El largo camino de Olga - Yolanda Scheuber de Lovaglio - E-Book

El largo camino de Olga E-Book

Yolanda Scheuber de Lovaglio

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Beschreibung

La vida de Olga es una aventura maravillosa, una prueba continua y una lección de vida y de esperanza que conmueve y es difícil de olvidar. Yolanda Scheuber era ya una escritora de éxito cuando decidió publicar la historia de su abuela paterna. Todo comenzó cuando la autora le pide a su abuela que le cuente la historia de su vida, la anciana, domingo a domingo, irá desgranando esta historia llena de nostalgia, superación y esperanza. Una historia real que, más que un testimonio, es una auténtica lección de vida. El largo camino de Olga nos narra la conmovedora historia de una niña que, con 12 años, abandona su Ucrania natal debido a la difícil situación económica derivada de las exigencias de la dinastía Romanov. El padre de Olga decide emigrar a Canadá con su segunda esposa y sus siete hijos, no pueden entrar en el país y deciden asentarse en las pampas argentinas donde los problemas con los nativos harán que el padre decida marcharse. Julia, la hermana de Olga, debe quedarse con su marido y el padre de Olga decide que esta se quede para que su hermana no este sola. La familia se separará para siempre. Razones para comprar la obra: - Es un libro escrito desde los testimonios de la protagonista y nos traslada el sentir de las miles de heroínas que, obligadas por las circunstancias, emigraron de Europa a América. - La obra nos enseña cómo los inmigrantes de la época supieron, en algunos casos, adaptarse a las circunstancias y convivir en paz y solidaridad con los nativos. - El testimonio de Olga da cuenta no sólo de su vida, sino que también, a través de la correspondencia con su familia, da cuenta de la tumultuosa historia del S. XX en Europa y América. - Es una obra que puede ser leída por personas de todas las edades por el magnífico ejemplo de vida que ella aporta. Una epopeya real en la que conoceremos desde el palacio del zar hasta las pampas argentinas, una aventura que conmueve protagonizada por una mujer de una fuerza y una entereza sobrehumana.

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Colección: Novela Históricawww.nowtilus.com

Título: El largo camino de OlgaSubtítulo: De la estepa rusa a la pampa argentina, una niña de 12 años vive una historia de superación y amor en un mundo conmocionado por las dos guerras mundialesAutor: © Yolanda Scheuber

Copyright de la presente edición © 2008 Ediciones Nowtilus S. L.Doña Juana I de Castilla 44, 3o C, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Editor: Santos RodríguezCoordinador editorial: José Luis Torres Vitolas

Diseño y realización de cubiertas: OpalworksDiseño de interior de la colección: JLTVMaquetación: Claudia Rueda Ceppi

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporteo comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN 13: 978-84-9763-435-9

Libro electrónico: primera edición

 

Dedico este libro

A mi abuela Olga, quien me legó la riqueza de su sabiduría, el valor de su experiencia, su fortaleza en el trabajo y su espíritu de lucha.

A mi padre Roberto, por ser una simiente maravillosa de aquel “árbol bueno” que me transmitió mucho de lo que sé de Olga.

A mis tías Amalia y Olga Esther (Tití) y a mis tíos Francisco (Pancho), Enrique y Luis porque fueron su reflejo y porque compartieron junto a mi padre aquellos maravillosos años de infancia junto a Olga como herederos de aquel caudal de afectos, fortaleza, lucha y trabajo.

A mi hermana Victoria, quien compartió conmigo largas horas de dedicación y asistencia, dándome fuerzas y consejos para que todo saliera bien.

A mi esposo Nicolás y a mis hijos Nicolás, Santiago y Magdalena, quienes me brindaron su silencio y sugerencias desinteresados para que pudiera concluir este sueño.

A mis primos Olga, Marta, Nilda, Óscar, María Esther, Azucena, Delia, Nélida, José, Luis, Bernardo, Patricia, Guillermina y Carolina para que puedan descubrir, a través de estas páginas, el largo camino que Olga tuvo que desandar para que todos nosotros estuviéramos aquí y fuéramos la continuación de su fructífera vida.

A Delia Hernandorena de Battistoni, con mi agradecimiento por su gentil mecenazgo.

 

ÍNDICE

 

PRÓLOGO

CAP. I: ANSIAS DE LIBERTAD

CAP. II: LA LLAVE DE UN SECRETO

CAP. III: LAS FUERZAS ANTAGÓNICAS DEL ALMA

CAP. IV: LA CIUDAD DE MIS SUEÑOS

CAP. V: LOS PASOS LEGALES PARA LA LIBERTAD

CAP. VI: EL REGRESO A CASA

CAP. VII: LOS TORMENTOS DE LIDIA

CAP. VIII: NUESTRA CRECIENTE POBREZA

CAP. IX: MI ÚLTIMO AÑO EN RUSIA

CAP. X: EL VIAJE EN BARCO

CAP. XI: NAVEGANDO HACIA SUDAMÉRICA

CAP. XII: EN TIERRAS LEJANAS

CAP. XIII: EN LAS PAMPAS ARGENTINAS

CAP. XIV: UN CLIMA DE INCERTIDUMBRE

CAP. XV: COMO SUMERGIDA EN MEDIO DE LA NADA

CAP. XVI: LA DESPEDIDA

CAP. XVII: EN BUSCA DE MI IDENTIDAD

CAP. XVIII: MI NUEVA VIDA

CAP. XIX: LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL

CAP. XX: LA AUSENCIA DE AUGUSTA

CAP. XXI: MIS NUEVOS VÁSTAGOS

CAP. XXII: EL RETORNO

CAP. XXIII: UNA EXTRAÑA EXPERIENCIA

CAP. XXIV: UNA CASA DE LEYENDA

CAP. XXV: CASI UNA DESGRACIA

CAP. XXVI: UNA VISITA INESPERADA

CAP. XXVII: LA PARTIDA

CAP. XXVIII: MIS MIEDOS Y ALEGRÍAS

CAP. XXIX: LOS SUEÑOS POR TIERRA

CAP. XXX: MIS DÍAS EN SOLEDAD

CAP. XXXI: LA TRAGEDIA DE AUGUSTA

CAP. XXXII: EL ÚLTIMO TRAMO

EPÍLOGO

NOTA DE LA AUTORA

PRÓLOGO

Podría haber escogido guardar en mi recuerdo todo lo que nuestra gran abuela volcó en charlas y confidencias en mis oídos. Sin embargo, como guiada de su mano, decidí un día sentarme durante horas a mi mesa de trabajo para dejar testimonio de su asombrosa vida. Tal vez esta historia sirva para avivar el recuerdo, a pesar de los años, de otras personas de distintos lugares del mundo que, como Olga, tuvieron que pasar por situaciones similares o para que cada uno de nosotros comprendamos que quienes fueron nuestros abuelos tuvieron que vivir sus vidas de intenso sacrificio, luchando con esfuerzo y voluntad, para poder hacer de este mundo un sitio mejor para dejarnos.

Este libro, que más que libro fue un sueño, se fue fraguando en mi mente desde hace muchos años. Recuerdo que siendo niña escuchaba asombrada a mi abuela contar los relatos de su infancia en la lejana Rusia imperial. El escuchar su historia era para mí un cuento, donde no faltaban las he roínas, los días amargos, los príncipes azules y un final feliz.

Su vida me impactó constantemente, pues estuvo hecha de puro valor, fortaleza y coraje. Por eso quise dejarla plasmada en un relato, para que todos pudieran conocer los detalles de su valiente existencia y comprendieran cómo se habían desarrollado los acontecimientos que la trajeron hasta esta tierra que la adoptó como hija y que ella quiso como su propia patria.

Fueron pasando los años, llegó mi adolescencia y, por las circunstancias de la vida, tuve la suerte de poder compartir junto a ella varios años de largas horas de conversaciones y añoranzas que hicieron que me propusiera, en lo más íntimo del alma, escribir sobre su vida algún día.

Así, durante mucho tiempo tuve la profunda certeza de que este momento llegaría, mas no sabía cómo ni cuándo ni dónde.

Comencé a escribir una tarde de los primeros meses del año 2003, decidida a no dilatar más esta meta que me había fijado. Pasó el tiempo y una tarde del mes de febrero del año 2005, en medio de lágrimas y sonrisas, había finalizado el manuscrito.

Escribir sobre su vida fue una experiencia irrepetible, pues si bien siempre la conocí con sus cabellos color plata, tuve que volar en el tiempo hacia atrás para reencontrarla en su infancia cuando, siendo apenas una niña, debió afrontar todas las alternativas del destino con el valor y la fortaleza de un adulto.

Escribir sobre ella cuando niña fue por demás emotivo y enternecedor. Mientras iba componiendo las páginas de sus años, me sentí su compañera inseparable. Patiné con ella en los lagos helados de Zhitomir, corrí detrás de su sombra camino a la escuela, planté semillas en el huerto de su casa, jugué con sus muñecas de trapo pero, más que nada, escuché en el corazón el dolor secreto de sus sentimientos al tener que abandonarlo todo al partir de Rusia y el secreto doloroso de sentirse abandonada a los doce años, en medio de las pampas argentinas, cuando sus padres y hermanos decidieron marcharse nuevamente a Europa. Solo su inseparable hermana Julia quedó junto a ella, a quien se aferró como un náufrago a un madero para salir adelante en medio de un océano de incertidumbres, incógnitas y temores que se agitaban a su alrededor en una tierra desconocida, donde no comprendía el idioma, no conocía las costumbres y debía buscar su propio sustento.

Remonté con ella el camino de su florida juventud, la emoción y la alegría de su primer y único amor, el nacimiento de cada uno de sus hijos y sus días forjados en el trabajo cotidiano, matizados de lágrimas y sonrisas.

Debo decirles que, al escribir su historia puse el alma, el corazón, los cinco sentidos y el empeño de mi voluntad, para que quienes conocimos a Olga reconozcamos en sus páginas el fiel reflejo de su vida entera. Para que, a través de cada capítulo, viviéramos sus mismas ilusiones, sus sueños, sus incertidumbres, sus angustias y alegrías y viajáramos con ella en el correr de los años reviviendo sus días. Así como para que quienes no la conocieron, este libro fuera una estampa vívida de una historia tan singular como intensamente humana.

Debo confesarles que, mientras iba hilvanando su vida, no solo me he sentido compañera de Olga en las vicisitudes relatadas durante la redacción del libro sino que, al concluir la obra siento que he consolidado para siempre una unión espiritual con ella.

Deseo que cada uno de ustedes al leerlo haga suya su historia, porque en Olga se ven reflejados todos los matices de los sentimientos; aquellos sentimientos que, alguna vez, cada uno de nosotros hemos sentido y expresado.

Ahora dejémonos invadir por los aromas del huerto y de los dulces caseros de la casa de campo de Zhitomir, por el ruido de las olas golpeando en el casco del barco del exilio, por el viento que hace inclinar los eucaliptus y barre los cardos rusos en los caminos, por el llanto amargo del adiós de la separación de padres y hermanos y el llanto feliz y portador de futuro con que la vida bendijo los años de Olga en esta tierra. Dejémosle la palabra y escuchemos: es nuestra abuela, la pionera, quien va a contarnos su historia para que nosotros sepamos encontrar un sentido más profundo a la nuestra.

La Autora. Argentina- En un día del mes de junio de 2007.

I

ANSIAS DE LIBERTAD

Domingo 6 de enero de 1980

Esta historia comenzó a salir a la luz, casi sin darnos cuenta, la tarde del domingo 6 de enero de 1980, en un lugar de la pampa argentina.

Caminábamos por el jardín mi abuela y yo cuando, de repente, ella tomó entre sus manos unos racimos de glicinias lilas, que pendían sobre nuestras cabezas enredados a una pérgola, y deteniéndose, aspiró su perfume.

––¿Sabes? ––me dijo––, estas flores me traen reminiscencias de mi madre. Fue la última imagen de ella que recuerdo con cierta nitidez. Yo iba a cumplir los dos años y la tarde de verano era calurosa, como hoy. Me llevaba entre sus brazos y me hacía rozar con la frente los ramos de glicinias que trepaban por la galería de nuestra casa de campo de Zhitomir. Fue allí, lejos, y hace tiempo, en la Rusia imperial y yo reía… Juntas reímos aquella tarde. Aunque apenas ahora la recuerdo…

Me quedé emocionada con aquello y la invité a sentarnos bajo la glorieta:

––Cuéntame, abuela ––le dije como en un ruego.

Nos sentamos en un banco de piedras bajo la sombra lila de aquellas flores y mientras mis ojos iban y venían acompasando el movimiento de los racimos floridos, Olga comenzó este relato.

Era el relato del largo camino de su vida…

«… Mi madre se llamaba Rosalía Ratkin y murió en 1891 a los pocos meses de aquel verano. Aquel invierno, la glicinia se secó, como si hubiera querido acompañar a mi madre hacia la otra vida. Yo solo tenía dos años de edad y mis hermanas mayores, Lidia y Julia, ocho y seis años respectivamente. Después de casi tres años de viudez, mi padre volvió a casarse con una prima de nuestra madre de nombre Brígida. Era una mujer de carácter enérgico y bondadoso que vivía cerca de nuestra casa en Zhitomir, provincia de Volinia, en la Rusia fastuosa de los zares Romanov.

El zar Alejandro III había ascendido al trono en 1881 junto a su esposa, la emperatriz María Fiodorovna quien, antes de ser Zarina de los rusos, había ostentado el título de princesa Dagmar de Dinamarca. El título de zar significaba “césar”.

En aquella década, en la que también había nacido yo, el 18 de abril de 1889, habían sucedido grandes cosas. Los griegos se habían apoderado de Tesalia y Epiro. Túnez pasó a ser un protectorado francés. Los bóers obtuvieron su independencia. Comenzó la construcción del canal de Panamá. Pasteur comprobó experimentalmente el principio de la inmunidad, y la música del mundo recibió tres nuevas joyas para obsequiárselas a la humanidad: La Obertura 1812 de Tchaikovski, Los cuentos de Hoffmann de Offenbach y El Príncipe Igor de Borodin Henrik Ibsen.

Y el Imperio ruso seguía creciendo.

Creció constantemente durante el siglo XIX hasta extenderse desde el mar Báltico, al oeste, hasta el océano Pacífico, en el este; del Ártico al norte, al Hindu Kush en el sur, y muchos rusos inteligentes se dieron cuenta de que su país, a pesar de la inmensa extensión que representaba, se hallaba atrasado y necesitaba cambios, pero nadie coincidía en la manera de lograrlos, sobre todo, por la diversidad de pueblos que constituían la Rusia imperial, donde convivían judíos polacos, rusos y alemanes del Volga, finlandeses y germánicos del Báltico, una comunidad griega que habitaba Crimea, tribus nómadas que deambulaban por Siberia, gitanos de Besarabia, armenios, georgianos, mongoles y kazajstanos. Era casi imposible conocer al pueblo ruso, pues dentro de Rusia convivían más de doscientas nacionalidades distintas.

Los Romanov observaban las dificultades y vivían cada vez más atrapados tratando de mantener el control sobre una población de millones de almas de diversas nacionalidades, donde día a día crecía el descontento. Una de esas almas descontentas era mi padre.

Los zares de Rusia eran los verdaderos dueños de todas las personas. De ellos dependía el nombramiento de los ministros, de los funcionarios, de los recaudadores de impuestos y hasta de los policías. Y el pueblo, como nosotros, no tenía voz ni voto.

La familia Romanov era poderosa y manejaba los destinos de la tierra donde yo había nacido desde 1613. Tres siglos de una dinastía que provenía de un noble lituano que emigró a Moscú en el siglo XIV. Uno de sus descendientes, Román Yurev, casó a su hija Anastasia Romanovna con el zar Iván IV, el Terrible, y la familia adoptó el apellido Romanov en honor al padre de la Zarina. En 1613 y con el propósito de poner fin a un periodo de caos, se reunió en Moscú una asamblea de notables que nombró zar a Miguel Fiodorovich Romanov, un sobrino nieto de Iván el Terrible, dando origen a la dinastía mencionada.

Durante los trece años de su reinado, el zar Alejandro III se dedicó a aplastar toda clase de oposición donde la hubiera. Su poder era absoluto y nosotros, a pesar de ser personas libres, éramos casi como sus “siervos”, le teníamos temor y le respondíamos con obediencia.

El primero de noviembre de 1894, cuando yo había cumplido mi primer lustro de vida, el zar Alejandro murió repentinamente a los cuarenta y nueve años. Recuerdo que su muerte sobresaltó a toda Rusia y, por supuesto, a toda la familia imperial. Mi familia no fue ajena a esos acontecimientos que, si bien sucedían a cientos de kilómetros de nuestro solar, repercutían en todas nuestras acciones cotidianas.

El zar Alejandro dejó al morir cinco hijos: Nicolás, el primogénito, Xorge, Xenia, Miguel y Olga, llamados todos “los grandes duques”. A Nicolás, por ser el hijo mayor, le correspondió el privilegio de sucederlo. Su ascenso fue por línea directa y por ser descendiente legítimo. Por tan importante motivo, a la muerte de su padre, se convirtió en el Zar de todas las Rusias, ciñendo la corona como soberano imperial. Había nacido el 18 de mayo de 1868 y al morir su padre, contaba con veintiséis años de edad. Se había casado el 8 de abril de 1894 con Alix Victoria Elena Luisa Beatriz, princesa alemana de Hesse-Darmstadt, nacida el 6 de junio de 1872 y nieta de la reina Victoria de Inglaterra, la cual, al desposarse con Nicolás, tomó el nombre de Alejandra Fiodorovna. Se habían conocido cuando él tenía dieciséis años y ella doce. De esta unión nacieron cinco hijos, Olga, Tatiana, María, Anastasia y Alexis.

Los cañones retumbaron con sus salvas en todos los confines del Imperio en honor al zar desaparecido Alejandro III y unos días después, en San Petersburgo, en una ceremonia austera, eran coronados como zares de Rusia Nicolás II y su esposa Alejandra.

En pleno reinado del zar Alejandro III, a mediados de 1894, se llevó a cabo el segundo matrimonio de mi padre con Brígida, la prima de mi madre. Este casamiento se celebró no solo por amor sino también debido a las tristes circunstancias por las que mi padre tuvo que pasar en aquellos días de soledad y amargura, con tres hijas pequeñas a quienes criar, un templo que atender y una granja para cultivar.

Robert, que así se llamaba mi padre, poseía una bondad innata, capaz de transmitirla a través de sus grandes ojos grises y su franca sonrisa, rodeada de una prolija barba rubia. Tenía cierta similitud con el zar Alejandro y eso a mí, me ponía muy orgullosa.

La vida fue dura con él y lo seguiría siendo hasta el final de sus días. En plena adolescencia había perdido a su padre bajo extrañas circunstancias. En un viaje a Polonia para visitar a unos primos se había detenido con su caballo a beber agua del río Goryn, pero las aguas estaban envenenadas. Cayó muerto, junto al animal, sobre los márgenes del río. Así lo encontró mi padre dos días después, habiendo salido en su búsqueda. Poco a poco cundió el rumor de que los rusos habían envenenado las aguas de todos los ríos para exterminar a las colonias de alemanes que habitaban la región de Ucrania.

Por aquellos días no solo murieron mi abuelo y su caballo, sino cientos de alemanes y todo su ganado. Contaba mi padre que era como si la misma peste los hubiera invadido. Los cadáveres de familias enteras con sus rebaños de ovejas se descomponían bajo el sol, sin dar tiempo a los pocos que habían sobrevivido a enterrar sus cuerpos. Mi padre se salvó bebiendo agua de un pozo que se abastecía con agua de lluvia.

Mi familia era alemana, descendiente de aquellos alemanes que fueron traídos a la Rusia imperial por los fervientes deseos y el especial beneplácito de una princesa prusiana, nacida en Stettin, llamada Sofía Federica de Anhaltzerbst. Poseedora de un ingente caudal de conocimientos y una elegante distinción, Sofía llegó a la corte rusa en 1744, acompañada por su madre, para desposarse con el heredero a la corona del Imperio ruso, el gran duque Pedro. Contrajo matrimonio en 1745, tras haber sido admitida en el seno de la Iglesia Ortodoxa, y cambió su nombre por el de Catalina. Aprendió rápidamente la lengua rusa, lo que le facilitó su integración en la corte. En 1762 su esposo accedió al trono, pero su gobierno no satisfizo a las clases altas que lo criticaron duramente. Mientras tanto, la Emperatriz, que esperaba la reacción de la nobleza, ganó adeptos y ese mismo año apoyó un golpe de mano que arrebató el poder a su esposo, el zar Pedro III, quien perdió la vida durante la acción.

La corte rusa vio con buenos ojos el audaz golpe y Catalina II se instaló en el trono. A partir de entonces comenzó una corriente migratoria de alemanes hacia Rusia, por especial petición de su Emperatriz. Así habían llegado mis antepasados desde hacía más de tres generaciones y por ese motivo, nosotros seguíamos siendo alemanes nacidos en Rusia.

Mi padre había heredado la disciplina alemana, la alegría rusa y el amor al trabajo de estas dos naciones, por lo que aquella deliciosa conjunción le había dado como resultado un acendrado sentido de la responsabilidad, pero marcado por unas ansias de libertad sin límites. Desde muy joven había sabido prodigar en cuantos le rodeaban todo lo mejor de sí. Asiduo concurrente al Templo, ayudaba al pastor en los oficios dominicales y días festivos, y se le hizo costumbre el gusto por el estudio de las Sagradas Escrituras. Tal fue su fervor por las cosas de Dios que, al morir el viejo pastor, toda la aldea dio su conformidad para que mi padre lo reemplazara. Así pasó a ser, además de agricultor y músico (amaba tocar el violín), el nuevo pastor de la comunidad y un visionario que comenzó a imaginar por aquellos días, a Canadá, como el nuevo y futuro hogar para nuestra creciente familia. (Con el tiempo aquella visión se transformaría en una obsesión, que ya no le abandonaría hasta el día de su muerte).

Al casarse con Brígida, nacieron otros cuatro hijos, Leonardo (Leo), Guillermo (Willy), Helen y Augusta, por lo que mi familia pasó de tres a siete hermanos, a los que mi padre tenía que alimentar, vestir y educar. Pero él no le tenía miedo a la vida, como no lo tenían los miles de campesinos que, como él, se arriesgaban a traer hijos al mundo en una Rusia imperial que ya veía tambalear sus cimientos.

Lo recuerdo siempre dispuesto a cultivar, no solo la tierra por donde caminaba aferrado a sus bueyes y al arado, esparciendo las semillas, sino también la sensibilidad de las personas, cuando mágicamente soltaba al aire diáfano de los días festivos las notas de su violín. Pero lo que más le agradaba era cultivar las almas con su oficio de pastor para la santa gloria de Dios y de los zares Romanov. Era un hombre decidido y valiente, pero con los años comprendí que, sobre todo por eso, era un hombre nómada. El mundo para él no terminaba en su aldea rusa, ni en los límites del Imperio. Había otras gentes y otros pueblos en otras latitudes, que él soñaba con conocer algún día, cuando todavía sus brazos tuvieran la fuerza suficiente para levantar un nuevo hogar junto a toda su familia, en aquellos suelos lejanos.

Creo que llevaba en el torrente de su sangre la herencia eterna de los cientos de generaciones que le precedieron y que le impusieron con fuerza, a modo de un sello invisible sobre su frente, todo el ímpetu de las tribus trashumantes de la Prehistoria, el andar errante de los pastores de la Historia Antigua, la visión de los sabios de la Edad Media y la intrepidez de los viajeros de la Edad Moderna. Era como si en un solo hombre se hubiera condensado y resumido la milenaria historia de la humanidad.

Aún hoy, después de casi más de noventa años, recuerdo sus ansias de libertad, buscando otros amaneceres, sin arraigarse materialmente jamás a ninguno de ellos y, digo materialmente, porque sí sé que se arraigó y permaneció es piritualmente junto a cada uno de nosotros, sus hijos, cuando con el transcurso de los años, fuimos dispersados por el mundo, como hojas que el viento se fue llevando antojadizamente.

Su influencia en mis primeros años de vida debió ser muy fuerte, porque dejó marcada mi alma para el resto de mis días.

Sus deseos y sueños de marcharse de Rusia persistieron en él con la intensidad de un huracán que lo devoraba por dentro y le conducía a buscar otros horizontes que él creía más promisorios. Tal vez porque la Rusia imperial, aquella Rusia de los zares, tierra a la cual yo veía como la más maravillosa de todas, con sus bonitos pueblos llenos de recuerdos imborrables, estaba gestando el descontento de campesinos y obreros para estallar años después, en 1905, en una revolución que terminó siendo aniquilada. Pero de sus heridas sin terminar de sanar, surgiría otra revolución más sangrienta doce años más tarde, en 1917, que acabaría por convencerme de que mi padre fue un visionario, al emigrar hacia América.

Como alimentado por una fuerza interior incontrolable, obedeció el mandato de su propio corazón y alegre y seguro se dispuso a cumplirlo.

Todo hombre debe encontrar satisfacción en algo y creo que mi padre la encontró en aquel destino peregrino que le demandaría el resto de su vida. Vida que utilizó para esparcir hijos, anhelos, trabajos e ilusiones que se fueron perdiendo entre el tiempo y el olvido.

Desconozco si mi padre me olvidó con los años, solo sé que yo no lo pude olvidar y que aún hoy, después de casi ochenta años de ausencias, de no ver su rostro, de no escuchar sus palabras, de no sentir su risa, siento su voz pausada que me nombra, llamándome en el campo.

“¡Olga!”. Sentí la voz de mi padre que desde el cobertizo me llamaba y me hacía señas con sus manos. Estaba risueño, como siempre que se dirigía a sus hijos. Tal vez se sentía orgulloso de nosotros, pues siempre tratábamos de complacerlo en todo. Los siete hermanos éramos sumisos en cuanto a los mandatos paternos o maternos que nos obligaban siempre a obedecer. Las niñas ayudábamos en las tareas de la casa y los varones en los quehaceres del campo, además de asistir a la escuela. Creo que mi padre y mi nueva madre, con sus sonrisas y afectos, sentían que compensaban en algo nuestros sueños y alegrías. Aquellos sueños que por esos años de infancia eran pura fantasía y color. Parecía que la casa estaba alumbrada por una buena estrella. Y eso era muy grato para mí. La magia de la infancia se esparcía por todos los sitios de la casa, del jardín y del campo, y la vida transcurría plácidamente, sin percibir las fuerzas incontrolables del destino que se cernían sobre cada uno de nosotros como nubes de borrasca.

“¡Olga!”. Volví a sentir la llamada de mi padre, que ahora más que nunca agitaba con alegría sus manos llamándome a su lado. Eran las primeras horas de la tarde. Desde el cobertizo, lleno de fardos de heno para los caballos, se divisaba el camino que se perdía entre los bosques en la lejanía. Los robles amarilleaban sus hojas porque entraba el otoño y todos nos apresurábamos por aquellos días para terminar de cultivar las últimas frutas y verduras que daba el huerto, para almacenarlas, después de disecarlas, en las alacenas de la despensa, para poder abastecernos durante todo el invierno.

Corrí feliz junto a él que me extendía los brazos. Era el año de 1897, yo había cumplido mis ocho años el 18 de abril y aquel día del mes de septiembre se promediaba agradable y cálido.

Mi padre señaló el camino, indicándome que se acercaban diez jinetes de la caballería cosaca, la tropa de choque del zar. La población rusa era de ciento sesenta millones de personas y la guardia imperial controlaba, casa por casa, que se exhibieran los retratos de los zares de todas las Rusias. Pero no solo controlaba que se rindiera homenaje perpetuo a la familia Romanov, sino que controlaba nuestras cosechas, nuestros impuestos, nuestra vida. Estaba segura de que esa tarde llegaban a eso.

Casi todos los granjeros de Zhitomir, donde se incluía mi familia, eran suficientemente prósperos, comparados con los obreros que trabajaban por un escaso ingreso en ciudades como San Petersburgo, así es que en la sala de la casa, sobre una gran chimenea, se erguían serios y solemnes dos cuadros inmensos con las imágenes del zar Nicolás II y la zarina Alejandra. Era una obligación tenerlos y a eso llegaba la guardia imperial, a comprobar si cumplíamos con lo establecido. Todos los que visitaban la casa debían saludar primero a los santos de los iconos que se hallaban sobre un pequeño altarcito y después a los Zares, con estas palabras: “Dios salve al zar y a la zarina”.

Nada me impresionó tanto en aquella tarde como el repicar de todas las campanas anunciando la llegada de la guardia imperial. Las campanas parecían sacudir la tierra. Sonaban antes para anunciar la llegada y después para anunciar la partida. En realidad, las campanas de las iglesias en Rusia sonaban siempre, antes y durante las misas, repicaban al alba o al anochecer. Advertían a los campesinos de los vientos, citaban a los funerales, bodas o fiestas y anunciaban festividades, desastres y victorias en las guerras. Las campanas siempre anunciaban algo, festivo, triste, alegre o serio. Eran de hierro, cobre, bronce y plata. Algunas eran enormes, como la de la iglesia de Rostov que, decían, podía oírse a treinta kilómetros a la redonda. La torre de Iván el Grande en Moscú era famosa en todo el imperio, pues tenía casi cien metros de altura y contenía una colección de campanas superpuestas. La mayor pesaba sesenta y cuatro toneladas, pero una sobrina de Pedro el Grande hizo construir una campana de doscientas toneladas, por lo que podría afirmarse que si todas las campanas de Rusia tocaran a la vez, harían retumbar toda la tierra.

Aquella tarde las campanas repicaban al compás del paso de los caballos de la guardia imperial. Mi padre se apresuró a retornar a la casa, quería que toda su familia estuviera vestida para la solemne circunstancia. Y digo solemne, porque viviendo en el campo, la visita de la guardia de los Zares se transformaba en algo serio y majestuoso, que convertía la circunstancia en uno de los acontecimientos más importantes del año.

Corrí a cambiarme las botas llenas de barro y de heno. Peiné mis trenzas y me puse la cofia blanca adornada con bordados, luego el vestido marrón de lanilla con mis enaguas de puntilla, que llegaban hasta donde comenzaban mis botines negros acordonados. Aquellos botines que solo calzaba para los días festivos y que habían pertenecido a Lidia, mi hermana mayor, y a los cuales yo cuidaba como lo más lujoso de mi vestuario.

Estuve lista en unos pocos minutos, mientras miraba asombrada el trajinar de la casa. Mi madrastra corría de un lado al otro alistando a los más pequeños, alisándose el pelo, poniéndose su cofia almidonada y su delantal blanco. Mis hermanas mayores, Lidia y Julia, ya estaban preparadas desde hacía rato, mientras la guardia se acercaba al galope y nosotros controlábamos el tiempo a través de los visillos de las ventanas. Mi padre se lavó la cara, se peinó y se vistió con su chaqueta de cuero de oveja color marrón, forrada con pieles y botones de metal. De repente, toda la familia Meissner estaba lista y sonriente, parada en la entrada de la casa. Parecíamos un conjunto de soldados dispuestos a saludar con solemnidad a la guardia real que se acercaba al paso acompasado de sus caballos, mientras los perros de la casa salían a su encuentro, ladrando a los cuatro vientos.

Los cosacos se detuvieron a la sombra de los castaños, ataron sus caballos bajo los árboles y se acercaron en silencio. Los perros continuaban ladrando amenazadores, pero a una orden de mi padre, se escabulleron al cobertizo. Nosotros mirábamos sonrientes, pero la guardia real traía cara de pocos amigos. Mi padre saludó con una reverencia, mientras yo me preguntaba si vendrían a observar si nosotros respetábamos la ley y a ver si en la sala principal de nuestra casa colgaban solemnes los retratos de nuestros Zares. ¿O tal vez llegaban para amenazarnos con que entregáramos más de nuestras cosechas y de nuestros animales para alimentar a los pobres que día a día iban aumentando?

La guardia rodeó a mi padre mientras nosotros nos quedamos todos inmóviles parados contra la pared. El sol de la tarde amarilleaba los contornos y su resplandor me impedía abrir bien los ojos para mirar los ojos de aquellos hombres. Decían que a través de los ojos se podía ver el alma, y yo quería ver el alma de aquellos que habían llegado. Pero solo pude ver los ojos de mi padre, preocupados, angustiados, porque aunque los ojos no hablaran, podía ver a través de ellos su tristeza y amargura. Se llevó las manos hacia los cabellos, se le borró la sonrisa, se apoyó en la frente, mientras el jefe de la guardia real seguía hablándole en un tono tan bajo, que me impedía dilucidar sus palabras.

La conversación se fue extendiendo demasiado, por eso, a una orden de mi madrastra, mis hermanos y yo entramos en la casa. Nadie interrumpió el silencio. ¿Qué sucedía? ¿Acaso mi padre sabía algo que nosotros ignorábamos? Sin duda así era, pues por aquellos años felices de la niñez trataban de ocultarnos el dolor y las preocupaciones, como si el mundo de los problemas y las dificultades fuera solo de los mayores, dispuestos siempre a allanar el camino de las generaciones menores que los proseguían. Transcurrieron los minutos. Yo había perdido la noción del tiempo, tal vez por el miedo y la incertidumbre que aquella situación me provocaba. Yo adoraba a mi padre y todo aquel que podía potencialmente causarle alguna preocupación o dolor a su noble corazón me producía temores.

No recuerdo cuánto tiempo pasó, tal vez bastante, porque cuando mi padre abrió la puerta de la casa, me desperté sobresaltada. Observé que ya había anochecido porque las primeras sombras de la noche se escurrían entre los visillos de las ventanas. Todos levantamos la vista para mirarlo. Su rostro estaba demudado. Se hizo la señal de la cruz al cerrar la puerta con el cerrojo y nosotros le seguimos, luego rezó las oraciones de la noche y nosotros le respondimos. Yo notaba que mi cuerpo temblaba, tal vez de frío. Estaba destemplada. Tal vez de miedo por lo desconocido. Cuando terminamos de rezar, enjuagó sus manos con una jarra que había sobre la mesa, mientras mi madrastra, presurosa, le acercaba una blanca toalla. Luego se sentó en la cabecera. Mi madrastra sirvió la cena. Comimos en silencio. Recuerdo que se escuchaba solo el crepitar de los leños en la chimenea y el ruido casi imperceptible de los cubiertos al chocar contra los platos. Acabada la cena, dimos las buenas noches con un beso a nuestros padres y nos fuimos a dormir.

Mi padre se levantó de la mesa y se sentó en su poltrona junto al fuego de la chimenea, mientras mi madrastra terminaba de ordenar los enseres. Cuando hubo concluido la tarea se sentó a su lado y él comenzó a contarle, con voz pausada, lo que había acontecido aquella tarde.

Yo había dejado, como al descuido, la puerta entreabierta y atenta a la conversación, pude escuchar lo que mi padre decía. Parecía que el corazón se me iba a salir del pecho, por lo que tuve que poner mis manos sobre él para tratar de calmarlo, pero entonces sentí que mi corazón igual se me escapaba y que se saldría por mi boca. Palpitaba tan fuerte, que me entorpecía poder escuchar las palabras serenas de mi padre. Sin embargo, su voz, lejos de causarme temores, me trajo serenidad. Así era él, por eso en la aldea le habían elegido su pastor. Él siempre transmitía paz, serenidad, esperanzas. Sí, esa era la palabra precisa, esperanzas.

Esperanzas que brotaron de mi alma al notar en su voz ese entusiasmo que de pronto me parecía irreal. Mi padre definitivamente era un ser extraordinario. Las situaciones difíciles eran para él un acicate. Parecía que en lugar de haber cerrado la puerta con cerrojos, para que nadie pudiera hacernos daño, estaba abriendo las ventanas de su alma, de par en par, para que todos tuviéramos la oportunidad de poder volar, muy lejos de Rusia, a otras tierras en las que alboreaban aires de verdadera libertad.

Agudicé mi oído para escucharle. Por suerte, mi corazón al escuchar su voz tranquila se serenó y sus palabras fluyeron claras y precisas hacia mí. Mis hermanas mujeres todas dormían y en el otro cuarto, los varones, hablaban en voz muy baja.

La situación en Rusia no era sencilla. Se avecinaban tiempos difíciles de hambre y de guerra y mi padre tenía la responsabilidad, que le atenazaba, de que en casa había varias bocas que alimentar. Mientras estuviéramos en la granja no iban a existir mayores problemas pero la situación cambiaría, todo escasearía, los impuestos se multiplicarían, las reservas se agotarían, mientras sus ansias de libertad parecían resurgir inversamente al tener la confirmación precisa de que aquella situación de tranquilidad y sosiego aparente, de la que habíamos gozado hasta entonces, no sería duradera.

En las vastas y variadas tierras de Rusia, los pobres se apiñaban por doquier, las aldeas, que podían tener entre una docena y cientos de casas como la nuestra, se alzaban en los claros de los bosques y también en las orillas de los ríos. De allí obteníamos el sustento. Los bosques nos proporcionaban la leña para cocinar y calentarnos, la madera para nuestros techos y con su noble corteza nos hacíamos los zapatos. Los campos nos daban ovejas, cerdos y vacas de donde sacábamos leche, pieles y carne, y un sinnúmero de aves de corral. Las preferidas de mi padre eran los patos y los gansos, por centinelas, pues sus graznidos ahuyentaban con la ferocidad de un perro. Mi madrastra preparaba con ellos sabrosas comidas al horno al rellenarlos de arroz, ciruelas y uvas pasas, o al hornearlos con manzanas o cebollas, rociados con jugos de frutas. Sus plumas más suaves las utilizábamos para los “gansitos”, aquellos acolchados que usábamos para dormir, livianos y calientes, que hacían las delicias del invierno, forrados con telas blancas de algodón. Recuerdo siempre que por aquellos años, cuando cruzábamos los ríos o lagos helados con los carros de caballos y el hielo no se quebraba por su gran espesor, dormíamos solo con las sábanas y los “gansitos” que nos cobijaban como en un nido lleno de calor y suavidad. Pero estos recuerdos quiero dejarlos para después, pues no quiero apartarme de lo que aconteció aquella tarde.

Aunque los siervos en Rusia se habían emancipado en 1861, en tiempos del zar Alejandro II, las raíces de la servidumbre eran demasiado profundas. Los campesinos como nosotros pagábamos tributo a los nobles dueños de las tierras, que a menudo se quedaban con la mitad de nuestras cosechas. Aquella tarde, la guardia imperial había venido a avisar a mi padre, y a todos los hombres de la aldea, de que ese año se quedarían con los dos tercios de lo que recolectáramos.

La miseria se cerniría sobre nosotros y no había otra alternativa que escapar cuanto antes de Rusia, o morir en Siberia en el destierro, por desacatar las órdenes del Zar.

Previendo el descontento que no tardaría en llegar, aquella noche mi padre tramó la huida. Solo mi madrastra compartió con él sus angustias y sus incertidumbres, pero también la esperanza de escapar hacia un nuevo mundo que se hallaba más allá del océano y al que llamaban Canadá.

Aquella noche me pareció eterna. El misterio de lo desconocido me agobiaba y mi cuerpo temblaba. No sabía cómo serían los días por venir, sobre qué futuro iba a edificar mi vida recién iniciada, sobre qué tierras, junto a qué personas, en qué atardeceres se perdería mi vista, o en qué noches amargas lloraría las penas de una inmensa soledad sin consuelo.

Pero todavía estaba a tiempo de ser feliz, porque cuando amaneció, la luz del sol borró mis angustias. Solo supe que, durante toda mi vida, las sombras de la noche agigantarían siempre mis miedos, miedos que se borraban al despuntar el sol, esa luz de esperanza que me mantuvo viva cuando creía que iba a morir de pena.

“¡Olga!”, sentí la voz de mi padre que me llamaba y corrí feliz a darle el beso de los “buenos días”, luego volví a la cama otro rato, pues aún era temprano…».

II

LA LLAVE DE UN SECRETO

Domingo 13 de enero de 1980

El domingo siguiente esperé ansiosa a mi abuela Olga que vendría a almorzar con nosotros. Después del almuerzo caminamos hasta el banco de piedras y continuó su relato… Desde aquel 6 de enero en adelante nos encontrábamos todos los domingos para que siguiera contándome su historia…

Ella mirando pasar las nubes prosiguió, como si estuviera leyendo un libro… el libro de su vida..

«… Había pasado una semana desde aquella tarde aciaga, pero yo me sentía feliz. Mi padre siempre me prefería para conversar sobre las actividades de la granja, sobre mis clases en la escuela de la aldea, sobre mi afición a la música. Sería tal vez porque yo tenía esa edad intermedia entre la niñez y la adolescencia, donde podía hablar seriamente sin ser tomada demasiado en serio. Aún no era lo suficientemente grande como mis hermanas Lidia y Julia para ayudar en las tareas más pesadas de la casa ni era varón como mis hermanos Leo y Willy que ayudaban durante toda la jornada en el campo. Mis hermanas menores, Helen y Augusta, eran demasiado pequeñas y solo jugaban con sus muñecas de trapo. ¡Pobre Augusta y pobre Helen!, nada hacía prever el futuro de cada una. Y pobres también todos nosotros, por no saber el destino que se nos acercaba a pasos agigantados. Me hubiera gustado poder ver como ahora, a los noventa y un años de edad, los acontecimientos que irían forjando mi vida.

Ahora que han pasado los años pienso que la vejez es sabia y prudente porque nos permite mirar hacia atrás, aunque no nos permita arrepentirnos de nada porque ya es demasiado tarde y no hay tiempo para enmendar los errores cometidos durante nuestra juventud. Pero por aquellos años, aún era temprano. La vida parecía sonreír a aquel ramillete de niños rubios y granjeros que mezclaban su idioma alemán con algunas palabras en ruso y las ilusiones con el trabajo, imaginando la vida como un prado sereno y florido.

La mañana amaneció lluviosa. Mis padres se habían levantado más temprano que de costumbre. Mi padre a ordeñar las vacas que estaban en el establo y mi madre a preparar masas tiernas de levadura y anís para el desayuno.

Cuando el día comenzó a despuntar, la cocina ya estaba en pleno funcionamiento y los perfumados aromas se esparcían por toda la casa. Mis hermanas Julia y Lidia se levantaron primero, pues ellas ayudaban a nuestra madre en las tareas de la casa. Mis hermanos varones lo hicieron inmediatamente después porque a ellos les tocaba soltar las vacas, llevarlas al campo, dar de comer a las aves, recolectar los huevos para la cocina y rastrillar los gallineros para que todo estuviera limpio y prolijo como les gustaba a nuestros progenitores.

El jardín y la huerta eran el lugar favorito de toda la familia y, sobre todo, mi lugar preferido, pues todos podíamos trabajar en ellos.

Aquella mañana, cuando todos estuvimos sentados frente a nuestros tazones humeantes de café con leche y los dorados y sabrosos panecillos de anís y levadura, mi padre, después de rezar, nos sonrió y nos habló con dulzura.

––Amados hijos, como ustedes saben, hace una semana llegó la guardia del Zar. En aquella tarde todos nos alegramos porque, si algo venía a controlar, nosotros estábamos cumpliendo con todo lo exigido. Estábamos entregando puntualmente la mitad de nuestra cosecha de trigo, pagando todos nuestros impuestos y rindiendo homenaje y respeto perpetuo a nuestros Zares, después de hacerlo a nuestro Dios y Padre celestial. Pero debo decirles que las noticias que ellos me trajeron no fueron para nada tranquilizadoras. Los tiempos que se aproximan para Rusia serán muy duros porque no solo estará en peligro nuestro sustento, sino también nuestra propia vida. De las cosechas deberemos entregar, de ahora en adelante, los dos tercios; los impuestos se triplicarán y el descontento brotará en el corazón de todos los hombres, como históricamente siempre ha sucedido. Descontento que se traducirá en revoluciones, en hambre e incertidumbres para todas las familias. Por tal motivo, queridos hijos, vuestra madre y yo hemos planeado un vuelo lejano.

––¿Un vuelo? ––pregunté con incredulidad.

––Volaremos lejos de Rusia como lo hacen las aves del cielo. Nos iremos solo con nuestras pertenencias y los rublos que con tanto esfuerzo y sacrificios hemos podido ahorrar y que nos servirán para embarcarnos hacia un nuevo mundo. Nos iremos muy lejos, a otras tierras promisorias, a buscar un destino que albergue un futuro para todos. Un futuro de sol y esperanza. Eso es lo que queremos transmitirles, darles una esperanza. No teman a nada y a nadie en este mundo. Solo a Dios deberán temer y todo lo demás irá bien.

Mi padre continuó.

––La fecha de nuestra partida será aleatoria, cuando las circunstancias sean propicias. Tal vez en unos pocos meses o tal vez en un año o dos. La travesía será larga y no deberemos dejar nada librado al azar porque, después, ya no podremos dar vuelta atrás. Lo importante de esto es que permanezcamos todos unidos.

Mis hermanos y yo cruzamos las miradas y nos sonreímos mutuamente y en nuestras sonrisas pude percibir un signo de seguridad y de optimismo.

Mi alma se llenó de júbilo y desde aquel momento no hice otra cosa que pensar en el día en que saliéramos de Rusia, camino a otras tierras, en busca de nuestro futuro. Desde aquella mañana, en adelante, traté de disfrutar de cada cosa, de cada momento, de cada persona y de cada lugar con la sensación de que nunca más volvería a verlos o a vivirlos.

No obstante, durante la infancia, ¿quién no ha sentido el suelo seguro bajo sus pies y la vida surgiendo de nuestro corazón con esa fuerza incontenible, capaz de hacernos sentir los reyes del universo? Con ocho años de existencia mis ilusiones estaban intactas y los años por venir se abrían ante mis ojos con la visión de un prado verde, bordeado de flores multicolores y un sol que asomaba en el horizonte de mi vida entre nubes celestes y rosas.

Cuando mi padre terminó de hablar palmeó con sus manos festejando aquella idea y todos le seguimos llenos de risas y alborozos.

La llovizna ya había cesado y, de acuerdo con las instrucciones de nuestros padres, cada uno de nosotros debería comenzar con las tareas cotidianas.

Bien abrigada, con camiseta de frisa, camisa de algodón, jersey de lana de oveja marrón, enaguas largas de lino, falda amplia y larga de lanilla verde oscura, medias de lana y los zapatos de corteza de árbol para trabajar en la huerta o en el jardín, salí camino a las almácigas. El otoño se insinuaba y la mañana estaba muy fresca.

Sobre la ropa, todas las mujeres de la casa usábamos unos delantales claros de lino o algodón para protegerla, así es que coloqué las pequeñas bolsas de semillas seleccionadas dentro del delantal que sostenía con mis manos formando un saco de tela. No acababa de abrir la puerta trasera de la casa, para iniciar el camino por el sendero bordeado de menta y lavanda, cuando los perros vinieron a mi encuentro. Me lengüeteaban las manos y corrían a mi lado como queriendo saludarme. ––¡Tuchi, Demonio! ––les grité––, no me dejan caminar. Los perros corrieron por delante de mí y al llegar a la huerta se tendieron sobre el pasto a la sombra de un castaño.

El jardín se extendía al frente y a los costados de nuestra casa, mientras la huerta ocupaba la parte posterior que lindaba con el campo. Nuestra huerta era inmensa, ya que en la granja nunca faltaba el espacio y aquel que no se usaba para cultivar verduras o frutas, se utilizaba para sembrar trigo, cebada o centeno.

Ir a la huerta era mi tarea favorita. El sol se filtraba por entre las ramas pintando el pasto de motas doradas. Y los perales, tilos, almendros y manzanos, que se dispersaban con gran profusión, formaban un bosquecillo encantador. En aquel momento pensé en cuántas mañanas o tardes más volvería a disfrutar de aquel huerto. Pensé en nuestro vuelo, aquel del cual nos había hablado mi padre en el desayuno y me pregunté qué otros niños, como nosotros, vendrían a vivir a nuestra casa, cuando todos nosotros nos hubiéramos marchado lejos. ¿Quiénes recorrerían aquellos senderos sombreados y bordeados de azul lavanda? ¿Quiénes recolectarían nuestro trigo? ¿Quiénes cortarían nuestras flores para preparar los ramos que adornaban la sala en los días festivos? ¿Quiénes acariciarían las cabezas de nuestros perros? ¿Quiénes? Pensé en mi casa. ¿Acaso guardaría el eco de nuestras voces, la energía de nuestras almas, la luz de nuestras miradas, el amor compartido entre mis hermanos y mis padres? ¿A dónde se iría todo aquello cuando nosotros nos hubiésemos marchado? ¿Dónde se quedarían las voces de nuestros rezos y cantos, los sones del acordeón, las notas de los violines cuando festejábamos el día de Pascua? Tal vez quedarían flotando eternamente en aquel espacio infinito entre el cielo y la tierra. Tal vez.

Tendría que disfrutar de todo cuanto me rodeaba y guardarlo en mi retina, con sus detalles, cuanto pudiera y como pudiera, para poder revivirlo cuando ya me encontrara lejos. Pero yo no sabía por aquellos años que, cuando el tiempo se escurre y queremos volver a revivir lugares o momentos, agudizando nuestra memoria, los detalles se esfuman para siempre, como por arte de magia. Solo queda flotando la esencia de lo que fue y de la que solo podemos recordar algún color, algún perfume o alguna música que nos resulte familiar y que podrá, por sí misma, trasladarnos al lugar de nuestra infancia. Mas los detalles, aquellos que deseamos con toda el alma poder revivir, esos ya se han evaporado por el túnel del olvido.

Con los años, las imágenes de la Rusia natal se me fueron tornando borrosas, difusas, se fueron esfumando y entonces he sentido la extraordinaria necesidad de condensar ochenta o noventa años de mi existencia en treinta o cuarenta días de recuerdos en esta amena conversación de los domingos contigo.

Por eso aquella mañana pensé que estaba a tiempo. Estaba a tiempo de hacer un gran esfuerzo y recordar, agudizar, estar atenta ante los mínimos detalles para no olvidar nada. No quería olvidar lo que la vida me ofrecía de bueno. Después, con los años, puedo decir que olvidé lo malo, lo borré de mi memoria, como algo natural y humano. ¿Acaso no es bueno recordar lo que nos hizo felices y olvidar lo que trajo tristeza y amargura a nuestros días? ¿Quién de nosotros no ha querido conservar por siempre dentro del alma la época feliz de la niñez y revivirla cuando nos hemos sentido solos?

Tomé las semillas de dentro de mi delantal y caminé hasta el final del huerto. La tierra ya estaba preparada para tirar en ella las pequeñas simientes que en unas pocas semanas se transformarían en lechugas, romero, perejil, orégano y un montón de otras hierbas aromáticas que después desecaríamos y guardaríamos en frascos herméticos durante todo el invierno para las comidas que cocinaba mi madre. Lo mismo hacíamos con las peras, las manzanas, los duraznos, las ciruelas y los tomates. Cultivábamos aquellos que estaban en perfecto estado, luego los lavábamos y después de cortarlos en rodajas los colgábamos en cordeles a pleno sol. Cuando estaban deshidratados los envasábamos y los colocábamos en los estantes de la despensa. Las frutas que quedaban, las consumíamos frescas, en compotas o dulces. En la despensa siempre había docenas de frascos de mermeladas y jaleas de manzanas, ciruelas, peras, duraznos y tomates. Mi madre endulzaba con ellas los budines, masas o panes y cada desayuno era para nosotros una verdadera fiesta, pero estos se consumían en pequeñas cantidades, ya que el postre solo servía para endulzar la boca. En los días festivos solían servirnos dulces ácidos de frutas de la estación, rociados con nata fresca. Un verdadero manjar.

Los mirlos cantaron sobre los tilos como si me dieran la bienvenida, entonces saqué las semillas de romero y las fui esparciendo proporcionada y prolijamente sobre los pequeños surcos abiertos. Luego con una azada las fui cubriendo con la tierra negra y húmeda. El sol iluminaba las gotas de lluvia que colgaban de las hojas de los árboles y las pequeñas hormigas se alejaban a toda prisa frente al terremoto que había desatado con mi siembra. Cuando terminé con el romero, continué con el orégano, con el perejil y con las lechugas. Concluí mis tareas en la huerta cerca del mediodía mientras que Augusta y Helen me saludaban alegremente desde una ventana con sus muñecas de trapo. Mis hermanos varones estaban rastrillando el establo y Lidia y Julia ayudaban en la cocina con la preparación del chucrut que se iba cocinando lentamente sobre el fuego de leña de una gran hornalla. Mi madre planchaba tapetes, camisas y cortinas al midonadas con una plancha a carbón mientras mi padre leía las Sagradas Escrituras preparando su sermón del domingo.

La casa era una fiesta y, tal como la recuerdo, siempre lo había sido. Todos los días parecían festivos por el ambiente que se respiraba en nuestra familia. Era como si mi padre, al volver a casarse, hubiera recuperado la felicidad perdida al morir mi madre y su familia se había convertido para él en un oasis de paz y en su proyecto de futuro. La comida era sencilla pero siempre sabrosa y servida con todo amor sobre un mantel impecable. Todo brillaba, todo estaba en orden, siempre había alguna flor en el florero de nuestros iconos, y nunca escuché más que buenos consejos y solo vi buenos ejemplos de mi padre y de mi madre.

Por eso con los años me aferré a los recuerdos de mi niñez feliz en Rusia. Pienso que todos los niños de la historia deberían gozar de una infancia feliz, de una etapa deseada y recordada. Lamentablemente, con los años comprendí que muchos niños, rusos como yo, sufrieron y pagaron con sus vidas el haber estado en el lugar equivocado. Y digo en el lugar equivocado porque, habiéndonos encontrado todos nosotros en una situación posiblemente idéntica, mi padre avizoró el peligro y se prometió a sí mismo salvarnos la vida.

Lo que yo no sabía por aquellos años felices de mi infancia era que nos salvaría a todos menos a Lidia. Pero al salvarnos la vida no nos podría ahorrar los sufrimientos del alma. Sufrimientos que irían cayendo unos encima de otros, sobre nuestros pobres e indefensos corazones, hasta tratar de aniquilarnos.

Vi cómo los perros se acercaban ladrando junto a mis hermanos que me saludaban alegres con sus brazos en alto. Yo, entre las almácigas, les hice señas y ellos me esperaron. Juntos emprendimos el camino a la casa. Era la hora del almuerzo. Mi madre salió al jardín y tocó una campanilla llamándonos a la mesa. Con ese sonido identificábamos las horas de las comidas y era una señal clara y precisa de que la mesa ya estaba puesta. Lo primero que hacíamos al llegar dentro de la casa era dejar en la galería de madera nuestras botas o zapatos de cortezas, ya que este calzado solo era utilizado para las labores campesinas. Luego nos calzábamos unos escarpines de piel de cordero que nuestra madrastra nos había confeccionado y nos lavábamos la cara y las manos con agua caliente. Agua que salía del depósito de la cocina de leña y que corría por el caño hasta el grifo de la cocina y, por el resto de la cañería, hasta el baño. Nuestras manos ateridas recobraban el calor y la sensibilidad y ya aseados y peinados nos sentábamos a la mesa donde mi padre, desde la cabecera, rezaba las oraciones diarias y nos impartía su bendición. Al concluir la pequeña y sencilla ceremonia diaria comenzábamos a comer.

El pan casero se hacía todos los días, los bizcochos secos cada quince y los guardábamos en tarros de lata bien tapados.

Durante los inviernos se mataba a los cerdos, así es que en casa siempre había, en el sótano de la despensa, huesillos y patitas de cerdo salados, listos para agregar a las ollas de guisos o potajes que tan gustosos saboreábamos, al igual que chorizos secos o en grasa, pancetas, bondiolas y jamones.

A pesar de la situación en que se encontraban muchos campesinos, por aquella época, en mi casa, nunca faltó la comida. En verano recolectábamos nuestras provisiones para el invierno y en invierno las consumíamos. Parecía un círculo perfecto, aquel que la naturaleza nos brindaba, porque año tras año se renovaban los frutos del huerto durante el verano, lo cual nos permitía contar con todas las provisiones para el invierno

Habíamos terminado de comer el chucrut con patatas hervidas y salchichas de cerdo y mi madre se disponía a servir el esnitchut, que era una compota tibia de duraznos, con nata fría, cuando mi padre, levantando la vista, nos miró a todos y nos dijo:

––Deberán recordar que, antes de tomar el buque a vapor que nos llevará a América del Norte, tendremos que viajar a San Petersburgo a hacer algunos trámites para que nos permitan embarcarnos, y también a Polonia a despedirnos de todos nuestros familiares que viven en Varsovia.

––¿Despedirnos? ––pensé en voz alta.

––Sí, Olga, despedirnos ––respondió mi padre––, porque lo más seguro será que no volvamos a verlos nunca más.

––¿Nunca más?

––Como lo has oído, hija mía, nunca más.

¿Cómo sería no ver a alguien nunca más? Mi alma parecía percibirlo, aunque no alcanzaba a comprender la dimensión de aquellas palabras, pero me había prometido a mí misma guardar como el mayor de los tesoros los pequeños detalles de las cosas, las personas, los lugares y los momentos.

¿Cómo podía yo imaginar lo que aquello significaba?, si a mis escasos ocho años de vida, mi padre expresaba un concepto que estaba ligado indefectiblemente a la eternidad. No alcanzaba a comprender la dimensión de aquella frase, porque todavía no había experimentado palabras como “jamás”, “para siempre” o “nunca más”. Sin embargo, pensé que pronto aquel ejército de palabras solemnes y perpetuas me irían rodeando para no abandonarme en toda mi vida.

Desde aquel día, que recuerdo en todos sus detalles a pesar del tiempo transcurrido, decidí vivir los cambios que la naturaleza producía en el jardín y en el huerto con toda intensidad.

Todas las estaciones del año, en los campos de Rusia, eran encantadoras. En los inviernos el huerto se cubría de nieve y nosotros salíamos a patinar por los ríos helados. Dos faldas de lana, guantes, gorros de piel y medias tejidas impedían que nos congeláramos de frío y nos permitían permanecer una o dos horas practicando patinaje sobre el hielo o montando en los trineos que fabricaban mis hermanos varones. Mi madre nos forraba con suave piel de cordero nuestros sacos de lana, así que para nosotros el invierno era también un paraíso.

Los pinos se cubrían de nieve, entonces sacudíamos sus ramas y la nieve caía con profusión mientras nosotros aprovechábamos para recoger los piñones frescos que luego se tostaban al horno y servían para comer tibios o para aromatizar budines o pasteles. La leña de los abetos se cortaba y apilaba durante el verano dentro del granero de la granja. Así podíamos disponer de leña seca y abundante durante los meses más helados del invierno. Las vacas vivían en el establo y las aves dentro de sus gallineros. Cuando la primavera comenzaba a entibiar y a derretir con su sol la nieve de la superficie, el pasto comenzaba a brotar verde y brillante y el huerto y el jardín parecían renacer del letargo del invierno. Los durazneros florecían por todos lados y sus flores rosas parecían iluminar hasta el mismo aire, al igual que los perales y almendros. Las almácigas brotaban con fuerza por la tibieza del aire y por la humedad atesorada durante el invierno, que inyectaba al jardín una fuerza inexplicable. Entonces comenzaban a asomar por doquier los primeros brotes y pimpollos.

El verano era un estallido de color y de perfumes. Los tilos daban su sombra y su frescor y los frutales colgaban sus jugosos frutos que luego recogíamos para el invierno. El jardín era realmente maravilloso. Los canteros de lavanda y menta esparcían sus perfumes tenues y las glicinias, jazmines y madreselvas se prodigaban en flores claras y de suaves aromas.

Por las tardes, al abrir las ventanas, las fragancias se filtraban a través de ellas y sentía la inigualable sensación de dormir dentro del mismo jardín. No había duda, el verano era la estación en que más se trabajaba en el campo. Se recolectaba lo producido y se almacenaba. El trigo, el centeno y la cebada se apilaban en fardos, parvas o bolsas. Las frutas y verduras se disecaban, se hacían dulces, mermeladas y se cogían los frutos secos como las almendras, nueces y piñones. Los nogales crecían silvestres sobre las orillas de lagos y ríos, que también prodigaban abundantes variedades de peces que nosotros disecábamos y guardábamos, después de ahumarlos con serrín de enebros y cedros, pudiéndose consumir en cualquier época del año.