza, Sasha Cruces, Pamela Moreno y Álvaro Milla. Ilustración: Gonzalo Meza

Diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP

Primera edición digital: octubre de 2022

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2022-10978e-ISBN: 978-612-317-799-7

Índice

Siglas utilizadas

Introducción

I. La prelación entre frustraciones y reclamo

El principio de la prelación

Desilusiones y tiranteces en el clero secular

Hacia una prelación ampliada

Prelación vs. nepotismo colonial

Responsabilidades y ambigüedades de la Corona frente a la prelación

II. La literatura de la prelación

¿Un problema de visibilidad historiográfica?

Los autores, sus obras y el contexto

El desconsuelo de la Patria

La expresión de la voluntad de Dios

Prelación y exaltación criollista

El premio de la lealtad a la Corona

¿Un riesgo político?

El hilo rojo de la reivindicación criolla

Prelación y situación revolucionaria (1812-1820)

Referencias

Anexos

Juan Ortiz de Cervantes: Información en favor del derecho que tienen los nacidos en las Indias a ser preferidos en las prelacías, dignidades, canonjías y otros beneficios eclesiásticos y oficios seculares de ellas

Luis de Betancurt y Figueroa: Derecho de las iglesias metropolitanas y catedrales de las Indias sobre que las prelacías sean proveídas en los capitulares de ellas y naturales de sus provincias

Alonso de Solórzano y Velasco: Discurso legal e información en derecho en favor de los nacidos en los reinos del Perú y conveniencias para que en él, sin óbice de haber nacido allí, puedan obtener plazas de oidores y demás que les están prohibidas

Mariano Alejo Álvarez: Discurso sobre la preferencia que deben tener los americanos en los empleos de América

Siglas utilizadas

AA: Archivo de la Casa de Alba (Madrid)

AGI: Archivo General de Indias (Sevilla)

AHN: Archivo Histórico Nacional (Madrid)

BNM: Biblioteca Nacional (Madrid)

BPR: Biblioteca Real, Palacio Real (Madrid)

BRAH: Biblioteca de la Real Academia de la Historia (Madrid)

Nota:

Para la transcripción de los textos, hemos optado por modernizar la puntuación y la ortografía, respetando el vocabulario de la época y, en lo posible, la sintaxis.

En algunos casos hemos introducido párrafos para hacer más visible la articulación de lo expuesto.

En tres de los cuatro textos editados no hemos reproducido las referencias bibliográficas dadas por los autores en la medida en que son a menudo enigmáticas (por abreviadas) y poco utilizables.

Introducción

En las últimas décadas el conocimiento del criollismo colonial ha progresado bastante. Este se ha nutrido de los notables avances realizados en diversos campos de investigación, algunos de ellos, nuevos. Entre otros, se pueden citar el análisis de las estrategias imaginadas y realizadas por las redes sociales y de poder; el estudio renovado de cómo funcionaban el gobierno y las cortes de los virreyes; la definición más profundizada del concepto de «pactos tácitos» entre la Corona y sus súbditos ultramarinos en el marco de un Estado de Antiguo régimen; el diseño de los contornos y del contenido de una cultura «letrada» americana en las ciudades coloniales; y la valoración de expresiones religiosas y artísticas, de sensibilidades o aspiraciones cada vez más fuertes, a la vez emparentadas y diferenciadas, si no diferentes, dentro del gran conjunto pluricontinental del mundo hispano de la época.

En el libro que dedicamos a los orígenes y al posterior desarrollo del criollismo en el virreinato del Perú durante los siglos XVII y XVII (Lavallé, 1982), remarcamos la relevancia de ideas, afirmaciones y exigencias americanas que los campos de estudio arriba citados, según los casos, evidenciaron; incluso, algunos de ellos profundizaron o ampliaron estos temas de manera mucho más precisa y no pocas veces novedosa.

Hay uno, sin embargo, que no parece haber tenido la misma suerte. Se trata de lo relacionado con la «prelación» a la que dedicamos un capítulo (Lavallé, 1982, sexta parte, cap. 2). Más adelante, retomaremos la definición y el alcance de ese principio. Para entender su importancia y sus consecuencias, basta decir a grandes rasgos que era la prioridad de la que los criollos hispanoamericanos se juzgaban merecedores cuando eran candidatos a premios, beneficios o cargos vacantes en las regiones donde habían nacido, se habían criado y vivían, en las que sus respectivas familias estaban residiendo y haciendo méritos, a veces desde varias generaciones atrás.

En la década de 1980, esa cuestión no capturó sobremanera la atención de los investigadores. En Colonial identity in the Atlantic World 1500-1800, Nicholas Canny y Anthony Pagden (1987) citan sucintamente (sin aludir directamente a la prelación) a dos de los autores que estudiaremos: Ortiz de Cervantes y Betancurt y Figueroa, y, de manera un poco más detenida, a un tercer autor del siglo XVIII: De Ahumada (1987, pp. 60-62). En su Orbe indiano —desde muchas perspectivas, una obra magistral—, David A. Brading no menciona a la prelación de manera específica. Únicamente habla de Antonio de León Pinelo, pero no por sus escritos al respecto; lo mismo ocurre cuando se refiere a la obra de Juan Antonio de Ahumada (1991, pp. 413-414).

En los siguientes años, la prelación tampoco fue un tema predilecto para los estudiosos. Fue necesario esperar los inicios del nuevo siglo, sobre todo su segunda década, para que el tema formara parte de un capítulo de libro (Torres Arancibia, 2014, pp. 179-193)1. Después, apareció la edición de una de las obras más notables del XVII (Bolívar y de la Redonda, 2012), la cual cuenta con una larga y sustanciosa introducción. También son notables algunos artículos que, de manera más o menos directa, contribuyeron a poner de relieve la prelación y los autores coloniales que se habían dedicado a ella2.

El libro tiene dos objetivos. En una primera parte, busca resituar la prelación en su contexto, definir su significado y calibrar el alcance que le daban los súbditos hispanoamericanos; asimismo, mostrar las recurrentes y vivas desavenencias, así como los grandes disgustos que surgieron entre ellos, como motivo y prueba de tensiones permanentes con el poder político de la lejana metrópoli. No obstante, es preciso mencionar que la prelación no se redujo a solicitudes y quejas epistolares.

Como parte de la conformación de un corpus reivindicativo basado en los derechos de la identidad criolla, la cual se iba afirmando de manera polifacética —y, con el paso del tiempo, más exigente—, la prelación dio lugar a una serie de «discursos» y manifiestos muy reveladores. Se trató de una verdadera corriente de la literatura criolla de la época, cuyos textos cardinales se fueron citando y utilizando de generación en generación, y hasta muy tarde, como veremos.

Estos escritos sobre la prelación son de naturaleza jurídica y, por lo tanto, de lectura bastante adusta, por no decir pesada, para el lector de hoy, y, de todos modos, no tan amena como la de aquellos textos en que los criollos de la época exaltaban a su patria y a sus compatriotas. Por este motivo, la mayoría de estas obras, fuera de las escritas por los especialistas, siguen siendo bastante desconocidas, a pesar de que conforman un corpus esencial para el entendimiento de los procesos intelectuales y políticos de los siglos coloniales.

Como hemos dicho, solo dos han sido publicados hace algunos años. Por tanto, hemos pensado en hacer asequibles otros cuatro de los más significativos sobre ese tema; tres de ellos no han vuelto a ser impresos desde su primera publicación y el cuarto aún sigue inédito.

1 Más adelante, este libro propone el texto completo del Memorial de Gutierre de Velásquez de Ovando, hasta entonces poco conocido (2006, pp. 217-254).

2 Véase Gálvez Peña, 2010; Coello de la Rosa, 2011, pp. 87-111; y De la Puente Brunke, 2015.

I. La prelación entre frustraciones y reclamo

El principio de la prelación

La prelación no era una innovación americana. Se trataba de un principio jurídico según el cual, en ciertos campos o bajo condiciones bien definidas, algunas personas o grupos identificados podían gozar de una antelación o preferencia para el goce de derechos o de atribuciones específicas. Este privilegio —en el sentido que se le daba a esta palabra en el Antiguo Régimen— existía en muchas situaciones de diversas índoles: administrativas, comerciales u honoríficas3.

En el derecho eclesiástico de varios países europeos, las prebendas y los beneficios solían reservarse prioritariamente para aquellos que el derecho llamaba «naturales» o «hijos patrimoniales». Se designaba así a las personas que habían nacido en el obispado al que pertenecía la prebenda o el beneficio en cuestión. Las famosas Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, que a mediados del siglo XIII habían normado el derecho castellano, especificaban esta obligación en lo referente a las iglesias con patronazgo (Partida I, título XV, ley XIII).

En la España del siglo XVII, Antonio Domínguez Ortiz recuerda que tal sistema estaba bastante difundido, a veces desde muchos siglos atrás. Indica también que el hecho de no respetar esa regla a menudo suscitaba sentidas recriminaciones e incluso demandas judiciales en esas regiones por parte de las personas afectadas. Cita Navarra, la Corona de Aragón; Baleares, Canarias y el reino de Granada. En Galicia, que no tuvo nunca semejante privilegio, fue, según ese autor, una «aspiración constante».

La Corona, que a veces se veía obligada a intervenir en esos diferendos, debido a los enconados y enrevesados pleitos a que daba lugar, se mostraba muy prudente al respecto en la medida en que «veía los peligros latentes de este patriotismo regional que, lícito y laudable como era, podía convertirse, por su aplicación literal, en un criterio mezquino y contrarrestar la inevitable evolución hacia una unidad más vasta» (Domínguez Ortiz, 1970, pp. 172-173).

El gran jurista Juan de Solórzano Pereira —catedrático de Leyes en Salamanca (1602-1609), con larga experiencia americana, oidor en Lima durante varios lustros (1610-1626) y miembro del Consejo de Indias a su regreso del Perú (1629-1644)— dedica varias páginas a los problemas de la prelación en su célebre Política indiana de 1648 (lib. IV cap. XIX). Hace hincapié en que esta se practicaba «en casi toda la cristiandad» y observa que, según muchos de los autores a los que cita

[…] esta prelación de los naturales se ha de considerar como debida por congruencia y honestidad, aun donde no hay ley, privilegio o costumbre de dar precisamente las prebendas o beneficios a naturales, regnícolas u originarios, deben todavía aquellos a quienes tocan sus provisiones, presentaciones y colaciones, atender siempre mucho que en igualdad de méritos, y aun dada alguna desigualdad, como no falte la idoneidad necesaria, sean preferidos los naturales a los extraños y advenedizos (lib. VIII, cap. XIX, n°8).

Solórzano Pereira recuerda cómo este principio pasó a América desde fecha muy temprana. Citando a Antonio de Herrera en su Historia General de los Hechos de los Castellanos…,de comienzos del siglo (década I lib. 8 cap. 10), menciona que fue inscrito por los Reyes Católicos en las constituciones del primer obispado americano, el de Santo Domingo. Se precisó entonces, de conformidad con las de la sede episcopal de Palencia, que sirvió de modelo, que:

[…] los beneficios que vacasen o se proveyesen después de esta primera vez se diesen a hijos legítimos nacidos de castellanos en las Indias […] hasta que el rey o sus sucesores otra cosa determinasen y que fuesen por suficiencia, procediendo por oposición y examen.

Según Juan de Solórzano Pereira, por voluntad real tal disposición se había de repetir en adelante «en todas las erecciones de las iglesias catedrales que se fueron fundando», con las siguientes palabras:

Queremos y estatuimos que los beneficios que en las dichas iglesias se crearen, o por cualquier camino fueren vacando de los ya creados, se provean precisamente en hijos patrimoniales descendientes de vecinos y pobladores españoles que hubieren pasado o por lo de adelante pasaren de España a habitar en estas provincias (lib. IV, cap. XIX, n°13).

Cuando la Corona organizó las reglas de funcionamiento de su Patronato real sobre las Indias, por el que el papado le delegaba no pocos de sus poderes sobre el Nuevo Mundo, estableció en 1571 que, para beneficios y prelacías, debía preferirse:

en primer lugar a los que en vida y ejemplo se hubieren ocupado en la conversión de los indios y en los doctrinar y administrar los santos sacramentos y a los que supieren la lengua de los indios que han de doctrinar.

Ello implicaba reconocer el papel relevante de la primera generación de misioneros venidos de España. En segundo lugar, esto suponía considerar, en adelante, «a los que fueren hijos de españoles que en aquellas partes hayan servido».

Para más precisión, en cédulas, ordenanzas o instrucciones a los virreyes, la Corona había vuelto a recordar esa regla a sus representantes en América. Solórzano Pereira cita «principalmente» las fechas de algunas: 17 de noviembre 1593, 25 de mayo de 1596, 28 de agosto de 1602, 9 de julio de 1604 (lib. IV, cap. XIX, n° 14). Los escritores sobre el tema (por ejemplo, Betancurt y Figueroa) no dejarían de sacarlas a colación durante todo el siglo XVII.

En las décadas finales del siglo XVI, la prelación de los «nacidos en la tierra» o «beneméritos» (hijos y descendientes de conquistadores y pobladores) en los empleos eclesiásticos había pasado a ser una cuestión particularmente sensible, pues dentro del clero secular surgieron diversas quejas suscitadas porque las «doctrinas» de indios estaban mayoritaria y visiblemente en manos de las órdenes regulares y, de este modo, recaían casi siempre en frailes españoles, que por entonces gobernaban en los conventos. Mientras tanto, los obispos no tenían con qué ocupar a las nuevas generaciones de sacerdotes recién ordenados en América, quienes en su mayoría eran criollos e idóneos para tales empleos.

En un estudio que hemos dedicado a ese problema se ha demostrado cómo, además de ser un episodio más de las rancias y tradicionales rivalidades entre clérigos y frailes, este hecho permitió la expresión de la primera reivindicación criolla en el virreinato del Perú (Lavallé, 1993). Los clérigos que suscribían esas quejas, sin emplear el término «prelación», argüían que se les debía preferir antes que a los regulares que se desempeñaban en las doctrinas, por ser ellos nativos de la tierra y por su idoneidad, pues desde la cuna practicaban la lengua de los indios que muchos doctrineros venidos de España desconocían o sabían apenas.

Dichas peticiones o recriminaciones, la mayoría de ellas muy sentidas y llenas de rencor, aparecen en Quito desde comienzos de la década de 1570; y, en la década siguiente, en Nueva Granada, en Chile y en el Perú. En este último lugar, el arzobispo Toribio de Mogrovejo ya aludía al problema en 1583. Diez años después, en una carta del 8 de mayo de 15934, volvía a tocar el tema detalladamente. En ella escribía que, a su parecer, en toda su diócesis pasaban del centenar los clérigos «sin oficio ni beneficio»,según la expresión de la época: «Andan buscando misas que decir para poderse sustentar y están alojados en mesones, haciéndose factores, mayordomos y criados de legos […] mendigando con gran indecencia del estado sacerdotal».

El prelado concluía insistiendo una vez más sobre el origen de esos clérigos, el cual que le parecía el nudo del problema y el mejor argumento de ellos:

Hay tantos de los hijos de la tierra y legítimos patrimoniales que no tienen a qué aspirar sino a una doctrina y, faltándoles, no hay para qué estudiar ni aplicarse a cosas de Iglesia sino a ser soldados y salteadores.

Este tipo de preocupación no era propia del máximo representante de la Iglesia en el virreinato. Algunos años antes, en su respuesta a una encuesta sobre las «doctrinas», los miembros del cabildo de Lima habían expresado sin rodeos lo que opinaban al respecto. Las doctrinasno eran sino una de las formas de retribución o recompensa que debían reservarse a aquellos cuyos padres o abuelos habían servido en las conquistas del virreinato. Así pues, los criollos debían ser prioritarios y de no ser así:

Las repúblicas padecerían gran daño en todo género […] mayormente los nobles pobres que con la esperanza de los curatos muchos se dan a la virtud y letras con intento no más de alcanzar alguno de ellos y que Vuestra Majestad les presente su remuneración de los servicios de sus padres y pasados algunos de ellos5.

La Corona era muy consciente de estas tensiones. Así lo prueba la cédula general del 17 de noviembre de 1593 aludida por Solórzano Pereira. El rey sabía bien que no podía intervenir directamente en el gobierno interno de las órdenes religiosas. Por consiguiente, ordenaba que, por lo menos en lo referente al clero secular, los funcionarios reales de todas las audiencias debían cuidarse de no aceptar en los nombramientos para las doctrinas «a clérigos no nacidos en ella [la Audiencia] y otros recién idos de estos reinos»6.

Desilusiones y tiranteces en el clero secular

En el clero secular el problema de la prelación distó mucho de surgir únicamente en sus relaciones con los frailes a propósito de las doctrinas. Cuando los candidatos a un cargo o beneficio se preparaban para el concurso («oposición») correspondiente, se cuidaban mucho de insistir en sus expedientes sobre ese aspecto. En 1601, el doctor Carlos Marcelo Corne, futuro obispo de Trujillo, candidateó para un beneficio vacante en la catedral de Lima. En su carta al rey hizo hincapié, entre sus relevantes méritos, en que era «hijo de esta tierra», pero olvidó señalar que su padre era francés y había tenido problemas con la Inquisición. Se cuidaba de precisar que otro candidato era también «hijo de la tierra», pero procedía de otro obispado, lo cual lo privaba, en este caso, de cualquier derecho de prioridad7.

En 1616, cuando Pedro de Ortega Sotomayor pidió una prebenda en Lima, antes de someter a examen sus títulos, escribió al rey: «pretendo recibir merced en ella [la prebenda] de Vuestra Majestad, así por ser hijo de la tierra, como por haber trabajado en ella»8. A continuación, insistía en que uno de sus opositores era exjesuita nacido en España y el otro era un mestizo hijo de una unión ilegítima.

En 1643, el doctor don Sancho Pardo de Cárdenas se quejó de no haber sido escogido por el arzobispo de Lima y sus canónigos para una prebenda de la catedral. El candidato elegido era un español peninsular, aspecto que, según la opinión de don Sancho, habría tenido que ser tomado (desfavorablemente) muy en cuenta, aun si los méritos de ese candidato eran superiores. Los opositores clasificados a continuación eran hijos de un francés (el segundo) y de un chacarero genovés (el tercero). El hecho de que don Sancho hubiese sido postergado en tales condiciones, pues quedó cuarto en la oposición, había suscitado en la capital virreinal, según decía él, muy vivas reacciones de desagrado9.

Para los «hijos de la tierra», ese tipo de decisiones iba, como escribía en 1618 el doctor D. Juan Bautista de Aguilar, candidato a una canonjía en Lima o La Plata, en contra de las «promesas» hechas por la Corona en sus cédulas. Cabe notar que en su carta al rey este colocaba dichas «promesas» (esto es la preferencia de la que debían gozar los hijos patrimoniales) en el primer lugar de los requisitos que debían considerarse en las oposiciones. El orden jerárquico que indica D. Juan Bautista de Aguilar de los demás criterios que se debían tomar en cuenta también era significativo. En efecto, a continuación venían los «servicios» de los padres; luego, las «letras» del candidato; y, después, sus «servicios y méritos»10.

Estas observaciones no emanaban solo de candidatos decepcionados por el resultado de sus oposiciones. Los propios representantes de los vecinos americanos no vacilaban en llamar la atención real sobre la imperiosa necesidad de preferir a los nacidos en la tierra. Tal había sido el argumento central para la creación de universidades. Así, en 1583, los cabildantes de Lima habían pedido, a propósito de San Marcos, que:

[…] las dignidades y prebendas, oficios y beneficios eclesiásticos se provean en los hijos de la dicha universidad y en los naturales y nacidos y que en ella nacieren y en los hijos de los que en estos reinos han servido a Su Majestad en la pacificación y población de ellos, prefiriéndoles a los extranjeros11.

Algunos años más tarde, el procurador general de Nueva Granada apoyaba la creación de una universidad en Santa Fe de Bogotá, con el argumento de que así los «hijos patrimoniales» de la región podrían estudiar con más facilidad, sin tener que desplazarse hasta Lima para poder pretender las prebendas de la catedral bogotana para las que eran prioritarios12.

Sin embargo, a pesar de las reglas tantas veces reiteradas, en el clero secular la prelación no se respetaba sin excepciones, lo que dolía a los criollos. La propia Corona a veces incumplía ese principio. En julio de 1626, varios canónigos de Cartagena de Indias que se definían como «hijos de vecinos, conquistadores y pobladores de esta ciudad […] españoles desde la cuarta edad» encargaron al cabildo que elevara hasta el Consejo de Indias las razones de su indignación porque:

[…] se ha visto de algunos años a esta parte venir proveídos por dignidades a esta catedral portugueses e hijos de portugueses y extraños, sin que hayan llegado a merecer los hijos de ella alguna de las dichas prebendas13.

En 1688, un sacerdote procedente de España, D. Luis Mateu Sanz, había llegado a Quito con todos los documentos oficiales firmados por el rey para que ocupase una prebenda de la catedral. En vista de esa «presentación» oficial, el obispo le había dado la «colación» episcopal. En seguida, los sacerdotes quiteños habían protestado contra ese nombramiento que infringía la sacrosanta prelación. Consideraron que, al haberle dado ese beneficio a «un extranjero […] sin ser benemérito de esta provincia», el prelado había actuado de manera precipitada y contra toda justicia («atropelladamente»). Los«hijos patrimoniales descendientes de conquistadores que ganaron las Indias» encargaron al doctor D. Antonio González de Vega informar a la Corona que el nombramiento de Luis Mateu Sanz había sido «muy sensible» en toda la ciudad, ya que «los patrimoniales y beneméritos […] desnudos y hambrientos le esta[ban] mirando gozar y triunfar de los sudores y trabajos ajenos»14.

Dos años más tarde, el gobernador de Popayán elevó también al Consejo de Indias las quejas de los vecinos porque los canónigos de la catedral eran «forasteros». Dada la escasez de las rentas del obispado, no se dedicaban mucho a sus deberes, cosa que, según afirmaba, no hubiera sucedido si los prebendados hubiesen sido hijos patrimoniales. Los había y muy merecedores en la diócesis15.

La Corona no era la única responsable de ese tipo de situaciones. En 1651, el licenciado D. Juan de Bustamante y Loyola denunció al arzobispo de Lima D. Pedro de Villagómez que, cuatro años antes, habían mandado venir de la Península a uno de sus sobrinos. Apenas llegó a Lima el pariente del prelado, este empezó a prepararle el terreno para futuros y, sin duda, jugosos ascensos:

Sin más méritos de ser su sobrino, quitó a los hijos de la tierra beneméritos letrados y antiguos en servir doctrinas de indios, les quitó el oponerse al curato de la parroquia de Santa Ana de esta ciudad, porque se publicó le quería para este su sobrino […].

Para salirse con la suya, el arzobispo había organizado una oposición ficticia, con otros dos candidatos que no estaban allí sino pro forma. El tribunal ni se había preocupado en corroborar que el candidato oficial supiera quechua, como era su obligación. Más tarde, por si fuera poco, D. Juan de Villagómez había encargado también a su sobrino la «visita» de las parroquias de Lima y la de las numerosas capellanías de la ciudad, lo cual significaba para él una renta anual de unos 8000 pesos.

El firmante de esta denuncia terminaba añadiendo al soberano que ahí no paraban los abusos del prelado en esta materia. En una época en que todo lo referente a la alternativa de oficios era, como se sabe, algo muy sensible entre los criollos que la rechazaban, el autor de la carta escribía (tal vez también a manera de escarnio) que los hijos patrimoniales limeños habían llegado a pensar que una alternativa habría sido necesaria entre la familia del prelado y ellos para que no fuesen despojados del todo de algo que les correspondía enteramente:

Los hombres doctos y de virtud ven lo que pasa, no se atreven a oponer a estos curatos de españoles de Lima porque siempre es cierto pondrá el arzobispo en primer lugar a los de su casa […] pudiera haber alternativa, mas todo lo quiere para los de su casa así deudos como criados16.

Unas décadas más tarde, otro caso notable fue el del obispo del Cusco D. Manuel de Mollinedo y Angulo, aquel que, en 1678, durante el capítulo provincial franciscano, tuvo que hacer frente a la dura rebelión de los frailes criollos que están muy decididos a no aceptar la alternativa de oficios entre ellos y los peninsulares que el obispo había venido a imponer (Lavallé, 1982, pp, 1116-1123). D. Manuel de Mollinedo y Angulo tenía fuertísimas discrepancias con su maestrescuela, dos canónigos y el tesorero de su catedral. Una de las razones principales era que el prelado había venido de España con varios sobrinos y les había dado cargos que normalmente habrían tenido que ser ocupados por clérigos naturales del país.

Uno aquellos sobrinos, don Andrés, había sido nombrado secretario privado de su tío y, poco después, comisario del Santo Oficio y cura del hospital de naturales de la ciudad; asimismo, se le dotó de una renta e ingresos adicionales muy sustanciosos. Además, también fue mano derecha de su tío en las visitas de la diócesis, que desempeñaban un papel muy importante en el gobierno episcopal. Otro sobrino, don Tomás, manejaba los fondos recolectados por la Santa Cruzada. Un tercero, don Lucas, era administrador y contador de la mesa capitular; vale decir, de los diezmos. Se trataba, por supuesto, de tres cargos muy bien remunerados17.

Ese nepotismo no era ajeno a la violencia que tuvo lugar durante el capítulo provincial franciscano de 1678, por parecerles a los frailes criollos que el obispo ya había dado sobradas pruebas de cómo hacía caso omiso del derecho de los criollos.

En el mismo momento, el arzobispo de La Plata D. Bartolomé González de Poveda también hacía nombramientos que suscitaban la ira de los clérigos criollos. El 26 de octubre de 1680, el rey le escribió para decirle que acababa de ser informado de que su sobrino Bartolomé Marín de Poveda había obtenido el curato de la mayor iglesia de Potosí, cargo muy cotizado, por supuesto, ya que daba 5000 pesos al año. Sesenta candidatos se habían querido presentar a la oposición, pero terminaron desistiendo al enterarse de la intención del prelado de reservar el cargo para D. Bartolomé. Finalmente, solo otros dos opositores habían participado, pues eran necesarios por lo menos tres para que pudiese celebrarse la oposición. Si bien la carta real no censuraba explícitamente el comportamiento del prelado en ese asunto, le recordaba el derecho de prelación de los descendientes de conquistadores en ese tipo de beneficios18.

Diez años más tarde, ocurrió la misma situación. En cuanto había vacado la canonjía magistral de la catedral de La Plata, el arzobispo había propalado la noticia de que él la destinaba a otro sobrino suyo. A pesar de esa precaución, muchos candidatos criollos habían opositado, lo cual había suscitado la «indignación» del prelado. Gracias a numerosas irregularidades, este había conseguido eliminar a los dos candidatos más peligrosos para su sobrino: D. Francisco Hidalgo de Paredes y Espinosa, de la Plata, y D. Gaspar de Quiñones, de Cochabamba.

D. Diego Cristóbal Messía, quien daba todos esos detalles en una carta al rey, participaba al soberano sobre la ira de la gente de la tierra que recordaba cómo el arzobispo ya había actuado de la misma manera cuando había vacado un curato en Potosí y otro de sus parientes había sido encargado de la sacristía de la catedral19.

A finales del siglo, el incansable nepotismo de ese prelado se siguió manifestando. De esta forma, consiguió nombrar a su sobrino D. Joaquín en la canonjía penitenciaria de la catedral al cabo de maniobras eficaces. Una vez más, los otros candidatos eran criollos y sus quejas fueron muy sentidas20. Cabe precisar que el arzobispo había nombrado también a ese sobrino como «capellán de honor»21. Las reacciones airadas del clero local eran muy comprensibles ya que, según un «informe general» suscrito por el propio D. Bartolomé González de Poveda pocos años antes, el 30 de agosto de 1690, el arzobispado contaba entonces con 95 sacerdotes, entre los cuales 78 eran hijos patrimoniales y tan solo seis (entre ellos, los tres sobrinos prelado) eran nacidos en España22.

Los ejemplos que acabamos de mencionar son los más resaltantes o, en todo caso, los más documentados. Sin duda, hubo muchos más. Debido a la apabullante mayoría de los criollos y la gran escasez de peninsulares en el clero secular, los incumplimientos de la prelación distaban bastante de ser la regla, pero cuando sucedían, provocaban comentarios airados y corrían en boca de todos, porque estaba de por medio la voluntad real, y eran pruebas manifiestas del favoritismo que negociaban entre ellos los nacidos en España.

Hacia una prelación ampliada

Según escribe Solórzano Pereira, al ser la prelación un derecho que se debía por «congruencia, honestidad y buena razón» (1972, lib. IV, cap. XIX, n°11) no es de extrañar que haya sido usual ampliar su campo de aplicación, en particular por la necesidad en que se vio la Corona de premiar a aquellos que habían llevado a cabo la conquista de los reinos americanos. Este fue el caso particular de las encomiendas. Como recuerda el autor de la Política indiana (1972, lib. III, cap. VIII, n°2), en el capítulo XVII de las Instrucciones que se enviaban a cada virrey a la hora de tomar posesión de su cargo se le recordaba que debía tener «especial cuidado» en atribuirlas en prioridad «a los que hubiere de mayores méritos y servicios y después de estos a los descendientes de los primeros descubridores y vecinos más antiguos que mejor y con más fidelidad hayan servido en ocasiones pasadas».

Como a continuación indica también Juan de Solórzano Pereira, esta obligación se había precisado en repetidas ocasiones «con no menor aprieto». Él cita unas órdenes al Consejo de Indias en las que el rey había mandado que para «la provisión y nombramiento de personas para los oficios, cargos, dignidades y beneficios que para las Indias y en ellas hubieren de proveer […] prefieran siempre a los beneméritos y suficientes que en aquellas partes hubiere».

La comparación de los últimos dos textos citados revela, además, evoluciones notables: la extensión de la prelación a todos los tipos de nombramientos y también el hecho de que, si en el primero «los mayores méritos y servicios» se anteponían a todo, incluso a la exigencia de la prelación, en el segundo esta se prefería a cualquier otra consideración, ya que entonces, en el contexto americano, la palabra «beneméritos» designaba específicamente a los descendientes de conquistadores y pobladores.

El texto citado por la Política indiana no era más que la consecuencia directa de una gran real cédula que la Corona había firmado el 12 de diciembre de 1619, específicamente dedicada a la prelación. Dirigida a todos los funcionarios del imperio americano, estipulaba:

En todos los dichos oficios, provisiones y encomiendas sean antepuestos y proveídos los naturales de las dichas mis Indias, hijos y nietos de conquistadores de ellas, personas idóneas, de virtud, méritos y servicios, conforme a la naturaleza y ejercicio del uso y ministerios y oficios en que fueron proveídos, y lo mismo se entienda en favor de los pobladores naturales y originarios de los reinos y provincias de las dichas mis Indias nacidos en ellas, los cuales como son hijos patrimoniales deben y han de ser antepuestos a todos los demás en quienes no concurrieren estas calidades y requisitos.

A continuación, el rey puntualizaba que, en adelante, no se podrían dar empleos a los parientes —hasta el cuarto grado— de los virreyes, gobernadores, presidentes de audiencias, oidores y corregidores; tampoco a «criados, familiares y allegados» de todos ellos. Las mismas prohibiciones concernían a los parientes de las esposas de esos funcionarios. En compensación, algunos empleos, en número muy reducido, se reservarían a los familiares de los virreyes y de los altos funcionarios23.

Esa cédula larga y pormenorizada se puede considerar como el primer gran texto en el que la monarquía definía y sistematizaba la naturaleza y el alcance de la prelación. La mencionada cédula fue varias veces reiterada; por ejemplo, se envió de nuevo a los virreyes el 20 de marzo de 1662 y el 19 de noviembre de 1680, e incluía las precisiones que se le añadieron posteriormente.

Así, una cédula del 19 de marzo de 1623, ratificada el 23 de marzo de 1626 y el 20 de mayo de 1662, había puntualizado que las prohibiciones relativas a los parientes o allegados de los virreyes y presidentes de audiencias no se aplicaban a aquellos que eran también descendientes de conquistadores y, de una manera más general, habían nacido en América. Otra, del 24 de julio de 1672, indicó expresamente que todos los oficios y los beneficios eclesiásticos y los curatos se sometían a la misma regla24.

En 1680 se modificaron los términos de la prelación tal como la definía la real cédula de 1619. En octubre de ese año, el Consejo de Indias tuvo que estudiar un proyecto encaminado a permitir que los virreyes pudieran dar empleos de corregidores a sus parientes, allegados y amigos. Los consejeros de Indias emitieron un parecer negativo en una consulta del 8 de ese mes. Arguyeron que tal modificación podía suscitar no pocas dificultades en una época en que, en todas las provincias americanas, los criollos no dejaban de defender y exigir la estricta y completa aplicación del principio de la prelación.

Sin embargo, el soberano opinó de manera diferente. Por consiguiente, cuando el problema fue estudiado de nuevo por el Consejo el 7 de noviembre de 1680, se propuso reservar en adelante doce puestos de corregidores para quien quisiera nombrar el virrey. Los corregimientos del Perú fueron clasificados, de acuerdo con sus ingresos, en tres categorías que comprendían respetivamente 13, 18 y 29 corregimientos. Aquellos que dependerían luego de la libre elección del virrey serían, en el primer grupo, los de Azángaro y de los Condesuyos de Arequipa; en el segundo, los de Chancay, Huarochirí, Aymaraes y Cotabambas; y en el tercero, los del cercado de Lima, Camaná, Moquegua, Parinacochas, Calca y Santa25.

Prelación vs. nepotismo colonial

La insistente reiteración de esos textos reglamentarios y las precisiones que recibieron durante todo el siglo XVII son indicios significativos de sus dificultades de aplicación. Ya desde los inicios de la sociedad colonial, los españoles del Perú se habían quejado del favoritismo y del nepotismo de casi todos los virreyes y de muchos altos funcionarios de las Reales Audiencias.

A pesar de las directivas y de las advertencias madrileñas, tales prácticas no cesaron. En 1680, la restricción de la prelación en cuanto a los corregimientos del Perú no fue sino el reconocimiento oficial de prácticas arraigadas. El virrey D. Melchor de Navarra y Rocafull, entusiasta defensor de las nuevas disposiciones, hizo notar, poco después de su publicación, que era imposible para un virrey respetar las prohibiciones de nombrar a deudos y amigos que imponía la defensa de la prelación: «No pudiéndolo observar ningún virrey, se mira esta transgresión como cargo ordinario de residencia que, no pudiendo servir para la enmienda, aprovecha para la multa»26.

A comienzos del siglo XVII, las críticas al respecto habían sido muy vivas contra el virrey conde de Monterrey. En varias oportunidades, el cabildo de Lima se había quejado de su proceder. Una primera vez, sin dar más precisiones, los ediles habían expuesto al rey que, si bien los reglamentos que privilegiaban y protegían a los benemérito existían, no se los solía aplicar27. Un año más tarde, ya muerto el virrey, los cabildantes habían entrado en detalles. Hicieron hincapié en que, durante catorce meses, el difunto virrey había nombrado en diversos puestos a treinta personas de su «familia» —es decir, de su entorno más cercano o de su corte— y, además, ni siquiera había designado a tres criollos. Para ilustrar sus palabras, los firmantes daban una imagen cuya dureza dice mucho de sus frustraciones y, por lo tanto, de su rencor:

No es justo que ya que se les niega [a los criollos] el pan de la mesa como a hijos se les debe, se les nieguen las migajas que de ella se caen, que aún no se niegan a los perros28.

Explicaban, además, por qué esas decisiones del conde de Monterrey habían sido dañinas. Los que venían a acompañar a los virreyes hacían competencia a los naturales de la tierra, entre los cuales se contaban muchos «vagamundos y ociosos»; es decir, gente sin empleo. Por otra parte, los recién llegados tenían deudas, que muchas veces pasaban de 5000 o 6000 pesos, originadas por sus gastos de viaje y las necesidades de su nuevo rango cerca del virrey. Por lo tanto, estaban dispuestos a aceptar cualquier empleo, por mínimo y mal pagado que fuese —por lo menos oficialmente—, con tal de que les permitiese pagar, a costas de sus administrados peruanos, lo que estaban debiendo en España.

En un estudio muy preciso y detallado, Pilar Latasa Vassallo (1997, pp. 294-321) ha analizado ese problema en tiempos del virrey marqués de Montesclaros (1607-1615), al que el propio presidente del Consejo de Indias había escrito, aun antes de que se embarcara, para advertirle sobre las denuncias que habían llegado a la mesa del Consejo respecto a los manejos de su predecesor en ese aspecto de su gobierno.

Las páginas de Pilar Latasa son muy esclarecedoras sobre las dificultades en que se encontraban los virreyes, así como de las complicaciones —por no decir de las contradicciones— que tenían que resolver, incluso cuando eran muy conscientes del problema, y de que por esto los criollos estaban «desconsolados y mal afectos del gobierno». Tenían que cumplir, a la vez, con las órdenes y directivas, a veces no muy coherentes, que llegaban de Madrid, y cuidar de las vehementes exigencias de los criollos, pero también satisfacer a sus familiares y amigos o, sencillamente, premiar a sus colaboradores más inmediatos.

Más adelante, denuncias del mismo tipo implicaron a otros virreyes. El príncipe de Esquilache y el conde de Salvatierra no vacilaban en colocar a sus parientes y criados en detrimento de criollos con evidentes y conocidos méritos29. Algunos estudios recientes sobre las cortes virreinales se han ocupado de ese aspecto y han mostrado los mecanismos que unían poder y clientelismo —en el caso del príncipe de Esquilache (1615-1621)— e, incluso, cierto reforzamiento de este, como en tiempos del conde de Chinchón (1629-1639) (Torres Arancibia, 2014, cap. 3).

Habiendo recibido el cabildo limeño una carta de la reina regente en la que elogiaba a su virrey conde de Lemos, los ediles quisieron dejar bien claro que disentían, por lo menos en ciertos puntos para ellos esenciales, por ejemplo, en lo concerniente a los puestos de la fortaleza del Callao:

Se descuidó del todo el dicho virrey, dando plazas criados suyos por las conveniencias y comodidades que se le seguían, en que se conoce atendió más a los sueldos que percibían que no al servicio de Su Majestad y, con el mismo motivo, introdujo nuevos puestos en la milicia y en ella imperaban los dichos sus criados, sin dejar obrar a los cabos principales prácticos y ejercitados, y si no, dígalo el crecido número de plazas que ocupaban, llevando sueldos íntegramente, sin servirlas […].

Lo mismo había pasado con el aprovisionamiento de corregidores:

Los corregimientos que dio el dicho conde de Lemos a beneméritos e hijos de la tierra fueron tan pocos en todo el tiempo de su gobierno y eran de calidad que, cuando salían de haberlos servido, quedaban tan pobres y adeudados que se hallaban imposibilitados de volver a sus casas como hoy está sucediendo con algunos30.

El problema de los corregimientos era una de las principales reivindicaciones criollas, lo cual explica las reticencias de los consejeros de Indias frente a las propuestas reales del verano de 1680. Algunos meses antes habían recibido la carta de un corregidor de Arica, el peruano D. Alonso Vélez de Guevara. Tal vez aleccionado por desilusiones personales, había rogado al Consejo que vigilara con el necesario cuidado que todos los corregimientos provistos por los virreyes recayesen, sin excepción, en beneméritos de la tierra; esto es, en criollos31.

Para ser justos, también hubo virreyes que afirmaban preocuparse bastante por cumplir con las obligaciones de la prelación. Este fue el caso del marqués de Montesclaros, como se deduce a partir de los detalles que pidió a propósito de su aplicación y de las sugerencias muy interesantes que hizo en cuanto a ella32. Sin embargo, el examen detallado de sus provisiones de oficios demuestra que en realidad actuó muchas veces como los demás virreyes (Latasa Vassallo, 1997, pp. 154-162).

En ese incumplimiento de la prelación, los virreyes no eran los únicos acusados. Lo mismo se reprochaba a los funcionarios de autoridad, cualquiera que fuese su posición en el escalafón jerárquico. Así, cuando murió el conde de Monterrey, los oidores de Charcas dieron rienda suelta a su nepotismo. Se dieron prisa en nombrar a parientes y amigos en los mejores empleos provistos por la Audiencia. El yerno del licenciado Bejarano, D. Cristóbal de Bena, había estado a punto de recibir un repartimiento cuya renta anual ascendía a 4000 pesos en la región de La Paz. Como el entonces presidente Maldonado de Torres se había opuesto a dicho nombramiento, Bejarano se las agenció para que después su yerno consiguiera un corregimiento muy jugoso, el de Cabana. D. Cristóbal de Eslava, pariente político de una de las hijas del mismo oidor, recibió asimismo el corregimiento de Cochabamba; entretanto, Francisco de Rodas, otro de sus deudos, obtuvo el de Mizque. Su sobrino fue nombrado a la cabeza del juzgado de bienes de difuntos de Potosí que, como puede suponerse, manejaba fuertes cantidades de dinero. Otra persona, que le era bastante próxima e incluso, tal vez su pariente, recibió la alcaldía mayor de las minas de Oruro.

Los demás oidores no se quedaron atrás. El licenciado de Castro y Padilla hizo que su hermano fuera corregidor de Sicasica y su criado Álvaro de Moya recibió el cargo de administrador de las comunidades de Paria. Los tres tíos de su esposa pasaron a ser corregidor de Chayanta, tesorero y alcalde ordinario de Oruro. Por su parte, el licenciado Miguel de Orozco le dio el corregimiento de Carabaya a su hijo y el de Paria y Oruro, a su yerno. Por si fuera poco, el fiscal Francisco de Alfaro entregó a sus primos los corregimientos de Omasuyos y de Tomina. Eran puestos de los que se había privado a los beneméritos que los habían ocupado hasta entonces y que se encontraban ya, según palabras del expresidente Maldonado de Torres, «sin suerte ni entretenimiento»33.

Estos casos fueron excepcionales por su magnitud, en la medida en que aquella vez los oidores se aprovecharon de una coyuntura favorable, pero los juicios de residencia personales, por ejemplo, revelan un sinnúmero de situaciones parecidas. Las posibilidades y las tentaciones en las que caían los funcionarios eran numerosas, sobre todo en las regiones alejadas en donde, por las distancias, los funcionarios coloniales tenían las manos más libres y los administrados, más dificultades para poder quejarse y conseguir que se les escuchara y atendiera.

Así, en Chile, Bernardo de Amasa escribió al Consejo sobre los abusos de los presidentes interinos de la Audiencia. Como sabían que se quedarían poco tiempo en el puesto, se apresuraban en otorgar oficios al mejor postor, incluso a tenderos portugueses, y en dar encomiendas a sus parientes. Tal había sido el caso de D. Alonso de Figueroa, quien había sustituido a D. Martín de Mujica después de su muerte34.

En Popayán, en 1669, los oidores de Quito se habían enfrentado con el gobernador D. Gabriel Díaz de la Cuesta. Aquellos habían dado una encomienda situada cerca de la ciudad al hijo de su colega Losada, pero el gobernador se había negado a confirmarlo, a pesar de las amenazas, en virtud del principio de la prelación35.

En el Tucumán, a comienzos del siglo XVII, el cabildo de Córdoba dio poder a su procurador general D. Alonso de la Cámara, para informar al rey sobre la pobreza de los hijos y nietos de conquistadores de la comarca. Se encontraban sin nada con qué vivir ya que los gobernadores daban las encomiendas vacas a quien fuera de su agrado (parientes, «paniaguados», criados, «aficionados e interesados»).

Si tales prácticas no cesaban, los cabildantes proponían suavizar sus efectos de diversas maneras. Cuando alguien recibía une encomienda sin ser de una familia de conquistadores o pobladores, tenía que pagar una pensión a los criollos desprovistos de medios de subsistencia. Si esos nuevos encomenderos eran solteros, debían casarse con una descendiente de conquistadores para que así, de alguna manera, las encomiendas siguieran beneficiando a las primeras familias de beneméritos de la tierra36.

En adelante, las quejas de los tucumanos no cesarían. Un criollo de La Rioja, que prefería quedar en el anonimato, llegó a hacer una propuesta radical para poner fin a los abusos de los gobernadores:

Que los gobernadores no sean todos de España, porque solo a los de España prefieren en los oficios y puestos y aniquilan a los criollos, sino que en acabando uno de España, entre un criollo, que este sea uno de los que fueren tenientes en todas las ciudades de la provincia […] y así que acaba el gobernador, se junten todos estos que han sido sus tenientes y entre ellos mismos voten por uno de ellos y el que más voto tuviere salga ése, y que voten por los criollos37.

Dicho de otro modo, este criollo proponía que para los nombramientos de gobernador se estableciera una alternativa a las que los americanos se oponían rotundamente en las órdenes religiosas donde eran mayoritarios y no querían compartir los cargos provinciales con los españoles, precisamente en nombre de la prelación. En cambio, aspiraban a ese sistema en el caso de los cargos de gobernadores, ya que se veían totalmente excluidos de ellos38.

Cabe notar también que a veces los problemas que giraban alrededor de la prelación se daban entre criollos de diferentes provincias, lo cual no era de extrañar, pues el criollismo era, antes de todo, la expresión de un localismo exclusivista frente a los del exterior, cualesquiera que fueran.

En 1608, el licenciado Cacho de Santillana escribió sobre la miseria que reinaba en la región panameña de Veragua. Aprovechó la oportunidad para explicar que los vecinos de la región estaban muy molestos al ver que los pobres y escasos repartimientos de la zona no se les daban a ellos sino a gentes, posiblemente criollos, pero que vivían en otras ciudades de la Audiencia, en particular, por supuesto, en Panamá, donde residían los oidores39.

En Nueva Granada, quejas semejantes emanaban de los criollos de Cartagena, Mérida y otras ciudades periféricas. Sus municipios denunciaban —en general, de manera lastimera, y otras veces con virulencia y cierta agresividad apenas disimulada— el hecho de que los mejores puestos y las encomiendas de sus ciudades recayesen en habitantes de la capital del Nuevo Reino de Granada. Estos no tenían centenares de leguas que recorrer para que los oidores conocieran sus méritos y los premiasen. A la inversa, aquellos se encontraban, por eso mismo, con grandes desventajas40.