Un error muy deseable - Stephanie Bond - E-Book
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Un error muy deseable E-Book

Stephanie Bond

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Beschreibung

Se había casado con un guapísimo marine al que había conocido sólo unas horas antes. La noche, en realidad semana, de bodas había sido espectacular, pero después Redford había vuelto al Golfo y ella a Nueva York a continuar con su vida de economista y a solicitar la anulación matrimonial. Ahora Denise estaba saliendo con Barry, pero seguía pensando mucho en Redford. Y gracias a una inspección de Hacienda, iba a volver a ver a su ex marido. Pero ¿por qué se ponía nerviosa? Seguramente estaría casado y no tendría ninguna intención de llevársela a la cama... Además, ella no volvería a cometer el mismo error.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Stephanie Bond, Inc.

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un error muy deseable, n.º 261 - diciembre 2018

Título original: My Favorite Mistake

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-219-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

 

—Esto es un error —dije, repentinamente asustada por la multitud de mujeres que me empujaban por todos los lados.

En los minutos previos al inicio del «día de las novias» del Sótano de Filene, la muchedumbre se puso hostil, sacando codos y dientes.

A mi lado, mi amiga Cindy volvió la cabeza con cara de pocos amigos.

—Denise Cooke, no puedes retirarte ahora… ¡Cuento contigo!

Su habitualmente remilgada amiga Cindy Hamilton pegó un empujón a una mujer que estaba sentada a su lado para poder meter la mano en su enorme bolso.

—Toma, ponte esta diadema para poder localizarnos la una a la otra cuando estemos ahí dentro.

Suspiré antes de aceptar la diadema rosa fosforescente. No porque pudiera estar más ridícula si cabía; allí, con mi maillot de yoga, el uniforme que recomendaba la página web para probarse vestidos de novia donde fuera, me sentía humillada aparte de estar tiritando de frío. En febrero en Nueva York una no se ponía ese tipo de prendas, y de cuello para abajo estaba entumecida del frío que hacía.

—No merece la pena todo este lío para venirse a probar un vestido de novia rebajado cuando ni siquiera estás prometida —le gruñí.

—Que yo sepa esto fue idea tuya, señorita tacaña —me recordó Cindy.

Eso era cierto. Yo había ido para ayudar a Cindy con su clase número ciento uno de la terapia para pensar en positivo, y su tarea era prepararse para un evento con la idea de que se convirtiera en un presagio que terminara cumpliéndose. Y como lo que más deseaba Cindy en el mundo era casarse, había decidido comprarse un vestido de novia. Y siendo yo bastante tacaña, aunque sea corredor de inversiones y asesor financiero, había sugerido asistir al evento bianual de Filene para conseguir alguna ganga.

Así que allí estábamos a las siete y media de la mañana de un sábado frío, con más o menos otras ochocientas o novecientas mujeres vestidas con los leotardos y el maillot, esperando a que se abrieran las puertas de Filene. Había unos cuantos equipos bien identificables cuyos miembros lucían sombreros o camisetas iguales. Como yo, eran amigas que habían sido instruidas para echarle el guante al mayor número de vestidos posibles en la sección de oportunidades, aumentando así las posibilidades de que la futura novia obtuviera el vestido deseado.

—Recuerda —dijo Cindy con la seriedad de un entrenador de la selección nacional de fútbol impartiendo órdenes a sus jugadores—, o sin tirantes o con tirantes muy finos. Lo prefiero blanco pero estoy dispuesta a aceptar hasta un color topo muy claro. Necesito una talla cuarenta, pero me conformo con la cuarenta y dos.

Yo asentí con brevedad.

—De acuerdo.

—Si encuentras un vestido que te parezca adecuado, póntelo para que nadie pueda quitártelo de las manos.

Tragué saliva y asentí de nuevo, de pronto muerta de miedo.

—Y quién sabe… —añadió Cindy con una sonrisa—, tal vez encuentres un vestido y quieras quedártelo tú.

Fruncí el ceño.

—Barry y yo ni siquiera hemos hablado de casarnos.

—Santo cielo, lleváis dos años saliendo; estoy segura de que pronto te lo pedirá. Tener el vestido resulta de lo más práctico.

Estuve a punto de decir que más que eso resultaba presuponer demasiado, pero entonces me acordé de por qué Cindy estaba allí y cerré la boca. Barry era estupendo… Pero yo no me imaginaba casándome… otra vez.

Como me pasaba cada vez que me ponía a pensar en el apresurado y breve matrimonio de Las Vegas con el sargento Redford DeMoss, se me revolvió el estómago. Mi primer matrimonio era uno de esos eventos en mi vida que quería borrar de mi memoria, tomármelo como una de esas locuras de juventud… Sólo que yo entonces ya era una estúpida adulta. En los tres años que habían trascurrido desde mi matrimonio y la subsiguiente anulación del mismo, había conseguido olvidar el incidente casi por completo. Pero desde que dos de mis mejores amigas, Jacki y Kenzie, se habían casado, y mi última amiga soltera, Cindy, parecía empeñada en hacer lo mismo, los recuerdos de la increíble noche nupcial se habían presentado en mi pensamiento en los momentos más inesperados; y lo malo era que no parecía capaz de librarme de ellos.

Alguien que había detrás de mí me pisó y me raspó el talón. Fruncí el ceño, sin saber tampoco cómo iba a adelantarme a aquel condenado montón de gente.

—Están abriendo las puertas —anunció Cindy con emoción.

Una exclamación de alegría emanó de la multitud, que pareció como si se adelantara al unísono. Los dos guardas de seguridad que desechaban los cerrojos de las puertas parecían tan azorados como me sentía yo. Cuando se abrieron las puertas, el instinto de supervivencia surgió, y tuve que adecuar mi paso al del gentío o dejarme pisar. Crucé las puertas de entrada como una sardina enlatada y corrí hacia la escalera mecánica, con el corazón latiéndome con fuerza. La escalera estaba al instante llena de gente que seguía subiendo, e incluso algunas personas gritaban, como si estuvieran tratando de llegar a las primeras filas del escenario de un concierto de rock. La escalera nos vació en el segundo piso donde había varios percheros llenos de vaporosos vestidos. No tenía ni idea de dónde estaba Cindy y no sabía por dónde empezar.

Un tropel de mujeres se me adelantó y empezó a tirar de los vestidos, de los que se llenaban las manos. De pronto me di cuenta de que si no espabilaba, no me haría con ninguno. Las órdenes de Cindy de que fuera sin tirantes o con tirantes muy finos se desvanecieron al paso de los vestidos que iban desapareciendo de los percheros. Agarré todos los que pude, echándomelos sobre los hombros hasta que ya no podía ni ver de tanta tela como tenía delante.

En un minuto, los percheros se habían quedado limpios. Como si lo hubieran hecho adrede, todo el mundo empezó a probarse los vestidos allí mismo donde estaba, quedándose en ropa interior y, en algunos casos, incluso en menos, ajenas a los dependientes o los guardas de seguridad que pululaban por allí. Con el ojo puesto en la búsqueda de una diadema fluorescente, me puse a mirar lo que me había apropiado con el cuidado de una leona que protege la presa de la que se va a alimentar.

Había conseguido echarle el guante a un vestido de raso con mangas de farol de la talla cuarenta y cuatro; a un vestido en blanco roto de encaje y manga larga con falda recta de la talla cuarenta y ocho; a un modelo rosado de la talla treinta y seis con manga pegada; a uno beige oscuro de cuello subido y corpiño de encaje bordado, y a un vestido color crema sin espalda con la falda bordada con perlas, de la talla cuarenta. Me sentí decepcionada; le había fallado a Cindy.

Aunque lo cierto era que ese vestido sin espalda era bastante bonito. Me fijé en la etiqueta del diseñador y me quedé sorprendida… ¡Cómo no iba a ser bonito! Entonces le eché un vistazo al precio y casi se me salieron los ojos de las órbitas… ¿Un vestido de dos mil dólares rebajado a doscientos cuarenta y nueve? Cindy estaría loca si no se compraba ese vestido, aunque no fuera exactamente lo que ella estaba buscando. Mientras trataba de no que no se me cayeran al suelo los demás vestidos, me puse el que no tenía espalda, me abroché como pude la cremallera y entonces pasé la mano por la falda, deleitándome con la textura de las pequeñas perlas. El deseo se agolpó en mi corazón, sorprendiéndome porque yo era la persona más seria que conocía; resultaba imposible que un vestido tuviera aquel efecto en mí.

—Le queda de maravilla —dijo una dependienta que estaba a mi lado.

—Ah, en realidad estoy ayudando a una amiga mía —respondí rápidamente.

—Qué pena —respondió la mujer mientras asentía con la cabeza en dirección a una columna cubierta de espejos que había allí delante.

Miré alrededor, buscando a Cindy entre la muchedumbre frenética, y al momento concluí que lo mejor sería mirarme al espejo antes de ponerme a buscarla. Así lo hice, y fue entonces cuando me quedé inmóvil.

Incluso encima del maillot el vestido era impresionante, y durante unos segundos fue así como me sentí, aunque no fuera maquillada y llevara el pelo recogido con mi habitual cola de caballo. En mi boda relámpago de Las Vegas me había puesto una camiseta que rezaba «Lo que aquí pasa, aquí se queda», que en retrospectiva se me ocurría que había sido un indicativo importante de mi estado mental. Me había repetido a mí misma cien veces que no habría importado si Redford y yo nos hubiéramos casado celebrando una boda por todo lo alto; pero en ese momento, mientras me miraba al espejo con aquel maravilloso vestido de boda, tuve que reconocer que el atuendo adecuado le habría dado un toque de sofisticación a la extraña ocasión.

Si volviera a casarme, pensaba, me pondría ese vestido… O tal vez algo parecido.

—¿Tiene alguno de la talla cuarenta y cuatro? —gritó una chica en mi cara—. ¡Necesito una cuarenta y cuatro!

Negué con la cabeza y fue cuando me di cuenta de que a mi alrededor había un montón de mujeres cambiándose vestidos que no querían, incluso algunas de ellas levantaban la mano con pedazos de papel en los que indicaban la talla deseada. Le pasé el vestido de la talla treinta y seis a una mujer muy menuda, y mientras lo hacía el resto de los vestidos me fue arrebatado de las manos por los buitres que me rodeaban. Cuando Cindy llegó adonde estaba yo, estaba todavía algo mareada.

—¡Ah, estás aquí! —gritó por encima del alboroto—. ¡He encontrado lo que buscaba!

Sin duda, encima del maillot Cindy llevaba puesto un vestido de raso blanco de escote palabra de honor con cintura imperio. Riendo como una niña, se dio una vuelta, de modo que la amplia falda del vestido flotaba a su alrededor.

—Es perfecto —comenté.

El vestido era perfecto para la belleza angelical de Cindy, pero yo sentí una punzada de dolor al mirarme el modelo sin espalda que llevaba puesto… Lamentablemente tendría que sacrificarlo a la vorágine de novias en busca de una ganga, que efectivamente había aumentado en intensidad cuando las recién llegadas se echaban sobre las sobras, a lo que siguió otra ronda de frenéticos intercambios.

Cindy dejó de dar vueltas y me miró.

—Caramba, ese vestido te queda de muerte.

Yo me sonrojé.

—Sólo me lo estaba probando… para ti. Ha sido lo más parecido a lo que me pedías que he encontrado.

Cindy abrió como platos sus grandes ojos azules.

—Deberías quedártelo, Denise. Si Barry te viera con él puesto, caería postrado a tus pies y te rogaría que te casaras con él.

Yo me eché a reír.

—Claro —dije.

Barry jamás se había puesto de rodillas en mi presencia, ni para declararse ni para ninguna otra cosa, pero tenía que reconocer que me sentía tentada.

Una mujer de mediana edad con aspecto sofocado se paró delante de mí y me miró de arriba abajo.

—¿Se va a quedar con ese vestido?

Sin esperar una respuesta por mi parte, la mujer tomó la tela entre los dedos para examinar las perlas.

Una sensación de propiedad me embargó y con firmeza le retiré la mano de mi… esto, del vestido.

—Aún no lo he decidido.

La mujer miró con intención mi mano izquierda, donde no vio nada.

—Mi hija Sylvie ya tiene fecha para su boda.

Yo fruncí el ceño.

—¿Y bien?

—¿Para qué quiere tener el vestido colgado en su ropero?

Era testaruda, pero tenía razón; sobre todo teniendo en cuenta que sin ir más lejos el día anterior yo había estado lamentándome de lo pequeño que era mi armario. ¿Y aun así, qué le importaba a ella si el vestido se quedaba en mi ropero hasta que se pudriera? Que, por cierto, sería lo más probable.

Cindy se adelantó y se cruzó de brazos.

—Mi amiga volverá a casarse pronto.

Cindy aún se sentía algo culpable por lo de mi boda relámpago; se echaba la culpa por haber pillado la gripe y haberme dejado que pasara sola la Navidad y la Nochevieja en Las Vegas. De otro modo, decía ella, yo no habría sido presa del ilícito embrujo de Redford.

—¿Pronto? —resopló la mujer, cuyo lenguaje corporal parecía indicar que las mujeres que se habían casado mal una vez no merecían una segunda oportunidad.

Y en eso tampoco le faltaba razón. La primera vez que había llegado al altar había metido la pata; aunque en realidad no había caminado hasta ningún altar. Me había casado en una capilla por la que se pasaba montada en coche y que, en mi defensa, debía decir que me había parecido la ruta más económica en ese momento.

El novio, a quien apenas conocía, era un apuesto oficial de permiso. Y el espontáneo casamiento había sido el resultado de una intensa atracción física entre los dos, Redford estaba muy bien dotado, y de un patriotismo mal entendido que yo había confundido con amor. Había sido uno de esos viejos clichés que aparecen en los libros; una observación que, me daba cuenta con pesar, resultaba también un tópico. El mayor error de mi vida resultaba redundante. Para colmo de males, se me saltaron las lágrimas.

Cindy me miró con sorpresa. Yo jamás lloraba… Jamás.

—Ya está, ya está —decía la mujer mientras me daba palmadas en el brazo—. Te sentirás mejor cuando te hayas quitado el vestido.

Pero Cindy la miró con desafío.

—Siga adelante, señora; el vestido es nuestro.

La mujer resopló y se alejó, volviéndose inmediatamente a mirar a uno y otro lado, seguramente buscando otras mujeres a las que hacer llorar.

Avergonzada, pestañeé como una loca para enjugar las lágrimas.

—No sé qué me ha pasado…

—No te preocupes —le dijo Cindy en tono comprensivo—. Vayamos a pagar nuestros vestidos.

Yo negué con la cabeza.

—No puedo comprarme un vestido de novia, Cindy.

—Por supuesto que puedes… Todo el mundo sabe que tienes una fortuna guardada en vales descuento.

Entre mis amigas tenía fama de ser, digamos, ahorrativa.

—No quiero decir que no pueda permitírmelo, sino que… Pues que no creo que vuelva a casarme.

¿Pero si eso fuera cierto, por qué no le había cedido el vestido a aquella insistente mujer?

Cindy se encogió de hombros.

—Bien. Si sigues pensando lo mismo dentro de seis meses, puedes vender el vestido en eBay. Conociéndote, seguramente le sacarás dinero.

Me mordí el labio inferior. Seguramente Cindy tenía razón; aunque me llevara a casa el vestido nadie iba a obligarme a casarme. Barry parecía tener tan pocas ganas de subirse a un altar como yo. Aunque si a Barry le entraran las prisas algún día…

Estuve a punto de echarme a reír a carcajadas en voz alta; a Barry nunca le entraban las prisas para nada. Sencillamente era igual de metódico y disparatado como yo, lo cual explicaba por qué llevábamos dos años saliendo, con intervalos de separación entre medias, sin el dramatismo que soportaban la mayoría de las parejas. Era muy afortunada. Muy afortunada.

—Es una ganga —me urgió Cindy con voz cantarina.

Miré el precio y me tambaleé al ver la raya roja que tachaba el precio inicial de dos mil dólares, sustituido por un garabato que señalaba los doscientos cuarenta y nueve. Me encantaban las rayas rojas. Era una verdadera ganga. Y seguramente podría venderlo en Internet y sacar tajada. Incluso podría comprar unos billetes de avión con ese dinero y darle una sorpresa a Barry. Él llevaba mucho tiempo con ganas de ir a Las Vegas, aunque yo me había mostrado reacia por razones que en ese momento me parecieron de lo más infantiles…

Tan infantiles como el estar allí obsesionándome con si comprar o no un vestido, sólo porque despertaba en mí tantos recuerdos…

—De acuerdo —dije impulsivamente—. Me lo llevo.

Cindy palmoteó y de pronto paró, como si tuviera miedo de que su expresión de celebración pudiera hacerme cambiar de opinión, y me condujo hacia la caja.

Un rato después, cuando una dependienta me entregó el vestido debidamente envuelto, me sobrevino una repentina e inquietante idea: ¿Y si el «presagio que acarreaba su propio cumplimiento» de Cindy se me hubiera pegado?

2

 

 

 

 

 

 

Todo aquel presagio que acarreaba su propio cumplimiento seguía fastidiándome cuando llegué a casa y me di cuenta de que tendría que deshacerme de algo para poder hacerle sitio a mi impulsiva compra. El remordimiento del comprador me golpeó con fuerza y maldije mi debilidad por una buena compra. Para castigarme, saqué el abrigo de ante con flecos que se me había antojado la primavera pasada pero que apenas me había puesto, además de un par de vaqueros ribeteados de tachuelas y una camisa blanca bordada que me había parecido muy exótica en el escaparate de la tienda, pero que cuando me planté delante del espejo de cuerpo entero del baño me pareció un disfraz. Jamás había tenido el valor de ponerme aquel conjunto. Por mucho que me gustara cada prenda por separado, me parecía poco probable que la imagen del Oeste fuera a ponerse de moda, y si así era estaba claro que no era mi estilo, aunque sí el de mi amiga Kenzie; y como en el presente se pasaba la mitad de su tiempo en una granja en el noroeste del estado de Nueva York, seguramente encontraría la ocasión de ponérselas y estar preciosa.

Mientras buscaba algo más que poder regalarle a Kenzie, saqué un suéter con un dibujo de unos caballos a la carrera que Redford me había regalado y, tras un momento de sentimental indecisión, lo añadí a la bolsa de ropa. Entonces colgué el vestido de novia en la parte delantera del armario porque era el único sitio donde la falda larga podía colgar sin que se arrugara con los aparatosos zapateros que había en el suelo del armario.

En ese momento sonó el teléfono, y descolgué el inalámbrico mientras me preguntaba quién podría llamarme un sábado por la tarde.

—Diga.

—Hola —dijo Barry en tono informal—. ¿Qué estás haciendo?

Me dejé caer en la cama de matrimonio cuyo cabecero, que había comprado de segunda mano hacía dos años de un lote de muebles de una casa que se había prendido fuego, aún olía levemente a madera quemada—. Estoy limpiando mi ropero.

—Tengo buenas noticias —me dijo de tal modo, que se me ocurrió que si le decía que acababa de comprarme un vestido de novia, ni siquiera repararía en ello.

—¿El qué? —le pregunté.

—Acabo de cruzarme con Ellen en el pasillo; ayer durante el almuerzo la dejaste verdaderamente impresionada.

Me incorporé con interés. Barry era productor de una de las cadenas de televisión local de la ciudad de Nueva York. Barry me había referido a ella para que la asesorara con su divorcio a nivel financiero. La había escuchado durante el almuerzo, cuando ella me había relatado toda la sórdida historia sobre los cuernos que le había puesto su marido mientras se metía entre pecho y espalda cuatro martinis de a dieciocho dólares cada uno.

—Pero el muy canalla estaba forrado —había dicho arrastrando las palabras—. Y como ahora tengo tanto dinero como para cargar un barco, me gustaría invertirlo.

Cuando me había especificado el dinero del que hablaba, más que un barco daría para llenar un yate; sin embargo, al final de la tarde no había hecho ademán de pagar la obscena factura del restaurante. La ginebra Grey Goose era lo que la había impresionado. Estaba segura de que ni siquiera se acordaría de mi nombre… o de si yo era hombre y mujer.

Me pasé la lengua por los labios despacio, tratando de frenar mi emoción.

—¿Crees que abrirá una cuenta en Trayser Brothers?

—Estoy casi seguro de ello. Vas a venir a la cena de gala de esta noche, ¿verdad?

—Por supuesto que sí. No me perdería verte recibir el premio.

—Tal vez no me lo lleve —dijo él.

Traté de animarlo, al fin y al cabo era su novia.

—Ellen estará también allí. Trataré de llevármela aparte y de tantearla.

Me sentí halagada. Barry jamás se había interesado demasiado en mi profesión, pero lo cierto era que la mayoría de las personas solían desconfiar de los que nos dedicábamos a las inversiones, como si nos guardáramos los secretos de cómo hacer dinero para nosotros mismos mientras nos reíamos de todos los que confiaban en nosotros. Claro que eso no era cierto: yo era pobre y trabajaba precisamente para lo que le aconsejaba a mis clientes que hicieran, y eso era comprarse su propia casa cuanto antes mejor. Pero, a pesar del montón de dinero de Ellen, me sentía obligada a señalar las posibles desventajas de aconsejar a la jefa de mi novio en temas financieros.

—Barry, sabes que aprecio la recomendación pero…

—¿Pero qué?

—Bueno, Ellen es tu jefa, Barry. No quiero que esto te cree un conflicto de intereses.

Él soltó una risilla.

—Vaya, Denise, ni que tú y yo estuviéramos casados.

Vaya. Le eché una mirada a mi vestido de novia, apenas contenido en el ropero, y se me subieron los colores.

—Lo sé… pero tú y yo estamos saliendo.

—Confía en mí, no va a ser un problema. En realidad, Ellen se sentirá en deuda conmigo por haberte presentado a ella. Esto podría resultar estupendo para los dos.

—De acuerdo —le dije con alegría, dejando a un lado mis reservas.

Estaba mal, pero tenía que reconocer que los símbolos del dólar bailaban delante de mis ojos. Ya veía la mirada en los ojos del señor Trayser cuando le anunciara el lunes por la mañana en la reunión semanal que acababa de conseguir echarle el guante a una cuenta de ocho cifras. La idea de ser socia ya no me parecía tan lejana como la semana anterior… o al menos un despacho con ventana.

—¿Qué clase de traje tengo que ponerme esta noche?

Barry emitió un sonido de pesar.

—Elegante. A Ellen le gusta vestir bien. Claro que no estoy diciendo que sea importante…

—Pero tal vez lo sea —terminé de decir, mientras me sonrojaba sólo de recordar la mirada crítica de la mujer cuando me había visto con mi viejo aunque funcional traje de chaqueta azul y mis cómodos zapatos de salón el día anterior.

Yo no destacaba precisamente por mi estilo en el vestir; mi ropa más de moda eran gangas de la temporada anterior de las rebajas de algunas tiendas de diseño. Yo era más una chica de ropa prêt-à-porter, y no me deleitaba dejando tiesa la tarjeta de crédito para comprarme un modelo para una cena.

—Buscaré algo bonito.

—Sé que con tu elegancia mi aspecto será mucho mejor.

Pestañeé. ¿Barry me consideraba como un reflejo suyo? Eso era algo muy serio en una pareja… ¿O no? Su supuesto «elogio» me puso nerviosa.

—Pasaré a recogerte a las siete.

—Estupendo —respondí yo—. Ah, y gracias… Barry… por la recomendación.

Jamás habíamos recurrido a apelativos cariñosos, y por muy tentada que me sintiera a decir «cariño» o «churri», decidí que ya que él me estaba tratando de proporcionar un buen pedazo proveniente de su jefa, aquél no fuera el mejor momento para ponerse sentimental.

—Cualquier cosa por ti —dijo Barry antes de colgar.

Sonreí, pero cuando colgué empecé a sentir pánico. Me habían salido dos granos después del atracón de M&Ms de la semana anterior y tenía las uñas echas una pena. Sería imposible conseguir que me hicieran una manicura a esas horas de un sábado.

Me levanté de un salto, decidiendo pasar a la acción. Después de darme una ducha, marqué el número de móvil de mi amiga Kenzie Mansfield Long, que era la persona más estilosa y elegante que conocía; aunque no estaba segura de si tendría cobertura en el área rural donde pasaba los fines de semana.

—¿Diga? —contestó con voz cantarina.

—Hola, soy Denise. No sabía si podría encontrarte… ¿Tienes cobertura?

—Acaban de levantar una antena cerca de aquí. Jar Hollow tiene oficialmente cobertura para móviles.

—¿Eso lo ha conseguido Sam para vosotros dos? —le pregunté divertida.

Su amante esposo, un veterinario, estaba haciendo todo lo que tenía en su mano para que la vida en el campo fuera más soportable para su esposa, criada en la ciudad.

—El servicio no es sólo para mí —protestó Kenzie—. Es para todo el pueblo. Y así Sam y yo podemos estar en contacto cuando estamos separados durante la semana.

Al oír el tono malicioso en la voz de su amiga, me dio la impresión de que el sexo por teléfono debía de suplir el insaciable deseo que experimentaba la pareja. El molde de escayola que Sam se había hecho de su propio sexo era famoso en nuestro círculo de amistades. Después de verlo, apenas si me atrevía a mirar al hombre a los ojos. En realidad, fue ese vibrador casero lo que había resucitado en mí las fantasías sobre Redford. Él había sido un asombroso espécimen de virilidad y… bueno, de dimensiones.

De acuerdo, era cierto que aquel hombre estaba tan bien dotado como un semental, aunque yo nunca le hubiera visto la cosa a un caballo; pero siempre se decía que éstos estaban muy bien dotados en ese aspecto. El hecho de que la familia de Redford en Kentucky se dedicara a la cría de caballos había marcado aún más la asociación en mi pensamiento depravado.

Pero no, no estaba celosa de la relación entre Kenzie y Sam… Bueno, no mucho. Yo había conocido un deseo sorprendente y mareante junto a Redford, pero nuestra relación se había consumido antes que una vela barata. Barry, por otra parte, no era un fiera en la cama, pero tenía otras cosas.

Por ejemplo, tenía un plan de pensiones bien nutrido.

—¿Qué tal «el día de las novias»? —preguntó Kenzie, interrumpiendo mis pensamientos—. ¿Encontró Cindy algún vestido?

—Sí —contesté yo, y entonces decidí confesar antes de que Cindy me presionara—. Y yo, bueno, me compré otro.

Se produjo un instante de silencio al otro lado de la línea telefónica.

—¿Barry te ha pedido en matrimonio? —preguntó con cierta incredulidad.

—No —desmentí rápidamente, sintiéndome como una boba—. Pero pensé, ya sabes, que si alguna vez yo… La verdad es que el vestido estaba tirado de precio —terminé de decir.

—Ah —respondió Kenzie—. Una ganga, ¿no? Ahora lo entiendo. Bueno, uno de estos días Barry entrará en razón. Ya sabes que queda muy poco para San Valentín.

—Cambio de tema. Te he llamado porque tengo una urgencia de estilo —le expliqué lo de la cena de gala y mi deseo de sorprender a Ellen y a su cuenta corriente con mi sorprendente estilo—. ¿Alguna sugerencia?

—Podrías ponerte tu vestido de boda —dijo Kenzie antes de echarse a reír a carcajadas.

—Te voy a colgar.

—Era una broma. Eh, escucha —entonces chasqueó con los dedos—. He visto un modelo de rayas monísimo en el escaparate de Bendeleer, y me acuerdo que pensé en lo bien que te sentaría a ti.

—¿Me va a descolocar el saldo de la Visa?

—Seguramente, pero tómatelo como una inversión —se echó a reír—. Conociéndote, estoy segura de que se te ocurrirá el modo de desgravarte el vestido.

—Ja, ja.

—Lo digo en serio; no puedo creer lo mucho que nos están devolviendo a Sam y a mí este año de la declaración de Hacienda; y todo gracias a ti. Si decides meterte en algún negocio relacionado con el fisco, quiero invertir.

Me eché a reír.

—Gracias.

—Y ve a Nordstrom a comprarte los zapatos. Pregunta por Lito. Dile que vas de mi parte.

Me sentí algo decepcionada.

—De acuerdo.

—Y no me digas que te vas a recoger el pelo con una cola de caballo.

Entrecerré los ojos.

—¿Qué no me voy a hacer una cola de caballo?

—Por amor de Dios, Denise, relájate. Te aprietas tanto la coleta que no me extrañaría que tuvieras migrañas o algo peor.

—Estoy relajada —le dije, rotando los hombros con tanto ritmo que empezó a dolerme el cuello.

Hice una mueca de dolor. ¿Sería posible romperse una misma el cuello?

—Déjate el pelo suelto y cómprate unos pendientes largos.

—¿Tú crees?

—Me ha dado la impresión de que me habías llamado para pedirme consejo, ¿no?

—Sí.

—Quieres conseguir el negocio que te puede aportar esa mujer, ¿verdad?

—Sí.

—Entonces haz lo que debas.

Suspiré.

—Tienes razón.

—Así que Barry te ha liado para que hagas negocios con su jefa —dijo en tono cantarín—. Tal vez no haya sido tan mala idea el comprarte ese vestido de novia. Parece que está pensando en algo más a largo plazo.

Le eché un vistazo al vestido que tan tontamente había adquirido y solté una risilla nerviosa.

—O tal vez esté tratando de hacerle la pelota a su jefa.

—Mmm. Parece que alguien necesita tomar algunas de las lecciones de la terapia de pensamiento en positivo de Cindy.

Le di las gracias a Kenzie por su ayuda y entonces colgué y aspiré profundamente, soltando el aire con ánimo. Kenzie tenía razón; debería estarle agradecida a Barry por la oportunidad que me había concedido en lugar de cuestionar sus motivaciones. Estaba dejando que la falta de interés de nuestra vida sexual tiñera otros aspectos de nuestra relación. Resultaba vergonzosa la verdad; yo era una mujer inteligente. Tenía pruebas de que otras cosas distintas al sexo eran más importantes en una relación a largo plazo. Por ejemplo, la compatibilidad económica. Al fin y al cabo, el sexo se pasaba con el tiempo. Pero los planes de inversiones eran para siempre.

Una idea repentina me empujó a descolgar el teléfono y reservar dos billetes de avión a Las Vegas para pasar un fin de semana largo que coincidía con el día de San Valentín y darle una sorpresa a Barry. Cuando colgué, suspiré aliviada, sintiéndome mucho mejor. Entonces fruncí el ceño en dirección a mi dormitorio.

Me estaba dando un ataque de pánico, y el culpable era un vestido que ocupaba demasiado espacio en mi ropero. Ya estaba dejando que ese ridículo vestido de novia interfiriera en nuestra relación, y sin ninguna razón aparente. No había necesidad de que Barry se enterara de lo que había hecho. Al día siguiente lo pondría en venta en eBay y me desharía de él para siempre.

Esto… del vestido, no de Barry.

3

 

 

 

 

 

 

Kenzie tenía razón: el vestido de Bendeleer me quedaba mejor que la mayoría de los vestidos que solía probarme, de modo que me lo compré, a pesar del precio. Y Lito de Nordstrom me endilgó un par de zapatos cuyo precio era tan mareante como el del vestido. Si me los ponía todos los días de mi vida a partir de entonces tal vez los amortizara. Pero decidí soltarme la melena y me compré también un elegante abrigo de lana gris. Me dejé el pelo suelto, que me daba un aspecto algo despeinado, pero tuve que reconocer que cuando Barry llegó me sentía bastante elegante. Le abrí la puerta con una sonrisa tímida en los labios.

Su aspecto era exquisito y profesional, con su traje azul marino, su corbata a rayas y ni uno de sus pálidos cabellos rubios fuera de sitio.

—¿Estás lista? —le echó un vistazo a su reloj de pulsera—. El tráfico está horrible.

Mi sonrisa se desvaneció.

—Yo… sí.

—Bien, porque no me gustaría llegar tarde.

Barry no era el hombre más atento que yo había conocido en mi vida, pero esa noche parecía verdaderamente inquieto. Entonces pensé que probablemente estaba más nervioso por el premio para el cual había sido nominado de lo que quería expresar. En realidad, durante el trayecto hasta el hotel, miró el reloj unas cien veces y estuvo tenso todo el camino. Y parecía que había pillado un catarro, ya que estornudó varias veces. El ver a mi normalmente tranquilo y pausado novio tan nervioso me conmovió. De modo que le fui a tomar la mano.

—Relájate —le dijo—. Espero que tengas preparado un discurso de agradecimiento.

Él sonrió tímidamente.

—He preparado unas cuantas anotaciones… por si acaso, nada más.