El Metro Del Amor Tóxico - Guido Pagliarino - E-Book

El Metro Del Amor Tóxico E-Book

Guido Pagliarino

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  • Herausgeber: Tektime
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2020
Beschreibung

El Metro Del Amor Tóxico

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Copyright © 2020 Guido Pagliarino - All rights reserved to Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad del autor – Libro distribuido por Tektime S.r.l.s. Unipersonale, Via Armando Fioretti, 17, 05030 Montefranco (TR) - Italia - P.IVA/Código fiscal: 01585300559 - Registro mercantil de TERNI, N. REA: TR – 108746

Guido Pagliarino

EL METRO DEL AMOR TÓXICO

Novela

Con el apéndice del cuento sobre los mismos personajes

EL DIFUNTO D’AIAZZO

Traducción de Mariano Bas

Guido Pagliarino

El metro del amor tóxico

Novela

con el apéndice del cuento sobre los mismos personajes

El difunto D’Aiazzo

Traducción de Mariano Bas

Obra distribuida por Tektime

© Copyright 2020 Guido Pagliarino – Todos los derechos pertenecen al autor

Ediciones de esta obra en italiano:

1ª edición bajo el título Il Poeta e il Committente, romanzo, libro en papel, © Copyright 2007-2014 Boopen Editore, descatalogado desde 2014 y desde ese mismo año © Copyright de Guido Pagliarino

2ª edición, revisada y corregida, publicada solo como e-book en todos los formatos bajo el título Il metro dell’amore tossico (Il Poeta e il Committente), romanzo, © Copyright 2015 Guido Pagliarino, Smashwords Edition

3ª edición, revisada y corregida, publicada en e-book en todos los formatos y como libro en papel bajo el título Il Metro dell'amore tossico, romanzo, con l’appendice del racconto, fin a oggi inedito, sui medesimi personaggi, Il fu D’Aiazzo, Tektime Editore, © Copyright 2017 Guido Pagliarino

La imagen de la portada ha sido creada electrónicamente por el autor.

Los personajes, hechos, nombres de personas, entidades y empresas y sus sedes que aparecen en la novela son imaginarios, cualquier referencia a la realidad pasada o presente son casuales y absolutamente involuntarios.

 

Índice

 

El metro del amor tóxico – Novela  

Capítulo I 

Capítulo II 

Capítulo III 

Capítulo IV 

Capítulo V 

Capítulo VI 

Capítulo VII 

Capítulo VIII 

Capítulo IX 

Capítulo X 

Capítulo XI 

Capítulo XII 

Capítulo XIII 

Capítulo XIV 

Capítulo XV 

Capítulo XVI 

Capítulo XVII 

Capítulo XVIII 

Capítulo XIX 

Capítulo XX 

Capítulo XXI 

Capítulo XXII 

Capítulo XXIII 

Capítulo XXIV 

Capítulo XXV 

El difunto D’Aiazzo - Cuento 

 

Guido Pagliarino

El metro del amor tóxico

Novela

( © 1992 )

 

Capítulo I 

 

 

 

Era el 1 de julio de 1969, martes. Al llegar a casa al final de la tarde, recogí de mi buzón un sobre grande. En ese momento, solo observé que había llegado por vía aérea de una ignota Alfio Valente Cultural Foundation de Nueva York. No di demasiada importancia al pliego y, sin apresurarme, subí a casa, un modesto apartamento en el último piso de un viejo edificio del centro histórico, me puse cómodo y, finalmente, sentándome en el escritorio de la pequeña habitación que me servía de estudio, abrí el sobre. Me llevé una maravillosa sorpresa. Me habían concedido el Brooklyn Alfio Valente Poetry Award por mi obra poética traducida y publicada en Estados Unidos: un premio en metálico de unos estupendos 5.000 dólares, una cifra pingüe para esos tiempos, y me pagaban los gastos del viaje. Estos señores americanos debían tener una gran confianza en su servicio postal, dado que no me lo habían comunicado por correo certificado internacional. Me pedían, con la firma del presidente Albert Valente, que imaginaba que era un pariente y luego supe que era hijo del difunto titular de la fundación, que confirmara telefónicamente la aceptación del premio y mi presencia en la ceremonia de entrega de este. Consideré, después de echar una ojeada al reloj y, después de restar seis horas a las 17:38 que marcaba, que todavía era por la mañana en el huso horario de Nueva York. Llamé a la centralita de la única sociedad telefónica italiana de aquellos tiempos, la SIP,1 para que me pusiera con la fundación: en cuanto a la celeridad de las llamadas intercontinentales, era un tiempo de mamuts en el que quien llamaba debía recurrir a una de las telefonistas de la SIP y esperar que esta, después de muchos minutos de espera como mínimo, finalmente lo conectara con el lejano número gracias a un circuito de comunicaciones operado a mano. 

Colgué y, a la espera de que sonara de nuevo el aparato advirtiéndome de que estaba en línea, me regocijé con la idea de la inesperada ganancia que estaba a punto de recibir, algo verdaderamente providencial, pues el arte de la poesía, como resultaba natural, no me generaba casi ningún ingreso y vivía gracias a colaboraciones esporádicas en un diario de Turín, La Gazzetta del Popolo, y al inseguro trabajo de traductor y editor en una editorial, retribuido a destajo por cada libro. En realidad también tenía escrita una novela, potencialmente mucho más comercial que las obras en verso, e incluso había conseguido publicarla con la gente de la misma editorial turinesa para la que trabajaba, no sin el desgaste de unas cuantas aproximaciones al Kan de todos los Kanes, como solíamos llamar entre nosotros al altanero y a veces caprichoso propietario: tuve muchos elogios de la crítica, que habían llenado mi portafolios, y ningún éxito comercial, al tratarse de «una obra de prosa poética más que de una novela con un relato», como me comunicó finalmente el editor, ya dubitativo a la hora de llevarla a la imprenta, recalcando el tono sobre la última palabra. Es bueno que además adelante que, no por tratarse de un caso relacionado con mi miserable situación económica de aquellos tiempos, sino porque, como veremos, resultaría algo dramático para mí e incluso funesto para muchos ciudadanos de Estados Unidos e Italia, seis meses antes de recibir el premio Brooklyn Alfio Valente, al necesitar más dinero, había aceptado la repentina oferta de un potentado de componerle y venderle por una buena cantidad una veintena de sonetos en honor de su bienamada, poesías que este tenía la intención declarada de presentar como frutos de su talento ante ella. Lo digo de inmediato: todavía hoy siento amargura por haber vendido mi arte y, por una serie de circunstancias derivadas, también mi dignidad y mi libertad, aunque, como explicaremos en su momento, esto me castigaría moral y físicamente. 

Mientras esperaba a que me comunicaran con la fundación, la alegría se me fue de golpe: releyendo con más atención la carta, advertí que la fecha del premio estaba cerca, menos de veinte días, y me di cuenta de repente que tenía caducado el pasaporte. Un escalofrío por la espalda, literalmente, y luego un acceso de ira: «¡¿Por qué me han avisado en el último momento?!» Pero al fijarme en la fecha de expedición en el sobre, entendí que la fundación no era la culpable del retraso, pues la carta había salido de Nueva York más de dos semanas antes. «Bueno, sí, pero sí es culpable al menos de no haberla mandado certificada», les increpé de todas formas en mi cabeza e inmediatamente me enfadé con el desconocido inútil (¿de correos? ¿de un aeropuerto?) al que se debía la posterior complicación y finalmente me pregunté si, a pesar de todo, podría obtener a tiempo la renovación del pasaporte en la comisaría de policía y, considerando que los prudentes Estados Unidos también requerían un visado consular preventivo, me respondí: «Casi seguro que no», pero me quedaba una esperanza: «… pues sí, ¡pediré ayuda a Vittorio!» 

El subinspector2 Vittorio D'Aiazzo servía en la comisaría de Turín, donde también yo había trabajado a sus órdenes antes de dejarlo hacía unos pocos años. Era un gran amigo, tal vez el único que he tenido y también sabía que, al ser ambos de carácter retraído, yo fui su único amigo de verdad. 

«¡Imagina», pensé cada vez más aliviado, «si, vista la importancia del asunto, no se va a esforzar!» 

Ya, pero ¿cómo había entrado en la policía un hombre tranquilo como yo, completamente opuesto a un trabajo armado? ¿Una persona que se dedicaba al arte de la métrica y a leer frecuentemente desde el colegio, inspirada por las traducciones de la Ilíada de Monti y la Odisea de Pindemonte, un hombre deseoso de conseguir la licenciatura en letras? Dicho en pocas palabras: el entorno familiar de los años 40 del siglo pasado era muy distinto del actual, pues entonces era imprescindible que un joven respetara la voluntad de sus padres y los míos no me permitieron en absoluto realizar estudios clásicos y, con sacrificio y una gran incomprensión, me empujaron hacia los estudios científicos, con la idea errónea de hacerme ingeniero y entrar en la empresa automovilística de la ciudad, la FIAT, donde ambos trabajaban como obreros. Odiaba las matemáticas, la física, la química y la mineralogía y descuidé esos estudios: una serie de suspensos, ¡siempre un 4! hasta el punto de tener que repetir el primer y tercer año de la secundaria, aun obteniendo siempre 8 en italiano, latín, filosofía, historia e inglés. Con casi diecinueve años, hacia la mitad de ese mismo tercer curso repetido, en 1952, al no querer perjudicar más a mis padres, que se estaban sacrificando inútilmente, abandoné la escuela y entré en la Seguridad Pública, como se llamaba entonces la Policía, realizando primero el servicio militar y luego reenganchándome. Solo muchos años después, al desterrar el temor de quedarme sin dinero, acabé por pedir la dimisión, después de haberme ganado el grado y el mejor salario de subbrigada.3. Aun así, era una actividad que, con su peligro y sus horarios desordenados, obstaculizaba mi pasión por las letras. Me motivó el haber conseguido un discreto éxito, A finales de diciembre de 1957 publiqué mi primer libro de poesías en una gran editorial (luego desvelaré el arcano de un acontecimiento tan improbable) con éxito de crítica y conseguí aparecer en la antología del célebre Premio Versilia, sección primeras obras, gracias a lo cual se habían vendido unas magníficas trescientas veinticinco copias. Lo más importante es que, tras el premio, conseguí colaboraciones literarias como periodista y articulista en la Gazzetta del Popolo de Turín y un par de artículos semanales, lo que redundó en una mayor notoriedad. Mi dimisión dio más frutos. Gracias a mi actividad plena y a las más frecuentes colaboraciones, mandé a la imprenta un poemario y otras dos colecciones de versos, estos compuestos a lo largo de los años precedentes, después de mi dimisión, y mis versos se habían traducido al inglés y al francés y publicado en los países europeos angloparlantes y francoparlantes, en Estados Unidos y en Canadá. Sin abandonar el servicio, la vida de Ranieri Velli, la mía, probablemente habría continuado desarrollándose de una investigación a otra al mando de mi amigo, ya subjefe,4 Vittorio D'Aiazzo, con pocas pausas de alegrías literarias y no habría alcanzado una fama real. Pero, por el contrario, no me habría encontrado en los últimos meses de 1969, como veremos, entre los doloridos protagonistas de un caso criminal internacional, por el cual Italia había estado cerca de caer, una vez más, bajo un régimen dictatorial. 

Sonó mi teléfono. Era la comunicación con Nueva York. Yo hablaba bien inglés, no solo gracias a la escuela, sino también a un curso intensivo de aprendizaje en Londres, lleno de términos jurídicos, que me sugirió Vittorio, durante un intercambio con suboficiales de Scotland Yard. No tuve ninguna dificultad en hacerme entender por mi interlocutora americana: pedí hablar con el señor Valente, explicando el motivo de la llamada. No estaba en la sede y me pasaron con una directiva de la fundación, le confirmé mi aceptación del premio y mi presencia en la ceremonia de entrega de premios. Al menos ya había realizado esto. 

Ahora le tocaba al pasaporte.

 

Capítulo II 

 

 

 

—¡Querido amigo! ¿Cómo van tus investigaciones sobre poesía? —me saludó efusivamente el doctor D'Aiazzo con su fuerte acento napolitano, después de que consiguiera tenerlo al teléfono a través de la centralita de la comisaría. 

—Ha llegado un premio, el poeta pide —respondí con un endecasílabo improvisado y bromista y precisé—: He ganado un premio importante en Nueva York.

En un tono copartícipe se felicitó y luego, intercalando algunas palabras en su dialecto, como hacía a veces, e interpelándome con el diminutivo que había inventado él mismo en su momento, me preguntó:

— Va bbuo',5 Ran, felicidades por mi parte, ¿qué me pide o'poeta6? 

—La fecha de la entrega de premios está cerca y tengo el pasaporte caducado.

—No hay problema. Mándamelo con el timbre y las fotos y hago que te lo preparen como un rayo,7 no es por nada que en italiano rima con mi apellido D'Aiázzo, aparte del acento. Mejor no, vamos a hacer otra cosa: a la hora de la cena me lo llevas todo a casa, a los ocho en punto y así hacemos unos espaguetis y dos filetes. 

—Estupendo, gracias.

Esa misma tarde sufrí la primera agresión. Primero pensé que era el ataque de un chalado, y solo después de un segundo intento de matarme, no mucho días antes del vuelo a Nueva York, entendí que alguien me quería muerto: Al salir de casa para la cena con mi amigo, antes de poder cerrar la puerta con llave me encontré delante de un hombre, a unos cuatro metros de mí sobre el rellano, con el rostro oculto con un pasamontañas y guantes en las manos, que se abalanzó de inmediato contra mí empuñando una navaja abierta e intentó apuñalarme en el cuello. No me llegó a alcanzar, porque, con un movimiento de artes marciales que había aprendido en la Seguridad Pública, bloqueé a la mitad el ataque y desarmé el brazo del delincuente haciendo caer al suelo la navaja. Inmediatamente después, golpeé con fuerza al agresor en la cabeza, la cara y el tronco y le hice huir por la escalera: yo era joven en aquel entonces, ágil y atlético y, algo que no se puede perder, muy alto, un metro noventa, mientras que ese individuo era de mediana estatura, por lo que, al buscar el cuello, había hecho el intento de abajo arriba sin toda su fuerza. No consideré prudente perseguirlo. Recogí y me metí en el bolsillo la navaja para llevársela a Vittorio, cerré con llave la puerta de casa y bajé evitando el ascensor y usando las escaleras cautelosamente. Pero, como me esperaba, no había ni rastro del individuo. 

Le conté por encima a mi amigo mi percance y luego le entregué el arma del agresor. Este comentó:

—Cada vez son más comunes los llamados atracos iniciados desde el exterior, tal vez quería llamar a la puerta y luego entrar amenazándote con esa navaja para robarte, pero le sorprendió tu imprevista salida al rellano y, temiendo que armaras jaleo se enfrentó a ti, tratando de cortarte el cuello. Porque tú no tienes enemigos mortales, ¿no? 

—No creo.

—Luego debió ser un intento de robo. Has dicho que llevaba guantes, así que no tendrá más huellas dactilares que las tuyas. Enmascarado, así que no hay ningún detalle del rostro, aparte de los ojos a la vista: ¿has observado su forma y color? Y dime: ¿era alto bajo, delgado, gordo? ¿La navaja la llevaba en la mano derecha o en la izquierda? ¿Te dijo algo?

—No, ni una palabra, navaja en la mano derecha, los ojos no los pude ver con la agitación de la defensa y medía en torno al metro setenta y cinco, delgado pero ancho de espaldas y seguramente musculoso y fuerte porque huyó a toda prisa por las escaleras, aunque le había cubierto de golpes.

—Ya es algo, pero difícilmente lo encontraremos, pues imagino que no será tan tonto como para acudir a un hospital, aunque tras tu denuncia podremos investigar en las casas de socorro. Pero no debe ser muy inteligente, porque, si no, no te habría lanzado una cuchillada con el riesgo de acabar en la cárcel por un delito de sangre: se habría limitado a amenazarte a una cierta distancia pidiéndote que volvieras a entrar en silencio o, sencillamente, habría huido sin hacerte nada.

—Hm… sí.

—Ran, mañana por la mañana te pasas por la comisaría para hacer la denuncia, pero entenderás que será un poco difícil que encontremos a chillo cattamàro8 

Como no me había robado nada, decidí dejarlo pasar.

 

Capítulo III 

 

 

 

La amistad con Vittorio D'Aiazzo había empezado en Génova, siendo él comisario en la comisaría y mi superior directo, agente y luego ayudante como subbrigada promocionado por méritos, tras salvar la vida a un ministro importante, el honorable profesor Nuto Marradi: un día a principios de febrero de 1957, Vittorio, dos de mis colegas y yo teníamos encomendada la protección de este político desde el momento de la llegada al aeropuerto de la ciudad de la Linterna,9 hacia las diez de la mañana, hasta su vuelo de regreso por la tarde. Un tal Aristide Maria Barani, un funcionario ministerial rebelde, además de anarquista clandestino, tuvo la infausta idea de matarlo precisamente en esa ocasión y quién sabe cómo y por quién supo de su llegada. Recogimos a Marradi en la zona aeroportuaria donde, como estaba programado, el avión DC3 de Alitalia en el que se había embarcado pararía los motores y nos acercamos rápidamente en cuanto se abrió la puerta y se puso la escalera de desembarco. Mientras el comandante pedía a los demás pasajeros que permanecieran en sus puestos hasta que se les invitara a salir, el ministro descendió con los dos agentes de su escolta personal. En ese momento el atacante solitario, disfrazado con un mono de operario, salió corriendo desde detrás de un vehículo de transporte de equipajes, llevando en la mano una Tokarev TT-33 calibre 7,62, una enorme pistola soviética poco precisa pero bastante fiable en cuanto a posibles encasquillamientos y se lanzó al estilo garibaldino gritándole: 

—¡Sucio canalla ladrón!

Sin estar todavía cerca del objetivo, disparó una primera bala, que se perdió en el vacío. Yo, al estar en la retaguardia de nuestro grupo y ser el más cercano al pistolero (siempre recuerdo la secuencia como si fuera un sueño), con un tiro de mi Beretta M34 calibre 9 de ordenanza, también un arma imprecisa, así que sin duda tuve bastante fortuna, herí al hombre en una pierna rompiéndosela y haciéndolo caer al suelo y luego rápidamente, de una patada, se quité el arma de la mano. Vittorio estaba por el contrario a la cabeza de nuestro grupo y era el más cercano al ministro, aparte de su escolta personal, por lo que sin mi intervención probablemente le habría alcanzado alguno de los disparos sucesivos del anarquista.

El farragoso Aristide Maria Barani no fue condenado al máximo de la pena, a pesar del intento de matanza, al ser considerado enfermo mental parcial en el momento de cometer los hechos, dado que, como se comprobó durante el ingreso en el hospital por su herida, resultó estar ebrio: debía haber bebido para darse valor y precisamente el alcohol debía haberlo llevado a actuar sin hacer muchos planes, así que habría fracasado sin mi enorme mérito. 

Un mes después llegó desde Roma mi promoción a subbrigada por intervención directa de Marradi, como correría la voz en la Oficina de Secretaría, Personal y Bienestar de la comisaría. Estaba claro que estuve profundamente agradecido a ese ministro, que se había mostrado capaz de reconocimiento, a diferencia de muchos otros políticos, pero eso no había sido todo: algunos días después, recibí una carta de una importante casa editorial que me invitaba a enviar una copia de mis poesías para una eventual publicación. Casi sin creer en ese hecho tan improbable (llegué a pensar que era una broma de alguien), de todos modos, lo hice y en poco menos de un par de semanas me llegó el contrato de publicación. Estaba exultante. Hablé con entusiasmo en la comisaría con D’Aiazzo y en ese momento supe por el comisario que el conocido propietario de esa editorial era Marradi. Mi aprecio por el ministro se puso por las nubes. 

Sin embargo, Aristide Maria Barani no se había equivocado al juzgar a ese hombre: una década después, Marradi se reveló realmente como un «canalla ladrón», como le había gritado su fallido asesino en el aeropuerto: En 1967 había acabado en un escándalo político clamoroso, descubierto por la Magistratura, según el periódico político de la oposición L’Unità,10 gracias a maniobras subrepticias de poderes económicos a los que había perjudicado. La oposición también aireó que antes había podido intrigar más veces, al haber sido un secretario de estado de larga trayectoria, que había participado, a la cabeza de los más variados departamentos, en casi todos los gobiernos de la república desde los de centro de los 50 hasta el gabinete de centro derecha de 1960, sostenido desde fuera por los neofascistas, y algunos de los sucesivos de centro que culminaron en 1963 con aquellos de centro izquierda. Es verdad que cada vez fue siendo más poderoso con el paso de los años. Al menos por sus últimas fechorías fue acusado ante el Parlamento, que tenía que reunirse en un pleno común, basándose en el artículo 96 de la Constitución Italiana en relación con los delitos cometidos por los miembros del gobierno: solo él, aunque la oposición manifestó sus sospechas de que los culpables habían sido muchos y «todos del área gubernativa». Antes de que la Cámara y el Senado concedieran la autorización para que la Magistratura procediera, Marradi había intentado huir al extranjero, pero, en su intento, había muerto en un accidente aéreo y esto había alimentado la grave sospecha de que hubiera sido asesinado por sus cómplices para que callara para siempre. 

En 1968, la Italia de la hegemonía democristiana y luego la de la democristiana-socialista habían empezado a estar seriamente contestadas, se habían iniciado huelgas en cadena y había surgido el llamado Movimiento Estudiantil: para todos sus detractores, los gobiernos de centro izquierda no podían considerarse sino como siervos de los patrones y, en cuanto a los de centro derecha, incluidos los liberales, eran todos sencillamente fascistas. Las protestas provocarían un cambio formidable en las costumbres de la población, que hasta entonces seguían siendo sustancialmente las mismas de las décadas anteriores, basadas en fuertes valores morales cristianos, incluso, al menos en el fondo, en los ateos declarados. 

Era en ese marco en el que se preparaba la aventura que estaba a punto de afrontar junto a mi amigo Vittorio, durante la cual aparecería, entre otros, también el nombre del difunto ministro Nuto Marradi. 

 

Capítulo IV 

 

 

 

D'Aiazzo era un hombre cincuentenario robusto, pero no alto, en torno al metro setenta y cinco. Mostraba una cabellera oscura y rizada todavía espesa, pero que, en 1969, empezaba a dejar paso a la calvicie en lo alto de la cabeza, como si fuera un atisbo de tonsura. Tal vez para equilibrar, desde hacía un tiempo se había dejado crecer la barba. Mi amigo Vittorio era un héroe de la resistencia contra los nazis: en 1943, siendo un muy joven comisario,11 fue uno de los combatientes durante la primera insurrección antialemana de Europa, los llamados Cuatro días de Nápoles,12 en los que su ciudad se liberó por sí sola de los ocupantes alemanes, durante los cuales murieron muchos policías de la comisaría napolitana, entre ellos el ayudante directo de D’Aiazzo en ese momento, el brigada13 Marino Bordin, de quien hablaba con gran admiración. A pesar su alegría exterior, Vittorio era una persona esencialmente triste. Pocos meses después del asesinato frustrado de Marradi, mi amigo, que se había casado en el mes de mayo anterior con una mujer bastante joven, una chica de dieciocho años hija de una colega a la que había conocido en el baile anual de debutantes, fue víctima de un grave percance conyugal. Se guardó su dolor en su interior durante mucho tiempo hasta que, un día de la primavera de 1958 en el que debía sentirse especialmente incómodo, porque era el segundo aniversario de su matrimonio, se sinceró conmigo, «mi amigo poeta preferido»: Hacía un año que su jovencísima esposa había conocido a un rico importador estadounidense que estaba en Génova por asuntos de negocios y se había fugado con él a Nueva York, consiguiendo en América la anulación de matrimonio y volviéndose a casar poco después con su amante, como le había comunicado a Vittorio por vía epistolar el abogado de la pareja, por encargo de ella. En Italia todavía no existía el divorcio, por lo que Vittorio seguía casado con la «traidora», pero una vez me dijo, ya cuando ambos prestábamos servicio en Turín, que, aunque hubiera existido el divorcio, como católico practicante (pronunció en tono solemne la última palabra) no se lo habría aceptado, de habérselo pedido. «A pesar de todo», añadió, «por desgracia», él tenía «vocación de pareja». En todo caso, a pesar de su proclamado catolicismo, no estuvo solo mucho tiempo, como entendí enseguida.  

Esa tarde en la cena en su casa, un apartamento en via Cernaia, delante de la comisaría homónima de los carabineros y no muy lejos de la comisaría de corso Vinzaglio nos sirvió y, como era normal, tras traer los platos, se sentó entre nosotros una mujer morena de veintinueve años, Carmen, exuberante, simpática y fornida, aunque también analfabeta y con pocas luces, sabía realizar para mi amigo, además de las funciones de asistenta, otras más íntimas. En el ya lejano 1959, con ocasión de la primera invitación a cenar de Vittorio tras nuestro traslado de Génova a Turín, me la había presentado solo bajo la primera función y ella, esa vez, no se sentó con nosotros, pero por el trato confiado que también mostraba me lo sospeché.

—La guagliona14 es de mi Nápoles —, me confió ya esa vez mi amigo, aunque con cierta vergüenza, mientras Carmen estaba en la cocina preparando el café. 

—Es una huérfana sin ’na15lira, que me han mandado papá y mammà16 como fámula: tal vez ya te lo dije cuando llegó —Asentí—. Francamente, estaba cansado de pizzerías y también de estar… solo. Es muy joven… sí, casi de la edad de mi mujer. Ya tengo cuarenta años. Y además ya sabes como son las cosas, que después de un poco… ya estamos… bueno, ya me entiendes. El problema es… que todavía es menor de edad,17 pero para ti tiene su edad —No había podido contener una sonrisa avergonzada y luego dijo—: Vale, ya sé que hago mal, que como católico debería ser casto e incluso que tal vez me esté aprovechando un poco demasiado de esta guagliona, aunque me parece que está bastante contenta con mi afecto y también mi… buen, ya entiendes a qué me refiero. No lo sé, espero que en todo caso el Cielo tenga compasión y perdón. 

—Eso espero —respondí mecánicamente sin percatarme de que estaba alimentando sus dudas, que le asaltarían durante años. Me las manifestaría al fin con ocasión de un penoso acontecimiento del que hablaré más adelante. Añadí—: Es verdad que, para vosotros, los católicos, es una vida llena de problemas, para mí ya hay tantas en la vida que, al menos las religiosas, siempre las he dejado a un lado.

—¿No crees en nada? —me interrogó, poniéndose más serio.

—Bueno, hubo un momento en que era completamente ateo. Ahora… no lo sé —respondí vacilante—. A veces… pero al final creo en lo que veo, y en la poesía.

—… ¿Y qué te ordena la poesía? —me apremió—, la musa… ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Calíope.

—No, Erato, dado que escribo poesía lírica: Calíope era la musa de la poesía épica.

—... E va bbuo’,18la musa en general, no importan los detalles, guaglio’.19 No, era solo para decirte que la poesía es como la amistad, me refiero a la verdadera: viene de Dios. De hecho, es una de las señales de la amistad divina.