Una experiencia nueva - Stephanie Bond - E-Book
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Stephanie Bond

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Beschreibung

Meg Valentine era una maestra que estaba deseando poner en su vida un poco de aventura, de emoción... y algo de excitación sexual. Por eso, no pudo resistirse cuando Jarett Miller, un guapísimo guardaespaldas, le pidió que hiciera de doble de su famosa clienta. El problema era que su clienta era un auténtico mito sexual, y ese no era precisamente el tipo de mujer con el que se podía identificar a Meg. Sin embargo, ayudada por las expertas lecciones de Jarett... y por sus más que expertas manos, Meg empezó a descubrir su potencial sensual. Y explotar dicha sensualidad por primera vez junto a aquel apuesto guardaespaldas estaba resultando de lo más divertido. Pero, ¿estaba Jarett enamorado de la verdadera Meg... o simplemente deseaba a la bomba sexual que él mismo había creado?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Stephanie Bond Hauck

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una experiencia nueva, n.º 3 - mayo 2018

Título original: Two Sexy!

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-570-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

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Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

—Increíble. Escuchad esto.

Meg Valentine levantó la vista de su sándwich para mirar a su mejor amiga, Kathie, que estaba recostada en su sillón del comedor de profesores.

—La boda de los actores Elyssa Adams y John Bingham ha costado cerca de un millón de dólares. Solo el vestido de la novia está valorado en unos cincuenta mil, y la tarta, veinte mil —Kathie bajó la revista—. Veinte mil de los grandes por una asquerosa tarta que probablemente ni siquiera sea de chocolate. ¿Te das cuenta de la cantidad de dinero que me embolsaré este año?

Meg sonrió. Su amiga Kathie era una fanática de Hollywood, y se gastaba hasta el último dólar en todo tipo de recuerdos de sus actrices y actores preferidos: fotos, carteleras, objetos de atrezo de películas… incluso conservaba un par de mechones de cabello de alguna que otra famosa. Y le encantaban las revistas de cotilleos como la que estaba hojeando en aquel momento.

—Esa gente vive en otro mundo —comentó Sharon, otra profesora, apuntando a Kathie con su tenedor—. Y apostaría a que no es tan de color rosa como parece.

—Cierto —terció Joanna desde la esquina. Tenía por costumbre aprovechar la pausa del almuerzo para tejer bufandas que luego regalaba por Navidad—. Las estrellas del espectáculo también tienen problemas, como el resto de los mortales.

—Pero llevan unas vidas tan excitantes… —replicó Kathie con expresión soñadora—. Lucen vestidos espléndidos, tienen a los hombres a sus pies… ¿no sería maravilloso poder cambiarse por una de ellas aunque solo fuera por unos días?

—Kathie, eres una ilusa —pronunció Meg, sacudiendo la cabeza.

—Sí —afirmó Sharon—. Enfréntate a la realidad: somos simples profesoras de enseñanza elemental en Peoria, Illinois. Renunciamos a una vida «excitante» cuando escogimos trabajar en esto.

Todo el mundo se echó a reír excepto Meg. Le encantaba realmente enseñar y trabajar con niños, pero en algún momento de los últimos años su vida había caído en una aburrida rutina sin que se diera cuenta de ello. Nada podía explicar la súbita inquietud que había comenzado a sentir. Lo único que sabía era que últimamente se distraía con demasiada facilidad en sus clases. Quizá la proposición matrimonial de Try la había puesto demasiado nerviosa, ya que no sabía qué hacer al respecto…

—Este fin de semana me voy a Indy a un festival de fans —anunció Kathie, con un brillo de emoción en sus ojos de color castaño dorado—. Van a subastar varias prendas del vestuario de Many Moons.

Many Moons era la serie televisiva favorita de Kathie. Incluso había conseguido enganchar a sus tres amigas para que vieran aquel melodrama todas las semanas. Cada miércoles por la noche las cuatro se reunían en el apartamento de Kathie y devoraban palomitas viendo cómo los famosos firmaban contratos multimillonarios, se apuñalaban por la espalda y se robaban unos a otros los amantes. La mayor parte de las escenas tenían lugar en la playa, lo que quería decir que el vestuario solo era de dos tipos: o escaso o inexistente.

—¿Y qué harías tú con esa ropa? —inquirió Sharon—. ¿Lucirla en las asambleas de la asociación de padres de alumnos?

Todas rieron a carcajadas, pero Kathie agitó el dedo índice con un gesto de advertencia.

—Ya lo veréis. Algún día mi colección valdrá una verdadera fortuna.

Y siguió hojeando la revista, hasta detenerse en una fotografía de Taylor Gee luciendo un vestido transparente. Taylor era la actriz que interpretaba el papel de la rubia perversa y curvilínea de Many Moons. Señalando la imagen, Kathie comentó:

—¿Veis? Este vestido será mi próxima conquista.

—¿Lleva ropa interior? —preguntó Joanna, dejando por un momento su labor para echar un vistazo.

Meg se levantó las gafas y escrutó las reveladoras zonas oscuras que se destacaban bajo el vestido.

—Lo dudo.

—¡Aj! —exclamó Sharon—. ¿Y tú quieres comprar un vestido que esta mujer ha llevado sin ropa interior?

—Lo llevaré a una tintorería, tonta —repuso Kathie, haciendo una mueca—. Lo importante es que es un objeto de culto.

—¿Por qué? —inquirió Meg.

—Taylor Gee es la actriz más parecida a Marilyn Monroe que ha conocido esta generación.

Todas se acercaron para contemplar con mayor detenimiento la fotografía. Tan escandaloso era el vestido como hermosa la mujer que lo llevaba. Taylor Gee tenía la cabeza ladeada y estaba sonriendo a alguien… ¿un hombre que estaba fuera del cuadro de la foto? Solo se le veía la manga de la chaqueta negra, que ostentaba una especie de emblema. Meg pensó que probablemente se trataría de otro famoso; tal vez una estrella del cine o de la canción.

—No me creo que salga a la calle con un vestido como ese —señaló Sharon, sacudiendo la cabeza—. Ya es muy bonita de por sí. ¿Por qué necesita llamar tanto la atención?

—Aquí dice que figura en el primer lugar de la lista de ropas más atrevidas de la temporada —pronunció Meg.

—Ya. Lo patético es que siempre habrá mujeres como nosotras que dedicarán la hora entera de su almuerzo a hablar de ello —se burló Joanna.

—En el fondo, a todas y cada una nosotras nos encantaría poder llevar un vestido como este —insistió Kathie, señalando la foto—. Y atraer las miradas de todo el mundo.

A veces, Kathie parecía más una profesora de Filosofía que de Ciencias. Meg había levantado el teléfono un par de veces en esa semana para hablar con su amiga de su estado general de inquietud, pero siempre, en el último segundo, había cambiado de idea. No podía desentrañar lo que le pasaba. ¿Astenia primaveral? ¿Miedo?

—Incluso aunque eso fuera verdad —dijo Joanna, agitando los rizos de su melena rojiza—, ninguna de nosotras se parece a Taylor Gee.

—Meg sí que se parece —declaró Sharon y, para consternación de Meg, todos los ojos se volvieron hacia ella.

—No digas tonterías —balbuceó, ruborizada, subiéndose las gafas.

—Quítate las gafas —la urgió Kathie.

—¿Qué? No.

—Vamos, hazme caso.

Meg se quitó las gafas y suspiró.

—No puedo creer que no me haya dado cuenta hasta ahora.

—¿Te refieres al puente curvado de mi nariz?

—No… eres la hermana gemela de Taylor Gee.

—Creo que deberías ponerte tú mis gafas —replicó Meg, haciendo una mueca.

—¿Tengo o tengo razón, chicas? —inquirió Kathie.

—Bueno, si fueras rubia… —murmuró Sharon.

—Y si tuvieras los ojos azules… —terció Joanna.

—Y si te pintaras un lunar a un lado de la boca… —agregó Sharon.

—Y si te quedaras casi desnuda —añadió nuevamente Joanna—, entonces sí que serías su hermana gemela.

—¿Lo veis? —exclamó Kathie.

Meg se echó a reír mientras volvía a ponerse las gafas.

—Creo que las tres veis demasiada televisión.

—Tienes la cara —sonrió Kathie— pero esos vestidos amplios que llevas difícilmente figurarían en la lista de la ropa más atrevida de la temporada.

Frunciendo el ceño, Meg bajó la mirada a su vestido gris de algodón.

—Me gustan los vestidos amplios. Son cómodos. Y se lavan muy bien —una cualidad muy importante cuando se trabajaba con niños de siete años.

—Seguro que se pone algo más sexy para Trey —se burló Joanna.

Meg volvió a esbozar una mueca. Trey Carnegie deseaba precisamente que exhibiera su cuerpo lo menos posible, pero a ella ya le disgustaba bastante que Trey la tratara siempre como a una «dama». Se aclaró la garganta.

—A propósito de Trey, tengo que anunciaros algo.

Todo el mundo se quedó en silencio.

—Anoche, después de la cena benéfica… Trey se me declaró.

Sharon y Joanna se apresuraron a felicitarla, e incluso Kathie esbozó una sonrisa.

—Bueno, Míster Traje de Tres Piezas al fin se ha decidido, ¿eh?

A esas alturas, Meg ya había renunciado a preguntarse por qué su mejor amiga no congeniaba en absoluto con su novio de la infancia. Trey solía decir que Kathie estaba celosa porque ella no tenía novio. Pero al menos había algo en lo que Meg no podía estar en desacuerdo con su amiga: Trey había tardado en pedirle la mano… cinco años. Y seguía sin tener ni idea de por qué había esperado tanto.

—¿Qué le dijiste? —le preguntó Kathie.

—¿Y tú qué crees que le dijo? —exclamó a su vez Sharon, sarcástica.

—No veo que lleve anillo.

Sharon miró la desnuda mano izquierda de Sharon, ahogando una exclamación.

—Eso, ¿qué le dijiste?

Meg recorrió con la mirada los tres rostros llenos de curiosidad, y una vez más volvió a sentir el familiar nudo de expectación en el estómago. Meg, la buena chica. Meg, la aplicada estudiante. Meg, la trabajadora modelo. Meg, la novia decente y formal. ¡Cuánto ansiaba liberarse de todo aquello! Aspiró profundamente.

—Le dije que necesitaba tiempo para pensarlo.

—Bien hecho —Kathie le dio una cariñosa palmadita en la rodilla.

—Solo le está dando su merecido por haberla hecho esperar durante tanto tiempo —pronunció Joanna—. ¿Verdad, Meg?

Ojalá fuera eso. Su madre se había tomado muy mal la traumática ruptura del compromiso de su hermana Rebecca, así como su posterior y precipitada relación con Michael Pierce. Una vez más todo el mundo parecía presionar a Meg para que hiciera lo adecuado, lo correcto. Para ser sincera, ignoraba por qué no le había respondido a Trey «sí» en aquel preciso instante. Solo había tenido la incómoda sensación de que faltaba algo. Pasión, excitación, algo así. En cualquier caso, por el momento aceptaría la explicación de Joanna.

—Eso es. Ahora soy yo quien va a hacerlo esperar.

—Y… ¿quién sabe? —pronunció Kathie, sonriendo taimadamente—. Mientras tanto, quizá encuentres a alguien que te haga olvidarte completamente de Trey Carnegie.

—Kathie —la recriminó Joanna—. Trey es un buen partido, sobre todo aquí.

Qué extraño, pensó Meg. ¿Querría eso decir que, si no estuvieran en Peoria, Trey no sería tan buen partido? Pero en realidad sabía lo que había querido decir su amiga: que los hombres jóvenes y bien situados procedentes de familias adineradas no abundaban demasiado en su peculiar ciudad.

—¿Te regaló un anillo? —le preguntó Sharon, con una expresión soñadora en los ojos.

—Quiere que lo luzca cuando esté preparada para ello.

—¿Le dijiste cuándo le darías una respuesta? —inquirió Joanna, igualmente conmovida.

Meg experimentó una punzada de culpa, consciente de que tanto Joanna como Sharon se habrían cambiado por ella en aquel preciso momento, sin dudarlo, si se lo hubiera propuesto.

—Le dije que hablaríamos de ello cuando volviera de mis vacaciones. Me voy la semana que viene.

—¡Bien! —exclamó Kathie—. ¿Vas a aprovechar por fin los cinco días de vacaciones que te regalaron por tu nombramiento como Profesora del Año?

Para Meg, aquello era motivo tanto de orgullo como de vergüenza. De hecho, quizá parte de la inquietud que estaba experimentando se debiera al traumático efecto de la publicidad, de ámbito estatal, que había acompañado a aquel galardón, un par de meses atrás. Más expectativas. Asintió, tímida.

—Bueno, ya era hora, ¿no?

—¿Y adónde piensas irte? —quiso saber Sharon.

—¿A algún lugar excitante? —inquirió Joanna.

—¿Un crucero?

—¿La playa?

—¿Las Vegas?

Meg dobló cuidadosamente su servilleta y se limpió los labios.

—A Chicago, a atender la tienda de disfraces de mi hermana.

Por el elocuente silencio que siguió a sus palabras, tuvo la sensación de que sus amigas se habían quedado algo decepcionadas.

—Oh.

—Está bien.

—Er… sí, muy bien.

Meg se concentró en apurar el resto de su lata de soda.

—¿Y eso son unas vacaciones? Yo creo que no —declaró finalmente Kathie.

—No, no lo son —convino Sharon.

—En absoluto —aseveró Joanna.

—Ya lo sé, pero tengo ganas de hacerlo —explicó Meg. De hecho, ya estaba contando los días. Necesito un cambio de escenario, tiempo para pensar—. Será divertido. Y Rebecca me necesita.

—De verdad, Meg —le dijo secamente Kathie—, uno de estos días vas a tener que descansar de la vida tan agitada que llevas.

Meg le sacó la lengua y las chicas se echaron a reír. De repente sonó la campanilla que marcaba el fin de la hora de descanso. Rezongando, recogieron los restos de su comida.

—¿Alguna vez habéis tenido la sensación de que vuestra vida se desenvuelve a base de timbres y campanillas? —les preguntó Meg.

Kathie frunció el ceño.

—Yo escucho esa maldita campanilla hasta en sueños.

Meg suspiró mientras salían al ruidoso pasillo, y una vez más se vio asaltada por aquel sordo temor cuyo origen no acertaba a desentrañar. Kilómetros y kilómetros de viejas taquillas, de suelos bruñidos; el alboroto de cientos de voces infantiles; el persistente olor a papel y a pegamento. ¿Era allí adonde realmente pertenecía?

—Deprimente, ¿verdad? —le comentó Kathie, adivinando sus pensamientos.

—No —negó con sospechosa rapidez—. Me encanta mi trabajo.

—A mí también —repuso Kathie con una sonrisa irónica—. Pero no puedo decir que me encante el hecho de que todos los hombres de mi vida sean niños de siete años.

—¿Qué pasa con tu vecino, el médico?

—Oh… solo lo he visto dos veces. La primera vez que me saludó, me pillé la mano con la puerta del coche. La segunda vez tropecé contra el buzón de correos. Creo que, por lo que respecta a ese tipo, ya no tengo nada que hacer… Ni siquiera un médico tiene una póliza de seguros tan buena —suspiró teatralmente—. Estoy resignada a asumir mi impenitente soltería.

—Solo tenemos veintisiete años, Kathie. Todavía nos quedan tres para llegar a los treinta —«pero el tiempo pasa tan rápido…», añadió para sí.

—Dime, ¿cuál es el verdadero motivo por el cual no aceptaste inmediatamente la petición de Trey? ¿Estabas pensando quizá en algún otro?

—No, ya te dije que…

—Ya, que le estás haciendo pagar la espera —Kathie negó con la cabeza—. Yo no me trago eso, Meg. Eres la persona menos vengativa del mundo.

Meg se mordió el labio inferior, sorprendida por la expresión súbitamente seria de su amiga.

—Bueno, cualquiera que sea el motivo —suspiró Kathie—, tómate el tiempo que necesites para asegurarte de que Trey no es el hombre adecuado para ti.

Asombrada, Meg no pudo hacer otra cosa que asentir con la cabeza. Al instante su amiga volvió a sonreírle, al tiempo que le daba un codazo en las costillas.

—Todavía no me puedo creer que te hayan regalado una semana libre… y vayas a pasártela trabajando.

—No voy a trabajar todo el tiempo —protestó Meg—. Tendré todas las tardes libres.

—Oooh —arqueó las cejas—. Creo que entonces quizá debería acompañarte para evitar que te metas en problemas.

Incluso Meg no pudo evitar reírse. En toda su vida ni siquiera se había metido una sola vez en problemas.

—Diviértete en el festival de fans. Y espero que consigas ese vestido tan picante que tanto te gusta.

—¡Sssshh! —Kathie miró a su alrededor, antes de acercarse para susurrarle con tono cómplice—: Si el director O’Banion oye la palabra «picante», empezará a investigar en mi vida personal.

—Exageras.

—Díselo a Amanda Rollins.

—¿La profesora de Arte? ¿Qué pasa con ella?

—Bueno, se supone que nadie debería saber esto todavía, pero ayer mismo la despidieron.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Al parecer alguien la vio alquilar una película porno en un videoclub.

Meg estaba estupefacta.

—¿Y la pueden despedir por eso?

—Lo hicieron. Se supone que estaba «violando el código de comportamiento moral» de nuestro contrato de trabajo.

—Esa es una interpretación absolutamente forzada.

—Ya, pero es la interpretación del consejo escolar. Por suerte, yo recibo mis películas porno por correo.

Meg parpadeó asombrada.

—Era una broma —se apresuró a aclararle Kathie.

—Pobre Amanda —murmuró Meg, sacudiendo la cabeza—. Los niños la adoraban.

—Pues ya sabes. Ahora sí que tienes un motivo para preocuparte, señorita Profesora del Año.

Meg logró forzar una sonrisa a pesar de la opresión que sentía en el pecho. Se suponía que debería sentirse orgullosa de aquel galardón, pero no era así. En absoluto. Su amiga le dio unas palmaditas en el brazo.

—Hey, si no volvemos a vernos antes de que te marches, que te lo pases estupendamente en Chicago. Si te encuentras por casualidad con algún famoso, ¿le pedirás un autógrafo de mi parte?

—De acuerdo, pero hasta el momento el único famoso con el que me he encontrado ha sido un primo lejano de Kennedy en una de las fiestas de recaudación de fondos de Trey.

—Mantén los ojos bien abiertos. E intenta relajarte un poco, ¿vale? Disfruta de la que puede ser tu última semana como mujer libre y sin compromisos.

Meg quiso replicar algo, pero la campanilla volvió a sonar. Así que esbozó la misma sonrisa que aparecía en los pósteres en los que su figuraba su retrato como Profesora del Año, omnipresentes en todos los colegios del estado.

—Me muero de ganas de pasar una semana entera sin escuchar el sonido de una campanilla.

Y de que, al menos durante unos días, nadie supiera lo perfecta que era. Demasiado perfecta.

2

 

 

 

 

 

—No piensa abrir la puerta —dijo la peluquera, apoyando las manos en su fina cintura—. Haz algo.

Jarett Miller cerró los ojos y contó hasta cien. Si pudiera abrirlos para aparecer en cualquier otro lugar que no fuera Los Ángeles, en la lujosa casa de la mujer más caprichosa y maniática del mundo… Pero no. Cuando volvió a abrir los ojos, la airada peluquera seguía allí, esperando impaciente.

—Veré lo que puedo hacer —Jarett hizo a un lado la revista que registraba las últimas proezas de su protegida y se levantó del lujoso sofá. Un sordo temor invadió su pecho conforme atravesaba el enorme salón, continuaba por el pasillo y subía por la amplia escalera curva, enmoquetada de rojo, por supuesto. Taylor Gee no se merecía menos, la estrella de Tinseltown, la sex symbol de última hora.

Mientras deslizaba la mano por la deslumbrante barandilla de color dorado, reflexionó admirado sobre lo muy diferente que era aquella mansión, que Taylor se había comprado para ella sola, de la modesta casa en que se había criado de niña, en la rural West Virginia. Aunque «comprado» era un término demasiado benévolo, ya que en realidad se había hipotecado por decenas y decenas de años para pagar aquella monstruosidad, contra el consejo de Jarett. Pero, a fin de cuentas, Taylor se negaba a aceptar cualquier consejo que entrañara el más ligero control sobre sus caprichos.

Rose, la ayudante personal de Taylor, se hallaba de pie frente a la puerta de su suite individual, tan inquieta como impaciente.

—Por favor, señorita Gee, ¡abra la puerta!

Rose era una mujer menuda de rostro redondeado y una inmensa capacidad de energía y trabajo puesta al servicio de los deseos de Taylor.

—Oh, menos mal —se hizo a un lado cuando vio aparecer a Jarett—. Ha estado preguntando por ti.

—¿Está animada?

—Lo dudo —suspiró—. Más bien deprimida.

Jarett se mordió el labio inferior. Taylor era bella, famosa y muy rica, así que, desde su punto de vista, tenía muy pocos motivos para deprimirse. ¿Pero qué sabía él? Él solo era un chico de pueblo, atrapado en una ciudad que detestaba como consecuencia de una promesa que había hecho.

—Taylor, soy Jarett —llamó a la puerta—. Abre.

Unos gimoteos resultaron audibles desde el otro lado.

—No.

—Te esperan en la fiesta que tendrá lugar dentro de una hora.

Más gimoteos.

—No pienso ir.

Jarett tenía un nombre para aquel juego, al que Taylor era tan aficionada: «suplícame». Abrió la boca para empezar a jugarlo, pero al instante cambió de idea.

—Muy bien. Llamaré a Peterson y le presentaré excusas de tu parte.

Contó hasta tres.

—No, espera —pronunció la actriz con voz quejumbrosa, pero a la vez sorprendentemente firme.

—Estoy esperando.

—¿Estás solo?

—Tómate un descanso —se dirigió Jarett a Rosie—. Ya te localizaré cuando ella te necesite.

La ayudante se apresuró a retirarse, y Jarett se pasó una mano por la cara prometiéndose, en lo sucesivo, quedarse siempre con una copia de la llave del dormitorio.

—Estoy solo, Taylor —pronunció, al límite de su paciencia.

Varios segundos después, la oyó descorrer el cerrojo. Como la puerta no se abrió, giró el pomo y entró en la suite. Taylor se hallaba en el centro del salón decorado en tonos rosas y oro, cerca de la ventana, fumando un largo cigarrillo con boquilla. Tenía la melena rubia despeinada y el maquillaje corrido. Llevaba unas chinelas de tacón alto, una corta bata transparente… y nada más. Tenía unas piernas largas y bien torneadas, y senos firmes y voluptuosos. El vello de su sexo había quedado reducido a un diminuto triángulo, debido al atrevido traje de baño que solía lucir en la serie televisiva de moda. Tenía cuidadosamente bronceado hasta el último centímetro de su cuerpo. Sonreía lánguida y sensualmente.

Jarett tensó la mandíbula y le dio la espalda.

—Ponte algo.

—¿Por qué? —susurró—. ¿Qué efecto te produce verme así, Jarett?

La había visto desnuda por lo menos cien veces. Taylor era una exhibicionista que disfrutaba sorprendiendo y admirando a la gente.

—Solo me hace preguntarme por lo que tienes en la cabeza.

Oyó que se acercaba a él y al instante siguiente la tenía frente a sí, echándole los brazos al cuello, apretándose contra su cuerpo.

—Ya sabes lo que tengo en la cabeza, Jarett. Te quiero.

Taylor siempre había sido una deslumbrante belleza, pero un año de fiestas y diversiones sin control le habían pasado factura, y la luz del día no favorecía nada su rostro. Tenía los ojos ligeramente vidriosos, olía a sudor y a humo de tabaco.

A Jarett le entraron ganas de quitarle el cigarrillo de la boca pero, considerando sus otros vicios, aquel era relativamente inofensivo. Sintió una profunda tristeza al reflexionar sobre la persona en la que se había convertido. Suavemente, la agarró de las muñecas y la hizo volverse.

—Taylor, déjate de tonterías —se quitó su chaqueta negra y se la echó sobre los hombros—. Yo también te quiero. No estaría aquí si no fuera así, pero no de esa manera.

—No quieres que nos acostemos por miedo a que David se enfade contigo —le reprochó, alejándose unos pasos—. Pero David ya sabe que su hermanita ya es una mujer adulta.

—Esperemos que David no lea esas revistas en el centro misionero de Haití. Y es una suerte que tus amigos no tengan televisión.

—¡No me digas que no es divertido! —se dejó caer en uno de los dos sofás gemelos, de color rosa—. Soy una de las mayores estrellas de la televisión, y mis padres ni siquiera han visto una sola vez la serie —dio una calada a su cigarrillo—. De verdad que a veces me cuesta creer que tenga una familia tan… provinciana.

—No hables así de tu familia —le recriminó, disgustado—. Son una gente magnífica.

Taylor soltó una irónica carcajada.

—Ya lo sé: la sal de la tierra. Gente buena y temerosa de Dios. Y me alegro sinceramente de que te acogieran en casa, Jarett, te lo aseguro. Solo me gustaría que dejaras de pensar en mí como tu hermanita pequeña. Hay miles, quizá millones de hombres que no dudarían ni un segundo en acostarse conmigo, ¿sabes?

Jarett se contuvo de contestarle que un buen número de ellos ya se habían acostado con ella. Taylor separó ligeramente las rodillas para dejarle entrever todo lo que le estaba ofreciendo.

—Por favor, compórtate como una dama.

—¿Una dama? ¿Es eso lo que estás buscando, una dama? Me parece que te has equivocado de ciudad, amigo mío.

«No me lo recuerdes», pensó Jarett.

—La única razón por la que estoy ahora mismo en esta ciudad es para cuidar de ti —pronunció al fin, cruzándose de brazos—. Aunque me temo que no se me está dando muy bien.

 

 

Taylor sonrió, dio una última chupada a su cigarrillo y aplastó el resto en un gran cenicero de cristal.

—No seas tan duro contigo mismo, Jarett. Me sigues a todas partes como un maldito sabueso manteniendo a los psicópatas a raya.

—Esos psicópatas no suponen tanta amenaza… —se acercó al mueble bar para sacar una botella vacía de vodka—… como el daño que te infliges a ti misma.

—La bebida me desinhibe —comentó con un suspiro—. Deberías probarla de vez en cuando.

Jarett abrió un cajón que contenía varias copas y descubrió en el fondo unos frascos de píldoras de receta médica.

—¿Para qué son?

Taylor palideció, pero se recuperó rápidamente forzando una sonrisa.

—Las pastillas me dan energía cuando la necesito, eso es todo.

—Veo que últimamente has necesitado mucha energía.

—Tú me has estado vigilando constantemente —arqueó una ceja.

Jarett dejó a un lado las píldoras y se sentó en el otro sofá. Esperaba que a Taylor todavía le quedara algo de la chica de pueblo que había sido, de manera que pudiera razonar mínimamente con ella.

—Creo que después del viaje a Chicago, deberías pasar por una clínica de rehabilitación.

—No seas ridículo —frunció el ceño—. No soy una adicta ni nada parecido.

—Muy bien. Entonces deberías ser capaz de dejar las pastillas y la bebida. Ahora no estás rodando la serie de televisión, así que sería una magnífica oportunidad para que descansaras y te desintoxicaras.

—Ni hablar… las revistas se cebarían en mí.

—Todavía no has visto los titulares de hoy: ya se están cebando en ti. Ese escándalo que montaste en el restaurante de Zago la otra noche ha hecho sospechar a todo el mundo que ya estás enganchada.

—¿Pero es que no puede una chica bailar encima de una mesa sin que la gente piense que está drogada?

—Es que lo estabas.

—Jarett, por el amor de Dios, parece como si estuvieras hablando de una drogadicta, o algo así…

—Algo así —repuso, asintiendo.

—El doctor me recetó esas pastillas.

—Algunos de los médicos con los que te has tratado últimamente no son más que vulgares suministradores de drogas. Peterson llamó está mañana, y me informó de que las principales cadenas están pendientes de tu comportamiento. Un solo escándalo más, y tu carrera podría verse comprometida.

—Peterson no es el único agente de la ciudad —pronunció ella con tono ligero.

—Taylor, óyete a ti misma. Te costó mucho llegar a firmar con la agencia de Peterson: es una de las mejores y tú lo sabes. Por eso conseguiste el papel en Many Moons.