Leonor de habsburgo - Yolanda Scheuber de Lovaglio - E-Book

Leonor de habsburgo E-Book

Yolanda Scheuber de Lovaglio

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Beschreibung

Leonor de habsburgo tuvo que renunciar dos veces al amor de su vida y apartarse de su hija para no volver a verla nunca más por orden del emperador a quien debía obediencia. Leonor de habsburgo nos despliega la vida de una mujer que tuvo que someterse a las fuertes obligaciones que imponía la Casa de Habsburgo y que convertía a las mujeres en moneda de cambio política. La reina repasa su vida, con nostalgia y amargura, mientras lucha con el asma, que pretende arrancarle la vida, en Talavera de la Reina. Criada por su tía Margarita en Flandes viajará a España junto a su hermano Carlos para que este sea coronado emperador, una vez llegado al trono, Carlos V obligará a la reina a renunciar públicamente a su amor Federico de Baviera para casarse con el rey de Portugal con el que tendrá a su hija María de Portugal, muerto el rey luso, Federico volverá a pedir su mano pero el emperador la volverá a negar y la obligará a casarse con Francisco I de Valois, rey de Francia, y a abandonar a su hija para siempre, algo de lo que se arrepentirá toda su vida. Nominada como mejor novela histórica en el I Premio Hislibris de Novela Histórica, Yolanda Scheuber construye una novela llena de rigor histórico, de ternura y de comprensión sobre Leonor, una mujer que debió someterse a los designios de Carlos V que la usó como moneda de cambio política y que solo pudo volver a España en el fin de sus días. La ternura con la que nos narra el desgarro de la reina en el momento en que se encuentra con su hija y la profundidad con la que la autora se sumerge en el conflicto sentimental de María de Portugal, a caballo entre el rencor hacia su madre y la comprensión, convierten a esta novela en una muestra de alta novela histórica. Razones para comprar la obra: - La obra transmite la ternura y el drama de una mujer apartada de sus deseos por las obligaciones de la familia. - Pese a estar en el Panteón de los Reyes del Monasterio de El Escorial poco es lo que se ha escrito de la reina de Portugal.

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LEONOR DE HABSBURGO

YOLANDA SCHEUBER

Colección: Novela Históricawww.nowtilus.com

Título: Leonor de HabsburgoAutor: © Yolanda Scheuber

Copyright de la presente edición © 2009 Ediciones Nowtilus S. L. Doña Juana I de Castilla 44, 3oC, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Editor: Santos RodríguezCoordinador editorial: José Luis Torres Vitolas

Diseño y realización de cubiertas: Carlos PeydróDiseño del interior de la colección: JLTVMaquetación: Claudia R.

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN 13: 978-84-9763-715-2

Libro electrónico: primera edición

DEDICATORIA

A las Princesas de Austria, luego Reinas todas ellas: Leonor, Isabel, María y Catalina de Habsburgo, quienes han dejado su huella en esta historia.

Por ellas y para ellas va dirigida esta novela.

A mi madre, quien me abrió por primera vez, a mis cinco años de edad, las puertas de la historia de Juana I de Castilla y de sus hijas.

A mi padre, por su maravilloso ejemplo de vida.

A mi esposo, por su inigualable e incondicional apoyo, colaboración y paciencia, por ayudarme a que la memoria de estas Reinas permanezca viva.

A mis hijos, para que puedan conocer a través de esta historia la valentía con que se enfrentaron a la vida las cuatro hijas de la Reina.

A mi hermana Victoria, a la que me unen no solo los lazos de san gre y afectos, sino nuestra pasión por la Literatura, quien desde los Alpes suizos —patria de los Habsburgo— me brindó su claridad literaria y su luz conceptual en la corrección del manuscrito.

A la gloria de san Francisco de Asís, día en que terminé la escri tura de este libro.

AGRADECIMIENTOS

A mi amiga Carmen Vaquero Serrano, que desde Toledo me aportó su inestimable y entusiasta ayuda en la recolección de los datos de Leonor de Habsburgo y con su incansable afán y sabiduría me fue guiando por los laberintos del maravilloso siglo XVI.

A mi amigo Diego Varas, por su valiosa y desinteresada colaboración en el soporte técnico.

Al señor José Manuel Díez Fuentes, responsable técnico del área de Historia de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes —Taller digital—, por su ayuda en la búsqueda de datos sobre los primeros años de vida de las Princesas de Habsburgo.

Al señor Hjordis Kalso Hansen de la Fundación Reina Isabel de Dinamarca y a la Embajada de Dinamarca en Madrid, por toda la colaboración brindada sobre la aportación de datos sobre Isabel de Habsburgo.

A la señora Lisbeth Hallas-Borum, Encargada del departamento de Cultura e Información de la Embajada de Dinamarca en España, por su gentil colaboración en la orientación de mi investigación.

Al señor Morten Dahl Nielsen del Departamento de Cultura e Información de la Embajada de Dinamarca en Madrid, por su colaboración en la búsqueda de datos sobre Isabel de Habsburgo.

Al señor José María Burrieza Mateos, Jefe del Departamento de Referencias del Archivo General de Simancas, España, por su asesoramiento.

Al Área de Historia de la Biblioteca Virtual Cervantes de la Universidad de Alicante, España, por su colaboración.

ÍNDICE

Personajes

Prólogo

Capítulo I: Talavera de la Reina

Capítulo II: Mi infancia en Flandes

Capítulo III: Días de orfandad

Capítulo IV: A la vera de Margarita de Austria

Capítulo V: Mis padres, los herederos de España

Capítulo VI: Mi adorada madre

Capítulo VII: El viaje definitivo

Capítulo VIII: El destino final

Capítulo IX: Muerte en Burgos

Capítulo X: En Malinas

Capítulo XI: Juntos por última vez

Capítulo XII: La despedida

Capítulo XIII: Mi incierto futuro

Capítulo XIV: Por los senderos de la obediencia

Capítulo XV: Mi viaje a España

Capítulo XVI: Tordesillas

Capítulo XVII: Nuestro hermano español

Capítulo XVIII: Camino a Portugal

Capítulo XIX: Boda real en la Villa de Crato

Capítulo XX: Mi desconsuelo

Capítulo XXI: Desolación

Capítulo XXII: Alianzas por la paz

Capítulo XXIII: Los sinsabores de la guerra

Capítulo XXIV: La paz de Cambray

Capítulo XXV: Reina de Francia

Capítulo XXVI: En el reino de la flor de Lis

Capítulo XXVII: Mi hija María, Infanta de Portugal

Capítulo XXVIII: En la hora de mi muerte

Nota de la autora

Epílogo

Nota histórica

Cronología

Árboles genealógicos

PERSONAJES

Casa Trastámara

Isabel de Castilla y Fernando de Aragón: Los Reyes Católicos de España, padres de Juana I de Castilla y abuelos maternos de los Príncipes de Austria: Leonor, Isabel, María, Catalina, Carlos y Fernando de Habsburgo.

Juana I de Castilla: Infanta de España. Hija de los Reyes Católicos, esposa de Felipe de Habsburgo “el Hermoso”, madre de los Príncipes Leonor, Isabel, María, Catalina, Carlos y Fernando. Archiduquesa de Austria desde 1496 a 1555. Reina de Castilla con el nombre de Juana I desde 1504 hasta 1555 y Reina de Aragón desde 1516 a 1555.

Juan de Trastámara: Hijo primogénito de los Reyes Católicos, Príncipe de Asturias, hermano de Juana I de Castilla y esposo de Margarita de Austria.

Isabel y María Trastámara: hijas de los Reyes Católicos, hermanas de Juana I de Castilla y esposas de Manuel I de Portugal.

Catalina de Aragón: hija de los Reyes Católicos, hermana de Juana I de Castilla y esposa de Enrique VIII.

Casa Habsburgo-Austria

Maximiliano I de Habsburgo: Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, esposo de la Duquesa María de Borgoña y padre de Felipe y Margarita de Habsburgo. Abuelo paterno de los Príncipes de Austria: Leonor, Isabel, María, Catalina, Carlos y Fernando de Habsburgo.

María de Borgoña: Duquesa de Borgoña, esposa de Maximiliano I, madre de Felipe y Margarita de Habsburgo. Abuela paterna de los Príncipes de Austria: Leonor, Isabel, María, Catalina, Carlos y Fernando de Habsburgo.

Felipe de Habsburgo: Príncipe de Austria. Hijo del Emperador Maximiliano I de Habsburgo y de María de Borgoña, hermano de Margarita de Austria, esposo de Juana I de Castilla, padre de los Príncipes: Leonor, Isabel, María, Catalina, Carlos y Fernando de Habsburgo. Archiduque de Austria, Duque de Borgoña desde 1482 a 1506 y Rey de Castilla desde 1504 a 1506.

Margarita de Austria: Princesa de Austria. Hija de Maximiliano I de Habsburgo y María de Borgoña, hermana de Felipe de Habsburgo, esposa de Juan de Trastámara, Príncipe de Asturias, y más tarde Duquesa de Saboya al desposarse en 1501 con Filiberto de Saboya. Gobernadora Regente de los Países Bajos entre 1507 y 1515. Tía de Leonor, María, Isabel, Catalina, Carlos y Fernando de Habsburgo.

Leonor de Habsburgo: Archiduquesa de Austria. Princesa de España. Nieta de los Reyes Católicos y del Emperador Maximiliano I de Habsburgo. Hija de Juana de Trastámara y de Felipe de Habsburgo, hermana del Emperador Carlos V de Alemania y I de España, de Fernando, Isabel, María y Catalina de Habsburgo, esposa de Manuel I de Portugal y Reina de Portugal entre 1519 y 1521, esposa de Francisco I de Francia y Reina de Francia entre 1530 y 1547, madre de María, Princesa de Portugal.

Isabel de Habsburgo: Archiduquesa de Austria. Princesa de España. Nieta de los Reyes Católicos y del Emperador Maximiliano I de Habsburgo. Hija de Juana I de Castilla y de Felipe de Habsburgo, hermana de Leonor, María, Catalina, Carlos y Fernando de Habsburgo. Esposa de Christian II de Dinamarca, Reina de Dinamarca 1515 a 1523.

María de Habsburgo: Archiduquesa de Austria. Princesa de España. Nieta de los Reyes Católicos y del Emperador Maximiliano I de Habsburgo. Hija de Juana I de Castilla y de Felipe de Habsburgo, hermana de Leonor, Isabel, Catalina, Carlos y Fernando de Habsburgo. Esposa de Luis II de Bohemia y Hungría. Reina de Bohemia y Hungría entre 1523? a 1526.

Catalina de Habsburgo: Archiduquesa de Austria. Princesa de España. Nieta de los Reyes Católicos y del Emperador Maximiliano I de Habsburgo. Hija de Juana I de Castilla y de Felipe de Habsburgo, hermana de Leonor, Isabel, María, Carlos y Fernando de Habsburgo. Esposa de Juan III de Portugal y Reina de Portugal entre 1525 y 1557.

Carlos de Habsburgo: Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y hermano de Fernando, Leonor, Isabel, María y Catalina.

Fernando de Habsburgo: Rey de Hungría y de Bohemia y después Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, hermano de Carlos, Leonor, Isabel, María y Catalina.

Felipe II: Rey de España, hijo de Carlos V y la Emperatriz Isabel de Portugal.

María de Habsburgo: Hija de Carlos V y la Emperatriz Isabel de Portugal, esposa de Maximiliano II.

Juana de Habsburgo: Hija de Carlos V y la Emperatriz Isabel de Portugal, esposa del Príncipe Juan Manuel y madre del Rey Sebastián de Portugal.

Maximiliano de Habsburgo: Hijo de Fernando I de Habsburgo y de Ana Jagellón. Esposo de María de Habsburgo, hija de Carlos V.

Casa Avis-Portugal

Manuel I de Portugal: “El Afortunado”. Rey de Portugal y primer esposo de Leonor de Habsburgo entre 1518 y 1521. Anteriormente viudo de Isabel de Castilla y María de Aragón, hermanas de Juana I de Castilla.

Miguel de Portugal: hijo heredero de Manuel I de Portugal y de la Infanta Isabel, hermana de Juana I de Castilla.

Infanta María de Portugal: Hija de Leonor de Habsburgo y Manuel I de Portugal. Princesa de Portugal, Señora de Viseu.

Isabel de Portugal: Hija de Manuel I y María de Aragón. Emperatriz, esposa de Carlos V y hermana del Rey Juan III.

Juan III: Rey de Portugal, esposo de Catalina de Austria.

Juan Manuel: Príncipe heredero de Portugal, hijo de Juan III y Catalina de Austria, esposo de Juana de Austria y padre del Rey Sebastián de Portugal.

María Manuela: Princesa de Asturias, esposa del Príncipe Felipe (futuro Felipe II), madre del Príncipe Don Carlos, hija de Juan III y Catalina de Austria, hermana del Príncipe Juan Manuel.

Sebastián de Portugal: Hijo póstumo del Príncipe Juan Manuel y Juana de Austria. Rey de Portugal.

Beatriz de Portugal: Hermana de la Emperatriz Isabel de Portugal y del Rey Juan III, hija de Manuel I y María de Aragón.

Alfonso, María Manuela, Isabel, Beatriz, Manuel, Felipe, Dionisio, Juan Manuel, Antonio de Avis: Hijos del Rey Juan III y Catalina de Habsburgo.

Casa Valois-Francia

Carlos VIII y Luis XII: Reyes de Francia.

Francisco I de Francia: Rey de Francia. Se casó en primeras nupcias con la Princesa Claudia, Duquesa de Bretaña, hija de Luis XII, quien luego fue Reina de Francia. Fue el segundo esposo de Leonor de Habsburgo entre 1530 y 1547.

Enrique II: Rey de Francia, esposo de Catalina de Médicis.

Catalina de Médicis: Reina de Francia, esposa de Enrique II.

Carlos de Orleáns: hijo del Rey Francisco I.

Luisa de Saboya: Madre de Francisco I y de Margarita de Navarra.

Francisco de Valois: Hijo de Francisco I y Claudia de Francia. Delfín de Francia.

Enrique de Valois: Hijo de Francisco I y Claudia de Francia. Duque de Orleáns.

Margarita de Navarra: Hermana de Francisco I, hija de Luisa de Sa bo ya.

Casa Borgoña

Carlos el Temerario: Duque de Borgoña, padre de María de Borgoña, abuelo de Felipe el Hermoso y bisabuelo de Leonor, Isabel, María, Catalina, Carlos y Fernando de Habsburgo.

Catalina de Francia: Primera esposa de Carlos el Temerario.

Isabel de Borbón: Segunda esposa de Carlos el Temerario, Duquesa de Borgoña, madre de María de Borgoña, abuela de Felipe el Hermoso y bisabuela de Leonor, Isabel, María, Catalina, Carlos y Fernando de Habsburgo.

Margarita de York: Tercera esposa de Carlos el Temerario, Duquesa de Borgoña.

Casa Oldemburgo-Dinamarca

Christián II: Rey de Dinamarca, Noruega y Suecia, esposo de Isabel de Habsburgo.

Juan de Dinamarca: Rey de Dinamarca, padre de Christian II, y esposo de Cristina de Sajonia.

Cristina de Sajonia: Reina de Dinamarca, de la Casa Wettin, esposa de Juan de Dinamarca, madre de Christian II.

Juan de Oldemburgo: Príncipe de Dinamarca, hijo mayor de Isabel de Habsburgo y de Christian II de Dinamarca, hermano de Dorothea y Cristina de Oldemburgo.

Dorothea de Oldemburgo: Princesa de Dinamarca, hija de Isabel de Habsburgo y de Christian II de Dinamarca, hermana de Juan y de Cristina de Oldemburgo. Esposa de Federico de Baviera, elector palatino.

Cristina de Oldemburgo: Princesa de Dinamarca, hija de Isabel de Habsburgo y de Christian II de Dinamarca, hermana de Juan y de Dorothea de Oldemburgo. Esposa del Duque de Milán Francisco Sforza y, al quedar viuda, fue desposada con Francisco I, Duque de Lorena.

Isabel de Oldemburgo: Princesa de Dinamarca, hermana del Rey Christian II y esposa del Príncipe elector Joaquín de Brandeburgo.

Federico I de Dinamarca: Duque de Holstein, hermano de Juan de Dinamarca y tío de Christian II, Rey de Dinamarca.

Dorothea de Brandeburgo: Esposa del Rey Christian I y abuela de Christian II.

Christián III: Rey de Dinamarca, hijo de Federico I.

Casa Jagellón- Hungría y Bohemia

Ladislao Jagellón: Rey de Hungría y Bohemia, padre de los Príncipes Luis y Ana Jagellón.

Beatriz de Nápoles: Primera esposa del Rey Ladislao Jagellón.

Ana de Foix-Candale: Segunda esposa del Rey Ladislao Jagellón y madre de los Príncipes Luis y Ana de Hungría y Bohemia.

Luis II de Hungría: Rey de Bohemia y Hungría, hijo del Rey Ladislao Jagellón, hermana de la Princesa Ana de Hungría y esposo de María de Habsburgo.

Ana Jagellón: Reina de Bohemia y Hungría, hija del Rey Ladislao Jagellón, hermana de Luis II de Hungría y esposa del Archiduque Fernando de Habsburgo.

Otros

Príncipe de Chimay: Amigo de Felipe de Habsburgo y caballero de honor de la Archiduquesa Juana en Flandes.

Juan de Jarava: Médico de la Corte de Leonor de Austria.

Hernando de Jarava: Sobrino de Juan de Jarava y confesor de Leonor de Austria.

Fray Tomás de Matienzo: Consejero y confesor de la Archiduquesa Juana en Flandes.

Madame de Hallewin: Gobernanta de los hijos del Emperador, Felipe y Margarita de Habsburgo.

Ysabeau Hoen: Comadrona de Lier que ayudó en el nacimiento de Leonor de Habsburgo.

María Orselaere: Nodriza de Leonor, Isabel y María de Habsburgo.

Josina de Nieuwerne: Aya de Leonor de Habsburgo y mecedora del Príncipe Carlos.

Juana de Courtoise, Catalina van Welsemsse, Gerina Garemyns: Doncellas de Leonor de Habsburgo.

Juana Le Jeune: Nodriza del Príncipe Carlos (futuro Carlos V), hermano de Leonor, Isabel, María y Catalina.

Ana de Beaumont: Dama de Honor de Leonor de Habsburgo.

Lope de Garda y Lamberto van der Porte: Médicos de la corte y de Leonor cuando niña.

Barbe Servel: Aya del Príncipe Carlos de Habsburgo.

Martín de Moxica: Tesorero de la corte de España en Flandes.

Elvira de Mendoza: Camarera real de Leonor de Habsburgo en la corte de Portugal y luego aya de su hija la Princesa María.

François de Buxleiden: Arzobispo de Besançon, preceptor y consejero de Felipe de Habsburgo.

Philibert de Veyre: Consejero de Felipe el Hermoso.

Juan Rodríguez de Fonseca: Obispo de Córdoba y Capellán de los Reyes Católicos.

Gómez de Fuensalida: Embajador español en Flandes.

Ana de Borgoña, Señora de Ravenstein de Duy Veland: Guardadora de los Príncipes en Malinas.

Enrique de Wittehem, Señor de Beersel: Gobernador y Chambelán de los Príncipes en Malinas.

Príncipe de Orange, Conde de Nassau: Teniente General y Gobernador de Flandes.

Filiberto II de Saboya: Duque de Saboya y segundo esposo de Margarita de Austria.

Hughes de Melun: Vizconde de Gante, caballero de honor de Felipe de Habsburgo.

Antoine Laclaing: Señor de Montigny, caballero de honor de Felipe de Habsburgo.

Beatriz de Tábara, Blanca Manrique, María de Aragón y Beatriz de Bobadilla: Damas de honor de Juana I de Castilla en Flandes.

Filipota de la Perrière: Camarera de los Príncipes Leonor, Carlos, Isabel y aya de María.

Catalina de Hermellén: Camarera de los Príncipes: Leonor, Carlos, Isabel y María y dueña de las doncellas de honor de Leonor e Isabel.

Juan Manuel, Señor de Belmonte: Valido del Archiduque Felipe de Habsburgo.

Juan de Anchieta: Maestro de los Príncipes.

Pedro Núñez de Guzmán: Ayo del Príncipe Fernando.

Fray Álvaro Osorio de Moscoso: Capellán del Príncipe Fernando y Obispo de Astorga.

Carlos de Croy Príncipe de Chimay: Caballero de honor de Juana I de Castilla.

Diego de Villaescusa: Obispo de Málaga.

Juan Rodríguez de Fonseca: Obispo de Córdoba, Capellán de sus Católicas Majestades y confesor de Juana en España.

Jehenin Bruneau: Emisario de Felipe de Habsburgo.

Federico de Baviera: Príncipe palatino y asesor de Felipe de Habsburgo. Esposo de Dorothea de Dinamarca.

Philibert de Viere: Consejero de Felipe de Habsburgo.

Juan de Witte: Fraile dominico, confesor de la Princesa Leonor en la corte de Malinas.

Gutierre Gómez de Fuensalida: Embajador de España en Flandes.

Adriano de Utrech: Preceptor de Carlos de Habsburgo y Papa de Roma Adriano VI.

Francisco Ximénez de Cisneros: Arzobispo de Toledo y confesor de Isabel la Católica, Regente de España.

Fadrique Álvarez de Toledo: Duque de Alba y devotísimo del Rey Fernando.

Bernardino de Velasco: Condestable de Castilla.

Fadrique Enríquez: Almirante de Castilla.

Guillermo de Croy: Señor de Chièvres, Camarero Mayor de Carlos de Habsburgo.

Jean Sauvage: Señor de Escaubecques, Mayordomo Mayor de Carlos de Habsburgo. Canciller del Emperador.

Pierre de Boisot:Tesorero de Carlos de Habsburgo.

Luis de Ferrer: Tesorero de la Corte de Juana I en España y Mayordomo en Tordesillas.

Gilles de Avelus y Gilles de Bousauton: Mayordomos de la Corte de Carlos de Habsburgo en Flandes.

Juan de Berghés: Procurador del Reino.

Bernardino de Carvajal: Obispo español en Malinas.

Mercurino Gattinara y Andrea del Burgo: Asesores de Carlos de Habsburgo y Embajadores del Sacro Imperio Romano Germánico.

Jerónimo de Cabanillas y Jaime de Albión: Embajadores del Rey Fernando de Aragón.

Juan Hockenay: Chambelán de Carlos de Habsburgo.

Germaine de Foix: Segunda esposa de Fernando el Católico y Reina de Aragón desde 1505 hasta 1516.

Duque Carlos de Borbón: Príncipe francés y General de los ejércitos de Carlos V.

Carlos de Lannoy: Caballerizo mayor de Carlos de Habsburgo y Virrey de Nápoles.

Fernando de Ávalos: Marqués de Pescara y Comandante de las tropas imperiales de Carlos V.

Duque Antonio Leyva: General de las tropas imperiales.

Íñigo de Velasco: Condestable de Castilla.

Eric Valkendorf: Arzobispo de Trondheim, Noruega.

Lage Urne, Godske Alhefeld, Birgen de Lund: Obispos de Dinamarca.

Mogens Goye: Consejero de Christian II.

Albert Jepsen Ravensberg: Consejero de Christian II.

Dyveke Willums: Joven holandesa, amante del Rey Christian II.

Sigbrit Willums: Comerciante holandesa, madre de Dyveke y asesora de Christián II.

Pedro de Meldorf: Duque, asesor de Christián II.

Paul de Hemmingstedt: Conde, asesor de Christián II.

Jens Andersen Beldenak: Gran dignatario del reino de Dinamarca.

Matías de Strengnäs: Arzobispo de Suecia.

Federico III de Sajonia: “El Sabio”. Príncipe elector de Sajonia, hermano de Cristina de Sajonia y tío de Christian II.

Axel: Jinete de correos del Rey Christian II.

Sten Sture: Regente de Suecia.

Gustavo Vasa: Rey de Suecia.

Alberto de Prusia: Primo de Christian II de Dinamarca.

Joaquín de Brandeburgo: Esposo de Isabel de Oldemburgo, cuñado de Christian II de Dinamarca.

Felipe de Melanchton: Sucesor de Lutero.

Nicolás von Amsdorf y Andrés Bodenstein (alias Carlstadt): Téologos, amigos de Lutero.

Alberto de Brandeburgo: Obispo de Brandeburgo.

Juan Tetzel: Fraile dominico.

Lorenzo Campegio: Legado Papal.

Francisco de Lorena: Duque de Lorena, 2º esposo de la Princesa Cristina de Dinamarca.

Tietgen: Consejero danés.

Bartolomé de Carranza y Miranda: Dominico, Arzobispo de Toledo.

Luis Méndez de Quijada: Mayordomo del Emperador Carlos V en el Monasterio de Yuste.

Juan de Anchieta y Roberto de Gante: Maestros de la Princesa María de Habsburgo en la corte de Malinas.

Matías Corvino: Rey de Hungría.

Segismundo I Jagellón: Rey de Polonia.

Jorge Podèbrady: Rey de Bohemia.

Jan Hus: Rector de la Universidad de Praga.

Juan Hunyadi: Héroe de la resistencia húngara.

György Dózsa: Líder de la revolución campesina de Hungría.

Desiderio Erasmo: Humanista, escritor, consejero de Carlos V y María de Hungría.

Wilhelm de Rogendorf: Mayordomo austríaco del Archiduque Fernando de Habsburgo en Flandes.

Martín de Guzmán, Velazque de Arévalos, Señor de Roeux, Señor de Sempi, Señor de Molembais: Integrantes de la corte de Fernando de Habsburgo.

Jerónimo van Busleyden: Consejero de Carlos V.

Bernard van Orley: Pintor de corte en Malinas.

Selim I: Emperador otomano, padre de Solimán “el Magnífico”.

Solimán el Magnífico: Emperador otomano, hijo de Selim I.

Tomás Bakócz: Arzobispo Primado de Esztergom.

Sha Isma il: Rey de Persia.

Francisco de Ávalos: Marqués de Pescara, General de los ejércitos imperiales.

Enrique III: Rey de Navarra.

Filiberto de Orange: Príncipe al servicio del Emperador Carlos V.

Juan Zapolya: Rey de Hungría.

Jean Frangipani: Noble croata al servicio de Francia.

Ulrico Zwinglio: Líder de la reforma protestante en Suiza.

Andrea Doria: Almirante de la flota imperial.

Enrique VIII: Rey de Inglaterra, esposo de Catalina de Aragón y padre de María Túdor.

Duque Francisco Sforza: Duque de Milán y 1º esposo de Cristina de Dinamarca.

Alfonso de Ávalos: Marqués del Vasto y de Pescara, general del ejército imperial.

Barbarroja: Pirata turco (Hayr al Din).

Luis Sarmiento de Mendoza: Embajador español en Portugal.

Mercator: Cosmógrafo de Carlos V.

Fernando Álvarez de Toledo: Duque de Alba, General del ejército imperial.

Elvira de Mendoza: Aya de la Infanta María (hija de la Reina Leonor).

Luis de Ferrer, Hernán Duque de Estrada, Bernardo de Sandoval y Rojas, Marqués de Denia: Mayordomos de Juana I de Castilla.

Francisca Enríquez: Esposa de Don Bernardo de Sandoval y Rojas, Marquesa de Denia.

Señor de Trazegnies: Lugarteniente de Carlos V.

Beltrán Plomón: Servidor de la Reina Juana I de Castilla y de Carlos V.

Francisco de Borja: Paje del cortejo de Catalina de Habsburgo, Duque de Gandía y General de la Compañía de Jesús.

Germaine de Foix: Segunda esposa de Fernando el Católico.

Bravo, Maldonado, Padilla: Dirigentes comuneros.

Juan de Ávila: Confesor de la Reina Juana.

Margarita de Velasco: Dama de honor de Catalina de Habsburgo.

Margarita de Mendoza: Camarera de la Infanta María Manuela.

Juan Martínez Silíceo: Obispo de Cartagena y maestro de Felipe de España.

PRÓLOGO

El tiempo fue poblando de olvidos y pesares las azarosa vida de Leonor de Habsburgo y la historia, indiferente, relegó entre las sombras sus fieles servicios y sus nobles acciones.

No en vano esta Reina fue la hija mayor de Juana I de Castilla (la Loca) y de Felipe de Habsburgo (el Hermoso) y hermana de los Emperadores Carlos V y Fernando I y de Isabel de Dinamarca, María de Hungría y Catalina de Portugal. Su historia personal no es solo la historia de una Reina insigne de la Europa del siglo XVI, sino que ella es el resumen admirable de un tiempo crucial para la historia de la humanidad. Por eso era importante otorgar a la semblanza de sus días, el marco que la engendró dentro de las sociedades flamenca y española en las que tuvo que vivir…

Fue biznieta, nieta, hija y esposa de Reyes —pero, al igual que sus hermanas— nunca llegó a ser madre de un Rey o de una Reina. Educada en Flandes, su cabeza fue coronada con un solo afán: extender el dominio de los Austria lo máximo posible. Por mandatos de su hermano, el Emperador, fue Reina de Portugal y de Francia. Sin embargo su personalidad se destacó más que por el poder que representó, por las virtudes de la obediencia, la paciencia, la piedad y la prudencia que cultivó. Ella —al igual que todas las mujeres de su familia— fue la dama que el Emperador movió a su antojo sobre el gigantesco tablero de las naciones, en aquel juego de ajedrez imaginario, buscando ensanchar los dominios del imperio, renunciando al amor verdadero, para tomar el deber como su excelsa bandera que enarboló hasta el día de su muerte.

La herencia y la educación moldearon en ella una experiencia digna de ser valorada, aunque hayan transcurrido más de cinco siglos desde su nacimiento. Tanto Leonor, como Isabel, María y Catalina —las hijas de la Reina— han sido el fruto del siglo XVI. Vivieron en una época llena de agitación y de zozobras, cumpliendo con los mandatos del reino y de la dinastía a la cual pertenecían, sin jamás negarse a cuanto se les pedía o exigía. Acontecimientos tan trascendentales como el descubrimiento de América (que transformó la visión que se tenía del mundo), el surgimiento del Renacimiento y el humanismo filantrópico, la doctrina de Lutero, la fusión de los estados, las guerras con Francia y la invasión turca de Europa del Este condicionaron sus vidas en todos los sentidos. En ese siglo, donde en los reinos europeos tuvieron lugar violentas luchas de poder, había nacido Leonor… ¿Cómo no comprenderla cuando, siendo apenas una adolescente, fue desarraigada de su medio para ser trasplantada sin titubeos a otro reino extranjero y a los brazos de un esposo desconocido? El cambio fue brusco y duro. La forma en que debió adaptarse fue siempre profundamente reveladora de la fuerza de su carácter y de la templanza con que asumió su destino.

Al avanzar por los senderos de la obediencia por los que tuvo que transitar, nos asombraremos al descubrir que, a pesar de los brillos y los fastos que la rodearon, estos no fueron por sí mismos suficientes para evitarle aquel designio trágico y oscuro. Designio que gobernó su destino y que la fue conduciendo por sendas amargas sembradas de fatalidad, en una búsqueda permanente e inútil de lo que nunca pudo encontrar ni poseer definitivamente: la felicidad…

Para comprender su personalidad debemos remontarnos a su infancia. Su vida no fue más que desdichas y lágrimas que aceptó y superó, aunque la Casa donde había nacido la elevara al rango más alto de la sociedad: ser Reina. Fue valiente, inteligente y humilde. Frente a la adversidad, su actitud fue siempre de asumirla. Pareció vencida, pero en los dolores se vio fortalecida. Se distinguió por un rasgo fundamental: la entereza, que debe traducirse en valentía. Esta Reina, abrumada por las contrariedades y las muertes, tuvo una fe inquebrantable, pero vivió a la sombra de los reinados de sus abuelos y hermanos, que opacaron con su fastuosidad y obras los destellos purísimos de sus días, de los cuales muy pocos han llegado a conocerse.

Su muerte fue tan triste y solitaria como lo fue su propia vida y como lo fueron las muertes de sus tres hermanas. Pero nada la hizo tan grande como el propio dolor vivido. Sus lágrimas han sido como un fuego sagrado capaz de purificar la ejemplar historia de su existencia. Tuvo tanto valor para sufrir, como para morir. Los siglos podrán haber convertido su cuerpo en cenizas, pero nunca podrán apagar el brillo de su alma, que resurge luminosa en las páginas de este libro.

La autora. Salta, Argentina, 15 de marzo de 2006.

I

TALAVERA DE LA REINA

16 de febrero del año del Señor de 1558.

Desde mi agonía.

Como una visión celestial veo caer los pétalos blancos de los almendros en flor sobre Talavera de la Reina. La tarde se ha vuelto gris y la luz titilante de las velas parece emitir pulsaciones doradas que palpitan sobre todo cuanto me rodea. Las paredes de los claustros del alcázar se han vuelto resplandecientes y el trajinar de mi Corte en pleno, alrededor de mi lecho, refleja siluetas oscuras sobre los muros que se empequeñecen o agigantan, cuando se acercan o se alejan… Mi hermana María —Reina de Hungría— que me acompaña, recita una retahíla de plegarias. Mi médico personal, Juan de Jarava, denota preocupación; mis damas de honor no pueden disimular sus ojeras marcadas por el llanto; los nobles de mi cortejo se han sentado en los salones apesadumbrados por mi estado y la prisa de mi confesor, Hernando de Jarava, por darme la Eucaristía y la Extremaunción, me advierten calladamente que mi hora postrera está cercana… El olor de la cera de las velas me anuncia su llegada sombría… Me siento cansada, cansada de andar y nunca llegar. ¿Hacia dónde voy? Se ha desencadenado lo temido y cuando el proceso de la muerte se inicia, no hay nada ni nadie que pueda detenerlo.

…Observo en silencio la escena mientras busco con afán el aire que me falta para respirar. El sigilo impuesto se rompe con los pasos apresurados, las letanías en latín de los frailes dominicos y las fórmulas medicinales dichas en griego por quienes buscan deprisa en los viejos libros recetas que puedan salvarme la vida… Los aromas de las infusiones para calmar la agitación de mi pecho llegan desde un brasero y se van desvaneciendo como el perfume de los azahares por el callejón de una aldea… y yo, tras ellos… Tengo la extraña sensación que me estoy desdoblando, que mi cuerpo exánime se queda en el lecho y mi alma vuela a través del aire donde nada la fatiga y puede respirar en libertad. Vuela sobre los montes de encinas y sobre los jarales, sobre los patios porticados de las casas solariegas, sobre sus huertos feraces. Pero retorna una vez más para volver a entrar en mi cuerpo y caer en la postración a punto del desmayo… Mis ojos miran a través de los cristales como abstrayéndome de todo lo cercano, mas no son pétalos de almendros los que caen sobre Talavera la Real, es una nieve blanca y helada que va cubriendo con su sábana de escarcha absolutamente todo… Mi pecho se comprime sin aire por la pena y los temores, pero no deseo que se cubran de blanco los caminos de mi alma y de la villa, porque entonces el frío será para mí por demás intenso.

…Los criados han entrado en silencio distribuyendo candeleros encendidos por toda la estancia… El viento de la tarde se ha vuelto impetuoso, agitando las llamas de los cirios y las ramas que golpean contra los cristales, mientras yo Leonor de Habsburgo y Trastámara, la hija mayor de Juana I de Castilla y de Felipe de Austria, me voy muriendo… Muriendo de angustia y soledad, aunque esté rodeada por tanta gente que me quiere bien. Muriendo para volver a vivir y reposar con gozo, como antaño, en el regazo de mi madre, como cuando era una niña frágil e indefensa que necesitaba de su cariño. Cariño del que nos dejó huérfanas a los pocos años de nacer, cuando debió marcharse obligada por las circunstancias luctuosas que se desgranaban sobre España. Mas ella, Juana I de Castilla, fue y será por siempre una de las pocas personas para la que yo he significado mucho. Me amó sobre todas las cosas, igual que yo a ella, con la incondicionalidad eterna con que se unen los lazos maternos, atándonos a los hijos, más allá de nuestra propia vida.

Sé que estoy muriendo, que soy incapaz de sostener la vida, pero tengo la secreta esperanza que volveré a vivir aunque más no sea en el recuerdo de mi adorada y única hija María. De ella no solo me separa una frontera, sino su desamor… Pertenece a Portugal, es una de sus Princesas y yo, su madre, tuve que consolarme con verla crecer desde lejos por el bien de aquel reino al que está ligada por su nacimiento.

Ella es el mayor renunciamiento de mi vida. Renunciamientos a los que tuve que acostumbrarme a aceptar desde mi niñez. Y a partir de aquellos días, creo que lo fui dando todo, absolutamente todo, cumpliendo con la voluntad del Señor, mi Dios; con la de mis padres, los Archiduques Felipe y Juana de Austria; con la de mi hermano, el Emperador y Rey Carlos V de Alemania y I de España y con la de los Reyes Manuel I de Portugal y Francisco I de Francia, quienes fueron mis sucesivos esposos. Todo cuanto me tocó vivir lo acepté con verdadera abnegación. Todo cuanto Dios y los reinos dispusieron para mí se tornó en un mandato de tal magnitud que no dudé en cumplirlo con total aceptación y sin jamás cuestionarlo. Aceptación que me ha valido la serenidad de sentir que estoy llegando al final de mi vida solo con el alma dispuesta y preparada para presentarme ante Él…

No he atesorado nada porque lo he dado todo, siguiendo el ejemplo de mi adorada madre. Pobrecita… Ahora la comprendo enteramente y la abarco totalmente con mi pensamiento y mi corazón. Nos parecemos, porque hemos aceptado el destino impuesto con entera obediencia, con resignación… Por eso, en estos instantes que siento como los postreros, os abro las puertas de mi alma para que os asoméis a través de ellas a mi vida entera. Vida que ya no me pertenece, sino que os pertenece a vosotros, a la historia de España, de Europa y del mundo… No tengo pluma, ni tinta, mas en el estado en que me encuentro no podría escribir, pues mis manos tiemblan y mis brazos ya no tienen fuerzas… Solo un papel de ausencias remarcadas envuelve la melancólica vida que me tocó vivir, la ausencia de mi madre y de mi padre, la ausencia de algunos de mis hermanos, la ausencia de un amor libremente elegido, la ausencia de mi única hija…

Mi respiración es entrecortada y el esfuerzo que hago para respirar apenas me deja escuchar las letanías a lo lejos. Es como un eco que se va apagando, a la vez que por mi mente veo desfilar mis días en esta tierra. Desde las primeras imágenes que recuerdo… hasta las últimas…

Os llevaré conmigo hasta Flandes para que me acompañéis en este viaje imaginario a través de toda mi existencia. Recordando sé que retrasaré mi partida, tal vez por eso lo hago.. Tal vez por eso me demoro en cada recuerdo sobre tantas personas y tantas cosas. Deseo que mis cavilaciones os resulten valiosas para que conozcáis mi historia… No quiero marcharme aún, pero lo acepto si esa es la voluntad del Altísimo.

Miro a través de los cristales. Anochece sobre Talavera, ciudad que nunca será mía ni yo seré de ella y donde me tocará morir circunstancialmente. Os confieso que nunca me sentí arraigada a ningún lugar… Tal vez por eso me he sentido extranjera en todos lados.

Debilitado todo mi cuerpo por la agitación del asma dentro de mi pecho que no me deja respirar, veo el incesante trajinar a mi lado. Mi vida se agota sin el aire vital guardando luto y mi espíritu se vuelve a cada instante más sombrío por el desprecio de María…

A mi retina llegan sus últimas imágenes, borrosas, recientes. Un mes estuve esperándola en Badajoz, aguardando para abrazarla, pero el dolor de verla y no tenerla fue el peor tormento de mi vida. Veinte días compartidos en treinta y siete años de ausencias fueron apenas un segundo entre tanta eternidad. Veinte días entre fiestas y silencios. No quiso dejar Portugal para regresar a mi lado, porque recordaba el juramento que había hecho de volver a su reino. Su fuerza de voluntad le hizo resistir a todas mis súplicas. Sé que como madre la he decepcionado… que no significo nada para ella… Quise pedirle perdón por todas las amarguras que a lo largo de la vida le he causado, pero no quiso escucharme… Me acusé buscando las palabras más consoladoras para no herirla más, por haberla despojado de las alegrías de su infancia y de las esperanzas de su juventud, por haber consentido las órdenes del Rey y por haber cedido a todo lo que me fueron imponiendo, sin jamás enfrentarme con valentía a ello. Quizás fue una exposición demasiado larga, pero estaba resuelta a que me perdonara…, por tal motivo continué exponiéndole mis culpas con la titubeante inseguridad de no tener el valor para actuar de otro modo. Ya no pensaba en mí, sino en ella… Pero sus ojos se clavaron en los míos, acusadores y su silencio fue peor que un grito de reproche… En lo más íntimo de mi alma sentí su voz que me decía “No me importa nada de lo que dices”. Solo entonces me di cuenta de que todo estaba perdido… Había arriesgado una ilusión, pero la ilusión se desvanecía como la niebla entre los rayos del sol… Jamás sabrá cuánto la he amado. Jamás comprenderá que tuve que obedecer sin poder elegir… Y asumiendo con resignación el destino que trazaron sobre mí, me transformé en el dócil instrumento que la Casa y los reinos deseaban que fuera para gloria de la grandeza imperial, renunciando siempre a decidir sobre mi propia vida y sobre su vida. Recuerdo con tristeza cuando a los dieciséis meses de edad, el reino me obligó a abandonarla en Portugal bajo los cuidados de mi camarera mayor, Doña Elvira de Mendoza, y más tarde entregada, en 1525, en las manos de mi hermana Catalina, quien iba a asumir el trono lusitano al desposarse el 2 de febrero de aquel año, con Juan III de Portugal, el hijo heredero de quien había sido mi primer esposo, el Rey Manuel I de la Casa de Avís.

Hace apenas unos días al ver a la Infanta María con un gran cortejo, (formado por damas suyas y de la Reina Catalina —mi hermana—, por nobles hidalgos y prelados), venir hacia mí a visitarme, mi corazón saltó de puro gozo. Pensaba que a su lado compartiríamos lo que nos restaba de vida, que ya nadie podría separarnos, sin embargo mi gozo fue efímero y frágil como el vuelo de una mariposa. Se quebró apenas descender María de su cabalgadura y abrazarnos. Sus palabras me desgarraron el alma pidiendo que la perdonara, pero debía regresar a Portugal —así se lo había prometido al Rey—. Desde aquel momento hasta despedirnos, compartimos veinte días que se esfumaron como un soplo. Al partir nuevamente camino a la frontera rumbo a Lisboa, me quedé mirándola. No podía apartarla de mis ojos. Sabía que esa sería la última imagen de ella que yo guardaría y mi corazón desfalleció de pena. En la lejanía la vi borrarse poco a poco a través de la distancia y en medio del llanto y la angustia que me habían invadido, fui tratando de consolarme para no caer presa de la desesperación. María pertenece a Portugal y a él retornó. Los Reyes y los Príncipes no somos dueños de nuestras vidas. Todo está escrito en nuestro destino y no lo podemos torcer…por más que lo deseemos con todo el corazón… Nuestro deber no es para con las personas de nuestra familia, — las más queridas—, sino para con el Reino y a él le debemos todo… A pesar de mis buenos deseos… estos pensamientos no han servido para consolarme…

Mil espadas de dolor han traspasado mi corazón al verla marcharse y dejar de contemplar su amoroso rostro. Y es tan grande mi duelo y tan intenso mi penar que pronto habrá de verse el final de mis días…

Los pétalos siguen cayendo. La nieve y el frío lo cubren todo. El aire se perfuma y se congela… Guardo cama arropada por el silencio circunstancial de los claustros. Sobre mi pecho tengo un crucifijo y el dolor de saber que ya no habrá otra oportunidad para volver a ver a mi adorada María. Las candelas que me rodean parecen apagarse. Así se apaga mi vida que se escurre como por un túnel de luz, pero inversamente a este abandono siento con toda la fuerza de mi existencia que se van dibujando dentro de mí las primeras imágenes de aquellos acontecimientos que se anticiparon a mi nacimiento y que años después me fueron relatados por los labios de mi madre y de mi tía Margarita, mi tutora… ma bonne tante… (mi buena tía)… Ignoro por qué han llegado de repente hasta mí estos recuerdos, de un tiempo en el cual todavía no existía.

Fue una mañana de un año antes que yo naciera. Aún no había despuntado el alba, pero la noticia llegaba a Flandes y se levantaba infausta en medio de la nada. Las incertidumbres de la muerte llegaron presurosas para darle a mi madre, en los meses anteriores a mi gestación, una pena sin igual. El 4 de octubre de 1497, arropado por el silencio de los claustros y la cercanía de su progenitor, partía hacia la eternidad Juan, Príncipe de Asturias, su hermano mayor y heredero de todos los reinos de mis abuelos maternos, Isabel y Fernando, los Reyes Católicos.

Dos meses después de aquella trágica muerte, el destino volvía a sumar otra desgracia a la Casa Trastámara. Margarita de Austria, esposa de Juan, perdía a su hija al darla a luz, en Alcalá de Henares.

Ante el trágico desenlace de los acontecimientos, Isabel, la hermana mayor de mi madre, y Reina de Portugal por su casamiento con el Rey Manuel I, se transformó en la heredera de todos los reinos de la corona española. La línea de sucesión al trono había quedado vacante y mi abuelo Fernando II de Aragón instó a los Reyes de Portugal a que se presentaran cuanto antes en Castilla para ser jurados como Príncipes de Asturias por las perpetuas Cortes del reino.

El estado de buena esperanza sorprendió a mi madre en el mes de febrero de 1498 cuando guardaba luto y llevaba el corazón atenazado por las penas. Yo comenzaba a ser en el peor momento de su joven vida, pues solo contaba entonces con dieciocho años de edad. Y lo que debió ser para ella motivo de gozos y alegrías, se transformó de la noche a la mañana en un mar de lágrimas que entristeció su ánimo y su alma…

Aún hoy me estremezco el pensar cuán fuerte debió haber sido su dolor en aquellos días, cuando deambulaba por los soberbios salones de una Corte flamenca que la consideraba una extranjera. Flandes era un país demasiado distante de España, con otras costumbres y otra lengua, pero mi madre se había adaptado rápidamente a ese cambio rotundo al haberse desposado muy enamorada de mi padre. La distancia que separaba a los dos reinos la fue alejando con gran rapidez de los recuerdos castellanos de su infancia. Sin embargo, interiormente, ella dibujaba en su mente aquellas imágenes añoradas de Juan, a las que se aferraba con desesperación para hacerlas revivir en su memoria. Así podría abrigar con ellas, cual un tizón encendido, su alma desconsolada…

El Príncipe de Chimay —Carlos de Croy— (caballero de honor de mi madre) y Madame de Hallewin, gobernanta de los hijos de Emperador, eran quienes manejaban los asuntos domésticos y económicos del palacio, así como las intrigas que se iban tejiendo en torno a mi madre, que abatida por las circunstancias de aquellos inesperados acontecimientos, era llevada a la deriva, dejando en un total abandono sus obligaciones como Archiduquesa. En su entorno ya no se hablaba castellano, pues a escaso tiempo de desposarse con mi padre, toda su Corte española había sido reemplazada por borgoñones sin su consentimiento. Solo quedaba a su lado, Don Martín de Moxica, el tesorero español nombrado por Isabel la Católica, quien mantenía dudosas tendencias hacia todo lo que fuera flamenco, negándose a colaborar con mi madre ante los graves problemas pecuniarios en los que se encontraba sumida, al tener que hacer efectivo los pagos de los sueldos de la servidumbre española.

Debo confesaros que la respuesta de mi adorada madre a los acontecimientos que se precipitaron sobre ella fue simple y sencilla. Sabía que estaban usurpando su autoridad, pero decidió actuar con docilidad, no por falta de voluntad o de deseos, sino porque no quería agregar más dificultades a ese amor apasionado que sentía hacia mi padre. No deseaba apagar aquellos amorosos encuentros producidos al regreso de sus viajes por las ciudades del reino, cumpliendo con las exigencias de mi abuelo paterno, el Emperador Maximiliano. Su corazón y su voluntad estaban a disposición de amarle y de servirle, porque ella creía que lo que con amor se hace, con amor se responde. Y ese pensamiento se transformó en el eje de su vida…

El invierno de 1498 llegó a su fin repleto de amarguras, no solo para mi familia materna sino paterna. La muerte del Príncipe de Asturias había dejado viuda a mi tía Margarita, hermana de mi padre, entristeciendo también a mi abuelo paterno Maximiliano I de Habsburgo. En tanto en Francia, el monarca Carlos VIII había muerto y ascendía al trono el Rey Luis XII.

Durante mucho tiempo pensé que tal vez Dios me enviaba a nacer para entibiar el regazo de mi madre y llenar de alegría sus enlutados días… Mi padre y ella estaban maravillados con la noticia de mi llegada, pero mi padre más aún. Sin haberle comentado a mi madre, había forjado sobre el heredero que se anunciaba proyectos dinásticos que servirían para consolidar espacios geográficos y coronas en beneficio de la Casa Habsburgo. Lo que él no imaginaba era que nacería una Princesa, en lugar del hijo heredero que anhelaba. Al adelantarme en el tiempo a mi hermano Carlos, tiraría por tierra dos años antes todas las ilusiones dinásticas tejidas por mi padre y mis abuelos.

Hoy si pudiera, después de casi sesenta años, quisiera abrazar y decirle a mi padre que comprendo sus razones…

Estaba yo creciendo dentro del vientre de mi madre, cuando el jueves 23 de agosto de 1498, mi tía Isabel de Portugal dio a luz a su primer y único hijo. Parecía que la muerte se había encaprichado con la familia de mi madre e Isabel murió en el parto… Se marchó hacia la eternidad de prisa, sin poder estrechar entre sus brazos a su pequeño niño recién nacido, quien en medio de llantos y de lutos recibió el nombre de Miguel, “el de la Paz”, sumiendo a mi abuela Isabel, en España, y a mi madre Juana, en Flandes, en un total desconsuelo…

Al recibir la trágica noticia, mi madre desfallecía de dolor a cada paso, y yo, dentro de la casa redonda de su vientre, era incapaz aún de poder evitarle esos pesares y hacerle sonreír. Presentía su profundo sufrimiento, pero aguardaba silenciosa el momento de nacer sin saber que jamás conocería a mis tíos Juan e Isabel y ella no volvería a abrazarlos al regreso. Los sepulcros se iban propagando a la vera de los senderos que debía recorrer mi madre, sembrados cual flores de cruces de alabastro, en tanto ella, desconcertada e indefensa, desandaba el camino de un destino que se dejaba ver incierto y oscuro. Destino que sin saber, también condicionaría el mío y el de todos mis hermanos… El espectro sombrío de la muerte, deseoso de vidas jóvenes y poderosas, parecía haberse cebado con la familia real española, entristeciéndola, porque con cada muerte ocasionada, se iban derrumbando los cimientos de la vasta heredad. A la grandeza de tan ricos y extensos reinos se añadía la realeza de la sangre, pero parecía que la gloria política y militar de sus Católicas majestades tenía una contrapartida maldita y los herederos se iban muriendo de uno en uno, sin que nadie pudiera remediarlo. El siglo XVI se iniciaba con tantas inseguridades dinásticas como treinta años atrás, cuando ascendían al trono mis abuelos maternos, causando una profunda preocupación en toda la Península Ibérica. Una y otra vez aparecía el estigma de un trono sin heredero visible y de una corona dividida en dos…

Solo un niño indefenso y enfermo separaba a mis padres de la inmensa heredad, porque si el Príncipe Miguel también moría, mi madre se transformaría en la más grande heredera del mundo conocido y de todos los dominios recién descubiertos por Cristóbal Colón.

Sin embargo aquella situación no había sido contemplada por mi madre, quien eludía pensar en una herencia que pudiera llegarle envuelta entre lágrimas amargas, como un regalo póstumo de sus hermanos muertos. Ella deseaba imaginar que a su mayoría de edad, el Príncipe Miguel asumiría el trono de España y Portugal unificando toda la Península Ibérica, cumpliendo con los sueños dinásticos de los Reyes Isabel y Fernando; y recordar cada día, dentro de su alma, a sus hermanos difuntos. Porque mientras pensara en ellos, vivirían por siempre en su recuerdo y la muerte jamás podría alcanzarlos…

El amor de mi padre era la única fuerza que la sostenía y aunque su vientre iba creciendo proporcionalmente a las ansias por conocerme, estas se esfumaban tras el amor desesperado que sentía por él, cuando cumpliendo con los mandatos del Emperador y con sus deberes de Archiduque, se ausentaba del palacio. Así la soledad de mi madre se hizo cada vez más grande… Tal vez mi presencia real lograra sostenerla en la adversidad cuando naciera…

En los primeros días del mes de septiembre de 1498 llegó a la Corte de Bruselas procedente de España, el Sub Prior del Convento de la Santa Cruz, Fray Tomás de Matienzo, acompañado por el Comendador Londoño. Su estancia obedecía a mandatos expresos de mis Católicos abuelos. Mi madre no enviaba noticias a España desde el 22 de agosto de 1496 en que había partido a Flandes a desposarse con mi padre. Y mis abuelos reclamaron información. Dos años en que la indiferencia por todo lo que era español se estaba tornado peligrosa, movilizaron a los Reyes, Isabel y Fernando, a buscarla por su propia cuenta. Fray Tomás sería el encargado de informarles en secreto de todo cuanto su hija, la Archiduquesa, decía o hacía. Advertida de aquella presencia y ante la sensación de ser vigilada, mi madre se sintió turbada. Ella se consideraba sobre todo no la hija de sus Católicas majestades, sino la Archiduquesa de Austria, esposa de Felipe de Habsburgo.

El fraile conocía a mi madre desde niña, cuando visitaba a los Reyes Católicos en los distintos castillos del reino en que su corte itinerante vivía. Muchas veces la había visto jugar con sus hermanos por los corredores de los alcázares del reino, envuelta en un rústico sayal y se sorprendió al encontrar de pronto a una Reina ataviada fastuosamente, a la usanza de la Corte flamenca y siguiendo sus costumbres. Es que si algo había quedado de español en el vestir y en el hacer de mi madre, al conocer a mi padre, lo hizo desaparecer de un día para el otro. Al llegar a Flandes se había enamorado perdidamente de él y los lujos en el vestir de la Corte flamenca la habían cautivado, coronándola con la seguridad y la certeza que su porte de Reina le otorgaba. Con esta actitud había terminado de deslumbrar a mi padre, atrayendo de un modo incondicional sus sonrisas y miradas. Así, aquel amor tierno y apasionado había actuado como un milagro de resurrección sobre mi madre, quien se transformó de la noche a la mañana en una deslumbrante Reina flamenca. Con sus vestidos suntuosos de apretadas cinturas y escotes sugestivos, adornada con magníficas joyas y peinada encantadoramente, su distinguida y natural belleza se había visto realzada. Y eso era lo que ella deseaba. Deseaba que mi padre estuviera pendiente de ella para amarlo a cualquier hora del día o de la noche y todo aquello lo había conseguido con creces… Pero la aparición de Fray Tomás de Matienzo, sin ningún cargo oficial que avalara su presencia, la había disgustado. Era evidente que llegaba para vigilarla. Él era el signo innegable que desde España se había dado la orden de observarla. Advertida y ante el estado de gravidez en el que se encontraba, se propuso hacer todo lo posible para que cuando yo naciera, Fray Tomás no se encontrara en palacio. Se sentía temerosa y, a pesar del alto rango de Archiduquesa que ostentaba, ante aquel fraile se consideraba despojada de sus títulos, de su autoridad, pero sobre todo de su intimidad. Y eso la turbaba. Decidió entonces una estrategia: mantenerlo a distancia y no brindarle provisiones ni recursos. Tal vez aquella situación terminaría cansando al clérigo y abandonara Flandes ante el mal trato recibido. Sin embargo el religioso no se quejó ni se marchó, permaneciendo imperturbable…

Pero la felicidad de mi nacimiento llegó, para hacer olvidar a mi madre todas las diferencias y rencillas que sostenía con el sacerdote.

Todo comenzó con el alba del 24 de noviembre del año de gloria del Señor de 1498, en el palacio de Lovaina. Mi madre acababa de cumplir el 6 de noviembre sus diecinueve años y mi padre había cumplido el 22 de julio sus 20 años.

El día de mi alumbramiento madrugué y aguardé a mi madre paseando entre zozobras. Había amanecido gris y frío con un vientecillo que sacudía las ramas de los árboles. Las hojas doradas caían como lluvia rozando los cristales de los balcones del palacio Keizersberg de Lovaina, capital de Brabante, que se levantaba cercano a las riberas del río Dyle, rodeado de verdes parques y estanques transparentes. Mis padres habían llegado dos días antes desde Bruselas, distante a cinco leguas. Allí los había sorprendido mi llegada. Mi madre había comenzado desde temprano con los primeros dolores y el desasosiego la había invadido por completo pensando en Isabel que había perdido su vida en el parto y en Margarita que había perdido en el parto la vida de su hija. Sus temores debieron ser profundos pues yo sería la primera de sus hijas y los padecimientos y las complicaciones que aquello podía entrañar le eran desconocidos. Ante los dolores de las contracciones que se habían hecho más seguidas, mi padre reclamó la presencia inmediata del médico de la Corte y de Ysabeau Hoen, comadrona de Lier, así como de Madame de Hallewin, quienes llegaron de prisa y alistaron de inmediato a un grupo de doncellas que se pusieron a disposición del galeno.

Al ser yo la primera en la lista de los hijos que tendrían mis padres, mi progenitor había buscado con antelación a mi nacimiento un ejército de mujeres para que me cuidara. Y, a pesar de que mi madre le insistió que no deseaba doncellas ni nodrizas para mí, él le explicó que cuidarían no solo de mí, sino también de mis hermanos por venir.

Así Madame María Orselaere sería mi nodriza, Josina de Nieuwerne mi aya, Juana Courtoise, Catalina van Welsemesse y Gerina Garemyns mis doncellas y Ana de Beaumont, mi dama de honor.

Lope de la Garda y Lamberto van der Porte fueron mis médicos cuando niña.

El fuego de una inmensa chimenea entibiaba el aire, mientras Madame de Hallewin daba las órdenes precisas para que todo estuviera dispuesto para cuando yo llegara: los paños blancos de algodón, el agua tibia, las tinajas para lavar a mi madre y a mí, y todo el ajuar, confeccionado con suaves lanas de Castilla, sedosos paños de Flandes y primorosos encajes de la región del Dendre, con el que me vestirían. También estaba dispuesta una vajilla de porcelana blanca diseñada especialmente para mí, con los escudos de las Casas reales de mis padres y los cubiertos de plata con las iniciales de los apellidos grabadas entrelazadas.

Mi madre pasó la mañana entre fuertes dolores. Las doncellas masajeaban su espalda y sus piernas para evitar los calambres, en tanto las contracciones se iban acentuando en su intensidad, haciéndose cada vez más seguidas. El médico controlaba mi llegada asistido por la comadrona de Lier. Las horas del mediodía pasaron raudas con mi madre tomándose fuertemente de las manos de Madame de Hallewin quien le brindaba palabras de aliento, pero durante las horas de la tarde los dolores se tornaron insoportables. Mi madre contenía el llanto, quería ser valiente, demostrar entereza, pero la imagen de Isabel muerta entre los brazos maternos la perseguía y con ella el desasosiego se adueñaba de la situación. Creía que ella también podía morir. Sus fuerzas crecían proporcionalmente a los dolores y cuando ambos se hicieron intensos, a punto de desvanecerse de fatiga, pujó con fuerza y me arrojó al mundo entre sábanas blancas manchadas de carmín. De sus labios dejó escapar un suspiro de alivio y palabras de ternura y desde su alma la invadió una maravillosa serenidad interior y el goce delicioso del deber cumplido.

Hasta el momento de mi alumbramiento mi padre conservaba la ilusión de que yo fuera el varón anhelado, el heredero buscado por sus reinos. Sin embargo veintiún cañonazos retumbaron en mi honor y las banderas de las Casas reales se agitaron al viento sobre la torre de homenaje, dándome la bienvenida. Las campanas de todas las iglesias echaron al vuelo y un redoble sostenido de tambores anunciaron mi llegada, como primogénita de los Archiduques de Austria. No obstante en el corazón de muchos, la desilusión no pudo ocultarse y comenzó a dibujarse en sus palabras y gestos.

Pero allí estaba yo, con mis sollozos entrecortados, entre las manos seguras del médico que cortaba el cordón que me unía a mi madre, asistido por Ysabeau Hoen de Lier. Luego me entregaron a los brazos de Madame de Hallewin, quien limpió la sangre que me cubría, me bañó y me acercó envuelta en un paño de algodón para ser besada por los labios temblorosos de cansancio y emoción de mi madre. Ella me cobijó de inmediato en su regazo, y yo, al sentir su tibieza, calmé mi llanto de inmediato. Yo era el fruto de su amor compartido con mi padre, Felipe el Hermoso, quien al entrar en las habitaciones del palacio y conocerme, se sintió decepcionado. Mi llegada no solo decepcionó a mi padre, sino también a mis abuelos maternos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, y a mi abuelo paterno, el Emperador Maximiliano I. Nunca me perdonarían el haberme adelantado. Yo les había traído un desencanto que no podían ocultar. Solo mi madre se sintió feliz, sobre todo cuando sosteniéndome con entrañable ternura entre sus brazos, me daba de mamar la tibia y abundante leche de sus pechos. Me pusieron por nombre: Leonor. Nombre heredado de mi bisabuela paterna, Leonor de Portugal y madre de mi abuelo Maximiliano I, y también de una de las hermanas de mi abuelo materno, Fernando de Aragón. En adelante yo sería la Princesa Leonor de Habsburgo o Leonor de Austria.

Ante aquella incómoda situación originada por mi nacimiento, mi madre adoptó una majestuosa resignación. Dolida por las circunstancias a las que consideraba injustas, me amó incondicionalmente y al sonreírme, ella se sintió triunfal y victoriosa. En aquella primera noche compartida, ella y yo representábamos el lazo indestructible que une a un hijo con su madre. Lazo que nadie jamás podrá romper, ni las distancias, ni las ausencias, ni las imposiciones. La sangre que corre por mis venas es su sangre. La vida que palpita aquí en mi pecho es su vida, pues ella me la dio, así como también mi padre, a quien la única vez que pude comprenderlo total y enteramente y abarcarlo, fue cuando estuve en él y era una parte de sus gestos secretos y de su sangre.

En el frío atardecer de Lovaina y de la Corte se encontraba mi madre y yo, cobijada en su regazo tibio. Arriba se afirmaron las estrellas sobre el cielo azul oscuro de ese otoño. Abajo las velas se encendían dando brillos a los suntuosos salones de un palacio que no festejaría mi llegada. Al día siguiente mi madre me abrazó sobre su pecho, como queriendo consolarme y consolarse. Con aquel gesto quería persuadirse de que no era suya la culpa y de que a los hijos hay que amarlos a todos por igual, más allá de las heredades sobre las cuales sus pequeñas cabezas pudieran algún día llegar a reinar. Sin embargo mi madre, que amaba a mi padre por encima de todo, le respondió que comprendía sus razones.

En los días que siguieron a mi alumbramiento, mi padre hubo de prescindir de mi madre para ciertos actos protocolares y se dedicó con afán a los asuntos del reino. Pero en la intimidad de sus aposentos, mi madre descubrió con tristeza que aquellas miradas encendidas que él le obsequiaba, no iban dirigidas a ella sino hacia aquellas posesiones extensas y lejanas que tal vez pudiera heredar en la Península Ibérica. Posesiones que en ese momento se encontraban alistadas bajo la pequeña cabeza coronada del Infante Miguel, Príncipe de Asturias, apenas nacido, huérfano de madre, enfermo de muerte, y sobre quien mi enlutada abuela materna había asumido su tutoría.

A los pocos días de nacer, en un atardecer frío y bajo la luz de las candelas, fui bautizada con gran pompa en la catedral de Santa Gúdula de Bruselas. Mi abuelo paterno Maximiliano I de Austria fue mi padrino y la esposa inglesa de mi bisabuelo Carlos el Temerario, Margarita de York, Duquesa de Borgoña, llamada también “Madame la Grande”, fue mi madrina. No hubo pompas ni festejos en ninguna otra ciudad del reino. Aquellos llegarían más tarde, cuando a la Casa de Austria llegara el varón tan esperado.

Siendo yo muy pequeña no percibía las tribulaciones de mi madre, pues iba de sus brazos a los brazos de María, mi nodriza, o a los de Josina, mi aya, o a los de Catalina, Juana o Gerina, mis doncellas, disfrutando de aquellos paseos que cada una en su atención me prodigaba.

Mi madre me besaba y en aquellos besos deseaba besar a mi padre, cada día más ausente y más lejano. Recuerdo que durante mis primeros años, ella fue la que más besos me dio. Tal vez presentía dentro de su corazón que apenas cumpliera mis siete años, nos despediríamos para siempre sin volver a abrazarnos durante más de once años de ausencias y distancias. Tal vez deseaba ganar el tiempo del cual más tarde nos privarían. Y fui yo, (quizá por ser la mayor de todos mis hermanos), cuando a ella la obligaron a marcharse lejos de nosotros, la que más la extrañó. Lloraba por las noches, aferrada a mi muñeca, buscando sus brazos y añorando sus besos y sus abrazos. Lloraba en silencio hasta que llegaba la madrugada y las lágrimas se secaban sobre mis mejillas y mis ojos se cerraban de sueño y de cansancio. Pero ella nunca lo supo, porque nunca pude decírselo. No pude decirle cuánto la amaba y extrañaba en aquellos años de mi infancia. Debí guardarlo todo en el más absoluto de los secretos, dentro de mi corazón. Hasta hoy, en que os lo confío a vosotros y sé que me entenderéis y comprenderéis mis desvelos y mis dolores.