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A pesar de la tensa relación que tenían, cuando Margot le suplicó a su hermana, Gia Rossi, que volviera a casa, esta supo que no tenía elección. Margot era la que cargaba con el cuidado de su madre enferma, y ahora le tocaba a ella ayudar, incluso aunque eso supusiera abrir viejas heridas. Como era de esperar, la vuelta de Gia no fue nada cordial. Estaba el señor Hart, su exprofesor favorito, al que habían despedido después de que ella, de forma pública y con gran dolor, lo acusara de conducta sexual inapropiada. El mismo que motivó que Gia, en cuanto cumplió los dieciocho años, dejara atrás un pueblo dividido. Cuando Margot se marchó sin dar ninguna explicación, Gia vio por primera vez las grietas en la vida «perfecta» de su hermana y se propuso ofrecerle apoyo. Pero todo fue complicándose a medida que sus vecinos se posicionaban entre el señor Hart y ella. Por suerte, Gia descubrió que había personas con las que podía contar. Y, al defender la verdad, encontró el amor y un futuro en el pueblo que creía que la había rechazado.
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Seitenzahl: 526
Veröffentlichungsjahr: 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
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28036 Madrid
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© 2024, Brenda Novak, Inc.
© 2025, Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
El mundo que dejé atrás, n.º 323 - septiembre 2025
Título original: The Banned Books Club
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá
© De la traducción: Ester Mendía Picazo
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Adobe Stock.
ISBN: 9791370006525
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Epílogo
Nota de la autora
A Sheila Chin, lectora y miembro del Grupo de lectura de Brenda Novak en Facebook. Nunca olvidaré cuando viniste a verme en Dallas durante mi gran gira promocional en la Bookstream (una clásica caravana Airstream convertida en librería/cafetería ambulante) para Una biblioteca junto al mar. En aquella aventura de dos meses por todo el país hubo muchos momentos increíbles, pero tu aparición sigue destacando todavía. Llegaste con cajas y cajas de libros míos, algunas de las cuales contenían varios ejemplares nuevos de mis últimos lanzamientos (¡quince de Una librería en la playa!). Me los ibas a dar para que pudiera usarlos como regalo y otras cosas en nuestro grupo de lectura, y, cuando te pregunté por qué habías comprado tantos, dijiste: «Pues resulta que hay cierta autora a la que estoy intentando apoyar…». Es una de las cosas más generosas que alguien ha hecho nunca por mí y me quedé, y sigo estando, ¡totalmente alucinada! ¡Gracias desde lo más profundo de mi corazón!
—Espera, espera… Pero no sigues dirigiendo ese club de lectura que formaste en el instituto, ¿no?
Gia Rossi estaba comprando en el supermercado de su barrio cuando su hermana llamó.
—Nunca lo he llegado a dejar. No del todo.
Se pasó el teléfono a la otra oreja para poder usar su habilidosa mano izquierda y conducir por el aparcamiento el carro de la compra vacío hasta el punto de devolución.
—La mayoría de los miembros no eran amigos tuyos. Solo eran gente que te seguía a pies juntillas hicieras lo que hicieras —señaló su hermana con sequedad.
¿Había algo de celos en esa respuesta? Margaret, a quien de niña se la había conocido como «Maggie» pero que ahora se hacía llamar por el más distinguido «Margot», solo tenía trece meses menos que Gia, así que en clase solo había ido un curso por detrás. Margot no había sido tan popular ni por asomo, pero eso era porque nunca había hecho nada emocionante. Había formado parte del grupo de los estudiosos, siempre demasiado ocupada sobresaliendo como para salir a divertirse.
—Algunos eran amigos íntimos —insistió Gia—. Ruth, Sammie y unos cuantos más siguen conmigo en el club de lectura y vamos rotando para elegir libro.
—¿Eeeeen serio? Hace diecisiete años que te graduaste. Creía que los dejaste a ellos y todo lo demás al dejar la universidad y marcharte a Alaska.
Su hermana nunca habría hecho algo tan descabellado, tan impulsivo… o tan desacertado. Gia había renunciado a una beca de voleibol en la Universidad de Iowa, que era una de las razones por las que su familia había enloquecido. Pero se alegraba de haber tomado aquella decisión. Atesoraba los recuerdos de abrirse paso en la vida con libertad siendo una veinteañera mientras aprendía lo que podía a la vez que trabajaba en barcos de pesca de peces y cangrejos y para distintas empresas de turismo. De no ser por aquella experiencia, ahora no tendría el negocio que tenía con su socio.
—No. Paramos un tiempo, luego volvimos, luego paramos otra vez, y ahora quedamos por Zoom el cuarto jueves de cada mes para hablar del libro que estamos leyendo —dijo Gia, y bajó la voz para darle más énfasis al añadir—: Y, claro, nos aseguramos de que sea el libro más escandaloso que podemos encontrar.
Margot nunca había aprobado ni el club de lectura ni nada de lo que hiciera Gia, y eso no había cambiado con los años, razón por la que Gia no podía resistirse a provocarla.
—Claro, cómo no —dijo Margot, aunque su reacción no pasó de un tono algo áspero. Se había vuelto una experta en evitar la clase de discusiones que solían estallar entre las dos por mucho que Gia la picara a veces—. Entonces, ¿siete u ocho de… unos sesenta… vuelven a estar activos?
—Durante un mes al año la proporción mejora un poco —dijo Gia cuando el carrito entró en casa con un sonido metálico que le dio la seguridad suficiente para dejarlo ahí—. El resto del grupo se junta en una fiesta de Navidad online en diciembre.
—¿Cuánta gente asiste?
Parecía como si Margot se sintiera excluida, pero nunca había mostrado ningún interés por el grupo de lectura.
—Entre quince y veinte, pero no son siempre los mismos quince o veinte.
Gia abrió la puerta de su Tesla Model 3 rojo, lo que indicó al ordenador que arrancara la calefacción. Y ella lo agradeció, ya que no se había puesto un abrigo lo bastante grueso para la fresca mañana de octubre. En Coeur d'Alene, Idaho, no solía hacer tanto frío hasta noviembre o diciembre.
El Bluetooth del coche conectó con la llamada mientras Margot preguntaba:
—¿Por qué no lo has mencionado nunca?
Ahora que vivían a dos mil kilómetros, había muchas cosas que no le contaba a su hermana. Hasta que no había dejado atrás su pueblo natal, no había sentido que podía vivir una vida auténtica de verdad, una sin las constantes comparaciones con su «perfecta» hermana en las que siempre salía perdiendo.
Pero eso no era por lo que no le había dicho nada del grupo de lectura. Había dado por hecho que su hermana no querría saber nada del tema. Margot se había muerto de vergüenza cuando Gia se había enfrentado a la pandilla de bienintencionadas pero equivocadas mujeres de la Asociación de Padres y Profesores, que habían invadido la Sala 23 durante la reunión informativa de comienzo de curso insistiendo en que el señor Hart, el jefe del Departamento de Literatura Inglesa, eliminara El guardián entre el centeno, Rebeldes y El cuento de la criada de la lista de lectura de Literatura Avanzada. Gia había esperado que su profesor favorito defendiera los libros que ella tanto amaba y explicara por qué eran tan importantes. Sabía cuánto él había amado esos libros también. Pero, para evitar una discusión, el hombre había cedido de inmediato, y eso fue lo que la animó a formar un club que abogara por los libros que habían sido objeto del ataque, además de otros.
Aquella fue la primera vez que el señor Hart la había defraudado, pero no sería la última.
—Si te hubieras unido al club alguna vez, estarías en la lista de emails —dijo Gia mientras salía marcha atrás de la plaza de aparcamiento.
—Me habría apuntado, pero ya me conoces. No leo mucho.
Su hermana no se habría unido. El Club de los libros prohibidos era demasiado controvertido para Margot. Habría requerido un poco de rebelión, algo de lo que ella parecía incapaz. Y, aunque no leyera mucha ficción, Gia sabía que consumía algún que otro libro de autoayuda. Probablemente así se reafirmaba en que seguía siendo la mejor persona que conocía, porque si había alguien que no necesitaba un libro de autoayuda esa era Margot. Las expectativas de sus padres eran más que suficiente para ponerle límites.
—Deberías probar a leer con nosotros de vez en cuando. Podría ampliar tus horizontes.
Por muy buena que fuera Margot, su mente era como una trampa de acero; una que siempre estaba cerrada, sobre todo ante información que pusiera en duda lo que ya creía. Vivía dentro de una burbuja de sesgo de confirmación. Los únicos datos e ideas que podían atravesarla eran los que apoyaban su visión del mundo.
—Estoy contenta con dónde tengo mis horizontes, gracias.
—¿No ves las limitaciones?
—¿Intentas ofenderme?
Gia contuvo un suspiro. Esa era la diferencia entre ellas. Margot sacrificaría lo que fuera por mantener su posición como la hija favorita de sus padres, por conseguir la aprobación de los demás, sobre todo de su marido, y por que toda la comunidad al completo la admirara. De pequeñas, siempre había tenido ordenada su habitación, había sacado sobresalientes y había tocado el piano en la iglesia. Y ahora era ama de casa al cuidado de dos hijos, alguien que preparaba un «plato caliente», o lo que la mayoría de la gente fuera del Medio Oeste llamaría «horneado», para cualquier vecino, amigo o conocido que fuera a someterse a una cirugía o que estuviera sufriendo algún tipo de revés.
Su convencionalismo era… de admirar… en ciertos aspectos. Como la oveja negra de la familia, Gia sabía bien que no servía de nada intentar competir con Margot. Era imposible para alguien incapaz de juzgar nada por las apariencias. Gia tenía que cuestionar normas, desafiar a la autoridad y hacer de abogado del diablo prácticamente cada vez que le surgía la oportunidad, y precisamente por eso era una sorpresa que su hermana llevara las dos últimas semanas intentando convencerla de que volviera a casa a pasar el invierno. La salud de su madre había ido deteriorándose desde que le habían diagnosticado cáncer de mama. Cuando lo descubrieron, estaba en fase cuatro y los médicos habían hecho lo que habían podido, pero Ida no había respondido al tratamiento. Margot decía que su madre no duraría mucho más, que Gia debería pasar unos meses con ella antes de que fuera demasiado tarde. Pero a Gia le sorprendía que Margot estuviera dispuesta a poner en peligro la paz y la alegría que todos parecían disfrutar sin su presencia.
No tenía claro poder volver a esa dinámica familiar que le resultaba tan dañina. Su socio y ella dirigían una empresa de paseos en helicóptero para turistas y también llevaban y sacaban de lugares salvajes y remotos a cazadores y pescadores, pero Backcountry Adventures cerraba durante los meses más fríos, de noviembre a febrero. Pronto tendría tiempo libre, así que alejarse del trabajo no sería un problema. El problema era más bien que, cuando estaba en Wakefield, las paredes parecían cerrarse a su alrededor. Respirar se convertía en una puñetera odisea.
—Vale —refunfuñó—. No me hagas esa pregunta. Pero, hablando de limitaciones, ¿cómo está Sheldon?
—¿En serio, Gia? Voy a dar por hecho que no lo has preguntado en ese sentido —dijo su hermana con rotundidad.
Gia y su cuñado no podían ni verse. Ella odiaba cómo controlaba a Margot, que pudiera gastarse dinero en salir a cazar o pescar o en comprar una caravana nueva mientras su hermana tenía que rascar y suplicar para tener unos vaqueros nuevos. Margot lo explicaba diciendo que era él el que ganaba todo el dinero y que, al darle un presupuesto tan ajustado, intentaba ser un buen «administrador» para que el negocio tuviera éxito y ellos tuvieran dinero para la jubilación. Sin embargo, para Gia, era Margot la que hacía todos los sacrificios. Era un tacaño, y punto. Y era él el que quería que Margot estuviera en casa, esperándolo con un plato caliente al acabar la jornada. Sus hijos, Matthew y Greydon, tenían ocho y seis años, y los dos iban al colegio. Si Sheldon no tomara todas las decisiones, Margot al menos podría trabajar media jornada y tener algo suyo.
—Era broma —dijo Gia, que no quería causar problemas en el matrimonio de su hermana. Margot insistía en que era feliz, aunque, si Gia tuviera esa vida, probablemente habría agarrado a sus hijos y habría salido pitando de esa casa para siempre hacía mucho tiempo.
—Está genial. Ha estado ocupado.
—Es temporada de caza de ciervos. Imagino que irá.
—La semana que viene.
«¿Y qué vas a hacer tú? ¿Quedarte cuidando de los niños y de la casa mientras él está fuera?», quiso preguntar Gia, pero en esa ocasión logró morderse la lengua.
—¿Va a volver a Utah?
—Sí. Van ahí todos los años. Uno de sus amigos creció en Moab.
—El invierno pasado el negocio de Sheldon bajó un poco, así que me sorprende que digas que ha estado ocupado.
—Fue cosa de la economía en general. Todas las empresas de transportes se vieron afectadas, pero no creo que vaya a pasar lo mismo este año. Acaba de comprar dos tráileres nuevos y va a contratar más conductores.
—Es todo un empresario —dijo Gia poniendo los ojos en blanco ante sus propias palabras. Él no había levantado la empresa de transportes; la había heredado de sus padres, que seguían muy involucrados, y eso probablemente era lo que la salvaba de la ruina.
Por suerte, Margot pareció tomarse sus palabras en sentido literal.
—Estoy orgullosa de él.
Él sí que estaba orgulloso de sí mismo. Nunca dejaba de hablar de su empresa, de sus juguetes, de sus destrezas para la caza, para conducir todoterrenos o para cualquier otra actividad «varonil». Gia apostaría lo que fuera a que podía superarlo cazando si quería, pero los únicos disparos que ella estaba dispuesta a dar eran con su cámara.
Aun así, en cierto modo se alegraba de que su hermana pudiera tragarse la falsa ilusión de que Sheldon era una pareja ideal.
—Eso es lo que importa —dijo al acceder al camino de entrada de su piso de dos dormitorios con vistas al río Mill. La conversación estaba tocando a su fin. Gia ya había preguntado por los niños mientras estaba en el supermercado, y estaban sanos y felices. Tendría que preguntar por Ida antes de que acabara la conversación, así que cuanto antes mejor.
—¿Y cómo están mamá y papá?
La voz de su hermana bajó una octava como poco.
—Justo por eso te he llamado…
Gia no pudo evitar tensarse. Parecía como si el ácido le estuviera abriendo un agujero en el estómago.
—¿Mamá ha empeorado?
—Cada día está más débil, G. Creo… creo que deberías venir a casa.
Gia cerró los ojos y apoyó la cabeza en el asiento. Margot no podía entender por qué Gia se resistía, pero es que su hermana nunca había podido ver nada desde su punto de vista.
—¿G? —insistió Margot.
Gia respiró hondo. Podía dejar Idaho unas semanas antes de cerrar el negocio. Eric la cubriría. Ella había trabajado dos meses enteros por él cuando nació su hija. Y además tenía dinero. No tenía una buena excusa para no volver y apoyar a su familia todo lo posible y…, si era el final, para despedirse de su madre. Pero Gia sabía que eso supondría enfrentarse a todo lo que había dejado atrás.
—¿Sigues ahí?
Intentando reunir valor, Gia bajó del coche.
—Perdona. Se ha desconectado el Bluetooth.
—¿Me has oído? ¿Hay alguna posibilidad de que te plantees venir a casa, aunque sea solo unas semanas?
Gia no veía elección. Jamás se lo perdonaría si su madre moría y ella no había hecho todo lo posible por arreglar las cosas entre las dos. Ojalá pudiera seguir postergando su visita, pero el cáncer lo hacía imposible.
—Claro. En… en cuanto termine unas cosas por aquí.
—¿Cuánto tardarás?
—Solo un día o dos.
—Gracias a Dios —dijo su hermana con tanto alivio que Gia supo que ahora no podía echarse atrás.
¿Qué pasaba? ¿Por qué a Margot le importaba tanto tenerla en Wakefield?
—Iré a recogerte al aeropuerto —continuó su hermana—. Avísame de cuándo vienes.
—Te lo digo en cuanto lo tenga todo preparado.
Margot observaba las armas agrupadas con tanto esmero y bajo llave en el armario de su dormitorio. Sheldon tenía varios rifles: un Winchester del calibre 30-30, un Remington modelo 700, un H&H Magnum del 375, uno del 22, y lo que él llamaba un rifle «para alimañas», además de una escopeta del calibre 12. Tenía también una Glock de 9 milímetros en lo alto del armario de los dos para defensa personal. Esa era la que dejaba cuando salía de caza. Ella tendría fácil acceso, pero lo que codiciaba era la escopeta. Se sentiría más segura con la escopeta. Había oído decir a su marido que las pistolas y los rifles casi siempre requerían muchos disparos para alcanzar el objetivo. Habían ido juntos al campo de tiro, pero entre el retroceso y el ruido ensordecedor, además de su miedo a las armas en general, sobre todo teniendo niños cerca, Margot solo había practicado una o dos veces. Después de aquello, Sheldon la había tachado de «exagerada y miedosa» y había dejado de intentar compartir su amor por las armas de fuego con ella. Pero Margot había aprendido suficiente para saber que no tendría que preocuparse demasiado por apuntar con una escopeta.
¿Se atrevía a esconder la escopeta para que él no pudiera llevársela de caza? Podía hacer como si alguien hubiera entrado en casa y se la hubiera llevado, decir que había salido y había dejado la casa abierta quince minutos mientras iba a recoger a los niños al cole y que, cuando había vuelto, la escopeta ya no estaba…
No. Eso lo haría sospechar. Sheldon se preguntaría por qué era lo único que faltaba y ella no se atrevía a escenificar un robo en toda regla. Sería demasiado fácil que la pillara si hacía algo así. Él era desconfiado por naturaleza, siempre estaba vigilante por si alguien intentaba darle gato por liebre. Con suerte, eso no lo vería venir, pero Margot solo contaba con una oportunidad, lo que significaba que tenía que diseñar un plan perfecto, y para ello tenía que prever cualquier eventualidad.
A lo mejor debería olvidarse de la escopeta y de la Glock y conformarse con espray pimienta, algo de venta libre que pudiera comprar en Walmart. Así no tendría que preocuparse por el control de armas y jamás se vería ante la decisión de tener que disparar o no a su propio marido…
—¿Margot? ¿Qué hostias haces?
La repentina aparición de Sheldon en la puerta hizo que el corazón le golpeteara contra el pecho. Ella estaba de pie en el centro de la habitación, no lejos de la cama, algo que por suerte no la incriminaba de ninguna forma. Solo esperaba no parecer tan culpable como se sentía.
—Solo… intentaba recordar a qué he venido.
Él puso los ojos en blanco.
—Típico de ti. Te juro que no entiendo cómo te graduaste en la universidad. La mayor parte del tiempo eres tonta de pelotas.
Por norma, Margot se estremecía ante los insultos que él lanzaba tan a la ligera y generalmente acompañados de una risa para así, si ella se molestaba, poder decir que solo era broma. Ese día se limitó a observarlo en busca de cualquier señal en sus ojos azul hielo de que se estaba cociendo una discusión más fuerte.
—¿Qué haces en casa? —preguntó mirando el reloj. Últimamente perdía minutos, e incluso horas, dándole vueltas a su futuro… y al de sus hijos. Pero no podía ser tan tarde como para que Sheldon hubiera vuelto del trabajo. Ella nunca perdía un día entero.
—Me he olvidado el almuerzo. He estado llamándote para que me lo llevaras, pero no respondías. ¿Para qué cojones te pago un móvil si ni siquiera puedo contactar contigo?
—Lo… lo tengo en el bolso —dijo ella sin demasiada convicción—. De cuando he llevado a los niños al cole.
Un resoplido de indignación reveló el enfado de Sheldon.
—Claro, cómo no. Nunca lo llevas encima cuando lo necesitas.
—Suelo llevarlo —dijo ella en su propia defensa, aunque tuvo cuidado de no dejar que el resentimiento se le notara en la voz. Sabía que, de lo contrario, podían acabar peleando.
Él ignoró su respuesta.
—Mi almuerzo no está en la encimera. ¿Qué has hecho con él?
Cuando Sheldon se lo había dejado ahí, ella había dado por hecho que saldría a comer con sus amigos. Aunque él había ganado bastante peso en los últimos años y hacía algún que otro poco entusiasta intento de perderlo, sus dietas nunca duraban. Margot había supuesto que ya no quería los palitos de zanahoria y el resto de comida sana que le había ordenado que empezara a prepararle.
—Como no te lo has llevado, he pensado que tenías otros planes y… lo he metido en el almuerzo de los niños.
Él frunció el ceño.
—¿Para no tener que hacer más? ¡Joder, mujer! ¿Por qué no me has llamado?
Porque no había querido oír su voz. Solo tenía paz cuando él estaba en el trabajo y demasiado ocupado siendo el «jefe» como para ponerse en contacto con ella.
—No quería molestarte por si estabas ocupado.
Él se levantó la gorra de Wakefield Trucking y se rascó antes de mascullar algo que ella no logró distinguir, y que probablemente sería «zorra estúpida», mientras recorría el pasillo arrastrando los pies.
—¿Y ahora qué voy a comer? —le gritó cuando, a juzgar por su voz, ya estaba en la cocina.
Margot cerró los puños. Últimamente estaba teniendo unos pensamientos terribles; quería meterle en el sándwich algo asqueroso, como una araña o barro, o algo peligroso, como anticongelante, en el té. Sabía que era pura maldad y, de momento, su educación y su creencia en Dios la habían detenido; eso y que no quería que la apartaran de sus hijos para pasar el resto de su vida en prisión.
Pero el deseo de devolverle el daño que él le hacía crecía cada día.
Que fuera capaz siquiera de pensar algo así era impactante. Ella, Margaret Rossi, la segunda mejor estudiante de su clase en el instituto e hija de dos amorosos padres que la habían criado para ser mucho mejor que eso. Desde luego, no era algo que hubiera imaginado antes de casarse.
¿Pero era culpa suya? Sheldon era como un árbol anillado con unas raíces que poco a poco se le habían ido enroscando, atrapándola e inmovilizándola mientras le exprimían la vida…
—¡Joder, Margot! ¿No me has oído? ¡Mueve el culo y hazme otro almuerzo! ¡Tengo que trabajar!
Ella quería gritar «¡Háztelo tú!» y dar un portazo. La rabia que le bullía por dentro era como bilis subiéndole por la garganta. A veces le costaba no tragársela. Pero sabía qué pasaría si se dejaba llevar. Él nunca le había pegado; ella no podía alegar esa clase de abuso. Pero los ataques de ira de Sheldon eran cada vez peores, tanto como para hacerle pensar que algún día podría desatarse del todo.
Pero, aunque eso no llegara a pasar, lo que Sheldon hacía era casi igual de malo. Sus palabras la aporreaban como puños. La menospreciaba hasta el punto de que ella temía decir o hacer algo por miedo a represalias y la hacía sentir como si se mereciera cada mordaz comentario.
Que ella estuviera empezando a creer que no merecía que la tratara mejor le generaba un pánico que le roía el alma. Si no hacía algo pronto, temía que la antigua Margot, la Margot feliz y equilibrada a la que intentaba aferrarse con desesperación, desapareciera para siempre.
«Ya queda poco», se prometió antes de lanzar una última mirada a las armas mientras obligaba a sus pies a llevarla a la cocina.
—Estoy aquí —dijo de manera poco expresiva—. ¿Qué te apetece?
Casi todas las personas con las que Gia se relacionaba eran hombres. En su negocio eran mayoría, tanto entre la competencia como entre los clientes, y había habido más hombres que mujeres en Alaska, donde había pasado diez años antes de mudarse a Idaho. Pero, según los hombres que conocía iban casándose, ella tenía la oportunidad de conocer a sus esposas y luego a sus hijos, algo que resultaba agradable porque ampliaba su círculo social. Eric Cheung, que había aprendido a volar en el ejército y fue su instructor de vuelo en Alaska antes de convertirse en su socio, había conocido a su esposa y se había casado con ella solo seis meses después de que hubieran trasladado Backcountry Adventures a Coeur d'Alene, así que Gia conocía bien a Coty.
—Creía que íbamos a volver a Glacier cuando acabara la temporada —dijo Eric mientras estaban sentados con una copa y junto al fuego, alrededor del brasero que él había construido en su patio trasero.
—Estaba deseando poder centrarnos en nuestras fotos, pero… —dijo Gia frunciendo el ceño hacia el cielo de la noche— a saber si el tiempo nos permite siquiera una excursión por el parque. Parece que este año el invierno está llegando antes.
—Eso es bueno —aclaró él—. Queríamos fotos de nieve, ¿no te acuerdas?
Sí, lo recordaba y lamentaba no poder seguir adelante con sus planes. Eric acababa de convencer a una galería local para que mostrara su trabajo y decía que podría meterla a ella también. Pero Gia no podía ignorar lo que estaba pasando en el resto de su vida marchándose al Parque Nacional Glacier el uno de noviembre, como habían hablado.
—Ya, pero… mi madre ha empeorado.
Él se puso serio de inmediato.
—Lo siento. Llevo tiempo queriendo preguntarte por ella, pero no quería hurgar en un tema tan delicado. Entonces, ¿no están funcionando los tratamientos?
—Creo que han hecho todo lo que han podido.
Coty salió de la casa después de meter a su hija en la cama.
—¿Qué me he perdido?
—Mi madre no está bien.
—Qué noticia tan terrible —dijo Coty al sentarse junto a su marido, que se movió para rodearla con un brazo y ayudarla a entrar en calor. Podrían haber ido dentro, pero lo único que Gia tenía en común con los hombres con los que se relacionaba era su amor por estar al aire libre.
—Sí. Ojalá no fuera así, pero…
Gia dejó sus palabras ahí flotando antes de dar el último trago de cerveza.
—¿Cuánto tiempo vas a estar fuera? —preguntó Eric.
—No lo sé. Cuanto menos, mejor. Allí tengo una larga historia. Pero dependerá de cómo vaya todo con mi madre.
Coty se inclinó hacia delante para agarrar la copa de vino que había dejado al marcharse.
—¿Qué clase de historia?
Era difícil de explicar. Ni siquiera Eric lo sabía.
—Solo gente a la que preferiría no ver y cosas que preferiría no recordar.
Coty frunció el ceño.
—¿Cuánto tiempo hace que no vas allí?
—Unos seis meses. Puedo soportar una visita corta durante un fin de semana de vez en cuando, una visita en la que solo vea a mi familia. Pero esta podría durar el invierno entero, hasta que tenga que volver a ayudar con la empresa.
—Si necesitas quedarte más tiempo… —empezó a decir Eric, pero Gia lo cortó.
—Espero que no haga falta. Ya estás haciendo bastante cubriéndome lo que queda de octubre. Pero… ya veremos cómo lo solucionamos cuando llegue el momento, supongo.
—Bueno, si tu madre te necesita, te alegrarás de haber ido —dijo él.
—No sé si me necesita. Tiene a Margot. Siempre han estado muy unidas, se han entendido mucho mejor que nosotras dos. Pero…
—Tu madre es tu madre —dijo Coty con delicadeza.
Gia asintió y se levantó para tirar la lata al cubo de reciclaje situado a unos pasos.
Eric hizo lo mismo y su lata cayó con un sonido metálico solo unos segundos después de la de ella.
—¿Se lo has dicho a Mike?
Gia cambió el peso al otro pie; se sentía incómoda. Mike, técnico en mantenimiento aeronáutico, revisaba y reparaba helicópteros. Lo había conocido cuando él hizo una inspección exhaustiva a su helicóptero justo después de que ella se mudara a Coeur d'Alene, pero había sido más tarde, tras el divorcio de Mike, cuando habían empezado a salir.
—Aún no.
—Se va a quedar hecho polvo —predijo Eric.
—No, no tenemos una relación tan seria.
De todos modos, Gia se había visto preparada para dejarlo. Mike le gustaba tanto o más que algunos de los otros hombres con los que había salido a lo largo de los años. Los dos disfrutaban volando y lo pasaban bien juntos. Pero ella tenía un problema con la intimidad. Acercarse demasiado a alguien requería demasiada confianza, más confianza de la que parecía capaz de reunir. Así que, cada vez que una relación romántica empezaba a ponerse seria, ella se apartaba y pasaba página, y eso solía pasar en solo unos meses.
—¿Y él lo sabe? —preguntó Eric con ironía.
—Desde el principio le dije que no busco nada serio, Eric. Créeme, está avisado.
Eric se rio.
—Así lo único que haces es retarlo, G. Seguro que espera ser el hombre que haga cambiar eso.
Ella se acomodó en su asiento mientras Eric seguía de pie.
—No creo que nadie pueda cambiarlo. Así… soy yo.
—¿Cuándo te marchas? —preguntó Coty.
—Lo antes posible. A Margot le ha entrado el pánico. Parece como si estuviera deseando que llegue allí.
—Seguro que necesita tu apoyo tanto como tu madre —dijo Eric.
Gia apretó los labios.
—Podría ser. Tiene una porquería de marido. Dudo que él le dé mucho de nada.
—Sí, ya lo has mencionado alguna vez —dijo Eric riéndose.
Gia se cruzó de piernas.
—No entiendo por qué mi hermana no le exige más.
—Sé que Eric está al tanto, pero yo no —dijo Coty—. ¿Por qué no te gusta?
—Es un capullo arrogante —respondió Gia—. Se cree que el mundo gira a su alrededor.
Eric se acercó más al fuego y extendió las manos hacia el calor.
—Fue un niño de dinero, ¿no?
—No definiría a sus padres como megarricos, pero su familia era una de las más prósperas del pueblo.
—Entonces, ¿era un malcriado? —supuso Coty.
Gia asintió con la cabeza.
—Sus padres aún lo tienen muy mimado.
Eric abrió otra cerveza antes de sentarse con su mujer.
—Seguro que en tu pueblo hay alguien a quien sí te gustaría ver.
—A mis amigas y a la gente del Club de los libros prohibidos.
Había apreciado a muchos de ellos, pero habían pasado diecisiete años desde el instituto y la mayoría se habían marchado. Probablemente vería a los que se habían quedado. A Ruth y Sammie al menos.
—Coty ha estado pensando unirse a tu club —dijo Eric, de nuevo rodeando a su esposa con un brazo.
—Siempre estoy dispuesta a mandar a la mierda a los que intentan imponerles su actitud y opinión a los demás —dijo Coty riéndose—. ¿Qué estáis leyendo este mes?
—Hemos estado eligiendo de una lista de libros que estuvieron prohibidos en los noventa, simplemente porque había muchos por entonces. Este mes me ha tocado a mí y he elegido Cujo.
—¿Qué es eso? —preguntó Eric.
Gia soltó una risita. Eric nunca le había dado a la lectura.
—Una novela de terror de Stephen King.
Coty se sentó sobre sus pies y se recostó sobre su marido.
—¿Y qué tal está?
—Es buena. Es sobre un perro que se vuelve un asesino después de que lo muerda una rata con la rabia.
—No tengo claro que fuera a resultarme interesante —dijo Coty frunciendo el ceño.
—Un perro asesino no es para todo el mundo. Pero puedes empezar el mes que viene. Leeremos Todos caemos, de Robert Cormier.
—¿De qué trata?
—De un grupo de adolescentes que se meten en un montón de líos…
—Seguro que ese será bastante perturbador —dijo Coty arrugando la nariz como si tampoco le emocionara la idea.
—La mayoría de los libros prohibidos son bastante… algo —dijo Gia—. Dan miedo. Invitan a la reflexión. Desafían el paradigma de poder… o cómo han sido siempre las cosas. Por eso los prohíben.
Eric dio su opinión:
—Hace no mucho leí que los libros de Harry Potter estuvieron prohibidos.
Gia se planteó abrirse otra cerveza. Cuanto más bebía, menos miedo le daba volver a casa, a Wakefield. Eric y Coty vivían a solo unas manzanas de su piso, así que no tenía que conducir. Pero decidió no hacerlo. Quería tener la mente despejada al llegar a casa para poder ocuparse de los preparativos del viaje.
—Así es. Al menos, en algunos sitios.
—¿Qué podría tener de malo Harry Potter? —preguntó Coty.
—Al parecer, varios exorcistas se pronunciaron —respondió Gia como si nada.
Coty parecía no entender nada.
—¿Has dicho «exorcistas»?
—Sí. Recomendaban que retiraran los libros —dijo Gia sonriendo, y añadió—: La hechicería y la magia son satánicas. ¿No lo sabías?
Coty puso los ojos en blanco.
—Estás de coña…
—Nop. Ahora entiendes por qué formé el grupo. Algunos de los libros rechazados fueron atacados por motivos ridículos.
—Me encanta lo dispuesta que estás a desafiar a la autoridad —dijo Coty.
Gia esbozó una mueca.
—A mis padres no les hace tanta gracia. Nunca les ha hecho gracia.
—Ya me imagino —contestó Coty. Miró las llamas mientras seguía diciendo—: La verdad, no tengo claro que quisiera que Ingrid desafiara a la autoridad. Lo que yo haga es una cosa, pero lo que haga ella…
—Yo estaría orgulloso de ella —interpuso Eric—. Puede que no siempre estemos de acuerdo con las posturas que adopte, pero tiene que haber alguien dispuesto a enfrentarse a la gente que prohíbe buenos libros y que comete otras estupideces.
Coty no parecía muy convencida.
—Pero piensa en las críticas que genera ser el que se levanta y lucha…
—A lo mejor eso era lo que les preocupaba a tus padres —le dijo Eric a Gia—. El dolor que podría causarte convertirte en objetivo de las críticas.
Gia pensaba que todo era más bien por el deseo de ellos de verla amoldarse, de que no diera problemas. Siempre habían querido que hiciera lo que «se esperaba» de las chicas y que dejara de llamar tanto la atención. Pero como esa noche no quería profundizar mucho, dijo simplemente:
—Puede.
Eric acercó más a su mujer y dijo por encima de su cabeza:
—Espero que por fin puedas resolver algunas cosas.
Gia dudaba que fuera posible. Nunca había sido lo que sus padres querían. Pero, de nuevo, no le apetecía dar explicaciones.
—Estaría bien.
—Bueno, tú no te preocupes por Backcountry Adventures mientras estás fuera —dijo Eric con tono alentador—. Yo me encargo. Y seguro que en casa habrán cambiado mucho las cosas a lo largo de los años, más de lo que crees. Más allá de lo duro que será ver a tu madre en un estado de salud tan malo, estoy seguro de que este viaje te hará bien.
—Me cuesta imaginarlo.
Que ella supiera, el señor Hart, su antiguo profesor de Literatura Inglesa, seguía viviendo a solo unas casas de sus padres, y ahora ella iba a pasar semanas o meses alojada en su antigua habitación.
Margot dio otra vuelta al aeropuerto mientras esperaba a que su hermana apareciera con su equipaje. El vuelo de Gia se había retrasado. A ese paso, llegarían tarde a casa, lo que a su vez demoraría la cena y complicaría la noche con Sheldon. Últimamente había estado muy agitado, muy irascible. Si tenía que llamarlo y pedirle que saliera del trabajo unos minutos antes para recoger a los niños desataría una discusión. Matthew y Greydon estaban jugando cada uno en casa de un amigo, pero ella les había prometido a las respectivas madres que no llegaría más tarde de las seis.
Cada vez más nerviosa, estacionó para volver a escribir a Gia. Antes, cuando su hermana le había enviado un mensaje diciendo que llegaría a las cuatro y ella había organizado las quedadas con los amigos de los niños para no tenerlos sentados en el coche dos o tres horas, no se había imaginado ni por lo más remoto que no podría volver a tiempo. El Aeropuerto Sioux Gateway estaba a solo ochenta kilómetros de Wakefield.
Al menos el avión había aterrizado por fin. Era lo último que le había dicho su hermana.
¿Ya ha salido tu equipaje?
La respuesta de Gia fue inmediata: Acabo de recogerlo.
Margot respiró aliviada.
Ahora mismo estoy ahí.
Tras echarle un vistazo al reloj del salpicadero (eran las cuatro y cincuenta de la tarde, lo que significaba que podría volver a tiempo si no acababan detrás de un tractor o de alguna otra cosa que pudiera hacerles reducir la velocidad), volvió a incorporarse al tráfico que se dirigía a la terminal y empezó a buscar la figura bastante alta de su hermana. Aunque Margot solo medía metro cincuenta y siete, Gia medía uno setenta y cinco. Eran opuestas incluso en eso.
Gia hizo una señal con la mano en cuanto vio el Subaru de Margot, que con cuidado fue cambiando de carril hasta que pudo llegar a la acera.
—¿Qué tal el vuelo? —preguntó en cuanto abrió la puerta y corrió a abrir el portón trasero para la maleta de Gia.
—Largo y deprimente —respondió Gia dándole a su hermana un abrazo obligatorio antes de meter la maleta—. Pero ¿acaso hay algún vuelo agradable hoy en día?
—No desde el 11S.
Margot cerró de un portazo antes de volver al asiento del conductor.
—Gracias por recogerme —dijo Gia al subir.
—¡Cómo no iba a venir! Me alegro de que estés aquí.
Gia tenía buen aspecto, pensó Margot. Mucho mejor que ella. Últimamente cuando se miraba al espejo, lo único que veía era una expresión tensa y preocupada y unas ojeras oscuras bajo sus ojos avellana.
Pero Gia… Aunque hacía semanas que había acabado el verano, nadie lo diría. Su piel seguía teniendo un brillo cálido y su cabello rubio rojizo tenía mechas más claras por todo el tiempo que había pasado al sol. Las motas de pecas que le cubrían la nariz la hacían aparentar menos de los treinta y cinco años que tenía. Además, estaba bien tonificada y tenía una sonrisa amplia y atrayente.
Margot hacía lo que podía por estar atractiva y ahorraba del presupuesto de la compra para poder ponerse extensiones de pestañas y uñas postizas. Sheldon esperaba que tuviera buen aspecto, aunque le daría un ataque si se enterara de cuánto costaban esos cuidados. Gia no se molestaba con esa clase de mejoras. Era una persona demasiado natural y aficionada a las actividades al aire libre. Tenía un aspecto saludable, sano y fuerte.
Era fuerte. Siempre lo había sido. Margot envidiaba su actitud tan directa, cómo encaraba y superaba cualquier obstáculo con que se topara en su camino. Era un alivio tenerla en Wakefield. Ella no podía escapar de su situación sin tener a su hermana ahí cerca para apoyar a su padre y ayudar a cuidar de su madre. Había estado intentando apañárselas dadas las circunstancias, al menos hasta que Ida falleciera por muy triste que fuera, pero nadie podía predecir cuándo moriría su madre y Margot ya no soportaba más su situación actual.
Además, a lo mejor lo más inteligente sería no esperar. Temía que la muerte de Ida añadiera tanto dolor a lo que ella ya tenía encima que no pudiera superarlo. Su salud mental no era lo que había sido. Lo mejor que podía hacer era reconocerlo y actuar antes de que fuera demasiado tarde para recuperarse de la larga espiral negativa que había comenzado poco después del nacimiento de su segundo y último hijo, cuando su matrimonio había empezado a desmoronarse de verdad.
De momento, básicamente había vivido su vida entregada a los demás. Ya era hora de tomar las riendas y empezar a vivir para ella. Y con su hermana ahí, tenía una mejor oportunidad de hacerlo. Gia se enfrentaría a Sheldon si hacía falta. Gia se enfrentaría a quien fuera.
—¿Saben mamá y papá que he venido?
Margot la miró.
—¿No los has llamado?
—No he tenido tiempo —respondió su hermana distraídamente.
—¿De hacer una llamada?
—¡Solo han pasado dos días desde que accedí a venir! He estado agobiada intentando ocuparme de algunas cosas para no dejar tan colgado a Eric. He tenido que preparar mi piso para el invierno, hacer el equipaje y pedir un coche hasta el aeropuerto de Spokane. Cada vez que pensaba en llamarlos, ya era de noche y suponía que estarían en la cama durmiendo. Aquí hay una hora más que en Idaho, ya lo sabes.
Había sido un puro escaqueo, y Margot lo sabía, pero le daba igual. Los refuerzos habían llegado y eso era lo único que importaba.
—¿Por qué no le has dicho a Eric que te trajera?
—Porque era mucho más sencillo venir en un vuelo comercial. No quería entretenerlo cuando va a estar cubriéndome en el trabajo. Y nuestro helicóptero solo vuela cuatrocientos ochenta kilómetros con un depósito, así que habría tenido que buscar distintos lugares para repostar.
—Claro, tiene sentido —dijo Margot.
—Entonces…, ¿crees que a mamá y papá les va a molestar que me presente aquí así?
—Claro que no. Seguro que han estado preguntándose por qué no has venido a casa antes.
Gia esbozó una mueca.
—Pues es de imaginar, deberían saberlo.
Margot agarró el volante con más fuerza.
—Lo que está pasando ya es bastante malo, G —dijo con el mismo tono apaciguador que empleaba con Sheldon—. Podemos… ¿dejar el pasado en el pasado? ¿Por favor?
Su hermana la miró ofendida.
—Yo estoy totalmente dispuesta a hacerlo. Son ellos, no yo.
—Aunque por norma eso sea así, ahora tienen la cabeza en otro sitio. Y yo, por mi parte, me siento aliviada de tenerte aquí.
Gia se aflojó el cinturón de seguridad mientras se giraba hacia su hermana.
—La pregunta es ¿por qué, Margot? ¿Por qué estabas tan empeñada en que volviera a casa justo ahora? En menos de un mes mi negocio cerrará durante el invierno. ¿Es que no crees que mamá vaya a aguantar tanto?
Ojalá Margot pudiera decirle la verdad, pero temía lo que haría su hermana si se enteraba de en lo que se había convertido Sheldon. Estaba segurísima de que se enfrentaría a él. Gia no podía evitar ser directa y Margot no sabía cómo acabaría la cosa si desafiaba a Sheldon.
—A lo mejor no. Ese es el problema. Te necesitan —dijo, y la miró para ver cómo eran recibidas sus palabras—. Y yo también —añadió con tono más suave.
O Gia captó la sinceridad en su voz o hubo otra cosa que aplacó los sentimientos antagonistas de su hermana, porque parecía resignada cuando respondió:
—Me cuesta imaginar que podáis necesitarme, sobre todo tú. Tú siempre has hecho lo correcto.
Y era verdad. Margot había sacado buenas notas, se había graduado en la universidad y había elegido un hombre que sus padres aprobaban, a quien había conocido en el instituto y con quien luego había salido durante la facultad. Muchas mujeres habían querido estar con Sheldon, pero ella fue la «afortunada» a la que eligió. Así que ¿cómo era posible que ahora se viera en un matrimonio que parecía estar incendiándose a su alrededor y que se sintiera tan desdichada y desesperada todo el tiempo?
—Eso demuestra lo que sabes —murmuró.
—¿Qué significa eso? —preguntó Gia.
Margot volvió a mirar el reloj que había junto al cuentakilómetros y sucumbió a la presión que sentía pisando más el acelerador.
—Tú solo… ayúdame cuidando de mamá y papá un tiempo, ¿vale? Tienes que reconocer que ya te toca.
Al menos Gia tuvo la delicadeza de no discutirle eso. Margot había hecho mucho más por sus padres. Era ella la que se había quedado allí estancada durante los últimos diecisiete años mientras que Gia se había fugado para vivir sus salvajes aventuras.
—Para eso estoy aquí —dijo su hermana con toda naturalidad a la vez que se erguía en el asiento.
Cuando llegaron a casa de sus padres, a Gia le sorprendió que Margot no quisiera entrar a saludar. Se paró lo justo para que ella sacara la maleta y después arrancó y se largó. Gia sabía que tenía que recoger a los niños, pero ¿tan grave sería retrasarse cinco minutos?
A lo mejor Margot quería evitar la situación incómoda que la misma Gia se estaba temiendo según se aproximaba a la puerta corredera de cristal de la ampliación que su padre había construido cuando eran pequeñas.
Mientras agarraba el pomo, vio a sus padres sentados a la mesa cenando y se preparó para el momento en que la vieran. Parte del motivo por el que había estado postergando volver a casa era enfrentarse a la enfermedad de su madre. Una cosa era oír lo que Ida estaba sufriendo y otra era mirarla a la cara durante esos últimos meses, semanas o días. La realidad de la situación la golpeó como un gancho de derecha cuando vio la radical pérdida de pelo y peso de su madre. Ida nunca había sido una persona corpulenta, pero verla tan mermada…
Se le hizo un nudo en la garganta que amenazó con asfixiarla. Daba igual lo difícil y complicada que hubiera sido la relación de las dos; ver a su madre así era mucho peor de lo que había imaginado. Era consciente de que había estado avivando el fuego de su rabia y su rencor como mecanismo de defensa para protegerse del dolor de la enfermedad de Ida, pero al hacerlo había abandonado a su madre ante el cáncer sin ofrecerle siquiera el limitado apoyo que podía darle. Una visita rápida de vez en cuando no había sido suficiente.
—Joder —murmuró cerrando los ojos y agachando la cabeza. Su hermana tenía razón. Era una persona terrible, les había fallado a todos, y todo porque no soportaba ver lo que estaba ocurriendo.
Su padre levantó la mirada y al instante estaba dirigiéndose a la puerta estupefacto.
—¿Gia? —lo oyó decir ella a través de la puerta.
Gia tiró del pomo para abrir y forzó una sonrisa.
—Hola, papá.
—¿Qué haces aquí?
Por muchas veces que tragara, el nudo de la garganta no se iba. Parpadeó en un intento de contener las lágrimas que le llenaban los ojos.
—Es que… he decidido venir a casa a pasar el invierno.
—¿A pasar el invierno? —preguntó su madre. Ida se movía más despacio, pero también se levantó y se acercó a la puerta.
La idea de Gia había sido decirles que solo estaría en casa una o dos semanas. No había querido poner las expectativas demasiado altas para así tener una escapatoria si la necesitaba. Pero ver a sus padres, que habían envejecido más de lo que había imaginado, y captar el olor a hogar le habían hecho cambiar de opinión. En ese momento supo que se quedaría junto a su familia hasta el amargo final, le costara lo que le costara.
—Si no os importa que vuelva a mi antigua habitación, claro —dijo con un intento de risita.
Se tensó mientras esperaba su respuesta. Existía la posibilidad de que no quisieran que les alterara su vulnerable tiempo. Pero su padre pareció aliviado de tenerla en casa. Seguro que los dos últimos años habían sido una pesadilla para él mientras tenía que ver la muerte lenta de la mujer a la que amaba. Su madre parecía agradecida sencillamente.
—¿En serio? —dijo Ida—. Pues mira qué bien, ¿no? Ni en sueños me habría imaginado que pudieras hacer algo así.
—¿Y qué pasa con tu negocio? —se apresuró a decir su padre.
Gia se agachó para levantar en brazos a Miss Marple, la gata gris y blanca de su madre, que se había levantado de la siesta en el otro extremo del sofá para ir a saludarla.
—Eric me cubrirá las próximas semanas y luego ya cerramos durante todo el invierno.
—Pero ¿y tus fotos? —preguntó su padre—. Lo último que sabíamos es que ibas a ir a hacer algunas en el Parque Nacional Glacier.
Ella les había enviado algo de su trabajo, sabía que les gustaba.
—Eric puede ocuparse solo de momento —dijo mientras dejaba en el suelo a Miss Marple—. Es un fotógrafo estupendo.
—¡Qué maravilla! —exclamó su padre—. Claro que puedes quedarte en tu antigua habitación. Está llena de todas las cosas que dejaste. No la hemos tocado.
Cuando Gia abrazó a su madre, Ida le pareció un saco de huesos.
—¿Significa eso que estarás aquí para Navidad? —preguntó Ida.
—Sí —contestó Gia. La cuestión era si Ida estaría ahí para Navidad.
—Pasa —dijo su padre señalando hacia la cocina—. Tenemos cena en la mesa. ¿Quieres unos espaguetis?
El menú significaba que había cocinado su padre. Cuando ella era pequeña, los espaguetis habían sido el único plato que hacía.
—¿Seguro que tenéis suficientes?
—De sobra. Tu madre últimamente apenas come.
De nuevo, a Gia le entraron ganas de llorar. Todas las defensas que con tanto trabajo había levantado se habían venido abajo en un instante. Ver a su madre tan frágil y consumida era demasiado desgarrador. Los últimos seis meses en especial le habían pasado factura.
—Bueno, a ver qué opinas de algunas de las cosas que preparo.
De pronto, moviéndose con más energía, su madre se apresuró a poner otro plato en la cocina.
Cuando Gia hizo intención de seguirla, su padre la agarró de un brazo.
—Gracias por venir —murmuró, y eso la hizo odiarse más todavía por no haber estado ahí antes.
—No hay de qué —dijo ella de repente agradecida a su hermana por haberle insistido—. Haré todo lo que pueda.
Cenaron tarde, pero el motivo no fue el viaje de Margot al aeropuerto. La madre del amiguito de Matthew había querido enseñarle una colcha que estaba haciendo y tenía tantas ganas de hablar que Margot no pudo escaparse. El pánico se había apoderado de ella mientras la otra mujer hablaba y hablaba de los distintos tipos de patrones que usaba y le contaba que se estaba planteando vender su trabajo por Internet, pero Margot había aprendido a disimular que vivía bajo tanta presión. Alguien que no estuviera en su situación no lo entendería, y «dejar mal» a Sheldon era un pecado capital.
Por suerte, Sheldon llegó a casa incluso más tarde que ella. Dijo que «alguien» había pasado por la oficina y lo había entretenido unos minutos. No dijo quién y Margot se quedó intrigada.
—¿Ha sido Cecilia Sonderman? —preguntó.
Él estaba lavándose las manos en el fregadero de la cocina, algo que Margot le había pedido muchas veces que no hiciera.
—Pues sí —contestó Sheldon con una mirada incisiva—. ¿Cómo lo has sabido?
Cece llevaba unos meses husmeando y Margot estaba segura de que tanta atención lo halagaba.
Sospechaba que Sheldon también disfrutaba con la oportunidad de ponerla celosa, porque era él el que había insinuado que Cece seguía interesada por él. Se lo soltaba cada vez que hacía algo que la disgustaba, para que supiera que había otras mujeres esperando, al acecho. A Margot debería haberle molestado que su novia del instituto, que acababa de divorciarse de su marido y había vuelto al pueblo, anduviera detrás de él. Pero, por ella, que se enamoraran lo antes posible. A lo mejor así Sheldon estaría distraído cuando ella se marchara. A lo mejor Cece incluso tendría la decencia de intentar hacerlo entrar en razón. «Déjala. Deja que viva su vida. Me tienes a mí…».
O a lo mejor Cece se convertía en la próxima víctima de su naturaleza exigente y controladora. Margot se vio tentada a advertirla de que Sheldon no era lo que parecía, se sentía mal de pensar que cualquier otra mujer pudiera acabar como ella, pero no podía arriesgarse. No cuando él podía enterarse y cargarse su oportunidad de huir.
Cece tendría que cuidarse sola. Además, para empezar, no tenía que ir por ahí jugueteando con un hombre casado.
—Solo me lo he imaginado —dijo ella con suavidad.
—Somos amigos. Nada más. No está pasando nada —dijo Sheldon como poniéndose a la defensiva, y eso que el tono de Margot no había sido acusatorio.
—Claro.
Sheldon la miró extrañado. A lo mejor le había sorprendido su ingenuidad. O a lo mejor sabía que no era ingenuidad, sino absoluta indiferencia. Pero como ella no se había molestado ni por su tardanza ni por el motivo de la misma, incluso a él parecía estar costándole encontrar un motivo para enfadarse por ese último intercambio de palabras.
—¿Tienes hambre?
—Me muero de hambre.
—Vale. He hecho tu plato favorito.
De nuevo, Sheldon se quedó perplejo. Seguro que sabía que últimamente se había portado fatal con ella y que no merecía un trato especial.
—¿Pastel de carne y verduras?
Margot también había hecho un asado. A Sheldon le gustaban las dos cosas. Si él hubiera dicho «asado», entonces ella se lo habría servido y habría guardado el pastel de carne para el día siguiente. Los dos últimos días había estado cocinando el doble y tenía pensado congelar lo sobrante. Intentaba adelantar trabajo para poder pasar tiempo con su familia, sobre todo con su madre, antes de tener que escapar para conseguir una nueva vida como pudiera.
—Sip.
—Qué bien.
Él se sentó a la cabecera de la mesa y leyó las noticias en su teléfono mientras ella les decía a los niños que se sentaran y llevaba la comida a la mesa.
—¿Qué tal el trabajo? —preguntó mientras le servía una generosa porción de pastel de carne, que era receta de Ida.
Sheldon apenas levantó la mirada del teléfono.
—Bien.
—¿Ha pasado algo?
Molesto por que ella siguiera interrumpiéndolo, la miró frunciendo el ceño.
—¿Es que tenía que pasar algo?
Margot había estado buscando la oportunidad de decirle que Gia estaba en el pueblo, pero entonces él se quejaría del dinero que ella se había gastado en gasolina para ir a Sioux City, así que mejor no decirle que había ido a recogerla a menos que él lo preguntara específicamente. Que pensara que se había encargado su padre, o que Gia había pedido un Uber.
—No —dijo echando marcha atrás—. Solo… te estaba preguntando qué tal el día.
—¡Yo he podido ir a casa de Nathan! —soltó Matthew de sopetón, deseoso de hablar aunque su padre no lo estuviera.
Para no ser menos, Greydon añadió:
—¡Y yo he podido ir a casa de Jimmy!
—Genial. Me alegro por los dos —dijo Sheldon. Señaló sus platos—. Y ahora dejad de jugar con la comida y comed.
Matthew miraba enfurruñado la pequeña porción de pastel que Margot le había servido.
—Esto no me gusta.
—Es bueno para ti —dijo Sheldon mientras se llevaba otro bocado enorme a la boca—. Cómetelo.
Su hijo mayor se hundió en la silla.
—¡Odio las judías verdes!
La mirada que puso Sheldon hizo que a Margot se le erizara el pelo de la nuca. Hasta ahora no había tratado a los niños demasiado mal. Aunque era estricto y exigía que lo obedecieran, se reservaba la peor parte de su temperamento para ella.
Pero, según Matthew fuera creciendo e intentara imponer su propia voluntad, la cosa cambiaría. Era una de sus principales motivaciones para marcharse, por muchos sacrificios que tuviera que hacer. Sheldon se negaba a que una mujer o un niño lo desafiara. Si Margot no hacía algo por cambiar el futuro, algún día vería a Matt como receptor del hostigamiento y el desprecio que tenía que soportar ella…, y eso contando con que Sheldon no perdiera el control e hiciera algo peor.
—Hay niños como vosotros muriendo de hambre en África —dijo él—. Alegraos de tener algo que comer.
—Comeos todo lo que haya alrededor de las judías —murmuró Margot con la esperanza de calmar la situación. Pero lo único que hizo fue llamar la atención de Sheldon.
—No me desautorices —soltó él con enfado—. Si le digo que coma algo, más le vale hacerlo.
Matthew se estremeció al oír el duro tono de su padre.
—¿Y si no puedo qué? —preguntó con mirada de preocupación.
—Pues te quedas aquí sentado hasta que puedas —dijo su padre.
—¡Yo me las como por ti!
Greydon, que era casi un clon de su hermano mayor, con el pelo negro y tupido y unos grandes ojos marrones, demostró lo mucho que le gustaban las judías sacando una de su puré de patatas y metiéndosela en la boca.
Sheldon enarcó una ceja mientras miraba a Greydon.
—Matthew se va a comer las suyas.
Lo que Sheldon pedía no era exactamente maquiavélico. Había castigos peores que sentarte en una mesa hasta haberte comido cuatro judías verdes. Margot, sabiendo que era mejor apoyar a su marido cuando podía, asintió.
—Tu padre tiene razón, Matt. No puede ser tan complicado comerte unas pocas judías.
—Pues si vomito, no es culpa mía —refunfuñó el niño.
Margot esperaba que eso no pasara. Sheldon lo interpretaría como un acto voluntario, una negativa a obedecer, y lo castigaría quitándole algo que le encantara, diciéndole por ejemplo que ese año no podría jugar al béisbol. Los niños y ella no estarían por allí lo suficiente para la temporada de béisbol, pero eso Matt no lo sabía, así que seguro que se disgustaría mucho.
Esperando convencer a su hijo de que accediera a comerse toda la cena, le apartó el pelo de los ojos con una caricia y cambió de tema:
—Estaba pensando que mañana podríamos tomarnos el asado. ¿Qué te parece? A todos nos gusta el asado.
Su marido volvía a estar entretenido con el teléfono y no pareció oírla. Al menos, no respondió. Pero entonces levantó la cabeza de pronto y la dejó clavada a la silla con una siniestra expresión.
—¿Sabías que tu hermana está en el pueblo?
Margot bajó la mirada al plato con intención de dar el siguiente bocado.
—Me dijo que iba a venir. ¿Quién te ha dicho que ha llegado ya?
—Mi madre tiene una amiga con la que queda para tejer. Ha pasado por casa de tus padres a llevarles un pastel de calabaza y ha dicho que Gia estaba allí.
—Ya era hora de que Gia viniera a casa —dijo Margot, básicamente para desviar la atención—. Llevo meses insistiéndole.
—¿La tía Gia? —dijo Matthew con gesto animado, pero Sheldon no le dio a Margot oportunidad de responder.
—Se cree muy guay pilotando ese helicóptero por la naturaleza salvaje —dijo Sheldon—. Adora tanto su negocio que me sorprende mucho que lo deje.
—Backcountry Adventures cierra cuatro meses en invierno —explicó Margot.
—Pero no en temporada de caza, ahí no cierra.
—Tiene un socio, ¿no? Supongo que la cubrirá hasta el uno de noviembre.
—¿Entonces va a estar aquí un tiempo? ¿Un par de semanas al menos? —dijo él, y no parecía muy contento.
—No tengo claro qué planes tiene. Ya conoces a Gia. No ha pasado mucho tiempo en Wakefield desde que se marchó, solo unos días un par de veces al año. Pero con mamá enferma… las cosas podrían cambiar.
—Si le importara tu madre, en los últimos meses habría estado aquí mucho más —dijo él como si nada—. Seguro que no se queda ni una semana.