El ingenioso hidalgo D. Quijote de la mancha 2 - Enrique Suárez Figaredo - E-Book

El ingenioso hidalgo D. Quijote de la mancha 2 E-Book

Enrique Suárez Figaredo

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Beschreibung

Ediciones Carena le ofrece a sus lectores esta edición de la inmortal novela de Cervantes. El texto ha sido cuidadosamente revisado, y la anotación, abundantísima, ayudará a cualquier lector, sin importar su familiaridad con textos de nuestro Siglo de Oro.Si gracias a la sagacidad y dedicación de Enrique Suárez hay un antes y un después en el llamado enigma de Avellaneda, también lo habrá en El Quijote, pues esta edición llega donde ninguna otra había llegado en lo que los especialistas denominan la fijación del texto, y será edición de referencia de aquí en adelante.EL AUTOREnrique Suárez Figaredo (Barcelona, 1951) vivió su infancia en el barrio del Poble Sec, a las espaldas de aquella fábrica de la luz de la que hoy sobreviven sus emblemáticas chimeneas. A ellas, a la Fecsa, lo llevó el destino en 1974. Cuando Fecsa se integró en Endesa, se le encargó el Centro de Ingeniería de Distribución de esta compañía, y, posteriormente, la Subdirección de Control de Calidad de Aprovisionamientos.Su afición al Quijote empezó hace unos cinco años, cuando comprobó que el texto del ejemplar que leía en casa discrepaba ocasionalmente del que lo acompañaba en sus viajes. Hombre inquieto, se interesó por el asunto, y empezó a acumular documentación, a consultar ediciones, antiguas y modernas, a contactar con quijotistas del mundo, a leer toda la producción cervantina y a otros autores del Siglo de Oro y, finalmente, a compulsar los ejemplares originales de las primeras ediciones del libro.

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SEGVNDA PARTE

DEL INGENIOSO

CAVALLERO DON

QVIXOTE DE LA MANCHA.

Por Miguel de Ceruantes Saauedra, autor de su primera parte

Dirigida a don Pedro Fernandez de Castro, Conde de Lemos, de Andrade y de Villalua, Marques de Sarria, Gentilhombre de la Camara de Su Magestad, Comendador de la Encomienda de Peñafiel, y la Zarça de la Orden de Alcantara, Virrey, Gouernador y Capitan General del Reyno de Napoles, y Presidente del supremo Consejo de Italia.

En Madrid, Por Iuan de la Cuesta vendese en casa de Francisco de Robles, librero del Rey N. S.

TASA

YO, Hernando de Vallejo, Escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen1 en su Consejo, doy fe: que habiéndose visto por los señores dél un libro que compuso Miguel de Cervantes Saavedra, intitulado don Quijote de la Mancha, segunda parte, que con licencia de Su Majestad fue impreso, le tasaron a cuatro maravedís cada pliego en papel, el cual tiene setenta y tres pliegos, que al dicho respeto2 suma y monta docientos y noventa3 y dos maravedís; y mandaron que esta tasa se ponga al principio de cada volumen del dicho libro, para que se sepa y entienda, lo que por él se ha de pedir y llevar, sin que se exceda en ello en manera alguna, como consta y parece4 por el auto y decreto orig[i]nal5 sobre ello dado, y que queda en mi poder, a que me refiero; y de mandamiento de los dichos señores del Consejo y de pedimiento de la parte del dicho Miguel de Cervantes di esta fee en Madrid, a veinte y uno días del mes de otubre de6 mil y seiscientos y quince años.

Hernando de Vallejo7

FEE DE ERRATAS

VI este libro, intitulado Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, y no hay en él cosa digna de notar que no corresponda a su original. Dada en Madrid a veinte y uno de otubre, mil y seiscientos y quince.

El Licenciado Francisco Murcia de la Llana

APROBACIÓN

POR comisión y mandado de los señores del Consejo he hecho ver8 el libro contenido en este memorial: no contiene cosa contra la fe ni buenas costumbres; antes es libro de mucho entretenimiento lícito, mezclado de mucha Filosofía moral. Puédesele dar licencia para imprimirle. En Madrid, a cinco de noviembre de mil seiscientos y quince.

Doctor Gutierre de Cetina9

APROBACIÓN

POR comisión y mandado de los señores del Consejo he visto la Segunda parte de don Quijote10de la Mancha, por Miguel de Cervantes Saavedra: no contiene cosa contra nuestra santa fe católica ni buenas costumbres; antes muchas11 de honesta recreación y apacible divertimiento que los antiguos juzgaron convenientes a sus Repúblicas, pues aun12 la severa de los lacedemonios levantaron estatua a la risa, y los de Tesalia la dedicaron fiestas, como lo dice Pausanias13 referido de Bosio14, libro 2 De signis Ecclesiae, capítulo 10, alentando ánimos marchitos y espíritus melancólicos; de que se acordó15 Tulio en el primero De legibus, y el poeta diciendo16: Interpone tuis interdum g[au]dia17curis, lo cual hace el autor mezclando las veras a las burlas, lo dulce a lo provechoso y lo moral a lo faceto18, disimulando en el cebo del donaire el anzuelo de la reprehensión, y cumpliendo con el acertado asunto en que pretende la expulsión de los libros de caballerías, pues con su buena diligencia, mañosamente19, [v]a20 limpiando de su contagiosa dolencia a estos reinos. Es obra muy digna de su grande ingenio, honra y lustre de nuestra nación, admiración y invidia de las estrañas. Este es mi parecer, salvo, etc.21 En Madrid, a 17 de marzo de 1615.

El Maestro Joseph de Valdivielso22

APROBACIÓN

POR comisión del señor Doctor Gutierre de Cetina, vicario general23 desta villa de Madrid, Corte de Su Majestad, he visto este libro de la Segunda parte del Ingenioso Caballero24don Quijote de la Mancha, por Miguel de Cervantes Saavedra, y no hallo en él cosa indigna de un cristiano celo ni que disuene25 de la decencia debida a buen ejemplo ni virtudes morales26; antes mucha erudición y aprovechamiento, así en la continencia de su bien seguido asunto para extirpar los vanos y mentirosos libros de caballerías, cuyo contagio había cundido más de lo que fuera justo, como en la lisura27 del lenguaje castellano, no adulterado con enfadosa y estudiada afectación, vicio con razón aborrecido de hombres cuerdos; y en la correción de vicios28 que generalmente toca, ocasionado29 de sus agudos discursos, guarda con tanta cordura las leyes de reprehensión cristiana, que aquel que fuere tocado de la enfermedad que pretende curar, en lo dulce y sabroso de sus medicinas gustosamente habrá bebido, cuando menos lo imagine, sin empacho ni asco alguno, lo provechoso de la detestación de su vicio, con que se hallará, que es lo más difícil de conseguirse, gustoso y reprehendido.

Ha habido muchos que por no haber sabido templar ni mezclar a propósito lo útil con lo dulce han dado con todo su molesto trabajo en tierra, pues no pudiendo imitar a Diógenes en lo filósofo y docto, atrevida, por no decir licenciosa y desalumbradamente, le pretenden imitar en lo cínico30, entregándose a maldicientes, inventando casos que no pasaron, para hacer capaz al vicio que tocan de su áspera reprehensión, y por ventura descubren caminos para seguirle hasta entonces ignorados, con que vienen a quedar, si no reprehensores, a lo menos maestros dél31. Hácense odiosos a los bien entendidos; con el pueblo pierden el crédito, si alguno tuvieron, para admitir sus escritos, y los vicios que arrojada e imprudentemente quisieren corregir, en muy peor estado32 que antes; que no todas las postemas33 a un mismo tiempo están dispuestas para admitir las recetas o cauterios34; antes algun[a]s35 mucho mejor reciben las blandas y suaves medicinas, con cuya aplicación el atentado y docto médico consigue el fin de resolverlas, término36 que muchas veces es mejor que no el que se alcanza con el rigor del hierro.

Bien diferente han sentido de los escritos de Miguel [de]37 Cervantes así nuestra nación como las estrañas, pues como a milagro desean ver el autor de libros que con general aplauso, así por su decoro y decencia como por la suavidad y blandura de sus discursos, han recebido España, Francia, Italia, Alemania y Flandes. Certifico con verdad que en veinte y cinco de febrero deste año de seiscientos y quince, habiendo ido el illustrísimo señor don Bernardo de Sandoval y Rojas38, cardenal arzobispo de Toledo, mi señor, a pagar39 la visita que a Su Illustrísima hizo el Embajador de Francia que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos40 de sus príncipes y los de España, muchos caballeros franceses de los que vinieron acompañando al Embajador, tan corteses como entendidos y amigos de buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del Cardenal mi señor, deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más validos41; y tocando acaso en este que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas42, encareciendo la estimación en que así en Francia como en los reinos sus confinantes se tenían sus obras: La Galatea, que alguno dellos tiene43 casi de memoria, la primera parte désta44 y Las Novelas45. Fueron tantos sus encare[ci]mientos46, que me ofrecí llevarles que viesen el autor dellas, que estimaron con mil demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy por menor47 su edad, su profesión, calidad y cantidad48. Halleme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales49 palabras: Pues ¿a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público? Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento, y con mucha agudeza, y dijo: Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo.

Bien creo que está, para censura, un poco larga, alguno dirá que toca los límites de lisonjero elogio; mas la verdad de lo que cortamente digo deshace en el crítico la sospecha y en mí el cuidado; además, que el día de hoy no se lisonjea a quien no tiene con qué cebar el pico del adulador que, aunque afectuosa y falsamente dice de burlas, pretende ser remunerado de veras. En Madrid, a veinte y siete de febrero de mil y seiscientos y quince.

El Licenciado Márquez Torres.

PRIVILEGIO

POR cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes Saavedra, nos fue fecha relación que habíades compuesto la Segunda parte de don Quijote de la Mancha, de la cual hacíades presentación, y por ser libro de historia agradable y honesta, y haberos costado mucho trabajo y estudio, nos suplicastes os mandásemos dar licencia para le poder imprimir y privilegio por veinte años o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hizo la diligencia que la premática por Nós sobre ello fecha dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula en la dicha razón, y Nós tuvímoslo por bien. Por la cual vos damos licencia y facultad para que por tiempo y espacio de diez años cumplidos, primeros siguientes que corran y se cuenten desde el día de la fecha de esta nuestra cédula en adelante, vos o la persona que para ello vuestro poder hobiere50, y no otra alguna, podáis imprimir y vender el dicho libro que de suso se hace mención; y por la presente damos licencia y facultad a cualquier impresor de nuestros reinos que nombráredes para que durante el dicho tiempo le pueda imprimir por el original que en el nuestro Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin de Hernando de Vallejo, nuestro escribano de Cámara y uno de los que en él residen, con que antes y primero que se venda lo traigáis ante ellos, juntamente con el dicho original, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, o traigáis fe en pública forma como por corretor por Nós nombrado se vio y corrigió la dicha impresión por el dicho original; y más al dicho impresor que ansí imprimiere el dicho libro no imprima el principio y primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro con el original al autor y persona51 a cuya costa lo imprimiere, ni a otra alguna, para efecto de la dicha correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo; y estando hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, en el cual imediatamente52 ponga esta nuestra licencia y la aprobación, tasa y erratas, ni lo podáis vender, ni vendáis vos ni otra persona alguna, hasta que esté el dicho libro en la forma susodicha, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en la dicha premática y leyes de nuestros reinos que sobre ello disponen; y más, que durante el dicho tiempo persona alguna sin vuestra licencia no le pueda imprimir ni vender, so pena que el que lo imprimiere y vendiere haya perdido y pierda cualesquiera libros, moldes y aparejos que dél tuviere, y más incurra en pena de cincuenta mil maravedís por cada vez que lo contrario hiciere, de la cual dicha pena sea la tercia parte para nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra tercia parte para el que lo denunciare; y más, a los del nuestro Consejo, Presidentes, Oidores de las nuestras Audiencias, Alcaldes, Alg[u]aciles53 de la nuestra Casa y Corte y Chancillerías, y a otras cualesquiera justicias de todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y señoríos, y a cada uno en su juridición, ansí a los que agora son como a los que serán de aquí adelante, que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula y merced que ansí vos hacemos, y contra ella no vayan ni pasen en manera alguna, so pena de la nuestra merced54 y de diez mil maravedís para la nuestra Cámara. Dada en Madrid, a treinta días del mes de marzo de mil y seiscientos y quince años.

YO, EL REY

Por mandado del Rey nuestro señor, Pedro de Contreras

DEDICATORIA AL CONDE DE LEMOS

ENVIANDO a Vuestra Excelencia los días pasados mis Comedias1, antes impresas que representadas, si bien me acuerdo, dije que don Quijote quedaba calzadas las espuelas para ir a besar las manos a Vuestra Excelencia; y ahora digo que se las ha calzado y se ha puesto en camino; y si él allá llega, me parece que habré hecho algún servicio a Vuestra Excelencia, porque es mucha la priesa que de infinitas partes me dan a que le envíe, para quitar el hámago2 y la náusea que ha causado otro don Quijote que con nombre de Segunda parte se ha disfrazado y corrido por el orbe. Y el que más ha mostrado desearle ha sido el grande Emperador de la China, pues en lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio3, pidiéndome, o, por mejor decir, suplicándome, se le enviase, porque quería fundar un colegio donde se leyese4 la lengua castellana, y quería que el libro que se leyese fuese el de la Historia de don Quijote; juntamente con esto me decía que fuese yo a ser el Rector del tal colegio. Preguntele al portador5 si Su Majestad le había dado para mí alguna ayuda de costa6. Respondiome que ni por pensamiento. Pues, hermano, le respondí yo, vos os podéis volver a vuestra China a las diez, o a las veinte7, o a las que venís despachado, porque yo no estoy con salud para ponerme en tan largo viaje. Además, que sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros; y emperador por emperador y monarca por monarca, en Nápoles tengo al grande Conde de Lemos, que, sin tantos titulillos de colegios ni rectorías, me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear. Con esto le despedí, y con esto me despido, ofreciendo a Vuestra Excelencia Los trabajos de Persil[e]s8y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de9 cuatro meses, Deo volente10; el cual ha de ser o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque, según la opinión de mis amigos, ha de llegar al estremo de bondad posible. Venga Vuestra Excelencia con la salud que es deseado, que ya estará Persiles para besarle las manos, y yo los pies11, como criado que soy de Vuestra Excelencia. De Madrid, último de otubre de mil seiscientos y quince.

Criado de Vuestra Excelencia, Miguel de Cervantes Saavedra

PRÓLOGO AL LECTOR

VÁLAME Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector illustre, o quier1 plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo don Quijote, digo de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona!2 Pues en verdad que no te he dar3 este contento; que puesto que4 los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Quisieras tú que lo diera5 del asno, del mentecato y del atrevido; pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco6, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino7 en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver8 los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga9; y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción10 prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra y al de desear la justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.

He sentido también que me llame invidioso, y que, como a ignorante, me describa qué cosa sea la invidia11; que en realidad de verdad, de dos que hay yo no conozco sino a la santa, a la noble y bien intencionada; y siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, engañose de todo en todo; que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa12. Pero, en efecto, le agradezco a este señor autor el decir que mis Novelas son más satíricas que ejemplares, pero que son buenas13; y no lo pudieran ser si no tuvieran de todo. Paréceme que me dices que ando muy limitado, y que me contengo mucho en los términos de mi modestia, sabiendo que no se ha añadir14 aflición al afligido, y que la que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad. Si por ventura llegares a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por agraviado; que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros cuanta fama; y para confirmación desto quiero que en tu buen donaire y gracia15 le cuentes este cuento:

Había en Sevilla un loco que dio en el más gracioso disparate y tema que dio loco en el mundo. Y fue que hizo un cañuto de caña puntiagudo16 en el fin, y, en cogiendo algún perro en la calle, o en cualquiera otra parte, con el un pie le cogía el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como mejor podía le acomodaba el cañuto en la parte que, soplándole, le ponía redondo como una pelota, y, en teniéndolo desta suerte, le daba dos palmaditas en la barriga y le soltaba, diciendo a los circunstantes, que siempre eran muchos: ¿Pensarán vuesas mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro? ¿Pensará vuesa merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?17

Y si este cuento no le cuadrare, dirasle, lector amigo, éste, que también es de loco y de perro:

Había en Córdoba otro loco, que tenía por costumbre de traer encima de la cabeza un pedazo de losa de mármol, o un canto18 no muy liviano, y en topando algún perro descuidado, se le ponía junto, y a plomo dejaba caer sobre él el peso. Amohinábase el perro, y dando ladridos y aullidos no paraba en tres calles. Sucedió, pues, que entre los perros que descargó la carga, fue uno un perro de un bonetero, a quien quería mucho su dueño. Bajó el canto, diole en la cabeza, alzó el grito el molido perro, violo y sintiolo su amo, asió de una vara de medir y salió al loco, y no le dejó hueso sano19; y [a]20 cada palo que le daba decía: Perro ladrón, ¿a mi podenco? ¿No viste, cruel, que era podenco21mi perro? Y repitiéndole el nombre de podenco muchas veces, envió al loco [h]echo una alheña22. Escarmentó el loco y retirose, y en más de un mes no salió a la plaza, al cabo del cual tiempo volvió con su invención y con más carga. Llegábase donde estaba el perro, y mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a descargar la piedra, decía: Este es podenco; ¡guarda!23 En efeto24, todos cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos o gozques25, decía que eran podencos, y así, no soltó más el canto. Quizá de esta suerte le podrá acontecer a este historiador, que no se atreverá a soltar más la presa26 de su ingenio en libros que, en siendo malos, son más duros que las peñas.

Dile también que de la amenaza que me hace, que me ha de quitar la ganancia con su libro27, no se me da un ardite; que acomodándome al entremés famoso de La Perendenga28, le respondo que me viva el Veinte y cuatro mi señor, y Cristo con todos29. Viva el gran Conde de Lemos, cuya cristiandad y liberalidad bien conocida contra todos los golpes de mi corta fortuna me tiene en pie, y vívame la suma caridad del illustrísimo de Toledo don Bernardo de Sandoval y Rojas; y siquiera30 no haya emprentas en el mundo, y siquiera se impriman contra mí más libros que tiene[n]31 letras las coplas de Mingo Revulgo32. Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni otro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme; en lo que me tengo por más dichoso y más rico que si la Fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre. La honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar a la nobleza, pero no escurecerla del todo; pero como la virtud dé alguna luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza, viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus, y por el consiguiente, favorecida.

Y no le digas más, ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte que consideres que esta segunda parte de don Quijote que te ofrezco es cortada del mismo artífice y del mesmo paño que la primera, y que en ella te doy a don Quijote dilatado y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno33 se atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados; y basta también que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras, sin querer de nuevo entrarse en ellas; que la abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las malas, se estima en algo.

Olvidá[ba]seme34 de decirte que esperes el Persiles, que ya estoy acabando, y la segunda parte de Galatea35.

Capítulo I De lo que el cura y el barbero pasaron con don Quijote cerca de su enfermedad

CUENTA Cide Hamete Benengeli en la segunda parte desta historia, y tercera salida de don Quijote, que el cura y el barbero se estuvieron casi un mes1 sin verle, por no renovarle y traerle a la memoria las cosas pasadas. Pero no por esto dejaron de visitar a su sobrina y a su ama, encargándolas tuviesen cuenta con regalarle, dándole a comer cosas confortativas2 y apropiadas para el corazón y el celebro, de donde procedía, según buen discurso, toda su mala ventura. Las cuales dijeron que así lo hacían, y lo harían, con la voluntad y cuidado posible, porque echaban de ver que su señor por momentos iba dando muestras de estar en su entero juicio; de lo cual recibieron los dos gran contento, por parecerles que habían acertado en haberle traído encantado en el carro de los bueyes, como se contó en la primera parte desta tan grande como puntual historia, en su último capítulo. Y así, determinaron de visitarle y hacer esperiencia de su mejoría, aunque tenían casi por imposible que la tuviese, y acordaron de no tocarle en ningún punto de la andante caballería, por no ponerse a peligro de descoser los de la herida, que tan tiernos estaban.

Visitáronle, en fin, y halláronle sentado en la cama, vestida una almilla de bayeta3 verde, con un bonete colorado toledano; y estaba tan seco y amojamado, que no parecía sino hecho de carnemomia. Fueron dél muy bien recebidos, preguntáronle por su salud, y él dio cuenta de sí y de ella con mucho juicio y con muy elegantes palabras. Y en el discurso de su plática vinieron a tratar en esto que llaman razón de estado y modos de gobierno4, enmendando este abuso y condenando aquél, reformando una costumbre y desterrando otra, haciéndose cada uno de los tres un nuevo legislador, un Licurgo moderno o un Solón5 flamante; y de tal manera renovaron la república, que no pareció sino que la habían puesto en una fragua y sacado otra de la que pusieron; y habló don Quijote con tanta discreción en todas las materias que se tocaron, que los dos esaminadores creyeron indubitadamente6 que estaba del todo bueno y en su entero juicio.

Halláronse presentes a la plática la sobrina y ama, y no se hartaban de dar gracias a Dios de ver a su señor con tan buen entendimiento; pero el cura, mudando el propósito primero, que era de no tocarle en cosa de caballerías, quiso hacer de todo en todo esperiencia si la sanidad de don Quijote era falsa o verdadera; y así, de lance en lance7 vino a contar algunas nuevas que habían venido de la Corte, y, entre otras, dijo que se tenía por cierto que el Turco bajaba8 con una poderosa armada, y que no se sabía su designio, ni adónde había de descargar tan gran nublado; y con este temor, con que casi cada año nos toca arma, estaba puesta en ella9 toda la cristiandad, y Su Majestad había hecho proveer10 las costas de Nápoles y Sicilia y la Isla de Malta. A esto respondió don Quijote:

—Su Majestad ha hecho como prudentísimo guerrero en proveer sus estados con tiempo, porque no le halle desapercebido el enemigo; pero si se tomara mi consejo, aconsejárale yo que usara de una prevención, de la cual Su Majestad la hora de agora debe estar muy ajeno de pensar en ella.

Apenas oyó esto el cura, cuando dijo entre sí:

—Dios te tenga de su mano, pobre don Quijote11; que me parece que te despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad.

Mas el barbero, que ya había dado en el mesmo pensamiento que el cura, preguntó a don Quijote cuál era la advertencia de la prevención que decía era bien se hiciese; quizá podría ser tal, que se pusiese en la lista de los muchos advertimientos impertinentes12 que se suelen dar a los príncipes.

—El mío, señor rapador13 —dijo don Quijote—, no será impertinente, sino perteneciente.

—No lo digo por tanto —replicó el barbero—, sino porque tiene mostrado la esperiencia que todos o los más arbitrios14, que se dan a Su Majestad, o son imposibles o disparatados, o en daño del Rey o del reino.

—Pues el mío —respondió don Quijote— ni es imposible ni disparatado, sino el más fácil, el más justo y el más mañero15 y breve que puede caber en pensamiento de arbitrante alguno.

—Ya tarda en decirle vuesa merced, señor don Quijote —dijo el cura.

—No querría —dijo don Quijote— que le dijese yo aquí agora, y amaneciese mañana en los oídos de los señores consejeros, y se llevase otro las gracias y el premio de mi trabajo.

—Por mí —dijo el barbero—, doy la palabra, para aquí y para delante de Dios, de no decir lo que vuesa merced dijere a rey ni a roque16, ni a hombre terrenal: juramento que aprendí del romance del cura que en el prefacio avisó al rey del ladrón que le había robado las cien doblas y la su mula la andariega17.

—No sé historias18 —dijo don Quijote—, pero sé que es bueno ese juramento, en fee de que sé que es hombre de bien el señor barbero.

—Cuando no lo fuera —dijo el cura—, yo le abono y salgo por él19, que en este caso no hablará más que un mudo, so pena de pagar lo juzgado y sentenciado.

—Y a vuesa merced ¿quién le fía, señor cura? —dijo don Quijote.

—Mi profesión —respondió el cura—, que es de guardar secreto.

—¡Cuerpo de tal! —dijo a esta sazón don Quijote—. ¿Hay más sino20 mandar Su Majestad por público pregón que se junten en la Corte para un día señalado todos los caballeros andantes que vagan por España, que aunque no viniesen sino media docena, tal21 podría venir entre ellos que solo bastase a destruir toda la potestad22 del Turco? Esténme vuesas mercedes atentos y vayan conmigo23. ¿Por ventura es cosa nueva deshacer un solo caballero andante un ejército de docientos mil hombres, como si todos juntos tuvieran una sola garganta, o fueran hechos de alfenique?24 Si no, díganme, ¿cuántas historias están llenas destas maravillas? ¡Había, en hora mala para mí, que no quiero decir para otro, de vivir hoy el famoso don Belianís o alguno de los del inumerable linaje de Amadís de Gaula!; que si alguno destos hoy viviera y con el Turco se afrontara, a fee que no le arrendara la ganancia25. Pero Dios mirará por su pueblo, y deparará alguno que, si no tan bravo como los pasados andantes caballeros, a lo menos, no les será inferior en el ánimo; y Dios me entiende y no digo más.

—¡Ay! —dijo a este punto la sobrina—. ¡Que me maten si no quiere mi señor volver a ser caballero andante!

A lo que dijo don Quijote:

—Caballero andante he de morir, y baje o suba el Turco cuando él quisiere y cuan poderosamente pudiere; que otra vez digo que Dios me entiende.

A esta sazón dijo el barbero:

—Suplico a vuesas mercedes que se me dé licencia para contar un cuento breve que sucedió en Sevilla, que, por venir aquí como de molde, me da gana de contarle.

Dio la licencia don Quijote, y el cura y los demás le prestaron atención, y él comenzó desta manera:

—En la casa de los locos de Sevilla estaba un hombre a quien sus parientes habían puesto allí por falto de juicio; era graduado en Cánones26 por Osuna, pero aunque lo fuera por Salamanca, según opinión de muchos, no dejara de ser loco. Este tal graduado, al cabo de algunos años de recogimiento27, se dio a entender que estaba cuerdo y en su entero juicio, y con esta imaginación escribió al arzobispo, suplicándole encarecidamente y con muy concertadas razones le mandase sacar de aquella miseria en que vivía, pues por la misericordia de Dios había ya cobrado el juicio perdido; pero que sus parientes, por gozar de la parte de su hacienda, le tenían28 allí, y, a pesar de la verdad, querían que fuese loco hasta la muerte. El arzobispo, persuadido de muchos billetes concertados y discretos, mandó a un capellán suyo se informase del retor de la casa si era verdad lo que aquel licenciado le escribía, y que asimesmo hablase con el loco, y que si le pareciese que tenía juicio, le sacase y pusiese en libertad. Hízolo así el capellán, y el retor le dijo que aquel hombre aún se estaba loco; que puesto que hablaba muchas veces como persona de grande entendimiento, al cabo disparaba con tantas necedades, que en muchas y en grandes igualaban a sus primeras discreciones, como se podía hacer la esperiencia hablándole. Quiso hacerla el capellán, y, poniéndole con el loco, habló con él una hora y más, y en todo aquel tiempo jamás el loco dijo razón torcida ni disparatada, antes habló tan atentadamente29, que el capellán fue forzado a creer que el loco estaba cuerdo; y entre otras cosas que el loco le dijo fue que el retor le tenía ojeriza, por no perder los regalos que sus parientes le hacían porque dijese que aún estaba loco, y con lucidos intervalos; y que el mayor contrario que en su desgracia tenía era su mucha hacienda, pues por gozar della sus enemigos ponían dolo30 y dudaban de la merced que Nuestro Señor le había hecho en volverle de bestia en hombre. Finalmente, él habló de manera, que hizo sospechoso al retor, codiciosos y desalmados a sus parientes, y a él tan discreto, que el capellán se determinó a llevársele consigo a que el arzobispo le viese y tocase con la mano la verdad de aquel negocio. Con esta buena fee, el buen capellán pidió al retor mandase dar los vestidos con que allí había entrado el licenciado; volvió a decir el retor que mirase lo que hacía, porque sin duda alguna el licenciado aún se estaba loco. No sirvieron de nada para con el capellán las prevenciones y advertimientos del retor para que dejase de llevarle31; obedeció el retor viendo ser orden del arzobispo; pusieron al licenciado sus vestidos, que eran nuevos y decentes32, y como él se vio vestido de cuerdo y desnudo de loco, suplicó al capellán que por caridad le diese licencia para ir a despedirse de sus compañeros los locos; el capellán dijo que él le quería acompañar y ver los locos que en la casa había. Subieron, en efeto, y con ellos algunos que se hallaron presentes; y llegado el licenciado a una jaula adonde estaba un loco furioso, aunque entonces sosegado y quieto, le dijo: Hermano mío: mire si me manda algo33, que me voy a mi casa; que ya Dios ha sido servido, por su infinita bondad y misericordia, sin yo merecerlo, de volverme mi juicio: ya estoy sano y cuerdo, que acerca del poder de Dios ninguna cosa es imposible. Tenga grande esperanza y confianza en Él, que pues a mí me ha vuelto a mi primero estado, también le volverá a él, si en Él confía. Yo tendré cuidado de enviarle algunos regalos que coma, y cómalos en todo caso; que le hago saber que imagino, como quien ha pasado por ello, que todas nuestras locuras proceden de tener los estómagos vacíos y los celebros llenos de aire. Esfuércese, esfuércese; que el descaecimiento34en los infortunios apoca la salud y acarrea35la muerte. Todas estas razones del licenciado escuchó otro loco que estaba en otra jaula, frontero de la del furioso, y levantándose de una estera vieja donde estaba echado y desnudo en cueros, preguntó a grandes voces quién era el que se iba sano y cuerdo. El licenciado respondió: Yo soy, hermano, el que me voy; que ya no tengo necesidad de estar más aquí36, por lo que doy infinitas gracias a los Cielos, que tan grande merced me han hecho. Mirad lo que decís, licenciado, no os engañe el Diablo, replicó el loco; sosegad el pie37,y estaos quedito en vuestra casa y ahorrareis la vuelta. Yo sé que estoy bueno, replicó el licenciado, y no habrá para que tornar a andar estaciones. ¿Vos bueno? dijo el loco. Agora bien, ello dirá38; andad con Dios, pero yo os voto a Júpiter, cuya majestad yo represento en la tierra, que por solo este pecado que hoy comete Sevilla en sacaros desta casa y en teneros por cuerdo, tengo de hacer un tal castigo en ella, que quede memoria dél por todos los siglos de los siglos, amen. ¿No sabes tú, licenciadillo menguado, que lo podré hacer, pues, como digo, soy Júpiter Tonante39, que tengo en mis manos los rayos abrasadores con que puedo y suelo amenazar y destruir el mundo? Pero con sola una cosa quiero castigar a este ignorante pueblo: y es con no llover en él ni en todo su distrito y contorno por tres enteros años, que se han de contar desde el día y punto en que ha sido hecha esta amenaza en adelante. ¿Tú libre, tú sano, tú cuerdo; y yo loco, y yo enfermo, y yo atado? Así pienso llover como pensar ahorcarme. A las voces y a las razones del loco estuvieron los circustantes atentos; pero nuestro licenciado, volviéndose a nuestro capellán y asiéndole de las manos, le dijo: No tenga vuesa merced pena, señor mío, ni haga caso de lo que este loco ha dicho; que si él es Júpiter y no quisiere llover, yo que soy Neptuno, el padre y el dios de las aguas, lloveré todas las veces que se me antojare y fuere menester. A lo que respondió el capellán: Con todo eso, señor Neptuno, no será bien enojar al señor Júpiter: vuesa merced se quede en su casa; que otro día, cuando haya más comodidad y más espacio40, volveremos por vuesa merced. Riose el retor y los presentes, por cuya risa se medio corrió el capellán; desnudaron al licenciado, quedose en casa, y acabose el cuento.

—Pues ¿éste es el cuento, señor barbero —dijo don Quijote— que por venir aquí como de molde no podía dejar de contarle? ¡Ah, señor rapista, señor rapista, y cuán ciego es aquel que no vee por tela de cedazo!41 Y ¿es posible que vuesa merced no sabe que las comparaciones que se hacen de ingenio a ingenio, de valor a valor, de hermosura a hermosura y de linaje a linaje son siempre odiosas y mal recebidas? Yo, señor barbero, no soy Neptuno el dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga por discreto no lo siendo; sólo me fatigo por dar a entender al mundo en el error en que está en no renovar en sí42 el felicísimo tiempo donde campeaba43 la orden de la andante caballería. Pero no es merecedora la depravada44 edad nuestra de gozar tanto bien como el que gozaron las edades donde los andantes caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes. Los más de los caballeros que agora se usan, antes les crujen los damascos, los brocados45 y otras ricas telas de que se visten, que la malla con que se arman; ya no hay caballero que duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo, armado de todas armas desde los pies a la cabeza; y ya no hay qu[i]en46, sin sacar los pies de los estribos, arrimado a su lanza, sólo procure descabezar47, como dicen, el sueño, como lo hacían los caballeros andantes. Ya no hay ninguno que saliendo deste bosque entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado48, y hallando en ella y en su orilla un pequeño batel49 sin remos, vela, mástil, ni jarcia50 alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo y ya le bajan al abismo; y él, puesto el pecho a la incontrastable51 borrasca, cuando menos se cata, se halla tres mil y más leguas distante del lugar donde se embarcó, y saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas no en pergaminos, sino en bronces. Mas agora ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica52 de la práctica de las armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los andantes caballeros. Si no, díganme: ¿quién más honesto y más valiente que el famoso Amadís de Gaula? ¿Quién más discreto que Palmerín de Inglaterra? ¿Quién más acomodado y manual53 que Tirante el Blanco? ¿Quién más galán54 que Lisuarte de Grecia? ¿Quién más acuchillado ni acuchillador que don Belianís? ¿Quién más intrépido que Perión de Gaula? O ¿quién más acometedor de peligros que Felixmarte de Hircania? O ¿quién más sincero que Esplandián? ¿Quién más arrojado que don C[ir]ongilio55 de Tracia? ¿Quién más bravo que Rodamonte?56 ¿Quién más prudente que el rey Sobrino? ¿Quién más atrevido que Reinaldos? ¿Quién más invencible que Roldán? Y ¿quién más gallardo y más cortés que Rugero, de quien decienden hoy los duques de Ferrara57, según Turpín en su Cosmografía? Todos estos caballeros, y otros muchos que pudiera decir, señor cura, fueron caballeros andantes, luz y gloria de la caballería. Déstos, o tales como éstos, quisiera yo que fueran los de mi arbitrio; que a serlo, Su Majestad se hallara bien servido y ahorrara de mucho gasto, y el Turco se quedara pelando las barbas; y con esto, [me] quiero quedar58 en mi casa, pues no me saca el capellán della; y s[i]59 Júpiter, como ha dicho el barbero, no lloviere, aquí estoy yo, que lloveré cuando se me antojare. Digo esto porque sepa el señor Bacía que le entiendo.

—En verdad, señor don Quijote —dijo el barbero—, que no lo dije por tanto; y así me ayude Dios como fue buena mi intención, y que no debe vuesa merced sentirse.

—Si puedo sentirme o no —respondió don Quijote—, yo me lo sé.

A esto dijo el cura:

—Aun bien que60 yo casi no he hablado palabra hasta ahora, y no quisiera quedar con un escrúpulo que me roe y escarba la conciencia, nacido de lo que aquí el señor don Quijote ha dicho.

—Para otras cosas más —respondió don Quijote— tiene licencia el señor cura; y así, puede decir su escrúpulo, porque no es de gusto andar con la conciencia escrupulosa.

—Pues con ese beneplácito61 —respondió el cura—, digo que mi escrúpulo es que no me puedo persuadir en ninguna manera a que toda la caterva de caballeros andantes que vuesa merced, señor don Quijote, ha referido, hayan sido real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; antes imagino que todo es ficción, fábula y mentira, y sueños contados por hombres despiertos62, o, por mejor decir, medio dormidos.

—Ese es otro error —respondió don Quijote— en que han caído muchos: que no creen que haya habido tales caballeros63 en el mundo; y yo muchas veces, con diversas gentes y ocasiones, he procurado sacar a la luz de la verdad este casi común engaño; pero algunas veces no he salido con mi intención, y otras sí, sustentándola sobre los hombros de la verdad; la cual verdad es tan cierta, que estoy por decir que con mis propios ojos vi a Amadís de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, bien puesto de barba, aunque negra, de vista entre blanda y rigurosa, corto de razones64, tardo en airarse y presto en deponer65 la ira. Y del modo que he delineado a Amadís, pudiera, a mi parecer, pintar y desc[rib]ir66 todos cuantos caballeros andantes andan en las historias en el orbe; que por la aprehensión67 que tengo de que fueron como sus historias cuentan, y por las hazañas que hicieron y condiciones68 que tuvieron se pueden sacar por buena filosofía sus faciones, sus colores y estaturas.

—¿Qué tan grande le parece a vuesa merced, mi señor don Quijote —preguntó el barbero—, debía de ser el gigante Morgante?

—En esto de gigantes —respondió don Quijote— hay diferentes opiniones si los ha habido o no en el mundo: pero la Santa Escritura, que no puede faltar un átomo en la verdad, nos muestra que los hubo contándonos la historia de aquel filisteazo de Golías, que tenía siete codos y medio de altura, que es una desmesurada grandeza. También en la isla de Sicilia se han hallado canillas y espaldas69 tan grandes, que su grandeza manifiesta que fueron gigantes sus dueños, y tan grandes como grandes torres; que la Geometría saca esta verdad de duda. Pero, con todo esto, no sabré decir con certidumbre qué tamaño tuviese Morgante, aunque imagino que no debió de ser muy alto; y muéveme a ser deste parecer hallar en la historia donde se hace mención particular de sus hazañas que muchas veces dormía debajo de techado; y pues hallaba casa donde cupiese, claro está que no era desmesurada su grandeza.

—Así es —dijo el cura.

El cual, gustando de oírle decir tan grandes disparates, le preguntó que qué sentía acerca de los rostros de Reinaldos de Montalbán y de don Roldán y de los demás doce Pares de Francia, pues todos habían sido caballeros andantes.

—De Reinaldos —respondió don Quijote— me atrevo a decir que era ancho de rostro, de color bermejo, los ojos bailadores y algo saltados, puntoso70 y colérico en demasía, amigo de ladrones y de gente perdida. De Roldán, o Rotolando, o Orlando, que con todos estos nombres le nombran las historias, soy de parecer, y me afirmo, que fue de mediana estatura, ancho de espaldas, algo estevado71, moreno de rostro y barbitaheño, velloso en el cuerpo y de vista amenazadora, corto de razones, pero muy comedido y bien criado.

—Si no fue Roldán más gentilhombre72 que vuesa merced ha dicho —replicó el cura—, no fue maravilla que la señora Angélica la Bella le desdeñase y dejase por la gala, brío y donaire que debía de tener el morillo barbiponiente73 a quien ella se entregó; y anduvo discreta de adamar74 antes la blandura de Medoro que la aspereza de Roldán.

—Esa Angélica —respondió don Quijote—, señor cura, fue una doncella destraída, andariega y algo antojadiza, y tan lleno dejó el mundo de sus impertinencias como de la fama de su hermosura: despreció mil señores, mil valientes y mil discretos, y contentose con un pajecillo barbilucio sin otra hacienda ni nombre que el que le pudo dar de agradecido la amistad que guardó a su amigo75. El gran cantor de su belleza, el famoso Ariosto, por no atreverse o por no querer cantar lo que a esta señora le sucedió después de su ruin entrego76, que no debieron ser cosas demasiadamente honestas, la dejó, donde dijo:

Y como del Catay recibió el cetro, quizá otro cantará con mejor plectro.

Y sin duda que esto fue como profecía; que los poetas también se llaman vates, que quiere decir adivinos. Veese esta verdad clara, porque después acá un famoso poeta andaluz77 lloró y cantó sus lágrimas, y otro famoso y único poeta castellano78 cantó su hermosura.

—Dígame, señor don Quijote —dijo a esta sazón el barbero—: ¿no ha habido algún poeta que haya hecho alguna sátira a esa señora Angélica, entre tantos como la han alabado?

—Bien creo yo —respondió don Quijote— que si Sacripante o Roldán fueran poetas, que ya me hubieran jabonado79 a la doncella; porque es propio y natural de los poetas desdeñados y no admitidos de sus damas, fingidas o [no] fingidas80, en efeto, de aquell[a]s a quien ellos escogieron por señoras de sus pensamientos, vengarse con sátiras y libelos81, venganza, por cierto, indigna de pechos generosos; pero hasta agora no ha llegado a mi noticia ningún verso infamatorio contra la señora Angélica, que trujo revuelto el mundo.

—¡Milagro! —dijo el cura.

Y, en esto, oyeron que la ama y la sobrina, que ya habían dejado la conversación, daban grandes voces en el patio, y acudieron todos al ruido.

Capítulo II Que trata de la notable pe[n]dencia1que Sancho Panza tuvo con la sobrina y ama de don Quijote, con otros sujetos graciosos

CUENTA la Historia que2 las voces que oyeron don Quijote, el cura y el barbero eran de la sobrina y ama, que las daban diciendo a Sancho Panza, que pugnaba por entrar a ver a don Quijote y ellas le defendían la puerta:

—¿Qué quiere este mostrenco3 en esta casa? Idos a la vuestra, hermano; que vos sois, y no otro, el que destrae y sonsaca4 a mi señor y le lleva por esos andurriales.

A lo que Sancho respondió:

—Ama de Satanás, el sonsacado y el destraído y el llevado por esos andurriales soy yo, que no tu amo. Él me llevó por esos mundos, y vosotras os engañáis en la mitad del justo precio5; él me sacó de mi casa con engañifas6, prometiéndome una ínsula que hasta agora la espero.

—Malas ínsulas te ahoguen —respondió la sobrina—, Sancho maldito. Y ¿qué son ínsulas? ¿Es alguna cosa de comer, golosazo, comilón que tú eres?7

—No es de comer —replicó Sancho—, sino de gobernar y regir, mejor que cuatro ciudades y que cuatro alcaldes de Corte8.

—Con todo eso —dijo el ama—, no entrareis acá, saco de maldades y costal de malicias. Id a gobernar vuestra casa y a labrar vuestros pegujares9, y dejaos de pretender ínsulas ni ínsulos.

Grande gusto recebían el cura y el barbero de oír el coloquio de los tres; pero don Quijote, temeroso que Sancho se descosiese y desbuchase10 algún montón de maliciosas necedades y tocase en puntos que no le estarían bien a su crédito, le llamó y hizo a las dos que callasen y le dejasen entrar. Entró Sancho, y el cura y el barbero se despidieron de don Quijote, de cuya salud desesperaron, viendo cuán puesto estaba en sus desvariados pensamientos y cuán embebido en la simplicidad de sus malandantes caballerías, y así, dijo el cura al barbero:

—Vos veréis, compadre, como, cuando menos lo pensemos, nuestro hidalgo sale otra vez a volar la ribera11.

—No pongo yo duda en eso —respondió el barbero—; pero no me maravillo tanto de la locura del caballero como de la simplic[i]dad12 del escudero, que tan creído tiene aquello de la ínsula, que creo que no se lo sacarán del casco cuantos desengaños pueden imaginarse.

—Dios los remedie13 —dijo el cura—; y estemos a la mira14: veremos en lo que para esta máquina de disparates de tal caballero y de tal escudero, que parece que los forjaron a los dos en una mesma turquesa15, y que las locuras del señor sin las necedades del criado no valían un ardite.

—Así es —dijo el barbero—, y holgara mucho saber qué tratarán ahora los dos.

—Yo seguro16 —respondió el cura— que la sobrina [o]17 el ama nos lo cuenta después, que no son de condición que dejarán de escucharlo.

En tanto, don Quijote se encerró con Sancho en su aposento, y estando solos, le dijo:

—Mucho me pesa, Sancho, que hayas dicho y digas que yo fui el que te saqué de tus casillas18, sabiendo que yo no me quedé en mis casas: juntos salimos, juntos fuimos y juntos peregrinamos; una misma fortuna y una misma suerte ha corrido por los dos; si a ti te mantearon una vez, a mí me han molido ciento, y esto es lo que te llevo de ventaja.

—Eso estaba puesto en razón —respondió Sancho—, porque, según vuesa merced dice, más anejas son a los caballeros andantes las desgracias que a sus escuderos.

—Engáñaste, Sancho —dijo don Quijote—, según aquello: Quando caput dolet, etcétera19.

—No entiendo otra lengua que la mía —respondió Sancho.

—Quiero decir —dijo don Quijote— que cuando la cabeza duele, todos los miembros duelen; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y tú mi parte, pues eres mi criado; y por esta razón el mal que a mí me toca, o tocare, a ti te ha de doler, y a mí el tuyo.

—Así había de ser —dijo Sancho—; pero cuando a mí me manteaban como a miembro, se estaba mi cabeza detrás de las bardas, mirándome volar por los aires, sin sentir dolor alguno; y pues los miembros están obligados a dolerse del mal de la cabeza, había de estar obligada ella a dolerse dellos.

—¿Querrás tú decir agora, Sancho —respondió don Quijote—, que no me dolía yo cuando a ti te manteaban? Y si lo dices, no lo digas, ni lo pienses, pues más dolor sentía yo entonces en mi espíritu que tú en tu cuerpo. Pero dejemos esto aparte por agora, que tiempo habrá donde lo ponderemos y pongamos en su punto, y dime, Sancho amigo: ¿qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asumpto20 que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca? Finalmente, quiero, Sancho, me digas lo que acerca desto ha llegado a tus oídos; y esto me has de decir sin añadir al bien ni quitar al mal cosa alguna; que de los vasallos leales es decir la verdad a sus señores en su ser y figura propia, sin que la adulación la acreciente o otro vano respeto la disminuya. Y quiero que sepas, Sancho, que si a los oídos de los príncipes llegase la verdad desnuda, sin los vestidos de la lisonja, otros siglos correrían, otras edades serían tenidas por más de hierro que la nuestra, que entiendo que de las que ahora se usan es la dorada. Sírvate este advertimiento, Sancho, para que discreta y bien intencionadamente pongas en mis oídos la verdad de las cosas que supieres de lo que te he preguntado.

—Eso haré yo de muy buena gana, señor mío —respondió Sancho—, con condición que vuesa merced no se ha de enojar de lo que dijere, pues quiere que lo diga en cueros, sin vestirlo de otras ropas de aquellas con que llegaron a mi noticia.

—En ninguna manera me enojaré —respondió don Quijote—; bien puedes, Sancho, hablar libremente y sin rodeo alguno.

—Pues lo primero que digo —dijo— es que el vulgo tiene a vuesa merced por grandísimo loco y a mí por no menos mentecato. Los hidalgos dicen que no conteniéndose vuesa merced en los límites de la hidalguía, se ha puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas21 de tierra, y con un trapo atrás y otro adelante22. Dicen los caballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo23 a los zapatos y toman los puntos de las medias negras con seda verde24.

—Eso —dijo don Quijote— no tiene que ver conmigo, pues ando siempre bien vestido y jamás remendado25; roto bien podría ser, y el roto más de las armas que del tiempo.

—En lo que toca —prosiguió Sancho— a la valentía, cortesía, hazañas y asumpto de vuesa merced, hay diferentes opiniones: unos dicen loco, pero gracioso; otros, valiente, pero desgraciado; otros, cortés, pero impertinente; y por aquí van discurriendo en tantas cosas, que ni a vuesa merced ni a mí nos dejan hueso sano.

—Mira, Sancho —dijo don Quijote—, donde quiera que está la virtud en eminente grado, es perseguida. Pocos o ninguno de los famosos varones que pasaron dejó de ser calumniado de la malicia26: Julio César27, animosísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de ambicioso y algún tanto no limpio, ni en sus vestidos ni en sus costumbres; Alejandro28, a quien sus hazañas le alcanzaron el renombre de Magno, dicen dél que tuvo sus ciertos puntos de borracho; de Hércules, el de los muchos trabajos, se cuenta que fue lascivo y muelle29; de don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se murmura que fue más que demasiadamente rijoso; y de su hermano, que fue llorón30. Así que, ¡oh Sancho!, entre las tantas calumnias de buenos bien pueden pasar las mías, como no sean más de las que has dicho.

—Ahí está el toque, cuerpo de mi padre —replicó Sancho.

—Pues ¿hay más? —preguntó don Quijote.

—Aún la cola falta por desollar —dijo Sancho—. Lo de hasta aquí son tortas y pan pintado; mas si vuesa merced quiere saber todo lo que hay acerca de las caloñas31 que le ponen, yo le traeré aquí luego al momento quien se las diga todas, sin que les falte una meaja32; que anoche llegó el hijo de Bartolomé Carrasco, que viene de estudiar de Salamanca, hecho bachiller; y yéndole yo a dar la bienvenida, me dijo que andaba ya en libros la historia de vuesa merced con nombre del33Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo34 las pudo saber el historiador que las escribió.

—Yo te aseguro, Sancho —dijo don Quijote—, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir.

—Y ¡cómo —dijo Sancho— si era sabio y encantador!, pues según dice el bachiller Sansón Carrasco, que así se llama el que dicho tengo, que el autor de la historia se llama ¡Cide Hamete Ber[e]njena!35

—Ese nombre es de moro —respondió don Quijote.

—Así será —respondió Sancho—, porque por la mayor parte he oído decir que los moros son amigos de berenjenas.

—Tú debes, Sancho —dijo don Quijote—, errarte en el sobrenombre de ese Cide, que en arábigo quiere decir señor.

—Bien podría ser —replicó Sancho—; mas si vuesa merced gusta que yo le haga venir aquí, iré por él en volandas.

—Harasme mucho placer, amigo —dijo don Quijote—; que me tiene suspenso lo que me has dicho, y no comeré bocado que bien me sepa hasta ser informado de todo.

—Pues yo voy por él —respondió Sancho.

Y dejando a su señor, se fue a buscar al bachiller, con el cual volvió de allí a poco espacio, y entre los tres pasaron un graciosísimo coloquio.

Capítulo III Del ridículo razonamiento que pasó entre don Quijote, Sancho Panza y el bachiller Sansón Carrasco

PENSATIVO a demás quedó don Quijote esperando al bachiller Carrasco, de quien esperaba oír las nuevas de sí mismo puestas en libro, como había dicho Sancho, y no se podía persuadir a que tal historia hubiese, pues aún no estaba enjuta en la cuchilla1 de su espada la sangre de los enemigos que había muerto, y ¿ya querían que anduviesen en estampa2 sus altas caballerías? Con todo eso, imaginó que algún sabio [amigo]3