El gigante - Antonio Souto Fraguas - E-Book

El gigante E-Book

Antonio Souto Fraguas

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Beschreibung

Sebastián es un escritor en horas bajas con un pasado trágico. Quedó huérfano siendo solo un niño y aquello marcó su personalidad, arisca y pesimista. Sin apenas recursos y con una hija a la que lleva años sin ver, sobrevive en un mundo cada vez más asfixiado por la escasez de recursos, los desastres naturales y una población sin esperanza en el futuro. Su suerte parece cambiar cuando es elegido como biógrafo personal del último gigante, una especie tan magnífica como desconocida. Un viaje que le abrirá las puertas de un pasado que creía enterrado y unos sucesos que podrían alterar por completo el futuro de la humanidad.

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© Antonio Souto Fraguas

© El gigante

Ilustraciones de cubierta: Iván Ugalde Muelas

ISBN papel: 978-84-685-3554-8

ISBN ePub: 978-84-685-3556-2

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

 

Contenido

 

CAPÍTULO 1: LA PROPUESTA

CAPÍTULO 2: VIAJE AL PASADO

CAPÍTULO 3: ENTRE GIGANTES

CAPÍTULO 4: ECOS DEL PASADO

CAPÍTULO 5: LA BIOGRAFÍA

CAPÍTULO 6: EN TIERRA DE GIGANTES

CAPÍTULO 7: CLAUDIA

CAPÍTULO 8: LA NATURALEZA

CAPÍTULO 9: EL PASADO

CAPÍTULO 10: LOBOS

CAPÍTULO 11: AMOR Y PAZ

CAPÍTULO 12: TUMBAS

CAPÍTULO 13: EL MUNDO REAL

CAPÍTULO 14: CUANDO SE ACABA EL BAILE

CAPÍTULO 15: EL REGRESO

CAPÍTULO 16: TODO HA CAMBIADO

CAPÍTULO 17: PUNTO Y SEGUIDO

CAPÍTULO 18: OH, HERMANO

CAPÍTULO 19: CUANDO GOBERNABAN LOS GIGANTES

CAPÍTULO 20: LA ODISEA DE CLAUDIA

CAPÍTULO 21: NO HAY DESCANSO PARA LOS MUERTOS

CAPÍTULO 22: EL FUTURO ES GRANDE

CAPÍTULO 23: MÁS ALLÁ DE LAS ESTRELLAS

CAPÍTULO 24: LA CAZA

CAPÍTULO 25: MIENTRAS HAY VIDA, HAY ESPERANZA

CAPÍTULO 26: EL IMPOSTOR DE LAS MIL CARAS

CAPÍTULO 27: LA FAMILIA ES LO MÁS IMPORTANTE

CAPÍTULO 28: LA MARCHA DE LOS AFLIGIDOS

CAPÍTULO 29: DE GIGANTES Y HOMBRES

CAPÍTULO 30: CUANDO ALCANCE EL HORIZONTE, DESCANSARÉ

Todo aquello que alguna vez me hizo feliz

CAPÍTULO 1: LA PROPUESTA

Es una mañana calurosa, como toda la semana, y pronostican más calor para los próximos días. Los ventiladores del restaurante Lucio Visconti apenas suavizan algo el bochorno, pero algo es algo. Nadie en su sano juicio estaría en la terraza, sin embargo el parral y algo de brisa invitan a comer en el exterior.

Los escasos clientes saborean la deliciosa pasta fresca. El revuelto de calamares también tiene sus fieles seguidores. Yo me quedo con la pasta a la boloñesa, un plato tan clásico como aburrido. Aunque es una apuesta segura, tiene sus inconvenientes: por muy grande que sea la servilleta, siempre hay una maldita gota de tomate dispuesta a arruinarte la camisa.

Me limpio las gafas de sol de un asalto indiscriminado de salsa y reparo en un individuo sentado unas mesas más allá. Es un tipo de rostro aniñado y cara redonda que no me quita la vista de encima. Decido ignorarlo tras los cristales tintados, pero su insistencia empieza a ponerme nervioso. Finalmente, sucede lo que me temía. El hombre se arma de valor y se acerca a mi mesa.

—Disculpe.

Alzo la vista, perdonando la vida al pobre iluso.

—Perdone que le moleste, ¿podría decirme si es usted el autor de la biografía del Franciscano de las Heras?

Interrumpo el almuerzo y me limpio la boca.

—Sí, me ha descubierto.

—Pues quiero decirle que el lenguaje que ha utilizado en su libro es de las cosas más bonitas que he leído últimamente. Es, de hecho, el libro que tengo siempre a mano para ir a dormir.

—Gracias.

—¿Le importa que me siente? —El hombre mueve una silla y se sienta frente a mí—. Desde que mi madre falleció no había encontrado la senda de la serenidad, pero leyendo su libro…

—Disculpe, lamento lo de su madre y le agradezco el cumplido, pero estoy comiendo.

—Oh, claro, perdone, es que le he visto y no lo he podido evitar.

—No se preocupe. —Vuelvo a mi periódico.

El hombre mueve su plato a mi mesa.

—¿Qué está haciendo?

—Oh, así, comiendo los dos no se sentirá tan incómodo —añade el hombre con una ligera y nerviosa sonrisa.

Me quito las gafas tranquilamente y las dejo sobre la mesa. Le dedico una mirada que helaría la sangre a un lagarto.

—Escucha, maldito psicópata, me da igual que mi libro te provoque una erección cada vez que te vas a dormir o que te hayas pasado la vida enamorado de tu madre. Ese libro que tanto admiras es la peor obra, con diferencia, que he escrito. La vida de un maldito violador de niños santificado por la iglesia es más repulsiva que tener que aguantar tu maldita cara de pajillero un segundo más.

El hombre se queda sin habla por unos segundos.

—No le molestaré más. Ha perdido un admirador.

—Gracias, de corazón. —contesto con la mano en el pecho.

Finalmente, el hombre se levanta y se marcha indignado. Vuelvo a colocarme las gafas y continúo comiendo tranquilamente. Entonces suena el teléfono. Lo saco del bolsillo y contemplo la pantalla detenidamente. Es Pablo, mi editor. Hace meses que no sé de él, pero al menos sigue acordándose de mí, y si me llama es que tiene algo importante que contarme. Espero que merezca la pena o pronto me veré obligado a escribir artículos de mierda para revistas del corazón. Guardo de nuevo el teléfono en el bolsillo, termino lo que queda del vaso de vino con gaseosa, me limpio los labios con la servilleta y abandono el local, no sin antes escribir en el sucio papel un chiste ordinario de los que tanta gracia le hacen a Jesús, el mesonero. Quizás pronto pueda pagarle con algo más que unas indecentes líneas.

El «Ridi, Pagliaccio, sul tuo amore infranto!» de Pavarotti se cuela por la ventana como una burla descarada, la melodía perfecta para ambientar mi infructuosa búsqueda de un conjunto adecuado para la cita.Las diferentes prendas vuelan por la habitación, parezco un perro escarbando en la arena. ¿Cuándo fue la última vez que puse una lavadora? No importa, algo limpio habrá, siempre lo hay, a pesar de que mi armario parezca un contenedor de ropa usada.

Pantalones, camisas y ropa interior adornan el suelo del dormitorio, todo un muestrario de opciones para la reunión. Me pruebo un sombrero gris delante del espejo, de frente, de medio lado. Lo vuelvo a dejar en el armario. Finalmente, me calzo unos zapatos que compré para usar en la boda del único amigo que pasó por la vicaría. Apenas dos años después del enlace se suicidó. El desgraciado fue condenado a treinta años durante la dictadura verde por haber vaciado una sartén llena de aceite por el retrete, crimen que fue realmente cometido por su mujer, según me confesó, pero del que decidió inculparse como muestra de amor. Pobre iluso, su querida esposa se volvió a casar menos de un año después con su mejor amigo, un golpe demasiado duro como para plantearse la honradez de sus actos y la de su propia existencia.

Parece que la última combinación es la más adecuada. Unos vaqueros y una americana son una apuesta algo rancia, aunque no hay tiempo para más. Es hora de irse, pero antes, un pequeño detalle, ¿dónde están las llaves?

Todavía hay cierto orden que debo eliminar. Un rosario de cajones abiertos y almohadones por el suelo dan fe de mi desesperación, sin embargo siguen sin aparecer.

Busco en todas partes. Claudia siempre las dejaba en el mismo sitio, costumbre que yo no compartía en absoluto. Siempre he sido distraído y desordenado y es algo que nada ni nadie ha conseguido cambiar.

En la encimera de la cocina. Bajo los papeles del escritorio. Vísteme despacio que tengo prisa. En el salón, bajo el sofá, en los abrigos colgados del recibidor. Pablo podría cancelar la cita y llamar a otro escritor y no está el horno para bollos. De acuerdo. No pasa nada. Es hora de irse. Ya entraré por la ventana, y con un poco de suerte me abro la crisma por imbécil.

Abro la puerta y están colgando de la cerradura. Menos mal. Quizás se me esté yendo la cabeza. Ya puedes cerrar la maldita puerta, Sebastián, y salir cagando hostias.

Veinte minutos más tarde llego a la editorial, un vetusto edificio en la parte vieja de la ciudad. En los últimos años ha habido una avalancha de nuevos negocios, especialmente galerías de arte. La zona antigua se ha convertido en un circo plagado de escaparates de cuadros, esculturas y objetos raros cuyo único fin es el de ahuyentar al comercio clásico del barrio y alejarlo al extrarradio, o hacerlo desaparecer para siempre. Ahora está todo más limpio, sí, pero también más caro. El precio de la gentrificación.

Subo los tres pisos sin ascensor del edificio. Me lo tomo con calma, no quiero llegar sudando y jadeando, y tampoco quiero vomitar encima de mi editor, hay confianza, pero no tanta.

Me cruzo con una mujer de veintipocos y el jadeo y el cansancio desaparecen. Me saluda, la saludo, no la conozco, o sí. Es la hija del portero, no puede ser, está enorme, pero la oreja le ha delatado, un perro le arrancó el lóbulo de la oreja izquierda cuando era pequeña. Está tremenda la niña, cómo ha crecido.

Entro en el apartamento. La puerta de roble de siempre cuyas bisagras anuncian mi presencia. El pasillo de siempre. El hilo musical de siempre. El suelo de madera me delata cada vez que piso mientras paso por las diferentes oficinas. Un notario, unos abogados, un psicólogo… y una pequeña editorial. Lluvia de letras, así se llama desde que abrió sus puertas hace más de veinte años. Antes había una especie de recepción, pero hace tiempo que la quitaron para recortar gastos; probaron con una recepcionista virtual pero alguien la hackeó y comenzó a decir guarradas a todo el que entraba por la puerta.

Lo normal es llamar a varias puertas hasta dar con la correcta, los números que indican el despacho son apenas visibles y no es raro toparse con alguna persona perdida entre tanto negocio. Es lo que me pasó a mí, hace ya unos cuantos años, al esperar delante de la puerta que pensé era la editorial y toparme con un tipo saliendo del lavabo. No puedo negar que su ubicación casi coincide con la de la propia editorial, al fondo a la derecha.

Decido entrar de todas formas en el aseo para ver mi aspecto. Es un cuarto pequeño. Apenas hay un váter con un pequeño lavamanos y un espejo. Sigue el mismo cesto para revistas, por si fuera necesaria una estancia algo más prolongada. No las han actualizado desde que abrieron la oficina. Me siento en la taza y las ojeo. Principalmente son de decoración. Hay una revista de televisión que anuncia los programas de antes, los que solo los ignorantes veían, otra de chismes y cotilleos. De entre todas, la portada de una muestra una lápida en un cementerio, grabado en piedra se lee «Los gigantes». La revista contiene un extenso reportaje de la extraña enfermedad que acabó con toda la especie. Paso las páginas y doy con los titulares: «El 80 % habrá desaparecido en los próximos 20 años». Aquí se quedaron cortos. Otro titular dice: «Los síntomas en los humanos son los de un resfriado, pero en los gigantes son una condena a muerte». Fotos de gigantes enfermos, cadavéricos, postrados en camillas. Es desagradable, una especie de casi cuatro metros de altura absolutamente desahuciada, no quiero seguir. Aunque piense que mejor que no estén, en cierto modo me apena que se hayan ido. Cierro la revista. Salgo del aseo y llamo a la puerta de la editorial, justo la última del pasillo.

Entro y saludo a Angie, la secretaria. Poco habladora, tímida, el flequillo demasiado largo le tapa la frente, ha engordado. Un llamativo grano en la nariz delata sus pecados con el chocolate. Su novio le ha dejado, ¿cuántos van ya? A quién le importa. La hija del portero, joder, qué buena estaba.

—Hola, Angie, ¿está…?

—Buenos días, Sebastián. Está al teléfono, pero me ha dicho que puede entrar.

La saludo con un gesto y una media sonrisa. No deseo mirar ese grano, a punto de reventar. Entro en el despacho. Pablo está al teléfono con el manos libres. Me indica que me siente.

—No nos puede demandar por nada. La biografía está aprobada por su familia.

—Lo que dice es que no hubo quorum.

—No entiendo qué quiere ese idiota. Haber estado más pendiente de su tía, no presentarse así, después de treinta años, exigiendo un pedazo del pastel. ¡Vamos hombre!

—Ya, pero hay que cubrirse las espaldas.

—Habla con Felipe, a ver qué te dice y me cuentas.

—Vale. En cuanto sepa algo te llamo.

—Adiós. —Pablo resopla.

—¿Todo bien? —pregunto.

—Sí, sí. Lo mismo de siempre. La gente quiere dinero sin dar un palo al agua.

—El deporte nacional —sentencio.

Pablo se reclina en el asiento y cruza los dedos bajo la barbilla—. ¿Y bien? —continuo—. ¿Qué es eso tan urgente que querías contarme?

Pablo duda un instante. Comienza a buscar sobre la mesa llena de papeles. Mira por los cajones, ficheros, cuadernos, bajo la agenda. Encuentra al fin un sobre abierto. Extrae un documento y me lo muestra. Lleva un membrete señorial, parece un escudo que no acierto a identificar.

—Cuánta intriga.

—Lee.

—«Muy señor mío. Le escribo desde la residencia del Señor de las Tierras del Este.

»Don Viktor desearía disponer de sus servicios como biógrafo personal. Para tal efecto, querría que fuera Sebastián Baena el encargado de dicha labor.

»Por supuesto, deseamos que este encargo se lleve con la máxima discreción.

»Háganos saber el momento más oportuno para mantener una reunión».

Me reclino en el asiento. Pablo me observa exultante.

—¿No se llamaba así uno de esos tipos tan grandes?

—El gigante. El último gigante. Y quiere que tú seas su biógrafo.

—Creí que ya no quedaba ni uno.

—¿Y bien?

—¿Qué?

—¿Te interesa?

—No sé, me pillas de sorpresa. Ya sabes qué opino de esos personajes. ¿No hay otro disponible?

—Sebastián, quieren que seas tú el que la escriba.

—¿Yo? ¿Por qué quieren que sea yo?

—No lo sé, pero es el cliente y no puedo decir que no.

—Vaya. Nunca lo hubiera creído. ¿Cuándo le vas a llamar?

—Ya lo he hecho. Mañana por la mañana irá un coche a buscarte.

—No me gusta nada que hayas tomado la decisión sin esperar mi respuesta, y menos meterme prisa —protesto visiblemente molesto.

—Te pago el doble. Gastos cubiertos y un porcentaje de las ventas.

Medito la propuesta vagamente, tan pronto la desecho como la acepto. La hija del portero. No, céntrate. Estás divagando de nuevo.

—¿Sabes lo que daría un escritor por ser elegido biógrafo del último de los gigantes? Esta es la oportunidad de tu carrera.

—No lo sé, ya conoces mi pasado.

—Llámalo terapia de choque.

—Déjame pensarlo.

CAPÍTULO 2: VIAJE AL PASADO

Las paredes blancas de la carpa se mueven con el viento y la lluvia. Con su traqueteo incesante, millones de gotas improvisan una suerte de marcha de tambores que hace acallar la fiesta que trascurre en el interior.

Al lado de una mesa observo a una niña vestida con un traje blanco, tiene el cabello negro recogido en una coleta. Está jugando con un perro, un chihuahua que salta para tratar de coger el trozo de solomillo que la niña le niega.

Mis ojos se cierran por momentos y una ligera sonrisa dibuja con gracia un breve momento de felicidad. Mi dulce Claudia, la prima que se ha apropiado de mis sueños, la única razón por la que he venido con estos estúpidos pantalones cortos.

Apoyo la cabeza sobre unos abrigos mientras la gente baila. Es la boda de mi tío, el pequeño de cuatro hermanos. Mamá se acerca y me acaricia la cara.

—Nos vamos a casa ya, mi cielo. Tu padre se está despidiendo de los tíos.

Mamá me coge en brazos y me cobijo en su hombro. Papá está fumando un puro con su hermano, el novio, y varios invitados más. Ríen y beben mientras bailan. Miro a Claudia que sigue jugando con el perro, le lanza el trozo de carne y este lo coge al vuelo y lo devora con inusitado frenesí.

Claudia levanta la cabeza, me mira, me sonríe y me dice adiós con la mano. En sus labios leo un «hasta mañana». Claudia, mi amor.

Mamá sale corriendo para no mojarse. Llueve bastante. Fuera de la carpa hay unas cuantas mesas con manteles de cuadros. Una ristra de bombillas iluminan tenuemente la zona desierta. Mamá me mete en el coche y me tapa con un abrigo. Me acaricia el pelo y me besa en la mejilla.

—Voy a buscar a tu padre y ahora vengo. —Me regala su dulce sonrisa y se marcha.

El sonido de la lluvia hace que me adentre cada vez más en el sueño. Arriba, a través de la trampilla del techo, veo las ramas de los árboles que se iluminan con un relámpago.

No me asustan las tormentas. Por el contrario, me gusta ver los rayos surcando el cielo, parecen ríos de luz arañando el firmamento.

Los párpados me pesan, se cierran lentos, apenas los vuelvo a abrir para ver la tormenta una vez más. Otro relámpago, el último. De pronto creo ver una silueta entre las ramas, un rostro cubierto por una capucha, el sueño debe haber llegado ya y se mezcla con la realidad. Otro relámpago me confirma que no estoy soñando. Lo vuelvo a ver, apenas distingo su cara pálida entre el follaje. Es un gigante. Entonces avanza.

Me incorporo y me pego a la ventanilla. Lo veo entrando con una estampida en la carpa, apartando la lona blanca de una sacudida. Lleva en su mano una enorme estaca. De un golpe salen tres invitados volando, otros tantos por el otro lado. El pánico se apodera del banquete mientras la música sigue sonando.

A golpes, el gigante aplasta todo lo que se mueve. Las mamás se abrazan a los niños para protegerlos, pero no hay piedad para los más débiles.

Claudia corre con el perro en brazos y se oculta bajo una mesa. El chucho se revuelve y corre hacia el gigante ladrando enloquecido. Le muerde la pantorrilla por si sirviera de algo. El gigante le suelta un palazo y el chucho termina destrozado sobre unas mesas del fondo. La mesa del DJ queda hecha añicos tras un mazazo. El gigante arranca el poste central de la carpa y sale del tumulto. La carnicería queda entonces oculta bajo la lona blanca, amordazando los gritos de los aterrorizados invitados.

El gigante golpea sin cesar todo aquello que se mueve. Como si estuviera sacudiendo el polvo de un colchón viejo. Los lamentos y los gritos cesan. Ahora es el agua quien impone su monótono discurso.

Entonces cesa en su ataque, agotado. Jadea bajo la lluvia y mira a su alrededor. Por un momento dirige la vista hacia los coches aparcados. Me agacho con la esperanza de no haber sido descubierto. Han pasado apenas unos segundos cuando me asomo de nuevo. Ya no está.

De pronto me encuentro solo. Ya no hay alegría, ni risas, ni música, solo la lluvia que golpea la carpa. Salgo del coche temblando. Camino lentamente hacia lo que queda de la celebración. La lona es ahora una alfombra llena de bultos, algunos se mueven despacio, otros se hayan inertes. Un quejido rompe el silencio, luego otro. Los vivos empiezan a inundar la zona con sus lamentos.

—¿Mamá…? ¡Mamá!

Entonces, veo frente a mí la enorme sombra proyectada del gigante alzando el pesado tronco para aplastarme. No me atrevo a moverme, estoy paralizado. Grito.

Me incorporo de golpe en la cama. Miro el reloj en la mesita de noche. Son casi las tres de la mañana. Estoy sudando. Me paso la mano por la cara y me reclino mientras recupero el aliento. Cojo el móvil y escribo a mi editor.

—Lo haré.

El tren circula veloz por las vías. A cuatrocientos kilómetros por hora estaré algo menos de dos horas aquí sentado. También estaba disponible el hyperloop, «¡más rápido que una bala!», al menos así reza la publicidad, pero me apetecía disfrutar del trayecto y en veinte minutos no da tiempo a ver nada.

Intento buscar el agujero de los malditos auriculares. Creo que es este, ahora el desafío es meter la clavija en él. Dios, ¿por qué los harán tan pequeños? ¿No podían ser bluetooth? Ahora todo es inalámbrico, pero parece que los equipos de audio de los trenes todavía van por cable. ¿Qué les costará? Odio los cables, siempre encuentran la manera de enredarse. Métete, maldita clavija. Joder. Ya no tengo el pulso que tenía, mis recaídas en el alcohol han pasado factura.

Un chaval sentado frente a mí me pide la clavija con un gesto. Se la doy sin dudarlo. Con tranquilidad, enchufa el condenado cable y le doy las gracias. Me fijo en él, es un joven de veintipocos, pelo corto y arreglado. Vuelve a la lectura del libro que tiene entre manos: La fortuna de los idiotas. Me sorprende que lea ese libro, una crítica a la política del populismo y cómo a lo largo de la historia se han cometido las mayores barbaridades alentadas por los mayores idiotas. Al menos existe gente joven que se interesa por entender el presente estudiando el pasado. El hechizo se rompe cuando le llaman al teléfono y es el himno de un equipo de fútbol lo que suena. Contesta con un «Dime, cari… no… te dejao las bragas donde siempre, para que no se las coma Chuchi».

Pese a mi optimismo inicial y mi pesimismo final, prefiero pensar que las apariencias engañan y que este personaje de verborrea desconcertante tiene la sana intención de aprender algo sobre la historia de la política y los vergonzosos mamarrachos que han intervenido en dilapidar su reputación. En la actualidad, no ha cambiado mucho el panorama. Seguimos gobernados por idiotas.

Eso me recuerda al juicio que se produjo tras la noche del gigante. Todo el proceso se convirtió en un circo mediático. La gente arengaba e insultaba a aquellos que defendían a los gigantes; siendo el culpable uno de ellos, significaba meter a toda la especie en el mismo saco. Incluso hubo manifestaciones tanto a favor como en contra de los gigantes. Tampoco faltaron las teorías conspiratorias sobre una mano negra para inculpar a los escasos supervivientes que todavía pululaban por el mermado país. Yo lo vivía traumatizado desde casa de mis tíos. Creo recordar que fue el hermano de Viktor el condenado por la masacre. No recuerdo su nombre. Lo pude ver una vez más tras aquella noche, ataviado con la misma sudadera, tras un cristal de espejo. Todavía puedo ver su cara, igual a la de un niño asustado. Si me hubieran puesto a cualquier otro lo habría condenado igual. Para mí, un gigante era un gigante, visto uno, vistos todos.

Al ser una especie en peligro de extinción, no se le pudo aplicar la pena capital como clamaban las hordas apostadas en el exterior del juzgado. Así que fue condenado al destierro de por vida en una isla, con todos sus movimientos controlados por satélite.

Nunca llegó a su destino, un grupo extremista colocó una bomba en las bodegas del barco en el que era trasladado y este se hundió a seis mil metros de profundidad. El lugar se considera una parada obligatoria para los cruceros que atraviesan la zona, alimentando la curiosidad de los más morbosos. Algunos incluso todavía escupen por la borda al pasar.

La música clásica sigue sonando en mis oídos cuando el joven que tengo enfrente me despierta. Alzo la vista algo confuso. Ya hemos llegado.

Me dirijo a la zona de maletas del principio del vagón y cojo la mía tras esperar a los pasajeros que se agolpan como buitres a recuperar sus enseres, ni que les fuera la vida en ello. Ya estoy en el andén.

Al salir de la estación, me topo con un hombre de traje oscuro, delgado, de rasgos angulosos y bigote negro y poblado. Sostiene una tableta con mi nombre. Me aproximo a él.

—Soy yo, Sebastián.

—Buenas tardes, señor Sebastián. Mi nombre es Pedro. Me han asignado para llevarle a las dependencias del señor Viktor. ¿Ha tenido un buen viaje?

—Sí, es magnifico cuando duermes casi todo el trayecto y al despertar te das cuenta de que no te han robado la cartera.

—Todo un gesto. Deje que le coja la maleta.

—Gracias.

—La residencia se encuentra a una hora en coche, así que habremos llegado antes de que se ponga el sol.

—Estupendo.

Pedro introduce mi maleta en el maletero de un Citroën tiburón impecable.

—Vaya, magnífico coche.

—Viktor es amante de los clásicos.

—No se ven muchos por ahí.

—Efectivamente, solo quedan seis circulando. Viktor posee tres de ellos.

Nos metemos en el coche. Impecable. Pareciera que acaba de salir de fábrica. Un detalle llama mi atención. Una pequeña cámara estereoscópica de burbuja está situada en el techo, justo entre los dos asientos.

—¿Y esa cámara? ¿Qué utilidad tiene?

—Ahá, el señor Viktor dispone de un sistema de telepresencia hecho a su medida. No solo admira el coche por fuera, sino que lo disfruta también al volante.

—¿Quiere decir que tiene una especie de videojuego que simula la conducción de este coche?

—Es algo más sofisticado. Quiero decir que él conduce este coche a distancia guiándose por la cámara.

Me quedo un rato digiriendo sus palabras. Frunzo el ceño. Miro la cámara sobre su cabeza. Pedro arranca el vehículo.

—¿Esta antigualla la puede conducir solo?

—Bueno, más bien a distancia. No es autónomo como los de ahora. Siempre tiene que haber alguien que lo dirija.

—¿Me está usted vacilando?

Justo cuando me abrocho el cinturón, el vehículo se pone en marcha con un derrape y sale a gran velocidad del aparcamiento. Pedro se reclina en su asiento con las manos apoyadas tras la cabeza. Mis ojos están abiertos como platos. Me agarro de cualquier manera al asiento.

—Póngase cómodo y disfrute el viaje.

El tiburón se incorpora a la autopista haciendo gala a su apelativo. Veo que la cámara gira hacia mí. Debo parecer un perfecto idiota, estrujando la tapicería de cuero con una mano y agarrando la puerta con la otra.

—Si no le importa, preferiría que estuviese pendiente de la carretera.

No sé si escucha lo que digo, pero no me gusta que me observen un par de ojos artificiales que deberían estar mirando la calzada. La cámara gira de nuevo y enfoca hacia delante.

—Gracias —acierto a decir.

La palanca de cambio se mueve autónoma hacia la quinta marcha.

—¿Qué motor es este? No suena nada.

—En realidad es un vehículo eléctrico. Los motores de gasolina, como sabe, están prohibidos. La palanca de cambios ha sido modificada para transmitir la sensación de cambio de velocidad, pero tiene solo una función estética.

—Vaya juguetito.

—El señor Viktor es un nostálgico del siglo pasado, pero hay que cumplir con la ley.

El coche circula suave por la autopista. Me inquieta ver que Pedro no está a cargo del vehículo, parece un funambulista sin red. Una vez me quedé dormido en un taxi autónomo tras la presentación de uno de mis libros y al despertar me encontré sentado en un banco, sin cartera ni móvil. Luego me llegó una multa por haber vomitado en el vehículo y haberlo dejado inutilizado para el siguiente cliente. Lo peor fue que me fui solo a casa, eso, o fue mi acompañante la que me desvalijó y me dejó tirado en la calle. Hubiera sido aún más patético.

Abandonamos la autopista y nos metemos por una carretera comarcal. Ahora el paisaje cambia y circulamos por caminos rurales. Casas destartaladas se mezclan con chalets de propietarios pudientes. Caballos que corren por el prado, vacas descansando a la sombra de los árboles. Me agrada estar en el campo, alejado de la toxicidad de las grandes ciudades.

De pronto, el vehículo emite un pitido intermitente. Con rapidez, Pedro toma los mandos del coche y se echa a un lado. El pitido languidece en segundos hasta que el Citroën queda totalmente en silencio en el estrecho arcén.

Los sonidos del campo se hacen protagonistas. Una vaca se acerca curiosa mientras mastica un matojo de hierbas.

—¿Algún problema?

Pedro murmura algo que no acierto a entender.

—El problema de adaptar un coche así a las exigencias de circulación es que corres el riesgo de que algo salga mal. Especialmente cuando se trata de algo tan personalizado y exclusivo como un Citroën DS de 1968.

—¿Y ahora qué hacemos?

En ese momento suena un aviso en su móvil. Pedro lo saca del bolsillo y observa la pantalla.

—Viene un coche a buscarnos.

—¿Estamos muy lejos?

—A una media hora.

—Podría haber sido peor. Si esto ocurre en mitad de la autopista lo mismo nos hubieran pasado por encima un par de camiones. —Pedro no presta atención. Escribe compulsivamente en su teléfono—. Voy a estirar las piernas.

Abro la puerta y salgo no sin algún problema. Mi metro ochenta es un poco excesivo para la altura del vehículo.

Estiro las piernas y los brazos. Hace una temperatura suave. Estamos en abril y el verde es el color dominante. Los árboles lucen sus mejores galas y los insectos se dan un festín de polen en un banquete de flores.

Me acerco a la vaca, un ternero a su lado me mira con recelo. Da un par de pasos hacia atrás para situarse al amparo de su madre.

Arranco un puñado de hierbas que crecen a lo largo del cercado y se las ofrezco al bóvido. Lenta y decidida se acerca mamá vaca y tras un breve olfateo me las arranca de las manos. Levanta la cabeza y me mira complacida mientras rumia los vegetales. Nuestras miradas se unen en perfecta comunión, es su forma silenciosa de dar las gracias. Mi fantasía queda hecha añicos cuando empieza a mear a chorro. Suena igual que el grifo abierto de una bañera. Sin duda, mi presencia le relaja y me lo demuestra con una soberana cascada urinaria que parece no tener fin. Me sorprende la multitarea de masticar, mirar atentamente a un extraño y miccionar que tiene el animal.

El pequeño ternero me saca de mi desilusión y se acerca a curiosear. Arranco un puñado más y se lo ofrezco. Tras olerlo un instante, se da media vuelta y se aleja dando saltos. Al menos este no me ha regalado ningún desecho.

Dejo la chaqueta en el coche y camino por el arcén hasta un prado cercano. Los alcornoques crecen al azar por estos prados contiguos al País Gigante. Antaño era una zona prohibida. Solo los valientes y los insensatos se aventuraban a campar por estas tierras. Ahora son dominio de vacas y ovejas.

A veces se acercan curiosos, armados con sus detectores de metales, a escudriñar el subsuelo en busca de tesoros. Recuerdo una noticia, hace ya años, de que no muy lejos de aquí halló un pastor un osario de gigantes, enterrados con sus pesadas espadas, collares, pulseras y puntas de lanza. Toda una familia yacía sepultada bajo dos metros de tierra. Tras unas fuertes lluvias, la empuñadura de la espada quedó al descubierto e hizo tropezar al despistado pastor, lo que permitió descubrir los vestigios de un pasado hasta entonces desconocido.

Pero, sin duda, lo que saltó a la portada de los periódicos de aquella época fue el hallazgo, junto a los restos de la familia gigante, de una familia humana, lo que permitió reescribir la historia de la relación entre humanos y gigantes, datando una hermandad que se creía reciente a tiempos mucho más lejanos.

Tras la noche del gigante me obsesioné con estos seres. Leía compulsivamente todo lo que caía en mis manos sobre ellos. Quería entender por qué me habían dejado solo en el mundo, hallar una explicación a la barbarie, pero nunca obtuve ninguna respuesta, todo lo que que aprendí de ellos contradecía lo que me sucedió.

Desde la antigüedad, los gigantes han formado parte de la imaginería de escritores, pensadores, filósofos y poetas, que han descrito con crudeza los episodios, la mayoría inventados, del encuentro de los humanos con ellos. Criaturas reservadas, no fue hasta la apertura de hace dos siglos que la relación entre ambas especies se formalizó, dando paso a una de las épocas más bellas de cooperación, solidaridad y entendimiento.

Me acerco a un alcornoque rugoso y firme. Debe tener varios siglos, como todos los que crecen por estas tierras. Es un tipo de alcornoque autóctono de la zona, de un tamaño algo mayor y de una longevidad de hasta quinientos años, casi el doble que su pariente más cercano.

Me siento al pie del árbol y me apoyo relajado en su rugoso tronco. En el horizonte se divisa la famosa Cordillera de los Gigantes, bautizada así por su imponente silueta y por hacer de frontera entre el mundo de los gigantes y el nuestro. Se respira un aire fresco y limpio y hasta me complace haber tenido el percance con el coche y poder así disfrutar de la tranquilidad de un entorno tan agradable.

Por lo que sé, Viktor viene del último linaje de gigantes que hay sobre la tierra, tras su muerte no quedará nadie, su legado y leyenda desaparecerán con él. Se dice que tiene casi trescientos años, unos setenta para un humano, pero su verdadera edad sigue siendo un misterio. No hay texto que lo atestigüe ni humano que la corrobore. Se lo preguntaré personalmente.

Nunca lo he visto en persona, tan solo en algún periódico, y la foto no ha sido jamás lo suficientemente nítida como para hacerme una idea. Y no es que devore al que se atreva a fotografiarlo, es que ha demandado a más fisgones, periodistas, fotógrafos y demás cotillas que cualquier personaje que se recuerde. Siendo el último gigante, no me extraña.

Me quedo meditando mis pensamientos y cierro los ojos con la esperanza de no ser víctima de algún himenóptero. Poco a poco, la realidad se mezcla con el subconsciente y, al final, me quedo profundamente dormido.

—Señor Sebastián, disculpe.

—Oh, sí, ¿qué hora es?

—Son casi las ocho. Ha dormido cerca de una hora.

—Vaya, ¿tanto?

—Ha venido un coche a buscarnos. Lamento que no haya llegado antes.

—No importa. Dormir en el campo es un placer, a pesar de los bichos.

Caminamos hacia el coche que nos han traído. No pinta bien. Es un viejo Dos Caballos.

—Veo que al gigante le gustan los coches antiguos.

—Señor Sebastián, si no le importa es preferible que use su nombre de nacimiento. No hace falta que le llame de usted, puede llamarlo simplemente Viktor.

—Disculpe, no quería ofenderle.

—No se preocupe. En cuanto al coche, tiene usted razón. Viktor es amante de la simplicidad de los coches antiguos. Menos propensos a fallar y más fáciles de reparar.

—Opino exactamente lo mismo. ¿Este también lo conduce Viktor?

—Este no, además, tiene el motor de explosión original, aunque está restringido a circular hasta cien kilómetros al mes y solo en carreteras comarcales.

Nos acercamos al Dos Caballos. El conductor es un hombre mayor, rondando los sesenta aunque mal llevados. Es corpulento y con una prominente barriga. Lleva un mono de jardinero bastante sucio. No dice nada. Se diría que es mudo, o quizás se ha hartado de hablar con la gente. No me extraña. A veces me cae mal todo el mundo y desearía ser el único habitante de este maltrecho planeta, pero solo a veces, el resto del tiempo lo paso pensando en cosas más agradables. La hija del portero, por ejemplo.

Por fin nos ponemos en marcha en el ruidoso vehículo. Parece mentira que siga funcionando, crucemos los dedos.

Hemos llegado a las diez de la noche. Empleamos casi hora y media en lo que debería haber sido media; sumando el tiempo que hemos perdido desde que salimos de la estación han sido casi cuatro horas. Toda una hazaña. Esperemos que Viktor no sea tan imprevisible como los autos que finalmente me han traído hasta aquí.

El coche ha entrado renqueante en el palacio a través de un camino de arena hasta la puerta principal. Desde la ventanilla he podido hacerme una ligera idea de la construcción, un edificio de grandes ventanales y estructura cuadrangular.

En otros tiempos, esta era la última frontera antes de la gran cordillera. De hecho, los diferentes imperios que fueron ocupando el continente en la antigüedad quedaban siempre delimitados por estas montañas, último bastión de sus conquistas. Ningún ejército ha intentado siquiera atravesar esta frontera.

Mejor hubiera sido para los gigantes que el contacto con los humanos hubiera seguido siendo una excepción. Su condena empezó el día que firmaron el tratado de mutuo entendimiento. «La gran apertura», como se bautizó en los periódicos de la época, acabó por matarlos. No por conflicto con los hombres, ni tan siquiera por la gran guerra, de la que, por cierto, en breve se cumple el segundo centenario de su final, sino por la pandemia que trajeron los humanos. La enfermedad aniquiló en unas pocas décadas lo que el hombre había intentado durante milenios. De poco sirvieron los doctores y científicos de entonces, el mal que acabaría con ellos fue tan misterioso que ni las investigaciones actuales han podido hallar respuesta.

El aire es húmedo y corre una ligera brisa de marzo. Pedro saca la maleta.

—Pedro, usted que le conoce bien, ¿cómo es Viktor?

Pedro se lo piensa un instante.

—Es difícil, pero fácil.

—Gracias por la aclaración.

—Gánese su confianza y respeto y lo entenderá.

No tengo edad para acertijos y ambigüedades. Culpa mía por preguntar.

Una puerta de cuatro metros de alta luce negra. Parecería la entrada de una cueva si no fuera por la aldaba que cuelga en su centro. Una portezuela se abre a un lado de la principal y de ahí sale a recibirme un sirviente menudo de algo más de metro y medio.

—Buenos días, señor. Bienvenido a la casa del vizconde de las tierras del este.

—Ya, sí. Gracias.

—Lamento el infortunio. El señor vizconde desea que le transmita sus más sinceras disculpas.

—No pasa nada.

—Deje que le coja la maleta. Sígame, por favor.

No hay escaleras, todo está en la única planta del palacio. El vizconde decidió esta configuración cuando la edad empezó a mellar sus débiles rodillas. Así me hace saber el pequeño sirviente.

Un largo corredor discurre a la derecha; es donde los huéspedes tienen sus habitaciones. Al final del amplio pasillo se encuentra la habitación de Viktor a juzgar por el tamaño de la puerta.

El sirviente me acompaña hasta la puerta de mi habitación, de tamaño normal. Dispone de una mirilla, como la de un hotel, y está decorada de una forma sencilla y acogedora.

Me recuesto en la cama cansado del viaje. Apenas un instante después me incorporo y me acerco a la ventana. En el horizonte se vislumbra la gran cordillera, débilmente iluminada por la luna.

Dicen que los gigantes nacían dentro. Cuando las montañas crujían con estruendo era porque uno de ellos había salido de su interior. Criados dentro de una montaña, hijos de la tierra…, muy poético, aunque por entonces era más bien el infierno el que los gestaba, o eso decían las malas lenguas.

Leyendas como esta se escuchaban por todas partes. Como la que hablaba del hambre voraz de los gigantes en sus primeros años, que se alimentaban de aldeas enteras no dejando ni tan siquiera las ratas. Antiguamente, además, los asesinos y violadores que se ocultaban por las esquinas justificaban sus actos como fruto de la locura por haber sido testigos de los más horribles crímenes y horrendeces cometidos por los gigantes; quedaban exculpados así de la pena capital y en su lugar eran encerrados de por vida. Estos episodios no hacían más que alimentar un temor absurdo e infundado basado en la más absoluta ignorancia.

El sirviente me ha informado de que el vizconde no se encuentra en casa, pero que si regresara, me daría cuenta. Espero seguir despierto cuando así sea.

Escribo en mi diario estas y otras leyendas sin constatar la realidad que se asoma en ellas. La muerte de los gigantes supuso para muchos un duro golpe, parecido a la pérdida de un ser querido, un sentimiento de orfandad que favoreció sin embargo una corriente conciliadora entre las naciones. La historia nos enseñó que nuestra supervivencia estaba ligada a la de los gigantes y su desaparición sería nuestra condena.

Tan absorto estoy en mis pensamientos que no distingo el sonido de algo parecido a un camión entrando en el palacio. Ahora el portón principal retumba cual trueno al cerrarse. Me incorporo expectante. Un golpe tras otro resuena como un mazazo, pero son pasos.

Mi corazón se va a salir del pecho y mi respiración es agitada. Es más el comportamiento de un roedor que el de un hombre adulto. Avanzo en silencio hasta la mirilla. Un paso más, otro paso… Por el orificio distingo la débil luz de una lámpara. Un cuadro sin gusto de dos caballos blancos en un lago cuelga de la pared. De pronto, su cara arrugada, su ojo de un azul profundo lleno de vasos sanguíneos miran a través del orificio de la puerta. Casi me caigo de espaldas del susto.

—Buenas noches, Sebastián —saluda el gigante tras la puerta.

Me quedo unos segundos en silencio tratando de recomponerme de la impresión.

—Buenas noches —contesto finalmente.

El gigante se aleja por el pasillo. La cerradura de su puerta se retuerce pesada, las bisagras languidecen con un chirrido y luego la puerta se cierra de un golpe que hace retumbar el palacio entero.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 3: ENTRE GIGANTES

 

 

 

Por la mañana, unos golpes en la puerta me despiertan. Es el sirviente. Viktor me espera en el comedor en media hora, me dice. No es mucho tiempo, suficiente para una ducha rápida.

Tras la ducha me visto, escojo unos calcetines negros y me subo los pantalones vaqueros de color azul. Me acerco al espejo del baño y me aderezo el pelo más o menos con las manos. Luzco bastante bien. A pesar de la pésima vida que he llevado, no estoy tan mal. Me calzo unos zapatos negros y miro por la ventana. La habitación da a la parte trasera del edificio. La abro y me asomo. Un soplo de aire fresco me acaricia el rostro. Qué bien se respira aquí.

Quizás debería haber intentado regresar a la casa de mis padres, pero desde aquella noche ya nada volvió a ser lo mismo. Con los años, el pueblo se fue vaciando. Muchos de los que murieron eran de la misma zona y sin ellos el municipio entero quedó sentenciado al abandono. Siempre he querido volver, aunque sea de visita, pero no mantengo mis promesas, ni siquiera con mi hija.

Bueno, ya es hora de irme, tengo una cita con un gigante.

Tras salir al pasillo veo al fondo la habitación de Viktor. La puerta está entreabierta. Me acerco atraído por la curiosidad. Al llegar casi puedo ver a través de la rendija. La abro un poco más. La puerta chirría un instante, ¿es que no hay una maldita puerta que no suene? No hay nadie, o al menos así lo creo. Empujo algo más y veo sobre la colosal cama las enormes cabezas de dos osos grizzli, el movimiento de la puerta les ha puesto en guardia, grave error, la curiosidad mató al gato, o más bien a Sebastián. Me alejo lentamente caminando de espaldas y emprendo la huida. Puedo oír cómo sus cuerpos de seiscientos kilos saltan de la cama y comienzan a perseguirme.

Mi habitación está cerrada, ¿qué cojones…? Paso de largo y salgo a la sala que hay al otro extremo del pasillo. Abro las puertas de par en par y me topo de bruces con el gigante. Está sentado de espaldas, imponente como una descomunal escultura. Tiene el pelo blanco recogido en una coleta. Se gira lentamente y me observa tras las gafas sin apenas inmutarse.

Detrás aparecen los osos. Se abalanzan sobre mí y me arrollan sin contemplaciones. Continúan su alocada carrera y se lanzan a las piernas del gigante que ríe y los zarandea igual que a unos cachorros.

El gigante se incorpora, su imponente figura me deja sin palabras. Aparta a los plantígrados a un lado, pero estos insisten en sus juegos hasta que él alza la voz, grave y poderosa como el claxon de un camión. Los osos cesan de inmediato sus juegos y se retiran a un extremo de la sala. El gigante vuelve a sentarse y me invita a la mesa, cuidadosamente preparada para mi llegada.

Las sillas son enormes. Tienen un pequeño escalón para facilitar la subida. Me siento al borde. Parece que estoy en una azotea. Mis piernas cuelgan y no puedo dejar de sentirme algo ridículo aquí arriba.

El gigante, o mejor dicho, Viktor, me observa. Me incomoda lo vulnerable que me siento ante su presencia. Esboza una ligera sonrisa. Su cara surcada de arrugas son un mapa de los siglos que las han curtido, un relieve de cordillera, de hijo de la montaña.

—¿Has descansado bien? —pregunta con su atronadora voz.

—Estupendamente, muchas gracias por acogerme.

—No acostumbro a desayunar con mis invitados.

—Gracias, me siento halagado —acierto a decir algo nervioso.

—Pero ya que vas a ser mi biógrafo me veo en la obligación de hacer una excepción.

—Quiero decirle que me honra mucho haber sido elegido para tal propósito.

—No me hable de usted, por favor. Como te he dicho eres mi biógrafo. Sobran los formalismos.

—Claro, disculpe. Perdón, disculpa.

—No pasa nada. He leído la biografía que hiciste del rey Jorge.

—Ah, ¿sí?, ¿te gustó?

—Por eso te he traído. La historia en sí es más bien una adaptación de los hechos que describe.

—Ah, ¿no crees que fuera verídico lo que escribí? Me documenté ampliamente para…

—Aún no he terminado. —Interrumpe con una mirada que casi hace que me orine encima.

—Disculpa, claro.

—Decía que lo que detallas en el libro no es más que lo que el difunto rey quería que escribieses. La mayor parte de lo que relatas no pasó como te han contado. Por ejemplo, la muerte de su esposa e hijo recién nacido, una desgracia y bla, bla, bla… Él ordenó que los mataran. A ella por adúltera y al vástago por bastardo. Y, por supuesto, el incauto amante que quiso creer que su chantaje le llevaría lejos, al fondo del mar, precisamente. —El gigante golpea con el índice la mesa con un golpe seco que hace temblar la cubertería.

—Yo, no sabía nada de eso, tengo que fiarme de la palabra de mis clientes. Solo escribo…

—Lo que te dicen que escribas, lo sé, y no te he contratado para que me pongas en un pedestal. Lo he hecho porque me gusta cómo lo haces, cómo eres capaz de ensalzar a los más mezquinos, darle la vuelta a su miserable existencia y hacer que su lectura sea algo que merezca la pena.

—Te ruego me disculpes, pero no entiendo para qué quiere mis servicios. No me considero un vendido. Me considero un escritor.

—De ficción, tus biografías son mera ficción. Podría enumerar una a una las mentiras que te han hecho escribir esos embusteros. Sus vidas han sido tan mezquinas como la del peor de los chacales que hay pudriéndose en la más remota prisión.

—¿Y qué es lo que quieres de mí? ¿Qué quieres que escriba de ti?

—¡La verdad! —Viktor se levanta bruscamente. Los osos se incorporan de un salto y se apartan asustados—. Disculpa mi temperamento. Solo quiero que sepas que no voy a adornar con mentiras ningún hecho del que haya sido protagonista. Cuando la historia me juzgue, quiero que sea con la verdad por delante.

—¿Crees que mis clientes eran culpables de sus tragedias?

—Todos somos culpables, Sebastián —dice con una mirada que hace que me hiele la sangre—. Te veo en media hora en la puerta. —Tras esas palabras, Viktor se retira a su habitación, seguido de sus inseparables mascotas de seiscientos kilos.

De pronto me he quedado solo en el imponente salón. Todavía me tiemblan las piernas. Respiro profundamente un par de veces, le doy un último sorbo al café y me retiro.

Media hora más tarde, salgo del edificio por la entrada principal. Hace un día agradable. Viktor me espera jugando con los osos.

El entorno del palacio es amplio y despejado. El césped se ve cuidado con esmero por los jardineros, que se afanan en podar los grandes setos desde una plataforma motorizada. Todos y cada uno de ellos detienen sus quehaceres ante la presencia del gigante y agachan la cabeza tal y como lo harían ante un rey. Los osos le siguen alegres en su paseo. Viktor agarra una de las múltiples sillas ajadas que hay desperdigadas por el terreno y la lanza a unos cincuenta metros hacia el jardín. Los plantígrados corren felices por el llano, parecen perros en lugar de osos.

Nos dirigimos hacia la parte trasera del palacio. Llegamos a las cocheras. Pese a que lo que pueda parecer, el gigante no parecía tal en su terreno. Todo estaba hecho a su tamaño, más bien la sensación es que todos los que allí trabajan son enanos u hombres pequeñitos. Sus coches también están hechos a su escala. Posee tres deportivos, dos vehículos todoterreno y hasta una motocicleta. El gigante me cuenta que por los pelos había obtenido el permiso de circulación de los coches, pero que estaba obligado a circular con ellos con las mismas normas de un camión de gran tonelaje.

Me invita a subir a un formidable Lexus todoterreno. Al ponerme al volante automáticamente me traslado a mi infancia, cuando jugaba a conducir el coche de mi padre, girando el volante cual timón de barco y con los pies colgando del asiento. Un recuerdo de mi padre que creía olvidado, alegre y triste a la vez. Dicen que la nostalgia se nutre de la apatía, y seguramente tengan razón.