El hombre que trasladaba las ciudades - Carlos Droguett - E-Book

El hombre que trasladaba las ciudades E-Book

Carlos Droguett

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Beschreibung

La novela El hombre que trasladaba las ciudades fue publicada en España en julio de 1973, por lo que nunca llegó a Chile. Cuenta sobre los desplazamientos de una ciudad llamada Barco, en la frontera norte entre Chile y Argentina, que llevó a cabo el conquistador español Juan Núñez de Prado durante el siglo XVI.


Esta es una historia loca porque la España del siglo XVI también era un ser loco, desmesurado, profundamente práctico, soñador, vagabundo, extraordinariamente lírico, llena de tipos trashumantes como el lazarillo de Tormes y Francisco Pizarro, el cuidador de puercos. La conquista de América pertenece también, en cierto modo, a la novela picaresca, es tragicómica como ella, es, por lo menos, tan fantástica y real como el Quijote. Cervantes escribió El hospital de los podridos. Ese hospital es también España;
cuando comienza la conquista, ella envía a sus podridos a convalecer a América; algunos sanan; otros se pudren más.
Carlos Droguett

 

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© 2017 de la obra por CARLOS DROGUETT © 2017 de la primera edición por LA POLLERA EDICIONES

Primera edición, La Pollera Ediciones (2017) ISBN 978-956-9203-65-7

Edición: Ergas / LeytonDiseño: Pablo MartínezCorrección: Ana Castillo

Imagen de portada: 202: Desentierros II de Adolfo Bimer

LA POLLERA EDICIONES www.lapollera.cl / [email protected] 

Índice
ESTUDIO PRELIMINAR por Cecilia Zokner
ESTOS MATERIALES por Carlos Droguett
PRIMER TRASLADO
SEGUNDO TRASLADO
TERCER TRASLADO
CUARTO TRASLADO

ESTUDIO PRELIMINARCecilia Zokner

Cobrando vida, Juan Núñez de Prado, “echado hacia la luz desde la sombra” en donde permaneció olvidado cuatrocientos años, apenas dice de sí mismo la edad y su nombre: “No tengo cuarenta años”. Antes recordará la bendición del Padre La Gasca en Cuzco y su recomendación para que llegara hasta Tucumán a llevar la bandera de Dios y del rey cuando, entonces, “le preguntaban si era Juan Núñez de Prado y si partiría en agosto o septiembre”. Surge en el paisaje, “el pelo suelto y lacio […] rubia y pálida, perdida y cansada la cabeza”. Y así, “trotando quedo bajo los árboles solo, completamente solo” es conducido a su primer momento de vida ficcional, en donde se deja ver, en esos breves detalles que de él ofrece, el mirar de los que lo acompañan: “su rostro feo y fiero; las arrugas que cruzaban su frente; el rostro enflaquecido y viejo, carcomido por la fiebre y la falta de sueño […] una barba fina y delicada, salvaje y sensitiva”; o su propio mirarse: en un charco adivina su “cabeza cansada, su pelo rubio, ya ceniciento; o veía su propia silueta envejecida reflejarse en el agua, estaba flaco y sucio”. Así lo dejan su misión o su manera de desear hacerla al penetrar en ese espacio donde solamente se diseña el mundo verde de los bosques que el pasaje de los hombres de la Conquista va destruyendo. Un espacio que mal se delinea en unas pocas expresiones: montes lejanos, cerros hacia el oeste, hermoso valle, desfiladeros, precipicios, algunas montañas, un río, un riachuelo, cascadas que hacen como una moldura para escenarios de cielo oscuro o iluminado, azul, cálido, “violeta o plomizo y hostil, o alto, sereno, excesivamente limpio o cálido brillar tranquilo y frio” que por veces se muestra con matices del alma humana y puede mostrarse un “cielo implacable, un cielo tenso, un cielo sin Dios”. En donde pasan nubes “translúcidas o heladas o cargadas de agua o lejanas y blancas”. De brisas tibias, de viento solitario en el cual, expandiéndose en el aire limpio y seco, el sonido de alas, de chillar de pájaros, del manar del agua, del olor de hierbas y flores, “de tierra sola, solitaria”.

En ese mundo, desconocido y cambiante, de inesperada riqueza Juan Núñez de Prado se adentra con los capitanes, con los soldados, con los frailes, con los indios a cumplir la orden recibida –fundar una ciudad para ocupar el territorio– y realizar el sueño de verla florecer. Ese mundo lo van a poblar de nuevos sonidos (murmullos, risas, quejidos, voces, insultos, gritos, alguna canción, pasos de las centinelas, cacareos, balidos, relinchos, ladridos) y de nuevos olores (a pólvora, a vino, a maíz, a trigo, “acre y dulce de la madera partida o rancios y miserables, o el perfume quebrado, lleno de vida que emanaba a del tronco herido o el perfume de las flores y de las frutas”), de nuevos animales (ovejas, vacas, gallinas, bueyes, perros, caballos, puercos), de nuevas faenas (cargar y descargar las carretas, construir casas, destruirlas, cavar fosos, aprisionar, matar, sumergidos en la violencia que de tales faenas resultan), de nuevas verdades (“hemos traído la traición con nosotros, no solo el trigo y algunas plantas exóticas y algunos animalitos sino también la falsedad, la debilidad de carácter y de alma […] el indio sabe ahora que puede traicionar al amigo y al hermano, que se puede asesinar al que está dormido y al enfermo, al que no puede defenderse, que se puede dejar de cumplir la palabra empeñada […]”). Un mundo que será sometido a voluntades cuyos actos van a imponerse, sobretodo, por la destrucción. Porque si los hombres que acompañan Juan Núñez de Prado abatieron árboles para construir la ciudad que pretendían, luego la destruirán para erigirla más adelante y, de nuevo, derrumbarán otros árboles.

Así, el camino que recorren se va haciendo de árboles caídos, “de raíces frescas del árbol recién partido; o de ramas tronchadas colgadas todavía; o arrancadas, quebradas, dolorosas y sangrientas; de hojas perdidas, dispersas, fragrantes, multitud de hojas”. Camino también hecho de pedazos destrozados de la ciudad –ventanas y puertas sumidas en el barro, trozos de escaleras, de pasadizos y zaguanes, mamparras, restos de balcones, tejados, balaustradas, puertas mancilladas o gastadas– dejados atrás como las víctimas de esa voluntad que se justifica por ser la del rey y de Dios: es preciso cambiar de lugar la ciudad de Barco para preservarla como joya de la corona española. Llevada en las carretas o en la espalda de los indios sometidos, va dejando por los caminos muebles, sillas y trozos de mesa, ropas de cama, estantes, libros desparramados, banderas y banderolas, armas, espadas, borceguíes, marcos de adorno, cuellos, puños de encaje, copas, tiestos, ropas, sábanas, maceteros que se quedan esparcidos por el suelo o, juntamente con algunos animales, se pierden en los abismos. Dejando muertos abandonados en el lugar mismo en que fueron asesinados o colgados de la horca: “huesos de españoles marcando la ruta de Dios y del rey”, destino que ningún soldado cuestiona. Son doscientos cuya presencia se muestra en el trabajo que hacen con sus martillos y hachas y serruchos, clavos y bisagras, tenazas, palas, picas, azadones. O, quietos, cerca del fuego, con el arma posada en las rodillas, a dormir, a reír o, “inermes, impasibles, abandonados en le soledad e inexpresividad de la noche”: figurantes de un escenario sorprendidos en un gesto, una mirada, una expresión de miedo o de alegría, ellos no tienen voz y si alguno intenta hablar, sofocadas son sus palabras por la prisión o por la daga. Se constituyen marca patética de los que regidos por el silencio deben ejecutar la voluntad ajena. Como los indios.

También figurantes arrodillados, durmiendo, corriendo bajo la lluvia, surgiendo de las raíces de los árboles tronchados, riéndose “asustados o maravillados, agazapados bajo los árboles”, alguna vez cayendo, con la carreta que se deslizaba “recta y decidida” por el despeñadero, sin mucho ruido para desaparecer “con unos sufridos caballos, cuatro caballos, algunos indios, unos frágiles impresionantes muebles, fue una lástima, un trozo de la ciudad entregado al vacío”, dice Juan Núñez de Prado. Porque los indios valen lo mismo que un objeto, lo mismo que un animal. “Contaré las carretas, contaré los indios”, dice el capitán. Y otro dice: “Mira, señor, cuanto ganado y cuanto indio”. Aplastados bajo el peso de las ropas, de los muebles, de los granos, de las botas de vino y de los rebencazos: “multitud de indios con pasos cortos y nerviosos, pasos asustados del que nació huyendo, del que del que nunca persiguió a nadie y que siempre fue perseguido […]”. Víctimas inocentes a cargar riquezas ajenas, a luchar por ambiciones ajenas, a someterse a voluntades de aquellos que todo pueden hacer en nombre de la verdad y de la justicia. Verdad y justicia que cruzaron el océano para llegar con ellos, “piara de bandidos que talaban los bosques, rompían las montañas, rajaban la tierra, incendiaban las aldeas y mataban a los indios”. Porque Juan Núñez de Prado y sus capitanes no se amilanan en quebrar, derrumbar, despedazar, odiar, matar. Y los conceptos que emiten revelan la convicción que los nortea. Dice el fraile: “eres un asesino y yo me quedo para enterrar a los asesinados”. Le responde el capitán: “el rey no asesina nunca, ni cuando se equivoca”. Y categórico reafirma: “hemos hecho justicia aunque sea injusta, aunque sea implacable”.

Y un otro capitán legisla: “la debilidad es un pecado que se castiga con la muerte, la horca y el garrote son muertes divinas […]”. Secuencias que aparecen entre las que describen, retratan, narran en una perfecta combinación de elementos que, juntamente con otros recursos narrativos, como las zonas de sombra o episodios que se quedan a medio decir para reaparecer y completarse muchas páginas adelante o las diferentes voces que dan a conocer sucesos y sentimientos y establecen esta representación dinámica de lo narrado que no se pierde en las sucesivas repeticiones del ir y venir, del construir y destruir que marcan el camino de Juan Núñez de Prado. Y sus estados de alma. O alegre y seguro luego después de vislumbrarse en el agua, “flaco y desmañado, desaliñado y triste”. Sintiendo miedo y frio, mostrándose “sano y burlón”. A veces, duda “no estaba seguro de que fuera eso, no estaba seguro de nada, de todo lo que había hecho, de todo lo que deseaba hacer” pero, principalmente, es dominado por certezas: “Es bueno lo que he hecho, algo que nadie más se atreverá a hacer”. Así vislumbra el futuro, la ciudad con sus calles, iglesias, el cuartel, la casa del obispo, la plaza, los juegos de agua. Resplandeciendo con chavales en carros llenos de flores y legumbres, con los carruajes rodando por las piedras y con la vida que le otorgan las mujeres.

Imagen de lo femenino que extrapola el imaginado erotismo de los gestos (el desprender de los cabellos, el soltar de los botones), los adivinados deseos (sonrojar entre sustos, alborozarse en llantos) para ser presencia hecha de un agitar de enaguas. Prosaicamente cotidiana al moverse en sus quehaceres, deseos, sueños, atrevimientos acompañada del cacareo de las gallinas del olor de la tierra sembrada. Todavía, la realidad está en las horcas “clavadas en las cuatro esquinas de la ciudad” a reiterar razones: “la horca y las campanas, eso es la conquista de la tierra”. Repitiéndose en el presente, al destrozar los árboles, aniquilar la ciudad, rehacerla, levantar la horca, acompañado del movimiento de las carretas, de los trabajos de los soldados, del agitarse de los animales, Juan Núñez de Prado se enreda en el pasado que lo atormenta y en el futuro que sueña, en el desaliento y la esperanza. Movimiento de ir y venir de sentimientos y de acciones, también presente en los muchos diferentes decir de la narrativa que es sembrada de repeticiones y de imprecisiones. Palabras de todas las categorías gramaticales son repetidas y de muy distintas maneras: “susurro miedoso[…] susurro de alivio”; las imprecisiones, se muestran determinadas por la conjunción o advierten o preguntan; en la tierra tendrían que matar alguna vez por el rey, o por Dios o por la simples pasión; bajo la luna o la neblina”; en el uso de una “alianza desusada” del adjetivo o sea, una manera de asociar sustantivo y adjetivo que huye de aquellos contenidos que pertenecen al mundo de la experiencia colectiva; “ternura cruel”; “miedo concreto”; “borceguíes viejos y relucientes, sarcásticos y seductores”. En la notación del tiempo cuando, por ejemplo, el verbo aparece en el presente, y la hora indicada por dos posibilidades: “son las cinco o las seis de la mañana”. O cuando a la mención de la hora, se sigue de un verbo cuyo tiempo indica probabilidad: “debían ser las cuatro de la tarde”; “serían las nueve de la noche”. Esparcida en la narrativa, la fijación de lo efémero y de lo luminoso: una carreta hundiéndose en el rio con “los capiteles y frisos y molduras y gualdrapas y manteles del altar mayor”; unos pájaros de los cuales solamente se “divisaban destellos cortos y luminosos de sus alas, certeros y suaves relámpagos de color verde o azul o amarillo, un ala sangrienta que aleteaba con urgencia en lo alto, entre las hojas húmedas, una cabecita orgullosa y azul que se escurría y deslizaba entre las ramas; en el claro silencioso que dejaba el trazo húmedo de un árbol enorme que se derrumbaba”. Contraponiéndose a la miseria derruida de la ciudad a irrumpir lo luminosos de unos claveles rojos en medio de las maderas, del “viento cargado de perfumes de flores y de hierbas; de flores rojas y amarillas reventando en los rincones”.

En el narrar de los dolores sufridos por los hombres de la Conquista, de los sentimientos que los dominaran y de los sueños que los nutrieron en medio a la destrucción de los árboles, de los pedazos de la ciudad, de algunos animales, de los humanos hay una concesión a la vida. La vida que es concedida por el Arte y cuya duración no será medida por el nacer y el morir y sí por le emoción que la belleza puede concebir. Y con rara e impresionante belleza está escrito El hombre que trasladaba las ciudades que el hado quiso que viniera a luz en 1973.

ESTOS MATERIALESCarlos Droguett 

Puedo, seguramente, hablar aquí, en la portada, en el umbral, de mis protagonistas, mostrarlos conversando entre ellos en la oscuridad de los interminable inviernos, en medio de las noches heladas, excesivas, intensas, inconmensurables, mirando en sus horrores, en sus odios, en sus dudas, en sus no terminadas traiciones, en sus imprecisos desolados recuerdos, la ciudad que no existía, que no podía existir entonces, que era tan sólo presentimiento total e impostergable.

Puedo, seguramente, mostrar a la ciudad como ellos la veían con sus ojos largos, como se ha ido forjando minuciosamente mediante el flujo y el reflujo de la muerte y de la vida, esa doble y antigua marea de la creación, incorporando en sus murallas ingenuas, en sus pobres tejados carcomidos o inexistentes, en sus impresionantes puertas débiles y horribles la vida y la muerte al mismo tiempo, en el mismo desesperado clima, en parecidas circunstancias –la vida y la muerte– eran entonces materiales concretos de edificación, de construcción de un sueño, de una monstruosa inevitable pesadilla.

Todo eso habré podido hacer para explicar mi vaga primera tentativa, para justificar mis yerros o mis asertos, pero todo habrá sido inútil o, por lo menos, supernumerario, porque desde aquí, desde el umbral, desde la portada, se ven los primeros humos, se oyen los primeros gritos reunidos.

Es la ciudad, la que imaginó en sus terrores, la que aplastó blandamente la lava y desmigajó el terremoto, la que fue innumerablemente picoteada por las flechas de los heteos y sobre la cual pasó largamente el viento de arena su manga vacía, la ciudad donde los indios acercaron la tea encendida a sus tinieblas para iluminar esa muerte, esa pequeña muerte lustral, elemental, sin embargo inolvidable, sin embargo olvidada.

No es, pues, una ciudad determinada, a pesar de las mezquinas apariencias, de los conocidos adobes, de las maderas fragantes a bosques recién cortados, es cualquier ciudad o ha podido ser todas las ciudades de esta América informe, atónita, maravillosa e incompleta.

Como toda belleza verdadera, es incompleta, con esa fragilidad torpe y tierna, inexperta e incipiente de la luna nueva, esa luna de suaves facciones disueltas y perfil estremecido, apenas rayada en el rostro infinito de la lejanía, tan distinta de la luna llena, total y pletórica, luna demasiado saludable y evidente para tener larga vida.

Lo frágil, pues, lo incompleto, me ha traído hacia este tema, porque la ciudad, al nacer, está tan cerca de la milenaria ciudad en ruinas como esas manos viejas arrugadas, estragadas, de los recién nacidos hermosos y horribles, empapados en inconsciente miedo, casi incorpóreos, casi no humanos, porque en realidad no lo son, porque están recién llegados, recién extrañamente llegados de las insondables tinieblas, están apenas comenzando una larga, terrible, opaca, tentadora y rutilante carrera, para transformarse en este monstruo adobado en ropas ajenas, en mitologías y vergüenzas y cobardías y cortas y soñadoras pujanzas ajenas, que es el hombre y en especial el hombre de la ciudad.

Me gusta lo incompleto por bello, es decir, por incompleto. Así es esto, así ha querido ser, así se ha ido puliendo contra mí mismo a través de los años, así pretendí, tal vez, temerosa y pacientemente que lo fuera.

Es la ciudad, cualquier ciudad, tu ciudad, lector, la mía, si quieres, un poco; verás, si te asomas, esas piedras patinadas vagamente por la descolorida sangre; oirás, si esperas, esos gritos acallados vagamente por los enmudecidos e inmóviles amontonados siglos, pero no digamos más que esto por ahora.

Chile, 1967

 A Ernesto Che Guevara que está creciendo. 

La primera medida que deberé tomar será describir a mi personaje, no diciendo cuánta estatura tenía, si era pletórico o enfermizo, ni tal vez tampoco su edad, sino más bien las marcas de su edad, las canas en el pelo o la barba, las arrugas en la frente, los tajos de la guerra en el pecho y en la memoria, sino presentar un retrato de su estado de alma, de su ánima desamparada y por eso más robusta, de sus temores, dudas, esperanzas, desfallecimientos, bríos, venganzas, deseos, realizaciones. Si digo que aquel día en que él avanzó hacia la novela hacía calor y que eran las diez u once de la mañana, tendré que pintarlo a él no frente al paisaje, incrustado y terminado en él, sino, por el contrario frente a determinada luz y sombra y juego de luces y sombras que atravesando el paisaje lo atraviesan a él, como el sol y el viento desmenuzados y pulverizados entre las hojas; lo veremos moverse y estar inmóvil en esa inmovilidad mortal llena de acción, de vacilaciones, de preocupaciones, de interrogaciones, ¿no nos faltarán las comidas?, ¿no nos asaltarán ahora mesmo los indios?, ¿a quién irán a matar primero, a Guevara, a Vásquez, a Santa Cruz?, ¿o será a mí, Dios mío?, de omisiones de cosas que se le olvidaron y que ya jamás volverá a tener posibilidad de hacer y que, no obstante, en su memoria, en su cabello largo, en la yema de sus dedos ansiosos, esgrime siempre como una última solución o una venganza adormilada que ha de madurar a tiempo. Lo dejaré inmóvil frente a la acción, amarrado por la primera brutal imposibilidad de escapar, para retratarlo íntegramente, imposibilidad material e inmaterial, amarrado firmemente por verdaderos cordeles morales, no lo dejan moverse, ni actuar, ni pensar libremente, ni siquiera asustarse con entera libertad, quejarse con verdadero pavor, porque si lo haces te matan, te tajan, te meten en cepo y en cadena, llegan las santas polleras del santo oficio oliendo un poco a tumba, a tu propia tumba, Juan. Está, en cierto modo, preso, y ahora haber fundado esta ciudad para un grupo de doscientos españoles desharrapados y traicioneros, llenos de odio como él, llenos de temor y esperanzas como él, ha sido una manera más, otra manera de amarrarse a la maldición evidente del conquistador, ven, ven, corre para que la tierra te devore, ven a hacerte pedazos sacando un mundo de la tierra, sacando ciudades, calles, edificios, dignidades, ruidos, paseos, más sospechas, más gente, ven a edificar más horcas y más escaleras, ven a colgar más patíbulos. Eterno frente al paisaje, mirándolo como a su rabioso enemigo, o mejor, como a su futuro asesino, el que ha de venir fatalmente, dentro de siete inviernos y algunos días bajo la lluvia, a través del bosque, entre las hojas y los perfumes, a buscarte ahí abajo, en el sueño, apartándolo con la hoja del cuchillo, pero sabiendo que, en algún sentido, un sentido más grande y positivo que lo que él mismo se imaginó, y por eso mismo más terrible, él está también incorporado aquí como un fatal frágil y trágico adorno, un poco grotesco y un poco transitorio, como el árbol para colgar al alzado, como el roquerío breve por el cual despeñar al fácil traidor. Es mi trampa, lo sé, siempre lo supe, desde que salimos de Potosí, desde que desatamos los caballos en la fonda de Felipe, es mi trampa, por eso quiero armarla con mis propias manos, con estas manos que todavía están vivas, a ver qué tiempo horrible llega y si soy capaz de soportarlo, este tiempo apresurado y lento que estoy yo mismo provocando, a ver cuántos años, cuántos inviernos, cuántos sufrimientos. Inmóvil, pero lleno de acción, listo para ser empujado a la novela, hacia el primer capítulo, empujado con violencia, con demasiado apresuramiento, echado hacia la luz desde la sombra, desde donde está esperando hace cuatrocientos años exactos en este mes de mayo en que escribo, empujado hacia la acción y el fracaso, hacia el abierto e increíble goce y la esperanza, es decir, hacia la vida, hacia esta vida friolenta que tirita entre los árboles y masculla y balbucea su venganza.

Ni siquiera el viento soplaba cuando él apareció frente al paisaje, trotando con flojedad bajo los árboles, el pelo suelto y lacio y el casco de la armadura colgando sobre la espalda, golpeando leve en ella, y podía verse que su borrosa cabeza era rubia y pálida, perdida, cansada, desfalleciente, caminaba sin mirar, como los ciegos, trotando quedo bajo los árboles, solo, completamente solo, y mucho rato después, aparecieron las cabezas de los otros caballos trotando con ligereza para juntársele y todo juntos entraron al primer capítulo y echaron su cansancio sobre el pasto.

PRIMER TRASLADO 

Las cabezas de los caballos sobre el pasto, tendidas y anhelantes como para escuchar el ruido lejano, como para recoger el terror de los disparos que prendían en la oscuridad, sentía olor a agua, a pasto y no quería mirar a Guevara. Guevara había desmontado, como él, como Vásquez, como Santa Cruz, y presentía él que quería acercársele, conversarle, contarle su aventura cuando se topó con los centinelas empaquetados en la oscuridad y sintió el frío de las armas, y adentro, entre las tiendas, bajo las lonas, bajo las sábanas de lino, ladraron los perros, dormirían con Villagra, con don Francisco, abrigándolo entre sus lanas para que no tiritara. ¿Cuántos soldados me sonsacó?, pensaba, caminando en silencio, sin querer mirar a Guevara y desgranando los dedos para sacar la cuenta fatal de su desgracia. ¿Cuántos soldados, Vásquez, cuántos, Santa Cruz? Todos los que trajimos de la Plata y los Chinches, todos, todos, todos, nos dejaron espantosamente sin ellos, como desnudos, vergonzosamente desnudos. Vinieron a él, venían derecho caminando hacia él, que estaba durmiendo vestido para esperarlos, percibiendo el ruido de la tierra aplastada por los borceguíes, el ruido mojado de las riendas, el rumor del agua azotada por los caballos. Cuando los caballos se pusieron de pie y trotaron hacia ellos en la tamizada luz de la madrugada, mientras sentía fiebre y el dolor le apretaba las sienes y la amargura de la derrota le quemaba todavía los ojos, miró con ansias el cielo. Era tenso y duro, reluciente y muy alto, soberbiamente alto, un cielo implacable, impenetrable, ciertamente extranjero. No soplaba el aire, el relincho de los caballos palpitaba con crueldad en sus oídos y comprendía que Guevara y Vásquez y Santa Cruz lo seguían por misericordia o también por fatalidad, porque estaban cosidos a su desgracia, atados a su manga, clavados en la silla de su caballo. No tenía sueño, estaba muy despierto y absolutamente consciente de lo que les ocurría. Venimos huidos de Villagra, de su tienda, de sus perros. Guevara estaba a su lado, tocó sus botas, sus borceguíes embarrados, lo cogió del brazo y sintió que su propio brazo estaba temblando. Deben estar dormidos todavía, señor, dijo Guevara, y se detuvo y lo detuvo para que escucharan. No venían ruidos desde lejos, el viento apenas colgaba de las copas y las remecía suavemente con su peso, parecía que no había más gente que ellos en el contorno, ni indios, ni españoles de Villagra, ni de él mismo, los caballos golpeaban a sus espaldas y distinguía las barbas y los bigotes de los soldados cernerse tristemente en la luz del amanecer, envueltos en silencio, el silencio descendía visiblemente del cielo, para aislarlos y alejarlos y sólo les dejaba los ojos abiertos y en ellos se reflejaba el paisaje solitario, abierto y expectante, que parecía escucharlos. Algunos dientes sonreían con cansancio, sueño o lejano dolor, alguien canturreaba como en una borrachera, alguno decía, en un quejido, España, España, y luego, Madrid, Sevilla, Málaga, y esas palabras, esos nombres, estaban llenos de sol y de sangre, de sangre limpia, nada de trágica, de una bella sangre derramada en un mesurado sacrificio, tan limpia y tan evidente como la que derramó nuestro Señor en la cruz. Las cruces, las cruces, señor, dijo Guevara, remeciéndole el brazo, eso fue una cabronada, ¿recordáis, señor? ¿Qué cruces, cuántas cruces?, dijo él en un sobresalto temeroso, parpadeando en su sopor, queriendo escuchar todo, recuperar el tiempo perdido, los caballos huidos, los soldados que se fueron con Villagra. Las cruces de que hablaba el cacique en el pueblo, dijo Guevara, cuando los soldados llegaron levantando tierra y sacaron las sogas y ellos se doblaban humildes en el suelo, formando cruces, toscas cruces de brazos, de piernas, de cuerpecitos de niño, cruces miserables de carne de indios y trajeron rápidamente maderas, trozos húmedos de árbol y les metían las cruces por delante de los caballos, las ensartaban en las espadas antes de ensartarlos a ellos, por ahí se abrió una cruz ardiendo, un árbol creciendo entre las ramas y en él tejido un indito bello y delgado, lavado como ídolo, se quejaba, sollozaba de un modo hondo y sincero, casi cristiano, y eso formaba parte del blando ritual, y los soldados echaron sus caballos sobre las chozas y en el suelo los indios heridos imaginaban súbitas cruces y no se quejaban, rezongaban ronco y corto, en un entrecortado tableteo sin ilusiones, ahí estaban las cruces, tres docenas de cruces, cuatro docenas, muchas más de las que podían ser necesarias para apaciguar a los caballos y mostrarles que antes por ahí ya había pasado galopando nuestro Señor Jesucristo y se bajó del caballo y se trepó como indio por la cruz, se extendió enorme en ella, furioso y sollozante y echó un delgado clamor sosegado antes de torcer la cara y rajó abismado un relámpago entre las ramas y comenzó a llover quedo y las cruces que ardían se apagaron con un humo espeso y se sintió nítido el olor a carne chamuscada y los soldados se alejaron disparando y el humo azul y nuevo llenaba la hondonada y al tornarse para mirar vieron todavía una cruz enorme que cerraba el camino y saltaron por ella y dispararon por encima de ella para demostrar que no se olvidaban de que eran cristianos y de que eso había sido una fiesta fea y pagana, unos paganos robándose cruces apresuradas, vistiéndose con unos trajes, unas ceremonias y unos misterios que no les correspondían. Villagra es hijo natural y lo más probable que ni sea bautizado, dijo él, soltando el brazo de Guevara y mirándole sonreír. Guevara estaba frente a él, listo para subir, y lo esperaba. Ya montado se veía enorme, plácido, sin pizca de nervios, le sonreía con los dientes, unos dientes parejos, apretados, seguramente crueles. Pudo matarlo al Villagra y parece que no lo quiso hacer, pensó él y lo miró para preguntarle. Pero no preguntó nada y montando de carrera su caballo rubio salieron a grandes brazadas del bosque y trotaban en plena luz. Guevara tenía la pechera desprendida y rota, como si hubiera luchado con alguna hembra en lo hondo del lecho y la pasión y la fiebre no le hubieran dado tiempo de desclavarse los botones, de desabotonarla a ella, buscándole el deseo con los labios, untándola con el bigote sedoso y espeso, y los brazos, los bellos brazos que se le escapaban mojados para clavarlos en la cuja, ella cogía la rodela y la espalda, clamaba ayuda, ayuda de indios y de españoles, de ciertos españoles que tenía en la boca y en las rodillas, apretaba las rodillas la puta de mierda y él, furioso y pleno de deseos, quiso empujarla todavía más a lo hondo del lecho, del colchón, de la tierra, del marido, ahí donde ya estaban brotando las flores y durmiendo los perros desde el verano, hasta cuatro perros que surgieron pálidos en la oscuridad, ladrando hacia lo hondo de las sábanas, donde estaba, completamente vestido, pero sin visera, agarrado a la espada para no caerse, aunque estaba caído, el bello rostro desprendido y blanco y ojeroso y acongojado, don Francisco de Villagra. Le encontré olor a hembra, señor, y por eso me entró el susto o la sorpresa o la extrañeza, olor a hembra auténtica, a gitanilla adolescente, y hasta vi una enagüilla brillar por el suelo y él se alzó muy triste, sin siquiera reconocerme, pero comprendiendo que yo era un cabal caballero y que podría pedirme un favor completo, que se la buscara por amor de Dios, una zagala, una zagalilla huérfana, me la han robado a pesar de los perros, el desierto y las cadenas, estos españoles hambrientos y se empezó a poner dolorosamente en pie, para llorar completamente, para sollozar muerto de dolor y soledad, y lo miré y le dije, señor, ¿vos sois el teniente Francisco de Villagra? Sí, señor, soy ese pobre hidalgo, la doña se ha ido para siempre, y me echó los brazos al cuello y sentí el olor pulverizado de la hembra que le empastaba la cara, tenía unos ojos yertos y descoloridos y se veía enfermo, unos llantos secos afeándole las ojeras, y sacó la espada en la oscuridad y embrazó la rodela y caímos empujando unas silletas y había un rastro de enaguas perfumadas en su triste aliento y él cayó sobre mí y alzando las manos para recogerlo y mirándolo en la luz del amanecer vi que estaba hermoso y desamparado y le eché la rodilla y cogiendo unas tenacillas busqué con mis dedos por el suelo y encontré la yesca y el pedernal y vi sus medias de seda y sus lindas piernas, tenía soberbios muslos el don Francisco, pero a la gitanilla no le había importado nada y se había ido caminando lo mismo. So maricón, le dije, le dije y le lancé otra guantada y lo dejé sentado en el rincón y él se vino sobre mí, pero yo tenía por entonces la espalda de él en mi mano derecha y le ponía una sonrisa para que se acercara más y miraba a un soldado joven, torpe o asustado, que se estaba sacando el uniforme, la armadura, para desnudarse enteramente, para que lo matáramos desnudo, veía su cuerpo blanco y sin pelos, temblar de amoroso miedo en la penumbra y tuve dos espadas en las manos y con ellas le crucé la cara al don Francisco, y él, para que lo hiciera mejor venía ahora en brazos hacia mí, en brazo de los soldados que surgían en la oscuridad, soldados nuestros o de él, nunca lo supe, y cuando lo tuvieron en la luz lo dejaron caer al suelo y él se iba quedando de pie y estaba blanco y núbil, los labios con sangre y los rizos de sus cabellos alborotados y trágicos. ¿Quién sois?, gritó furioso y miedoso, para acompañarse: ¿quién sois y qué hacéis?, clamó otra vez, listo para sollozar. Soy Guevara, contesté con sosiego, Juan Mendoza de Guevara, capitán de Tucumán, a las órdenes de don Juan Núñez de Prado, vengo a tomaros preso, don Francisco. Él estiró las manos trémulas desfallecidas y vi los encajes, estaban albos todavía, algo ajados, y se las cogí para encadenarlas con tiento, pero entonces llegaron los soldados encima de los caballos y los iban descargando sobre nosotros, sonaban maldiciones y bofetadas. Alguien respiraba hondo, arrastrándose por el suelo, y llamaba a los soldados que estaban en la luz, más arriba, mucho más arriba, lo sentía respirar hondo, sin dolor, ya sin pesadumbre, junto a la cuja había unos tiestos con flores y de ahí había surgido el primer recuerdo de la gitana, la forma de su pollera se disolvía ahí, la noche estaba cada vez más oscura, sentía el resoplar de los españoles junto a mi rostro, pegados a mis manos, parecían buscar las flores para respirarlas, me había sentado en el suelo para apuñalar a alguno cuando vi dos ojos que me miraban asustados primero y después llenos de alivio y cuando bajó las manos rítmicamente, dijo temblando hermano, hermano, yo también soy cristiano, todos somos cristianos, todos, todos, pero los indios no, grité lleno de urgente miedo, casi con temor de que ocurriera algún percance enorme e irreparable y sentí quejarse a Villagra, un quejido de desamparado y no de herido, de señor abandonado y no de hidalgo en derrota y me arrastré quedo hacia donde lo sentía llorar, lloraba con gran dignidad, parecía que él se iba alejando por esa dulzura, que ladraba su llanto en las tinieblas, sobre mi cara colgaba un trozo mojado de lona y yo también olía el perfume de la hembra, se fue y lo dejó solo, se fue la gitana y se llevó los naipes y la suerte, su tranquilidad y su sosiego y quise ponerme de pie y sentí una mano helada que me cogía las piernas, que me paseaba con premura la cara, como la mano de un ciego que buscaba titubeando la hoja de la puerta, el respaldo de una silla, quería salir de lo oscuro y entrar en la luz, sentía una suave ternura, me sentí robusto y deseoso de servir, cogí esa mano, pero no me sirvió de mucho, se deshizo bajo mi presión como si fuera de trapo, tuve náuseas y deseos de llorar, resopló en silencio para botarme la sangre de la cara y lo sentí sollozar a él de frío. Afuera sentía pasos de tranquilidad o miedo, una antorcha que andaba buscando a alguien barría la oscuridad amontonándola, miré las pezuñas de mi caballo y me arrastré hasta ellas, me alcé hacia la luz, una luz sucia, de madrugada lluviosa. Después, tal vez, dormimos sobre los caballos y ellos nos sacaron de ahí. Llovía con tamizada fuerza, sin que soplara el viento, no había ruido de temporal ni de gente, sólo un frondoso y hondo extenso rumor de río descendiendo sobre nosotros, sobre los caballos, sobre los árboles, íbamos dormitando, el agua escurría minuciosa por nuestros pescuezos, no sentíamos frío, ni siquiera sabíamos que veníamos huyendo, porque unos jinetes que trotan deshechos y ateridos en la noche, bajo la lluvia, no huyendo de nada, ya no podrán huir de nada, solo habíamos salido de las tinieblas, donde se debatían unos brazos y se retorcían algunas cabezas ahogadas y se elevaban cortos gritos. Sí, los sentíamos gritar todavía, después de caminar tres leguas, después de seis leguas de chapotear y tiritar de miedo y de penuria, pero éramos nosotros los que tiritábamos y era de frío, porque ya había dejado de llover y las gotas de lluvia colgaban de la tusa de los caballos y de nuestras barbas, teníamos gran frío, pero nuestras caras estaban ardientes, las cabezas adormecidas y los ojos hacia adentro, los caballos humeaban y nosotros también comenzábamos a entrar en esa tibieza amable de la evaporación, de la descomposición, el desmayo y la fatiga. El cielo estaba alto y tenso y había ahora mucha luz, una luz dura que nos odiaba, que nos calaba las ropas mojadas y las armaduras, algunos tenían las manos agarrotadas en la empuñadura de la espada, otros la llevaban atravesada en el pescuezo del caballo, derrumbado el cuerpo ausente, el rostro flaco, apenas retenido por unos pelos enfermos de barba incipiente. Alguien rió, no, no reía, estaba delirando, enredándose en una fiebre que lo iba tiñendo, una fiebre acumulada y familiar, una tos para toser en lo hondo de la cama, en Málaga, en Sevilla, cuando afuera cae el sol sobre los naranjos o los vasos de manzanilla y se azota el viento en las ventanas de la plaza. Sonaban plañidos, teñidos, quejas, quejas frías y desagradables en sus oídos, sería la gitana, la gitanilla del don Francisco. ¿Sería verdad que tenía una hembra escondida en el campo o eran solo fantasmas, pintarrajeados de la fiebre? Vio la mano enguantada de Prado cogerse de las riendas y lo miró temeroso de que desfalleciera. ¿Desfallecer ahora cuando nos quedan cinco, diez años de padecimientos? Se sonrió y atravesó el caballo para conversar un buen rato, pero se quedaba callado. Sí, estaba fresco el olor en la tienda, había vestidos revueltos en el suelo y los soldados cayendo unos sobre otros, como si estuvieran atados, y él, él mismo, trajinando el delgado pecho del don Francisco, no para buscarle las costillas y morderle el hígado o el corazón sino para descubrir furioso el olor de la hembra, una rapazuela de dieciséis años, unas nalgas breves, no maduras y como no entraba nada, lo había agarrado del pescuezo y le rajó la gorguera y el cuellito de encajes y el encaje, al romperse, dejó escapar entera la forma de la mujer, sus pechos pequeños y estupefactos, su cinturilla tibia, tal vez ardiente, agazapada y alerta, y don Francisco extrajo la larga espada de la oscuridad, parecía que la sacaba desde muy lejos, desde la catedral de Arequipa, desde debajo de la cuja de don Pedro de Valdivia en Atacama la Grande, cuando había neblina y graznaban los buitres y los caballos sacaban ruido de la tierra dura y salitrosa. Yo soy Guevara, había dicho él con arrogancia, el capitán Guevara, había repetido con tranquila insolencia y calculaba la longitud de la espada hundida para siempre en la oscuridad. Por ahí estaría la hembra, su pollerita roja, sus zapatitos de raso, sus piececitos de raso y buscándolos con la mirada vio entonces al caballo. Lleno de espumarajos las narices, trotaba furioso hacia ellos, parecía traer un poco de lumbre en sus relinchos y arrastraba consigo un trozo de tienda y chillaban insultos los soldados y disparaban humo en la oscuridad y en alguna parte chisporroteaba un buen fuego, el generoso fuego de los gitanos ardiendo en las afueras de Córdoba junto a los olivos y los naranjos, las saetas y las verbenas y él abriendo furioso la camisa del don Francisco le dejó desnudo el torso, los hombros núbiles y femeninos, hombros de gitanilla, pensó y lo remeció suavemente para que le contestara y os tomo preso agora mesmo, murmuró. Estaba avergonzado, dijo Guevara pensativo, recordando cómo temblaba de humillación en la oscuridad. Le dimos un susto, señor, recalcó para señalar que no todo había salido tan mal. No queremos sustos, no quiero miedo ni horrores, gritó Prado y su grito se extendió por el descampado en el que apenas se veía ya vegetación, los cascos de los caballos azotaban quedamente la tierra y manaba del grupo un olor podrido y revuelto, triste y vergonzante que también decía no quiero miedo, ni horrores, ni visiones. Villagra no busca meternos miedo, no buscaba eso cuando se llevó a los soldados engañados, dijo, rememorando sus sentimientos y sus futuras quejas. Pudimos matarlo, dejarlo tirado en la oscuridad y no supimos hacerlo, antes de que sea la noche lo tendremos otra vez sobre los talones.

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