El hombre y la naturaleza en el Renacimiento - Allen George Debus - E-Book

El hombre y la naturaleza en el Renacimiento E-Book

Allen George Debus

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Debus estudia en este volumen el renacimiento científico que se produjo aproximadamente entre mediados del siglo XV y mediados del XVII. En este lapso podemos observar los efectos que tuvo el humanismo en la medicina y en las ciencias, y advertir el prolongado debate en torno a una concepción mística de la naturaleza sustentada con entusiasmo lo mismo por los alquimistas que por los herméticos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 302

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



BREVIARIOSdelFONDO DE CULTURA ECONÓMICA

384EL HOMBRE Y LA NATURALEZA EN EL RENACIMIENTO

El hombre y la naturaleza en el Renacimiento

por ALLEN G. DEBUS

Traducción deSERGIO LUGO RENDÓN

CONACYTFONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición en inglés, 1978 Primera edición en español, 1985      Primera reimpresión, 1986 Primera edición electrónica, 2016

Este libro se publica con el patrocinio delConsejo Nacional de Ciencia y Tecnología

Título original:Man and Nature in the Renaissance © 1978, Cambridge University Press, Cambridge

D. R. © 1985, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-4438-1 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

A MI MADRE Y A MI PADRE

PREFACIO

Ningún periodo de la historia de la ciencia ha sido estudiado más detalladamente que la Revolución Científica y, no obstante, ésta sigue siendo un enigma, incluso por lo que respecta a sus límites cronológicos. Algunos hablan de un periodo de 300 años, que se extiende de 1500 a 1800, mientras que otros consideran únicamente los avances impresionantes del siglo XVII. La relación del Renacimiento con la Revolución Científica es sin duda un factor decisivo para cualquier intento de delimitación semejante, pero en este volumen hablaremos del renacimiento científico que se produjo aproximadamente entre mediados del siglo XV y mediados del XVII. En este lapso podremos observar los efectos diversos y perdurables que tuvo el humanismo en la medicina y en las ciencias, y advertir, asimismo, el prolongado debate en torno de una concepción mística de la naturaleza, sustentada con entusiasmo lo mismo por los alquimistas que por los herméticos.

Una obra que versa sobre la ciencia del Renacimiento podría basarse en muchas fuentes y reflejar seguramente muchos puntos de vista. El tema es tratado por lo regular en función del progreso de las ciencias exactas como las matemáticas y la astronomía. En el pasado, los estudios de este tipo prestaron generalmente poca atención a un contexto más amplio: el ambiente social e intelectual del periodo. Los autores que han hecho hincapié en esto último, con frecuencia han restado importancia a los adelantos técnicos y científicos. En este volumen nuestro enfoque será el tradicional, por cuanto habremos de destacar la verdadera ciencia del periodo, pero a menudo nos referiremos a la religión y a ciertos conceptos filosóficos que casi no intervienen en la ciencia del siglo XX. Por consiguiente, intentaremos examinar con cierta amplitud el efecto que tuvieron la alquimia y la química en el desarrollo de la ciencia y la medicina modernas, pues este tema no ha sido debidamente integrado a las exposiciones que hasta ahora se han hecho de la Revolución Científica. De hecho, las controversias que suscitó la química al iniciarse la era moderna engendraron más textos polémicos que las relacionadas con la astronomía y la física del movimiento. Por tanto, debemos prestar a estos debates la atención que merecen, la misma que damos a aquellos que conducen de un modo más directo a Galileo —y, finalmente, a los Principia mathematica de Isaac Newton—.

Ciertamente, en esta obra no pretendimos presentar un estudio exhaustivo del periodo comprendido entre 1450 y 1650. El presente volumen forma parte de una serie destinada al investigador de la civilización occidental, y nuestro propósito ha sido ofrecer una visión general examinando algunos de los problemas y temas fundamentales. Así, nuestra atención habrá de dirigirse preferentemente al efecto que tuvo el humanismo en las ciencias, a la búsqueda de un nuevo método científico, y al diálogo constante entre los defensores de una concepción mística y ocultista del mundo y quienes buscaban un nuevo enfoque para estudiar la naturaleza basado en las matemáticas y en la observación.

El autor está especialmente agradecido con la Biblioteca Newberry y la Fundación Nacional para las Humanidades, que hicieron posible que esta obra fuera terminada en Chicago en un año (1975-1976) como primer paso para un tratamiento más extenso del tema. El acervo de la Biblioteca Newberry es particularmente valioso para el investigador de cualquier aspecto de la historia intelectual del Renacimiento; William Towner, Richard H. Brown y John Tedeschi colaboraron siempre conmigo en mi búsqueda de libros e información y me ayudaron en tantos aspectos que en vano intentaría ser más específico. La Universidad de Chicago me concedió licencia por un año —y, como siempre, conté con el apoyo generoso del Centro Morris Fishbein para el Estudio de la Historia de la Ciencia y la Medicina—. Los compiladores de esta serie, George Basalla, de la Universidad de Delaware, y William Coleman, de la Universidad de Wisconsin, contribuyeron con útiles sugerencias, y el autor reconoce su deuda especial con William R. Shea, de la Universidad McGill, por los valiosos comentarios que hizo al primer borrador del manuscrito. En las etapas finales de la preparación de este libro, John Cornell y Russell H. Hvolbek redactaron el índice y revisaron cuidadosamente el texto.

ALLEN G. DEBUS

Deerfield, Illinois

Mayo de 1978

PREFACIO A LA EDICIÓN EN ESPAÑOL

Gracias a la favorable recepción que ha tenido la edición original en inglés de El hombre y la naturaleza en el Renacimiento he hecho relativamente pocos cambios al texto para su traducción al español. Se han corregido algunos errores tipográficos y se han escrito de nuevo ciertos pasajes breves, para darles mayor claridad. La bibliografía se ha puesto al corriente, añadiéndole algunas referencias nuevas. Y, además, sobre todo por causa de las importantes investigaciones que hoy se están haciendo de todos los aspectos de la ciencia y la medicina en el mundo de habla hispana, he añadido un breve apéndice a la bibliografía relacionada con obras recientes en español sobre el Renacimiento y los comienzos de la Época Moderna.

Agradezco al profesor Enrique Beltrán, de la Sociedad Mexicana de Historia de la Ciencia y de la Tecnología, su interés y aliento con respecto a esta obra. Deseo añadir mi agradecimiento a la señora Alicia Hammer, del Fondo de Cultura Económica, que tanto nos ha ayudado resolviendo los múltiples detalles relacionados con la publicación de la obra, y a Sergio Lugo Rendón, por su excelente traducción. Por último, deseo agradecer a mi esposa, Brunilda López Debus, su minuciosa lectura del original y su ayuda en la revisión final.

ALLEN G. DEBUS

Deerfield, Illinois

7 de junio de 1982

Valiosa, y por lo mismo bienvenida a la literatura en español sobre temas de historia y filosofía de la ciencia, es la traducción del libro Man and Nature in the Renaissance (1978), escrito por el doctor Allen G. Debus, profesor de Historia de la Ciencia y de la Medicina en la Universidad de Chicago, autoridad indiscutible en el Renacimiento, como ha demostrado en obras anteriores: The English Paracelsians, 1965; The Chemical dream of the Renaissance, 1968; Science and education on the Seventeenth Century, 1970, y Science, Medicine and Society in the Renaissance, excelente obra aparecida en 1972, de la que fue editor.

Los ocho capítulos del presente libro son otras tantas visiones panorámicas de los principales temas por considerar en el periodo cubierto, y constituyen excelentes puntos de partida para los estudiosos de cada uno de ellos.

Como acertadamente dice Debus en el párrafo inicial: “Ningún periodo de la historia de la ciencia ha sido estudiado más detalladamente que la Revolución Científica y, no obstante, ésta sigue siendo un enigma, incluso por lo que respecta a sus límites cronológicos”. Y nada es más atractivo de leer que lo relacionado con los enigmas.

ENRIQUE BELTRÁN

I. TRADICIÓN Y REFORMA

POCOS acontecimientos en la historia del mundo han tenido más trascendencia que la Revolución Científica. El periodo comprendido entre mediados del siglo XV y fines del XVIII presenció la creciente influencia cultural y política de Europa occidental en todas partes del mundo. La nueva ciencia y la nueva tecnología de Occidente fueron un factor decisivo de esa influencia, hecho que fue reconocido por la mayor parte de los eruditos de la época. Francis Bacon (1561-1626), por ejemplo, observaba en el Novum organum (1620):

Conviene observar la fuerza, la virtud y las consecuencias de los descubrimientos, y en ninguna otra parte podrán observarse éstas con mayor evidencia que en aquellos tres que eran desconocidos para los antiguos […] a saber: la imprenta, la pólvora y la brújula, Pues estos tres han transformado por completo la apariencia y la condición de las cosas en todo el mundo; el primero en la literatura, el segundo en el arte de la guerra y el tercero en la navegación; de donde se han derivado innumerables cambios, de tal modo que ningún Imperio, secta o astro parece haber ejercido mayor poder e influencia en los asuntos humanos que estos descubrimientos mecánicos.1

Para Bacon estos descubrimientos eran de origen occidental y relativamente recientes. No fue el primero ni el último en hacer una declaración semejante, y pocas obras eran leídas con más avidez que las suyas por quienes deseaban fundar una nueva ciencia en el siglo XVII.

Pero aunque todos reconocemos de inmediato la importancia de la Revolución Científica, mientras más estudiamos sus orígenes menos seguros estamos de comprender sus causas. En este volumen nos referiremos principalmente a los dos siglos que median entre 1450 y 1650; la primera de estas fechas coincide aproximadamente con el despertar del nuevo interés humanístico por los textos científicos y médicos de la Antigüedad, y la segunda, con los años que anteceden a la aceptación general de la ciencia mecanicista de Descartes (1596-1650), Galileo (1564-1642), Barelli (1608-1679), Boyle (1627-1691) y Newton (1642-1727).

Estos dos siglos ofrecen un laberinto de intereses casi desconcertante y rara vez encontraremos en ellos un individuo cuya metodología científica pudiese parecer del todo aceptable a un científico moderno. Para algunos de sus sabios, cuya obra contribuyó a nuestra era científica moderna, la magia, la alquimia y la astrología fueron no menos estimulantes que el nuevo interés por la abstracción matemática, la observación y la experimentación. En nuestros días pensamos que es fácil —y necesario— separar a la “ciencia” de la afición por el ocultismo, pero en esa época muchos no estaban en posibilidad de hacerlo. Y no podemos atribuir esa concepción mística del mundo a unas cuantas figuras secundarias actualmente olvidadas, salvo por los anticuarios. Los escritos de Isaac Newton y Johannes Kepler (1571-1630) revelan un genuino interés en la transmutación de los metales y las armonías universales, tanto como la obra de Paracelso (1493-1541), Robert Fludd (1574-1637) o John Dee (1527-1608). En general, los historiadores de la ciencia han considerado tradicionalmente el tema en forma retrospectiva, es decir, ignorando aquellos aspectos de una filosofía natural anterior que no tiene ya cabida en nuestro mundo científico. Pero, si así procediéramos, no podríamos arribar a una comprensión contextual de este periodo. Por tanto, nos proponemos tratar este periodo en sus propios términos y no en los nuestros. A medida que avancemos descubriremos que las controversias sobre la magia natural y la analogía macrocosmos-microcosmos eran entonces tan importantes como los mejor recordados debates sobre el sistema heliocéntrico o la circulación de la sangre.

LA CIENCIA Y LA EDUCACIÓN EN EL RENACIMIENTO

Los términos Renacimiento y humanismo han sido utilizados con tantas y tan variadas connotaciones que difícilmente podríamos satisfacer a dos eruditos con una sola definición. Por nuestra parte, no vemos la necesidad de intentarlo. Sin duda, el Renacimiento implicaba una especie de “renacimiento” del conocimiento —a la vez que un renacimiento del arte y la literatura—. Y, efectivamente, en este periodo se desarrolló una nueva ciencia. Pero, una vez admitido lo anterior, debemos ser cautos para no incurrir en simplificaciones. El nuevo amor a la naturaleza que expresaron Petrarca (m. hacia 1374) y otros humanistas del siglo XIV tuvo más de una consecuencia. Aceptamos sin vacilar que contribuyó a la aparición de un nuevo método para estudiar los fenómenos naturales basado en la observación, pero advertimos también que Petrarca y algunos humanistas posteriores desconfiaban profundamente de la importancia que tradicionalmente había dado el escolasticismo a la filosofía y a las ciencias. La preferencia de estos hombres por la retórica y la historia era una reacción consciente contra los estudios “aristotélicos”, de carácter más técnico, que por mucho tiempo habían sido la piedra angular de la universidad medieval. Los humanistas perseguían el perfeccionamiento moral del hombre y desdeñaban las disputas lógicas y escolásticas que caracterizaban los estudios superiores tradicionales.

Este cambio de valores daría por resultado un nuevo interés en los problemas educativos. Los programas de reforma educativa de los siglos XIV y XV iban a estar encaminados no a las universidades, sino a la enseñanza elemental. El educador humanista Vittorino da Feltre (1378-1446) fundó una escuela donde los alumnos practicaban ejercicios militares y se les exhortaba a sobresalir en los deportes. En las aulas estudiaban retórica, música, geografía e historia —y, poniendo de ejemplo a los antiguos, se les enseñaba a anteponer los principios morales y la actividad política a los principios básicos del trivium (gramática, retórica y lógica) o al estudio de las asignaturas filosóficas y científicas tradicionales—.

Muchos de los más renombrados sabios humanistas iban a sentirse afectados por este movimiento de reforma educativa. El resultado puede verse claramente en la obra de Erasmo (1466-1536). Éste pensaba que, para conocer la naturaleza, al alumno le bastaba con seguir el curso normal de estudios que comprendía la lectura de los autores literarios de la Antigüedad. A su juicio, las matemáticas no tenían mucha importancia para un hombre educado. Y Juan Luis Vives (1492-1540), indudablemente el más insigne de los educadores del Renacimiento, concordaba plenamente con él cuando, al impugnar el estudio de las matemáticas, argumentaba que éstas tendían a “desviar la mente de los fines prácticos de la vida” y la hacían “menos apta para fundir las realidades concretas y las mundanas”.

Pero ¿podemos decir entonces que las universidades seguían siendo los centros de instrucción científica? En general, lo eran todavía, mas cada vez era mayor el número de los investigadores de la medicina y las ciencias que rechazaban el exagerado conservadurismo de muchas —probablemente la mayoría— de las instituciones de enseñanza superior. Peter Ramus (1515-1572) recordaba su formación académica con gran desencanto:

Después de haber dedicado tres años y seis meses a la filosofía escolástica, de acuerdo con las reglas de nuestra universidad; después de haber leído, discutido y meditado sobre los distintos tratados del Organon (pues, de los libros de Aristóteles, aquellos que trataban de la dialéctica eran leídos y releídos especialmente en el curso de tres años); aun después, digo, de haber invertido todo ese tiempo, considerando los años en que me ocupé por entero en el estudio de las artes escolásticas, quise saber, en consecuencia, a qué propósito podía aplicar el conocimiento que con tanto esfuerzo y fatiga había adquirido. Pronto descubrí que toda esa dialéctica no me había vuelto más docto en la historia y el saber de la Antigüedad, ni más diestro en la elocuencia, ni mejor poeta ni más sabio en nada. ¡Ah, qué estupefacción, qué dolor! ¡Cómo deploraba mi malhadado destino, la esterilidad de mi mente que, tras tanto trabajo, no podía recoger ni percibir siquiera los frutos de esa sabiduría que, según se afirmaba, se hallaba con tanta abundancia en la dialéctica de Aristóteles!2

Ramus no era el único que experimentaba esa desilusión —y sus lamentaciones no carecían de fundamento. París, por ejemplo, fue considerada un baluarte de la medicina galénica durante los siglos XVI y XVII, mientras que en Inglaterra los estatutos isabelinos de Cambridge (1570) y el código laudiano* de Oxford (1636) mantenían oficialmente la autoridad de los antiguos. Y las primeras asociaciones profesionales no eran necesariamente mejores. El Colegio de Médicos de Londres desconfiaba de toda innovación. Así, en 1559, cuando el doctor John Geynes se atrevió a sugerir la posibilidad de que Galeno (129/130-199/200 d.C.) no fuera infalible, la reacción fue inmediata y drástica. Se obligó al buen doctor a firmar una retractación para ser readmitido en la agrupación de sus colegas.

No obstante, el conservadurismo que se observa en muchas de las principales universidades en los siglos XVI y XVII puede compensarse en parte con una tradición crítica que había sido aplicada a los textos científicos de la Antigüedad en Oxford y en París en el siglo XIV. Esta obra, asociada con el escolasticismo, vendría a ser particularmente beneficiosa para el estudio de la física del movimiento. Como tradición erudita, todavía estaba vigente en la Universidad de Padua y otras universidades del norte de Italia en el siglo XVI. Para muchos, sin embargo, la crítica científica era una especie de curioso juego humanístico, y al erudito debía elogiársele por eliminar las vulgares anotaciones y enmendaduras de origen medieval que adulteraban los textos antiguos. Más que la verdad científica, su meta era la pureza textual.

En suma, la educación que se impartía a principios del Renacimiento tenía dudoso valor para el desarrollo de las ciencias. La educación universitaria de este periodo puede caracterizarse, en su mayor parte, como conservadora. Y en cuanto a la reforma de la educación primaria que se llevó a cabo en los siglos XIV y XV, era declaradamente anticientífica.

EL HUMANISMO Y LA LITERATURA CLÁSICA

La veneración de los antiguos es una característica familiar del humanismo renacentista. La búsqueda de nuevos textos clásicos se intensificó en el siglo XV, cuando cada nuevo descubrimiento era celebrado como una verdadera proeza. El caso más conocido es el de Jacopo Angelo (hacia 1406). Su barco naufragó cuando regresaba de un viaje que había hecho a Constantinopla en busca de manuscritos, pero logró salvar su más preciado descubrimiento: una copia de la Geografía de Ptolomeo, obra desconocida hasta entonces en Occidente. Poco después, en 1417, Poggio Bracciolini (1380-1459) descubrió la que sería reconocida más tarde como la única copia de De rerum natura de Lucrecio (¿99?-55 a.C.) que había sobrevivido de la Antigüedad. Este libro obraría dos siglos más tarde como un poderoso estímulo del renovado interés por el atomismo. Y, apenas nueve años después de la recuperación del texto de Lucrecio, Guarino da Verona (1370-1460) descubrió un manuscrito del tratado enciclopédico sobre medicina escrito por Celso, autor del siglo II. Esta obra, De medicina, ejerció gran influencia, que tal vez no se debió tanto a su contenido médico como a su lenguaje y su estilo. Era la única obra importante que se conservaba del periodo de mayor esplendor de la prosa latina, y los humanistas médicos iban a escudriñarla en busca de la terminología y la fraseología latinas apropiadas.

Esa búsqueda de nuevos textos —y nuevas traducciones— hizo que se reconociera la importancia del idioma griego. Bien es verdad que en el siglo XIII Roger Bacon (¿1214?-1294) había insistido ya en la necesidad de aprender el griego, pero un siglo después la situación no había mejorado notablemente. Por ese tiempo Petrarca lamentaba su deficiente conocimiento de esa lengua. En realidad, él no era el único que lo lamentaba. Pocos eruditos occidentales dominaban el griego cuando el maestro Manuel Crisoloras (m. en 1415) llegó a Italia con el emperador bizantino Manuel Paleólogo en 1396. Mas, por útil que haya sido Crisoloras, mayor entusiasmo despertó otro bizantino, Gemistio Plethon, cuando arribó a Florencia para asistir al concilio de 1439. La restauración de los estudios griegos iba a afectar todos los campos del saber en el curso del siglo XV. En medicina, Thomas Linacre (¿1460?-1524) tradujo al latín a Proclo (410-485) y varias obras de Galeno. Pero, pese a la importancia de esas traducciones, sus planes —sólo realizados en parte— eran todavía más ambiciosos. Sus proyectos incluían una traducción al latín de las obras completas de Galeno —y, en colaboración con un grupo de eruditos, una traducción al latín de las obras completas de Aristóteles—. No menos industrioso fue Johannes Guinter de Andernach (1505-1574), cuyas traducciones de Galeno lo colocan entre los humanistas médicos más destacados. Como profesor de medicina en París, Guinter fue uno de los maestros más eminentes del joven Andreas Vesalio (1514-1564).

Esa búsqueda de la verdad implícita en la búsqueda de manuscritos fieles, no se limitaba al estudio de los médicos de la Antigüedad. Georg von Peuerbach (1423-1461) reconocía la necesidad de contar con un manuscrito fiel del Almagesto de Ptolomeo al escribir su libro de texto, las Theoricae novae planetarum. Pero Peuerbach murió cuando proyectaba un viaje a Italia para cumplir su propósito. Su discípulo, Johann Müller —llamado el Regiomontano (1436-1476)—, realizó el viaje que había planeado su maestro y publicó un Epítome del Almagesto.

Pero el humanismo del Renacimiento no puede reducirse simplemente a la recuperación de los textos originales de Aristóteles, Ptolomeo o Galeno. Igual influencia tuvo en el desarrollo de la ciencia moderna —y ciertamente fue parte del movimiento humanístico— el retorno a los textos neoplatónicos, cabalísticos y herméticos de la Antigüedad tardía. Éstos parecían tener tanta importancia que Cosme de Médici instó a Marsilio Ficino (1433-1499) a que tradujera el Corpus hermeticum, recientemente descubierto (hacia 1460), antes que las obras de Platón y Plotino. Estas obras, de carácter místico y religioso —que más adelante examinaremos con más atención—, parecían justificar la práctica de la magia natural, que iba a ser uno de los temas favoritos de los sabios de los siglos XVI y XVII. Dentro de esta tradición se exhortaba a emprender una nueva investigación de la naturaleza basada en nuevos datos tomados de la observación.

Casualmente, esa búsqueda de los textos fieles y originales de la Antigüedad ocurría cuando existía ya un nuevo medio para difundir ese conocimiento: la imprenta. Es interesante señalar que el primer libro impreso en Europa occidental data de 1447, al iniciarse precisamente el periodo a que nos referimos. Por primera vez era posible producir textos en serie que los eruditos podían obtener a precios módicos. En los campos de la medicina y las demás ciencias esos incunables eran, en su mayor parte, impresiones de los antiguos textos escolásticos de la Edad Media despreciados por los humanistas. Así, la primera versión que se imprimió del Almagesto de Ptolomeo fue la antigua traducción medieval (1515). Después apareció una nueva traducción al latín (1528) —y finalmente el texto griego (1538), justo cinco años antes de que se publicara el De revolutionibus orbium de Copérnico—. La edición de las obras de Galeno y Aristóteles seguiría el mismo proceso.

EL DESARROLLO DE LAS LENGUAS VERNÁCULAS

El latín y el griego eran sin duda las llaves indispensables para penetrar en el mundo del erudito, pero el Renacimiento se caracterizó también por la tendencia a utilizar cada vez más las lenguas vernáculas en los campos de la cultura. Lo anterior se advierte con mayor evidencia en los panfletos religiosos de la Reforma, cuyos autores sentían la necesidad inmediata de comunicarse con sus lectores. Pero en el curso del siglo XVI las lenguas vernáculas también se utilizaron, cada vez con más frecuencia, en la medicina y las demás ciencias. Ello puede atribuirse en parte al consciente orgullo nacionalista que se observa en ese periodo. En esa época los escritores expresaban francamente su amor al suelo natal y a la lengua materna. Un segundo factor sería la necesidad que muchos sentían de romper definitivamente con el pasado. Este sentimiento parece acentuarse a medida que nos adentramos en la segunda mitad del siglo XVI.

Investigaciones recientes indican que el uso de las lenguas vernáculas en los textos médicos se extendió rápidamente a fines de la Edad Media. Esta tendencia se intensificó en el siglo XVI, cuando una guerra de panfletos médicos dividió a los galenistas de los químicos médicos seguidores de Paracelso. El debate alcanzó niveles universitarios en 1527, cuando Paracelso enseñó medicina en Basilea en su lengua materna, un dialecto germánico que se hablaba en Suiza. Fue objeto de numerosos ataques de parte de la facultad de medicina, no sólo por el contenido de sus cátedras, sino por el idioma que había escogido para dictarlas. Este último punto continuaría siendo motivo de controversia para sus seguidores por varias generaciones. El paracelsiano inglés Thomas Moffett (1553-1584), por ejemplo, escribía en 1584 (en latín): “es cierto que Paracelso a menudo prefería hablar en alemán que en latín, pero, ¿acaso Hipócrates no hablaba en griego? ¿Y por qué no habrían de expresarse ambos en su lengua materna? ¿Debe ser motivo de reprensión en el caso de Paracelso y pasado por alto en el caso de Hipócrates, Galeno y los demás griegos que hablaban en su propio idioma?”

La situación no era notablemente distinta en el campo de las matemáticas y las ciencias físicas. Las obras de Galileo publicadas en italiano se siguen considerando clásicas de la literatura italiana y, en Inglaterra, muchos autores exponían temas, tanto populares como técnicos, en el inglés de la época de los Tudor. Especialmente interesante es el caso de John Dee, quien se encargó de redactar el prefacio para la traducción al inglés de los Elementos de geometría de Euclides. En ese prefacio creyó necesario explicar que esa traducción no entrañaba ningún peligro para las universidades. Más bien, por primera vez muchas personas comunes podrían “inventar y planear nuevos artefactos, extrañas máquinas e instrumentos: para cumplir diversos propósitos en bien de la comunidad, por placer o para el mejor mantenimiento de sus haciendas”. Apologías similares de la publicación de textos científicos y médicos en lenguas vernáculas pueden encontrarse en los principales idiomas modernos de ese periodo.

OBSERVACIÓN Y EXPERIMENTACIÓN

Toda evaluación general de la ciencia del Renacimiento deberá comprender el examen de una serie de paradojas. Un tema recurrente en la literatura del siglo XVI es el rechazo de la Antigüedad. Mas, como ya antes hemos observado, se trata principalmente de un rechazo de las traducciones y los comentarios escolásticos. Algunos eruditos exigían la creación de una filosofía y una medicina radicalmente nuevas, pero muchos se adherían a la filosofía antigua —después de asegurarse de que sus textos eran fieles y no estaban modificados—. Unos, entre ellos William Harvey (1578-1657), encomiaban abiertamente la herencia aristotélica. Otros —y la actitud de Robert Fludd es un buen ejemplo de ello— combatían ferozmente a los antiguos sin dejar por ello de incorporar muchos conceptos antiguos a su propia obra.

Características de este periodo son también una creciente confianza en la observación y una tendencia gradual hacia lo que entendemos actualmente por experimentación, es decir, una verificación rigurosamente planeada —y repetible— de la teoría. Los sabios del Renacimiento reconocían y elogiaban a los clásicos de la ciencia y al método basados en la observación, y veían en ellos un ejemplo a seguir. Por lo mismo, muchos de los que rechazaban la física de Aristóteles consideraban su obra sobre los animales como un texto de importancia capital. Y debido a que había recurrido a la evidencia fundada en la observación, Arquímedes (287-212 a.C.) gozaba de gran autoridad, mientras que, de los autores medievales, se citaba a Roger Bacon, Pedro el Peregrino (de Maricourt, hacia 1270) y Witelo (Teodorico de Friburgo; siglo XIII) por sus estudios “experimentales”.

Con todo, si bien Roger Bacon y otros hablaban de servirse de la observación como de un nuevo fundamento para comprender el universo, prevalecía la costumbre de dar crédito a los relatos fabulosos de Plinio el Viejo (23-79 d.C.) y otros enciclopedistas antiguos. Hasta la brillante crítica de la antigua física del movimiento que se había realizado en Oxford y en París en el siglo XVI se había basado más en razonamientos deductivos y en las reglas de la lógica que en los resultados de nuevas observaciones.

Los científicos del siglo XVI no arribaron inmediatamente a una concepción moderna de la experimentación, pero en su obra es indudable que recurrían a la evidencia fundada en la observación con más regularidad de lo que se había acostumbrado hasta entonces. Así, Bernardino Telesio (1509-1588) fundó en Cosenza su propia academia, destinada al estudio de la filosofía natural. Rechazando a Aristóteles, cuya obra no parecía concordar ni con la Biblia ni con la experiencia, Telesio recurrió en cambio a los sentidos como una llave para estudiar la naturaleza. Igualmente interesante es la figura de John Dee, quien incluyó entre las ciencias matemáticas a la Archemastrie, la cual “enseñaba a hacer presente en la experiencia actual y sensible todas las conclusiones importantes propuestas por las artes matemáticas… Y, porque procede mediante las experiencias y busca las causas de las conclusiones, y a estas mismas en la experiencia, es llamada por algunos scientia experimentalis. La ciencia experimental”. En este caso la palabra experimental debe entenderse más bien como “observacional”. El concepto moderno de experimento controlado no formaba parte de la metodología de Dee.

LAS MATEMÁTICAS Y LOS FENÓMENOS NATURALES

Ciertamente, tan importantes como esa nueva apreciación de la evidencia basada en la observación fueron el desarrollo del método cuantitativo y la creciente confianza en las matemáticas consideradas como un instrumento. Ya Platón había subrayado la importancia de las matemáticas, y el renovado interés por su obra influyó en las ciencias en este terreno. En ese periodo Galileo aparece como la figura sobresaliente de ese desarrollo. Considerando a la matemática como la guía esencial para la interpretación de la naturaleza, Galileo buscó un nuevo método para describir el movimiento mediante el uso de la abstracción matemática. Al hacerlo, estaba plenamente consciente de que se apartaba de la búsqueda tradicional y aristotélica de las causas.

Junto con ese novedoso uso que se hacía de las matemáticas en la filosofía natural se produjeron nuevos e impresionantes avances en el campo de las matemáticas mismas. Las obras sobre álgebra de Tartaglia (1500-1557), Cardano (1501-1576) y Viete (1540-1603) contribuyeron en gran medida al desarrollo de esa materia en el siglo XVI —y los tediosos cálculos aritméticos se simplificaron grandemente con la invención de los logaritmos de Napier (1550-1617)—. Y, poco después del periodo a que nos referimos, se inventó el cálculo infinitesimal, fruto de los esfuerzos independientes de Leibniz (1646-1716) y Newton. Todas estas innovaciones fueron adoptadas rápidamente por los científicos de la época como instrumentos de su labor.

Si preguntáramos por las causas que condujeron a esa aplicación de las matemáticas en el siglo XVI, podríamos arribar a muchas y diversas respuestas. Una de ellas sería el hecho de que ahora se contaba con la obra de Arquímedes, el autor griego cuyo método más se aproximaba al de la nueva ciencia. En realidad sus textos no se habían perdido nunca del todo, pero es evidente que la nueva influencia que ejerció Arquímedes a mediados del siglo XVI se debió a una serie de reediciones de su obra. Otro factor importante sería el persistente interés por el estudio del movimiento, iniciado en el siglo XIV por los eruditos de Oxford y París. Todo parece indicar que Galileo, en sus días de estudiante, se benefició de esa tradición. Un tercer factor fue seguramente el resurgimiento de las doctrinas platónicas, neoplatónicas y pitagóricas. Su influencia revestía a menudo aspectos místicos, pero, en cualesquiera de sus formas, obró sin duda como un poderoso estímulo en muchos científicos de la época. Y, por último, podríamos señalar la necesidad que había de una matemática práctica asociada con las artes mecánicas y la tecnología.

LA TECNOLOGÍA

Conviene hacer una pausa para examinar ese nuevo interés por la tecnología. Aunque se discute cuál era el grado de la relación, es evidente que al menos quienes se interesaban en el arte de la guerra requerían estudios matemáticos para manejar el cañón; asimismo, que los navegantes debían realizar cálculos para determinar su posición en mar abierto. En este periodo presenciamos avances impresionantes en el campo de los instrumentos, desde los astrolabios prácticos del marinero hasta los colosales instrumentos astronómicos construidos por Tycho Brahe. El telescopio, el microscopio, los primeros termómetros eficaces y un sinnúmero de otros instrumentos fueron inventados y perfeccionados lo mismo por artesanos que por científicos. En efecto, por primera vez los científicos se interesaban activamente en la obra de los artesanos. Ello puede interpretarse en parte como una rebelión contra la autoridad de los antiguos, pues, en su mayor parte, los estudios de la naturaleza de la Antigüedad y la Edad Media estaban divorciados totalmente de los procedimientos empleados por los trabajadores manuales. En efecto, el estudiante escolástico de la universidad medieval se apegaba en todo a los antiguos y rara vez abandonaba sus bibliotecas y sus aulas de estudio. En el Renacimiento, sin embargo, presenciamos un gran cambio. Existen probablemente descripciones aisladas de las artes mecánicas en los libros del siglo XV, pero a partir de 1510 comienzan las prensas a producir manuales de minería y poco después aparecen obras similares relacionadas con otros campos.

En contraste con lo que ocurría en épocas anteriores, ahora los científicos y los médicos reconocían sin reservas que el hombre de ciencia debía aprender del lego. Paracelso aconsejaba a sus lectores:

no todo lo que el médico necesita saber se enseña en las academias. De vez en cuando debe consultar a las ancianas, a esos tártaros llamados gitanos, a los magos itinerantes, a los campesinos ancianos y a muchos otros a los que habitualmente se desprecia. De ellos adquirirá su conocimiento, pues esta gente sabe más de tales cosas que todos los colegios superiores.

Y Galileo comienza cándidamente sus memorables Diálogos y demostraciones concernientes a dos ciencias nuevas (1638) con la siguiente declaración:

La constante actividad que desplegáis vosotros los venecianos, en vuestros famosos arsenales, señala al entendimiento estudioso vasto campo de indagaciones, en particular aquella porción de las obras que exigen mecánica; porque en dicha sección de continuo fabrican toda suerte de aparatos y máquinas numerosos artesanos, entre los cuales debe de haber quienes, en parte por la experiencia heredada y en parte merced a sus propias observaciones, han adquirido gran pericia e inteligencia en la explicación de las cosas.**3

Nuestra lista podría alargarse considerablemente si tomásemos en cuenta los grandes tratados de minería de Agricola (1494-1555) y Biringuccio (hacia 1540), las opiniones de Francis Bacon sobre la finalidad práctica de la ciencia y los fines prácticos que perseguían expresamente las primeras asociaciones científicas. Es indudable que ciertos campos de la ciencia progresaron porque la contribución de los artesanos y los científicos fomentó el estudio de los procedimientos prácticos. Johann Rudolf Glauber (1604-1670) se entusiasmó tanto con los avances que había presenciado que pronosticó la supremacía de Alemania sobre toda Europa occidental, a condición de que sus gobernantes siguieran el plan que él había esbozado en su Prosperidad de Alemania. Y, no obstante, aun cuando admitamos este tardío reconocimiento de la tecnología de parte de los científicos, lo cierto es que la pequeña comunidad científica no correspondió con ninguna aportación notable a la tecnología hasta bien entrado el siglo XVIII.

MISTICISMO Y CIENCIA

Un cuarto elemento en la formación de la nueva ciencia —y el más insólito desde nuestra ventajosa posición posterior a Newton— es el renovado interés renacentista por una concepción mística de la naturaleza. Ello puede atribuirse en gran parte al interés, que renace con una intensidad inusitada, por los textos platónicos, neoplatónicos y herméticos. Es instructivo señalar que esa influencia se manifiesta primero en las matemáticas y luego en un interés generalizado por la magia natural.

Desde nuestro punto de vista, las matemáticas del Renacimiento tuvieron el efecto de una espada de dos filos. Por un lado, ese nuevo interés en las matemáticas fomentó el desarrollo de un enfoque matemático de la naturaleza y el desarrollo interno de la geometría y el álgebra; por otro, ese mismo interés dio origen a investigaciones ocultistas de toda especie relacionadas con un misticismo de los números. Los estudios cabalísticos del Renacimiento alentaron un análisis numerológico y místico de las Sagradas Escrituras por el que se esperaba descubrir verdades trascendentales. Análogamente, los cuadrados mágicos y las proporciones armónicas parecían ofrecer la posibilidad de penetrar los misterios de la naturaleza y la divinidad. En la Antigüedad esta tendencia había encarnado ya en la tradición pitagórica anterior a Platón. Las especulaciones numerológicas que éste había expuesto en el Timeo habían seguido influyendo en el mundo de los eruditos a lo largo de la Edad Media, y ahora, con el retorno a los textos de la Antigüedad tardía que se había iniciado en el siglo XV, esos mismos temas cobraron nuevamente actualidad.

Es conveniente, sin embargo, que no intentemos separar lo místico de lo científico cuando ambos estén presentes en la obra de un autor. Hacerlo sería deformar el ambiente intelectual de ese periodo. Por supuesto, no es difícil destacar las leyes matemáticas que rigen los movimientos planetarios formuladas por Kepler o la descripción matemática del movimiento expuesta por Galileo: fueron hitos fundamentales en el desarrollo de la ciencia moderna. Pero no debemos olvidar que Kepler intentó encuadrar las órbitas planetarias en un esquema basado en los cuerpos sólidos regulares y que Galileo nunca dejó de sostener el movimiento circular de los planetas. Ambos autores arribaron a conclusiones que estaban influidas profundamente por su creencia en la perfección de los cielos. En nuestros días llamaríamos científicos a los primeros ejemplos, mas no a los segundos. Pero imponer nuestra distinción al siglo XVII sería incurrir en un anacronismo.