El museo de los ladrones - Lian Tanner - E-Book

El museo de los ladrones E-Book

Lian Tanner

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Beschreibung

Goldie Roth vive en la tranquila ciudad de Alhaja, donde la valentía es un pecado, y la audacia, un crimen. Solo hay una salida para alguien como ella, rebelde y atrevida: huir lejos de allí. En su huida una figura misteriosa la guiará hacia el mágico y oculto Museo de Coz. Lleno de maravillosos secretos, pero también inquietante y oscuro: en sus estancias acecha la sombra de un monstruoso iracán, y solo alguien con el talento de los ladrones podría conducirse a través de sus extrañas y cambiantes salas.

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Veröffentlichungsjahr: 2015

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Traducción de Jaime Valero Martínez

Los personajes

El museo de Coz

El Día de la Separación

La Protectora Suprema

El Adalid

Unos documentos sin importancia

Sola

El ave carnicera

La joven delincuente

Una misión encomendada por su señoría

El iracán

Gérmenes caninos

Monte Harry

Un atisbo de explicación

El lugar de los recuerdos

El lenguaje dactilar

Espías

El canto primigenio

La Puerta Furtiva

Martillazos

La espera

Insurrección

Desconocidos en las dependencias traseras

Fugitivos

Supervisión

El candado

Un trato con Zouk el Calvo

Medianoche

Traición

Sombras

Rescate

El Gran Viento

Tres días después

Una lección de Sinew sobre camuflaje

Una lección de Goldie sobre lenguaje dactilar

Créditos

En aquellos tiempos, el museo tenía cuatro guardianes: Herro Dan, Olga Ciavolga, Sinew y el joven Flemo. En circunstancias normales, se habrían bastado para mantener a salvo el museo y sus secretos. Pero aquellas no eran unas circunstancias normales.

Se avecinaba un conflicto. Las señales eran inconfundibles. Los guardianes no sabían de dónde procedía, ni cuándo dejaría caer su golpe. Pero era evidente que no sería fácil detenerlo.

Sirviéndose de sus habilidades para el mimetismo, Sinew partió en busca de un niño al que poder entrenar como guardián adicional. Seis de aquellos niños a los que investigó resultaron no ser aptos. La séptima (de acuerdo con su registro oficial) era terca y desobediente. Ya había cargado tres veces con las cadenas del castigo, y el año apenas acababa de empezar.

Aquella era la niña que acabaría por convertirse en la quinta guardiana. La niña que cambiaría el destino tanto del museo como de la ciudad.

Goldie Roth odiaba las cadenas de castigo. No había nada que odiara más... salvo quizás a los tutores sagrados. Con las muñecas aprisionadas por unos aparatosos grilletes de latón, y con el peso de las cadenas sobre sus hombros, se quedó mirando al suelo empedrado con expresión huraña.

Sabía lo que iba a ocurrir a continuación. La tutora Ilusa le soltaría alguna cita. Alguna estupidez extraída del Libro de los Siete. Era probable que el tutor Confort citara también otra frase, y los dos pondrían cara de sentirse muy satisfechos consigo mismos.

Sí, llegó el momento. La tutora Ilusa pegó un tirón de las cadenas de castigo para asegurarse de que estuvieran bien amarradas; después levantó un dedo regordete.

—Un niño impaciente —dijo—, es un niño imprudente.

—¡Un niño imprudente —dijo el tutor Confort, con las manos unidas en un gesto piadoso—, pone en peligro a la gente!

«Lo único que he hecho ha sido intentar ir un poco más deprisa», pensó Goldie. Pero no dijo nada. No quería meterse en más problemas. Aquel día, no. Cualquier día menos ese...

Miró de reojo a sus compañeros de clase. Júbilo, Ciruela, Gloria y Brío hacían lo posible para no mirar a Goldie, con la esperanza de que el lío en el que se había metido no les salpicara. La única que la miraba era Favor, con gesto serio, mientras juntaba y separaba las manos con los gestos y aspavientos propios de las señas secretas del lenguaje dactilar.

A ojos de los tutores sagrados, lo más probable es que Favor pareciera estar toqueteando los hilos de su babi, o retorciendo los eslabones de su cadenita de custodia plateada. Pero para Goldie, el mensaje era claro como el agua. No te preocupes. Ya falta poco.

Goldie trató de sonreír, pero el peso de las cadenas de castigo parecía haber mitigado su alegría. «Se supone que hoy debería ser un gran día», suspiró exasperada. «¡Y mira cómo estoy!».

—¿Has puesto mala cara? —dijo la tutora Ilusa—. ¿Me has puesto mala cara, Golden?

—No, tutora —murmuró Goldie.

—Sí que ha puesto mala cara, camarada —dijo el tutor Confort. Hacía una mañana calurosa, así que se había apartado la gruesa toga negra de los hombros y se estaba enjugando la frente—. ¡Lo he visto perfectamente!

—Puede que las cadenas de latón no sean suficiente —dijo la tutora Ilusa—. Veamos, ¿qué podemos hacer para que se le meta esta lección en la mollera?

Entonces se fijó en el pajarillo esmaltado de color azul que Goldie llevaba prendido de la parte delantera de su babi.

—¿De dónde has sacado ese broche?

A Goldie le pegó un vuelco el corazón.

—Me lo dio mamá —murmuró.

—¡Más alto! No te oigo.

—Me lo dio mamá. Era de la tía Elogia.

—¿La que desapareció hace unos años?

—Sí, tutora.

—¿Desapareció? —dijo el tutor Confort, enarcando una ceja.

—Elogia Koch se esfumó —dijo la tutora Ilusa con aspereza— el día después de su separación. Al parecer era una temeraria, igual que su sobrina aquí presente. Sin una cadena de custodia para protegerla, lo más probable es que cayera en uno de los canales y se ahogara. O quizá la secuestraran unos comerciantes de esclavos que la condujeron a una vida de penurias y desesperación.

Volvió a mirar a Goldie.

—¿Este broche significa mucho para ti y para tu familia?

—Sí, tutora —murmuró Goldie.

—Y supongo que piensas en tu temeraria tía cuando lo llevas...

—Sí..., es decir, ¡no, tutora! ¡Nunca!

—No me lo creo. Tu primera respuesta es la que cuenta. No deberías llevar una baratija como esa. Supone un mal ejemplo.

—¡Pero...!

La tutora Ilusa pegó un tirón a las cadenas de castigo. Clanc, clanc, clanc, resonaron. Goldie se tragó su réplica. Cualquier otro día habría protestado, sin importar las consecuencias. Pero aquel día, no. ¡Cualquier día menos ese!

La tutora Ilusa se apresuró a desprender el broche azul y se lo guardó en el bolsillo de la toga. Goldie se quedó mirando cómo el halagüeño pajarillo desaparecía en la oscuridad.

—Y ahora —dijo la tutora Ilusa—, debemos proseguir nuestro camino —torció los labios en una sonrisa sarcástica—. Sería una lástima llegar tarde a esta ceremonia tan importante, ¿verdad? La Protectora Suprema se sentiría muuuy decepcionada.

Comenzó a atravesar la plaza de la Desolación, mientras Goldie avanzaba a trompicones a su lado. Clanc, clanc, clanc. Los demás niños caminaban a la zaga del tutor Confort, con las cadenas de custodia amarradas a su cinturón de cuero. Todos se quedaron mirando a Goldie al pasar junto a ella, pero apartaron rápidamente la mirada, como si tuviera una enfermedad.

La gente estaba acostumbrada a ver niños encadenados, claro. Todos los niños de la ciudad de Alhaja llevaban una cadena de custodia en la muñeca izquierda desde el momento en que aprendían a caminar hasta el Día de la Separación. Siempre que estaban fuera de casa, la cadena de custodia los mantenía unidos a sus padres o a uno de los tutores sagrados. Por la noche, los encadenaban al cabecero de la cama, para que nadie pudiera irrumpir en su casa y llevárselos mientras sus padres estaban durmiendo.

Pero las cadenas de castigo eran diferentes. Las cadenas de castigo iban sujetas a ambas muñecas. Eran mucho más pesadas que las cadenas de custodia plateadas, y emitían unos humillantes ruidos metálicos para que todo el mundo supiera que habías contrariado a los tutores sagrados. Lo cual era algo muy peligroso...

Cuando se aproximaban al Gran Canal, Goldie oyó unos murmullos que procedían de algún punto por delante de ellos. El tutor Confort se detuvo y ladeó la cabeza.

—¿Qué es eso? ¿Nos aguarda algún peligro, camarada?

La tutora Ilusa acortó aún más la distancia de las cadenas de castigo y llevó a Goldie a rastras a través del estrecho callejón hasta la siguiente esquina. Goldie apretó los dientes y trató de no pensar en el broche azul.

—No hay peligro —gritó la tutora Ilusa—. No es más que una muchedumbre.

El tutor Confort escoltó al resto de la clase hasta la esquina y allí se quedaron mirando al gentío que caminaba a través del bulevar que discurría junto al Gran Canal.

—¿Adónde van? —dijo el tutor Confort—. Los mercados no abren hasta mañana.

—Supongo que irán al Gran Auditorio —dijo la tutora Ilusa. Después alzó la voz—. Para presenciar esta ceremonia de separación. ¡Esta herejía!

Varios transeúntes se dieron la vuelta para comprobar quién había hablado. Cuando vieron a los tutores sagrados, parecieron acobardarse, como si la simple visión de las togas negras y los sombreros cuadrados a juego les infundiera pavor.

Goldie sintió una oleada de ira. Odiaba la forma en que los tutores hacían actuar a todo el mundo como si fueran más pequeños de lo que en realidad eran. Movió las manos para que Favor pudiera verlas.

Mañana voy a ir a cazar un iracán, le indicó con gestos. Un iracán hambriento. Lo meteré en un saco y se lo traeré a la tutora Ilusa. «Oh, tutora sagrada, aquí te traigo un regalo para agradecerte estos años de cariñosos cuidados. ¡Por favor, ábrelo con precaución!».

El rostro de Favor se mantuvo inmutable, pero sus ojos delataban que se estaba riendo por dentro.

No funcionará, suspiró. El iracán se morirá de miedo cuando vea lo fea que es la tutora Ilusa.

—No sé en qué estará pensando la Protectora Suprema —murmuró el tutor Confort mientras contemplaba a la multitud—. ¡Reducir la edad de separación de los dieciséis a los doce años! ¡Si tuviera sentido común, la habría incrementado! A los dieciocho. ¡O a los veinte!

—La Protectora es una necia. Cree que la ciudad es más segura que antes. Piensa que es el momento de un cambio —dijo la tutora Ilusa. El tutor Confort y ella se quedaron mirándose y soltaron un bufido despectivo. Después echaron a andar hacia la muchedumbre, arrastrando a los niños consigo.

La gente se apresuró a abrirles paso, y en poco tiempo se encontraron caminando por un amplio espacio abierto. Era como si, pensaba Goldie, hubieran dibujado una línea en torno a ellos que nadie se atrevía a cruzar.

—Míralos —refunfuñó la tutora Ilusa—. Nos evitan como si fuéramos perros. ¡No saben la suerte que tienen, al contar con nosotros para proteger a sus hijos!

—Quizá deberíamos recordárselo, camarada.

La tutora Ilusa asintió, pensativa.

—Es posible —después alzó la voz—. Cualquiera con dos dedos de frente, camarada, se daría cuenta de que la Protectora está cometiendo un grave error al reducir la edad de separación. ¿No te parece?

—Así es, camarada. Un error muy grave.

—Alhaja es tan peligrosa como siempre. Lo único que asegura la seguridad de los niños es la vigilancia de los tutores sagrados. ¡Si suprimimos esa vigilancia, iremos de cabeza a los malos tiempos de antaño! ¿Es que todo el mundo ha olvidado lo terribles que fueron esos tiempos? ¿Se han olvidado de los ahogamientos? ¿De las enfermedades?

—La fiebre púrpura —dijo el tutor Confort, estremeciéndose de una forma exagerada—. Las heridas supurantes. ¡La peste!

Las personas que estaban lo suficientemente cerca como para escucharlos se miraron entre sí con inquietud.

—¿Se han olvidado de los comerciantes de esclavos? —dijo la tutora Ilusa.

¿Te has olvidado del broche?, susurró una vocecilla en la conciencia de Goldie.

Goldie se quedó ojiplática. Llevaba toda su vida oyendo esa voz, como un susurro procedente de algún rincón de su ser. A veces la metía en problemas; a veces la sacaba de ellos. Nunca le había hablado de ella a nadie, ni siquiera a mamá y a papá. Ni siquiera a Favor.

No te lo va a devolver, susurró la voz. Y nunca volverás a estar tan cerca de ella.

Goldie bajó la mirada hacia el punto donde su mano derecha estaba presionada contra la toga de la tutora Ilusa. «Uy, uy», pensó, y negó con la cabeza para sus adentros. Aquel era sin duda uno de esos momentos en los que la voz la metería en problemas. ¡Imagina cómo se pondría la tutora Ilusa si descubriera que el broche ha desaparecido!

Pensará que lo ha perdido, susurró la vocecilla. Y además, hoy es el Día de la Separación.

¡El Día de la Separación! ¡El día en que Goldie se libraría de la cadena de custodia plateada para siempre! De ahora en adelante podría caminar sola por las calles, sin tener que estar atada a uno de los tutores sagrados. Era como el comienzo de una nueva vida.

Quizá la vocecilla tuviera razón...

El tutor Confort se inclinó hacia la tutora Ilusa.

—Tengo informaciones fiables —dijo en voz alta— de que hay navíos de comerciantes de esclavos en el horizonte, ¡esperando a que bajemos la guardia! La gaviota descarriada, La vieja bruja y el infame Capitán Roop. ¿Qué puede hacer un niño de doce años contra monstruos como esos, eh?

Un hombre que estaba situado en el borde del círculo invisible murmuró:

—Los Siete Dioses nos protegen —y a continuación batió los dedos. Goldie también batió los dedos, por si acaso.

Los Siete Dioses de Alhaja no eran deidades bondadosas. Eran violentos e impredecibles (con la excepción de Zouk el Calvo, cuyo principal problema era su peculiar sentido del humor). Adorarlos era una cuestión peliaguda. No podías ignorarlos, porque a los dioses no les gusta que los ignoren. Pero invocarlos para pedirles ayuda era arriesgado. Si estaban de mal humor eran capaces de hacer llover bolas de fuego, cuando lo que les habías pedido en realidad era que hiciera buen tiempo para que madurasen los mangos.

Así que, como la mayoría de la gente, Goldie los invocaba cuando se encontraba en apuros. Pero al mismo tiempo batía los dedos, lo cual quería decir: «¡No os preocupéis por mí! ¡Por favor, id a ayudar a otro!».

Desde luego, en ese momento no tenía la menor intención de que el Gran Fetiche y sus inmortales camaradas centraran su interés en ella. Tampoco quería que nadie más se fijara en ella. Por suerte, todos los que formaban parte de aquella multitud que avanzaba con paso lento iban mirando al frente, tratando de pasar desapercibidos para que los tutores sagrados no arremetieran contra ellos. Nadie la estaba mirando.

Goldie pensó en el pajarillo azul, perdido en la oscuridad de la toga de la tutora Ilusa. Pensó en su tía Elogia. ¡La temeraria tía Elogia! Inspiró profundamente. Levantó el brazo para que los grilletes de la cadena de castigo se deslizaran tan arriba como fuera posible, de forma que no hicieran ruido ni le entorpecieran los movimientos. Después metió la mano en el bolsillo de la tutora Ilusa.

Siempre se le había dado bien moverse con sigilo. Comenzó a palpar en la oscuridad de una forma tan silenciosa como la caída de una hoja. Las traicioneras cadenas no emitieron ningún sonido. La tutora Ilusa avanzaba con paso firme a su lado, con el ceño fruncido.

Goldie sintió el tacto de unas alas desplegadas.

Y de repente tuvo la sensación de que alguien la estaba observando. Dejó la mano inmóvil, todavía en el interior de la toga negra. Con toda la inocencia posible, miró a su alrededor. No parecía que nadie la estuviera observando. No era más que una muchedumbre asustada, normal y corriente. Salvo... salvo por un punto concreto por el que sus ojos parecían pasar de largo...

Fíjate bien, susurró la vocecilla de su conciencia.

Goldie se fijó bien. Atisbó una sombra que no parecía pertenecer a ninguna de las personas que había a su alrededor. Por alguna razón, resultaba difícil mantener la mirada fija en ella. Era como si la luz... pasara a través de ella, como si fuera algo tan insignificante que no valiera la pena detenerse en ello.

Fíjate bien.

Y entonces Goldie lo vio. Era un hombre alto y espigado que llevaba una anticuada casaca negra con las mangas demasiado cortas para sus largos brazos, de forma que sus muñecas quedaban expuestas. Caminaba al paso del pequeño grupo de niños y tutores, y la estaba observando detenidamente.

Cuando se dio cuenta de que Goldie le estaba mirando, puso cara de sorpresa. Se agachó detrás de otro hombre y desapareció entre la multitud.

Goldie recuperó la fortaleza en sus dedos. Los cerró en torno al pajarillo azul y lo sacó de la toga de la tutora Ilusa. Le pareció que el ave batió las alas en su mano, como si le estuviera dando las gracias por liberarlo.

A pesar del peso de las cadenas de castigo, Goldie sintió una oleada de entusiasmo en su interior. Era el Día de la Separación. En el plazo de una hora, ella también sería libre.

La tutora Ilusa mantuvo sujeta a Goldie con las cadenas de castigo hasta que llegaron al exterior del Gran Auditorio. Cuando al fin se las quitó, Goldie suspiró aliviada. «Ya solo me queda la cadena de custodia. ¡Y en breve habrá desaparecido también!».

Mamá y papá esperaban en el interior del auditorio junto al resto de los padres. La tutora Ilusa y el tutor Confort desabrocharon las cadenas de custodia de sus cinturones y les entregaron a los niños sin mediar palabra. Los padres fijaron las cadenas a sus propios cinturones.

Mientras caminaban hacia el escenario, mamá le susurró a Goldie al oído:

—¿Es cierto, cariño? ¿Te ha puesto las cadenas de castigo el día de tu separación? ¡No me lo puedo creer! ¡No tiene sentimientos!

—Calla —le susurró papá—. Ya sabes que tienen el oído muy aguzado.

Ahora que estaban lejos de los tutores sagrados, los compañeros de clase de Goldie empezaron a comportarse con normalidad. Detrás de Goldie, Herro Oster refunfuñó:

—¡No te pongas a dar saltitos, Júbilo! ¡Has estado a punto de tirarme al suelo!

—Lo siento, papá —dijo Jubi, risueño, que no parecía sentirlo en absoluto.

—Imagino que os a... alegrará su separación —dijo el papá de Favor, Herro Berg, que tenía una ligera tartamudez—. Es un fa... fastidio cuando llegan a esta edad, ¿no os parece?

—No sé cómo podría soportar cuatro años más así —dijo Herro Oster, aunque su tono de voz no sonó muy convincente—. Tengo cardenales por todo el cuerpo porque no para de menear los brazos y las piernas. Bendita sea la Protectora por reducir la edad de separación.

—Sí, bendita sea, bendita sea —murmuraron los demás padres. Pero todos estaban pálidos, y Goldie pensó que tenían pinta de no haber dormido demasiado bien.

Se alinearon a los pies del escenario y esperaron a que el hojalatero oficial acudiera a retirar los grilletes plateados de los niños. El auditorio estaba lleno de espectadores. En la fila delantera, una docena de reporteros tomaban notas para las gacetas del día siguiente.

Mamá le dio una palmadita en el brazo a Goldie.

—No debes tener miedo, cariño.

—No lo tengo —dijo Goldie.

—Por supuesto que no —se apresuró a decir mamá, dubitativa—. Pero una vez que te hayan separado, tendrás cuidado con los comerciantes de esclavos, ¿verdad?

Frou Berg se inclinó hacia ellas.

—Y con los insectos venenosos.

—Y con los carruajes callejeros desbocados.

—Y con los cuchillos afilados —añadió Frou Oster.

Goldie oyó un ruido sordo que procedía de algún lugar en la distancia. Miró a su alrededor. Nadie más parecía haberlo percibido.

—Y con las aves predadoras —dijo Herro Oster—. Y con los perros furiosos. ¡Con cualquier clase de perro!

—Las a... a... aguas sucias —tartamudeó Herro Berg—. Aguas contaminadas. ¡Corrientes trans... transmisoras de enfermedades donde se ahogan los niños! Eso es lo que me preocupa. Y que se pi... pierdan. Hagáis lo que hagáis, no os pe... perdáis.

Goldie había escuchado esas advertencias cientos, no, miles de veces. Agachó la cabeza y le dirigió una sonrisa a Favor, pero su amiga estaba asintiendo con seriedad ante aquella enumeración que estaba haciendo su familia.

—Ahora que me acuerdo... —dijo mamá, que se sacó un paquetito del bolsillo—. Te hemos comprado una cosita, cariño, para celebrarlo.

Era una brújula, claro. El regalo tradicional para el Día de la Separación era siempre una brújula (para que pudieras encontrar el camino de vuelta a casa si te perdías) o un silbato (para que pudieras pedir ayuda si te atacaban unos esclavistas).

Goldie se hizo la sorprendida y les dio las gracias cuando vio la brújula. Pero en el fondo le habría gustado que le hubieran regalado una navaja plegable, para poder defenderse si se viera en apuros. O un catalejo para otear lugares lejanos y soñar con el día en que tendría la edad suficiente para dejar atrás, muy atrás, la ciudad de Alhaja y sus tutores sagrados.

Veinte minutos más tarde, Goldie y sus amigos se colocaron sobre el inmenso escenario, junto a otro centenar de niños y sus padres. Aquel iba a ser el Día de la Separación más multitudinario que se recordaba. Todos los niños de Alhaja con edades comprendidas entre los doce y los dieciséis años iban a conseguir su libertad.

A Goldie ya le habían quitado los grilletes y la cadena de custodia, el único nexo con su mamá era una cinta de seda blanca. Tenía una sensación cálida y extraña en el brazo. Su cuerpo bullía de impaciencia mientras la Protectora caminaba hacia el estrado.

La Protectora Suprema de Alhaja no tenía en realidad un aspecto tan supremo. Vestía con una toga carmesí y una cadena de oro, pero apenas era un poco más alta que la mamá de Goldie, y tenía el cabello pajizo. Sobre su cabeza, la cúpula de cristal del Gran Auditorio estaba plagada de luces. Pájaros mecánicos avanzaban dando zumbidos de una columna a otra sobre alambres plateados. Mariposas mecánicas abrían y cerraban sus alas.

La Protectora se recolocó los anteojos sobre la nariz y se dirigió a los asistentes.

—Hubo un tiempo —dijo, a viva voz— en que no existía la ciudad de Alhaja. En su lugar había un nauseabundo puertecito de mar llamado Coz, anclado en la costa sureña de la península de Allende como una verruga ulcerosa en la barbilla de un anciano. Y, en efecto, no hay mejor forma para definir aquel lugar que como una verruga ulcerosa, pues estaba repleta de peligros y enfermedades.

Goldie oyó unos susurros entre el público mientras se disponían a escuchar aquella historia que todos conocían bien. Pero, por una vez, la Protectora no les recordó cómo sus ancestros habían llegado desde Merne para establecer un asentamiento. No les habló de las guerras nativas ni de las guerras bárbaras ni de las guerras de independencia, ni del aluvión de asesinatos y hambrunas, ni del Año de la Desesperación, cuando los niños murieron como moscas. No les habló de la heroica lucha de unas pocas personas que salvaron a los niños supervivientes, y cómo esas personas se convirtieron en los primeros tutores sagrados.

En vez de eso, sonrió y dijo:

—Pero eso fue hace mucho tiempo. Durante más de doscientos años la ciudad se ha ido purificando progresivamente de sus peligros. Se han vallado los canales y se han reconstruido los edificios vacíos. Los animales y los pájaros han sido expulsados. El repugnante puerto de Coz se ha convertido en la hermosa Alhaja. Ya no hace falta que estemos tan alerta.

Muchas personas asentían con la cabeza, pero Goldie se dio cuenta enseguida de que había algunos que no estaban de acuerdo. En la segunda fila del público, la tutora Ilusa tenía el rostro ensombrecido por la ira.

—Estos niños que se encuentran detrás de mí —dijo la Protectora— están a punto de conducirnos hacia un futuro glorioso.

Hizo una pausa. Goldie echó un vistazo a sus compañeros de clase. Favor se estaba mordisqueando las uñas. Brío estaba sonriente, pero parecía una sonrisa un tanto forzada, como si la hubiera esbozado previamente y se hubiera olvidado de ella. Ciruela y Gloria se habían puesto pálidas por los nervios, y Jubi se revolvía en el sitio, alternando el peso de su cuerpo de una pierna a la otra. Goldie oyó que Herro Oster le espetaba:

—En nombre de los Siete, Júbilo, ¿es que no puedes quedarte quieto ni cinco minutos?

El público soltó una risita nerviosa. La Protectora volvió a sonreír.

—Su señoría, el Adalid —dijo—, procederá a dar las bendiciones.

El auditorio se quedó en silencio. Nadie se movió.

—¿Dónde está el Adalid? —le susurró Goldie a mamá.

Como a modo de respuesta, se oyó un estrépito de pasos entre la multitud.

—¡Abran paso, abran paso! —exclamó la tutora Ilusa, que subió al escenario y se dedicó a alisarse los pliegues de la toga y a enderezarse el sombrero como si fuera la tarea más importante del mundo.

La Protectora la observó desde lo alto de sus anteojos.

—¿Hay un cambio de planes? —dijo—. Nadie me ha informado de ello. ¿Dónde está vuestro líder?

—Excelencia —dijo la tutora Ilusa—, su señoría ya debería haber llegado, pero parece que algo lo está retrasando. Quizá deberíamos retrasar también la separación.

A Goldie le pegó un vuelco el corazón. Pero la Protectora dijo con suavidad:

—Si el Adalid no ha llegado, tutora, seguro que podrá encargarse usted de administrar las bendiciones.

—Ay, no, eso no sería...

—Adelante, tutora —dijo la Protectora con un tono de voz que ya no era tan suave.

La tutora Ilusa dedicó un ratito más a recolocarse el sombrero; después contempló las largas filas de niños con el ceño fruncido.

—¿Juráis permanecer alerta y no poneros en peligro, ni poner en peligro a los demás —murmuró—, aunque ya no estéis al cuidado de los tutores sagrados?

A Goldie se le secó la boca de repente. Respondió al unísono con otro centenar de voces:

—Lo juro.

—¿Juráis hacer honor a los Siete Dioses y a los planes que tienen para vosotros, tal y como son revelados a través de los tutores sagrados?

—Lo juro.

—¿Juráis prevenir la blasfemia y condenar la herejía, dondequiera que las encontréis?

—Lo juro.

La tutora Ilusa titubeó. Goldie apretó los puños con tanta fuerza que se le clavaron las uñas en las palmas de las manos.

La Protectora carraspeó.

—Continúe, por favor.

—Entonces yo os bendigo —a pesar de su reticencia, la tutora Ilusa alzó la voz al abordar aquellos salmos que conocía tan bien. Nombró a los dioses uno por uno, en orden decreciente de importancia para no ofender a ninguno de ellos—. ¡Que el Gran Fetiche no envíe nunca a su Buey Negro a buscaros por la noche! ¡Que la Dama Llorona culpe a otro por sus lágrimas! ¡Que Atronador, Soñador y el Cerrajero olviden vuestros nombres! ¡Que el Ayudante nunca decida que necesitáis su ayuda! Y que Zouk el Calvo se vaya con sus bromas a otra parte.

Goldie batió los dedos cada vez que pronunciaba uno de esos nombres.

—Benditos seáis, benditos seáis, y benditos seáis tres veces. ¡Así sea!

En cuanto terminó de decir esas palabras, la tutora Ilusa se marchó rápidamente del escenario, como si no quisiera tener nada más que ver con aquella ceremonia.

—¿Teniente mariscal? —murmuró la Protectora.

El teniente mariscal de la milicia, que había estado a su lado durante el discurso, le entregó a la Protectora unas tijeras. La Protectora sacó un trozo de papel del bolsillo de su toga, lo observó con los ojos entornados y dijo a viva voz:

—Golden Roth.

Goldie sintió un escalofrío. ¡Ella iba a ser la primera! Dio un paso adelante, acompañada de mamá y papá.

La Protectora Suprema sonrió, con una mirada aguda e inteligente al otro lado de sus anteojos.

—Extiende la mano —dijo.

Goldie extendió la mano. La cinta de seda blanca se tensó.

—¡Por la gracia de los Siete Dioses —exclamó la Protectora—, y de acuerdo con el acta de tutelaje, que esta niña sea separada!

Alzó las tijeras. Mamá soltó un gritito ahogado como si fuera a protestar, pero no dijo nada. Papá le dio un apretón a Goldie en el hombro. Entre el público, los reporteros mojaron sus plumas en sus tinteros portátiles y comenzaron a escribir a toda velocidad. Goldie contuvo el aliento...

Entonces se oyó un golpetazo procedente del otro extremo del auditorio, allí donde se habían cerrado las enormes puertas de madera para aislar el recinto del calor veraniego. La Protectora se detuvo.

—¡Déjenme pasar! ¡Déjenme pasar! —exclamaba una voz ahogada.

«¡Márchate!», pensó Goldie. «¡No interrumpas!».

Uno de los milicianos que vigilaban la puerta, la entornó y dijo:

—¡Silencio! Su excelencia acaba de empezar con las Separaciones.

Un hombre lo empujó a un lado y avanzó, con la toga negra sucia y desgarrada, y el rostro manchado de sangre.

—¡Desastre! —exclamaba— ¡Asesinato! ¡Los niños...!

Y entonces cayó al suelo con un dramático desmayo.

Los asistentes se pusieron rápidamente en pie y avanzaron a empujones hacia el hombre desfallecido, gritando todos a la vez.

—¿Qué es?

—¿Quién es?

—¿Qué niños?

—¡Cuidado, no vayáis a pisarlo!

—¿A qué se refería con lo del asesinato?

—¡Traedle una silla! ¡Traedle agua! —gritó la Protectora, que le devolvió las tijeras al teniente mariscal, bajó del escenario de un salto y comenzó a abrirse camino entre la multitud.

Mamá abrazó a Goldie con fuerza. Papá las estrechó a ambas entre sus brazos.

—Los niños —susurró—. ¿Qué les ha ocurrido a los niños?

Goldie sintió como si le ardiera la muñeca izquierda. Se metió la otra mano en el bolsillo y cerró los dedos en torno al pajarillo azul. «Rápido», pensó. «Acabad rápido con esto para que podamos seguir con la separación».

Uno de los milicianos transportó una jarra de agua entre la multitud y vertió parte de su contenido sobre la cabeza del intruso, que emitió un gruñido y se incorporó.

Alguien exclamó:

—¡Es el Adalid!

Goldie se quedó mirando desconcertada hacia aquella silueta desaliñada. Su señoría, el Adalid de Alhaja, líder de los tutores sagrados y portavoz de los Siete Dioses, era un hombre alto y bien parecido que nunca se dejaba ver en público a no ser que su cabello negro estuviera liso como el ala de un cuervo y el galón plateado de su toga reluciente.

Pero ahora tenía la toga hecha harapos y la frente cubierta de sangre. Y bajo la sangre, tenía el rostro cubierto de ceniza y estaba pálido por el terror.

La multitud se quedó en silencio. El Adalid miró a su alrededor como si no supiera dónde estaba.

—Ha habido... Ha habido una explosión —dijo con voz entrecortada—. Los niños...

Se calló, incapaz de seguir hablando. Goldie recordó el ruido sordo que había escuchado. ¡Una explosión!

—¡Que el Gran Fetiche nos proteja! —susurró mamá, batiendo los dedos y abrazando con más fuerza a Goldie.

—Traedle algo de beber —ordenó la Protectora.

El Adalid engulló el agua hasta que la jarra quedó vacía. Se secó los labios con una mano cubierta de sangre. Entonces, presa de unos espasmos incontrolables y deteniéndose cada pocas palabras para recobrar el aliento, explicó a la horrorizada multitud lo que había ocurrido.

—Una excursión... esta mañana... iban cuatro niños con sus tutores... los había invitado a visitar mi oficina antes de la ceremonia de separación. Que los Siete Dioses me perdonen.

Su voz era poco más que un susurro, pero a Goldie le pareció que resonaba de un extremo a otro del auditorio.

—Estábamos en la... biblioteca... mostrándoles los retratos... de los Adalides que me precedieron en el cargo... grandes hombres todos ellos... sirvieron a los Siete, cuidaron de los niños de la ciudad...

Volvió a quedarse en silencio. Durante un terrible instante, Goldie pensó que el Adalid iba a echarse a llorar. Una única lágrima recorrió su rostro, formando un canal a través de las cenizas. El Adalid se la enjugó y prosiguió.

—Fue como... si nos alcanzara un golpe fortísimo. Mis tutores... se lanzaron sobre los niños para protegerlos. No sabíamos qué estaba ocurriendo. Estábamos ensordecidos... el ruido, el yeso que se venía abajo... los muros que se derrumbaban a nuestro alrededor. Los niños...

Papá dejó escapar un gemido. Mamá estaba sollozando abiertamente, y no era la única. La Protectora alzó una mano para ordenar silencio.

—Cuando recuperamos la visión —dijo el Adalid—, comprobamos que los niños estaban a salvo... conmocionados, pero a salvo. Todos salvo uno... una niñita del...

Inspiró profundamente y se estremeció.

—Una niñita del... canal de Hueso Ferviente. Estaba... muerta.

Aquello provocó una enorme conmoción en el auditorio. Goldie emitió un gemido de terror que se repitió en las gargantas de todos los presentes. Mamá y papá la abrazaron con más fuerza todavía. ¿Muerta? ¿Muerta? ¿Una niña? ¿En Alhaja? Era como si la peor pesadilla imaginable se hubiera hecho realidad.

La Protectora tenía el rostro lívido, pero alzó la mano una vez más para pedir silencio.

—Cuando entró en el auditorio —dijo con un tono de voz lo más firme posible—, dijo algo sobre un asesinato.

—Pensé... Pensamos que podía tratarse de una explosión de acuagás —dijo el Adalid—. Un accidente. Pero un testigo vio... a dos hombres huyendo. Dos desconocidos. Y mis tutores encontraron los restos de... un dispositivo. Por los Siete, excelencia, no fue un accidente. Fue... una bomba.

Los siguientes minutos fueron una amalgama de ruidos y gritos. Goldie sintió que le faltaba el aliento. Vio cómo la Protectora le hacía unos gestos al teniente mariscal, que estaba a su lado. Parecían estar discutiendo. La Protectora le dijo algo con rudeza y el teniente mariscal volvió a subir al escenario y se colocó junto a Goldie, con expresión tensa y airada.

La Protectora salió a toda prisa del auditorio, seguida de cerca por el resto de la milicia. La multitud se echó a un lado para abrirles camino. Todos tenían la misma cara de conmoción. ¿Una bomba? ¿En Alhaja?

—No puede ser —murmuraba papá una y otra vez—. ¡No puede ser!

Mamá había empapado la parte superior del babi de Goldie con sus lágrimas.

Abajo, en la nave del auditorio, había cierto revuelo mientras el Adalid se ponía a duras penas en pie. La gente se apresuró a auxiliarlo, pero él rechazó su ayuda con un ademán y subió a rastras al escenario.

—Amigos —comenzó a decir a viva voz.

Poco a poco, la multitud volvió a quedarse en silencio, aunque muchos de ellos seguían sollozando.

—Amigos, el peligro nos rodea. ¿Quién sabe dónde volverá a atacar? Debemos pedir a los Siete que nos protejan.

Goldie murmuró una breve oración y batió los dedos. ¡No nos protejas, Gran Fetiche! ¡No nos defiendas, Dama Llorona! ¡Ya habéis hecho suficiente! ¡Marchaos a otra parte! ¡Por favor!

—La Protectora Suprema ha marchado a lidiar con esta tragedia —prosiguió el Adalid—, tal y como dicta su deber. Pero estoy seguro de que si siguiera aquí estaría de acuerdo conmigo. Los deseos de los Siete Dioses están claros. Ahora no es el momento de un cambio. Por tanto, esta separación queda cancelada.

En un principio, Goldie no consiguió dar sentido a las palabras del Adalid. Llevaba esperando ese día toda su vida. No podían cancelarlo. Ni siquiera por una bomba y una niña muerta. No era posible.

¿Verdad?

Tenía la mano, aquella con la que sostenía el pajarillo volador, helada. Al mismo tiempo, sentía un intenso calor en su interior, como si alguien hubiera encendido un fuego en sus entrañas.

—¿Papá? —susurró, tratando de controlar su tono de voz—. ¿El Adalid puede hacer eso?

Al parecer sí podía. Ya estaba haciendo gestos al hojalatero para que regresara al escenario.

Papá suspiró.

—Cariño, es muy peligroso seguir adelante con la ceremonia. Quizá el próximo año la Protectora lo intente de nuevo.

—O al año siguiente —dijo mamá, que trataba de acariciar a Goldie al tiempo que la empujaba hacia el hojalatero.

El calor que sentía Goldie en las entrañas se estaba intensificando. En el fondo de su conciencia, la vocecilla susurró: No puedes esperar tanto. Tienes que separarte hoy.

—¡No puedo esperar tanto! —dijo Goldie. Las palabras parecían brotar de su interior como una explosión— ¡Tengo que separarme hoy!

La tutora Ilusa apareció de repente.

—¡Muchacha aberrante! ¡Ha habido un asesinato! ¿Dónde está tu miedo? ¿Dónde tus temblores?

—Está disgustada, nada más —se apresuró a decir mamá. Después le colocó una mano a Goldie en la frente—. Ha sido a causa de la impresión. Pronto se sentirá mejor.

—¡No me sentiré mejor! —dijo Goldie. Era consciente de que estaba empeorando las cosas, pero no podía evitarlo—. ¡Prometieron que hoy podríamos separarnos! ¡Lo prometieron!

Todos los presentes en el auditorio parecían estar mirándola, pero no le importó. Lo único que sabía era que no sería capaz de soportar tener otra vez los grilletes plateados aferrados a la muñeca y la cadena de custodia fija de nuevo en su sitio.

El Adalid la estaba mirando fijamente.

—¿Quién es esta niña que cuestiona la sagrada voluntad de los Siete?

La tutora Ilusa esbozó una sonrisa arrogante.

—Se llama Golden Roth, señoría. Siempre está dando problemas. Acabo de liberarla de sus cadenas de castigo.

—Pues quizá debería volver a ponérselas —dijo el Adalid—. Hasta que aprenda la lección.

—¡Goldie no ha hecho nada malo! —exclamó mamá—. Lo único que pasa es que está un poco disgustada.

—¿Disgustada? —espetó el Adalid—. Su hija no está disgustada, Frou. ¡Su hija es una necia! ¡Es mezquina! Si no obedece a la autoridad, merece llevar las cadenas de castigo.

—¡No! —dijo Goldie, que parecía haber perdido todo control sobre sus palabras.

—A no ser, claro está —dijo el Adalid—, que prefiera que la llevemos a Supervisión.

—No será necesario —dijo papá. Goldie se dio cuenta de que estaba temblando, pero consiguió que no se le notara al hablar—. Mi esposa no tenía intención de replicarle, señoría. Nuestra hija llevará las cadenas de castigo, ¿no es así, cariño? Sí, claro que las llevarás. Ya está arreglado.

La tutora Ilusa subió al escenario con las pesadas cadenas de latón en la mano. El Adalid se dio la vuelta hacia la multitud y se irguió tanto como le fue posible.

—Esta tragedia deja clara una cosa —dijo a voz en grito—. ¡Necesitamos más tutores sagrados en la ciudad!

«¡No!», pensó Goldie.

—¡Debemos tener un tutor residente en cada edificio público! —exclamó el Adalid—. Alguien que pueda proteger nuestras más preciadas posesiones: ¡los niños!

La multitud lo vitoreó.

—No lo olvidéis —prosiguió el Adalid—: cuando nos ponemos en peligro, ponemos en peligro a los demás.

—¡Es nuestro deber mantenernos a salvo! —la tutora Ilusa entonó aquella réplica tradicional, y la multitud se unió a ella en un griterío conjunto.

Un pensamiento descabellado cruzó la mente de Goldie. No quería mantenerse a salvo. ¡Quería ser libre! La cinta de seda pareció aferrarse con más fuerza a su muñeca. Sintió la presión de la elevada cúpula de cristal del Gran Auditorio sobre su cabeza, como si fuera a asfixiarla.

Mira, susurró la vocecilla. Mira al teniente mariscal. Mira detrás de él.

Goldie giró la cabeza. El teniente mariscal de la milicia estaba de pie a su lado. Por detrás de él, al fondo del escenario, había una puertecita.

—El peligro puede llegar desde cualquier parte —exclamó el Adalid—. Acecha entre nosotros y jamás duerme.

—¡Es nuestro deber ser cautelosos!

Goldie tragó saliva. Resonó tan fuerte en sus oídos que estuvo segura de que todos los demás lo habrían oído. El corazón le latía directamente en la garganta. Sintió un hormigueo en las yemas de los dedos.

Apretó con fuerza el pajarillo azul esmaltado. «Puede que a la tía Elogia no se la llevaran los esclavistas», pensó. «Puede que se escapara porque no podía soportar seguir viviendo aquí».

—¡Cuidaos de los osados y los temerarios porque ellos nos traerán la desgracia! —gritó el Adalid.

—¡Es nuestro deber tener miedo!

Cuando se apagó el último eco de aquel salmo, la tutora Ilusa exclamó:

—¡Tres aúpas por el Adalid, sirviente sagrado de los Siete! ¡Aúpa! ¡Aúpa! ¡Aúpa!

Las voces rodearon a Goldie como una marejada. Cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, Favor la estaba mirando.

Goldie trató de sonreír, pero no pudo. Sin apartar la mirada de su mejor amiga, soltó el pajarillo azul y metió la mano en el bolsillo del teniente mariscal.

Favor se quedó mirando, desconcertada. La multitud seguía vitoreando al Adalid. Goldie comenzó a tantear entre un pañuelo, un puñado de llaves, con dedos tan ligeros como un soplo de brisa.

Y de repente, encontró las tijeras. Las sacó sigilosamente del bolsillo del teniente mariscal y se las guardó en el suyo.

Quedarse quieta en ese momento fue una de las cosas más difíciles que había hecho nunca. Estaba temblando de pies a cabeza. Favor tenía los ojos desorbitados por la impresión, pero no dijo nada.

Goldie inclinó la cabeza hacia atrás para apoyarla sobre el pecho de papá.

—Te quiero, papá —susurró. Había tanto alboroto que lo más probable es que no la oyera. Aun así, levantó una mano para acariciarle la cabeza.

Goldie le dio un beso a mamá en la mejilla.

—A ti también te quiero, mamá. No te preocupes por mí.

—¿Qué? —dijo mamá, llevándose una mano a la oreja—. ¿Puedes repetirlo, cariño?

Goldie sintió que se le empezaban a saltar las lágrimas. Pero las contuvo. Abrió y cerró las tijeras tres veces dentro de su bolsillo para asegurarse de que sabía cómo usarlas.

Echó un vistazo a la multitud. Sus ojos pasaron de largo ante una porción de espacio vacío. Se obligó a volver a mirarlo, y ahí estaba el hombre de la casaca negra, observándola...

Era demasiado tarde para preocuparse. La vocecilla de su conciencia le gritaba: ¡Vamos! ¡Vamos!

Goldie se sacó las tijeras del bolsillo a toda velocidad y cortó la cinta de seda blanca de un solo tijeretazo. Después, antes de que alguien pudiera detenerla, se marchó corriendo del escenario y salió por la puerta trasera del Gran Auditorio.

La Protectora cruzó con paso renqueante la rampa de desembarco del acuabús oficial. Le dolían los callos de los pies y se sentía cansada y apesadumbrada. Había sido un día horrible.

Su plan original consistía en salir del Gran Auditorio en cuanto concluyera la ceremonia de separación y hacer una ruta por los diques que protegían Alhaja del mar. Según el maestro de diques, necesitaban una reparación urgente.

Pero en lugar de eso, había convocado a la milicia para buscar a quienquiera que hubiera activado la bomba. Había acudido a la destrozada oficina del Adalid para hablar con los testigos. Había visitado a los padres de la niña fallecida y a los niños que habían sobrevivido a la explosión.

Y ahora se topaba con el desagradable asunto de la niña fugada... y de los tutores residentes.

Se enjugó el sudor de los ojos y negó con la cabeza. ¡Una fuga! ¡Nada más conocer la noticia de la bomba! La ciudad entera se había visto presa de la conmoción.