El mundo sin mamá - Pablo Melicchio - E-Book

El mundo sin mamá E-Book

Pablo Melicchio

0,0

Beschreibung

"El narrador protagonista, de prosa limpia y certera, se pregunta si llamar a un muerto en sueños significa comenzar a morir. ¿Quién es la enorme yaciente manipulada por la medicina y los afectos? ¿A dónde encontrar a la que daba de tomar la leche y antes de salir al colegio te despedía con un beso? ¿Qué decir y hacer con el pronto viudo que aguarda la sortija que le facilite otra vuelta a su compañera de siempre? Esposa, hijos, hermanos, compañía de soledades agazapadas dentro de la cabeza de quien relata aquello que no debe ser olvidado. Los padres nunca mueren del todo cuando se los recuerda, cavila Melicchio en la bella y particular elegía que homenajea a su madre y tal vez, al inmortal Luigi Pirandello. Sabe que en el después escuchará muletillas acerca de la ley de la vida mientras, rebelde, dormita o medita en el vigilante sillón de un cuarto de hospital en el que solo el silencio halla un verdadero eco entre esas paredes. Sabe también que cuando toda esperanza baje la cortina, el orden de su familia se verá inevitablemente dañado. Y sabe que lo reparará dando testimonio de la imprescindible ceremonia del adiós. Ya que sin despedida, la orfandad es doblemente cruel. Y no hay palabras para expresarla" (Silvia Plager).

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 174

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



EL MUNDO SIN MAMÁ

PABLO MELICCHIO

EL MUNDO SIN MAMÁ

PABLO MELICCHIO

Índice
Portada
Portadilla
Legales
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
45
46
47
48
49
50
51
52
53
54
55
56
57

Melicchio, Pablo

El mundo sin mamá / Pablo Melicchio. - 1a ed. - Santa Fe : Palabrava, 2021.

Libro digital, EPUB - (Rosa de los vientos ; 17)

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-4156-40-2

1. Memoria Autobiográfica. I. Título.

CDD 808.8035

El mundo sin mamá.-

Pablo Melicchio

Editorial Palabrava

Diagonal Maturo 786

Santa Fe

[email protected]

www.editorialpalabrava.com.ar

Colección Rosa de los vientos

Directora de colección: Patricia Severín

Coeditora: Viviana Rosenzwit

Diagramación: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

Diseño de Colección y Tapa: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

Santa Fe - www.sugoilab.com

Fotografía de tapa: Desamparo

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN 978-987-4156-40-2

Primera edición en formato digital: diciembre de 2021

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto 451

A la memoria de mi mamá, Mirtha Blasa Ventiere

Mamá, la libertad, siempre la llevarás

dentro del corazón.

Te pueden corromper, te puedes olvidar

pero ella siempre está…

(Charly García)

Mamá sabe bien

perdí una batalla.

Quiero regresar

solo a besarla.

No está mal ser mi dueño, otra vez

ni temer que el río sangre y calme

al contarle mis plegarias.

(Gustavo Cerati)

1

Me despierto de golpe. Marcela duerme a mi lado, ajena a mi sobresalto. Enciendo el celular para saber la hora y me encuentro con varias llamadas perdidas en la madrugada y un mensaje de mi hermano Martín:

Mamá está internada. Se descompensó.

Salto de la cama, bajo las escaleras y comienzo a vagar por la casa, a oscuras, sin saber qué hacer. Finalmente llamo a mi hermano y sus palabras son contundentes. El cuadro es grave. Mamá queda en terapia intensiva.

No se sabe qué le pasó. ¿La edad? ¿El epoc? ¿La obesidad? ¿El cuerpo trastocado por tantas operaciones? ¿La suma de lo no resuelto? ¿Cuál es el desencadenante de una caída así? ¿Dónde empieza una enfermedad? No lo sé. Pero algo terminó causando su internación, una maldita gota tóxica derramó el vaso de todas las complicaciones acumuladas. Cuando el cuadro es grave –cuadro, qué palabra más horrible para enmarcar una enfermedad, que sea lo que sea nunca es arte–, los médicos arrojan dos o tres diagnósticos posibles para que la familia se prepare: covid-19 –infaltable por estos días–, ACV, o una falla de no sé qué en un sistema que ya venía fallando.

Papá me contó que durante cuatro noches mamá llamó entresueños a su madre, mi abuela Felisa. ¿Llamar a un muerto en sueños es empezar a morir? O más específicamente: ¿Convocar a la muerta que te parió a la vida te empieza a parir en la muerte?

Escuela del dolor: La enfermedad nos recuerda que somos mortales.

2

Marcela, mi mujer, la madre de mis hijos, me rescata una vez más de la angustia paralizante. Le cuento lo que le sucedió a mamá. Desayunamos envueltos en la incertidumbre. Los mates, como las palabras y los silencios, son la cronología de una mañana en la que empiezo a transitar el mundo de la orfandad. Un intenso malestar encoge todos los instantes y los reduce a una sensación aterradora. La sombra del dolor de mamá oscurece todo mi ser.

No podemos visitarla. La terapia intensiva es una distancia mayor sobre la distancia que ya impuso la pandemia. El coronavirus es un curso acelerado de conciencia de finitud y vulnerabilidad. Una nueva caída del paraíso de la omnipotencia.

Afuera, el sol naciente, la esperanza del inicio, como la vida de mamá cuando era joven y vital y cocinaba y trabajaba y nos íbamos todos de pesca. El pasado, visto a la luz de este presente, parece más bello. Añoro regresar a ese tiempo sin tiempo en el que no era consciente de la belleza que hoy se desvanece. Adentro, el dolor y las preguntas que no tienen respuestas: ¿Qué le pasó? ¿Saldrá de esto?

El sábado pasado estuve en su casa y la encontré muy desmejorada, como si se hubiese acelerado el proceso de su envejecimiento. Hay una curva descendente, violenta, una montaña rusa donde resulta imposible detener la decadencia. Cuando me fui no pude quitarme de la mente esa imagen de mamá, caricatura hecha por un Botero drogado y perverso. Me puse en contacto con mis hermanos. Apuramos turnos, masajes, placas, médico domiciliario, lo que fuera necesario para evitar lo que finalmente sucedió; los emisarios de la enfermedad resultaron más rápidos que nosotros.

Comienza la primavera, paradójicamente la estación de la vida. Voy hasta el fondo. Al abrigo del sol contemplo el naranjo en flor y el azul inmenso del cielo que se abre ante mis ojos como una invitación a sumergirme en las alturas. Me siento extraño, extranjero en mi hogar. Los zorzales son la música de fondo de una fiesta equivocada; la naturaleza también juega sus ironías, tal vez por tanto mal que le hicimos.

Mientras espero el parte médico me pongo maníaco. Voy y vengo. Recorro la casa. Me detengo ante la biblioteca. Saco un par de libros. Los distribuyo sobre la mesa. Busco señales, marcas, la memoria oculta de lo subrayado. Leo una frase, y otra, y otra. Nada me consuela. Me alejo. Ingreso en el consultorio. Me siento en la silla frente al escritorio. Abro la computadora y un documento de Word. Escribo: El mundo sin mamá… Camino por la playa de las teclas. Buceo en las aguas turbias de la desesperación. Me desdoblo. Mi yo es una ficción. Soy un personaje que intenta torcer el destino trágico en el que lo metieron. Desprendo frases, barquitos que se alejan llevando mi angustia lejos. Pero soy un puerto donde todo regresa. Mamá está en mi memoria, en mis intenciones, en mi plegaria enojada, en cada letra que suelto.

Salgo del consultorio. Regreso al fondo de la casa. Me siento en el borde de la pileta. Pienso. Lloro. Rezo. Le pido a Dios por la salud de mamá. Dios no me responde. Me levanto. Camino. Entro en la cocina. Tomo un café. Reviso y contesto mensajes. Busco el equilibrio emocional mientras avanzo por la cuerda floja del existir esperando el parte médico. Parte, maldita palabra. Parte. Partes. Estar aparte de todo. La espera son gotas que horadan el instante.

Transcurre la mañana sin novedades. Suspendo el consultorio. Les aviso a mis pacientes que por una cuestión personal hoy no atenderé. “Una cuestión personal”, nada más impreciso, pero qué decirles, ¿contarles que me siento muy mal, que estoy angustiado? ¿Los pacientes tienen que saber qué le pasa a la madre de su psicólogo? No lo sé, como no sé tantas cosas. Supongo que ni Freud ni Lacan hubiesen sabido qué decir. ¿Pero cómo hacer para seguir “normalmente” mientras mi mamá lucha por su vida?

Camino por la casa. Camino por mi mundo interior. Camino por este texto que escribo y que abandono mil veces. Escribo acorralado por la desdicha. Escribo para no reventar. ¿El arte me puede salvar? No me soporto ni en el afuera ni en el adentro. Pero el afuera es ciertamente peor, allí empieza a no estar mamá. En cambio, adentro, en mis divagaciones, en mis pensamientos, bullen los recuerdos, delirantes pero vivos. Y está mamá en su mejor versión. Mamá viva en los momentos vivos de mi vida, en la memoria que siempre será nuestra. Más de cincuenta años, ¿cómo resumirlos? ¿Cómo extraer de todo lo vivido la fuerza sanadora y suficiente para sacar a mamá de la terapia?

Diario de la impotencia, debería llamarse este escrito.

No hallo razones, ni Dios, ni otra vida para soltar a mamá y aceptar que la realidad es así, que la vejez, la enfermedad y la muerte, son caminos que conducen a la sabiduría. Cuánto pagaría por ser ignorante, o tener una fe ciega, o ser espiritual, desprendido, sabio. Pero soy apenas un ser humano con todas sus contradicciones; un hombre que vacila entre el adentro y el afuera, entre la luz y las tinieblas.

Condenado a la desesperación, recorro las horas del desamparo.

3

Transcurre el mediodía sin novedades. La realidad me resulta insoportable. Me refugio en el casino de los recuerdos. Las imágenes llegan desde el bolillero de la memoria. ¿Pero qué azar elije los recuerdos? Mamá joven. Mamá embarazada. Mamá triste. Mamá con el guardapolvo blanco. Mamá sonriendo. Mamá mirando la tele. Mamá enojada. Mamá haciendo mandalas. Mamá en la silla mecedora. Las manos de mamá hundidas en la masa de harina. Mamá jugando al truco. Mamá caminando lenta, con el andador. Mamá en la cocina y yo sumergiendo un trocito de pan en el mar rojo de su tuco único e irrepetible. Mamá me duele en todo mi ser.

Basta. No quiero pensar. Pero los pensamientos que suelto son globos con helio, por más que los quiera olvidar quedan adheridos en el techo de mi mente. No puedo pensar a papá sin mamá. Cuando pienso a uno, llega el otro, como imanes que se atraen. Son, desde que me trajeron a la vida, mamáypapá. El sábado pasado estuve con ellos, fuimos con Valentín, mi hijo menor. Les llevé algo de mercadería. Cuidándolos para que no salgan, para que no se expongan, para que no se contagien de coronavirus. Sin embargo la enfermedad resultó una pelota que pasó por encima de la barrera que pusimos en la defensa de sus vidas. Si no sale de la internación, el sábado la vi por última vez.

Cuando me asomo al pasado desde la ventana del presente, pienso que tendría que haber estado más tiempo con ella, haberle dicho más cosas, haberla abrazado, besado, olido mucho más. Tendría que haberme sentado a upa, haberle preguntado más sobre su infancia, sobre la mía y… Pero no, no lo supe, ese partido terminó y estoy viendo la repetición.

La neurosis se aprovecha de mi debilidad y me asfixia con mil culpas.

Me fui de la casa de papáymamá angustiado por el deterioro de mamá, por su mirada ausente, vidriosa, por sus dolores, sus quejas, sus mil ay, su cuerpo desvencijado, su vida vaciándose de vida. Me fui sin despedidas. Sin adiós. Negando todo lo que podría llegar y está llegando.

Suena el timbre. Es el cartero. Recibo un rolo, un cilindro duro de goma eva para hacer ejercicios, para entrar en calor, para estirar. Paradojas de la vida. Un aparato para estar mejor en el momento en que estoy más abatido. Debería subirme y rolar hasta donde está mamá, o hasta donde están escondidas todas las respuestas fundamentales, o hasta la casa de Dios, si es que quiere recibirme y darme explicaciones. Le preguntaría por qué nos hizo así, vulnerables, finitos, mortales. ¿Por qué el sufrimiento? ¿Cómo ejercitar el espíritu, la paciencia, la tolerancia, la aceptación? Mi ser se condensa en la angustia del existir, en el sentimiento trágico de la vida.

“El tiempo es circular”, me dijo Francisco, mi hijo mayor, cuando le conté lo que le estaba pasando a su abuela. Cada uno reacciona a su modo. Mis hijos tienen la facilidad de rescatarme cada vez que me pierdo en las tinieblas.

Escuela del dolor: Cuando comienzan a morirse nuestros padres ingresamos en la curva que nos conduce a la recta de nuestra propia muerte.

4

Hablo con papá. Me narra la caída de mamá. Quiero decirle algo, pero me ahogo; las palabras me abandonan, no saben cómo acompañarme. Me cuenta que mamá se cayó en el baño. Que estaba inconsciente, que no coordinaba. Que Nico, el vecino, y un muchacho que trabaja en la estación de servicios de enfrente, intentaron levantarla del suelo pero que no pudieron. Que llegó el Same y luego los Bomberos. Recién cuando fueron cinco personas lograron “sacarla” del baño. Sacarla: Vacía de sí misma. Peso. Sobrepeso. Peso muerto. El peso de la vida. El horror de la pérdida del control. “Pero los tengo a ustedes”, me dice papá y ahora se ahoga él. Aunque a veinte kilómetros, y cada uno en su casa, nos ahogamos en el mismo mar. Ya no dependen de él los cuidados de mamá, ahora es una paciente internada en un sanatorio. En los últimos años papá se convirtió en su enfermero, en su padre, en su cuidador. Al servicio de ella. Asistiéndola en todo. “Chau, viejo… todo va a estar bien, quédate tranquilo”, le digo, casi sin aliento. Corto y me hundo en el fondo de la casa, en la incertidumbre de la vida o del tiempo circular, como me dijo Francisco. Entre llantos intento un rezo, pero vuelvo a fallar.

Neumonía. Grave. El pulmón izquierdo. Epoc. ¿Covid-19? Hay que esperar, dice el parte, sintético, abierto a la intemperie de la existencia. Y eso me parte. Mamá está dejando de ser la mamá que yo tenía. El parte médico no es más que una colección de síntomas y enfermedades que no aclaran nada.

Ceno en familia. Me distraigo con la frescura de mis hijos, con la contención de mi mujer. Subo a la habitación. Me acuesto. Quiero dormir, soñar, entrar en otra dimensión donde todo sea menos doloroso.

Escuela del dolor: Con la posibilidad de que mamá muera empiezo a existir menos.

5

No dormí en toda la noche. No hubo una dimensión mejor. En cuanto me acosté fui asaltado por mil imágenes hiperrealistas. Mamá en la terapia y yo en la comodidad de mi cama. ¿De cuántas injusticias está constituido este mundo?

Me levanto. Afuera, un día primaveral, cálido, de cielo celeste, inmenso, de pájaros alegres y flores nacientes, como si la naturaleza se burlara de mí. Desayuno con mi mujer, recibo mensajes y llamadas de amigos y amigas, de compañeros y compañeras de trabajo, cadenas de oraciones, salvavidas para un tiempo en el que me siento más a la deriva que nunca. Oscilo entre ser y no ser. Estoy en suspenso, en una existencia puntos suspensivos, imaginando, haciendo teorías, tratando de entender qué le pudo haber sucedido a mi mamá y qué puede pasar de aquí en adelante; un adelante que es un túnel oscuro y tenebroso. Soy un náufrago en medio de una tormenta. Las olas de la incertidumbre no me permiten ver el faro. Al menos tengo una certeza, mamá está viva y esa es la única tabla a la que me aferro, mi pequeña esperanza frente al tsunami que se avecina.

Llama papá. Me pregunta si tengo alguna novedad. Le respondo que no, que seguramente por la tarde tendremos algún parte. Entre las palabras, interferencias, ruidos de sentimientos no expresados. Escucho su moqueo. Le pregunto si está congestionado. “No, estoy triste”, me dice. Mi viejo es de ese tipo de hombres que lloran poco. Lo recuerdo con los ojos ahogados por la emoción, pero no llorando. Sí recuerdo esa suerte de llanto de alegría, como cuando Maradona les hizo los dos goles a los ingleses; o cagándose de risa, ahogado, sin poder terminar un chiste. Pero este moqueo es otra cosa, es la filtración del llanto contenido, de la angustia irrefrenable. Está solo, sin su compañera de casi toda la vida, y la casa seguramente debe de ser un lugar raro, un museo de emociones, con todo lo de ella pero sin ella. Una casa en pausa.

Finalmente llega el parte del doctor Ledesma. Habló media hora con mi hermano Martín y él nos sintetizó en un audio de dos minutos lo que pudo decodificar. Ninguna buena notica. Mal pronóstico. ¿Quién maneja los vientos que puedan disipar la tormenta de síntomas que están enfermando a mamá?

Me bajo música en el reloj y salgo a correr. Necesito descargar. Corro por las calles de Castelar. Pink Floyd entra por mis oídos, se expande por mis emociones. Pero hay palabras que se imponen entre las canciones, que son más fuertes que la música: Neumonía grave. Epoc. Obesidad. Entubada. Esperar. Coronavirus.

Escuela del dolor: El ser humano nace dependiente, inacabado. Sin los cuidados de un adulto moriría en horas. Hacia el final de la vida se regresa a ese estado de indefensión. La vejez y la enfermedad remiten al origen, a la necesidad de los cuidados primordiales. Cuando empiezan a morir los que te salvaron de la muerte, se vuelve a sentir el desamparo original.

6

Transcurre otro día, mamá resiste, aguanta, sigue. El hisopado dio negativo, no tendría coronavirus. No obstante se lo van a repetir porque dudan de no sé qué por lo que se ve en la imagen pulmonar. Si ellos, los médicos, dudan, qué nos queda a los familiares. Suponen que hay vida en Marte pero no localizan a ningún marciano.

Las sensaciones tristes se adosan al espíritu y parecen tener mayor intensidad y duración que las desencadenadas por la felicidad. Es tal la incertidumbre, que vivo y no, disfruto y no, puedo hacer el amor o tirarme en el sillón y dejar una serie que enseguida abandono porque mis ojos se cierran, buscan en mi interior otra serie, una serie de recuerdos que me liguen a otra forma de vida. Tomo un mate, lo saboreo y no. Se me impone la imagen de mamá entubada, dormida, a merced de la medicina, de Dios, de su destino o de lo que sea. ¿Sentirá algo? ¿Pensará? ¿Tendrá temor? ¿Qué le dolerá? ¿Qué sucederá dentro de su mente, de su espíritu, en los confines más sagrados de su existencia?

El sábado la vi por última vez y el martes la internaron. El sábado estaba más lenta, irritada y perdida que otras veces; prefacio del derrumbe que finalmente ocurrió. Avanzaba con el andador, muy despacio; un pie arriba, el otro arrastrándolo, y el suelo como una amenaza inminente. El miedo, el maldito miedo a caerse, a que el cuerpo no le responda. Y la dependencia a papá. Niña gigante. “Pa”, “pa”, “pa”, la escucho llamando a mi padre como si fuera el suyo. Papá asistiéndola permanentemente. Papá oscilando entre su mundo de artista plástico, de jardinero, del hogar lleno de colores, y su mujer al borde del abismo, sombra de la que un día fue. Entonces comenzamos una vez más con el operativo rescatando a mamá. Pero no pudimos evitar su nueva caída. No llegamos a tiempo. Hay veces que deseamos proteger lo que más amamos y no podemos. Detrás de cada movimiento que realizamos hay mil combinaciones que desconocemos.

Valentín, mi hijo menor, que hacía seis meses que no veía a sus abuelos por la cuarentena, quiso acompañarme y se confrontó, distante y con barbijo, con esa parte de la vida que existe pero que preferimos negar. Pero así es la ley de la existencia, hijo: nacer, crecer, enfermar y morir. Recuerdo que subimos al auto y mientras él buscaba una canción en su celular, el DJ que pone discos en mi cerebro me impuso el tango Naranjo en flor.

Primero hay que saber sufrir

después amar

después partir

y al fin andar sin pensamientos…

Escuela del dolor: El desapego es la marca definitiva de una persona sabia; quizá por eso hayan tan pocos seres humanos sabios.

7

6 de la mañana. Me despierta una pesadilla de la que no pude retener las imágenes pero sí una tremenda angustia. Hay veces que el inconsciente huye apurado, se lleva la película y nos deja la emoción en la puerta de la conciencia. Me levanto. Bajo las escaleras a oscuras, temeroso. Mientras preparo el desayuno se levanta mi mujer. Desayunamos juntos. Hablamos de mamá pero también de nosotros y de nuestros hijos, de la casa; me construye un pasamano para aferrarme a la vida, para no caer en la desesperación total.

Avanza la mañana y sólo sé que no sé nada de mamá. Atiendo algunos pacientes por videollamada; sus tormentos se unen al mío, son levadura que aumenta la masa de mi dolor.

Salgo a correr. Corro por las calles del barrio. Desde mis auriculares sale disparada la música de Los abuelos de la nada y aunque me canten que no me desespere, me desespero igual, corro y pienso en mamá, corro y sufro, corro y rezo, pido que resista, que salga, que vuelva a la vida con más vida. No quiero una mamá sufriente. Quiero que sea feliz, que frecuente la belleza, la risa, el amor. No digo que no tenga ningún dolor porque sería utópico pensar una vida humana sin alguna dolencia, sin molestias ni achaques, y menos después de los setenta y pico y con un largo historial clínico que incluye varias operaciones, un cuerpo y un psiquismo marcados por las fricciones del tiempo.