El guardián del faro - Anna Ihrén - E-Book

El guardián del faro E-Book

Anna Ihrén

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Beschreibung

La oscuridad otoñal ha caído sobre la costa sueca. En el albergue de la isla de Hållö se aloja Karl Ström, analista de la policía, que ha ido a pasar unos días allí para poder terminar un encargo sin que le molesten. Sin embargo, sus planes se ven frustrados cuando encuentra a una mujer muerta en las frías aguas de la famosa ensenada de Mármol. La fallecida resulta ser Tricia Andersen, hija del embajador estadounidense en Suecia, por lo que el interés mediático internacional sobre la investigación es enorme. El caso se convierte en la prioridad número uno de la policía de Gotemburgo, que asigna la investigación a Sandra Haraldsson y Dennis Wilhelmson. Debido a una serie de coincidencias, el propio Karl Ström se convierte pronto en el principal sospechoso y su pareja, Lisa, comienza a investigar por su cuenta para intentar exculparlo, a pesar de que cada vez más indicios apuntan hacia él. Al mismo tiempo, las pesquisas de la pareja de policías señalan hacia el antiguo faro de la isla, que, atendido por los fareros y sus familias, protegió durante más de un siglo a los navegantes que surcaban las aguas frente al cabo Sote Huvud. Sandra y Dennis comienzan a preguntarse si podría haber algún vínculo entre alguno de los antiguos fareros y la víctima, Tricia Andersen. “El guardián del faro” es la intrigante continuación de la serie “Asesinato en Smögen” y el cuarto libro tras “El morador de la playa”, “El pescador en el hielo” y “El barón del arenque”. Si te gustan las novelas negras nórdicas, no te pierdas las historias policiacas de la autora superventas sueca Anna Ihrén.

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El guardián del faro

Asesinato en Smögen

Anna Ihrén

Traducido por María José Vázquez

Título original: Fyrmästaren

© Anna Ihrén, 2022

Traducido por: María José Vázquez

© de esta edición: Word Audio Publishing International/Gyldendal A/S, Copenhagen 2022

Klareboderne 3, DK-1115

Copenhagen K

www.gyldendal.dk

www.wordaudio.se

Diseño de cubierta: Emma Graves

ISBN 978-91-80347-08-2

Esta es una obra de ficción. Todos los personajes, organizaciones y eventos retratados en esta novela son productos de la imaginación del autor o se utilizan ficticiamente.

Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

¡Gracias!

Mamá y todas las mujeres de los faros suecos a lo largo de la historia.

Las olas saltaban la borda y le salpicaban el rostro. En el mundo del que ella procedía, el amor no era una alternativa. Elegir a un hombre guiándose por el corazón era inconcebible. Habían elegido por ella y habían conseguido un éxito total desde un punto de vista práctico y económico: los padres de ella ocupaban cargos públicos; los de él tenían dinero. ¡La pareja perfecta! Todos estaban satisfechos. Menos ella.

Su corazón jamás se curaría, pero, gracias a las cicatrices, las paredes de los ventrículos se harían más fuertes. Más resistentes. Quizá habría logrado sobrevivir, aunque no tuviera lo único que deseaba de la vida. Pero entonces se le presentó una oportunidad. Una oportunidad que no pudo dejar pasar y que se convirtió en parte de ella. La invadió una embriaguez por todo el cuerpo que era como burbujas interminables. Había aprovechado el momento y jamás se arrepentiría. Disfrutaba de que nadie aparte de ella se enteraría jamás. Tampoco la vida que crecía en su interior. Una vida que ya amaba más que a sí misma. En realidad, había conseguido todo lo que deseaba, salvo por un detalle, pero podía aprender a vivir sin ello si no le quedaba otro remedio.

Dejó que el viento le golpeara las mejillas. Pero algo no iba bien. Alguien la empujó contra la barandilla y empezó a tirar de la cadena de plata que colgaba de su cuello. Forcejeó e intentó defenderse. Luchó por la vida que llevaba dentro, no solo por sí misma. Pero la cadena le apretó aún más el cuello y se desplomó en la cubierta.

1

El ferri de Hållö avanzaba hacia la salida del puerto deslizándose sobre el agua frente al muelle Smögenbryggan. Las tres mujeres que iban sentadas en la proa se alternaban para hacerse fotos. El capitán Bertil las observaba mientras fingía ocuparse de los botones en el panel de instrumentos del barco.

—Me alegro un montón de que hayáis podido venir —afirmó Katrin—. Era casi imposible encontrar un finde libre en vuestras agendas.

—Lo importante es que ahora estamos aquí —dijo Pia, moviendo la cabeza para recolocarse el cabello, aunque la creciente brisa se lo alborotaba a cada momento.

—¿Me haces una a mí también? —preguntó Annelie, tendiéndole su móvil a Pia.

—¡Venga! —la animó Pia—. Inclina la cabeza. Así, exacto. No tiene que parecer que vas a un entierro.

Annelie, que se había divorciado hacía un año, puso la sonrisa más amplia que consiguió, pero no costaba darse cuenta de que seguía triste.

—Venga, chicas, vamos a ser amables —las reconvino Katrin.

Bertil pilotaba la embarcación con seguridad entre los escollos que reposaban bajo el agua. Cuando el mar estaba en calma, era fácil ver los bajíos, pero, en cuanto se encrespaba con el viento, costaba detectar los peligros; al menos, para el ojo inexperto. Jamás se cansaría de contemplar primero Smögen a sus espaldas y después Kungshamn. Desde pequeño, había dedicado los veranos a hacer el trayecto de Smögen a Hållö y de regreso, desde la mañana hasta la noche. Primero, acompañando a su padre y, luego, solo. El resto del año transportaba a grupos con reserva previa, como hacía en ese momento. Incluso a finales de octubre, aún eran muchos quienes querían pasar una o dos noches en el albergue de la isla, Utpost Hållö.

Ese era su penúltimo viaje del día; después se marcharía a casa, en el barrio de Bredaberg, en Smögen, donde lo esperaba su mujer. Los viernes solía acercarse a la pescadería de Gösta a comprar. Ya se imaginaba el aroma de las cigalas frescas. Las tres mujeres a las que llevaba habían reservado el regreso para el domingo, aunque Bertil se preguntaba para sus adentros si se aguantarían tanto tiempo entre ellas. El día antes había transportado a una pareja de artistas que les impartirían un taller de pintura creativa por las mañanas. Pero, teniendo en cuenta la cantidad de vino y cerveza que parecían haber introducido las damas en su equipaje, a saber cómo acabaría el fin de semana. Las había ayudado a subir las elegantes bolsas de viaje al barco y, si el tintineo no procedía de botellas de zumo, no hacía falta ser demasiado listo para entender que las bolsas pesaban tanto porque iban cargadas de bebidas alcohólicas.

—¿Cuándo llega Trissan? —les preguntó Annelie a las demás.

—Seguro que ya está allí. El yate de lujo de su padre no es precisamente lento —contestó Katrin, a cuyo padre Bertil conocía de la Asociación de Amigos del Faro de Hållö.

—¿Es que no puede viajar como el resto de los mortales? —inquirió Pia.

—¿Quieres decir en transporte público? —respondió Katrin.

Las tres se echaron a reír y, de repente, pareció que se había roto el hielo entre ellas. Bertil vio que buscaban alejarse de las preocupaciones cotidianas, el trabajo y las obligaciones, y obsequiarse con un fin de semana de risas entre copas de vino y sin despertador. Solo faltaba que la última chica, a la que habían llamado Trissan, también llegase a Hållö para completar el cuarteto.

***

Cuando la oscuridad otoñal caía sobre Sotenäset, a veces Dennis tenía la impresión de que el día casi no existiese. En la comisaría, donde los fluorescentes iluminaban los pasillos, no solía pensarlo, pero, junto al mar, la oscuridad y la luz eran factores que influían de manera decisiva en el ambiente. La falta de luz natural les afectaba a todos. Dennis confiaba en que tomar algo con Sandra después del trabajo sirviera para levantarle el ánimo a su compañera.

—Me cago en la leche, ¡vaya tormenta! —maldijo Sandra, ajustándose la rebeca.

—Juras como un carretero —observó Dennis.

—¿De dónde vendrá esa expresión? —preguntó Sandra.

Dennis no contestó. Estaban sentados en el restaurante de Gösta junto a una de las ventanas mientras el viento y la lluvia golpeaban contra los cristales.

—Ya falta poco para noviembre —comentó Dennis.

—Para ti será más bien Movember —señaló Sandra, en alusión a la iniciativa de que los hombres se dejen bigote en noviembre para recaudar fondos para la salud masculina, y añadió—: ¿Este año volverás a recortarte la barba y dejarte bigote? El bigote te queda de veras ridículo.

—A algunas chicas les gusta —se defendió Dennis—. ¿Tomarás fish and chips?

—Como siempre.

—¿Vino o cerveza?

—Una copa de blanco —contestó Sandra.

—¿Estás enfadada?

—No.

—¿Y por qué estás tan gruñona?

—No estoy gruñona, solo cansada —replicó Sandra, bostezando artificialmente.

—¿Cansada?

—Mmm.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Dennis después de haberle pedido a uno de los camareros.

—No, pero ahora mismo me parece una lata trabajar aquí, en Kungshamn. Pensaba que me ofrecerían un puesto en Gotemburgo en otoño.

—Seguro que surgirá otra oportunidad. Camilla Stålberg te adora, ¡salta a la vista! Quizá porque eres tan dulce. —Dennis puso una mueca ridícula, como si intentara parecer una chica mona.

—¡Corta el rollo, anda!

—Es absurdo. No somos más que siervos —filosofó Dennis.

—¡Siervos! ¡Sí que tienes vocabulario!

—¡A ver si dejas ya de estar malhumorada!

—Solo me pregunto cómo voy a aguantaros a ti y a Stig en la comisaría hasta Navidad.

—Y, además, eres mala —la pinchó Dennis.

—¡Menos mal que tengo a Helene! —suspiró Sandra.

Un camarero les trajo las barquetas con el pescado frito recién hecho y una deliciosa mayonesa casera. Tras unos bocados y un par de sorbos del vino blanco, las facciones de Sandra se relajaron.

—Perdona. Cuando el azúcar me…

—Sé perfectamente qué pasa cuando te baja el azúcar. Me alegro de que ya te encuentres mejor. Basta un poco de comida y de alcohol para que todo vuelva a su cauce. En realidad, es bastante fácil hacerte feliz.

—No estés tan seguro.

—Nunca estoy seguro cuando se trata de ti.

En eso oyó el sonido de que llegaba un mensaje a su móvil. Era Victoria, que le recordaba que tenía que quedarse con los niños mientras ella iba a yoga. Dennis contuvo la respiración. Lo había olvidado por completo. Le daba un poco de respeto cuidar de sus dos sobrinos él solo. Tenía que convencer a Sandra de que lo acompañase, así podían pasar los dos una hora con Theo y Anna antes de ir a la velada de relatos en el islote de Hampholmen, a la que la había invitado él.

—¿Te parece bien que vayamos a casa de mi hermana y nos quedemos un rato con Theo y Anna antes de la velada de relatos?

—No se me ocurre nada más divertido —replicó Sandra, rezumando sarcasmo, pero a continuación le guiñó un ojo.

A veces, Sandra podía desquiciarlo, pero el trabajo era más divertido con ella o, en todo caso, eso quería creer.

***

En Hållö, el viento había comenzado a soplar con fuerza. Katrin abrió la puerta de la entrada del albergue y, cuando les llegó a ella y a sus amigas el calor del interior, le dio las gracias mentalmente a la antigua construcción. Ella estaba acostumbrada a las tormentas en el mar, y el frío tampoco era un obstáculo. Simplemente se ponía la ropa adecuada al tiempo y disfrutaba de los cambios bruscos que, en ocasiones, podían sorprender a quienes no conocían bien la costa. Pero sus amigas de juventud no estaban hechas de la misma pasta que ella; en el barco, ya había notado que Annelie tiritaba como un pajarillo.

—Yo me quedo con la habitación que esté más cerca de la cocina —declaró Pia.

Que Pia estaría a cargo de los fogones lo daban todas por sentado. Siempre era así. A la hora de servir la comida, rugiría como una osa si no la ayudaban al momento a poner la mesa y, sobre todo, si no se sentaban puntualmente.

—¿A qué hora cenaremos? —preguntó Katrin—. ¿Nos da tiempo a dar un paseo antes?

—Id vosotras —propuso Pia—. Ya lo preparo yo todo. ¿Qué os parece si nos vemos a las seis? A lo mejor Trissan ya se ha dignado a aparecer para entonces.

Katrin y Annelie eligieron habitación, dejaron sus bolsas y luego volvieron a ponerse los gorros y las bufandas antes de salir al aire frío pero agradablemente salado. Estaba oscureciendo y ya solo se distinguía la silueta del símbolo por excelencia de la isla de Hållö: el faro rojo y blanco que, desde 1842, había guiado a los barcos que navegaban por las insidiosas aguas frente al cabo Sote Huvud. En el pasado, los fareros tenían una responsabilidad vital. Si alguno de los empleados estatales no mantenía una llama suficiente en la linterna, ya fuera por descuido o por haberse quedado dormido, y ese error hacía encallar una embarcación, estaba castigado con la pena de muerte. En Suecia no había llegado a aplicarse nunca, pero ¿a quién se le ocurriría tentar a la suerte? No cabía duda de que las horas de trabajo eran muchas para los guardianes de los faros, pero la pena había sido lo bastante eficaz como para que todo el personal velase por mantener encendidos los faros a lo largo de la costa.

Bajo el banco de nubes que se situaba sobre sus cabezas como un casco, vieron refulgir el sol sobre el horizonte; había aparecido de la nada como una bola de fuego roja.

—Es precioso —dijo Annelie, y se quedó inmóvil.

Un conejo que aún no había mudado al pelaje de invierno pasó brincando a toda velocidad cerca de ellas.

—¿Quieres ver la ensenada de Mármol? —preguntó Katrin, quien conocía la isla como la palma de su mano. Su padre, que era miembro de la junta directiva de la Asociación de Amigos del Faro de Hållö, era quien le había recomendado el taller de pintura. A las amigas les había caído bien la pareja que lo impartiría. Ninguna de ellas tenía la ambición de llegar lejos en el mundo del arte, pero probar algo nuevo durante unas horas y luego paladear un guiso delicioso acompañado de un buen vino era un plan tan apetecible que a ninguna se le ocurrió mejor forma de pasar un fin de semana largo sin la familia. Al fin estaban en la isla y, tras una estupenda velada de chicas, el curso comenzaría a la mañana siguiente, después del desayuno.

***

Cuando Sandra y Dennis entraron por la puerta, descubrieron que la planta baja de la casa de Victoria estaba inundada de piezas de Lego, flores de collares hawaianos y coches de todos los tamaños, la mayoría equipados con neumáticos gigantes. En la mesa, Theo y Anna se afanaban en comer los espaguetis a la boloñesa, que les embadurnaban toda la cara y habían teñido el hule blanco de color naranja.

—¡Qué bien que hayáis podido venir! —exclamó Victoria—. La clase empieza dentro de media hora y tengo que salir pitando. —Le dio la cuchara de Anna a Sandra, quien no había llegado a quitarse el abrigo.

—¿Por qué no me habré puesto un traje impermeable? —se lamentó Sandra.

—La práctica hace al maestro —replicó Dennis, y se sentó junto a Theo, quien comía solo con razonable éxito—. Si le das de comer a Anna y limpias la mesa, yo recojo el salón.

—Me parece estupendo —aceptó Sandra—, si lo hacemos justo al revés. —Se levantó, le dio la cuchara y se encaminó al recibidor para dejar el abrigo.

Al cabo de un rato, ya no quedaban juguetes por el suelo ni en la mesita del centro, y las caritas de Anna y Theo, una vez limpias de la salsa boloñesa, recuperaron su tono rojo manzana. Hasta el hule volvió a ser blanco gracias a un paquete de toallitas húmedas.

—¿Por qué no llevamos siempre encima toallitas húmedas? —preguntó Dennis.

—Si quieres, a partir de ahora puedo comprártelas —rio Sandra.

Theo y Anna se habían sentado junto a la caja de Lego. Ahora que las piezas estaban recogidas y ordenadas, el interés por jugar con ellas había vuelto a aumentar. Esparcirlas por el suelo era una de las diversiones máximas y, en cuestión de minutos, las coloridas piezas volvieron a cubrir parte del salón.

—¡Uf, qué duro esto de los niños! —suspiró Sandra.

—Deberíamos ser capaces de aguantar una hora —juzgó Dennis.

—Yo no estaría tan segura —murmuró Sandra, y se dejó caer en el sofá. La comida y el vino del restaurante habían cumplido su función y ahora tenía sueño.

Los dos niños treparon al sofá, se colocaron cada uno debajo de un brazo de Sandra y apoyaron la cabeza en su vientre. Al poco, dormían los tres.

Dennis se sentó a revisar el correo electrónico de trabajo en el móvil. Ni Helene ni Stig habían notificado nada nuevo, por lo que cabía suponer que las tareas se mantenían dentro de lo cotidiano y no necesitaban ayuda. Recostó la cabeza en el respaldo del sofá y pensó que ya podía disfrutar del tiempo libre. Si tener hijos era así, podía imaginarse dar el paso muy pronto, aunque no tenía ni idea de cómo enfrentarse al reto de encontrar pareja para formar una familia. Hasta ese momento, las cosas le habían ido muy mal en ese sentido y, a veces, se preguntaba qué problema tenía.

El sonido del teléfono lo despertó de sus cavilaciones. Era un número privado.

—Dennis Wilhelmson, policía de Kungshamn, ¿dígame? —contestó.

—Hola, soy Johanna Dahlström. Disculpe si le molesto, pero han entrado a robar en mi tienda de chuches.

—¿La de la calle Sillgatan?

En verano no era raro que se pasasen a diario por la tienda que estaba al lado del Surfers Inn, que ahora tenía nuevos propietarios y había pasado a llamarse The Barn. La salud no salía nada beneficiada de esas visitas, pero las piernas de la mayoría de los isleños y de los turistas ponían rumbo de manera automática a aquella pequeña institución en algún momento del paseo por el muelle Smögenbryggan a última hora de la tarde.

—Sí, exacto.

—Voy enseguida.

Dennis colgó y se dirigió al recibidor.

—¿Te encargas de los niños, Sandra? No tardaré nada.

Al salir se encontró con Victoria en el porche, que lo miró sorprendida.

—Un robo —aclaró Dennis—. Vuelvo enseguida y, entretanto, Sandra se las arregla sola de maravilla.

A Victoria se le dibujó sin querer una arruga escéptica en la frente, pero lo dejó salir.

***

A Annelie le pareció que el agua transparente de la ensenada de Mármol no resultaba tan tentadora como si fuera un día de verano; aun así, al ver el fondo de arena clara y la excelente visibilidad, era fácil entender el magnetismo que aquel lugar ejercía sobre los turistas estivales. Katrin les había hablado de los días despejados con el viento en calma, cuando la isla se llenaba de amantes de la naturaleza de todos los rincones del mundo. Estaba claro que visitar el faro de Hållö y darse un chapuzón en la ensenada de Mármol eran actividades indispensables, pero mucha gente también aprovechaba para ver las marmitas de gigante y los lugares históricos que habían sido relevantes durante la Segunda Guerra Mundial. Annelie no sabía si les daría tiempo de verlo todo ese fin de semana, pero a ella le interesaban más los restos históricos que bañarse. Contempló tiritando a Katrin, que estaba quitándose el abrigo, el jersey y los vaqueros.

—Llévate mi ropa, por favor. Nos vemos en la playa de allí abajo —dijo Katrin, y rio al ver la cara de susto de su amiga.

Hacía al menos un mes que habían retirado las escaleras de baño, de modo que tuvo que saltar desde las rocas, desde donde describió un elegante arco para zambullirse de cabeza en el agua helada. Annelie apretó el paso todo lo que pudo. Las rocas eran lisas, pero caminar sobre ellas exigía gran cuidado y llegó sin aliento a la playa de cantos blancos situada en el interior de la bahía y de difícil acceso. Era el único punto donde Katrin podría salir del agua.

—Toma, ¡sécate con mi jersey! —Annelie se quitó una de las múltiples capas que llevaba bajo el abrigo, y añadió—: Estás loca. ¿Es que todavía no ha aparecido nadie que te meta en cintura? Ya no nos falta nada para los cuarenta.

Katrin arrugó la nariz en su dirección y agitó la cabeza para quitarse el agua de su larga melena oscura. Annelie sabía perfectamente que Katrin nunca le había dado mayor importancia a la edad, tampoco a la hora de elegir a los hombres que podían interesarle; le daba igual cuántos años más o menos tuviesen.

—¡Ha sido espectacular! —rio—. Ahora lo que quiero es un buen whisky, y seguro que Pia ya tiene lista la cena.

En cuanto Katrin se hubo vestido, regresaron deprisa al albergue. Era típico de Katrin querer escandalizar y llamar la atención, pensó Annelie. Probablemente nunca maduraría. Annelie oyó el sonido de que llegaba un mensaje a su móvil. Seguro que era Anders, que querría saber dónde estaban los monos de invierno de los críos. El frío se había intensificado muy rápido durante los últimos días de octubre y las heladas nocturnas pronto cubrirían el paisaje, aniquilando todo lo que había vuelto a florecer durante el inusualmente cálido otoño, como si fuese la primavera y no el invierno lo que se aproximaba. Incluso los pájaros habían cantado como en los días luminosos de principios de junio, cuando la vegetación alcanzaba el nivel máximo de savia. Echó una ojeada al teléfono y vio que ya eran las seis. El mensaje, sin embargo, no era de Anders, quien seguía preguntándoselo toda la semana que le tocaba tener a los niños; era de Pia, que, en mayúsculas, las informaba de que la cena casi estaba lista y les preguntaba cuándo pensaban dignarse a volver. Annelie contestó que tardarían un minuto. Esperaba que Pia hubiera cocinado una buena cantidad. Había tenido una jornada laboral muy intensa y, luego, tuvo que correr para llegar a tiempo al barco. En su estómago ya no quedaba ni rastro del almuerzo y tenía un hambre canina.

Puerto de Hållö, verano de 1891

Sus rizos rubios se arremolinaban en el viento y le hacían cosquillas en las mejillas. Riendo, Hedvig se tocó el lazo para comprobar que seguía en su sitio. Cogió a su hermano pequeño de la mano y lo condujo por el lado interior del muelle hasta empezar a subir por las rocas. Su madre, que llevaba a su hermana pequeña en brazos, se giró e hizo una inclinación de cabeza para agradecerle que se encargase del niño, que aún no conocía los peligros del mar y de las escarpadas rocas.

—¿Vamos a vivir en esta isla? —Hedvig había alcanzado a su madre, que los esperaba un poco más arriba en las rocas.

Su madre asintió, sonriendo.

—Padre será farero jefe aquí —contestó, orgullosa, y continuó la marcha mientras sus faldas barrían el granito rosa a cada paso que daba.

—Entonces, ¿viviremos en el faro? —preguntó su hermano mayor, que los adelantó corriendo.

—No, allí. —Madre señaló la más grande de las casitas rojas que se erguían en un prado tras un muro. Hedvig oyó unas risas infantiles y pensó que serían los hijos del farero segundo.

—¿Dónde está padre? —preguntó Hedvig.

—Ya está trabajando en el faro, pero bajará a cenar luego —respondió madre, y siguió caminando.

Hedvig paseó la mirada por las formas suaves de las rocas y el faro rojo y blanco. Era la construcción más bonita que había visto jamás. En lo más alto, una llama lo iluminaría y salvaría a marineros cada noche, le había contado padre, que había sido farero segundo en Klövskär y auxiliar en Väderöbod. Ahora, ¡al fin ocuparía el puesto de farero jefe! Cuando sus padres se lo explicaron a ella y a sus hermanos, los ojos de padre brillaban y madre no dejaba de soltar risitas como una niña. Desde ese día, madre era la esposa del farero jefe de Hållö. Y Hedvig tenía como misión ayudar a que la mudanza a la isla saliera bien. «Ahora eres la hermana mayor», le había dicho madre. En primavera cumpliría siete años y empezaría a ir a la escuela de la isla, que se ubicaba en la casa del farero jefe, pero contaba con entrada propia. En el aula había doce pupitres. Allí recibirían clase su hermano mayor y ella.

Su madre se detuvo ante la entrada en el muro que conducía al prado donde estaban las viviendas. Se puso en cuclillas y cogió a Hedvig suavemente de los hombros.

—Hedvig, ahora somos tú y yo —le dijo, mirándola cariñosamente a los ojos.

Hedvig asintió. No estaba segura de entenderla, pero había visto cómo madre, con la barriga enorme, ayudaba a padre a vigilar el faro en la isla de Väderöbod cuando él tenía que coger el barco para ir a tierra a hacer recados, de modo que quizá sí que la entendía. En Klövskär, Hedvig ya la había ayudado a cuidar de su hermano pequeño y a cocinar, barrer y limpiar la caballa mientras el pequeño dormía. A su hermano mayor no se le veía el pelo por casa; pasaba el tiempo jugando en las bahías, ayudando a padre a cargar y descargar el barco o recogiendo leña de brezo. Quizá madre se refería a eso, a que Hedvig era su única ayuda para todo, salvo para atender el faro, tarea de la que solo podían encargarse ella y padre. Hedvig se estiró y le sonrió a su madre.

—Madre y yo —dijo, sonriente y orgullosa.

Su madre la abrazó y avanzó a grandes zancadas hacia el porche de la casa.

2

Love Hedberg se puso la chaqueta que colgaba en el respaldo de la silla. No le gustaba abandonar la estación meteorológica, pero, cuando llamó a la puerta la mujer que se había presentado como Pia para invitarlo a cenar, no supo decir que no. La fiambrera que tenía para el viernes por la noche sería una experiencia culinaria al nivel de comer un trozo de cartón salteado en el wok con un poco de salsa de soja. De hecho, era su única queja respecto al puesto. Le encantaba su profesión y estar solo —o casi solo— en lugares prácticamente desiertos, pero la comida dejaba mucho que desear. Su compañera, Sofie, empezaría su turno ahora. Había sido ella quien le había insistido en que aceptara. «Vete a comer con las chicas», le había dicho, y él había cedido de mala gana, más que nada para no parecer antipático.

Sofie Tidén era la mujer perfecta: también meteoróloga y, además, despiadadamente directa. Justo lo contrario que él. Jamás se le había ocurrido ponerse a charlar con chicas como Sofie y, fuera del mundo de los meteorólogos, apenas se relacionaba con nadie. Nadie entendía de qué hablaba y, aparte, no solía salir de las estaciones donde estaba destinado: vivía, comía y trabajaba allí. Solo iba a casa en Navidad, Semana Santa y para el solsticio de verano; era cuando su madre quería verlo para, al menos, poder decirles a las amigas que ella y su marido tenían un hijo normal al que le gustaba celebrar las fiestas con su familia. En realidad, él habría preferido quedarse en su puesto, pero algo lo impulsaba a darle el gusto a su madre. Ahora avanzaba con paso familiar sobre las rocas que tan bien conocía. El trayecto hasta el albergue era corto y llegó enseguida.

En cuanto abrió la puerta, lo recibió un calor que le recordaba al de un hogar. Olía a romero, carne a la parrilla y ajo. Sintió cómo emergía en su interior una intensa hambre, fruto de varios meses de alimentación poco nutritiva. Era evidente que echaba de menos un buen plato de comida, aunque no había sido consciente hasta ese momento.

—Bienvenido, Love —lo saludó Pia, quien lo había invitado hacía solo un rato.

Alrededor de la mesa estaba reunido un grupo considerable de personas. No conocía a nadie aparte de a Pia, pero fue dándoles la mano tímidamente uno a uno.

—Ya estamos todos —dijo otra mujer del grupo que se había presentado como Katrin, y se levantó de la silla—. Bueno, todos menos Trissan. Será que a los ricos les gusta llegar tarde para hacer una entrada triunfal. Como siempre, Pia ha hecho comida para un regimiento y, como siempre, estamos rodeadas de gente que no conocemos de nada. Pero hay suficiente para todos, así que ¡disfrutadlo! Hemos venido a Hållö, la isla de mi infancia, con la intención de hacer nuestros pinitos en las bellas artes. —Dirigió su copa y su mirada hacia la pareja de artistas que las instruirían durante el fin de semana.

—¡Servíos, por favor! —intervino Pia, quien temía que el discurso se alargase demasiado. Todo el mundo parecía tener hambre y ella no estaba dispuesta a permitir que la comida se enfriara, sería un pecado.

Love comenzó a servirse. Cogió pan y lo troceó para mojar primero en el tzatziki y luego en la salsa de tomate en la que estaban bañadas las albóndigas de ternera y que olía de maravilla. La condimentación estaba inspirada en la gastronomía griega. El vino regó las gargantas secas de los comensales y, al cabo de un rato, el volumen de la conversación había subido tanto que Love ya no era capaz de oír nada en medio del barullo. Pero la comida lo tenía entretenido y estaba disfrutándola al máximo. Para variar, también tomó vino y probó la cerveza griega. Al día siguiente, ya vería cómo se las arreglaría; en todo caso, Sofie, su rebelde diosa meteorológica, le había prometido sustituirlo en el primer turno de la mañana, igual que él había hecho tantas veces por ella. Quizá esa noche se atrevería a mostrar sus sentimientos un poco más.

***

La tienda de chuches de la calle Sillgatan era el destino principal de todos los críos en verano. Primero, una vuelta por el muelle Smögenbryggan para ver los barcos amarrados y, luego, a comprar golosinas: ese era el acuerdo que la mayoría de los padres se veían obligados a aceptar. Dennis entró detrás de Sandra con pasos vacilantes. Sabía que la propietaria los había visto muchas veces a los dos llenando bolsas de chuches: salados para Sandra y de chocolate o ácidos para él. En cuanto Victoria hubo franqueado la puerta, Sandra se había levantado de un salto y había salido corriendo detrás de él. Podía entenderla, pero, a veces, deseaba que también Sandra estuviese más dispuesta a echarle una mano a su hermana con los niños. Con el tiempo, se habían hecho buenas amigas.

—Me alegro de que hayan podido venir a pesar de lo tarde que es —dijo Johanna Dahlström tras salir de detrás de la cortina que delimitaba la trastienda.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sandra, todavía con aspecto algo soñoliento.

—Hace un rato, poco antes de la hora de cerrar, salí a hacer un recado, y al volver, como mucho diez minutos después, el cajón de la registradora había desaparecido. —Se colocó junto a la caja registradora de estilo antiguo y señaló el hueco que debería ocupar el cajón.

—¿Cerró la puerta al salir?

Johanna miró hacia el suelo, sacudiendo la cabeza.

—En otoño no hay ni un alma por aquí, así que dejé abierto. Nunca he tenido problemas.

—¿Se encontró con alguien cuando volvía? —quiso saber Dennis.

—No que yo recuerde. Solo me acerqué al estanco de Gösta a comprar unas revistas.

—¿Y a charlar un rato? —añadió Sandra.

—Un ratito solo —contestó Johanna con aspecto avergonzado.

—Envíe una denuncia a través de la web de la policía, por favor, y veremos qué podemos hacer.

—De acuerdo, así lo haré.

—¿Tiene algo más que contarnos? —concluyó Sandra.

—No. O, bueno, sí. En el estanco, vi a tres personas. A dos los conozco: Olle y Casper, pero había otro hombre al que no había visto nunca.

—¿Qué aspecto tenía?

—Pelo rizado y espeso. Moreno. Alto. Con gafas. Se parecía un poco al profesor Tornasol.

—¿El de Tintín? —Dennis no pudo evitar esbozar una sonrisa, pero intentó mantenerse serio.

—Sí.

—Tendremos los ojos abiertos. Llámenos si ve u oye alguna cosa que le resulte sospechosa.

Tras concluir la conversación, Dennis y Sandra cogieron cada uno automáticamente una bolsa pequeña y empezaron a elegir golosinas de las diferentes cajas. Se les había fijado en la mente la idea del regaliz salado en forma de chupete y de los discos de chocolate rellenos de caramelo, y ya no había vuelta atrás.

—La próxima vez, cierre la puerta con llave —le recomendó Sandra después de pagar y cuando ya salían de la tienda.

Johanna frunció la boca.

—Ya falta poco para que empiece la velada de relatos —comentó Dennis con un chupete salado y un disco de chocolate en la boca una vez que estuvieron en la calle.

—Ah, es verdad —dijo Sandra, cansada.

—Cuando llegas, el vino y las gambas ya están servidos en la mesa. Es una actividad muy chula.

—Pero tenemos que ir en taxi hasta Tången para coger el barco —apuntó Sandra.

—Por supuesto —replicó Dennis, dirigiéndose hacia la parada de taxis situada delante de la tienda de alimentación, en la plaza de Smögen. ¿Qué se había creído? No pensaba cruzar el puente Smögenbron con ella a cuestas.

***

Karl Ström, el único pasajero en la proa del ferri de Hållö, contemplaba el mar. En el puente de mando, el patrón se mantenía en silencio. Sus labios apretados daban a entender que no pensaba entablar una conversación, a pesar de que se había ganado una buena propina por hacer ese viaje extra. El viento azotaba el cabello largo y rizado de Karl. Quizá no fuera el típico analista o investigador, pero esos eran precisamente sus dos títulos. Toqueteó su anillo de compromiso. Lisa al fin había aceptado y los anillos de oro blanco les quedaban perfectos a los dos. Tenían dos niños maravillosos, Sam y Leo, dos diablillos que consumían toda su energía. A cambio del fin de semana que él pasaría solo en Hållö, Lisa haría un viaje en Adviento.

Karl no tenía nada en contra de viajar, pero, aparte de las actividades familiares, a él lo que le gustaba era dedicarse a sus números. A medir y analizar. A introducir los resultados en modelos y tablas. Había nacido para eso. Que la policía y otros clientes se beneficiaran de que fuese, en palabras de Lisa, un friki del trabajo, era, a su juicio, pura casualidad. Fue ella quien le había sugerido que se dedicara a la investigación. Y el catedrático de Criminología de la universidad lo había aceptado en sus filas sin pensárselo dos veces, ya que en la facultad les faltaba alguien con los conocimientos expertos de Karl. Camilla Stålberg, la jefa de la policía, había aceptado que trabajase a media jornada en el equipo de informáticos forenses que acababa de crearse, de modo que pudiera dedicar la otra media a investigar. Entre lo que ganaba con su labor investigadora y el sueldo de la policía, vivían bastante bien. Inspiró con fuerza el aire marino.

—Está formándose una tormenta —comentó el patrón sin apenas mover los labios.

—Ah, ¿sí? —preguntó Karl, en un intento de entablar conversación.

—Este es mi último viaje. Hasta el domingo no volveré a coger el barco. Eso si ha pasado el temporal, claro.

—¿Habrá temporal?

—El peor en muchísimo tiempo. ¿No lo ha oído?

—No, no sabía nada. Pero no será peligroso estar en la isla, ¿no?

—Peor será para los marineros.

—Yo puedo mantenerme a cubierto —dijo Karl, sonriendo.

—Sí, no salga de la estación de radio —advirtió el patrón, resuelto.

La estación de radio era la construcción de 1922 que se había utilizado, entre otras cosas, para enviar mensajes secretos durante la Segunda Guerra Mundial, y ahora era el albergue de la isla. Karl había reservado una de las habitaciones grandes y pensaba trabajar día y noche hasta que el patrón se dignase a ir a recogerlo. Lisa le había permitido tomarse el fin de semana libre de la familia y, si tenía que quedarse más tiempo, lo contabilizaría como tiempo de trabajo en la policía. Sintió un cosquilleo ante la perspectiva de poder encerrarse sin que nadie lo molestara. Le faltaban solo unas cuantas horas de trabajo para terminar el puzle al que llevaba tanto tiempo dedicándose. Pero para eso necesitaba tranquilidad. Con los resultados que había obtenido hasta entonces, los desarrolladores informáticos ya trabajaban a destajo para crear una aplicación que haría que el sistema de gestión de casos de la policía sueca, DUO-DOS, fuese más eficaz que todos los expertos en elaboración de perfiles criminales juntos. Cada caso que se registrase en el sistema se compararía con los datos existentes de una manera totalmente novedosa. Sobre la base de solo cuatro parámetros, por ejemplo, la ubicación geográfica del lugar del delito, la hora del día, el método y el presunto móvil u otros datos relevantes, la aplicación acotaría, en cuestión de segundos, a menos de cuatro los posibles autores en la mayoría de los casos. Si la aplicación se extendía a los cuerpos policiales de todo el mundo, a los delincuentes pronto les costaría librarse de ser detenidos. Karl estaba deseando que llegase el día de mostrar su creación.

El patrón lo ayudó a subir la bolsa de viaje al muelle. Las frías ráfagas de viento le atravesaron el cuerpo y tuvo la sensación de que su abrigo de invierno era fino como papel de seda. De todos modos, lo más probable era que prácticamente no saliera de la habitación. El patrón señaló en dirección al albergue, cuya planta baja tenía todas las ventanas iluminadas.

—Ya están ahí —dijo.

—¿Quiénes? —preguntó Karl, mirando hacia la casa.

—¡Las mujeres! —contestó el patrón.

—¿Qué mujeres?

—Una pandilla salvaje que se ha instalado en el albergue durante el fin de semana. Tengo que recogerlas el domingo, pero ya puede decirles que no vendré hasta que mejore el tiempo.

Riendo, Karl se echó al hombro la bolsa y se encaminó hacia el albergue. El granito rosa había adoptado un tono gris por la humedad y la falta de luz. Seguía siendo bonito, pero era una belleza más apagada que en verano, cuando el paisaje refulgía en azul y rosa. Si el temporal no azotaba la isla en exceso, intentaría dar un paseo más tarde. Llevaba una linterna nueva que quería probar; en un lugar oscuro como aquel, podría apreciar mejor su potencia. Además, tampoco le apetecía tener que aguantar una fiesta delante de su puerta. Había elegido Hållö precisamente para disfrutar de unos días de silencio a su alrededor.

Sin saludar a nadie, se coló en su habitación tras recoger la llave en la caja a la entrada del albergue. La pareja que gestionaba el alojamiento lo había informado de que no estarían a partir de las seis de la tarde, y ya casi eran las siete.

No pudo evitar que le llegasen los aromas de los platos que estaban degustando en el comedor, pero él no formaba parte de aquel grupo. Dejó la bolsa y decidió que saldría inmediatamente a dar un paseo. El patrón le había dejado claro que no podía tomarse a broma el temporal que se aproximaba y Karl tenía muchas ganas de probar la linterna que había comprado ex profeso para contemplar la famosa ensenada de Mármol de la isla.

***

El antiguo almacén de hielo de Hampholmen bullía de gente llena de expectación. Las entradas a las veladas de relatos siempre se agotaban en un abrir y cerrar de ojos. Al parecer, la población local no se cansaba de escuchar historias acerca de sus antepasados y el paisaje que los había modelado. Esa vez, los relatos girarían en torno a la importancia de las mujeres en los faros. Aunque en las veladas solían predominar los asistentes masculinos, ese día el tema había conseguido que también se animasen a salir a la tormenta otoñal las mujeres. Hampholmen contaba con su propio barquero, que transportaba a la gente en su barco desde el muelle de Fisketången hasta el islote, donde su esposa gestionaba el almacén de hielo. La construcción volvía a lucir su tradicional color amarillo, que lo distinguía de las casitas de pescadores blancas y los cobertizos rojos, y en ella se organizaban bodas y otros eventos durante todo el año.

A Sandra y a Dennis les habían asignado una mesa en el centro del local, en la que ya estaban servidos el vino blanco y los platos de marisco. Del altavoz llegaron unos crujidos antes de que la narradora se impusiera con su voz sobre el murmullo de la sala. Delante de la parte ocupada por la cocina se situaba una pantalla en la que se proyectaba una imagen del faro de Hållö.

—No podéis imaginaros la importancia que han tenido las mujeres en los faros —comenzó la narradora, quien era hija del último farero jefe de Hållö y había recopilado fotos e historias de un tiempo desaparecido—. Hoy en día, los faros que salpican la costa sueca carecen de personal y, en muchos casos, ya no cumplen su antigua función —prosiguió.

Explicó cómo su madre ayudaba a su padre a vigilar el faro para que él pudiese descansar. Era ella quien asumía la guardia desde medianoche hasta las cuatro de la madrugada y, luego, se levantaba temprano para atender a los hijos que habían ido teniendo a lo largo de los años. Cuando su padre tenía que ir a tierra firme a hacer gestiones, su madre se encargaba del faro, a veces durante varios días seguidos.

Dennis miró a Sandra y vio que estaba fascinada por el relato de la anciana dama. En 1969, la automatización del faro hizo prescindibles los servicios de los torreros, y la familia de la señora abandonó Hållö. La vida del antiguo farero jefe no volvería a ser igual desde ese momento. La voz de la narradora reflejaba la tristeza y la nostalgia de una época en la que las personas eran necesarias en puestos remotos y cada gremio sentía el orgullo de su profesión. Dennis sonrió para sus adentros al recordar la desgana de Sandra cuando le enseñó las entradas. Sin embargo, cuando le dijo que incluía una copa de vino, se había animado a acompañarlo. Volvió a sonarle el teléfono en el bolsillo del pantalón y decidió salir a ver quién era.

—Policía de Kungshamn, ¿dígame? —contestó.

—Hola, soy Jan Elofsson, de la policía marítima.

—Ah, hola.

—Ha aparecido una mujer muerta en la ensenada de Mármol de Hållö. La ha encontrado uno de los huéspedes del albergue. Ya hemos recuperado el cadáver y hemos amarrado junto a la zona de baño. —El policía se calló tras terminar su informe.

—¿Sabéis quién es? —Dennis siguió caminando para alejarse del local y no molestar al público.

—Todavía no está claro.

—¿Tenéis alguna descripción de la víctima?

—Entre treinta y cinco y cuarenta. La ropa no parece de la más barata —explicó el agente, quien no había profundizado más en el análisis del cuerpo.

—¿Se ha ahogado? ¿O por qué me llamáis a mí?

—Parece que la han estrangulado. Llevaba una cadena que le ha penetrado en la piel.

—Vale. —Dennis miró hacia el almacén de hielo y, a través de la ventana, vio que Sandra escuchaba con gran atención el discurso.

—Aún no estamos seguros, pero es probable que haya sido víctima de un delito. ¿Puedes venir? Está formándose una tormenta y tendremos que irnos a un puerto más protegido dentro de poco. —El agente de la marítima sonó impaciente.

—¿Y cómo llego a la isla? —Dennis se dio cuenta de que se había acabado la velada con una copa de vino en la sala cálida.

—En el ferri de Hållö, Bertil ya está esperándote en el muelle.

—¿Qué habéis hecho para que Bertil se despegase de las colas de cangrejo? Antes hemos visto a su mujer comprando en la pescadería de Gösta.

—La hija de Bertil trabaja con nosotros, así que le hemos pedido que lo convenciese —contestó el policía en tono seco.

—¿Habéis llamado a Miriam Morten?

—Sí, ella y Jesper Korp están en camino.

—Su esclavo.

—¿Cómo?

—Nada. Salgo para ahí. —Dennis colgó y se dio la vuelta.

—¿Significa eso que puedo quedarme con tu copa de vino? —preguntó Sandra, quien había salido a buscarlo en la pausa.

—Han encontrado a una mujer muerta en la ensenada de Mármol.

—¡Vaya! Entonces, ¿se ha acabado la diversión?

—Depende de cómo lo mires. Tú puedes quedarte. Nos vemos después en Smögen.

—No vayas a quedarte varado en Hållö por el temporal.

—No creo. En todo caso, tendré que pedir ayuda a Salvamento Marítimo, pero, de una manera u otra, conseguiré regresar.

—Vale, ¡hasta luego!

Sandra volvió a entrar en el local. Su forma de andar le dejó claro que no le hacía ninguna gracia no poder acompañarlo. Pero Dennis juzgó que era demasiado arriesgado que los dos pudiesen quedarse varados en Hållö. Necesitaban a Sandra en tierra firme en el caso poco probable de que sucediese algo ahí. El viento le golpeó la chaqueta cuando salió al muelle. Miró el móvil antes de guardarlo en el bolsillo. Ya eran las ocho y media.

3

Karl Ström se sentó en la cama. Las manos se le habían quedado heladas mientras esperaba a la policía marítima en la oscuridad. Por teléfono le habían pedido que se quedase allí para que nadie pudiese alterar el lugar del hallazgo. Tampoco le permitieron contactar con los huéspedes del albergue para que le llevasen algo caliente. El riesgo de que hubiesen bajado corriendo a la Ensenada era demasiado grande. Después de que los policías tomasen el relevo y recuperasen el cuerpo, Karl regresó caminando por las rocas. Una vez en el albergue, la música y el murmullo del comedor le habían parecido irreales. Ninguna de las personas que estaban sentadas allí dentro sabía qué había sucedido. Al mismo tiempo, Karl pensaba que deberían saberlo. Quizá alguna de ellas conociera a la mujer del agua. Pero no era tarea suya informarlas. En breve, otro agente se personaría en el comedor y, en ese preciso instante, se acabaría la fiesta. La cocinera del grupo le había dejado un plato en la mesa de su habitación. La comida era deliciosa. Con el frío y el hambre que tenía, comer y darse una ducha relativamente caliente le habían sentado bien, y pensó que quizá podría dormirse. Pero la desazón que sentía en su interior no le permitía calmarse.

De repente, dejó de sonar la música. Alguien se presentó y, a través de las paredes de papel, oyó cómo las exclamaciones de horror se extendían por el comedor. Un policía había puesto punto final a la fiesta y, con toda probabilidad, hablaría con todos los presentes uno a uno. ¿Pertenecería la mujer muerta al grupo de amigas del albergue, como él se temía? ¿O se trataba de una desconocida que había llegado a la Ensenada desde mar abierto? Desde la distancia a la que se encontraba, le resultó imposible distinguir quién era o qué aspecto tenía, pero su instinto le decía que probablemente formase parte del grupo.