El mar de las libélulas - María Belén Alemán - E-Book

El mar de las libélulas E-Book

María Belén Alemán

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Beschreibung

Hay vientos que llegan lentamente, o tan de repente que dejan la desolación a la intemperie. Vientos que prometen o te despeinan. Cualquiera sea el viento que te lleve a otros lugares, hay que reconstruirse de nuevo. La vida toda es un viaje: transcurre entre orillas y elecciones. Somos viajeros incesantes, libélulas transmutando, buscando aguas serenas, un aire más tibio, una tierra oportuna donde mecer los sueños. Inmigrantes y refugiados deben transformarse y adaptarse a los nuevos destinos como las libélulas. Para los japoneses ellas simbolizan el equilibrio en la vida, para los nativos americanos un espíritu guía, para muchos una metáfora de los cambios del ser humano. Esta criatura etérea, casi mágica, demora de tres a seis años en mudar de huevo a ninfa y luego a libélula. Ellas nos recuerdan que podemos ser luz para otros y para nosotros mismos. Se abrazan al viento y viajan con sus poderosas alas en busca de agua dulce, de aires más propicios y una tierra donde anidar. De esto tratan los cuentos y relatos de este libro. Surgen desde lo profundo, para hacerse viento en el alma, libélulas en el mar.

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EL MAR DE LAS LIBÉLULAS

EL MAR DE LAS LIBÉLULAS

MARÍA BELÉN ALEMÁN

Alemán, María Belén

El mar de las libélulas / María Belén Alemán. - 1a ed. - Salta : Biblioteca de Textos Universitarios, 2022.

Libro digital, EPUB - (La corriente infinita)

Archivo Digital: online

ISBN 978-950-851-127-0

1. Narrativa Argentina. 2. Personas Migrantes. 3. Refugiados. I. Título.

CDD A863

© 2022, por BTU (BIBLIOTECA DE TEXTOS UNIVERSITARIOS)

Colección La corriente infinita

ISBN: 978-950-851-127-0

Depósito Ley 11.723

Arte de tapa de la colección

y adaptación para cada título: Flavio Burstein STEREOTYPO

(www.stereotypo.com.ar)

[email protected]

@edicionesbtu

Teléfono: (+54) 387 4450231

Todos los derechos reservados.

Digitalización: Proyecto451

Índice de contenidos

Portada

Palabras previas

I. Los mares del ayer / la esperanza

Desde lo profundo sopla el viento

El ritual

Algún día, siempre llega

Soledad agazapada

Mi querido irlandés

II. Los mares de hoy / el dolor

Sobrevivir en el infierno

La bailarina seguirá danzando

La casa más grande

Azam

La odisea

Epílogo

Mi agradecimiento

A mis bisabuelos Kathleen Gaynor y Luke Doyle, que superaron orfandades y forjaron una gran familia en Argentina. A través de ellos, mi homenaje a todos los inmigrantes.

A mi hijo Daniel, por su coraje para emprender una nueva vida en un lejano lugar. Siempre cerca en el corazón.

A los miles de refugiados que partieron con la esperanza como timón, a los que llegaron y a los que son espuma de mar y de sal.

Los tejados de sus casas se alejaron volando por el cielo

/ y los desvanes,

donde habían almacenado sus pasados, quedaron

/ expuestos.

Salman Rushdie

Podía ver cómo culminaba otro ciclo, con el día que se estaba yendo, con el viaje que llegaba a su fin. Y también intuir cómo se iba conformando el ciclo nuevo que ya comenzaba, que se proyectaba en los días futuros, con su carga de confusiones y promesas.

Antonio Dal Masetto, Las novelas de Ágata

Palabras previas

Hay vientos que llegan lentamente, o tan de repente que dejan la desolación a la intemperie. Vientos que prometen o te despeinan. Cualquiera sea el viento que te lleve a otros lugares, hay que reconstruirse de nuevo. La vida toda es un viaje: transcurre entre orillas y elecciones. Somos viajeros incesantes, libélulas transmutando, buscando aguas serenas, un aire más tibio, una tierra oportuna donde mecer los sueños.

Desciendo de una familia de inmigrantes. Allá, por 1847, mi bisabuelo materno, Luke Doyle, llegó desde Mullingar (Irlanda). No sé cuándo habrá venido la familia de mi bisabuela, también irlandesa, Kathleen Gaynor, pero el destino los unió en Argentina en una vida intrépida, de sacrificio y audacia. Con este libro les rindo homenaje y les agradezco los valores arraigados en mi sangre. La de mis bisabuelos es una gesta con final feliz, aunque no siempre resulte así.

Hoy la historia es a la inversa. Son los nietos, bisnietos y tataranietos los que buscan otros horizontes. Ocurre en mi familia, como en muchas otras. Tengo un hijo migrante. Se fue hace unos años a Australia a buscar nuevas oportunidades que sentía le estaban vedadas en su país. Partió con los bolsillos cargados de audacia, de esfuerzo, de templanza. Tal vez, algún día, se encuentre con los descendientes de Michel, hermano de mi bisabuelo. La historia es circular. Algunos círculos se abren para dejar fluir su interior y otros se cierran para cobijar y proteger.

Las experiencias de los que huyen como refugiados, en cambio, son tremendamente densas. Conmueven hasta lo indecible. Autoexiliados de su tierra por el hambre, por la guerra, por la nada misma. En el instante en que estoy escribiendo estas palabras, cientos de desheredados se arriesgan en precarias patonas en un mar que huele a esperanza, pero que también es parca y orfandad sin faro.

Inmigrantes y refugiados deben transformarse y adaptarse a los nuevos destinos como las libélulas. Para los japoneses ellas simbolizan el equilibrio en la vida, para los nativos americanos un espíritu guía, para muchos una metáfora de los cambios del ser humano. Esta criatura etérea, casi mágica, demora de tres a seis años en mudar de huevo a ninfa y luego a libélula. Ellas nos recuerdan que podemos ser luz para otros y para nosotros mismos. Se abrazan al viento y viajan con sus poderosas alas en busca de agua dulce, de aires más propicios y una tierra donde anidar.

De esto tratan los cuentos y relatos de este libro. Surgen desde lo profundo, para hacerse viento en el alma, libélulas en el mar.

I Los mares del ayer

/ la esperanza

Tu hogar no es donde naciste; el hogar es donde todos tus intentos de escapar cesan.

Naguib Mahfouz

Desde lo profundo sopla el viento

I

Había llegado el día. Cuando todo estuvo listo, partió sin más vueltas. Una daga de nostalgia y silencio le impedía despedirse como hubiera querido. No era fácil dejar la campiña, a los amigos, a sus padres y hermanos, a su Teresa. El mar suponía nuevas oportunidades y la posibilidad de una mejor vida para él y su familia. Y Genaro comenzó a pensarse en otros horizontes, trabajo transatlántico, verde y perdurable. Prometió escribir, enviar dinero, estar aunque no estuviera. Emigró con rebeldía hacia esa Italia que poco estaba haciendo por los suyos. Abandonó su paese acopiando recuerdos en las hendiduras del alma, por si la soledad se atrevía a paralizarlo en las nuevas tierras.

Dejar todo. Dejar a todos. Le dolía su Teresa hasta la sangre. Una infancia juntos, una juventud que se consolidaba hacia un futuro. Le dolía en los huesos porque la quería con ese amor ingenuo ya signado para el casamiento y los críos. Sus ojos suaves, su piel blanca, su andar pausado y calmo lo serenaban. Contrastaban con su ser libre e inquieto.

Entre las sombras de los olivares y la brisa, prometió volver. Far l’America, y regresar a buscarla. Teresa no percibió que, durante esos días, el aire que los rodeaba se tornaba gris, que el sudor de Genaro era cada vez más agrio y que su propia piel se agrietaba en las tardes sofocantes que olían a distancia.

La noche antes de la partida se encontraron en el granero. Ella logró escapar de sus padres, de sus chaperones y de cualquiera que intentara amarrar ese amor inquieto. Allí, entre besos desesperados se enredaron en una oleada de brazos, de piernas, de humores y llantos. Ellos, cuyas pieles hasta entonces solo se habían rozado, se empaparon de ese amor que leva anclas sin retorno. Permanecieron respirándose, bebiéndose, conjurando tiempos y espacios hasta que llegó el dolor inevitable de desprenderse. Les quedaba, como un frágil consuelo, el aroma del otro en la piel.

Al día siguiente, los largos brazos de Genaro se desparramaron en un apretón tosco y desordenado a sus padres y hermanos; en un beso intenso y callado para Teresa. Inició la marcha hacia el puerto. Arrancó unos racimos de uvas del viñedo y se fue saboreando el fruto uno a uno, despacio, como queriendo eternizar el momento. El azul intenso del mar se extendía allá abajo. Un raro temblor le recorrió el cuerpo. En algún lugar ladró un perro y se lanzó cuesta abajo. Pasó una casa tras otra, un granero tras otro, los rastrojos de maíz, la destilería de Giorgio, los muros de la chiesa donde se detuvo para apoyar sus manos sobre esas frías y milenarias piedras. Miró el campanario como esperando que tañeran por él, pero las campanas estaban mudas, como muda había quedado la serranía entera ante su partida. Rezó en silencio unos breves instantes y retomó el andar.

Había planeado el viaje con cuidado, durante varios meses. Embarcarse en el Duchessa di Genova era costoso. Debía ir desde su pueblo, Massignano, sobre el mar Adriático, a Génova, en el Tirreno. Dudó qué camino tomar. ¿Sería conveniente bordear la costa del Adriático por Ancona y Rimini, para internarse luego tierra adentro hasta llegar al puerto tan deseado? ¿O sería mejor ir directamente por Ancona, Parma, Arezzo, Florencia y otras aldeas hasta Génova? Lo discutió con sus amigos, con los viajantes y comerciantes de la zona que habían traspasado las fronteras de la comuna y conocían bastante más allá de su pueblo. Noches desveladas estudiando mapas, rutas, medios de transporte y costos. Finalmente se decidió por el camino que pasaba por Arezzo y Florencia. Cerca de seiscientos kilómetros. No eran tantos, pero parecían demasiados cuando la ansiedad se volvía un viento fresco que le quitaba el aliento. Debía planearlo bien y tener en cuenta cualquier contratiempo. Por eso mismo salió de Massignano una semana antes de la fecha de partida. Prefería dormir en el puerto, entre sacos de harina, bajo un árbol, en la plaza, a perder su sueño de migrante. Tenía veinte años, y una valija cargada de promesas.

Llegó en tren a Arezzo en una tarde de julio. Había sido un largo viaje de polvo y cansancio en un lento traqueteo. El calor del verano era sofocante, iban en asientos demasiado pequeños, apretados, cada uno transpirando sus anhelos, y eso aliviaba el sopor. Genaro se dedicó a estudiar a los que tenía más cerca. A su lado viajaba un señor corpulento, con un traje descolorido pero digno y una valija de la que no se separaba. Creyó reconocerlo, se parecía mucho a un empleado de la oficina de correos del pueblo. El hombre dormía y roncaba. Cabeceaba en un duermevela que se interrumpía solo por alguna frenada brusca. Al otro lado del pasillo, a su derecha, una monja de edad mediana pasaba las cuentas de su rosario en un murmullo de rezos infinitos. Seguramente iría a Assisi. Al fondo, viajaba un grupo de jóvenes alegres que acompañaban al novio a Arezzo donde se casaría con una bella toscana. Sus risas y bromas rompían un poco la monotonía. Se imaginó que los novios bien podrían ser Teresa y él, y se le fue el pensamiento tras la noche que habían pasado. Anduvo perdido en su media sonrisa de tonto enamorado, con los ojos entrecerrados y los miembros apretados. Se encendía con solo pensarla.

Un poco después logró acallar su interior y volvió al paisaje interminable que pasaba por la ventanilla. Era su primer gran viaje. Genaro solamente había ido a pueblos que distaban unos pocos kilómetros del suyo, como Campofilone o Montefiore dell’Aso. Ah, bella la Toscana, bellissima!, pensó.

Por momentos sentía los músculos tensos. Le dolían las mandíbulas y un sudor frío lo atravesaba cuando tomaba dimensión de su aventura; unos kilómetros más y recuperaba el coraje, vencía los miedos. Había demasiado en qué pensar. Los rostros de su gente eran una compañía mientras iba rumbo a su primera parada. Pensaba en cada uno, en sus días de familia, en su Teresa que regresaba con su olor anudado entre sus brazos… Entonces renovaba promesas en un murmullo solitario. Pensaba en el futuro y su ancha boca se dilataba en sonrisas. Pero luego volvían las voces conocidas a susurrarle su locura, las canciones que ya no escucharía, las comidas que no probaría, y entonces el vértigo lo traspasaba. Un vaivén de sentires y pensamientos. Debía dejarse morir para renacer en otra identidad, en otra lengua. Una epopeya como las que le contaba su abuelo. Un viaje épico a lo desconocido para batallar con su propio ser, con otros, entre otros. Se preguntaba cómo sería la travesía. Conocía tantas historias, de barcos atestados de inmigrantes, de barcos precarios, de agentes que se aprovechaban de la buena fe, de viajes eternos, de amistades que empezaban allí. Un viaje que era un rito de iniciación. E inmediatamente supo que debían parirse distintos en otros horizontes, lo sabía bien, aunque no pudiera precisar qué le sucedería a él. Con ese equipaje de pensamientos, Genaro descendió en Arezzo. Había completado el primer tramo.

Desde allí partiría en otro tren recién al día siguiente. Tenía tiempo de sobra para vagabundear. Caminando entre callejuelas y construcciones medievales, llegó a la plaza central. Recordó que su amigo Vito, que era uno de los pocos que sabía leer y escribir en el pueblo, le había contado algunas curiosidades de la ciudad, como que allí había nacido el gran Petrarca. Creyó escuchar la voz de Vito recitando algunos de los versos a la amada Laura. Entró a la basílica y se maravilló con los frescos de Piero della Francesca y su Leggenda della Vera Croce. Recorrió extasiado las calles mientras pellizcaba el pan casero amasado por lasua mamma