El imperio visible - Daniela Bleichmar - E-Book

El imperio visible E-Book

Daniela Bleichmar

0,0
18,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

En El imperio visible Daniela Bleichmar estudia las ilustraciones botánicas que se produjeron durante las expediciones científicas hispánicas de la década de 1770 y comienzos del siglo XIX. Mediante de un análisis de los objetivos de los exploradores, la cultura visual y la geopolítica de la época, demuestra que estos viajes no sólo produjeron un sorprendente catálogo visual de las plantas del Imperio español, sino que hicieron visible el patrimonio y riquezas de la Corona, además de incrementar el interés de los naturalistas europeos por nuevos conocimientos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 632

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



El imperiovisible

TEZONTLE

 

DANIELA BLEICHMAR

El imperio visible

EXPEDICIONES BOTÁNICAS Y CULTURA VISUAL EN LA ILUSTRACIÓN HISPÁNICA

TraducciónHoracio Pons

Primera edición en inglés, 2012Primera edición en español, 2016Primera edición electrónica, 2016

Título original: Visible Empire: Botanical Expeditions and Visual Culture in the Hispanic Enlightenment Publicado por acuerdo con The University of Chicago Press, Chicago, Illinois, USA

© 2012, The University of Chicago. Todos los derechos reservados

Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit

D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-4222-6 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

A mis padres,con amor y gratitud

Índice

Introducción.HISTORIA NATURAL Y CULTURA VISUAL EN EL IMPERIO ESPAÑOL

I. Una reconquista botánica

II. Historia natural y epistemología visual

III. La pintura como exploración

IV. La botánica económica y los límites de lo visual

V. Visiones de la naturaleza imperial: espacio global blanco, color local

Conclusión.EL IMPERIO COMO UNA MÁQUINA DE IMÁGENES

Agradecimientos

Bibliografía

Índice analítico

Figura 1 Ilustraciones botánicas de las expediciones españolas de historia natural (1777-1816).

 

IntroducciónHISTORIA NATURAL Y CULTURA VISUALEN EL IMPERIO ESPAÑOL

UN ARCHIVO VISUAL

ÉSTE ES UN LIBRO ACERCA DE DOCE MIL IMÁGENES. CREADAS ENTRE fines de la década de 1770 y comienzos del siglo XIX, estas obras representan plantas de todos los rincones del Imperio español fuera de Europa (figura 1).1 La enorme cantidad de ilustraciones refleja la inmensidad de las Indias españolas, que en la época abarcaban una importante proporción del planeta: gran parte de América del Sur; toda América Central; las islas de Cuba, Puerto Rico y la mitad de La Española, en las Grandes Antillas; gran parte de América del Norte, y las Filipinas (figura 2).2 Muchas de las imágenes son resultado de la estrecha colaboración entre naturalistas y artistas que participaron en cuatro viajes científicos financiados por la Corona española para inventariar el mundo natural de sus territorios imperiales: las expediciones reales botánicas a Chile y Perú (1777-1788), Nueva Granada (1783-1816) y Nueva España (1787-1803), así como la expedición a las Américas y Asia encabezada por el oficial naval Alejandro Malaspina (1789-1794).3 Otras ilustraciones llegaron a Madrid enviadas por colaboradores de todo el Imperio, como el botánico español Juan de Cuéllar, quien trabajó en las Filipinas durante las décadas de 1780 y 1790. Los viajeros botánicos se encargaban de inventariar la flora de las Indias españolas, explorar su potencial económico y reunir colecciones para el Real Jardín Botánico y el Real Gabinete de Historia Natural de Madrid. Además de llevar a cabo esas tareas, dichos viajeros se concentraron en los materiales visuales, en tal medida que tal vez parezca sorprendente en nuestros días. Generaron muchas más imágenes que descripciones textuales, colecciones de especímenes, clasificaciones taxonómicas o bienes naturales comercializables. La existencia de este amplio archivo visual, los enormes esfuerzos que los naturalistas invirtieron en emplear, capacitar y supervisar a artistas y sus frecuentes discusiones sobre las ilustraciones de historia natural sugieren que las imágenes eran de vital importancia para la exploración de la naturaleza americana.

Figura 2 El Imperio español, ca. 1770.

Estas imágenes, sin embargo, han sido objeto de escasa atención. Tradicionalmente, los historiadores de la ciencia no han considerado que las imágenes ocupen un lugar central en la producción de conocimiento, y los historiadores del arte, en su mayoría, han pasado por alto las ilustraciones científicas.4 Desde la perspectiva de la historia del arte, éstas son obras menores. Para empezar, su tema no es superior. Como ilustraciones del mundo natural, no pertenecían a los géneros artísticos que disfrutaban de mayor prestigio en la época de su factura: los de la pintura religiosa, mitológica o histórica. Tampoco son retratos humanos, rubro principal que acometía el pintor en esa época y que seguía a los anteriores en la jerarquía artística. Ni siquiera son escenas de género o naturalezas muertas. Su medio es igualmente humilde: se trata de acuarelas y témperas sobre papel y no de óleos. Ninguno de los artistas que las crearon alcanzó gran fama con el paso de los siglos, y es más probable que, en su mayor parte, de no haber caído en un completo olvido, se los vea como artesanos capacitados y no como pintores calificados. En casi todos los casos la atribución de un dibujo o una pintura a una persona determinada es imposible, pues son pocas las obras firmadas. Para frustrar aún más cualquier deseo de cerciorarse de una autoría, muchas veces una pintura no es obra de un solo artista sino que representa la colaboración de un taller, donde cada hombre —hasta donde sabemos, eran todos hombres— se especializaba en una única etapa dentro de un proceso complejo. Si bien los historiadores saben que al menos sesenta artistas consagraron décadas de su vida a crear esas obras, conocemos muy poco de la mayoría de ellos y de su participación exacta en esta vasta empresa. Estas imágenes, muchas de ellas de sorprendente belleza, nunca formaron parte de la exposición permanente de un gran museo de arte. Lo más probable es que nunca lo hagan. Como ilustraciones científicas, tienden a pasar inadvertidas para los eruditos, desestimadas por casi todos los historiadores del arte y los historiadores de la ciencia por carecer tanto de grandeza artística como de importancia científica. Son el tipo de imágenes que solemos encontrar en las salas de espera de los médicos y no en los museos de arte, condenadas al modesto estatus de decoración.

¿Por qué, entonces, dedicarles un libro? Las docenas de cajas de archivo esmeradamente apiladas que preservan estas pinturas dentro de una bóveda de temperatura controlada en el Real Jardín Botánico de Madrid son los testimonios por cuyo medio podemos rastrear dos historias conexas que en gran parte siguen siendo desconocidas: la historia de las expediciones científicas españolas en la época de la Ilustración, que son casi totalmente ignoradas fuera del mundo hispánico, y la historia de los testimonios visuales tanto en la ciencia como en la administración del Imperio español a comienzos de la modernidad. La mayoría de los académicos han pasado por alto estos materiales visuales en sus estudios de las expediciones españolas de historia natural, abordadas por ellos desde el punto de vista político, intelectual y económico.5Aunque yo también considero estos aspectos en mi análisis de las expediciones, utilizo el impresionante archivo visual generado por ellas como mi punto de entrada a su historia. Después de todo, estas ilustraciones eran de inmensa importancia para los naturalistas y artistas que viajaron tan lejos y trabajaron tanto para hacerlas, así como para los naturalistas y los administradores imperiales que las esperaban ansiosamente en Europa. Ese valor se refleja en la gigantesca inversión necesaria para producir un corpus semejante. En el mundo actual de bases de datos en línea, descargas electrónicas instantáneas e impresoras láser, cuesta un poco cobrar conciencia del meticuloso y devoto esfuerzo que significaba elaborar una sola de esas pinturas, y ni hablar de los muchos millares que se realizaron. Cada una de las ilustraciones implicaba varios pasos y exigía la colaboración y la estrecha coordinación de grandes equipos conformados por coleccionistas, naturalistas y diversos artistas. Cada imagen encarna no sólo una planta, sino numerosas observaciones, decisiones, negociaciones y tipos de pericia. El proceso de producción de una ilustración era laborioso y prolongado, y en la mayoría de los casos tenía lugar en arduas circunstancias, ya que artistas y naturalistas viajaban juntos en difíciles condiciones.

Dos de esos viajeros, los naturalistas españoles Hipólito Ruiz y José Pavón, caracterizaron su exploración botánica de Chile y Perú (1777-1788) como el más brutal de los peregrinajes. Sólo otros viajeros, afirmaban, podían apreciar plenamente

quantos y quan grandes trabajos y peligros hayamos padecido en los once años que peregrinamos por parages desiertos y sin caminos, calor, cansancio, hambre, sed, desnudez, falta de todo, tormentas, terremotos, plagas de mosquitos y otros insectos, continuos riesgos de ser devorados de tigres, osos y otras fieras, asechanzas de ladrones e indios infieles, traiciones de nuestros mismos esclavos, caídas de precipicios, de los montes y de las ramas de altísimos árboles, pasos de ríos y torrentes…

Como si las penurias del viaje no fueran suficientes, Ruiz y Pavón también sufrieron la muerte de uno de sus artistas, un gran incendio que consumió el producto de años de trabajo y la pérdida de muchos de los materiales restantes en un naufragio.6 A pesar de esos desafíos, los naturalistas entregaron en Madrid un importante herbario (colección de plantas secas) y alrededor de 2 300 pinturas de especímenes sudamericanos. Ya de vuelta en España, Ruiz y Pavón trabajaron catorce años más para publicar una Flora Peruviana: una empresa inmensamente exigente, como lo atestigua el hecho de que ésta fue la única de las expediciones españolas estudiadas en este libro que, en la época, logró producir una publicación de cierta magnitud.7

Las expediciones españolas de historia natural eran iniciativas costosas, imprevisibles y llenas de peligros, pero consiguieron producir un magnífico cuerpo de imágenes que sirve como testimonio de la ambición y los alcances del Imperio español. Las ilustraciones sugieren que conocer y hacer visible estaban indisolublemente entrelazados. Este estudio es un intento de entender no sólo los significados de las imágenes, las palabras escritas y las colecciones que resultaron de tales trabajos, sino también las razones de su creación.

EPISTEMOLOGÍA VISUAL, HISTORIA NATURAL E IMPERIO

Este libro se vale del espectacular archivo visual reunido por las mencionadas expediciones españolas de historia natural para explorar las conexiones entre la historia natural, la cultura visual y el imperio en el mundo hispánico del siglo XVIII. Examino las diversas maneras en que esas expediciones dieciochescas trataron de conocer el mundo, entre las que se incluían imágenes, colecciones, textos, experimentos, observaciones y redes de correspondencia, y presento la manufactura y el uso de las imágenes como técnicas clave en el proceso de investigar, ordenar, explicar y poseer —o intentar poseer— la naturaleza.

Como punto de partida de este proyecto me hice una serie de preguntas simples: ¿qué es esa extraña bestia, la expedición científica como taller artístico, la pintura como exploración? ¿Por qué los naturalistas y administradores imperiales hispánicos se preocupaban tanto por las imágenes, qué papel cumplían los materiales visuales para ellos? ¿Qué pensar de esas imágenes, híbridos de arte y ciencia y, en algunos casos, de estilos europeos y americanos? También me interesaban las cuestiones metodológicas: ¿cómo abordar un archivo visual de esa magnitud, y cómo relacionarlo con las fuentes escritas y las colecciones de objetos? ¿Cómo pueden los historiadores usar estos materiales no sólo para hacer un análisis visual, sino también como fuentes históricas, y tratar el archivo visual con tanta seriedad como el archivo textual? Por simples que parezcan, rara vez se han hecho preguntas así respecto a estos materiales. El hecho de situar la cultura visual en el centro de un análisis de esos viajes científicos nos permite repensar las expediciones, así como hacernos preguntas más amplias acerca del papel de las imágenes y los objetos no sólo en la constitución y la comunicación de hechos en el Imperio español, sino también, en general, en la producción y circulación del conocimiento superando las distancias.

Las expediciones españolas de historia natural del siglo XVIII actuaron, a mi juicio, como proyectos de visualización. Uno de sus objetivos clave era hacer visible, a pesar de la distancia, la naturaleza del mundo por medio de imágenes y colecciones. La exhibición, a su vez, haría que la naturaleza imperial fuera móvil, cognoscible y —en un plano ideal— gobernable. Cuando describo las expediciones como proyectos de visualización, no me valgo de una figura retórica: me refiero a los aspectos muy concretos en que ellas otorgaron un privilegio abrumador a las maneras visuales de conocer por encima de otros métodos de indagación, y a los pronunciamientos visuales por encima de otros resultados de la investigación. Las expediciones españolas compartían este realce visual con muchos otros viajes: casi sin excepción, las expediciones europeas de la época emplearon artistas (a menudo eran más que los naturalistas) y produjeron gran cantidad de ilustraciones. En sus países o en el extranjero, los naturalistas europeos utilizaban imágenes en su trabajo cotidiano y escribían mucho sobre ellas en sus diarios y su correspondencia. Las imágenes merecían una mención especial en los inventarios de colecciones despachadas a Europa, y con frecuencia eran objeto de la mayor atención a la hora de abrir y descargar los cajones que las transportaban. Cuando los naturalistas viajeros procuraban honrar a un patrocinador, científico o administrativo, o necesitaban pedir un favor, las imágenes constituían el instrumento preferido de persuasión. En un momento en que las potencias europeas emprendían la exploración de naturalezas distantes como un asunto de importancia clave en lo económico, político y científico, la producción de imágenes representaba una práctica fundamental para investigar la naturaleza imperial e incorporarla a la ciencia europea. Así, la importancia de las imágenes para la historia natural no es en modo alguno una historia exclusivamente española, si bien, tal como lo abordaré, la manera en que esas ilustraciones específicas interactuaban con un proyecto imperial era distintiva del mundo hispánico.

El concepto central que utilizo para explicar por qué las imágenes importaban tanto en la historia natural del siglo XVIII es lo que denomino “epistemología visual”: una manera de conocer basada en la visualidad, que abarca la observación y la representación. La historia natural europea del siglo XVIII —tanto en el Imperio español como en otros lugares— era una disciplina preponderantemente visual, con una metodología basada en actos de visión experta. Los naturalistas elaboraban formas especializadas de ver por conducto de una capacitación multimedia que incluía plantas, textos e imágenes. El trabajo en la historia natural exigía prácticas de observación y representación llevadas a cabo con cuidado y cabal cumplimiento de sus normas. Formados como observadores y representadores, y en virtud de un estrecho contacto laboral con los artistas, los naturalistas construían una cultura visual basada en modos estandarizados de ver la naturaleza y en convenciones pictóricas que guiaban su representación. Recurrían a imágenes y metáforas visuales en la investigación y la comunicación, ya fuera en publicaciones o manuscritos. Más allá de ver, aspiraban a discernir.

Para los naturalistas, las imágenes eran mucho más que meras ilustraciones: significaban un punto de ingreso a la exploración de la naturaleza, funcionaban como un instrumento clave para la producción de conocimiento y constituían el resultado principalísimo de sus investigaciones. La labor de los botánicos consistía en recolectar plantas, observar con detenimiento su estructura de floración y cotejar luego estos testimonios visuales con las ilustraciones y descripciones textuales de obras publicadas para clasificar nuevos especímenes o corregir errores, y reclamar para sí, de tal modo, la novedad y significación de sus observaciones. Las imágenes actuaban en todos los puntos de una trayectoria que iba de la recolección de datos naturales a su comparación y su incorporación a un inventario global de la naturaleza por medio de la descripción textual y la representación visual. La epistemología visual es lo que el filósofo Ian Hacking, con un guiño a la categoría histórico artística de estilo, llama “estilo de razonamiento”: una manera específica de conocer que tiene sus propias técnicas, materiales, preguntas y respuestas. “Ciertos tipos de verdad —escribe Hacking— es lo que obtenemos al realizar ciertos tipos de investigación, en respuesta a ciertos criterios.”8 Los naturalistas del siglo XVIII pensaban visualmente, trabajaban visualmente y se hacían preguntas visuales a las que daban respuestas visuales.

Asimismo, la cultura visual de la historia natural era global tanto en los hechos como en la ideología. Los naturalistas que practicaban la historia natural europea, fuera cual fuese su nacionalidad y estuvieran en Europa o en algún otro lugar, concebían sus tareas de manera similar, consultaban los mismos libros y miraban las mismas imágenes. No quiero sugerir con ello que existiera un único punto de vista: las diferencias de opinión eran frecuentes y a veces ásperas. No obstante, la mayoría de los naturalistas consultaban los mismos títulos, estuvieran o no de acuerdo con ellos. Esto causó un amplio grado de consenso en torno a cuáles eran los problemas críticos, así como, en cualquier momento, una percepción distintiva del estado de este campo en constante evolución. Por lo demás, las discrepancias conceptuales solían referirse a sistemas y palabras, no a modos de representación. Podía haber teorías rivales y una multitud de métodos, pero en lo esencial había un único lenguaje pictórico, de aceptación y uso generalizados, para las ilustraciones de historia natural. La historia natural europea tenía una mirada sumamente reglamentada, sin importar que el naturalista fuera inglés, francés, holandés o español; que realizara sus observaciones en la campiña británica o en el Amazonas, y que su libro se publicara en Viena o en Madrid. Los naturalistas no sólo coincidían en su adhesión a una iconografía y un estilo preponderantes, sino también en el valor que atribuían a lo visual, la manera como producían y utilizaban las imágenes y los criterios de los que se valían para juzgar las ilustraciones.

Este lenguaje visual compartido les permitía consagrarse a lo que Lorraine Daston y Peter Galison han denominado “empirismo colectivo”.9 La historia natural global era una práctica grupal y los naturalistas usaban especímenes, cartas y —sobre todo— imágenes para corroborar o cuestionar las observaciones de sus colegas a pesar de la distancia geográfica. La epistemología visual no era en absoluto una peculiaridad de las expediciones españolas, y tampoco se limitaba al mundo hispánico; era común a la historia natural europea en general y a la domesticación de la naturaleza foránea en particular. La creación y el uso de imágenes conformaban una práctica central por medio de la cual los naturalistas europeos investigaban, explicaban e intentaban apropiarse de la naturaleza, en particular la exótica y foránea.10 Las ilustraciones constituían a la vez una técnica vital y uno de los resultados más importantes de la historia natural como campo de estudio.

¿Qué hacían, entonces, estas imágenes? ¿Por qué eran tan cruciales? Las imágenes permitían a la historia natural del siglo XVIII condensar la información, encarnar visualmente las observaciones expertas y movilizar a distancia plantas que seguían siendo invisibles y desconocidas en aspectos decisivos, aun después de pasados tres siglos desde el primer encuentro de los europeos con la naturaleza del Nuevo Mundo. Los naturalistas se movían constantemente entre el mundo de los objetos “allí afuera”, sobre el terreno, y el mundo de los objetos “aquí adentro”, en las colecciones. Las imágenes salvaban la brecha entre el viaje y la inmovilidad, el terreno y el gabinete, al proporcionar una naturaleza domesticada y de papel continua y perfectamente accesible a la exploración virtual. Las ilustraciones de historia natural ofrecían flores siempre en plena floración, frutos constantemente maduros, animales sorprendidos en la claridad y la permanencia.

Si bien parte de esta historia es la de una cultura visual paneuropea de la historia natural, otra es específica del mundo hispánico. En el Imperio español la epistemología visual funcionaba no sólo en la historia natural sino también como parte de un aparato imperial que tenía una tradición de antigua data de uso de las imágenes como documentos y de despliegue de los testimonios visuales con finalidades administrativas. En el mundo hispánico las imágenes contribuían a descubrir, documentar, persuadir y argumentar. Tenían un estatus privilegiado para legitimar y comunicar tanto en el plano local como en parte del proyecto imperial de gobierno a distancia. Desde los primeros días de la exploración y la colonización la incipiente administración imperial española, deseosa de contar con imágenes de sus nuevos territorios, demandó mapas y representaciones de los pueblos, las plantas y los animales de esas nuevas tierras. El apetito visual llegó a caracterizar una manera hispánica de conocer el imperio. Las expediciones de historia natural del siglo XVIII no fueron más que una parte de un proyecto mucho más grande de visualización del imperio para conocerlo y explotarlo, que involucraba un variado reparto de personajes de la península y los virreinatos. A lo largo de más de tres siglos, en una amplia diversidad de contextos y con una gama enorme de finalidades, la tarea de hacer cognoscible y gobernable el Nuevo Mundo implicó hacerlo visible.

En consecuencia, los naturalistas de las expediciones españolas habitaban dos dominios superpuestos en los que la observación y la representación funcionaban como poderosas herramientas epistemológicas: una esfera científica y una imperial. Tanto la ciencia como el imperio aspiraban a la universalidad y ambos consideraban las imágenes como herramientas importantes para extender su influencia. España y sus Indias estaban conectadas por un circuito visual: las imágenes plasmadas en distintos medios iban de un lado a otro a través del Atlántico y el Pacífico, de ordinario acompañadas por palabras y a menudo también por objetos. Si España solicitaba reiteradamente imágenes de sus territorios, los virreinatos producían materiales visuales no sólo en respuesta a esas demandas sino también por iniciativa propia y en beneficio de sus propios intereses. El mundo hispánico funcionaba como una máquina visual, productora masiva de una prodigiosa cantidad de imágenes que hacían visible ese vasto imperio, tanto localmente como a la distancia.

Como parte de mi enfoque en los procesos de observar, representar y transportar la naturaleza imperial, trazo una distinción entre hacer visible o visualizar, por un lado, y ver, por otro. Muy pocos ojos lograron examinar las ilustraciones botánicas que analizo en el periodo de su producción, en gran medida porque la mayoría no llegó a las prensas en la época. Pero si bien las cuestiones de circulación y recepción son sin duda importantes, mi investigación no se centra en ellas. Pese a que no se publicaron, el hecho de que naturalistas, artistas y administradores coincidieran en la importancia de los materiales visuales y de que las expediciones produjeran más de doce mil imágenes es testimonio del carácter central de la epistemología visual, y esas ilustraciones siguen siendo valiosas como objetos de estudio y como fuentes históricas. La visualización era un proceso que implicaba no sólo la visión final de una imagen, sino también, y con la misma importancia, los actos de observación y representación que daban como resultado la ilustración. La visualización tenía dimensiones tanto pragmáticas como simbólicas y se la concebía en general como parte integrante de los procesos de producción de conocimiento y constitución de la gobernanza. Se lograra o no que las imágenes finales fueran vistas, se probaran éstas útiles o no, tenían gran valor epistémico y cultural. Los materiales visuales se consideraban necesarios y eran muchas las personas que los creaban continuamente con finalidades diversas y en cantidades asombrosas.

LA HISTORIA VISUAL Y LA CONEXIÓN DE LAS HISTORIAS DE LA CIENCIA, EL ARTE Y EL IMPERIO

La explotación del archivo visual producido por las expediciones españolas de historia natural requiere un enfoque interdisciplinario. Para escribir este libro he recurrido a las investigaciones sobre las historias de la ciencia, el arte y la cultura visual, así como sobre el mundo hispánico de comienzos de la modernidad. Mi objetivo es no sólo aportar a estos diversos campos, sino también ponerlos en conversación entre sí. En cierto modo, el libro actúa como un tipo de proyecto de visualización transcultural que analiza —ya que procura hacer visibles entre sí las historias culturales y sociales de la ciencia— el arte y la cultura visual y el Imperio español con todas sus regiones.

Desde un punto de vista metodológico, procuro hacer lo que puede llamarse una “historia visual”: explorar cómo es la historia cuando se escribe usando las imágenes no como meras ilustraciones y no siempre como objeto último del análisis, sino también como fuentes históricas. En sus publicaciones, su enseñanza y sus presentaciones públicas, los historiadores tienden a utilizar las fuentes visuales por muchas de las razones por las que recurrían a ellas las figuras históricas que pueblan este libro: para comunicar y convencer, para ayudar a la memoria, para plantear una cuestión más vívida o claramente, para deleitar y entretener. Pero son contadas las ocasiones en que los historiadores contemporáneos tratan los materiales visuales con el mismo grado de rigor que aplicamos a los documentos textuales, o con las mismas finalidades interpretativas. Si como historiadores insistimos en la necesidad de ser sensibles a las categorías de los actores, evitar el anacronismo e interpretar críticamente los textos en contexto, debemos aplicar esos mismos principios a las fuentes visuales.11

Este libro aborda la historia visual de cinco maneras. Primero, mediante un detenido y detallado análisis visual, dado que las propias imágenes tienen mucho que decirnos sobre el modo en el que se les utilizaba, el papel que cumplían y los enfoques y expectativas de quienes las hacían y veían en la época. Segundo, posando la mirada fuera del marco de la imagen para examinar los procesos de construcción y uso de los materiales visuales, porque esas prácticas revelan significados que sólo surgen en un contexto histórico y no pueden deducirse exclusivamente de las imágenes. Tercero, mediante la conexión de las imágenes con los materiales plasmados en otros medios, en especial textos y especímenes de historia natural. Cuarto, mediante el examen de los diversos tipos de papeles cumplidos por las imágenes, en diferentes contextos y para diferentes espectadores. Y para terminar, el libro aborda la historia visual por medio del análisis de una extensa gama de materiales visuales que incluye múltiples medios y géneros y del estudio de imágenes que están tanto dentro como fuera de la esfera de acción habitual de las historias del arte y la cultura visual. Esta exploración es posible gracias al magnífico archivo creado por las expediciones españolas: una colección visual de miles de imágenes; una rica colección textual que consta de diarios manuscritos, cartas, tratados científicos y memorandos e informes administrativos, así como fuentes impresas y una colección material compuesta de especímenes de historia natural. Las páginas que siguen examinan este archivo visual, textual y material, y rastrean las prácticas cotidianas que lo produjeron a fin de contar las historias entrelazadas de la ciencia imperial y la cultura visual en el mundo hispánico del siglo XVIII.

UNA GUÍA DEL VIAJE

En el capítulo i introduzco las expediciones imperiales españolas de historia natural y bosquejo su modo de trabajo, explicando su búsqueda simultánea de visualización y utilidad. Considero las expediciones como parte de un ambicioso programa de ciencia imperial lanzado en el mundo hispánico durante los reinados de Carlos III y Carlos IV de España (1759-1808). Ese programa perseguía diversos objetivos interconectados, entre ellos la botánica taxonómica, la botánica económica y la recolección. Involucraba no sólo expediciones sino también instituciones peninsulares y virreinales —en particular los jardines botánicos y los gabinetes de historia natural—, así como el reclutamiento de miembros de las redes administrativas coloniales en carácter de informantes científicos. Esta amplia iniciativa reunió a naturalistas, artistas y administradores europeos y americanos y a diversos residentes locales que colaboraron para hacer visible la naturaleza imperial. La historia natural, y en especial la botánica, prometía dar una respuesta a las inquietudes españolas por la utilidad, la ganancia y la búsqueda de renovación del poder político y económico tanto en la península como en todo el imperio. En el mundo hispánico, la renovación iluminista no se planteaba como un nuevo acontecimiento sino más bien como una manera de reinstaurar una situación imperial más próspera mediante un entronque con los éxitos del pasado, en particular los logros del siglo XVI: una reconquista botánica. Y, sobre la base de una tradición de larga data de acopio imperial de información, los materiales visuales tenían un lugar central en la investigación de la naturaleza del Nuevo Mundo.

El capítulo II examina la importancia y el funcionamiento de la epistemología visual en la historia natural del siglo XVIII. Analizo en él las formas especializadas de mirar que llegaron a caracterizar a los naturalistas de la época, y el proceso mediante el cual éstos educaron sus ojos para utilizarlos como herramientas de diagnóstico. Los libros eran indispensables para aprender a observar como un naturalista, así como para el trabajo cotidiano de los naturalistas viajeros. Así sucedía, sobre todo, en el caso de los viajeros que investigaban en territorios no europeos, quienes llevaban consigo tantos libros ilustrados como fuera posible y los utilizaban con frecuencia en el terreno. En gran medida, su tarea entrañaba la creación de un inventario de la flora que exploraban y su clasificación con el fin de contribuir a formar un catálogo global de la naturaleza. La participación de los naturalistas en este proyecto colectivo consistía en corregir información errónea o introducir nuevas especies. Por esa razón, consideraban imperativo saber cuáles plantas se habían descrito y publicado con anterioridad y cuáles no. Esto implicaba actos comparativos de visión en distintos medios, en los que los naturalistas cotejaban los especímenes recién recolectados con las imágenes y los textos impresos para corroborar la novedad de sus observaciones. Aunque los tres medios eran necesarios, los materiales visuales tenían importantes ventajas con respecto a las palabras y las cosas.

En tanto que los naturalistas viajeros se valían de las imágenes impresas para interpretar lo que encontraban en el terreno, algunos naturalistas de gabinete comprobaron que el acceso a ilustraciones inéditas les permitía prescindir por completo de los viajes. Un naturalista instalado en Europa, ya estuviera solo en su gabinete o rodeado de estudiantes en un jardín botánico, dependía del viajero que enfrentaba incomodidades y peligros para obtener nuevos datos. Esto hacía que las imágenes de las expediciones españolas fueran particularmente atractivas para los botánicos europeos que usaban esa flora de papel para realizar observaciones a larga distancia de la naturaleza americana, desde Madrid, Montpellier y Ginebra. En ocasiones, el naturalista viajero y el de gabinete se veían como colaboradores uno de otro. Sin embargo, el empirismo colectivo también podía ser competitivo, y en ese caso los viajeros temían perder años de trabajo si alguien conseguía adelantárseles en la publicación. Un acalorado debate entre Antonio José Cavanilles, botánico establecido en Madrid, e Hipólito Ruiz, uno de los jefes de la expedición a Chile y Perú, muestra que naturalistas de gabinete y de campo rivalizaban por el derecho a reclamar su autoría sobre las observaciones y que formulaban en términos visuales gran parte de esa controversia.

El capítulo III propone una mirada minuciosa de las ilustraciones botánicas de las expediciones y muestra cuál era su apariencia, cómo se hacían y cómo se utilizaban en múltiples contextos, en particular la identificación taxonómica y el patrocinio en ámbitos tanto científicos como cortesanos. Por la importancia de los materiales visuales, los naturalistas de las expediciones ponían gran empeño en contratar artistas. Acudían a las academias de bellas artes de Madrid y México y también a prestigiosos talleres americanos y contrataban a artistas, a quienes luego formaban como dibujantes botánicos. Habida cuenta de los parámetros especializados de la epistemología visual de la historia natural, los botánicos trabajaban en contacto directo con los artistas, indicándoles lo que sus obras debían incluir e ignorar, así como la apariencia exacta que esas imágenes debían tener. José Celestino Mutis, director de la expedición de Nueva Granada, mostraba especial adhesión a la idea de la pintura como exploración botánica. Construyó para ello un taller único por sus dimensiones y su productividad y supervisó a sus artistas con especial esmero. En su época, el taller artístico de Nueva Granada fue la más grande de las iniciativas científicas del mundo y produjo unas 6 500 ilustraciones botánicas, algo sin paralelo. Hago un detenido análisis de las imágenes de esta expedición en particular y me concentro en los aspectos en que se apegaban a los modelos europeos o se apartaban de ellos. Éste es un problema importante en el estudio de las imágenes y los objetos producidos por artistas no europeos con base en modelos europeos: ¿cómo interpretamos las diferencias que a menudo hallamos entre unos y otros? Más allá de las nociones de original y copia y de un concepto como el de hibridez, que es opaco y abarca demasiado, me baso en testimonios visuales y textuales para afirmar que, en el caso de la expedición de Nueva Granada, esas diferencias no fueron resultado de la incapacidad de los artistas americanos para reproducir las pautas europeas, sino, antes bien, de un esfuerzo consciente por desarrollar un estilo distintivo que Mutis y sus colaboradores consideraban más adecuado a las ilustraciones botánicas.12

En el capítulo IV me ocupo de los intentos metropolitanos y virreinales de localizar y explotar productos naturales valiosos como la pimienta, la canela, el té y la quina en las Indias españolas. Naturalistas y administradores por igual esperaban que esas investigaciones permitieran a España competir con los británicos, los franceses y los holandeses en el comercio de bienes botánicos. Si bien los naturalistas usaban imágenes en sus esfuerzos por establecer identidades taxonómicas, estos bienes botánicos específicos exigían métodos adicionales de investigación —análisis químicos, por ejemplo— que mostraban los límites de lo visual. Los intentos de transportar plantas a España a fin de cultivarlas en la península también fracasaron. Las expediciones demostraron ser más competentes en materia de botánica taxonómica que de botánica económica, y si bien lograron producir un impresionante archivo visual, no consiguieron hacer rentable la naturaleza imperial.

El capítulo usa esos experimentos en botánica económica para examinar la geopolítica de las investigaciones de historia natural en el mundo hispánico y explora las relaciones entre Madrid y los virreinatos, así como las existentes entre distintas zonas imperiales. Mi análisis de varias iniciativas virreinales refuta los modelos de producción del conocimiento basados en la división entre centro y periferia, y demuestra que el Imperio español funcionaba en cambio como una red con múltiples nodos e intereses antagónicos. Las expediciones tampoco eran proyectos puramente extractivos: si bien enviaban o llevaban a España materiales e información, también crearon instituciones, formaron estudiantes y llevaron a cabo proyectos en los virreinatos. Como resultado de sus prolongadas estadías americanas, sus integrantes desarrollaron fuertes lazos con instituciones e intereses tanto peninsulares como locales. En algunos casos su participación en proyectos locales terminó por competir con planes de acción metropolitanos e incluso llegó a superarlos. Aunque España siempre fue el punto de referencia central del cual emanaban órdenes, fondos, prestigio y hasta valor, las expediciones echaron, no obstante, profundas raíces en las Américas.

El último capítulo amplía mi indagación en la geopolítica del conocimiento, para lo que ocupo una vez más el registro visual. Sugiero que las expediciones españolas de historia natural se afanaron no sólo en hacer visible la naturaleza imperial, sino también en hacer invisible gran parte del imperio. Sus imágenes muestran fragmentos botánicos aislados que parecen flotar en el blanco predominante de la página. Este enfoque pictórico extremadamente selectivo borraba la geografía y transformaba así las plantas locales en especímenes naturales descontextualizados que podían circular por todo el globo. Tal era la forma dictaminada por la historia natural europea, según lo prueban tanto los modelos publicados que utilizaban las expediciones como los frontispicios alegóricos de los libros correspondientes.13 Pero no era ése el único modo posible de visualizar el imperio. Durante las mismas décadas en que se realizaron las expediciones, artistas que trabajaban sin vínculos entre sí en distintos lugares del mundo hispánico desarrollaron nuevos tipos de pinturas que se concentraban, en un grado sin precedentes, en la flora, la fauna y los tipos humanos de las regiones hispanoamericanas, destacando su interconexión inalienable. Los ejemplos que examino de esta tradición son una serie de seis cuadros de mestizaje de Quito, cuadros de castas de México y una pintura de la historia natural del Perú. A pesar de las diferencias entre estos dos modos de representación —uno que hace hincapié en el espacio global blanco; otro, en las profusiones del color local—, ambos tenían como premisa el valor de los materiales visuales para recolectar, clasificar y transportar la naturaleza americana, y hacerla así visible en lugares distantes.

En este libro hago que las historias de la ciencia, el arte y la cultura visual y el imperio hispánico conversen entre sí. Confío en que los lectores que lleguen a este estudio desde distintas perspectivas descubran intuiciones enriquecedoras surgidas no sólo de las líneas de pensamiento con las que están familiarizados, sino también de la compañía compartida con autores e ideas que son nuevos para ellos o no ocupan un lugar central en sus disciplinas. Como nos cuentan de manera tan vívida los naturalistas españoles del siglo XVIII, el viaje a territorios foráneos suele ser tan fascinante y vivificante como incómodo, desconcertante y hasta frustrante. Sin embargo, ellos nunca dudaron de la importancia de seguir adelante con sus exploraciones de tierras que combinaban lo familiar con lo extraño, puesto que la confusión se convertía a menudo en el entusiasmo de nuevos descubrimientos.

Figura 1.1 José del Pozo (expedición de Malaspina), autorretrato, dibujando a una mujer patagona [1790], dibujo a pluma y aguada, 18 × 24 cm. Ubicación desconocida. (Tomada de Carmen Sotos Serrano, Los pintores de la expedición de Alejandro Malaspina, 2 vols., Madrid, Real Academia de la Historia, 1982, vol. 2, fig. 38.

 

I. UNA RECONQUISTA BOTÁNICA

PRIMER VISTAZO: HACER VISIBLE EL IMPERIO

EN 1790 EL ARTISTA ESPAÑOL JOSÉ DEL POZO DIBUJÓ UN AUTORRETRATO en la Patagonia, adonde había ido como miembro de la expedición científica española comandada entre 1789 y 1794 por el oficial naval Alejandro Malaspina (figura I.1).1 Esta aguada es notable como una de las escasas representaciones del trabajo de campo de los naturalistas y artistas viajeros del siglo XVIII. Del Pozo presenta en primer plano tres personajes: él mismo, a la izquierda, a la derecha de la imagen, una mujer patagona y, a su lado, el naturalista guatemalteco criollo Antonio Pineda, que mira literalmente por encima del hombro del artista. Detrás de este grupo Del Pozo bosquejó tres figuras humanas en torno de dos caballos de carga para destacar el carácter itinerante de la expedición. Pese a las potenciales incomodidades y distracciones de este decorado al aire libre, tan lejos de las aulas de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, donde Del Pozo se había formado, el dibujo lo muestra trabajando con arrobada concentración. Viajó mucho para representar lo natural de esta mujer patagona, una oportunidad única de estar cara a cara con una población del Nuevo Mundo, la cual, en la época, era poco conocida y estaba rodeada de muchos mitos. Del Pozo se sitúa a un lado de la composición, de perfil, y de esa forma permite al espectador mirar a la mujer directamente a los ojos, como lo habría hecho el propio artista para representarla de frente. Al mostrar no sólo el tema de su estudio sino el proceso mismo de representación, Del Pozo transforma al espectador en un viajero virtual que puede ser testigo de esta escena americana.2

La expedición de Malaspina empleó a tres naturalistas y nueve artistas que, como lo sugiere el dibujo, trabajaban en estrecho contacto. Este equipo produjo alrededor de un millar de dibujos de diversas clases con destino a los administradores imperiales e instituciones de Madrid: ilustraciones botánicas y zoológicas, vistas urbanas y costeras, retratos y escenas etnográficas y escenas marítimas que figuraban el progreso de las dos naves de la expedición, la Descubierta y la Atrevida (figuras III.3, III.4 y V.1).3 Además de estos materiales visuales producidos en colaboración por el equipo de naturalistas y artistas, los oficiales navales elaboraron muchas vistas costeras, cartas y mapas. La participación de tantos artistas en un viaje científico y su prolífica producción indican hasta qué punto las expediciones científicas españolas del siglo XVIII procuraban hacer visible el imperio mediante observaciones y representaciones.

Este capítulo examina el ambicioso programa de ciencia imperial establecido en el mundo hispánico durante los reinados de Carlos III (entre 1759 y 1788) y Carlos IV (entre 1788 y 1808) de España. Ese programa incluía expediciones científicas, la creación de nuevas instituciones y la renovación de las existentes y el reclutamiento de la red administrativa colonial para cumplir el papel de informantes científicos. La meta era descubrir y explotar las riquezas naturales del Imperio español, protegiéndolo de las incursiones de competidores europeos y devolviéndolo a una situación más próspera. La botánica era particularmente apta para satisfacer la inquietud española por la utilidad, la ganancia y la búsqueda de un poder político y económico renovado, sobre todo en el comercio con las Indias. Y sobre la base de una prolongada tradición imperial y colonial española, los documentos visuales tenían un estatus privilegiado como medios de encarnar y hacer circular la información para contribuir a hacer visible el imperio.

EXPEDICIONES DE HISTORIA NATURAL EN EL MUNDO HISPÁNICO, 1777-1816

En los cincuenta años transcurridos entre la llegada de Carlos III al trono español en 1759 y la invasión napoleónica de España en 1808, casi sesenta expediciones científicas recorrieron el vasto imperio hispánico.4 Estos viajes tenían fines científicos, económicos, administrativos y políticos. Entre sus variadas misiones se incluían la investigación de la flora y la fauna de los virreinatos; la exploración de las fronteras imperiales; la cartografía de los litorales y el trazado de mapas, particularmente de zonas poco conocidas o disputadas; la realización de observaciones y mediciones astronómicas, y la elaboración de informes sobre el estado político y administrativo de los reinos.5

En medio de ese torrente de actividad científica, las expediciones científicas ocuparon una posición privilegiada. En 1777 una real orden lanzó la Real Expedición Botánica a Chile y Perú (1777-1788), bajo la dirección de los naturalistas españoles Hipólito Ruiz y José Pavón.6 El documento enumera los diversos aspectos para los que la exploración botánica sería útil al Imperio español. Así los enunciaba el rey Carlos:

Por quanto conviene a mi servicio, y bien de mis Vasallos el examen y conocimiento methódico de las producciones naturales de mis Dominios de América, no sólo para promover los progresos de las ciencias Phísicas, sino también para desterrar las dudas, y adulteraciones, que hai en la Medicina, Pintura y otras Artes importantes, y para aumentar el Comercio, y que se formen Herbarios y colecciones de productos naturales, descriviendo y delineando las Plantas que se encuentren en aquellos mis fértiles Dominios para enriquecer mi Gavinete de Historia Natural y Jardín Botánico de la Corte.7

De tal modo, la expedición operaba en tres ámbitos interrelacionados: la botánica taxonómica, la botánica económica y la formación de colecciones. El primer aspecto, el “progreso de las ciencias Phísicas”, se refiere al inventario y la clasificación de especímenes de acuerdo con la taxonomía linneana, una tarea cumplida mediante la acumulación y el estudio de especímenes, las descripciones escritas y las ilustraciones de la flora americana. La expedición también consagró sus afanes a la botánica económica, a procurar resolver controversias en torno de cosas naturales con usos médicos e industriales y a identificar bienes naturales de valor. Entre los objetivos específicos se contaban los de promover la explotación de la quina, un valioso febrífugo y monopolio español; verificar si en los virreinatos había bienes naturales que estuvieran bajo el monopolio de los competidores europeos, como café, té, pimienta, canela o nuez moscada, e identificar posibles sustitutos de esos productos. Por último, las colecciones de objetos e ilustraciones enriquecerían dos instituciones fundadas poco tiempo atrás en Madrid: el Real Jardín Botánico (1755) y el Real Gabinete de Historia Natural (1771), donde no sólo serían útiles como objetos de estudio científico, sino que también aportarían prestigio y renombre a las colecciones reales.

Durante los doce años siguientes, disposiciones comparables autorizaron otras dos reales expediciones botánicas al Nuevo Reino de Granada (1783-1816), bajo la dirección de José Celestino Mutis, y a Nueva España (1787-1803), al mando de Martín de Sessé y José Mariano Mociño.8 Además, la expedición naval comandada por Alejandro Malaspina (1789-1794) incluyó botánicos que tenían los mismos objetivos. Estos viajes no se plantearon ni se realizaron con independencia unos de otros; al contrario, estaban estrechamente conectados en una complicada mezcla de emulación, cooperación y competencia. En conjunto, emplearon a más de quince naturalistas y alrededor de sesenta artistas, que trabajaron de manera sostenida a lo largo de treinta años en una misión global de investigación de la flora de los vastos territorios ultramarinos de España en las Américas y las Filipinas (véase el cuadro I.1 y la figura 1.2). Su trabajo implicaba la realización y el registro de observaciones; la recolección y el despacho marítimo de colecciones de semillas, plantas, insectos y animales, y la producción de miles de ilustraciones. De esta manera, las expediciones capturaron y transportaron la naturaleza imperial en diversos soportes: palabras, cosas e imágenes.9

CUADRO 1.1. EXPEDICIONES DE HISTORIA NATURAL EN EL IMPERIO ESPAÑOL, 1777-1816

Esta inversión a gran escala es un testimonio de la promesa que la exploración botánica representaba tanto para naturalistas como para administradores, quienes esperaban que demostrara su rentabilidad y utilidad para el imperio. Las plantas, los animales y minerales proporcionaban valiosos bienes destinados a la medicina y la industria, y su búsqueda oponía unas contra otras a las potencias europeas. Este clima de competencia económica y política internacional brindaba a los naturalistas la ocasión de vender sus servicios a los patrocinadores interesados. El conocimiento experto en materia botánica creaba nuevas oportunidades de patrocinio que los naturalistas buscaban con afán, en especial si eran jóvenes y estaban en condiciones de viajar o vivían fuera de Europa y tenían un papel indispensable como fuentes de información y muestras. En la época, la botánica era un gran negocio y una ciencia importante, y la aptitud para desenvolverse en ella se había convertido en una valiosa forma de conocimiento.10

Figura 1.2 Expediciones de historia natural en el Imperio español, 1777-1816.

Las expediciones funcionaban como colaboraciones internacionales a gran escala que reunían a naturalistas, artistas e informantes europeos y no europeos. Entre sus miembros se incluían no sólo españoles sino también franceses, italianos, un bohemio y un toscano, así como criollos y mestizos –esto es, hijos americanos de padres europeos y personas de ascendencia mixta europea y amerindia– de Guatemala, México, Nueva Granada y Ecuador. La compañía internacional aumenta si tomamos en cuenta a los muchos recolectores, criados y ayudantes identificados y anónimos que aportaron su trabajo y su conocimiento a las expediciones: esos importantísimos “técnicos invisibles” cuya presencia en los documentos históricos puede limitarse a una breve y, para nuestra frustración, poco concluyente mención, cuando aparecen.11 El “internacionalismo” del que hablamos puede quedar fácilmente en la sombra si nos referimos a las expediciones como “españolas”. La historia imperial no se siente cómoda dentro de los parámetros más estrechos de la historia nacional, por la movilidad de los individuos a través de las fronteras geográficas y culturales.12

Las expediciones también eran internacionales en lo que se refiere a las prácticas y redes de historia natural, entendida como un proyecto cosmopolita colectivo que trascendía los confines nacionales. Los métodos y las prácticas que seguían estos viajeros, así como su doble dedicación a la botánica taxonómica y económica, eran comunes a las expediciones británicas y francesas. Los naturalistas de toda Europa, y más allá, compartían metodologías y materiales, y participaban en una empresa común de empirismo colectivo a la vez colaborativa y competitiva. Los naturalistas españoles y americanos leían los mismos libros que sus colegas de Gran Bretaña, Francia, el norte de Europa y otros lugares. Recibían una formación similar, seguían métodos similares, realizaban tareas similares y coincidían o discrepaban acerca de sistemas que todos conocían. Mantenían una correspondencia frecuente entre ellos y, dentro de esta extensa comunidad internacional, se producía una multitud de intercambios por diversos medios. Mutis, por ejemplo, enviaba cartas, especímenes e imágenes de Nueva Granada a Madrid y otras ciudades españolas, a muchos destinos de las Américas y también a algunos corresponsales europeos, muy en particular a Carlos Linneo, en Suecia. Recibía regularmente cartas y materiales de muchos lugares y pudo acumular una magnífica biblioteca de 9 000 volúmenes que contenía obras de historia natural publicadas en Inglaterra, Francia, Holanda y Viena, todas ellas enviadas por corresponsales. Estaba tan atento a lo que sucedía en Upsala, Londres y París como a lo que ocurría en la India, China e Indonesia.13

A pesar de su participación en una historia natural global, las expediciones españolas muestran diferencias significativas con los viajes británicos o franceses de la misma época. Su producción visual, mucho más grande, tiene una relevancia directa para mi argumento sobre la epistemología visual. Otra distinción clave es que en su mayor parte las expediciones españolas exploraron territorios imperiales bien establecidos cuya existencia se remontaba a más de dos siglos atrás. Su objetivo no era el descubrimiento sino, antes bien, el redescubrimiento. Una tercera diferencia digna de mencionar es su duración. La mayoría de las expediciones españolas se extendieron durante un periodo mucho más prolongado que los viajes auspiciados por otras naciones europeas. La expedición de Malaspina, que duró sólo cinco años, es la única excepción: la habían inspirado los viajes del capitán Cook y siguió de cerca ese modelo. La duración de las otras expediciones, en cambio, se mide en décadas, no en cifras de un solo dígito. Ruiz y Pavón pasaron 11 años en Chile y Perú (1777-1788). Cuando volvieron a España dispusieron que el boticario Juan José Tafalla y el dibujante Francisco Pulgar prosiguieran su trabajo; estos dos hombres estudiaron la flora de Chile y Perú durante otros veinticinco años.14 Mutis trabajó 20 años en Nueva Granada antes de que la expedición botánica recibiera la autorización real en 1783; luego dirigió un amplio equipo de colaboradores hasta su muerte en 1808, cinco lustros después, y la expedición se prolongó otros ocho años hasta que la independencia le puso fin en 1816. La expedición de Nueva España se extendió a lo largo de 16 años. En conjunto, las expediciones españolas representan un sostenido compromiso con la exploración del mundo natural a una escala que, en la época, no tenía paralelo en ningún otro lugar del mundo, a tal punto que a menudo se desdibujan las líneas divisorias entre expedición e institución.

La larga duración de las expediciones tuvo importantes repercusiones. El marco temporal extendido permitió a los naturalistas examinar con gran detalle las regiones que exploraban; aprovechar, mientras entablaban relaciones, los intercambios con una gran cantidad de expertos lugareños, y dedicar a los problemas espinosos el tiempo necesario para resolverlos. Este privilegio era poco habitual: la mayoría de los naturalistas viajeros solían tener encuentros mucho más breves con la flora y la fauna que exploraban. Los pocos naturalistas que precedieron a los españoles en sus investigaciones de la flora del Nuevo Mundo —muy en particular Hans Sloane, Mark Catesby, Charles Plumier, Louis Feuillée y Nikolaus Joseph von Jacquin— pasaron periodos mucho más cortos en las Américas.15 Alexander von Humboldt, tal vez el más conocido e influyente naturalista viajero en las Américas durante ese periodo, recorrió gran parte del continente en apenas cinco años (1799-1804).16 Viajeros con itinerarios más apretados corrían el riesgo de llegar a conclusiones erróneas acerca de una especie o un fenómeno, e incluso de pasarlos completamente por alto si el azar quería que estuvieran en una región en el momento inoportuno, como los naturalistas de las expediciones españolas no se cansaban de señalar, con frustración y alegría maliciosa por igual, cuando encontraban disparidades entre sus propias observaciones y el trabajo de sus predecesores. Por ejemplo, Luis Née, un naturalista de la expedición de Malaspina, discrepó de la descripción de la planta “gaú-gaú” de las Islas Marianas hecha por Johann Reinhold Forster, un naturalista que participó en el segundo viaje del capitán Cook (1772-1775). “Dudo que Forster haya visto viva esta planta —se quejó Née luego de conocer él mismo la planta—. Creo que su descripción está basada en la de [Georg Eberhard] Rumphius, porque dudo que un observador tan exacto pasara por alto tantos rasgos [botánicos]. Estoy seguro de que encontró esta planta en sus viajes, pero tal vez no en las condiciones necesarias para poder describirla con exactitud.” La apariencia de la planta variaba tanto con el tiempo, explicaba Née, que él comenzó su descripción en las islas Marianas, la siguió en la provincia La Laguna de las Filipinas y la terminó en el jardín botánico de Manila. Sólo este triple examen le permitió determinar plenamente las diversas partes de la anatomía de la planta. La descripción de Forster, suponía Née se había basado en especímenes conservados en alcohol o bien la había tomado de la publicación póstuma de Rumphius, el Herbarium Amboinense (Ámsterdam, 1741-1750).17 Para el naturalista que trabajaba décadas en una sola región, un viaje que durara pocos años era lamentablemente inadecuado.

En sus prolongadas exploraciones de la naturaleza imperial, los naturalistas trabajaban en estrecho contacto con miembros de la red administrativa colonial y también aprovechaban la disponibilidad de muchas otras personas que terminaban por participar en sus afanes. En una ciudad tras otra de las Américas y de las Filipinas una vasta gama de habitantes locales colaboraban con los viajeros, incluyendo gobernadores, funcionarios de hacienda, administradores de todos los niveles, médicos, cirujanos, boticarios, clérigos, jóvenes estudiantes, entusiastas de la historia natural y trabajadores. Y, mientras las expediciones se desplazaban por el imperio, un complejo aparato institucional se movilizaba continuamente —y por décadas— en España y los virreinatos, dedicado en los primeros días a organizarlas y financiarlas, ubicar al personal apropiado y proveerlas de todo el equipamiento, los artistas y los pertrechos necesarios, para luego mantener durante muchos años una activa correspondencia y, finalmente, dar la bienvenida tanto a los viajeros como a las imágenes y los materiales que ellos enviaban o llevaban consigo al volver años después. Las expediciones no funcionaban por sí solas; antes bien, trabajaban en conjunto con las instituciones y redes imperiales y coloniales que las sostenían en la península y en todos los virreinatos. Expediciones, instituciones y redes administrativas se combinaban como partes de una compleja “máquina científica colonial” para la exploración, el redescubrimiento y la reconquista de las Indias españolas.18

CIENCIA BUROCRÁTICA: HISTORIA NATURAL, INSTITUCIONES Y REDES ADMINISTRATIVAS

Tanto en España como en los virreinatos, viejas y nuevas instituciones porfiaban en promover la actividad útil en las ciencias, la tecnología y la industria.19 Las academias navales reformaban la instrucción matemática y astronómica, mientras que los hospitales y las farmacias del ejército consolidaban la formación médica y quirúrgica. En Madrid, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (fundada en 1744), el Real Jardín Botánico (1755) y el Real Gabinete de Historia Natural (1776) trabajaban en contacto especialmente estrecho con las expediciones.20 Instituciones paralelas surgieron en las colonias, incluidos los jardines botánicos de Lima (creado en 1778), México (1788), Guatemala (1796) y La Habana (creado en 1816, pero cuyas actividades se habían iniciado a comienzos de la década de 1790), y tenían contacto directo con las expediciones.21

El Real Jardín Botánico de Madrid fue la institución más activa en el proyecto de redescubrimiento y reconquista de la naturaleza en el Imperio español. Contribuyó directamente a organizar y dotar de personal a las expediciones, capacitó a muchos de sus integrantes, obtuvo fondos a través de patrocinadores de la Corte y supervisó a los naturalistas mientras viajaban.22 También recibió muchos de los especímenes, manuscritos e ilustraciones que las expediciones reunieron o produjeron. Al fundarse en 1755, el jardín tuvo su sede en las afueras de Madrid, y en 1781 se mudó a una prestigiosa ubicación céntrica en el Paseo del Prado. Sus directores y educadores llevaron a cabo una gran revisión de la botánica española, mejorando las colecciones y la reputación del jardín y formando una nueva generación de botánicos. Esa formación se centraba en la epistemología visual. Los educadores del jardín publicaban traducciones y ediciones españolas de las grandes obras botánicas de la época, así como sus propios manuales de la disciplina; con frecuencia, estas publicaciones se ocupaban del proceso de adquisición de habilidades de observación.23 Muchas de ellas presentaban ilustraciones y descripciones visuales. La mayoría de los estudiantes del jardín eran médicos, cirujanos y boticarios, tan interesados en la identificación y clasificación de plantas como en sus usos prácticos. Entre 1771 y 1801, bajo la dirección de Casimiro Gómez Ortega, el jardín coordinó la exploración botánica del Imperio español.

También se desempeñó como nodo central en la correspondencia entre los naturalistas españoles, sus pares europeos y los recolectores del Nuevo Mundo. Gómez Ortega y Antonio Palau, este último profesor de botánica de 1773 a 1793, reclutaron colaboradores en toda la península y el imperio, a quienes pedían muestras e información, y cuya colaboración recompensaban con cartas de aliento y el título de miembro honorario o contribuyente. Esta manera de trabajar era una emulación directa de lo que se hacía en el Jardin du Roi de París, cuyo jardinero en jefe había establecido una impresionante red de corresponsales y cuyas iniciativas en materia de botánica colonial fueron también un modelo para los Kew Gardens.24 Un listado de los nuevos contribuyentes del jardín entre 1783 y 1794, muchos de los cuales recibían el título de comisionado, ascendía a un total de 86 hombres, 63 de ellos residentes en España, seis en otros lugares de Europa y 17 en las Indias. Muchos eran boticarios, sobre todo en los virreinatos; otros eran médicos y sacerdotes, y algunos enseñaban en universidades.25 Estos colaboradores abastecían al jardín de plantas vivas, semillas e información escrita. Por ejemplo, tres comisionados de Puerto Rico enviaron semillas, cajones de plantas vivas y listas de plantas locales que podían llegar a interesar al jardín madrileño, como nuez moscada silvestre, guayacán, cedro y otras maderas, algodón, cacao, añil, jengibre y varios frutos comestibles y medicinales.26 Entre 1793 y 1796 Mariano Espinosa, un comisionado de La Habana, despachó anualmente cajones de plantas vivas, entre ellas piña, tabaco, mamey, guayaba, pimientos y otros frutos tropicales.27 Los naturalistas coloniales podían aprovechar su acceso a especímenes raros para entablar relaciones en las que trocaban esas muestras tan codiciadas por la credibilidad y el prestigio asociados a la colaboración con ese tipo de instituciones.28 Sin embargo, la cantidad de corresponsales en las Indias era pequeña si se la comparaba con la de quienes vivían en la península —casi cuatro veces más—, y particularmente si se consideraba el interés mucho más grande del jardín en aquellas regiones. Esto contribuye a explicar el enfoque múltiple del jardín, que trabajaba con contribuyentes y naturalistas viajeros a fin de maximizar su acceso a información y a especímenes de las Indias.

Los resultados de los esfuerzos de Palau y Gómez Ortega para crear una red de contribuyentes se reflejan en los índices anuales de semillas plantadas en el jardín que registran tanto un crecimiento en la cantidad total de plantas como en la proporción de las que eran de procedencia extraeuropea. En 1772, sólo cuatro de 650 especies eran originarias de las Américas, esto es, apenas 0.6% del total.29 Hacia 1788, 262 de las 1 250 especies cultivadas en el jardín eran americanas, entre ellas tamarindo, vainilla, tabaco, papa, pimientos, plátano, yuca, pita, aguacate, algodón, añil y girasol. Esta cantidad representa 21% del total de plantas y 43% de las plantadas por primera vez durante el año anterior.30 En otras palabras, hacia 1788 una de cada cinco plantas del Real Jardín Botánico procedía de las Indias españolas. Los naturalistas viajeros entregaban al jardín la mayoría de las semillas foráneas. Sólo en 1781 la institución plantó 77 semillas peruanas que había recibido de Ruiz y Pavón.31

La otra institución madrileña que participó de manera igualmente activa en la investigación a gran escala de la naturaleza imperial fue el Real Gabinete de Historia Natural, fundado en 1771 mediante la adquisición de una colección privada perteneciente a Pedro Franco Dávila, un criollo ecuatoriano que había vivido casi treinta años en París. La colección se abrió al público con bombos y platillos en 1776 e incluía todos los artículos de un bien surtido gabinete de la época, entre ellos antigüedades, minerales y piedras preciosas, fósiles, animales conservados y un inventario de conchas particularmente digno de nota.32 A lo largo de las décadas siguientes recibió nutridas remesas de las expediciones de historia natural y contribuyentes de todos los rincones del Imperio español. El gabinete pone de relieve la estrecha relación que existía en esos tiempos entre la historia natural y el arte, también evidenciada en la obra pictórica de las expediciones. Su sede se encontraba en el último piso de un edificio que en su planta baja albergaba la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en el mismísimo lugar donde los jóvenes artistas se capacitaban antes de incorporarse a las expediciones de historia natural en las Indias españolas; años después muchos de los objetos recolectados en esos viajes se expondrían en el gabinete, directamente encima de donde esos hombres habían estudiado. Esta cohabitación de las bellas artes y la historia natural no era una coincidencia, sino más bien el resultado de una concepción iluminista española de las aplicaciones prácticas del arte. Una inscripción en latín que se halla sobre la entrada al edificio plantea, hasta el día de hoy, esa idea: “El rey Carlos III unió bajo un mismo techo la naturaleza y el arte para utilidad pública”.33