El hijo secreto del millonario - Crystal Green - E-Book

El hijo secreto del millonario E-Book

CRYSTAL GREEN

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Beschreibung

Ella le había entregado su corazón... ¿Permitiría él que la arrogancia y las mentiras los separaran? Cuando una confusión llevó a la cocinera Emmylou Brown a los brazos de su amor de infancia, Deston Rhodes, heredero de una verdadera fortuna y su jefe en el rancho, se desató el deseo que sentían el uno por el otro y vivieron una noche de pasión. Pero un error podría haber dejado embarazada a Emmylou. Mientras trataba de luchar contra sus sentimientos, Deston vivió un apasionado romance con Emmylou. Sin embargo, seguía sin saber la verdad sobre la mujer de la que se había enamorado y, cuando lo hiciera, el sueño acabaría... ¿o quizá no?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Chris Marie Green

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El hijo secreto del millonario, n.º 1578- julio 2017

Título original: The Millionaire’s Secret Baby

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-062-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

SI sigues así vas a quemarte, bombón.

Al principio, Emmylou Brown creyó que aquella voz grave con acento texano era parte de su sueño.

Medio dormida, abrió los ojos y contempló el cielo. Sintió el suelo de caliza en su espalda y recordó que estaba tumbada junto a la piscina natural. Se había quedado dormida tomando el sol y empezaba a sentirse un poco mareada.

La voz volvió a hablar, con cierto tono de diversión.

—Quizás quieras darte la vuelta. Aún te quedan algunas partes por achicharrarte.

De acuerdo, así que no se lo estaba imaginando.

Emmy se incorporó sobre los codos y miró en la dirección de la que provenía la voz. Y se quedó sin aliento.

El hombre iba montado en un caballo alazán y estaba contemplándola detenidamente. Llevaba botas, pantalones y camisa vaqueros y sombrero de cowboy. Parecía un auténtico vaquero.

Pero Emmy sabía que no era así. Tragó saliva, incapaz de decir nada. Una atracción que duraba ya muchos años la tenía paralizada.

Era Deston Rhodes.

En doce años, nunca habían vivido en el rancho al mismo tiempo. ¿Sabía él quién era ella?

Emmy sintió que el corazón le daba un vuelco de alegría. ¡Deston Rhodes estaba prestándole atención! Era una de sus fantasías desde pequeña: él la tomaba entre sus brazos como si fuera una princesa y le murmuraba al oído «Me fijé en ti desde el primer momento, Emmylou».

Pero, al verlo sonreír, ella se dio cuenta de lo que él realmente estaba viendo: una joven de veinticuatro años con unos desgastados shorts vaqueros y un top demasiado ajustado. Ambas prendas estaban muy usadas. Las había comprado de rebajas en San Antonio hacía siete años, justo antes de marcharse de Wycliffe, Texas, para ampliar su formación como cocinera.

Emmy se sentó y se cruzó de brazos para ocultar su ropa vieja. Pero no pudo evitar dedicarle una sonrisa esperanzada. El hijo del jefe por fin advertía su presencia, por fin veía más allá de la barrera de su pobreza, ¡aleluya!

Era más de lo que ella podía desear.

—Me han dicho que estabas en el rancho, voy a presentarme de nuevo —dijo él—. Soy Deston, ya adulto.

Así que sí la había reconocido.

Él se quedó esperando a que ella le devolviera el saludo.

Pero Emmy era incapaz de abrir la boca. Deston Rhodes estaba hablando con ella como si fueran amigos, no como si ella fuera la hija de Nigel Brown, el que fuera mayordomo personal del señor Rhodes; y tampoco como si ella algún día fuera a ocupar el puesto de su madre, Francesca, como cocinera de la familia.

Era extraño. Las cosas en el rancho Oakvale no acostumbraban a ser así. Los dueños no se relacionaban más allá de lo estrictamente profesional con el personal de servicio. Y menos con ella, la hija de un hombre que había perdido todos los ahorros de su familia en malas inversiones; un buen hombre que, al morir, había dejado a su esposa y a su hija llenas de deudas.

Oh, Dios.

Deston estaba devorándola con los ojos, ¡qué excitante! Pero ella tenía que comportarse como si cosas como aquélla le sucedieran todos los días. Así que ladeó la cabeza y dijo:

—Me alegro de volver a verte, Deston.

—Lo mismo digo —dijo él, encendiéndola con su mirada y su encanto—. ¿Sabes? Estoy intentando acordarme de por qué te llamaba «cara de limón».

A Emmy se le cayó el alma a los pies. Él le había puesto un apodo… ¿y era cara de limón?

—No mi mires así. ¿No lo recuerdas? Yo solía hacerte rabiar en plan de juego y tú ponías esa expresión, como si estuvieras chupando un limón.

Alto. Deston nunca había hecho rabiar a Emmylou Brown. Nunca.

Nunca habían intercambiado ni una palabra. Ella era tan sólo una de las muchas hijas de los criados, y él sin embargo se encaminaba a ser un futuro millonario. De pequeños, Emmy ni siquiera se atrevía a mirarlo a los ojos, por temor a lo que podría haber encontrado en su mirada: desdén, distanciamiento, vacío.

La felicidad de que por fin el amor de su infancia había advertido su presencia se desvaneció.

Él la confundía con otra mujer. Alguna de sus amigas de su misma clase social, de la época en que los dos eran pequeños.

«¿Qué te creías? Tú no eres más que algo que hace más cómoda la vida de la familia Rhodes. Ellos ni siquiera saben que existes, aparte de ser su cocinera».

Pero ella sabía que algún día podría llegar a convertirse en algo más.

Cerró los ojos para no ver a aquel hombre tan cautivador. Durante unos segundos, se había sentido la mujer más atractiva del mundo bajo su mirada. Había sentido que le importaba a él.

Pero había llegado la hora de regresar a la cruda realidad y descubrirle la verdad. Emmy se preparó mentalmente para decirle quién era ella y para verlo perder el interés. ¿Por qué ella no podía ser la mujer que él creía que era, la mujer que había llamado su atención? Una mujer que seguramente nunca había tenido que ocultar la suela agujereada de sus deportivas; una mujer que seguramente nunca había recibido dinero a escondidas de una profesora para comer, porque ella lo había «olvidado» tres días seguidos. En realidad, Emmy había dedicado el dinero de la comida que le daba su madre en recomponer los ahorros de sus padres. Ahí servirían de más ayuda que en su estómago.

Incluso en aquel momento, se rió ante la ironía: la hija de la cocinera se quedaba sin comer.

Volvió a abrir los ojos. Él seguía mirándola fijamente, y Emmy se derritió allí mismo.

—Hay que ver —comentó él—. Te has convertido en una mujer muy bella. Desde luego, no eres la «cara de limón» que yo recordaba.

Desde luego que no lo era.

Emmy sonrió lamentándose de la realidad y se tumbó boca abajo sobre la piedra, apoyando la barbilla sobre sus manos.

—No soy la chica que crees que soy —dijo.

Oyó que Deston se reía, se bajaba del caballo y lo ataba a un árbol cercano.

—De acuerdo, tal vez ese apodo ya no te identifique. Han cambiado muchas cosas desde que éramos pequeños.

Vaya, estaban hablando a dos niveles diferentes: ella, literalmente; él, no.

Emmy oyó el sonido de las botas conforme Deston se acercaba a ella.

—Me han dicho mis padres que te marchas hoy del rancho. Lamento no haber participado más de la vida social de este lugar, siempre estoy ocupado con los negocios. Pero tú lo entiendes, estoy seguro. Eres una Stanhope.

¿Stanhope? El apellido le resultaba familiar a Emmy. Era una de las muchas familias que se habían alojado como invitadas en el rancho.

Emmy lo miró y el corazón le dio un vuelco.

Allí estaba el amor de su juventud.

Él se quitó el sombrero, revelando su pelo castaño, sus ojos verdes… y su sonrisa de campeón. Habría sido un gran jugador de fútbol americano.

—Veo que te acordabas de la vieja poza —señaló él.

¿Se hubiera quedado él charlando con ella, flirteando con ella, si supiera que era del servicio?

No. Su padre, el señor Rhodes nunca lo hubiera tolerado. Y Emmy tampoco se habría creído capaz de estar delante de él. Pero había soñado tantas veces con un momento así… ¿Qué daño podía hacerle hablar con él durante unos minutos, como si fueran amigos?

Emmy tragó saliva. Qué diablos. Nunca volvería a tener una oportunidad como aquélla.

—Se me ocurrió que aquí podría estar tranquila —dijo melodiosamente, casi sin reconocer su propia voz—. Pero entonces has aparecido tú.

Deston fingió que aquello le había herido.

—Si te molesto, me voy. Pero al menos he logrado que no te chamusques la frente.

—Algo por lo que te estoy muy agradecida.

«¿Lo ves? No es tan difícil mantener una conversación normal con este monumento».

—No hay de qué —dijo él, acercándose un poco más—. ¿Puedo hacer algo más por ti?

—Sí, puedes alcanzarme la botella de agua.

Menudo cambio de tornas: un miembro de la familia Rhodes estaba sirviéndola a ella…

Él se acercó con la botella de agua. Emmy contuvo el aliento. Nunca había estado tan próxima a él.

Ella, al igual que todos los hijos de los criados, había observado muchas veces a los hijos de la familia Rhodes, Harry y Deston, pero siempre a escondidas y desde lejos. De niñas se reían imaginando cómo se declaraban a ellas cualquiera de los dos: en un baile de sociedad, en un yate, en un avión privado camino de Monte Carlo…

Habían continuado con sus ilusiones hasta que Harry y Deston se habían marchado a estudiar, primero al colegio y luego a la universidad. La madre de Emmy le había anunciado hacía unos años que Deston había regresado al rancho para convertirse en un hombre de negocios, igual que su padre.

Por entonces Emmy estaba fuera cumpliendo su propio destino y formándose para el trabajo que iba a heredar.

Pero en ese momento Deston estaba junto a ella, tan cerca que casi podía tocarlo. Tan cerca que percibía el aroma de su cuerpo y el brillo de sus ojos verdes.

—Gracias —dijo ella, agarrando la botella torpemente.

Odiaba lo nerviosa que se ponía ante él, como si él estuviera en un pedestal.

Deston se agachó junto a ella y apoyó su sombrero en el suelo. Esperaba algo.

«¿Qué se supone que debo hacer ahora?», se preguntó Emmy. Ella no era ninguna especialista en temas de seducción, sobre todo después de lo que había sucedido en Italia… aunque eso no importaba en aquel momento. Pero ella conocía por otros criados que a Deston le gustaban los romances fugaces.

«Háblale», se dijo. «Charla con él, no es tan complicado».

—Bueno… —comenzó ella, intentando ganar tiempo.

Intentó pensar en cómo se comportaría la amiga de Deston, la mujer con la que él la había confundido.

Él sonrió y la recorrió con la mirada. Emmy se estremeció.

—Me he mantenido al corriente de cómo te iba la vida —comentó ella.

Buen comienzo, además era cierto. Comentaría los chismorreos más básicos, sin meterse en temas comprometidos.

—En el instituto fuiste uno de los mejores jugadores de fútbol americano —continuó—. Eras quarterback, ¿no es cierto?

Él elevó una mano con resignación y desvió la mirada.

—Eso fue hace mucho tiempo.

—¿Y por qué no seguiste con ello? Todos decían que eras muy bueno.

Era el mejor. Carlota, Felicia y ella leían todo lo que aparecía sobre él en los periódicos.

—Siempre supe que algún día terminaría dirigiendo Industrias Rhodes —respondió él, jugueteando con una ramita del suelo—. Pero mi familia le saca mucho provecho al tema de que fuera un buen jugador de fútbol.

—Bueno, eso te añade prestigio, ¿no?

Él partió la ramita y la lanzó lejos. Se puso en pie, proyectando su sombra sobre Emmy.

—¿No fue por eso por lo que tu padre quiso pasar unos días aquí en el rancho? —preguntó él—, ¿para revivir algunas jugadas memorables?

¿Su padre, Nigel Brown? Que Dios le tuviera en su gloria, ya que había fallecido hacía trece años. Y además su padre se ofendería mucho si ella negaba sus orígenes.

Emmy abrió la boca para decirle a Deston que estaba equivocado, pero él no la dejó hablar.

—Así es como Edward Rhodes III los atrae, prometiéndoles glamour y riqueza —continuó él con amargura.

Emmy conocía lo estricto que era el señor Rhodes a la hora de dirigir el rancho, de mandar al personal de servicio, de mantener la reputación de aquella familia millonaria.

Deston estaba a contraluz y ella no podía ver su rostro, pero lo agradeció. Así no vería su reacción cuando le revelara que ella no era una Stanhope.

Entonces oyeron un ruido al otro lado de la poza, y los dos se volvieron a mirar. Un ciervo emergió del bosque y se acercó al agua elegantemente.

—Mira —dijo Emmy, emocionada.

Había estado mucho tiempo fuera de Hill Country, y lo había echado terriblemente de menos.

El animal advirtió su presencia, se puso en tensión y se metió de nuevo en el bosque.

Deston jugueteó con el nudo del top de Emmy y se puso en pie.

—Aprovechemos al máximo tu último día aquí, Lila —propuso, y empezó a desabrocharse la camisa.

Así que él creía que era Lila, Lila Stanhope.

—Espera, yo… —comenzó Emmy, pero se quedó sin habla.

Él acababa de quitarse la camisa, revelando un torso perfecto. Cuando empezó a desabrocharse los pantalones, Emmy prefirió desviar la mirada.

—Tengo que decirte algo —insistió ella.

—¿El qué? —preguntó él, lanzando delante de ella sus vaqueros.

Incapaz de contenerse, Emmy lo miró de reojo. Menos mal, él llevaba calzoncillos. Lo último que necesitaba era estar perdida en el jardín con el hijo del jefe desnudo junto a ella. El señor Rhodes despediría a su madre al instante, y su madre necesitaba el dinero…

—¿Vas a quedarte ahí sentada? —la provocó él.

Emmy asintió, manteniendo la vista al frente. ¿Debería volver al libro que estaba leyendo? Era Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, uno de sus libros preferidos y del que usaba las recetas continuamente.

—Como quieras —dijo él, y se tiró a la poza.

Emmy se quedó ensimismada mirándolo. Cuando él sacó la cabeza del agua, la salpicó jugando.

—¡Eh! —exclamó ella, apartándose para no mojarse.

Él se rió. Era obvio que estaba divirtiéndose.

—¡Vamos, métete en el agua! —la animó, nadando de nuevo.

El agua hacía resplandecer su piel, sus músculos firmes. Sus calzoncillos mojados moldeaban sus glúteos perfectos. Emmy se imaginó acariciándolo, mientras lo observaba moverse con agilidad.

Le había pedido que se bañara con él. Él, Deston Rhodes, se lo había pedido a ella, Emmylou Brown, la hija de la cocinera, alguien insignificante para los Rhodes.

Pero, ¿y si podía dejar de ser insignificante?

Años antes, con Paolo, se había hecho la misma pregunta. La respuesta había sido tajante y le había partido el corazón.

Pero, ¿y si realmente pudiera fingir que no era la pobrecita Emmy? ¿Y si lograba convencer a Deston de que era Lila Stanhope, antes de que él descubriera quién era ella en realidad, aunque fuera sólo durante una hora?

Emmy dudó. Y luego se acercó al borde del agua, preguntándose si tendría el valor de tirarse.

 

 

El agua lo envolvía. Qué paz.

Era lo único que Deston deseaba: el silencio bajo el agua, donde no existía nada más que el presente, el agua y el sol filtrándose desde arriba.

Aguantó la respiración hasta que no pudo más y subió a la superficie con un fuerte impulso.

Lo primero que vio fue a Lila, a quien su padre había invitado a alojarse en el rancho unos días. Casi no la recordaba de cuando eran niños, pero algo le había sucedido a «cara de limón» al haberse transformado en la mujer que era ahora. Tenía una sonrisa que parecía manar de una luz interior, iluminando sus ojos castaños y su piel morena. Incluso su pelo castaño, corto, le recordaba a una llama.

Si hubiera sabido que Lila Stanhope se había convertido en tal belleza, quizás hubiera accedido a los requerimientos que su padre llevaba haciéndole toda la semana.

—Si eres amable con ella —le había dicho su padre, intentando convencerlo—, los negocios con los Stanhope funcionarán mucho mejor.

Pero Deston, a sus veintinueve años, ya estaba mayor para que lo convenciera de nada. Y no quería cortejar a Lila Stanhope motivado por un interés comercial.

Aceros Stanhope era una empresa en la que su padre se había fijado años atrás, y por eso había hecho amistad con los Stanhope. Luego, había perdido el interés por la empresa y por consiguiente por ellos. Hasta hacía poco.

Deston estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por su familia: trabajar todas las horas que hicieran falta, incluso prescindir de su vida personal. Cualquier cosa, menos ir contra su propio instinto.

Su instinto. Un molesto miedo relacionado con Juliet Templeton, la mujer a la que había amado y que había perdido de forma tan trágica. No era nada lógico, pero su instinto le mantenía cuerdo, y estaba diciéndole que se apartara de Lila Stanhope.

Ella estaba en el borde de la poza, contemplando el agua con la misma expresión asustadiza del cervatillo que acababan de ver.

¿Por qué no disfrutar de aquella sonrisa durante un rato?

—¿A qué estás esperando? —la provocó él de nuevo.

Ella le sonrió y todo su rostro se iluminó. Él nunca había visto nada igual, sobre todo acostumbrado a las mujeres de su entorno, únicamente preocupadas por figurar en sociedad.

—¿Sabes nadar, no? —preguntó él, acercándose.

—No sé si quiero que se me moje el pelo.

—Eres una remilgada.

—¿Cómo dices?

Lo había conseguido. Ella se colocó justo en el borde de la poza. A pesar de su ropa, que él catalogó como retro hippie, se movía como si fuera una princesa. Le lanzó una mirada llena de dignidad y Deston sintió que el corazón le daba un vuelco.

—Te prometo que no voy a salpicarte —le aseguró él, nadando hasta donde estaba ella.

Ella se inclinó hacia delante y Deston pudo ver sus pechos, pequeños y firmes, sujetos por el top. Deseó poder acariciarlos.

La agarró de un tobillo y le ordenó:

—Toma aire.

Ella se irguió, abriendo mucho los ojos:

—No te atreverás…

Demasiado tarde: él tiró y la sumergió en el agua, sujetándola antes de que se hundiera del todo, apoyando el cuerpo de ella contra el suyo.

Ninguno de los dos se movió durante unos momentos. La ropa de ella, húmeda, se pegó a su cuerpo, revelando su belleza.

Deston sintió que el deseo se apoderaba de él. Hacía mucho tiempo que no sujetaba de aquella forma a una mujer, con tanta inocencia y a la vez con tanta expectación. Algo en su interior, que tenía muy escondido, se removió requiriendo atención.

Demonios, no. Juliet, al morir, había acabado con aquella parte de él. Ella había resultado ser una completa desconocida para él, y aquella traición lo había destrozado para siempre.

Tenía que volver a encerrar aquella necesidad profunda, así que soltó a Lila, que fue deslizándose lentamente por su cuerpo.

Ahí estaba, lujuria pura y simple, sin emociones que la complicaran.

Sus rostros se fueron acercando el uno al otro y los senos de ella se deslizaron por el pecho de él. Entonces ella le rodeó tímidamente las caderas con una pierna, provocándolo un gran revuelo interior, un «algo» que él no sabía definir y que cobraba fuerza. Diablos, no quería volver a sentir aquello.

Los dos respiraron aceleradamente mientras él se debatía en su interior. Él sabía lo que debía suceder en aquel momento, no era ningún novato en el tema sexual, pero ¿por qué no estaba sucediendo?

No se sentía capaz de comenzar aquello cuando no podía comprometerse más que a unos cuantos arrumacos. Tenía demasiadas preocupaciones ya y, en una semana, se mudaría a Nueva York para hacerse cargo de los negocios familiares de allí.

Lila Stanhope le parecía demasiado inocente, demasiado agradable como para jugar con ella a ese tipo de historia. Además, era la hija de un socio de su padre, y eso suponía un compromiso.

Deston soltó su abrazo, pero su ansia de ternura no se aplacó. Tan sólo se quedó suspendida, esperando.

Ella se detuvo, mortificada por aquel sutil rechazo, y se separó de él.

—¿Siempre dices las cosas tan claras? —preguntó ella.

A Deston le gustó su sentido del humor. Desde el momento en que ella le había pedido que le acercara la botella de agua, lo había conquistado.

—Lo llevo en la sangre.

—Cierto, eres parte del clan de los Rhodes, magnates del petróleo, unos auténticos demonios.

—No del todo. Edward Rhodes I, mi tatara-tatarabuelo, era todo un caballero.

—No me digas —lo provocó ella, agarrándose a una roca.

—¿Quieres una lección de historia? —preguntó él.

Ella enarcó una ceja y asintió. Deston hubiera dicho que ella estaba haciendo todo lo posible por aliviar la tensión entre ellos. Pero no podía olvidar el tacto de su pierna alrededor de él, ni la imagen de sus senos.

Se divertiría un poco antes de que ella fuera a refugiarse en su padre, como acostumbraba a hacer de pequeña.

—De acuerdo —dijo, y comenzó su relato—. Edward I fue el tercer hijo de un duque, así que, viendo que no iba a conseguir ningún privilegio familiar, viajó a Texas justo antes de la Guerra Civil y logró algunas tierras. Criaba ganado y le iba bastante bien. Pero llegó la depresión del año 1929 y, cuando William Rhodes se hizo cargo del negocio familiar, tuvo que abrir el rancho al turismo para poder mantenerlo. Afortunadamente logramos deshacernos de los últimos huéspedes hace unos cincuenta años, ya no los necesitábamos.

—¿Quién necesita a esos petimetres que juegan a vaqueros? —preguntó ella, enarcando una ceja.

—¿Por que te molestan mis palabras? Tú superarías a cualquier de ellos con sólo saber distinguir la cabeza de la cola del caballo. O quizás es que te encanta repartir heno y cantar alrededor del fuego.

—Mi lado sentimental a veces echa de menos una buena fogata, debo admitirlo —dijo ella, y se detuvo—. Así que vuestra fortuna no se originó alquilando habitaciones.

Él se alejó nadando.

—Exacto. Lo que sucedió fue que mis antepasados compraron una tierra al norte y encontraron petróleo. Enseguida se hicieron millonarios y fue entonces cuando la familia comenzó a adquirir empresas.

—Más y más empresas, y…

Ambos rieron con complicidad y Deston sacudió la cabeza.

—Si hubiera sabido que eras tan agradable, habría dejado antes mi despacho y regresado a Wycliffe para volver a verte.

—Ya, seguro —dijo ella—. Tienes todos los síntomas de ser un adicto al trabajo. Incluso en este momento de ocio estás pensando en tu siguiente movimiento, los Stanhope, ¿no es así? Lo veo en tus ojos.

—¿Cómo dices?

—Estás distante —afirmó ella, desviando la mirada—. ¿Y yo quién soy para decir nada?

Ella lo había visto, se dijo Deston. Su peor miedo, ocultándose.

Quizás él estaba volviéndose tan despiadado como su padre. Deston apretó los puños dentro del agua.

Él nunca sería como Edward Rhodes III, un hombre dominado por la tradición familiar. Un hombre que no se detendría ante nada que se cruzara en su camino.

Incluso su matrimonio había sido una fusión más, como entre dos empresas, y Deston veía claramente cómo aquel acuerdo carcomía a su padre.

Lila nadó hasta la roca donde había estado antes, se detuvo antes de salir y lo miró.

La timidez de ella lo encendió aún más, igual que lo había hecho Juliet Templeton.

—Cena conmigo esta noche —le propuso él, y rió estrepitosamente—. Es una forma de hacerme salir del despacho.

Ella se lo quedó mirando, atónita.

—¿Lila?

Emmy parpadeó y, después de unos segundos, dijo:

—Tengo que irme.

—Es verdad, tu familia se marcha. Pero tú podrías quedarte unos días más…

Ella salió del agua apresuradamente y se envolvió en una toalla.

Él ya empezaba a echarla de menos. Pero, ¿por qué le importaba tanto ella?

—Hay un cenador a unos ochocientos metros de la casa. Encargaré a las cocineras que nos preparen algo para esta noche. ¿Qué te parece a las ocho?

Ella se detuvo en seco y recogió su libro y su botella de agua.

—Yo…

—… estaré allí —terminó él.

¿Qué demonios? Siempre que los dos tuvieran presente que aquello era tan sólo una aventura fugaz, ninguno sufriría.