El hombre soñado - Stephanie Bond - E-Book

El hombre soñado E-Book

Stephanie Bond

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Beschreibung

Julia 970 Jo Montgomery no tenía nada en contra de los niños, simplemente, no quería tener ninguno. Así que cuando por una fatalidad del destino, tuvo que hacerse cargo de tres pequeños diablillos, se puso histérica. Pero lo último que ella se imaginaba era que iba a conseguir un trabajo... precisamente por los niños. Entonces conoció al padre de las criaturas, John Sterling, un viudo muy atractivo, y Jo supo que sus problemas acababan de empezar. John era el hombre que ella había estado buscando toda su vida.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1997 Stephanie Hauck

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El hombre soñado, julia 970 - enero 2023

Título original: Kids is a 4-Letter Word

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411416245

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

JO Montgomery dio un respingo al oír el timbre del teléfono, pero no apartó la mirada del talón bancario que tenía en la mano. Devuelto. Con el ceño fruncido, descolgó el auricular.

—Montgomery Group Interiors. Le atiende Jo.

—Soy John Sterling —se identificó la otra persona—. Creo que mi secretaria habló con usted la semana pasada para solicitar sus servicios.

Jo intentó recordar. La cita que tenía aquella tarde con los Patterson le había hecho olvidar todo lo demás, y mientras intentaba centrarse en la llamada, su subconsciente registró «una bonita voz».

Dejó a un lado el talón bancario, abrió el cajón y buscó entre los expedientes clasificados.

—Sí, señor Sterling. Aquí mismo tengo las notas. Residencia en el 69 de Kings Court, cuatrocientos setenta metros —estaba empezando a recordar la conversación. John Sterling era un arquitecto de Atlanta que se había trasladado a Savannah recientemente—. Su secretaria me habló de un trabajo completo.

—Así es —confirmó John Sterling, en tono apresurado. Jo le oyó remover papeles y el clic de un maletín al cerrarse—. Mobiliario, tratamiento de las paredes y ventanas… todo.

«Qué voz».

—Conozco esa calle. ¿Cuándo le vendría bien que me pasara para examinar las muestras con usted… y su esposa.

Hubo un breve silencio, y Jo asumió que estaría consultando un calendario.

—Soy viudo —contestó con suavidad.

—Vaya, lo siento mucho…

—¿Por qué no se pasa hoy por la casa y echa un vistazo? —su tono volvía a ser profesional—. Así podríamos reunirnos dentro de unos días y hablar ya más en firme del trabajo.

Una voz fluida, elegante y muy sexy. Ella tenía a Alan, por supuesto, así que no estaba interesada, pero si John Sterling estaba pasable, su amiga Pamela estaría encantada de conocerle.

—¿Estará usted allí? —le preguntó.

—No, pero mis hijos y la niñera sí. De pronto todas sus maquinaciones se quedaron atascadas y Jo hizo una mueca. Nunca le habían gustado demasiado los niños, pero el último trabajo que había hecho para una residencia particular había sido todo un infierno, sorteando las actividades terroristas de los trillizos de cinco años de la casa.

—¿Ni… niños? —tartamudeó.

—Sí —contestó, y su voz se llenó de ternura—. Pero no se preocupe: mis niños son ángeles.

 

 

Jo levantó en alto los brazos por instinto justo antes de que un globo de agua le estallase en el pecho, empapando la chaqueta color salmón que llevaba puesta. Los folletos y las muestras de tejidos cuidadosamente seleccionados cayeron a sus pies, y en un segundo absorbieron el agua caída, echándose a perder por completo. Estupefacta, Jo levantó la mirada para encontrarse con una chiquilla de rizos rubios que la miraba inmóvil desde la puerta. Los ojos verdes de la niña casi desaparecían tras unas gruesas gafas, y la pequeña levantó la cabeza para mirar a Jo.

Gritos de guerra llegaron hasta sus oídos, y Jo se quedó boquiabierta. En el cuarto de estar, dos salvajes disfrazados de bebé y de niño de alrededor de seis años corrían alrededor de una mujer de mediana edad atada a una silla, cada uno armado con un cubo lleno de globos de agua, que alternativamente lanzaban sobre su víctima. El agua caía por las paredes y mojaba el suelo de madera. Artilugios de colores estaban tirados por toda la habitación, incluyendo las ramas arrancadas a un árbol de Navidad artificial.

—Ayúdeme —gritó la mujer, mirándose después las ataduras.

Jo se pasó las manos por las solapas de la chaqueta y se dirigió a la niña de las gafas.

—¿Qué está pasando?

La niña parecía más preocupada en proteger del agua el libro que llevaba bajo el brazo, pero se encogió de hombros y se hizo a un lado para que pudiera pasar.

—Los chicos están jugando con la señora Michaels.

—Ayúdeme —le rogó la señora Michaels, y se inclinó hacia un lado para esquivar otro globo que explotó al caer al suelo—. Líbreme de estos monstruos.

Los monstruos en cuestión no parecían ni haberse dado cuenta de la llegada de Jo. Los gritos y las canciones de guerra con que bailaban alrededor de la pobre señora Michaels, desnudos de cintura para arriba y con los cuerpos pintados, así que Jo entró en la habitación, sacó un silbato que llevaba en el bolso y lo hizo sonar.

Todo el mundo se quedó inmóvil.

—¡Vaya! —exclamó el niño mayor, mirando maravillado—. ¿Puede dejármelo?

—No —espetó Jo, e intentó calmarse inspirando profundamente—. ¿Qué está pasando aquí? —preguntó con los brazos en jarras.

El niño del pelo rojo frunció el ceño.

—Estamos jugando. La señora Michaels dijo que podíamos atarla.

Jo miró a la pobre mujer con el vestido de lana pegado por completo al cuerpo y los mechones de cabello gris empapados.

—No sabía que tenían globos de agua, y no me había dado cuenta de que Jamie…

—¡Soy Peter! —gritó el niño mayor.

—Lo siento —dijo, y añadió en voz baja para explicárselo a Jo—: Jamie piensa que es Peter Pan. De todas formas —continuó ya en voz alta—, no sabía que Peter pudiese hacer tan bien los nudos.

Jamie Peter sonrió.

—Soy un scout.

Jo se dirigió a la señora Michaels.

—¿Es usted la niñera del señor Sterling?

—Sí. ¿Quién es usted?

—La decoradora del señor Sterling. Supongo que éstos son sus hijos.

La señora Michaels asintió y con la cabeza empapada, señaló hacia la niña:

—Claire tiene nueve años, Jamie…

—¡Que soy Peter!

—…Peter tiene seis y el pequeño Billy va a cumplir tres.

Al oír su nombre, el pequeño de pelo rubio levantó en alto tres dedos gordezuelos y después se escondió detrás de su hermano.

Jo miró muy seria a Jamie e hizo un gesto con la cabeza hacia la señora Michaels.

—Desátala.

El niño la desafió.

—Tú no eres mi madre —espetó.

Jo sintió una punzada de dolor por la pérdida que había sufrido aquel chiquillo, pero sabía que las primeras impresiones eran cruciales a la hora de establecer la autoridad, y no estaba dispuesta a arriesgarse a sufrir otra vez el desastre de los trillizos Tyndale.

—Pero soy mayor que tú —contestó, acercándose a él y cruzándose de brazos—, así que, ¡muévete! —le ordenó.

Y para sorpresa de Jo, el chico obedeció. Con una increíble facilidad, deshizo los nudos y, en cuestión de segundos, la señorita Michaels quedó libre.

Con una sorprendente agilidad para una persona de su edad, la niñera corrió hasta un armario y volvió con un sombrero sobre el pelo empapado, un abrigo y sacando las llaves del bolso.

—Son todo suyos —le dijo a Jo desde la puerta—. Buena suerte —añadió, y desapareció.

Tuvieron que pasar dos segundos para que Jo asimilara lo que acabara de ocurrir.

—¡Un momento! —la llamó, y corrió detrás de ella—. No estará hablando en serio, ¿verdad? —la señora Michaels siguió caminando hasta un viejo modelo de sedan aparcado frente a la casa—. No puede marcharse así.

La mujer abrió la puerta y se volvió con una sonrisa de triunfo.

—¿No? Pues vea como sí que puedo.

Jo abrió y cerró la boca como si fuese una marioneta, pero no pudo decir nada, hasta que al final, escupió:

—Pero usted se ha comprometido a cuidar de estos niños.

—Pues denúncieme —replicó, cuando ya se subía al coche.

En un instante, puso el motor en marcha y desapareció calle abajo.

El pánico se apoderó de Jo al verla alejarse y perderse de vista, y al darse la vuelta se encontró con que los tres pequeños se habían arremolinado en la entrada de la casa al frío sol del mes de junio y la miraban con recelo.

—La señorita Michaels era una niñera un poco quejica —declaró Jamie—. Igual que las otras dos.

—No te conocemos —dijo Claire con cautela, y le tendió una mano a Billy para que se acercara a ella—. Y se supone que no debemos hablar con extraños.

Jo intentó pensar con rapidez. El colmo sería tener que enfrentarse a tres niños histéricos, así que se acercó a ellos y les dedicó su mejor sonrisa.

—Soy Jo. Jo Montgomery. Ahora ya no soy una extraña, ¿no?

Jamie frunció el ceño.

—Jo es un nombre feo para una chica.

Jo tuvo que aguantarse la irritación.

—Es el diminutivo de Josephine. Además, yo conozco a una chica que se llama Jamie.

—¡Yo me llamo Peter! —le gritó.

—Tiene que identificarse. Podría ser una secuestradora —dijo Claire.

Jo se echó a reír. La única persona del mundo menos inclinada aún que ella a secuestrar niños sería su novio, Alan. Abrió el bolso y sacó el carné de conducir para enseñárselo a Claire.

—¿Lo ves?

Claire frunció el ceño. Aún no estaba satisfecha.

—¿Y qué va a hacer con nosotros?

Jo esperó a que la respuesta le llegase de pronto, pero como la inspiración divina parecía no llegar, preguntó:

—¿Cuándo llega a casa vuestro padre?

Claire se encogió de hombros.

—Normalmente a las siete y media.

Jo miró el reloj. Las dos y media, y tenía una reunión con los Patterson a las cuatro.

—Entonces vamos a llamarle para que venga antes, ¿de acuerdo? —sugirió, e hizo un gesto para que los tres entrasen en la casa.

Suspirando, Jo se tocó una sien que empezaba a palpitarle. Sintió un roce en la rodilla, y miró hacia abajo. Billy estaba allí, mirándola con unos enormes ojos verdes. Bajo toda aquella pintura era un chico guapo, o eso parecía. Con la otra mano se tiró de una especia de pantalones cortos y bombachos de algodón, que era la única prenda que llevaba puesta. Jo frunció el ceño.

—Hoy hace buen día, pero aún estamos en invierno. ¿Dónde está tu ropa?

—Caca —dijo solemne, y levantó en alto los brazos para que le llevara ella.

Jo miró al cielo primero y después levantó cuidadosamente al niño para oler el pañal.

—Dios mío —murmuró, exhalando rápidamente, y sosteniendo al niño en brazos pero alejado de ella, con toda la gracia que le permitían los tacones de aguja, entró de nuevo en la casa.

—Claire, Billy necesita que se le cambie el pañal —dijo, y fue a dejarle en el suelo, pero el niño se resistió, aferrándose a su cuello con todas sus fuerzas.

—¡Nooo! —gritó el niño, y Jo, temiéndose una rabieta, no lo soltó.

—Es un niño difícil —le dijo Claire, aunque en realidad no hubiera necesitado decírselo.

—Ve a buscar un pañal —le dijo, rebuscando en el bolso con una mano. Cuando encontró la tarjeta de John Sterling, Jamie señaló el teléfono de la cocina, y de camino echó un vistazo a la casa.

Grande y desnuda. Las habitaciones tenían líneas interesantes, pero Jo jamás había visto tal ausencia de color y estilo en una casa tan lujosa como aquella. Los suelos de madera eran maravillosos, y los rodapiés y las molduras del techo, preciosas, pero los pocos muebles que había eran rancios y las paredes estaban completamente desnudas.

—Hola, Susan —saludó a la secretaria de John Sterling tras marcar el número—. Soy Jo Montgomery, de Montgomery Grupo Interiors. Necesito hablar con el señor Sterling.

Jo se colocó a Billy sobre la cadera.

—El señor Sterling no está disponible en este momento. ¿Quiere dejarle algún mensaje?

Jo suspiró.

—Estoy en su casa, y la niñera acaba de marcharse. Tiene que venir inmediatamente —un dolor en la oreja izquierda le hizo gritar—: ¡Aaay!

Billy había encontrado su pendiente y parecía decidido a arrancárselo de la oreja.

—El señor Sterling está en un avión de vuelta de Fort Lauderdale. No aterrizará en Savannah hasta… —hizo una pausa y Jo le oyó remover papeles— …las seis y cuarto.

—Yo tengo una reunión muy importante dentro de hora y media —le dijo, sujetando la mano del niño—. ¿Qué se supone que debo hacer?

—No tengo la más remota idea —replicó Susan.

—¿Tiene alguna lista de las canguros que suela utilizar el señor Sterling?

Jo se volvió para ver a Jamie subido en una mesa auxiliar alta y bastante inestable, aferrado al bajo de una cortina y midiendo la distancia hasta el suelo.

«No irá a saltar», se dijo.

Pero, con una espada de plástico en una mano para atacar a un enemigo imaginario, gritó:

—¡Allá voy, capitán Garfio!

«¡Va a saltar!»

—¡Jamie! —le gritó, lanzándose hacia él, pero el cordón del teléfono se lo impidió.

—¡Soy Peter Pan! —gritó, lanzándose colgado de la cortina.

—¡Cuidado! —le gritó, y soltó el teléfono para correr hacia él—. ¿Estás bien? —le preguntó, mientras que Billy animaba a su hermano.

Tras un sonido de la tela al rasgarse, Jamie levantó la cabeza y sonrió.

—¡Fantabuloso!

—Sal de ahí debajo y siéntate en el sofá hasta que yo termine de hablar —le ordenó, y volvió a recuperar el auricular.

—¿Sigue ahí?

—Sí —contestó Susan.

—¿Tiene o no una lista de canguros?

—La tenía.

—¿La tenía?

—Se redujo drásticamente desde que el señor Sterling se mudó. Ahora no hay una sola canguro que quiera hacerse cargo de los chicos.

—Está de broma, ¿verdad?

—Me temo que no.

—Está bien: si usted no quiere ayudarme, buscaré a alguien yo misma.

—Buena suerte —contestó Susan, y colgó.

Claire volvió con las manos vacías.

—Se nos han acabado los pañales.

Jo cerró los ojos y contó hasta diez.

—Claire, ¿hay algún vecino con el que podáis quedaron durante unas horas hasta que tu padre llegue?

La niña negó con la cabeza.

—No nos deja ir a casa de los vecinos.

—¿Ni siquiera en una emergencia?

Claire volvió a negar.

—Han puesto carteles para prohibir la entrada a Jamie.

—¡Soy Peter Pan!

—¿Que los vecinos han puesto carteles?

—Sí.

—Es posible que lamente haberlo preguntado, pero ¿por qué?

—Porque echaba bombas de humo en sus contenedores de basura.

—Entrenamiento de los scouts —intervino Jamie, orgulloso.

—Claire, ¿tienes una lista de las canguro que use tu padre?

—Está al final de la guía.

Jo sintió una nueva clase de humedad atravesarle la chaqueta y miró a Billy.

—¿Te has hecho pipí?

Billy sonrió.

—Sí.

Jo gimió en voz alta y le dijo severamente:

—Tienes que quedarte en el suelo un minuto hasta que pueda cambiarte el pañal —el niño se resistió—. Sólo mientras hago unas llamadas.

Claire tomó la mano de Billy e intentó distraerle.

Jo sacó la guía y buscó al final.. Había unos quince nombres escritos a mano bajo el título de canguros, pero todas habían sido tachadas con una gruesa línea negra. De todas formas, decidió intentarlo.

—¿Diga?

—Hola —saludó—. ¿Eres Carla?

—Sí.

—Me llamo Jo Montgomery, y necesito una canguro para los hijos de John Sterling…

Clic.

—¿Hola? —preguntó—. ¿Hola?

Tras recibir la misma respuesta de otras dos canguros, Jo miró el reloj con nerviosismo. Si no llegaba a aquella reunión a las cuatro, sacrificaría el trabajo más importante que había tenido hasta el momento y posiblemente echaría a perder su negocio.

Frenéticamente marcó de nuevo el número de Susan.

—Soy Jo Montgomery. Me llevo a los niños a mi despacho —le dijo, y le dio la dirección y el teléfono—. Les traeré de vuelta en cuanto haya terminado mi reunión. ¿Podría decírselo al señor Sterling para que venga a casa lo antes posible?

—Por supuesto —contestó Susan alegremente—. Espero que tenga un buen seguro.

Jo colgó el teléfono.

—Qué bruja. Muy bien niños —anunció—. Nos vamos.

—No podemos —declaró Claire muy seria—. No debemos irnos con alguien a quien no conocemos bien.

Jo asintió pacientemente.

—Y eso está muy bien, pero no en este momento, porque no tengo más remedio que llevaros conmigo. Vamos a hacer una cosa: ¿por qué no le escribes una nota a tu papá de adónde vais por si vuelve a casa antes de que volvamos nosotros?

Claire consideró la situación y por fin, cedió.

—De acuerdo. Pero yo escribiré la nota —dijo en tono de superioridad.

—Está bien —contestó Jo, contemplando los cuerpos pintados de los chiquillos—. Escríbela mientras yo lavo a estos dos. ¿Dónde está el baño?

Jamie la condujo por una escalera curvada hasta un dormitorio por el que bien podría haber pasado un tornado, con dos camas en el suelo.

—Esta es nuestra habitación —anunció—. De Billy y mía.

—Venga. Ahora quitaos la ropa y a la ducha.

—Nosotros no nos duchamos —replicó Jamie, cruzándose de brazos—. Nos bañamos.

—Las duchas son mucho más rápidas. Además, yo sé de buena tinta que Peter Pan se daba una buena ducha todos los días.

—No.

—Sí —lo animó—. Colgaba un cubo con agujeros de un árbol y se ponía debajo para darse la ducha.

Los ojos de Jamie se iluminaron.

—¡Vale! ¡Yo tengo un cubo y hay un árbol grande en el jardín del vecino!

—¡Eh! —Jo tuvo que sujetarle como pudo, pues el crío salía ya corriendo del baño—. Eso lo haremos otro día. Hoy tenemos prisa.

Se agachó y abrió los grifos para ajustar la temperatura del agua.

Jamie se quitó los pantalones y los calzoncillos, y los lanzó por encima de la cabeza hacia la habitación antes de meterse en la ducha.

—¿Has terminado, Jamie? —le preguntó al rato.

—¡Soy Peter! —rugió.

—¿Has terminado?

—Sí —dijo, y salió de la bañera pisando en la alfombra que Jo le había puesto a los pies. Pero sólo con mirarlo, hizo un gesto de nuevo hacia la bañera.

—Adentro, caballero, y frótese.

Metió a Billy en la bañera y ordenó a Jamie que le cuidase mientras ella iba a buscar un cepillo de baño. Claire le ayudó a encontrar una en la despensa.

—Necesito que te ocupes de Billy mientras yo me hago cargo de Jamie —le dijo, remangándose.

—¿Cuánto? —preguntó la niña sin moverse del sitio.

—¿Cuánto qué?

—¿Cuánto vas a pagarme?

—¿Pagarte? Es una broma, ¿no?

Claire negó con la cabeza.

—Un dólar —ofreció Jo, tragándose lo que se le vino a los labios.

—Dos dólares —declaró Claire sin alterar su expresión.

Jo se cruzó de brazos. ¡Condenada chantajista!

—Un dólar y medio.

Claire volvió a ajustarse las gafas.

—Un dólar setenta y cinco.

—De acuerdo —accedió Jo, encaminándose al baño.

—En efectivo y por adelantado —dijo la niña, extendiendo la mano.

—Ya veo que hay un futuro abogado en la familia —declaró mientras contaba las monedas—. Ahora, vamos a lavar a tus hermanos.

Jamie estaba cantando a pleno pulmón una versión muy particular del tema principal de Peter Pan mientras Billy se había sentado delante de la bañera, aparentemente fascinado con el agua que caía de la ducha. Se reía y tenía hipo, y Jo contempló atónita cómo una burbuja de jabón le salía de la boca y explotaba poco más allá. Billy se echó a reír y salieron más burbujas.

Jamie dejó de cantar para echarse también a reír.

—Es que ha mordido un poco de jabón —le informó.

—¡Dios mío! —exclamó Jo, y sujetó a Billy por los hombros, sin darse cuenta de que todo el agua de la ducha le estaba salpicando—. ¿No deberíamos llamar al Instituto Nacional de Toxicología?

—No pasa nada —declaró Claire—. Ya lo ha hecho otras veces. Echará pompas durante un par de días, pero nada más.

Billy volvió a reír y unas cuantas pompas se estrellaron en la cara de Jo.

—Manos a la obra —le dijo a Claire.

—¡Aaaayyy! —gritó Jamie cuando Jo empezó a frotarle con el cepillo por la espalda.

—Estáte quieto —le ordenó—. Es suave, así que no te va a pasar nada.

Enérgicamente fue arrancándole todas las manchas de pintura mientras Claire se las arregló para dejar más o menos limpio a Billy. Jo volvió a mirar el reloj. Quedaban cuarenta y cinco minutos, y el viaje les costaría quince.

Claire había encontrado dos toallas y secaron con ellas a los chicos.

—Vístete —le ordenó a Jamie.

—No tenemos pañales para Billy —le recordó Claire.

Jo suspiró y se apretó el puente de la nariz entre el índice y el pulgar, intentando no perder la paciencia.

—Busca una toalla de lavabo blanca.

Una vez Claire hubo traído la toalla, Jo tardó unos minutos en convencer a Billy de que se estuviera quieto para poder ponérsela, y tras varios intentos fallidos y varios pinchazos en los dedos, consiguió un pañal aceptable sujetándoselo a los lados con dos de los alfileres que llevaba en la chaqueta.

—¿No deberías estar ya acostumbrado a esto? —le preguntó al niño.

—Es que es un poco difícil —repitió Claire.

—Estoy listo —anunció Jamie.

Vestido con un chándal verde estilo Peter Pan, se paró frente a la puerta con los brazos en jarras y un trapo negro atado al cuello y colgando por la espalda a modo de capa.

—¿Por qué la capa? —le preguntó Jo en voz baja a Claire.

—Es su sombra. ¿Es que no sabes nada de Peter Pan?

Jo inspiró profundamente y tras vestir a Billy, todos bajaron a la planta baja. Apresuradamente añadió unas cuantas frases a la nota de Claire y cerraron la puerta principal con una llaves que Claire llevaba colgando del cuello.

—¿Dónde está la silla del coche? —preguntó la niña cuando Jo abrió la puerta de su sedan.

Jo parpadeó.

—¿La silla del coche?

—Para Billy. Tiene que ir sentado en una.

—¿De verdad?

Jamie frunció el ceño.

—¿Es que tú no tienes hijos?

—Pues no, no tengo hijos.

—Hay una silla de sobra en casa —ofreció Claire, subiéndose las gafas.

Para cuando estaban todos acomodados en el coche, a Jo le quedaban once minutos para recorrer la distancia que necesitaba de quince. En cuanto puso el motor en marcha, sonó el teléfono.

—¿Diga? —contestó, echando a andar.

—Josephine, ¿dónde demonios estás?

Jo sonrió ante el hábito de su tía de maldecir.

—Voy para allá, Hattie. ¿Han llegado los Patterson?

—Sin faltar uno.

—Entreténlos. Llegaré en unos minutos.

—¿Qué tal ha ido con el señor Sterling?

En aquel preciso instante, la manta de Billy cayó al suelo y el pequeño empezó a llorar.

—Jo, ¿es un bebé eso que oigo?

—Shhh, shhh —le consoló, y se cambió el teléfono al hombro izquierdo.

—Jo, ¿estás ahí?

Los gritos de Billy iban in crescendo al ver que Jo no podía alcanzar su manta.

—Hattie, en unos minutos estoy ahí —se despidió, y tras colgar, intentó consolar a Billy, pero el pequeño apartó su mano enfadado.

Jo miró por el retrovisor en busca de ayuda.

—Itsy Bitsy Spider —dijo Jamie.

—¿Qué? —preguntó, haciendo una mueca por los decibelios que estaba alcanzando Billy.

—Que cantes Itsy Bitsy Spider —gritó Jamie—. Es la favorita de Billy.

—Yo no canto —contestó, pero unos minutos más tarde, cuando Billy estaba ya azul por los esfuerzos para romper la barrera del sonido, empezó a cantar bajito y desafinado.

Billy se detuvo a medio grito y miró a Jo expectante.

—Tienes que hacer los gestos con las manos —ofreció Jamie en tono aburrido.

Jo se echó hacia delante y apoyó varias veces la frente en el volante.