El mundo de Sofía - Jostein Gaarder - E-Book

El mundo de Sofía E-Book

Jostein Gaarder

0,0

Beschreibung

EL LIBRO QUE HA ENSEÑADO A PENSAR A TODA UNA GENERACIÓN Esta extraordinaria obra de divulgación que se ha convertido ya en una obra de culto aporta una coherente visión de conjunto sobre aquellos aspectos imprescindibles para comprender la historia de la filosofía occidental. El mundo de Sofía tiene el mérito de haber conjugado, acertadamente, rigor y amenidad en una narración donde una joven irá conociendo su propia identidad mientras descubre la capacidad humana de hacer preguntas.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 864

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



EL MUNDO DE SOFÍA

Este libro no habría nacido sin el alentador apoyo de Siri Dannevig. También quiero agradecer a Maiken Ims su revisión del manuscrito y sus valiosos comentarios. Mi gran agradecimiento también a Trond Berg Eriksen por sus cariñosas observaciones y sólido apoyo profesional durante muchos años.

El que no sabe llevar su contabilidad Por espacio de tres mil años Se queda como un ignorante en la oscuridad Y sólo vive al día.

Goethe

El jardín del Edén

...al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de donde no había nada de nada...

Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto. La primera parte del camino la había hecho en compañía de Jorunn. Habían hablado de robots. Jorunn opinaba que el cerebro humano era como un sofisticado ordenador. Sofía no estaba muy segura de estar de acuerdo. Un ser humano tenía que ser algo más que una máquina.

Se habían despedido junto al hipermercado. Sofía vivía al final de una gran urbanización de chalets, y su camino al instituto era casi el doble que el de Jorunn. Era como si su casa se encontrara en el fin del mundo, pues más allá de su jardín no había ninguna casa más. Allí comenzaba el espeso bosque.

Giró para meterse por el Camino del Trébol. Al final hacía una brusca curva que solían llamar «Curva del Capitán». Aquí sólo había gente los sábados y los domingos.

Era uno de los primeros días de mayo. En algunos jardines se veían tupidas coronas de narcisos bajo los árboles frutales. Los abedules tenían ya una fina capa de encaje verde.

¡Era curioso ver cómo todo empezaba a crecer y brotar en esta época del año! ¿Cuál era la causa de que kilos y kilos de esa materia vegetal verde saliera a chorros de la tierra inanimada en cuanto las temperaturas subían y desaparecían los últimos restos de nieve?

Sofía miró el buzón al abrir la verja de su jardín. Solía haber un montón de cartas de propaganda, además de unos sobres grandes para su madre. Tenía la costumbre de dejarlo todo en un montón sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para hacer los deberes.

A su padre le llegaba únicamente alguna que otra carta del banco, pero no era un padre normal y corriente. El padre de Sofía era capitán de un gran petrolero y estaba ausente gran parte del año. Cuando pasaba en casa unas semanas seguidas, se paseaba por ella haciendo la casa más acogedora para Sofía y su madre. Por otra parte, cuando estaba navegando resultaba a menudo muy distante.

Ese día sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía.

«Sofía Amundsen», ponía en el pequeño sobre. «Camino del Trébol 3.» Eso era todo, no ponía quién la enviaba. Ni siquiera tenía sello.

En cuanto hubo cerrado la puerta de la verja, Sofía abrió el sobre. Lo único que encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre que la contenía. En la notita ponía: ¿Quién eres?

No ponía nada más. No traía ni saludos ni remitente, sólo esas dos palabras escritas a mano con grandes interrogaciones.

Volvió a mirar el sobre. Pues sí, la carta era para ella. ¿Pero quién la había dejado en el buzón?

Sofía se apresuró a sacar la llave y abrir la puerta de la casa pintada de rojo. Como de costumbre, al gato Sherekan le dio tiempo a salir de entre los arbustos, dar un salto hasta la escalera y meterse por la puerta antes de que Sofía tuviera tiempo de cerrarla.

—¡Misi, misi, misi!

Cuando la madre de Sofía estaba de mal humor por alguna razón, decía a veces que su hogar era como una casa de fieras, en otras palabras, una colección de animales de distintas clases. Y por cierto, Sofía estaba muy contenta con la suya. Primero le habían regalado una pecera con los peces dorados Flequillo de Oro, Caperucita Roja y Pedro el Negro. Luego tuvo los periquitos Cada y Pizca, la tortuga Govinda y finalmente el gato atigrado Sherekan. Había recibido todos estos animales como una especie de compensación por parte de su madre, que volvía tarde del trabajo, y de su padre, que tanto navegaba por el mundo.

Sofía se quitó la mochila y puso un plato con comida para Sherekan. Luego se dejó caer sobre una banqueta de la cocina con la misteriosa carta en la mano.

¿Quién eres?

En realidad no lo sabía. Era Sofía Amundsen, naturalmente, pero ¿quién era eso? Aún no lo había averiguado del todo.

¿Y si se hubiera llamado algo completamente distinto? Anne Knutsen, por ejemplo. ¿En ese caso, habría sido otra?

De pronto se acordó de que su padre había querido que se llamara Synnøve. Sofía intentaba imaginarse que extendía la mano presentándose como Synnøve Amundsen, pero no, no servía. Todo el tiempo era otra chica la que se presentaba.

Se puso de pie de un salto y entró en el cuarto de baño con la extraña carta en la mano. Se colocó delante del espejo, y se miró fijamente a sí misma.

—Soy Sofía Amundsen —dijo.

La chica del espejo no contestó ni con el más leve gesto. Hiciera lo que hiciera Sofía, la otra hacía exactamente lo mismo. Sofía intentaba anticiparse al espejo con un rapidísimo movimiento, pero la otra era igual de rápida.

—¿Quién eres? —preguntó.

No obtuvo respuesta tampoco ahora, pero durante un breve instante llegó a dudar de si era ella o la del espejo la que había hecho la pregunta.

Sofía apretó el dedo índice contra la nariz del espejo y dijo:

—Tú eres yo.

Al no recibir ninguna respuesta, dio la vuelta a la pregunta y dijo:

—Yo soy tú.

Sofía Amundsen no había estado nunca muy contenta con su aspecto. Le decían a menudo que tenía bonitos ojos almendrados, pero seguramente se lo dirían porque su nariz era demasiado pequeña y la boca un poco grande. Además, tenía las orejas demasiado cerca de los ojos. Lo peor de todo era ese pelo liso que resultaba imposible de arreglar. A veces su padre le acariciaba el pelo llamándola «la muchacha de los cabellos de lino», como la pieza de música de Claude Debussy. Era fácil para él, que no estaba condenado a tener ese pelo negro colgando durante toda su vida. En el pelo de Sofía no servían ni el gel ni el spray.

A veces pensaba que le había tocado un aspecto tan extraño que se preguntaba si no estaría mal hecha. Por lo menos había oído hablar a su madre de un parto difícil. ¿Era realmente el parto lo que decidía el aspecto que uno iba a tener?

¿No resultaba extraño el no saber quién era? ¿No era también injusto no haber podido decidir su propio aspecto? Simplemente había surgido así como así. A lo mejor podría elegir a sus amigos, pero no se había elegido a sí misma. Ni siquiera había elegido ser un ser humano.

¿Qué era un ser humano?

Sofía volvió a mirar a la chica del espejo.

—Creo que me subo para hacer los deberes de naturales —dijo, como si quisiera disculparse. Un instante después, se encontraba en la entrada.

No, prefiero salir al jardín, pensó.

—¡Misi, misi, misi, misi!

Sofía cogió al gato, lo sacó fuera y cerró la puerta tras ella.

Cuando se encontró en el caminito de gravilla con la misteriosa carta en la mano, tuvo de repente una extraña sensación. Era como si fuese una muñeca que por arte de magia hubiera cobrado vida.

¿No era extraño estar en el mundo en este momento, poder caminar como por un maravilloso cuento?

Sherekan saltó ágilmente por la gravilla y se metió entre unos tupidos arbustos de grosellas. Un gato vivo, desde los bigotes blancos hasta el rabo juguetón en el extremo de su cuerpo liso. También él estaba en el jardín, pero seguramente no era consciente de ello de la misma manera que Sofía.

Conforme Sofía iba pensando en que existía, también le daba por pensar en el hecho de que no se quedaría aquí eternamente.

Estoy en el mundo ahora, pensó. Pero un día habré desaparecido del todo.

¿Habría alguna vida mas allá de la muerte? El gato ignoraría también esa cuestión por completo.

La abuela de Sofía había muerto hacía poco. Casi a diario durante medio año había pensado cuánto la echaba de menos. ¿No era injusto que la vida tuviera que acabarse alguna vez?

En el camino de gravilla Sofía se quedó pensando. Intentó pensar intensamente en que existía para de esa forma olvidarse de que no se quedaría aquí para siempre. Pero resultó imposible. En cuanto se concentraba en el hecho de que existía, inmediatamente surgía la idea del fin de la vida. Lo mismo pasaba a la inversa: cuando había conseguido tener una fuerte sensación de que un día desaparecería del todo, entendía realmente lo enormemente valiosa que es la vida. Era como la cara y cruz de una moneda, una moneda a la que daba vueltas constantemente. Cuanto más grande y nítida se veía una de las caras, mayor y más nítida se veía también la otra. La vida y la muerte eran como dos caras del mismo asunto.

No se puede tener la sensación de existir sin tener también la sensación de tener que morir, pensó. De la misma manera, resulta igualmente imposible pensar que uno va a morir, sin pensar al mismo tiempo en lo fantástico que es vivir.

Sofía se acordó de que su abuela había dicho algo parecido el día en que el médico le había dicho que estaba enferma. «Hasta ahora no he entendido lo valiosa que es la vida», había dicho.

¿No era triste que la mayoría de la gente tuviera que ponerse enferma para darse cuenta de lo agradable que es vivir? ¿Necesitarían acaso una carta misteriosa en el buzón?

Quizás debiera mirar si había algo más en el buzón. Sofía corrió hacia la verja y levantó la tapa verde. Se sobresaltó al descubrir un sobre idéntico al primero. ¿Se había asegurado de mirar si el buzón se había quedado vacío del todo la primera vez?

También en este sobre ponía su nombre. Abrió el sobre y sacó una nota igual que la primera.

¿De dónde viene el mundo?, ponía.

No tengo la más remota idea, pensó Sofía. Nadie sabe esas cosas, supongo. Y sin embargo, Sofía pensó que era una pregunta justificada. Por primera vez en su vida pensó que casi no tenía justificación vivir en un mundo sin preguntarse siquiera de dónde venía ese mundo.

Las cartas misteriosas la habían dejado tan aturdida que decidió ir a sentarse al Callejón.

El Callejón era el escondite secreto de Sofía. Sólo iba allí cuando estaba muy enfadada, muy triste o muy contenta. Ese día sólo estaba confundida.

La casa roja estaba dentro de un gran jardín. Y en el jardín había muchos parterres, arbustos de bayas, diferentes frutales, un gran césped con mecedora e incluso un pequeño cenador que el abuelo le había construido a la abuela cuando perdió a su primer hijo, a las pocas semanas de nacer. La pobre pequeña se llamaba Marie. En la lápida ponía: «La pequeña Marie llegó, nos saludó y se dio la vuelta».

En un rincón del jardín, detrás de todos los frambuesos, había una maleza tupida donde no crecían ni flores ni frutales. En realidad, era un viejo seto que servía de frontera con el gran bosque, pero nadie lo había cuidado en los últimos veinte años, y se había convertido en una maleza impenetrable. La abuela había contado que el seto había dificultado el paso a las zorras que durante la guerra venían a la caza de las gallinas que andaban sueltas por el jardín.

Para todos menos para Sofía, el viejo seto resultaba tan inútil como las jaulas de conejos dentro del jardín. Pero eso era porque no conocían el secreto de Sofía.

Desde que Sofía podía recordar, había conocido la existencia del seto. Al atravesarlo encogida, llegaba a un espacio grande y abierto entre los arbustos. Era como una pequeña cabaña. Podía estar segura de que nadie la encontraría allí.

Sofía se fue corriendo por el jardín con las dos cartas en la mano. Se tumbó para meterse por el seto. El Callejón era tan grande que casi podía estar de pie, pero ahora se sentó sobre unas gruesas raíces. Desde allí podía mirar hacia fuera a través de un par de minúsculos agujeros entre las ramas y las hojas. Aunque ninguno de los agujeros era mayor que una moneda de cinco coronas, tenía una especie de vista panorámica de todo el jardín. De pequeña, le gustaba observar a sus padres cuando andaban buscándola entre los árboles.

A Sofía el jardín siempre le había parecido un mundo en sí. Cada vez que oía hablar del jardín del Edén en el Génesis, se imaginaba sentada en su Callejón contemplando su propio paraíso.

«¿De dónde viene el mundo?»

Pues no lo sabía. Sofía sabía que la Tierra no era sino un pequeño planeta en el inmenso universo. ¿Pero de dónde venía el universo?

Podría ser, naturalmente, que el universo hubiera existido siempre; en ese caso, no sería preciso buscar una respuesta sobre su procedencia. ¿Pero podía existir algo desde siempre? Había algo dentro de ella que protestaba contra eso. Todo lo que es, tiene que haber tenido un principio, ¿no? De modo que el universo tuvo que haber nacido en algún momento de algo distinto.

Pero si el universo hubiera nacido de repente de otra cosa, entonces esa otra cosa tendría a su vez que haber nacido de otra cosa. Sofía entendió que simplemente había aplazado el problema. Al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de donde no había nada de nada. ¿Pero era eso posible? ¿No resultaba eso tan imposible como pensar que el mundo había existido siempre?

En el colegio aprendían que Dios había creado el mundo, y ahora Sofía intentó aceptar esa solución al problema como la mejor. Pero volvió a pensar en lo mismo. Podía aceptar que Dios había creado el universo, ¿pero y el propio Dios, qué? ¿Se creó él a sí mismo partiendo de la nada? De nuevo había algo dentro de ella que se rebelaba. Aunque Dios seguramente pudo haber creado esto y aquello, no habría sabido crearse a sí mismo sin tener antes un «sí mismo» con lo que crear. En ese caso, sólo quedaba una posibilidad: Dios había existido siempre. ¡Pero si ella ya había rechazado esa posibilidad! Todo lo que existe tiene que haber tenido un principio.

—¡Caray!

Vuelve a abrir los dos sobres.

«¿Quién eres?»

«¿De dónde viene el mundo?»

¡Qué preguntas tan maliciosas! ¿Y de dónde venían las dos cartas? Eso era casi igual de misterioso.

¿Quién había arrancado a Sofía de lo cotidiano para de repente ponerla ante los grandes enigmas del universo?

Por tercera vez Sofía se fue al buzón.

El cartero acababa de dejar el correo del día. Sofía recogió un grueso montón de publicidad, periódicos y un par de cartas para su madre. También había una postal con la foto de una playa del sur. Dio la vuelta a la postal. Tenía sellos noruegos y un sello en el que ponía «Batallón de las Naciones Unidas». ¿Sería de su padre? ¿Pero no estaba en otro sitio? Además, no era su letra.

Sofía notó que se le aceleraba el pulso al leer el nombre del destinatario: «Hilde Møller Knag c/o Sofía Amundsen, Camino del Trébol 3...». La dirección era la correcta. La postal decía:

Querida Hilde. Te felicito de todo corazón en tu decimoquinto cumpleaños. Como puedes ver, quiero hacerte un regalo con el que podrás crecer. Perdóname por enviar la postal a Sofía. Resulta más fácil así.

Con todo cariño, papá.

Sofía volvió corriendo a la cocina. Sentía como un huracán dentro de ella.

¿Quién era esa «Hilde» que cumplía quince años poco más de un mes antes del día en que también ella cumplía quince años?

Sofía cogió la guía telefónica de la entrada. Había muchos Møller, también algunos Knag. Pero en toda esa gruesa guía telefónica no había nadie que se llamara Møller Knag.

Volvió a estudiar la misteriosa postal. Sí, era auténtica, con sello y matasellos.

¿Por qué un padre iba a enviar una felicitación a la dirección de Sofía cuando estaba clarísimo que iba destinada a otra persona? ¿Qué padre privaría a su hija de la ilusión de recibir una tarjeta de cumpleaños enviándola a otras señas? ¿Por qué resultaba «más fácil así»? Y ante todo: ¿cómo encontraría a Hilde?

De esta manera Sofía tuvo otro problema más en que meditar. Intentó ordenar sus pensamientos de nuevo:

Esa tarde, en el transcurso de un par de horas, se había encontrado con tres enigmas. Uno era quién había metido los dos sobres blancos en su buzón. El segundo era aquellas difíciles preguntas que presentaban esas cartas. El tercer enigma era quién era Hilde Møller Knag y por qué Sofía había recibido una felicitación de cumpleaños para aquella chica desconocida.

Estaba segura de que los tres enigmas estaban, de alguna manera, relacionados entre sí, porque justo hasta ese día había tenido una vida completamente normal.

El sombrero de copa

...lo único que necesitamos para convertirnos en buenos filósofos es la capacidad de asombro...

Sofía dio por sentado que la persona que había escrito las cartas anónimas volvería a ponerse en contacto con ella. Mientras tanto, optó por no decir nada a nadie sobre este asunto.

En el instituto le resultaba difícil concentrarse en lo que decía el profesor; le parecía que sólo hablaba de cosas sin importancia. ¿Por qué no hablaba de lo que es el ser humano, o de lo que es el mundo y de cuál fue su origen?

Tuvo una sensación que jamás había tenido antes: en el instituto y en todas partes la gente se interesaba sólo por cosas más o menos fortuitas. Pero también había algunas cuestiones grandes y difíciles cuyo estudio era mucho más importante que las asignaturas corrientes del colegio.

¿Conocía alguien las respuestas a preguntas de ese tipo? A Sofía, al menos, le parecía más importante pensar en ellas que estudiarse de memoria los verbos irregulares.

Cuando sonó la campana al terminar la última clase, salió tan deprisa del patio que Jorunn tuvo que correr para alcanzarla.

Al cabo de un rato Jorunn dijo:

—¿Vamos a jugar a las cartas esta tarde?

Sofía se encogió de hombros.

—Creo que ya no me interesa mucho jugar a las cartas.

Jorunn puso una cara como si se hubiese caído la luna.

—¿Ah, no? ¿Quieres que juguemos al badmington?

Sofía mira fijamente al asfalto y luego a su amiga.

—Creo que tampoco me interesa mucho el badmington.

—¡Pues vale!

Sofía detectó una sombra de amargura en la voz de Jorunn.

—¿Me podrías decir entonces qué es lo que tan de repente es mucho más importante?

Sofía negó con la cabeza.

—Es... es un secreto.

—¡Bah! ¡Seguro que te has enamorado!

Anduvieron un buen rato sin decir nada. Cuando llegaron al campo de fútbol, Jorunn dijo:

—Cruzo por el campo.

«Por el campo.» Ése era el camino más rápido para Jorunn, el que tomaba sólo cuando tenía que irse rápidamente a casa para llegar a alguna reunión o al dentista.

Sofía se sentía triste por haber herido a su amiga. ¿Pero qué podría haberle contestado? ¿Que de repente le interesaba tanto quién era y de dónde surge el mundo que no tenía tiempo de jugar al badmington? ¿Lo habría entendido su amiga?

¿Por qué tenía que ser tan difícil interesarse por las cuestiones más importantes y, de alguna manera, más corrientes de todas?

Al abrir el buzón notó que el corazón le latía más deprisa. Al principio, sólo encontró una carta del banco y unos grandes sobres amarillos para su madre. ¡Qué pena! Sofía había esperado ansiosa una nueva carta del remitente desconocido.

Al cerrar la puerta de la verja, descubrió su nombre en uno de los sobres grandes. Al dorso, por donde se abría, ponía: Curso de filosofía. Trátese con mucho cuidado.

Sofía corrió por el camino de gravilla y dejó su mochila en la escalera. Metió las demás cartas bajo el felpudo, salió corriendo al jardín y buscó refugio en el Callejón. Ahí tenía que abrir el sobre grande.

Sherekan vino corriendo detrás, pero no importaba. Sofía estaba segura de que el gato no se chivaría.

En el sobre había tres hojas grandes escritas a máquina y unidas con un clip. Sofía empezó a leer.

¿Qué es la filosofía?

Querida Sofía. Muchas personas tienen distintos hobbies. Unas coleccionan monedas antiguas o sellos, a otras les gustan las labores, y otras emplean la mayor parte de su tiempo libre en la práctica de algún deporte.

A muchas les gusta también la lectura. Pero lo que leemos es muy variado. Unos leen sólo periódicos o cómics, a algunos les gustan las novelas, y otros prefieren libros sobre distintos temas, tales como la astronomía, la fauna o los inventos tecnológicos.

Aunque a mí me interesen los caballos o las piedras preciosas, no puedo exigir que todos los demás tengan los mismos intereses que yo. Si sigo con gran interés todas las emisiones deportivas en la televisión, tengo que tolerar que otros opinen que el deporte es aburrido.

¿Hay, no obstante, algo que debería interesar a todo el mundo? ¿Existe algo que concierna a todos los seres humanos, independientemente de quiénes sean o de en qué parte del mundo vivan? Sí, querida Sofía, hay algunas cuestiones que deberían interesar a todo el mundo. Sobre esas cuestiones trata este curso.

¿Qué es lo más importante en la vida? Si preguntamos a una persona que se encuentra en el límite del hambre, la respuesta será comida. Si dirigimos la misma pregunta a alguien que tiene frío, la respuesta será calor. Y si preguntamos a una persona que se siente sola, la respuesta seguramente será estar con otras personas.

Pero con todas esas necesidades cubiertas, ¿hay todavía algo que todo el mundo necesite? Los filósofos opinan que sí. Opinan que el ser humano no vive sólo de pan. Es evidente que todo el mundo necesita comer. Todo el mundo necesita también amor y cuidados. Pero aún hay algo más que todo el mundo necesita. Necesitamos encontrar una respuesta a quién somos y por qué vivimos.

Interesarse por el por qué vivimos no es, por lo tanto, un interés tan fortuito o tan casual como, por ejemplo, coleccionar sellos. Quien se interesa por cuestiones de ese tipo está preocupado por algo que ha interesado a los seres humanos desde que viven en este planeta. El cómo ha nacido el universo, el planeta y la vida aquí, son preguntas más grandes y más importantes que quién ganó más medallas de oro en los últimos juegos olímpicos de invierno.

La mejor manera de aproximarse a la filosofía es plantear algunas preguntas filosóficas:

¿Cómo se creó el mundo? ¿Existe alguna voluntad o intención detrás de lo que sucede? ¿Hay otra vida después de la muerte? ¿Cómo podemos solucionar problemas de ese tipo? Y, ante todo: ¿cómo debemos vivir?

En todas las épocas, los seres humanos se han hecho preguntas de este tipo. No se conoce ninguna cultura que no se haya preocupado por saber quiénes son los seres humanos y de dónde procede el mundo.

En realidad, no son tantas las preguntas filosóficas que podemos hacernos. Ya hemos formulado algunas de las más importantes. No obstante, la historia nos muestra muchas respuestas diferentes a cada una de las preguntas que nos hemos hecho.

Vemos, pues, que resulta más fácil hacerse preguntas filosóficas que contestarlas.

También hoy en día cada uno tiene que buscar sus propias respuestas a esas mismas preguntas. No se puede consultar una enciclopedia para ver si existe Dios o si hay otra vida después de la muerte. La enciclopedia tampoco nos proporciona una respuesta a cómo debemos vivir. No obstante, a la hora de formar nuestra propia opinión sobre la vida, puede resultar de gran ayuda leer lo que otros han pensado.

La búsqueda de la verdad que emprenden los filósofos podría compararse, quizás, con una historia policiaca. Unos opinan que Andersen es el asesino, otros creen que es Nielsen o Jepsen. Cuando se trata de un verdadero misterio policiaco, puede que la policía llegue a descubrirlo algún día. Por otra parte, también puede ocurrir que nunca lleguen a desvelar el misterio. No obstante, el misterio sí tiene una solución.

Aunque una pregunta resulte difícil de contestar puede, sin embargo, pensarse que tiene una, y sólo una respuesta correcta. O existe una especie de vida después de la muerte, o no existe.

A través de los tiempos, la ciencia ha solucionado muchos antiguos enigmas. Hace mucho era un gran misterio saber cómo era la otra cara de la luna. Cuestiones como ésas eran difícilmente discutibles; la respuesta dependía de la imaginación de cada uno. Pero hoy en día sabemos con exactitud cómo es la otra cara de la luna. Ya no se puede creer que hay un hombre en la luna, o que la luna es un queso.

Uno de los viejos filósofos griegos que vivió hace más de dos mil años pensaba que la filosofía surgió debido al asombro de los seres humanos. Al ser humano le parece tan extraño existir que las preguntas filosóficas surgen por sí solas, opinaba él.

Es como cuando contemplamos juegos de magia: no entendemos cómo puede haber ocurrido lo que hemos visto. Y entonces nos preguntamos justamente eso: ¿cómo ha podido convertir el prestidigitador un par de pañuelos de seda blanca en un conejo vivo?

A muchas personas el mundo les resulta tan inconcebible como cuando el prestidigitador saca un conejo de ese sombrero de copa que hace un momento estaba completamente vacío.

En cuanto al conejo, entendemos que el prestidigitador tiene que habernos engañado. Lo que nos gustaría desvelar es cómo ha conseguido engañarnos. Tratándose del mundo, todo es un poco diferente. Sabemos que el mundo no es trampa ni engaño, pues nosotros mismos andamos por la Tierra formando una parte del mismo. En realidad, nosotros somos el conejo blanco que se saca del sombrero de copa. La diferencia entre nosotros y el conejo blanco es simplemente que el conejo no tiene sensación de participar en un juego de magia. Nosotros somos distintos. Pensamos que participamos en algo misterioso y nos gustaría desvelar ese misterio.

P. D. En cuanto al conejo blanco, quizás convenga compararlo con el universo entero. Los que vivimos aquí somos unos bichos minúsculos que vivimos muy dentro de la piel del conejo. Pero los filósofos intentan subirse por encima de uno de esos finos pelillos para mirar a los ojos al gran prestidigitador.

¿Me sigues, Sofía? Continúa.

Sofía estaba agotada. ¿Si le seguía? No recordaba haber respirado durante toda la lectura.

¿Quién había traído la carta? ¿Quién, quién?

No podía ser la misma persona que había enviado la postal a Hilde Møller Knag, pues la postal llevaba sello y matasellos. El sobre amarillo había sido metido directamente en el buzón, igual que los dos sobres blancos.

Sofía miró el reloj. Sólo eran las tres menos cuarto. Faltaban casi dos horas para que su madre volviera del trabajo.

Sofía salió de nuevo al jardín y se fue corriendo hacia el buzón. ¿Y si había algo más?

Encontró otro sobre amarillo con su nombre. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Se fue corriendo hacia donde empezaba el bosque y miró fijamente al sendero.

Tampoco ahí se veía un alma.

De repente, le pareció oír el crujido de alguna rama en el interior del bosque. No estaba totalmente segura, sería imposible, de todos modos, correr detrás si alguien intentaba escapar.

Sofía se metió en casa de nuevo y dejó la mochila y el correo para su madre. Subió deprisa a su habitación, sacó la caja grande donde guardaba las piedras bonitas, las echó al suelo y metió los dos sobres grandes en la caja. Luego volvió al jardín con la caja en los brazos. Antes de irse, sacó comida para Sherekan.

—¡Misi, misi, misi!

De vuelta en el Callejón, abrió el sobre y sacó varias nuevas hojas escritas a máquina. Empezó a leer.

Un ser extraño

Aquí estoy de nuevo. Como ves, este curso de filosofía llegará en pequeñas dosis. He aquí unos comentarios más de introducción.

¿Dije ya que lo único que necesitamos para ser buenos filósofos es la capacidad de asombro? Si no lo dije, lo digo ahora: LO ÚNICO QUE NECESITAMOS PARA SER BUENOS FILÓSOFOS ES LA CAPACIDAD DE ASOMBRO.

Todos los niños pequeños tienen esa capacidad. No faltaría más. Tras unos cuantos meses, salen a una realidad totalmente nueva. Pero conforme van creciendo, esa capacidad de asombro parece ir disminuyendo. ¿A qué se debe? ¿Conoce Sofía Amundsen la respuesta a esta pregunta?

Veamos: si un recién nacido pudiera hablar, seguramente diría algo de ese extraño mundo al que ha llegado. Porque, aunque el niño no sabe hablar, vemos cómo señala las cosas de su alrededor y cómo intenta agarrar con curiosidad las cosas de la habitación.

Cuando empieza a hablar, el niño se para y grita «guau, guau» cada vez que ve un perro. Vemos cómo da saltos en su cochecito, agitando los brazos y gritando «guau, guau, guau, guau». Los que ya tenemos algunos años a lo mejor nos sentimos un poco agobiados por el entusiasmo del niño. «Sí, sí, es un guau, guau», decimos, muy conocedores del mundo, «tienes que estarte quietecito en el coche». No sentimos el mismo entusiasmo. Hemos visto perros antes.

Quizás se repita este episodio de gran entusiasmo unas doscientas veces, antes de que el niño pueda ver pasar un perro sin perder los estribos. O un elefante o un hipopótamo. Pero antes de que el niño haya aprendido a hablar bien, y mucho antes de que aprenda a pensar filosóficamente, el mundo se ha convertido para él en algo habitual.

¡Una pena, digo yo!

Lo que a mí me preocupa es que tú seas de los que toman el mundo como algo asentado, querida Sofía. Para asegurarnos, vamos a hacer un par de experimentos mentales, antes de iniciar el curso de filosofía propiamente.

Imagínate que un día estás de paseo por el bosque. De pronto descubres una pequeña nave espacial en el sendero delante de ti. De la nave espacial sale un pequeño marciano que se queda parado, mirándote fijamente.

¿Qué habrías pensado tú en un caso así? Bueno, eso no importa, ¿pero se te ha ocurrido alguna vez pensar que tú misma eres una marciana?

Es cierto que no es muy probable que te vayas a topar con un ser de otro planeta. Ni siquiera sabemos si hay vida en otros planetas. Pero puede ocurrir que te topes contigo misma. Puede que de pronto un día te detengas, y te veas de una manera completamente nueva. Quizás ocurra precisamente durante un paseo por el bosque.

Soy un ser extraño, pensarás. Soy un animal misterioso.

Es como si te despertaras de un larguísimo sueño, como la Bella Durmiente. ¿Quién soy?, te preguntarás. Sabes que gateas por un planeta en el universo. ¿Pero qué es el universo?

Si llegas a descubrirte a ti misma de ese modo, habrás descubierto algo igual de misterioso que aquel marciano que mencionamos hace un momento. No sólo has visto un ser del espacio, sino que sientes desde dentro que tú misma eres un ser tan misterioso como aquél.

¿Me sigues todavía, Sofía? Hagamos otro experimento mental.

Una mañana, la madre, el padre y el pequeño Tomás, de dos o tres años, están sentados en la cocina desayunando. La madre se levanta de la mesa y va hacia la encimera, y entonces el padre empieza, de repente, a flotar bajo el techo, mientras Tomás se le queda mirando.

¿Qué crees que dice Tomás en ese momento? Quizás señale a su papá y diga: «¡Papá está volando!».

Tomás se sorprendería, naturalmente, pero se sorprende muy a menudo. Papá hace tantas cosas curiosas que un pequeño vuelo por encima de la mesa del desayuno no cambia mucho las cosas para Tomás. Su papá se afeita cada día con una extraña maquinilla, otras veces trepa hasta el tejado para girar la antena de la tele, o mete la cabeza en el motor de un coche y la saca negra.

Ahora le toca a mamá. Ha oído lo que acaba de decir Tomás y se vuelve decididamente. ¿Cómo reaccionará ella ante el espectáculo del padre volando libremente por encima de la mesa de la cocina?

Se le cae instantáneamente el frasco de mermelada al suelo y grita de espanto. Puede que necesite tratamiento médico cuando papá haya descendido nuevamente a su silla. (¡Debería saber que hay que estar sentado cuando se desayuna!)

¿Por qué crees que son tan distintas las reacciones de Tomás y las de su madre?

Tiene que ver con el hábito. (¡Toma nota de esto!) La madre ha aprendido que los seres humanos no saben volar. Tomás no lo ha aprendido. Él sigue dudando de lo que se puede y no se puede hacer en este mundo.

¿Pero y el propio mundo, Sofía? ¿Crees que este mundo puede flotar? ¡También este mundo está volando libremente!

Lo triste es que no sólo nos habituamos a la ley de la gravedad conforme vamos haciéndonos mayores. Al mismo tiempo, nos habituamos al mundo tal y como es.

Es como si durante el crecimiento perdiéramos la capacidad de dejarnos sorprender por el mundo. En ese caso, perdemos algo esencial, algo que los filósofos intentan volver a despertar en nosotros. Porque hay algo dentro de nosotros mismos que nos dice que la vida en sí es un gran enigma. Es algo que hemos sentido incluso mucho antes de aprender a pensarlo.

Puntualizo: aunque las cuestiones filosóficas conciernen a todo el mundo, no todo el mundo se convierte en filósofo. Por diversas razones, la mayoría se aferra tanto a lo cotidiano que el propio asombro por la vida queda relegado a un segundo plano. (Se adentran en la piel del conejo, se acomodan y se quedan allí para el resto de su vida.)

Para los niños, el mundo —y todo lo que hay en él— es algo nuevo, algo que provoca su asombro. No es así para todos los adultos. La mayor parte de los adultos ve el mundo como algo muy normal.

Precisamente en este punto los filósofos constituyen una honrosa excepción. Un filósofo jamás ha sabido habituarse del todo al mundo. Para él o ella, el mundo sigue siendo algo desmesurado, incluso algo enigmático y misterioso. Por lo tanto, los filósofos y los niños pequeños tienen en común esa importante capacidad. Se podría decir que un filósofo sigue siendo tan susceptible como un niño pequeño durante toda la vida.

De modo que puedes elegir, querida Sofía. ¿Eres una niña pequeña que aún no ha llegado a ser la perfecta conocedora del mundo? ¿O eres una filósofa que puede jurar que jamás lo llegará a conocer?

Si simplemente niegas con la cabeza y no te reconoces ni en el niño ni en el filósofo, es porque tú también te has habituado tanto al mundo que te ha dejado de asombrar. En ese caso corres peligro. Por esa razón recibes este curso de filosofía, es decir, para asegurarnos. No quiero que tú justamente estés entre los indolentes e indiferentes. Quiero que vivas una vida despierta.

Recibirás el curso totalmente gratis. Por eso no se te devolverá ningún dinero si no lo terminas. No obstante, si quieres interrumpirlo, tienes todo tu derecho a hacerlo. En ese caso, tendrás que dejarme una señal en el buzón. Una rana viva estaría bien. Tiene que ser algo verde también; de lo contrario, el cartero se asustaría demasiado.

Un breve resumen: se puede sacar un conejo blanco de un sombrero de copa vacío. Dado que se trata de un conejo muy grande, este truco dura muchos miles de millones de años. En el extremo de los finos pelillos de su piel nacen todas las criaturas humanas. De esa manera son capaces de asombrarse por el imposible arte de la magia. Pero conforme se van haciendo mayores, se adentran cada vez más en la piel del conejo, y allí se quedan. Están tan a gusto y tan cómodos que no se atreven a volver a los finos pelillos de la piel. Sólo los filósofos emprenden ese peligroso viaje hacia los límites extremos del idioma y de la existencia. Algunos de ellos se quedan en el camino, pero otros se agarran fuertemente a los pelillos de la piel del conejo y gritan a todos los seres sentados cómodamente muy dentro de la suave piel del conejo, comiendo y bebiendo estupendamente:

—Damas y caballeros —dicen—. Flotamos en el vacío.

Pero esos seres de dentro de la piel no escuchan a los filósofos.

—¡Ah, qué pesados! —dicen.

Y continúan charlando como antes:

—Dame la mantequilla. ¿Cómo va la bolsa hoy? ¿A cómo están los tomates? ¿Has oído que Lady Di espera otro hijo?

Cuando la madre de Sofía volvió a casa más tarde, Sofía se encontraba en un estado de shock. La caja con las cartas del misterioso filósofo se encontraban bien guardadas en el Callejón. Sofía había intentado empezar a hacer los deberes, pero se quedó pensando y meditando sobre lo que había leído.

¡Había tantas cosas en las que nunca había pensado antes! Ya no era una niña, pero tampoco era del todo adulta. Sofía entendió que ya había empezado a adentrarse en la espesa piel de ese conejo que se había sacado del negro sombrero de copa del universo. Pero el filósofo la había detenido.

Él —¿o sería ella?— la había agarrado fuertemente y la había sacado hasta el pelillo de la piel donde había jugado cuando era niña. Y ahí, en el extremo del pelillo, había vuelto a ver el mundo como si lo viera por primera vez.

El filósofo la había rescatado; de eso no cabía duda. El desconocido remitente de cartas la había salvado de la indiferencia de la vida cotidiana.

Cuando su madre llegó a casa, sobre las cinco de la tarde, Sofía la llevó al salón y la obligó a sentarse en un sillón.

—¿Mamá, no te parece extraño vivir? —empezó.

La madre se quedó tan aturdida que no supo qué contestar. Sofía solía estar haciendo los deberes cuando ella volvía del trabajo.

—Bueno —dijo—. A veces sí.

—¿A veces? Lo que quiero decir es si no te parece extraño que exista un mundo.

—Pero, Sofía, no debes hablar así.

—¿Por qué no? ¿Entonces, acaso te parece el mundo algo completamente normal?

—Pues claro que lo es. Por regla general, al menos.

Sofía entendió que el filósofo tenía razón. Para los adultos, el mundo era algo asentado. Se habían metido de una vez por todas en el sueño cotidiano de la Bella Durmiente.

—¡Bah! Simplemente estás tan habituada al mundo que te ha dejado de asombrar —dijo.

—¿Qué dices?

—Digo que estás demasiado habituada al mundo. Completamente atrofiada, vamos.

—Sofía, no te permito que me hables así.

—Entonces, lo diré de otra manera. Te has acomodado bien dentro de la piel de ese conejo que acaba de ser sacado del negro sombrero de copa del universo. Y ahora pondrás las patatas a cocer, y luego leerás el periódico, y después de media hora de siesta verás el telediario.

El rostro de la madre adquirió un aire de preocupación. Como estaba previsto, se fue a la cocina a poner las patatas a hervir. Al cabo de un rato, volvió a la sala de estar y ahora fue ella la que empujó a Sofía hacia un sillón.

—Tengo que hablar contigo sobre un asunto —empezó a decir.

Por el tono de su voz, Sofía entendió que se trataba de algo serio.

—¿No te habrás metido en algo de drogas, hija mía?

Sofía se echó a reír, pero entendió por qué esta pregunta había surgido exactamente en esta situación.

—¿Estás loca? —dijo—. Las drogas te atrofian aún más.

Y no se dijo nada más aquella tarde, ni sobre drogas, ni sobre el conejo blanco.

Los mitos

...un delicado equilibrio de poder entre las fuerzas del bien y del mal...

A la mañana siguiente, no había ninguna carta para Sofía en el buzón. Pasó aburrida el largo día en el instituto, procurando ser muy amable con Jorunn en los recreos. En el camino hacia casa, comenzaron a hacer planes para una excursión con tienda de campaña en cuanto se secara el bosque.

De nuevo se encontró delante del buzón. Primero abrió una carta que llevaba un matasellos de México. Era una postal de su padre en la que decía que tenía muchas ganas de ir a casa, y que había ganado al piloto jefe al ajedrez por primera vez. Y también que casi había terminado los veinte kilos de libros que se había llevado a bordo después de las vacaciones de invierno.

Y había, además, un sobre amarillo con el nombre de Sofía escrito. Abrió la puerta de la casa y dejó dentro la cartera y el correo, antes de irse corriendo al Callejón. Sacó nuevas hojas escritas a máquina y comenzó a leer.

La visión mítica del mundo

¡Hola, Sofía! Tenemos mucho que hacer, de modo que empecemos ya.

Por filosofía entendemos una manera de pensar totalmente nueva que surgió en Grecia alrededor del año 600 antes de Cristo. Hasta entonces, habían sido las distintas religiones las que habían dado a la gente las respuestas a todas esas preguntas que se hacían. Estas explicaciones religiosas se transmitieron de generación en generación a través de los mitos. Un mito es un relato sobre dioses, un relato que pretende explicar el principio de la vida.

Por todo el mundo ha surgido, en el transcurso de los milenios, una enorme flora de explicaciones míticas a las cuestiones filosóficas. Los filósofos griegos intentaron enseñar a los seres humanos que no debían fiarse de tales explicaciones.

Para poder entender la manera de pensar de los primeros filósofos, necesitamos comprender lo que quiere decir tener una visión mítica del mundo. Utilizaremos como ejemplos algunas ideas de la mitología nórdica; no hace falta cruzar el río para coger agua.

Seguramente habrás oído hablar de Tor y su martillo. Antes de que el cristianismo llegara a Noruega, la gente creía que Tor viajaba por el cielo en un carro tirado por dos machos cabríos. Cuando agitaba su martillo, había truenos y rayos. La palabra noruega «torden» (truenos) significa precisamente eso, «ruidos de Tor».

Cuando hay rayos y truenos, también suele llover. La lluvia tenía una importancia vital para los agricultores en la época vikinga; por eso Tor fue adorado como el dios de la fertilidad.

Es decir: la respuesta mítica a por qué llueve, era que Tor agitaba su martillo; y, cuando llovía, todo crecía bien en el campo.

Resultaba en sí incomprensible cómo las plantas en el campo crecían y daban frutos, pero los agricultores intuían que tenía que ver con la lluvia. Y, además, todos creían que la lluvia tenía algo que ver con Tor, lo que le convirtió en uno de los dioses más importantes del Norte.

Tor también era importante en otro contexto, en un contexto que tenía que ver con todo el concepto del mundo.

Los vikingos se imaginaban que el mundo habitado era una isla constantemente amenazada por peligros externos. A esa parte del mundo la llamaban Midgard («el recinto del medio»), es decir, el reino situado en el medio. En Midgard se encontraba además Åsgard («el recinto de los dioses»), que era el hogar de los dioses. Fuera de Midgard estaba Utgard («el recinto exterior»), es decir, el reino que se encontraba fuera. Aquí vivían los peligrosos trolls (los «gigantes»), que constantemente intentaban destruir el mundo mediante astutos trucos. A esos monstruos malvados se les suele llamar «fuerzas del caos». Tanto en la religión nórdica como en la mayor parte de otras culturas, los seres humanos tenían la sensación de que había un delicado equilibrio de poder entre las fuerzas del bien y del mal.

Los trolls podían destruir Midgard raptando a la diosa de la fertilidad, Freya. Si lo lograban, en los campos no crecería nada y las mujeres no darían a luz. Por eso era tan importante que los dioses buenos pudieran mantenerlos en jaque.

También en este sentido Tor jugaba un papel importante. Su martillo no sólo traía la lluvia, sino que también era un arma importante en la lucha contra las fuerzas peligrosas. El martillo le daba un poder casi ilimitado. Por ejemplo, podía echarlo tras los trolls y matarlos. Y además, no tenía que tener miedo de perderlo, porque funcionaba como un bumerán, y siempre volvía a él.

He aquí la explicación mítica de cómo se mantiene la naturaleza, y cómo se libra una constante lucha entre el bien y el mal. Y esas explicaciones míticas eran precisamente las que los filósofos rechazaban.

Pero no se trataba únicamente de explicaciones.

La gente no podía quedarse sentada de brazos cruzados esperando a que interviniesen los dioses cuando amenazaban las desgracias —tales como sequías o epidemias—. Las personas tenían que tomar parte activa en la lucha contra el mal. Esta participación se llevaba a cabo mediante distintos actos religiosos o ritos.

El acto religioso más importante en la época de la antigua Noruega era el sacrificio, que se hacía con el fin de aumentar el poder del dios. Los seres humanos tenían que hacer sacrificios a los dioses para que éstos reuniesen fuerzas suficientes para combatir a las fuerzas del caos. Esto se conseguía, por ejemplo, mediante el sacrificio de un animal al dios en cuestión. Era bastante corriente sacrificar machos cabríos a Tor. En lo que se refiere a Odín, también se sacrificaban seres humanos.

El mito más conocido en Noruega lo conocemos por el poema «Trymskvida» (La canción sobre Trym). En él se cuenta que Tor se quedó dormido y que, cuando se despertó, su martillo había desaparecido. Se enfureció tanto que las manos le temblaban y la barba le vibraba. Acompañado por su amigo Loke fue a preguntar a Freya si le dejaba sus alas para que éste pudiera volar hasta Jotunheimen (el hogar de los gigantes), con el fin de averiguar si eran los trolls los que le habían robado el martillo. Allí Loke se encuentra con Trym, el rey de los gigantes, que, en efecto, empieza a presumir de haber robado el martillo y de haberlo escondido a ocho millas bajo tierra. Y añade que no devolverá el martillo hasta que no logre casarse con Freya.

¿Me sigues, Sofía? Los dioses buenos se encuentran de repente ante un dramático secuestro: los trolls se han apoderado de su arma defensiva más importante, lo que da lugar a una situación insostenible. Mientras los trolls tengan en su poder el martillo de Tor, tienen el poder total sobre el mundo de los dioses y de los humanos. Y a cambio del martillo exigen a Freya. Pero tal intercambio resulta igual de imposible: si los dioses tienen que desprenderse de su diosa de la fertilidad, la que vela por todo lo que es vida, la hierba en el campo se marchitará y los dioses y los humanos morirán. Es decir, la situación no tiene salida. Si te imaginas un grupo de terroristas amenazando con hacer explotar una bomba atómica en el centro de París o de Londres, si no se cumplen sus peligrosísimas exigencias, entiendes muy bien esta historia.

El mito cuenta que Loke vuelve a Åsgard, donde pide a Freya que se vista de novia, porque hay que casarla con los trolls. Desgraciadamente, Freya se enfada y dice que la gente pensará que está loca por los hombres si accede a casarse con un troll.

Entonces al dios Heimdal se le ocurre una excelente idea. Sugiere que disfracen a Tor de novia. Podrán atarle el pelo y ponerle piedras en el pecho para que parezca una mujer. Evidentemente a Tor no le hace muy feliz esta propuesta, pero entiende finalmente que la única posibilidad que tienen los dioses de recuperar el martillo es seguir el consejo de Heimdal.

Al final, Tor se viste de novia. Loke le va a acompañar como dama de honor. «Vayamos las dos mujeres a Jotunheimen», dice Loke.

Si prefieres un idioma más moderno, diríamos que Tor y Loke son los «policías antiterroristas» de los dioses. Disfrazados de mujeres deben meterse en el baluarte de los trolls para recuperar el martillo de Tor.

En cuanto llegan a Jotunheimen, los trolls empiezan los preparativos de la boda. Pero, durante la fiesta nupcial, la novia —es decir Tor—, se come un buey entero y ocho salmones. También se bebe tres barriles de cerveza. A Trym le extraña, y los «soldados del comando» disfrazados están a punto de ser descubiertos. Pero Loke consigue escapar de la peligrosa situación. Dice que Freya no ha comido en ocho noches por la enorme ilusión que le hacía ir a Jotunheimen.

Trym levanta el velo para besar a la novia, pero da un salto del susto, al mirar dentro de los agudos ojos de Tor. También esta vez es Loke el que salva la situación. Dice que la novia no ha dormido en ocho noches por la enorme ilusión que le hacía la boda. Entonces Trym ordena que se traiga el martillo y que se ponga sobre las piernas de la novia, durante la ceremonia de la boda.

Se cuenta que Tor se echó a reír cuando le llevaron su martillo. Primero mató con él a Trym, y luego a toda la estirpe de los gigantes. Y así el siniestro secuestro tuvo un final feliz. Una vez más, Tor —el Batman o el James Bond de los dioses— había vencido a las fuerzas del mal.

Hasta ahí el propio mito, Sofía. ¿Pero qué significa en realidad? No creo que se haya inventado sólo por gusto. Con este mito se pretende dar una explicación a algo. Ese algo podría ser lo siguiente: cuando había sequías en el país, la gente necesitaba una explicación de por qué no llovía. ¿Sería acaso porque los dioses habían robado el martillo de Tor?

El mito puede querer dar también una explicación a los cambios de estación del año: en invierno, la naturaleza muere porque el martillo de Tor está en Jotunheimen. Pero, en primavera, consigue recuperarlo. Así pues, el mito intenta dar a los seres humanos respuestas a algo que no entienden.

Pero habría algo que explicar además del mito. A menudo, los seres humanos realizaron distintos actos religiosos relacionados con el mito. Podemos imaginarnos que la respuesta de los humanos a sequías o a malos años sería representar el drama que describía el mito. Quizá disfrazaban de novia a algún hombre del pueblo —con piedras en lugar de pechos— para recuperar el martillo que los trolls habían robado. De esta manera, los seres humanos podían contribuir a que lloviera y a que el grano creciera en el campo.

Conocemos muchos ejemplos de otras partes del mundo en los que los seres humanos dramatizaban un «mito de estaciones», con el fin de acelerar los procesos de la naturaleza.

Sólo hemos echado un brevísimo vistazo al mundo de la mitología nórdica. Existe un sinfín de mitos sobre Tor y Odín, Frey y Freya, Hoder y Balder, y muchísimos otros dioses. Ideas mitológicas de este tipo florecían por el mundo entero antes de que los filósofos comenzaran a hurgar en ellas. También los griegos tenían su visión mítica del mundo cuando surgió la primera filosofía. Durante siglos, habían hablado de los dioses de generación en generación. En Grecia los dioses se llamaban Zeus y Apolo, Hera y Atenea, Dionisio y Asclepio, Heracles y Hefesto, por nombrar algunos.

Alrededor del año 700 a. de C., gran parte de los mitos griegos fueron plasmados por escrito por Homero y Hesíodo. Con esto se creó una nueva situación. Al tener escritos los mitos, se hizo posible discutirlos.

Los primeros filósofos griegos criticaron la mitología de Homero sólo porque los dioses se parecían mucho a los seres humanos y porque eran igual de egoístas y tan de poco fiar como nosotros. Por primera vez se dijo que quizás los mitos no fueran más que imaginaciones humanas.

Encontramos un ejemplo de esta crítica de los mitos en el filósofo Jenófanes, que nació en el 570 a. de C. «Los seres humanos se han creado dioses a su propia imagen», decía. «Creen que los dioses han nacido y que tienen cuerpo, vestidos e idioma como nosotros. Los negros piensan que los dioses son negros y chatos, los tracios los imaginan rubios y con ojos azules. ¡Incluso si los bueyes, caballos y leones hubiesen sabido pintar, habrían representado dioses con aspecto de bueyes, caballos y leones!»

Precisamente en esa época, los griegos fundaron una serie de ciudades-estado en Grecia y en las colonias griegas del sur de Italia y en Eurasia. En estos lugares los esclavos hacían todo el trabajo físico, y los ciudadanos libres podían dedicar su tiempo a la política y a la vida cultural.

En estos ambientes urbanos evolucionó la manera de pensar de la gente. Un solo individuo podía, por cuenta propia, plantear cuestiones sobre cómo debería organizarse la sociedad. De esta manera, el individuo también podía hacer preguntas filosóficas sin tener que recurrir a los mitos heredados. Decimos que tuvo lugar una evolución de una manera de pensar mítica a un razonamiento basado en la experiencia y la razón. El objetivo de los primeros filósofos era buscar explicaciones naturales a los procesos de la naturaleza.

Sofía dio vueltas por el amplio jardín. Intentó olvidarse de todo lo que había aprendido en el instituto. Especialmente importante era olvidarse de lo que había leído en los libros de ciencias naturales.

Si se hubiera criado en ese jardín, sin saber nada sobre la naturaleza, ¿cómo habría vivido ella entonces la primavera?

¿Habría intentado inventar una especie de explicación a por qué de pronto un día comenzaba a llover? ¿Habría imaginado una especie de razonamiento de cómo desaparecía la nieve y el sol iba subiendo en el horizonte?

Sí, de eso estaba totalmente segura, y empezó a inventar e imaginar.

El invierno había sido como una garra congelada sobre el país debido a que el malvado Muriat se había llevado presa a una fría cárcel a la hermosa princesa Sikita. Pero, una mañana, llegó el apuesto príncipe Bravato a rescatarla. Entonces Sikita se puso tan contenta que comenzó a bailar por los campos, cantando una canción que había compuesto mientras estaba en la fría cárcel. Entonces la tierra y los árboles se emocionaron tanto que la nieve se convirtió en lágrimas. Pero luego salió el sol y secó todas las lágrimas. Los pájaros imitaron la canción de Sikita y, cuando la hermosa princesa soltó su pelo dorado, algunos rizos cayeron al suelo, donde se convirtieron en lirios del campo.

A Sofía le pareció que acababa de inventarse una hermosa historia. Si no hubiera tenido conocimiento de otra explicación para el cambio de las estaciones, habría acabado por creerse la historia que se había inventado.

Comprendió que los seres humanos quizás hubieran necesitado siempre encontrar explicaciones a los procesos de la naturaleza. A lo mejor la gente no podía vivir sin tales explicaciones. Y entonces inventaron todos los mitos en aquellos tiempos en que no había ninguna ciencia.

Los filósofos de la naturaleza

...nada puede surgir de la nada...

Cuando su madre volvió del trabajo aquella tarde, Sofía estaba sentada en el balancín del jardín, meditando sobre la posible relación entre el curso de filosofía y esa Hilde Møller Knag que no recibiría ninguna felicitación de su padre en el día de su cumpleaños.

—¡Sofía! —la llamó su madre desde lejos—. ¡Ha llegado una carta para ti!

El corazón le dio un vuelco. Ella misma había recogido el correo, de modo que esa carta tenía que ser del filósofo. ¿Qué le podía decir a su madre?

Se levantó lentamente del balancín y se acercó a ella.

—No lleva sello. A lo mejor es una carta de amor.

Sofía cogió la carta.

—¿No la vas a abrir?

¿Qué podía decir?

—¿Has visto alguna vez a alguien abrir sus cartas de amor delante de su madre?

Mejor que pensara que ésa era la explicación. Le daba muchísima vergüenza, porque era muy joven para recibir cartas de amor, pero le daría aún más vergüenza que se supiera que estaba recibiendo un curso completo de filosofía por correspondencia, de un filósofo totalmente desconocido y que incluso jugaba con ella al escondite.

Era uno de esos pequeños sobres blancos. En su habitación, Sofía leyó tres nuevas preguntas escritas en la nota dentro del sobre:

¿Existe una materia primaria de la que todo lo demás está hecho?

¿El agua puede convertirse en vino?

¿Cómo pueden la tierra y el agua convertirse en una rana?

A Sofía estas preguntas le parecieron bastante chifladas, pero las estuvo dando vueltas durante toda la tarde. También al día siguiente, en el instituto, volvió a meditar sobre ellas, una por una.

¿Existiría una «materia primaria» de la que estaba hecho todo lo demás? Pero si existiera una «materia» de la que estaba hecho todo el mundo, ¿cómo podía esta materia única convertirse de pronto en una flor o, por qué no, en un elefante?

La misma objeción era válida para la pregunta de si el agua podía convertirse en vino. Sofía había oído el relato de Jesús, que convirtió el agua en vino, pero nunca lo había entendido literalmente. Y si Jesús verdaderamente hubiese hecho vino del agua se trataría más bien de un milagro y no de algo que fuera realmente posible. Sofía era consciente de que tanto el vino como casi todo el resto de la naturaleza contiene mucha agua. Pero aunque un pepino contuviera un 95% de agua, tendría que contener también alguna otra cosa para ser precisamente un pepino y no sólo agua.

Luego estaba lo de la rana. Le llamaba la atención que su profesor de filosofía se interesara tanto por las ranas. Sofía podía estar de acuerdo en que una rana estuviese compuesta de tierra y agua, pero la tierra no podía estar compuesta entonces por una sola sustancia. Si la tierra estuviera compuesta por muchas materias distintas, podría evidentemente pensarse que tierra y agua conjugadas pudieran convertirse en rana; siempre y cuando la tierra y el agua pasaran por el proceso del huevo de rana y del renacuajo, porque una rana no puede crecer así como así en una huerta, por mucho esmero que ponga el horticultor al regarla.

Al volver del instituto aquel día, Sofía se encontró con otro sobre para ella en el buzón. Se refugió en el Callejón, como lo había hecho los días anteriores.

El proyecto de los filósofos

¡Ahí estás de nuevo! Pasemos directamente a la lección de hoy, sin pasar por conejos blancos y cosas así.

Te contaré a grandes rasgos cómo han meditado los seres humanos sobre las preguntas filosóficas desde la antigüedad griega hasta hoy. Pero todo llegará a su debido tiempo.

Debido a que esos filósofos vivieron en otros tiempos —y quizás en una cultura totalmente diferente a la nuestra— resulta a menudo práctico averiguar cuál fue el proyecto de cada uno. Con ello quiero decir que debemos intentar captar qué es lo que precisamente ese filósofo tiene tanto interés en solucionar. Un filósofo puede interesarse por el origen de las plantas y los animales. Otro puede querer averiguar si existe un dios o si el ser humano tiene un alma inmortal.

Cuando logremos extraer cuál es el «proyecto» de un determinado filosófo, resultará más fácil seguir su manera de pensar. Pues un solo filósofo no está obsesionado por todas las preguntas filosóficas.