El hospital de la transfiguración (Ed. 2024) - Stanislaw Lem - E-Book

El hospital de la transfiguración (Ed. 2024) E-Book

Stanislaw Lem

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Beschreibung

Lem, uno de los maestros indiscutibles de la narrativa europea del siglo XX, describe en esta obra todo lo que hay de monstruoso en el espíritu humano.

El hospital de la transfiguración fue la primera novela escrita por Stanisław Lem y, a la vez, la primera parte de la trilogía Tiempo no perdido , un ambicioso ciclo, inédito como tal durante sesenta años, que describe las vivencias del propio autor durante los duros episodios de la ocupación nazi en su ciudad natal de Leópolis. La novela narra la historia de Stefan Trzyniecki, alter ego de Lem, un joven doctor que, en los primeros meses de la invasión de Polonia, encuentra empleo en un hospital psiquiátrico enclavado en un bosque remoto. La locura del exterior se filtra poco a poco entre los muros del hospital, y así Trzyniecki se empeña en salvar a sus pacientes en ese lugar que parece «fuera del mundo», frente a un grupo de sádicos doctores que realizan atroces experimentos con los enfermos internados en el centro. Mientras, los nazis peinan los bosques en busca de partisanos y deciden convertir el sanatorio en un hospital de las SS.

CRÍTICA

«Cruda metáfora kafkiana, tan hermosa como terrible.» —Héctor J. Porto, La voz de Galicia

«En 1948, en plena canícula, Lem escribió Hospital de la transfiguración, una novela realista sobre un joven médico que observa las ambigüedades morales en un hospital psiquiátrico... El libro está lleno de buenas observaciones, como cuando el médico oye a un paciente gritar "como si estuviera practicando", y presenta el tipo de filosofar que distingue a la ciencia ficción de Lem.» —The New Yorker

«El hospital de la transfiguración comparte con el resto de las obras de Lem una especial clarividencia en el retrato de la naturaleza humana y una abierta crítica de los sistemas opresivos y enfermizos» —El Día de Córdoba

«El autor polaco se propuso interpretar la verdad más elevada no solo en el universo visible, sino también en el invisible. Y lo hizo para susurrar a la soberbia de las nuevas diosas, la Técnica y la Historia, que cualquier intuición de verdad superior —exista o no— habrá́ de cegarnos sin remedio. Implacable.» —Francisco Casavella, Babelia

«Sin dejarse llevar por las transformaciones estilísticas o de composición de trama, Lem arrojó una novela que no escoge el camino más fácil ni se resuelve por la vía directa. A lo largo del libro, abundan los símbolos y los gestos que explican al personaje antes de que éste se explique. Una novela agra- dable y de fácil lectura, capaz de marcar una posición ideológica sin jugar a los maniqueísmos.» —Lucas Martín, La opinión de Málaga

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NOTA DEL EDITOR

La capacidad de la imaginación humana es absolutamente insuficiente para entender qué significa que se arrastre a miles y millones de personas a las cámaras de gas y después se saquen sus cadáveres con ganchos y palos y se incineren en los crematorios.

Stanisław Lem, «El Holocausto y su obertura»,

en Tiempo de engrase, 1995.

Hasta hace no muchos años, nuestra concepción de la figura del escritor polaco Stanisław Lem, figura que el mismo autor había contribuido a crear a lo largo del tiempo, era la de un escritor que, tras una infancia acomodada en la ciudad polaca (hoy ucraniana) de Leópolis, en el seno de una familia burguesa de intelectuales e industriales, se ve sorprendido por el estallido de la Segunda Guerra Mundial en medio del frente oriental, y asiste al proceso histórico en el que su ciudad natal es invadida primero por los soviéticos y después por los alemanes. Mientras tanto, continúa lo más discretamente posible con sus estudios de Medicina, carrera que inició siguiendo los pasos de su padre, un prominente otorrino de la localidad. Durante la ocupación, Lem alternaría los estudios con su trabajo como mecánico y soldador para una empresa alemana dedicada al reciclaje de materias primas. Acabada la guerra fue repatriado a Cracovia y dio sus primeros pasos como escritor con El hospital de la transfiguración. Aunque su intención había sido escribir una obra independiente, la censura polaca lo instó a escribir dos novelas más, en principio para atenuar el tono anticomunista del primer libro, y, más allá, para darle a la historia un matiz algo más comprometido con los valores de la nueva República Polaca y su realismo socialista. Así, Lem se vio obligado a continuar la obra con dos entregas adicionales tituladas Entre los muertos y El regreso, conformando una trilogía que decidió titular Tiempo no perdido. Posteriormente, el autor pondría distancia con estas dos obras, y a partir de 1965 se negaría a que se reeditase ninguna de las secuelas.

Hasta aquí la leyenda. Una leyenda creada por el propio Stanisław Lem, quien evitaba siempre que podía hablar de su experiencia durante la guerra. Cuando uno de sus biógrafos, Tomasz Fiałkowski, quiso preguntarle al respecto, la mujer de Lem, Barbara, le rogó que no hablara de eso con su marido: «Staszek después no puede dormir», dijo.

La realidad que Lem ocultaba era mucho más cruda que la almibarada experiencia narrada por él mismo en vida. Lem nunca quiso hablar de sus raíces judías, por eso sus recuerdos de ese período están llenos de lagunas y evasivas. Su biógrafo Wojciech Orliński solo podía suponer que se trataba de «un mecanismo psicológico de defensa para neutralizar los recuerdos de la ocupación alemana. Algo que no quería tener presente, no porque lo hubiera olvidado, sino por todo lo contrario: a lo mejor lo recordaba demasiado bien». Fallecida su mujer, el biógrafo Orliński emprendería la monumental tarea de reunir los papeles personales de Lem, entrevistar a sus amigos y familiares, y reconstruir la vida de uno de los escritores clave de la narrativa polaca del siglo XX. Producto de estas investigaciones fue un libro en el que por primera vez se contaba sin tapujos la vida de Lem. Este volumen, titulado Lem. Una vida que no es de este mundo (2017; Impedimenta, 2021) describe una historia muy diferente a la que Lem, un consumado especialista en cubrir sus propias huellas biográficas, contó a lo largo de su vida.

La familia Lem, en realidad, era judía de un modo muy notorio (en la escuela secundaria, en su época, la Religión era materia obligatoria y Lem estudió la ley mosaica), así que cuando estalló la guerra, no sin razón, la familia anticipó con espanto lo que se avecinaba. Sus costumbres y ascendencia, en los años de ocupación de Polonia por rusos y alemanes, eran suficientes como para considerarlos judíos, tanto desde el punto de vista de las leyes de Núremberg como desde el de las políticas de filiación de la URSS. De este modo, tras la promulgación, en 1941, de la ley por la que se obligaba a lucir la estrella de David a los judíos hasta la tercera generación, el propio Lem se vio forzado a llevar dicho distintivo durante parte de la guerra. De su extensa familia, de la que Lem da cuenta en su autobiografía de infancia El castillo alto, solo sus padres y el propio escritor lograron sobrevivir a los pogromos, traslados a los campos y matanzas perpetradas durante la contienda.

¿Cómo lo consiguieron? Samuel y Sabina Lem, padres del futuro escritor, fueron internados en el gueto que crearon los alemanes en Leópolis a efectos de agrupar a todos los judíos de la ciudad. El destino de casi todos sus habitantes fue la muerte. Si bien los padres de Lem fueron a parar al gueto en un principio, su hijo, Stanisław, logró sacarlos de allí con la ayuda de algunos de sus excompañeros de escuela, que formaban parte del Ejército Nacional, la resistencia clandestina. En marzo de 1942 comenzaron a salir los primeros transportes hacia el campo de exterminio de Bełżec, pero los padres de Lem lograron huir antes. En cualquier caso, debieron permanecer ocultos durante el resto de la guerra.

En cuanto a Lem, logró durante los primeros meses de la ocupación ocultarse de los invasores cambiando de piso. Al menos fue así hasta la retirada de las tropas soviéticas y la entrada de los alemanes merced al pacto Mólotov-Ribbentrop, que hacía aliadas a ambas potencias durante el inicio de la contienda. Más tarde, con ayuda de su familia, consiguió contactar con un oscuro empresario, Viktor Kremin (retratado en la segunda parte de la trilogía, Entre los muertos, como Siegfried Kremin), una especie de Schindler polaco de dudosa moral, quien, bajo la dirección de las SS, se hacía cargo de los bienes judíos en los territorios ocupados por el Tercer Reich. Kremin dirigía una empresa llamada Rohstofferfassung, que empleaba mano de obra judía y, a cambio de que los trabajadores colaboraran en sus turbios negocios, les garantizaba «papeles fuertes», es decir, la documentación necesaria para librarse de la persecución y las deportaciones. Como escribe Lem en Entre los muertos:

En la empresa casi solo trabajaban judíos. La inmensa mayoría eran indigentes, que recogían desechos en los basureros; los menos eran la flor y nata de la comunidad judía local, había antiguos comerciantes, dueños de fábricas, abogados y asesores. Según sus fichas laborales eran traperos y cobraban sueldos de miseria; en realidad, le pagaban a Kremin para que los protegiera, y las cantidades eran tan generosas que constituían la principal fuente de ingresos que se embolsaba el director.

Estos últimos trabajaban en la oficina. Escribían cartas, confeccionaban balances y listados, y al mismo tiempo se dedicaban a la elaboración de documentos de identidad varios y a la compraventa de divisas y oro.

Acabada la guerra, Kremin fue arrestado en Łodź, pero logró que se le declarara inocente gracias a los testimonios de los judíos a los que había salvado la vida.

Fue a través de Kremin y su empresa como también Lem obtuvo esos «papeles fuertes» que lo protegieron durante su estancia en Rohstofferfassung entre los años 1941 y 1942. A principios de 1943 se vio forzado a abandonar su trabajo porque los alemanes resolvieron liquidar los restos del gueto de Leópolis, de modo que para los judíos de la ciudad ya no habría ningún «papel fuerte» que pudiera salvarlos: todos debían morir. Fue en ese momento cuando Lem adoptó una identidad falsa que le identificaba como un armenio llamado Jan Donabidowicz. Por entonces, los alemanes habían asesinado ya a más de cien mil personas, el noventa por ciento de la población judía de Leópolis. Bajo su nueva identidad, Lem logró sobrevivir hasta el fin de la guerra. Oculto en un apartamento, con el pelo teñido, se permitía combatir el mortal aburrimiento haciendo esporádicas salidas a la biblioteca para leer libros de ciencia ficción y mecánica, así como novelas americanas. Fue probablemente entonces cuando escribió, en las largas horas de hastío, su novela El hombre de Marte, ambientada en una Nueva York que era solo producto de su imaginación, con una Quinta Avenida de dos direcciones por la que circulaban trolebuses.

Tras los acuerdos posbélicos firmados entre las grandes potencias en el año 1946, Leópolis pasó a formar parte de Ucrania, y Lem se trasladó a Cracovia en calidad de «repatriado». Allí comenzó a desarrollar una titubeante carrera literaria tras retomar sus estudios en la Universidad Jagellónica. Fue entonces cuando concibió (en un arrebato de inspiración, el llamado furor scribendi) El hospital de la transfiguración, una obra singular tanto por su temática —alejada de la ciencia-ficción que con tanta asiduidad cultivaría Lem en años posteriores— como por la serie de vicisitudes que la obra hubo de superar una vez concluida hasta ver la luz definitivamente.

Su protagonista, Stefan Trzyniecki, es en cierto modo un alter ego del autor. Ambos tienen la edad de Lem en el momento de escribir la novela, aunque la historia está ambientada entre 1939 y 1940, cuando Stefan, recién terminados sus estudios de Medicina, comienza a trabajar en un hospital psiquiátrico. Allí asiste a la puesta en marcha del programa «Aktion T4», por el que los nazis emprendieron el exterminio de los enfermos mentales como preludio de la solución final. De hecho, fue en los hospitales donde los alemanes empezaron a probar las cámaras de gas fijas que luego instalarían en campos como Bełżec o Auschwitz.

Inmerso en esta atmósfera de caos y angustia, el sanatorio de la novela resiste y supera sus particulares dramas internos, protagonizados tanto por los pacientes como por los mismos doctores. La novela aprovecha las experiencias del propio Lem, pero trasciende la anécdota personal: valiéndose del momento en que las tropas alemanas deciden irrumpir en la vida relativamente tranquila e inofensiva del hospital, Lem nos ofrece un estudio de cómo van perfilándose las reacciones humanas cuando el individuo ha de enfrentarse a aquello que le provoca auténtico pánico. Una manera, quizás, de exorcizar sus recuerdos de la guerra.

La novela llegó en 1949 a la editorial Gebethner i Wolff. Justo entonces se habían promulgado unas directivas según las cuales todas las obras publicadas en la República Popular de Polonia debían adscribirse al realismo socialista. «El texto mecanografiado», indica Wojciech Orlinski en su biografía, «fue a parar a Varsovia, a la editorial Książka i Wiedza, que se hizo cargo del fondo editorial de Gebethner i Wolff. Y allí comenzaron los problemas. «“Cada par de semanas, en el tren nocturno, en los asientos más baratos, iba a Varsovia convocado a unas reuniones interminables”, recordaba Lem […]. Le decían que la novela era un riesgo ideológico y que, por lo tanto, necesitaba un contrapeso. Fue así como lo obligaron a producir dos volúmenes más: Entre los muertos (escrita en 1949) y El regreso (1950).»

Lem renegó de ambas novelas precisamente porque describían de un modo demasiado fiel y crudo sus experiencias durante la ocupación de Leópolis. Lo habían obligado a escribirlas y Lem las tachó de indeseables. Incluso describen, como ocurre en Entre los muertos, la experiencia en primera persona, con pelos y señales, de quienes viajaron a Bełżec en los vagones de la muerte para ser ejecutados en las cámaras de gas y luego quemados (entre marzo y diciembre de 1942 fueron asesinados en Bełżec unos 434 500 judíos).

En el mismo año 1949, Lem no se presentó a los últimos exámenes de Medicina. No quería ejercer de médico, pues le habían asegurado que toda su promoción acabaría sirviendo en el ejército. En realidad fue una excusa. Ya en ese momento quería ser escritor. En aquella época, en su país, se prohibía por ley ejercer dos profesiones a la vez. O médico o escritor. Lem optó, afortunadamente, por la literatura.

Esta novela llegó a las librerías por primera vez en 1956, ocho años después de su redacción, de la mano de la editorial Wydawnictwo Literackie, de Cracovia. La misma editorial la reeditaría en 1957, en 1965 y en 1982. En 1975 la publicó la editorial Czytelnik, de Varsovia, y en el año 1995 se encargaría de hacerlo Interart, de la misma ciudad.

En lengua inglesa sería en los EE. UU. donde se publicaría por primera vez, en el año 1988, en el sello Harcourt Brace Jovanovich, de Nueva York. La misma editorial la reimprimiría en 1991. En 1989, de manera casi simultánea a la primera edición estadounidense, la casa André Deutsch de Londres la incluiría en su catálogo.

En España, sin embargo, quizá injustamente eclipsada por la enorme popularidad de las magistrales obras de ciencia ficción del autor, no se publicó hasta 2008, en Impedimenta, con traducción de Joanna Bardzińska.

Ofrecemos ahora pues, al tanto de que se trata de la primera entrega de la trilogía Tiempo no perdido, una vez identificado su carácter de obra inicial, esta novela debut de Stanisław Lem. El hospital de la transfiguración se verá seguida en breve de los otros dos volúmenes, Entre los muertos y El regreso. Una trilogía en la que el autor no habla solo de sus personajes, sino del mundo cruel que le tocó vivir, y que Lem absorbió en toda su miseria y en toda su grandeza, para después ofrecérnoslo en esta obra que quita la respiración tanto por su crudeza como por su capacidad de retratar una época.

ENRIQUE REDEL

EL HOSPITAL

DE LA TRANSFIGURACIÓN

A mi padre

EL FUNERAL

El tren paró en Nieczawy solo un momento. Disimuladamente, Stefan se abrió paso a empujones entre la multitud hasta alcanzar las puertas, saltó justo cuando resopló la locomotora y al instante oyó el estrépito de las ruedas a sus espaldas. Durante una hora había estado tan preocupado por bajarse allí, que se había olvidado del objetivo mismo de su viaje. Y, por fin, respirando un aire tan puro que después de la mala ventilación que había en el tren le resultaba cortante, caminaba con paso inseguro, con los ojos entrecerrados por el sol, liberado e indefenso al mismo tiempo, como si acabara de despertar de un sueño profundo.

Aquel día de finales de febrero el cielo estaba veteado de brillantes nubes de suaves contornos. La nieve, en parte derretida por el deshielo, se había acumulado en las hondonadas y en los barrancos, dejando al descubierto matorrales de broza y arbustos, ennegreciendo el camino de barro y obstruyendo las arcillosas laderas. En la blancura hasta ahora uniforme del paisaje irrumpía el caos, presagio de cambios.

Absorto, Stefan dio un paso en falso y el agua se le coló en el zapato. Se estremeció de asco. El jadeo de la locomotora se fue desvaneciendo detrás de las colinas de Bierzyniec; Stefan pudo oír un sonido escurridizo, semejante al chirrido de los grillos, que parecía llegar de todas partes: el ruido constante de la nieve derretida. Con su gabán de lana, su sombrero de fieltro y sus zapatos bajos, típicos de la ciudad, Stefan era consciente de que ofrecía una imagen absolutamente fuera de lugar ante aquellas ondulantes colinas. Por el camino que subía hacia el pueblo bailaban riachuelos deslumbrantes. Saltando de una piedra a otra, Stefan finalmente llegó al cruce y miró el reloj. Era casi la una. Aunque no habían precisado la hora en que se celebraría el funeral, convenía darse prisa. El ataúd, ya cargado con el cadáver, había salido de Kielce el día anterior, así que estaría ya en la casa del tío Ksawery, aunque igualmente podría encontrarse en la iglesia, puesto que el telegrama mencionaba algo, que no quedaba del todo claro, referente a una misa. ¿O se refería a las exequias? No lograba recordarlo, y el estar meditando sobre tales cuestiones litúrgicas le molestó. La casa de su tío estaba a unos diez minutos andando, tan lejos como el cementerio, pero si el cortejo fúnebre daba un rodeo para entrar en la iglesia… Stefan se dirigió hacia la curva de la carretera, se detuvo, retrocedió unos pasos y volvió a detenerse. Entre los campos vio a un anciano campesino caminando por el sendero cargando al hombro con la cruz que suele encabezar los cortejos fúnebres. Stefan quiso llamarle, pero no se atrevió. Apretando los dientes, se encaminó al cementerio. El campesino alcanzó el muro del camposanto y desapareció. No parecía que se dirigiera hacia el pueblo, de ahí que Stefan, desesperado, se recogiera los faldones del abrigo y, levantándolos como hacen las mujeres, echara a correr, saltando para evitar los charcos. El camino que llevaba al cementerio rodeaba una pequeña colina cubierta de avellanos. Sin achantarse por la nieve que entorpecía sus pasos y apartando las ramas que le golpeaban la cara, corrió hasta la cima. Los matorrales terminaban de manera abrupta. Stefan bajó al camino que había frente al cementerio. No se oía ni se veía a nadie, y no había ni el menor rastro del campesino. Toda la prisa de Stefan se esfumó de inmediato. Examinó con resignación sus pantalones manchados de barro hasta los tobillos y, con dificultades para respirar, se asomó por encima de la puerta. No había nadie en el cementerio. Cuando la empujó, la puerta lanzó un espantoso chillido que fue apagándose, transformado en un quejido de dolor. Sucias, las capas de nieve cubrían las tumbas y, en oleadas, formaban pequeños montículos al pie de las cruces de madera que, dispuestas en filas, llegaban hasta una mata de saúco. Más allá se encontraban las lápidas pertenecientes a los príncipes de Nieczawy, y, al final, aislado y enorme, el sepulcro de la familia Trzyniecki, coronado por una enorme losa de granito negro sobre el que aparecían, grabadas en letras doradas, unas cuantas fechas y nombres junto a tres abedules. En la franja vacía que separaba el mausoleo del resto del cementerio, en aquella tierra de nadie, se abría la fosa recién cavada, una mancha de barro en la blancura. Stefan se paró en seco, sorprendido. Al parecer, el mausoleo estaba completo y había faltado tiempo o medios para ampliarlo, de manera que el viejo Trzyniecki sería enterrado como cualquier otro vecino. Stefan intentó imaginarse cómo se debió de haber sentido su tío Anzelm al ordenar el traslado del cadáver, pero no había alternativa: desde que Nieczawy perteneciera a los Trzyniecki, ese era el lugar donde enterraban a todos sus muertos y, aunque solo quedara en pie la casa del tío Ksawery, se seguía manteniendo la costumbre. Así, cuando algún pariente fallecía, de toda Polonia acudían representantes de cada una de las ramas de la familia para asistir al funeral.

Los carámbanos cristalinos que colgaban de los brazos de las cruces y de las ramas del saúco goteaban silenciosamente horadando la nieve. Stefan se paró un rato ante la tumba vacía. Debería ir a la casa, pero esa idea le resultaba tan poco atractiva que en lugar de ello se dedicó a pasear por entre las cruces del cementerio campesino. Los nombres, grabados sobre las tablas con un alambre candente, se habían convertido en manchas negras; muchos habían desaparecido del todo, y la superficie de la madera lucía totalmente lisa. Abriéndose paso entre la nieve que le helaba los pies, Stefan caminó por el cementerio hasta detenerse repentinamente junto a una tumba señalada por una cruz enorme de abedul con una placa de hojalata sujeta con clavos. La inscripción, escrita con trazos caprichosos, decía:

Hermano que pasas aquí al lado, dile a Polonia

que aquí yacen sus hijos

que le fueron fieles hasta la muerte.

Y debajo aparecía una lista de nombres con sus respectivos grados. Al final, un soldado desconocido. También una fecha: septiembre de 1939.

Solo habían transcurrido seis meses y medio desde entonces, pero la inscripción no habría podido resistir a la intemperie de no haber sido retocada varias veces por una mano cuidadosa. Las ramas de abeto que cubrían la tumba —sorprendentemente pequeña, pues era difícil de creer que pudieran yacer en ella todos sus ocupantes— habían sido también objeto del mismo cuidado. Stefan, emocionado e inquieto, se entretuvo un rato contemplando la tumba, pero no sabía si debía quitarse el sombrero así que, incapaz de decidirse, reanudó su paseo. Sintió cómo penetraba en su cuerpo el frío de la nieve, se sacudió los zapatos y volvió a mirar el reloj. Era la una y veinte. Tenía que darse prisa si quería llegar a tiempo a la casa, pero pensó que, si se quedaba esperando el cortejo en el cementerio, podría simplificar bastante su participación formal en las exequias, así que dio la vuelta y volvió a la fosa que acogería el cuerpo del tío Leszek.

Al examinar la fosa, cayó en la cuenta de lo profunda que era. Sabía lo suficiente de la misteriosa técnica de los sepultureros como para comprender que habían cavado a tanta profundidad a fin de que en el futuro cupiera un ataúd más, el de tía Aniela, la viuda del tío Leszek. Ese descubrimiento le dolió como si involuntariamente hubiera sido testigo de algo indecente; se forzó a alejarse y su mirada reparó en las filas torcidas de cruces. La soledad lo había sensibilizado de tal manera que la certeza de que las diferencias de clase social se mantenían invariables entre los muertos se le reveló como algo absurdo y penoso. Respiró profundamente. A su alrededor reinaba un silencio absoluto. Del pueblo cercano no llegaba ni el menor ruido, e incluso el graznido de los cuervos, que le había acompañado durante todo el camino, había cesado. Las cruces proyectaban sus sombras con escorzo en la nieve y el frío le entraba por los pies y le atravesaba todo el cuerpo hasta atenazarle el pecho. Stefan, encogido, se metió las manos en los bolsillos. En uno de ellos encontró un paquetito con pan. Su madre debía de habérselo metido en el bolsillo antes de que se marchara. De repente sintió hambre, sacó el pan del bolsillo y le quitó el fino envoltorio de papel. Entre las rebanadas asomaba un poco de jamón. Se llevó el pan a la boca, pero no pudo siquiera imaginarse a sí mismo comiendo sobre aquella tumba abierta. Intentó convencerse de que solo era un prejuicio. Al fin y al cabo, se trataba de un simple agujero cavado en la tierra, pero con todo decidió marcharse. Caminó por la nieve hacia la puerta del cementerio con el pedazo de pan en la mano. Cuando pasó por delante de las cruces anónimas, intentó en vano buscar en sus torpes formas algún rasgo definitorio que le diera alguna pista sobre sus dueños póstumos. Stefan pensó que la preocupación de los hombres por la durabilidad de las tumbas derivaba de una creencia que se remontaba a tiempos inmemoriales, según la cual —sin reparar en los preceptos religiosos, a pesar del hecho cierto de la putrefacción y contrariando a la razón— los muertos, en el fondo de la tierra, mantenían algún tipo de existencia, tal vez molesta o incluso espantosa, pero al fin y al cabo una existencia, que duraría hasta que desaparecieran de la superficie los símbolos que los distinguían.

Al alcanzar la puerta, y tras volverse por última vez a contemplar desde lejos las filas de cruces hundidas en la nieve y la mancha amarillenta de la fosa recién cavada, salió al camino embarrado. Cuando reflexionó sobre sus últimos pensamientos, sobre lo absurdo de las exequias mortuorias y sobre su propio papel en la ceremonia, se sintió desconcertado. Durante un instante incluso reprochó a sus padres que le hubieran empujado a emprender ese viaje, más extraño aún si cabe porque había acudido, no en su propio nombre, sino representando a su padre enfermo.

Stefan engulló su bocadillo de jamón, humedeciendo cada bocado con saliva y tragando con cierta dificultad, ya que tenía la garganta reseca. Su cabeza no dejaba de dar vueltas. Sí, pensaba; la gente cree en esa especie de «existencia de los muertos» sin tener en cuenta la realidad. Si el cuidado de las tumbas constituyera una simple señal de amor y de pesar por lo perdido, entonces se contentarían con cuidar solamente la parte visible de los nichos. Si el único motivo de celebrar un funeral fuera dar rienda suelta a esos sentimientos, cómo se explicaría entonces esa preocupación por el aspecto de los cadáveres, por vestirlos con sus mejores galas, por colocarles mullidas almohadas debajo de la cabeza y por encerrarlos en ataúdes sumamente resistentes a las fuerzas de la naturaleza. No, semejante comportamiento revela una especie de fe sombría e incomprensible que supera la muerte: la creencia de que en los estrechos límites del ataúd se vive esa existencia horrible que tanto espanta a los vivos y que, al parecer, según un razonamiento instintivo, tiene que ser preferible a la aniquilación total y a la comunión con la tierra.

Sin cuestionarse del todo él mismo esa creencia, se encaminó hacia el pueblo, guiado por la torre de la iglesia que brillaba bajo el sol. De repente, vislumbró un cierto ajetreo en la curva de la carretera y, sin saber muy bien por qué, se apresuró a meterse el trozo de pan en el bolsillo.

Allí donde la carretera rodeaba la colina, siguiendo el contorno de la pendiente arcillosa, divisó la mancha negra del cortejo. La gente estaba tan lejos que era imposible distinguir sus rostros. Tan solo pudo vislumbrar la cruz que encabezaba la procesión y, detrás, las pequeñas manchas blancas de las sobrepellices de los curas, el techo del improvisado coche fúnebre y, al fondo, muchas figuras pequeñitas que se movían tan lentamente que parecían no avanzar con su balanceo sin duda majestuoso, pero que resultaba casi grotesco por efecto de la distancia. Si era difícil tomarse en serio aquel funeral en miniatura y aguardar su paso con la debida gravedad, tampoco era fácil salir a su encuentro. Parecía un azaroso desfile de muñecas dando saltitos al pie del arcilloso despeñadero, impulsado por el viento que portaba jirones de su incomprensible lamento. Stefan quería alcanzar al grupo cuanto antes, pero no se atrevía a moverse. En lugar de ello, se quitó el sombrero y esperó de pie, inmóvil, dejando que el viento lo despeinara. Un simple espectador, ajeno a la representación, no habría sabido decir si Stefan era un acompañante del cortejo que llegaba con retraso o un simple transeúnte. A medida que se acercaban, las figuras de los caminantes iban agrandándose, sin apenas transición. Al final, pudo distinguir al viejo campesino que portaba la cruz y a los dos sacerdotes que encabezaban la procesión; muy cerca de ellos venía el camión del aserradero y, cerrando la marcha, todos los miembros de su dispersa familia. El lamento disonante de las mujeres del pueblo se repetía monótono, una y otra vez. Cuando el cortejo se hallaba apenas a unos pasos de Stefan, empezaron a sonar las campanas: en un primer momento, sonidos incoherentes; después, toques enérgicos, redondos, que se extendían majestuosamente por todo el campo. Al oír las primeras campanadas, Stefan pensó que debía de ser Wicek, el pequeño de los Szymczak, quien había comenzado a tirar de la cuerda hasta que el pelirrojo Tomek, el único autorizado a tocar la campana, lo había espantado; pero al instante cayó en la cuenta de que el «pequeño» Wicek sería ya un hombre de su misma edad, y de que no se sabía nada de Tomek desde que emigrara. Por lo visto, el derecho a tocar la campana seguía siendo objeto de lucha entre las jóvenes generaciones de Nieczawy.

La vida trae consigo situaciones que ningún manual de buenos modales contempla; situaciones tan difíciles y delicadas que solo pueden ser superadas con mucho tacto y seguridad en uno mismo. Stefan, que carecía de tales virtudes, no tenía ni idea de cómo unirse al cortejo fúnebre. Allí parado, sin decidirse, se dio cuenta de que ya lo habían reconocido, lo que solo sirvió para agravar su confusión. Afortunadamente, el cortejo se detuvo justo delante de la iglesia. Uno de los curas se acercó al camión y preguntó algo al conductor, quien asintió con la cabeza; acto seguido unos hombres que él no conocía subieron al coche y empezaron a bajar el ataúd. Aprovechando el alboroto, Stefan logró colarse en el grupo que se encontraba junto al vehículo. Acababa de divisar la rechoncha silueta del tío Ksawery, con su cabeza entrecana hundida entre los hombros, sujetando a la tía Aniela, toda vestida de negro, cuando oyó un amortiguado grito de ayuda: hacían falta más hombres para cargar con el féretro hasta la iglesia. Stefan se apresuró a echar una mano, pero, como siempre que debía actuar en público —por poco importante que fuese lo que tuviera que hacer—, le faltó decisión y su deseo de ayudar se redujo a dar un traspiés hacia el camión. Por fin el ataúd se elevó por encima de las cabezas de todos los presentes sin que él tuviera que mover un dedo. A Stefan le correspondió, en cambio, sostener el abrigo de piel que su tío Anzelm, el hermano mayor de su padre, le entregó en el último momento.

Stefan, abrigo en mano, fue uno de los últimos en entrar en la iglesia. Sin embargo, estaba profundamente convencido de que, cargando con esa enorme piel de oso, en cierto modo también él participaba en la ceremonia. La campana remató su canto monótono con un toque tartajoso. Los dos curas desaparecieron en la sacristía, para volver a reaparecer instantes después. Mientras, la familia fue tomando asiento en los bancos, al tiempo que desde el altar llegaban las primeras palabras de las exequias en latín.

Stefan podría haberse sentado si hubiera querido, pues sobraba sitio en los bancos y, además, el abrigo de su tío no era nada ligero. Sin embargo, se quedó de pie al fondo de la nave, quizá precisamente por expiar de algún modo la timidez que había mostrado un rato antes. El ataúd se encontraba ya frente al altar. El tío Anzelm encendió las velas situadas en torno al féretro, y se encaminó directamente hacia Stefan. Este, al ver que su tío se aproximaba, sintió una cierta turbación, si bien contaba con el amparo de la oscuridad que ofrecía el pilar a cuyo pie se había colocado. Su tío le apretó el hombro y le susurró, acompañando la melodiosa voz del cura:

—¿Está enfermo tu padre?

—Sí, tío. Ayer sufrió un ataque…

—Las piedras, ¿verdad? —dijo el tío con un murmullo estridente. El hombre quiso cogerle el abrigo, pero su sobrino no le dejó.

—Por favor, no… De verdad… Yo, yo…

—¡Pero qué burro eres! Dame ya el abrigo. ¿No ves que esto parece una nevera? —le reprendió su tío en un tono bondadoso pero perfectamente audible. Y tras coger el abrigo se lo echó sobre los hombros y se encaminó al banco donde estaba sentada la viuda. Stefan, avergonzado, comprobó que le habían empezado a arder las mejillas.

Este incidente, aparentemente insignificante, logró arruinarle toda la ceremonia. Lo único que logró aliviarlo, en cierto modo, fue contemplar a su tío Ksawery, que estaba sentado en el extremo más alejado de la última fila. Pensó, con cierto consuelo, en lo incómodo que debía sentirse su tío, un ateo tan militante que incluso intentaba convertir a cada nuevo párroco que llegaba a la ciudad. Solterón, impulsivo y colérico, Ksawery era un hombre franco que acostumbraba a hablar sin reservas; suscriptor entusiasta de la Biblioteca de Clásicos Franceses de Boy,[1] partidario de las políticas de control de la natalidad y, para remate, el único médico en doce kilómetros a la redonda. Hacía ya mucho tiempo, los parientes de Kielce habían intentado echarlo de la casa familiar litigando contra él durante años en tribunales provinciales y regionales, pero Ksawery ganó todos los juicios y encima les insultó —como solía decir— con tanta astucia que no tuvieron otra opción que dejarle en paz. En aquel momento permanecía sentado, las dos enormes manos inmóviles sobre el pupitre, a un banco de distancia de los parientes derrotados.

Hasta ellos llegó entonces el profundo sonido del órgano rasgando el aire. Stefan experimentó el mismo estremecimiento que recordaba haber sentido de niño, aquella humilde santidad que le quemaba el alma. Sentía un profundo respeto por la música de órgano. Las exequias seguían un orden riguroso. Uno de los curas encendió un pequeño incensario y rodeó el ataúd, envolviéndolo en una nube de humo aromático pero acre. Stefan buscó con los ojos a la viuda. Sentada en el segundo banco, encogida y paciente, la mujer mostraba una extraña indiferencia hacia el cura que, floreando sus palabras con latinajos cada dos por tres, cantaba su apellido, el apellido del fallecido, repitiéndolo en una cantinela exultante e insistente que no se dirigía a los oídos de ningún ser vivo, sino a la Divina Providencia misma, suplicando, pidiendo y casi exigiendo generosidad para el fallecido.

El órgano calló. Había que levantar el ataúd del catafalco situado delante del altar y subirlo otra vez a hombros, pero Stefan ni siquiera intentó acercarse. Todos se levantaron, entre toses, y se prepararon para reemprender el camino. El ataúd, balanceándose con delicadeza, avanzó lentamente por la sombría nave. Cuando el cortejo hubo alcanzado ya las escaleras de la iglesia, se produjeron algunos empujones. La caja, larga y pesada, se inclinó peligrosamente hacia adelante, pero un bosque de manos alzadas logró devolverle el equilibrio. Y así, con una enérgica sacudida, el ataúd salió al sol de la tarde como animado por el último tañido de la campana.

Justo entonces a Stefan se le ocurrió una idea macabra: que, sin duda, la persona que estaba dentro del ataúd tenía que ser el tío Leszek, porque a él siempre le había encantado gastar esa clase de bromas, y más en circunstancias tan solemnes. Sin embargo, logró reprimir aquella ocurrencia suya o, mejor dicho, la ajustó a la lógica, diciéndose que en el interior del ataúd no estaba su tío, sino algo que había quedado de él, sus restos, tan embarazosos y molestos que para eliminarlos del mundo de los vivos había que inventarse y representar ceremonias tan enrevesadas y absurdas como aquella.

Mientras tanto, Stefan se había reunido ya con los demás, y se dirigía tras el féretro hacia la puerta del cementerio, abierta de par en par. Unas veinte personas componían el cortejo. De no haber caminado tras un ataúd, habrían causado una impresión extraña: no iban vestidas de modo apropiado para emprender un largo viaje —la mayoría de los asistentes habían venido desde lejos—, ni para hacer una visita formal, por más que el negro fuera el color predominante. Además, la mayoría de los hombres calzaba botas de caña alta y algunas mujeres un calzado similar, con tacón, cordones y ribeteado de piel. Alguien a quien Stefan no reconoció a primera vista, pues le daba la espalda, lucía un ajustado abrigo militar, pero ninguna insignia. Parecía como si se las hubieran arrancado. Aquel abrigo, de hecho, era el único recuerdo que quedaba de la campaña de septiembre. Aunque no, no era exactamente así: también estaba la ausencia de quienes, en otras circunstancias, no habrían faltado al funeral, como el tío Antoni y primo Piotr, ambos prisioneros de los alemanes.

Las mujeres del pueblo caminaban tras el ataúd repitiendo su monótona letanía: «Dale, Señor, el descanso eterno. Brille para él la luz perpetua». Stefan se sentía molesto por la escena, pero logró abstraerse. El cortejo se estiró para reagruparse de nuevo a la puerta del cementerio y abrirse paso entre las tumbas formando una hilera negra tras el ataúd alzado. Al borde de la fosa abierta volvieron a oírse las plegarias. Stefan, ya un poco harto de tanto rezo, pensó que, incluso si fuera creyente, consideraría esos monótonos ruegos una impertinencia hacia el Ser a quien iban dirigidos.

Antes de que esa última observación cuajara del todo en su mente, alguien le tiró de la manga. Se dio la vuelta y vio a su tío Anzelm, con su cara ancha y aguileña enmarcada en una esclavina de piel.

—¿Has comido algo hoy? —dijo, con un volumen de voz que Stefan juzgó excesivo. Y, sin esperar respuesta, añadió rápidamente—: No te preocupes, ¡hemos preparado bigos![2] —Le propinó entonces una palmada en la espalda a su sobrino y, deslizándose entre los que estaban aún congregados alrededor de la fosa vacía, comenzó a tocarlos con el dedo, sin dejarse ni uno solo, mientras movía los labios. A Stefan este comportamiento le extrañó sobremanera, hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo su tío: estaba contando a los presentes. Una vez terminó, el tío Anzelm le susurró algo a uno de los chicos del pueblo, y este se fue retirando poco a poco, con una especie de ceremoniosidad palurda. Pero, tras alcanzar la puerta, el muchacho perdió su compostura y echó a correr en dirección a la casa de Ksawery.

Una vez terminada su labor como anfitrión, el tío Anzelm se paró junto a Stefan —quién sabe si a propósito o, simplemente, por casualidad— y se permitió llamar su atención sobre lo pintoresco del grupo. Cuatro vigorosos hombres cargaron con el peso del ataúd sujetándolo con cuerdas y comenzaron a bajarlo hacia el fondo de la fosa abierta. Cuando la caja tocó tierra, vieron que había quedado torcida, así que uno de los hombres apoyó sus manos amoratadas en el borde del hoyo, descendió hasta el fondo y, con el zapato embarrado, empujó el ataúd hasta que lo encajó perfectamente en el hueco. La brusquedad con la que trató a ese objeto, que hasta el momento había sido manipulado con tan exquisita consideración, dolió a Stefan. En ello encontró la confirmación de su tesis: los vivos, por más que intentaran suavizar tan difícil tránsito, todavía se comportaban de manera coherente y armoniosa hacia los muertos.

Los sepultureros trabajaron con ahínco, casi obstinadamente. Cuando terminaron de cerrar la tumba, tras cubrirla con un montón de tierra, se hizo evidente que aquel era un funeral celebrado en tiempos de guerra. En circunstancias normales, habría sido impensable que los dolientes abandonaran el cementerio sin haber cubierto de flores la tumba de uno de sus familiares. Pero ese invierno, el primer invierno tras la invasión, la gente parecía tener la cabeza en otro sitio. Además, como durante los combates no había quedado un cristal entero en el invernadero de los Przytułowicz, tuvieron que contentarse con cubrir la sepultura con unas pocas ramas de abeto. Al terminar la última oración, todos se santiguaron, dieron la espalda a aquel montón de tierra verdosa y se encaminaron hacia el pueblo por los senderos cubiertos de nieve y barro, y salpicados de charcos.

En cuanto a los curas, estaban tan ateridos de frío como todos. Así que cuando se quitaron sus sobrepellices blancas, la situación pareció normalizarse. Cambios semejantes, si bien no tan llamativos, pudieron observarse en el resto de dolientes. La gente fue desprendiéndose poco a poco de aquella seriedad ceremoniosa que los había embargado hasta un momento antes, de aquella lentitud en sus gestos y en sus miradas. Un espectador no muy avisado habría pensado que estaba ante un grupo de personas que se habían visto obligadas a andar de puntillas hasta que de repente se habían cansado de hacerlo.

En el camino de vuelta, Stefan hizo complicadas maniobras para no acercarse a su tía Aniela, la viuda. No es que se llevara mal con ella o no la compadeciera. Al contrario. Se sentía muy apenado por lo que había pasado, y más sabiendo cuánto se habían querido sus tíos. Pero, pese a sus esfuerzos, fue incapaz de pronunciar ni una sola frase de pésame. Mientras tanto, el pánico se había apoderado de los asistentes: el tío Ksawery se había acercado a la tía Melania Skoczyńska y la había cogido del brazo. Stefan se quedó atónito ante la escena: de todos era sabido que su tío no aguantaba a aquella vieja solterona. La solía llamar «la ampolla de veneno viejo» y decía que allí donde hubiera pisado ella se debía desinfectar el suelo. Durante toda su vida, la tía Melania se había dedicado a sembrar cizaña entre los miembros de la familia y, si bien ella siempre había logrado mantener una actitud amable, lo cierto es que era habitual verla de casa en casa esparciendo comentarios venenosos y rumores que habían conseguido promover la discordia entre las generaciones. Ciertamente, la tía Melania había hecho mucho daño a la familia; además, los Trzyniecki eran todos muy impetuosos y testarudos.

Al ver a Stefan, Ksawery le gritó desde lejos:

—¡Bienvenido, hermano en Esculapio! ¿Te has licenciado ya?

Stefan, naturalmente, tuvo que detenerse para esperarlo. A modo de saludo, rozó con la nariz la mano helada de su tía solterona y los tres juntos reemprendieron el camino hacia la casa. El edificio emergió de entre los árboles, amarillo como una yema, una auténtica casa solariega, con columnas clásicas y una terraza enorme que daba al huerto. Se detuvieron delante de la entrada para esperar a los demás. De manera inesperada, el tío Ksawery desplegó sus dotes de anfitrión, y fue invitando calurosamente a todos a entrar como si temiera que sus familiares se desperdigaran por aquellas cenagosas y nevadas comarcas.

Ya en la puerta, Stefan se vio sometido al breve pero intenso martirio de los saludos dejados en suspenso durante el funeral. Al serle ofrecidas tantas manos y mejillas, tuvo que cuidarse muy mucho de no besar a ningún hombre, pero se equivocó alguna que otra vez. Y de ese modo, transportado por el roce de los abrigos recién quitados y el rumor de los pasos de los visitantes resonando por toda la casa, Stefan se encontró en el salón, sin saber muy bien cómo había llegado hasta allí. Al ver el enorme reloj de péndulo de fina marquetería, se sintió como en casa: siempre que visitaba Nieczawy, tenía una cama preparada al otro lado de la estancia, justo bajo la cornuda cabeza del corzo. Y allí, en el rincón, estaba el sillón despanzurrado, cuyas entrañas de crin él solía inspeccionar durante el día; por la noche, solían despertarle las potentes campanadas del reloj, cuya esfera, que apenas vislumbraba, reflejaba de manera sobrenatural la luz de la luna que se filtraba desde algún lugar de las tinieblas. La esfera del reloj, redonda y fría, se mezclaba con su sueño y resplandecía en la noche tan inmóvil como la luna misma. Pero no pudo abandonarse a los recuerdos de la infancia, pues había demasiada agitación en aquella sala: las damas tomaban asiento en los sillones; y los señores, de pie, se ocultaban entre nubes de tabaco. Aunque todavía no habían empezado propiamente a charlar, se abrieron los dos batientes de la puerta del comedor, en cuyo umbral apareció Anzelm. Frunciendo el ceño con la benevolencia de un emperador algo despistado, procedió a invitar a todos a que pasasen a la sala donde sería servida la comida. De stypa,[3] por supuesto, ni hablar, resultaría inapropiado: a los parientes afligidos y agotados por el viaje se les ofrecería solamente un humilde refrigerio.

Entre los invitados estaba uno de los curas que habían conducido el cortejo al cementerio: delgado y cetrino, de aspecto cansado pero sonriente, se le notaba en cierto modo aliviado de que todo hubiera salido tan bien. El sacerdote, inclinándose un poco pero guardando la compostura, charlaba con la matriarca de la familia Trzyniecki, la tía abuela Jadwiga, una mujer bastante menuda cuyo vestido, además, le venía demasiado grande. La tía abuela Jadwiga parecía haberse secado y encogido dentro de la tela de aquel vestido inmenso, así que tenía que mantener las huesudas manos alzadas en gesto de oración para evitar que se le perdieran entre las chorreras de las mangas. Aquella carita plana y casi infantil mostraba una expresión entre ensimismada y divertida, como si en vez de escuchar al cura estuviera tramando alguna travesura. La anciana, con esos ojitos suyos, tan azules e inquietos, no tardó en reparar en Stefan y le hizo una seña con un dedo indicándole que se acercara. El joven doctor tragó saliva y, reuniendo todo el valor que pudo, obedeció, titubeante. La anciana dedicó unos segundos a examinar a Stefan de arriba abajo con una mirada atenta y bastante astuta, tras los cuales se dirigió a él con una voz sorprendentemente grave:

—¿Eres tú el joven Stefan, el hijo de Stefan y Michalina?

—Sí, sí —reconoció este con impaciencia.

La tía abuela le sonrió. No se sabía muy bien si es que se alegraba de su buena memoria o bien si se felicitaba por el buen aspecto de su sobrino nieto. Pero fuera como fuera, cogió la mano de Stefan con la suya, extremadamente delgada, se la acercó a los ojos, la observó con detenimiento y la soltó repentinamente, como si no hubiera encontrado en ella nada interesante. De nuevo sus miradas se cruzaron. Stefan estaba totalmente aturdido. La vieja continuó:

—¿Sabías tú que tu padre quería llegar a ser santo? —La anciana cacareó bajito tres veces y, antes de que Stefan tuviera oportunidad de responder algo, añadió, sin razón aparente—: Su toquilla debe de andar todavía por algún sitio. Pudimos salvarla, gracias a Dios…

Después clavó la mirada en la lejanía y no dijo nada más. Mientras tanto, reapareció el tío Anzelm invitando a todos, esta vez con más energía, a entrar en el comedor; al final saludó a la tía abuela con una ceremoniosa reverencia y, abriendo los dos el cortejo, pasaron a la sala donde se serviría el almuerzo. La tía abuela no se había olvidado de Stefan, porque pidió que se sentara a su lado, a lo que él obedeció de nuevo, desanimado pero contento. Sentarse a la mesa resultó bastante complicado a causa del caos reinante. Una vez estuvieron todos acomodados, el tío Ksawery, el anfitrión, hasta entonces invisible, apareció por la puerta precedido por una enorme sopera de porcelana llena de bigos. Se dispuso entonces a servir a todos los congregados uno detrás de otro, empuñando el cazo con su experimentada mano de médico y sus dedos amarillentos por la nicotina; servía el bigos con tal arrebato que las mujeres se apartaban preocupadas por la integridad de sus vestidos. El ambiente se fue caldeando. Todos hablaban de lo mismo: del clima y de sus esperanzas en la ofensiva aliada que había de producirse en primavera.

A la izquierda de Stefan estaba sentado el dueño del abrigo militar que tanto le había llamado la atención durante el entierro. Se llamaba Grzegorz Niedzic. Era un hombre de buena estatura, ancho de espaldas, y arrendatario en la provincia de Poznań. Era pariente de la madre de Stefan. Todo el tiempo lo pasó en silencio, tieso como un palo. Sonreía solo de vez en cuando, de modo tímido e inocente, como si tuviera que pedir perdón por las molestias que pudiera estar causando. Aquella sonrisa suya contrastaba con su cara bigotuda y tostada por el sol, y con su traje, que no se correspondía con su porte y que parecía haber sido confeccionado en casa, usando una manta del ejército.

En la mesa, se advertía perfectamente que tales ceremonias funerarias no suponían ninguna novedad para los allí reunidos. Stefan recordó que la última vez que había visto a toda la familia sentada alrededor de una mesa había sido la última Navidad, en Kielce. Comprendió que la familia ya solo se reunía en los funerales. Aquella última Navidad habían celebrado juntos una muerte y, aunque no era ninguno de sus parientes el que había fallecido, el desconsuelo los había embargado como si estuvieran despidiendo a un ser querido: asistían al entierro de la Patria.